Monthly Archives: noviembre 1993

8.1 LA UNIDAD

Ocho de enero

Juan 17:20-26

Una de las facetas más sorprendentes de nuestro Cristo es aquella que comprende preocupaciones presentes que desembocan en actuaciones o situaciones futuras. En efecto, en el pasaje sugerido se observa con cierta claridad que ya oraba por nosotros antes de conocernos, v. 20; lo cual, aparte de señalar con antelación nuestra salvación, indica la fuente de nuestra seguridad que, apoyada en Dios, nos garantiza la individualidad dentro de la pluralidad del reino.

También se indica la existencia de una cadena de testimonios de más de dos mil años (aún hoy está vigente) cuya característica principal es llevar las personas a los pies de Jesús para que, una vez salvos, constituyan la unidad más grande de este mundo. Unidad que, formada por cientos y cientos de almas de todas las eras y épocas, aumenta día a día con la protección divina, v. 21, y que, a su vez, es la prueba que se necesita para creer que Cristo es el enviado del Dios Padre.

Por eso, mientras en este mundo lo más normal es la segregación, la separación, formación de tribus, capillas, grupos, (Yugoslavia, Checoslovaquia, etc.), Jesús quiere la unión. Y la quiere porque El como cabeza entiende que sólo tenemos posibilidad de futuro perteneciendo a su cuerpo, Efe. 5:23.

Entonces, en relación a los creyentes, hemos de apreciar más lo que nos une que lo que nos separa y potenciar lo que tenemos en común que no es otra cosa que el amor de Dios. Apoyándonos en ese común denominador feliz, ya podemos y debemos avanzar en la unidad hasta llegar a la perfección, v. 23. Claro que, a veces, nos sentimos tan poca cosa que nos vemos incapaces de alcanzarla y así, hasta dejamos de luchar pensando que ya no vale la pena intentarlo si al final no vamos a conseguirlo. Estamos equivocados y hacemos mal. En esas condiciones debemos pensar que tenemos la gloria de Cristo a nuestra disposición, v. 22, que, con mucho, es suficiente para lograrla.

Con todo, hemos de tener en cuenta que no tendremos nunca una unión perfecta del pueblo de Dios si no estamos previamente unidos nosotros al Señor a la manera de la vid y los pámpanos, Juan 15:5, ejemplo suyo en el que la gloria hacía las veces de real savia vivificadora. De manera que debemos potenciar nuestra relación con Dios si queremos conseguir ser uno con él y con los demás ciudadanos de su reino.

Por otra parte, hemos de reconocer la importancia que tiene el hecho de que Jesús orase para que seamos uno con El, uno con Dios. No podemos defraudar su confianza ni hacer fracasar el futuro. Eso es lo que estamos haciendo cuando nos peleamos en todas las reuniones ordinarias de negocios de la iglesia, cuando resaltamos sin piedad los defectos ajenos, cuando huimos de los hermanos de la comisión “Pro Cargos” como si tuvieran la peste, cuando no colaboramos en ningún programa misionero, cuando, en fin, regateamos el diezmo al Señor con argumentos pasados de moda. Sólo imitando el desprendimiento total de Jesús tendremos alguna opción a ser como Él es y compartir su gloria; lo otro, lo contrario, ser creyentes solitarios, sólo nos da derecho a ser salvos por los pelos y a pasar la eternidad perdidos en las últimas filas del coro celestial.

7.1 LOS CARGOS DE SERVICIO

Siete de enero

Rom. 12:3-8

Siempre que se acercan reuniones de iglesia para la elección de cargos de servicio, vemos una falta de interés que nos entristece. Ni siquiera la posibilidad de acceder a un cargo para figurar es un acicate suficiente para lograr una competencia leal que sería beneficiosa para todos los servidos. Todos tenemos ya muy desarrollado el sentido del deber y sabemos que si aceptamos un trabajo tendremos que cumplir y dar lo mejor de nosotros mismos y eso no nos gusta. Claro, siempre hay personas que disfrutan del poder, que no del servicio, y aceptan cualquier cargo para conseguirlo, pero ese es otro tema. En general pasamos de cargos y huimos de los hermanos de la comisión que llevan el bolígrafo en ristre como si tuvieran la peste y de la reunión administrativa como si la pobre iglesia estuviera en cuarentena.

Sin embargo, todos estamos llamados a hacer algo en servicio a los demás y no sólo porque es una orden divina, Juan 13:15, sino porque es un bien escaso y su aplicación nos beneficia. Pablo, en el texto sugerido, dice que todos los miembros de un cuerpo trabajan para el crecimiento y mejora del mismo es una clara y neta referencia a la Iglesia y a las personas que la componen. En efecto, el símil del cuerpo humano y el fino comportamiento de sus diferentes organismos es tan axiomático que no necesita ninguna demostración. Nadie ignora lo que pasaría con un cuerpo que sólo fuese ojo p ej., o con una iglesia en la que todos fuésemos pastores… Así que, nos necesitamos los unos a los otros, todos somos necesarios, y si no colaboramos en todo tipo de servicio, algo del conjunto se resquebraja y lesiona con el consiguiente perjuicio general.

Entonces, para poder servir lo mejor posible prescindiendo de la importancia del servicio, debemos conocernos bien a nosotros mismos, a los demás y al trabajo a realizar. Es un error lanzarse a desempeñar un cargo sólo con una alforja de buena voluntad. Así, hemos de aceptarnos con humildad y prepararnos para no defraudar la confianza de quienes nos han elegido; por eso, es muy conveniente conocer nuestras limitaciones y lo que se espera de nuestras personas, no despreciando unos trabajos aparentemente humildes y llevarlos a cabo con alegría, agradeciendo la buena voluntad ajena.

Resumiendo, debemos usar los dones recibidos, aquellos que nos hacen diferentes a la mayoría de los hermanos (y ellos de nosotros), y no porque conviene seguir creciendo por medio de la renovación de nuestro entendimiento, Rom. 12:2, sino porque, en el fondo, no son nuestros. Todos los dones, habilidades y aptitudes son de Dios y es importante notar que de no usarlos en el servicio del único Reino de los Cielos, se oxidan y hasta desaparecen perdiéndose la oportunidad de hacer historia.

Así, la próxima vez que se nos acerque un hermano de la comisión Pro Cargos, bolígrafo en ristre, debe encontrarnos a la espera (con una sonrisa en los labios, como premiando su propio servicio), aceptar de buen grado lo que nos ofrece después de haberlo decidido en oración y quedarnos a la espera de la fiel e inmediata decisión de la Asamblea soberana pensando que una iglesia fuerte es aquella que después de tener a Cristo en la cabeza, tiene bien cubiertos todos los servicios.

6.1 LOS LAMENTOS

Seis de enero

Sal. 48

No hay día en que no nos lamentemos por alguna cosa. Los hacemos por todo: por las noticias que oímos, leemos o vemos, por el trabajo o por la falta de él, por la suerte, por la familia… ¡por todo! Sin embargo, cuando uno tiene la oportunidad de respirar hondo, cuando uno se para oír, se mira hacia sí mismo, puede pensar y descansar en Dios; mejor, cuando uno se para y respira, piensa en Dios.

De manera que sabiendo donde está el descanso, el oasis, no tenemos excusa si no vamos en su busca, si no nos desconectamos de la servidumbre del mundo. Es un hecho real que muchos de nosotros vamos a nuestra iglesia a descansar, a respirar hondo, a oxigenarnos, a cargar las pilas… Eso está bien. Pero mientras participamos en el culto debemos pasar de los trabajos, olvidarnos de nuestros problemas, superar todos los tragos amargos y hasta ignorar nuestros más recientes fracasos. Estamos en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo, en la ciudad del gran Rey, y debemos dedicar nuestro tiempo real a alabarlo y a ponernos a sus pies para que su voluntad sea manifiesta, entendida y practicada en nuestras vidas.

Cuando uno repara en las bendiciones del Señor llega a pensar que tiene un buen aliado. Sí, en efecto, sin tener derecho a nada, Dios Padre guarda memoria de nosotros y nos bendice, prospera y protege. Cuando pensamos en Él, vemos su justicia, v. 10, que es todo lo contrario de lo que vemos cada día en esta tierra; cuando reparamos en sus obras y en lo que ha sido capaz de realizar en nosotros, ningún lamento puede desanimarnos hasta el punto de creer que estamos solos y abandonados. Sabemos que el Señor nos guiará hasta más allá de la muerte física, v. 14; entonces, ¿tenemos derecho a lamentarnos? Si sabemos también que nadie ni nada nos puede separar de su amor, Rom. 8:35-39, ¿aún tenemos derecho a lamentarnos?

Otra razón de peso que debiera bastar para no lamentarnos es el hecho de saber que el Señor quiere que vivamos, Eze. 18:32, y que lo hagamos sin lamentos. No podemos decir que ya estamos a salvo de cualquier mal irreparable y caminar como si fuésemos vulnerables a las desgracias, a las zancadillas de los demás y a los vaivenes de la fortuna. Es verdad que mientras estemos en este valle de lágrimas nos puede alcanzar el desánimo, la apatía o la inseguridad, pero no al precio de lamentar nuestra suerte o un posible abandono divino. Dios nos cuida, nos quiere bien y si andamos en su voluntad nos bendecirá, por lo que no tenemos ningún derecho a lamentar nuestro estado.

Debiéramos revisar, pues, nuestro enfoque de las cosas de cada día y no sólo para dar ejemplo. Somos los primer beneficiarios del plan del Señor para el mundo y debemos dar testimonio de que vivir como El quiere es una buena manera de hacerlo y que, además, es la única que acepta. Las rosas las da el rosal y aunque existen de plástico o de cualquier otro material, sólo las auténticas son naturales. No nos engañemos. El mundo, al que intentamos traer a los pies de Jesucristo gracias a nuestro testimonio, no se merece ser testigo de nuestros lamentos, no puede cogernos en un renuncio sin sufrir un desengaño. Somos cristianos alegres que sabemos bien quiénes éramos sin Dios y a dónde nos dirigimos con Él y no podemos lamentarnos por el roce de las piedras del camino de la vida eterna.