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VICTORIA EN MEDIO DEL SUFRIMIENTO

 

Rom. 8:31-39

 

  Introducción:

  En la lección anterior, Rom. 6:15-23, nos dimos cuenta de que algunos seres humanos piensan que la gracia, el amor y el perdón de Dios son otras tantas razones u oportunidades para que pequemos más y más. Ya quedó demostrado que eso no es cierto. El E. Santo enseña, por medio del apóstol Pablo, que mientras somos pecadores somos esclavos del pecado, y que Cristo nos libera de esa esclavitud para poder convertirnos en Hijos de Dios y servidores voluntarios y gozosos de Dios mismo, de Cristo Jesús, del E. Santo y de los seres humanos.

  Siguiendo ahora con el libro de Romanos se nos enseña en 7:1-6, que estamos libres de las exigencias rituales y ceremoniales de la ley mosaica, por que Cristo la cumplió por nosotros de una vez y para siempre, y ahora mismo ya pertenecemos a Él como la mujer casada al marido. También se nos enseña que el pecado mora en nosotros, 7:7-25, pero que debemos vivir bajo la fiel dirección del E Santo porque Él nos ayuda a quedar libres del pecado y a que seamos justificados y glorificados, como bien queda dicho y plasmado en 8:1-30. Hoy, y siguiendo con en la misma línea, vamos a estudiar algunas de las pruebas que sin duda experimentaremos si somos tan cristianos como decimos:

 

  Desarrollo:

  Rom. 8:31. Pablo, llegado, por decirlo de alguna forma, a la cima de la montaña del desarrollo del evangelio de la gracia que ha venido desarrollando, y en particular por la exposición de los motivos de una imperecedera esperanza suscrita en los vs. 18-30, echa una última mirada hacia atrás sobre la ruta que acaba de recorrer y cuyos mojones no son otros que la universalidad del pecado, la vil y hasta baja naturaleza pecadora del hombre, la salvación por gracia mediante la fe en Cristo, la justificación por la fe, la vil esclavitud del pecado y la liberación del hombre mediante otro tipo de esclavitud eterna y gozosa a los pies de buen Maestro, y sin detenerse un ápice, fija su vista y atención al frente viendo los peligros a que está expuesto el buen cristiano, mas como justo y profundo sabedor de la alta potencia del Señor, ya es consciente de que éste puede vencer perfectamente sea cual sea la fuente o naturaleza del enemigo. Por eso entona un cántico de triunfo, incluido en los vs. 31-39, que son, precisamente, los que hoy estudiamos. Ya nos ha dicho que el gozoso servicio voluntario a Dios, capaz de transformarnos en hijos suyos, nos catapulta a la eternidad, cuya característica la constituye el hecho de que allí seremos glorificados de tal forma, que sin merecerlo veremos a Dios cara a cara, conoceremos como somos conocidos y nos serán contestadas todas aquellas preguntas que hoy por hoy no tienen respuesta. ¿Qué diremos respecto a las bendiciones y a las tentaciones que aún vamos a tener? ¿Quién podrá contra nosotros si tenemos la protección particular del Omnipotente? La respuesta o respuestas nos vienen dadas en la segunda de esas preguntas: Si Dios es por vosotros (el apóstol tratará de demostrarlo en los vs. que van a seguir), ¿quién contra vosotros? Es muy cierto que el propio Jesús nos dice que en este mundo tendremos conflictos, aflicciones, persecuciones, acusaciones, etc. pero que no debemos temer por una razón que se nos antoja fundamental: ¡El ha vencido al mundo! Juan 16:33.

  Rom. 8:32. Hay en estas palabras una alusión evidente a Gén 22:12, donde el Señor dice a Abraham después del incruento sacrificio de Isaac: Ahora conozco que temes a Dios, puesto que no has sido indulgente por mi, con tu hijo, tú único… Ver si no este mismo v. 32, en otra versión actual: El mismo que con su propio Hijo no fue indulgente, sino que por todos nosotros le entregó. El paralelismo es evidente. El patriarca Abraham había dado a su Dios lo que más quería en el mundo, su hijo, aquel sobre el cual reposaba la promesa de hacerlo heredero por cuyo anhelo vivía su alma. Después de este paso, no le quedaba nada que pudiese rehusar al Señor. Imagen débil, pero justa, del Padre celestial que, para salvar al mundo pecador entrega a su propio Hijo, no sólo el Logos, única posible manifestación creadora del Dios Padre, capaz de generarse a Sí mismo, sino, por misterio de la Trinidad, se entrega Él mismo impulsado por el amor hacia nosotros, por dónde y de dónde saca el apóstol esta conclusión ampliamente justificada: Así pues, ¿qué queda por rehusarnos? ¡Nada! Nos dará de forma gratuita todas las cosas, puesto que la primera dádiva la incluye a todas por aquello de buscar primero el Reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas os serán por añadidura.

  Esta es la respuesta a la pregunta levantada en el v. 31: ¡Es imposible que algo esté contra nosotros!

  Además, si el hijo de Abraham vivió para seguir todos los deseos y designios divinos, en el caso de Cristo no fue así. Él sí murió: Padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos para llevarnos a Dios, 1 Ped. 3:18. Pero esa muerte y su posterior resurrección bastan para asegurarnos que también resucitaremos nosotros, aval y garantía suprema que ni la muerte puede dañar.

  Rom. 8:33, 34. Pablo considera ahora, en su causa más temible, las dudas y temores que podían asaltar aún al creyente, es decir, cualquier pecado tras la conversión considerado en presencia del Juicio eterno. En efecto, estos dos términos acusar y condenar son jurídicos y forman dos etapas bien definidas de un juicio. Mas, en nuestro caso, Cristo Jesús es el Juez supremo, Rom. 2:16; Juan 5:22. ¿Quién, pues, se presentará ante Él como acusador? ¿Dios? Sólo Él tiene derecho puesto que su ley pide justicia por haber sido violada por todo hombre. Pero, ¡si Dios mismo es el que justifica! Mucho antes de los tiempos ya nos había predestinado, había resuelto por completo nuestra fiel reconciliación y justificación y la ha cumplido de forma bien perfecta en la Persona de su Hijo, Rom. 1:16, 17; 3:21. Así que ya no hay Juez que pueda condenarnos, puesto que el Supremo, Cristo Jesús, ha llevado en su muerte la pena que tendría que pronunciar sobre sus redimidos, Rom. 3:24; 4:25. Más aún, a fin de dar a los suyos los beneficios de su redención, dándoles, impartiéndoles su vida nueva, ha resucitado, Rom. 6:3 y ss. Pero aún hay más, Él se ha hecho nuestro abogado omnipotente a la mismísima diestra de Dios, desde donde intercede por todos nosotros. Sería necesario, pues, que de la misma fuente brotara la condenación y la salvación. Que de la misma boca saliera la intercesión y la sentencia de muerte, y esto es… ¡imposible!

  Entonces, en esta intercesión del Salvador delante del Señor, algunos intérpretes quieren ver la continuación de su obra de Mediador, con exclusión de la oración por los suyos. Esto es un error, únicamente fundado en ciertos perjuicios dogmáticos, y no en la exégesis. En efecto, el ve gr. que traducimos por interceder, lo mismo que el s que de él se deriva, designa la oración, la súplica ofrecida por alguno. No hay otro sentido en Heb. 7:25, donde leemos que Jesucristo está siempre vivo para interceder en favor de los que se acercan al Creador. Esto está refrendado también en Heb. 9:24. Por otra parte, ¿qué hace un buen abogado sino hablar y defender a sus clientes? ¿Y quién es, repito, nuestro mejor abogado? ¡Cristo! 1 Jn. 2:1.

  Por último, las palabras del mismo Jesús en Juan 14:16, decide la cuestión: Yo oraré al Padre… y Él enviará otro Consolador. Así que nadie nos puede privar del gozo del consuelo de saber que el propio Cristo pide e intercede al Padre por nosotros. Y así, aun sabiendo que Satanás es el perpetuo acusador de los escogidos de Dios, Job 1:9; Zac. 3:1; Apoc. 12:10, nos consuela el hecho de que el propio Cristo amordaza al acusador por su victoria sobre el mismo, se quita así mismo la capa de Juez Supremo y se reviste con la toga de abogado amoroso e intercede por todos nosotros por el simple hecho de que un hombre no puede ser culpado o condenado dos veces por el mismo delito, es decir, que Él ya pagó en su carne la sentencia eterna a la que estábamos obligados por nuestros pecados, visto lo cual,el buen apóstol se pregunta:

  Rom. 8:35, 36. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Así, seguro del amor de Dios, que justifica, y de Cristo, que salva e intercede, Pablo contempla y define su salvación. Lo primero que percibe, y cuya potencia no desconoce, puesto que a su vista se aplican muy bien las terribles palabras del Sal. 44:23. Son las tribulaciones de la vida física, y en particular los sufrimientos, las privaciones y los peligrosde muerte a que están expuestos los hijos de Dios, sobre todo en los tiempos de persecución, todos los días, o si traducimos literalmente, todo el día, a todas las horas del día y de la noche. El Salmo se refiere, desde luego, a las circunstancias particulares de la época en que fue escrito, pero el apóstol, como la Escritura entera, ve en los acontecimientos del reino de Dios una perpetua profecía de los tiempos futuros, porque no conviene olvidar que las mismas causas producen los mismos efectos. Si ya en los tiempos del profeta la luz, brillando en el centro de las tinieblas excitaba obras propias de tinieblas, de odio y hasta persecución contra el pueblo de Dios, ¡cuánto más cuando apareció la plenitud de la luz, que ni siquiera fue recibida por los suyos, Juan 1:9-11.

  En suma, el odio del mundo está siempre en proporción de la claridad y de la fuerza con que se produce la verdad del Señor y, por extensión, allí donde se encuentran hijos suyos departiendo la misma verdad no puede crear, incitar más que incomprensión cuando no odio.

  ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación?, los conflictos, aflicciones o tentaciones. ¿Angustia?, incertidumbre, pesadumbre, ansia y tristeza. ¿Persecución?, porque ya hemos aceptado a Cristo como Salvador personal, porque adoramos a Dios en espíritu y en verdad, porque no andamos en caminos de pecadores, porque no miramos el vino cuando rojea, porque ansiamos o anhelamos vivir una vida de santidad y no de pecado. ¿Hambre?, porque por habernos convertido, el jefe o el patrón inconverso, incrédulo y sin compasión nos quita el trabajo y el salario, de modo que el comerciante ya no nos quiere vender los alimentos. ¿Desnudez?, porque por la causa que aludíamos, no podemos comprar prendas de abrigo, ni nadie nos regala nada. ¿Peligro?, a causa de un posible daño que algún enemigo quiera hacernos. ¿Espada?, porque quieran asesinarnos a puñaladas, o a navajazos, o a balazos, o porque seamos víctimas reales de una autoridad injusta y despiadada.

  Pablo y su hermano Sóstenes, habían padecido todo eso y más sólo por ser servidores de Cristo. Leemos en 1 Cor. 4:11-13: Sí, padecemos hambre, y tenemos sed, estamos desnudos, somos abofeteados y no tenemos morada. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos, nos maldicen y bendecimos, padecemos cualquier tipo de persecución y la soportamos. Nos difaman y rogamos, hemos venido a ser como la escoria del mundo, el firme desecho de todos…

  Hermanos, no acaba aquí la lección, no termina el mensaje, a Dios gracias.

  Rom. 8:37. Empero en todo esto, en todas estas cosas, somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Hablar así, basado en su propia fuerza, sería por parte del hombre el colmo de la locura y del orgullo, por eso el apóstol Pablo se apresura a decir: Por Aquel que nos amó. Y nos muestra así que el amor de Cristo no es una impotente y rara benevolencia, un afecto estéril, sino una fuerza divina por la cual el que es amado es revestido de todas las armas del que ama. Este coraje duro, indomable, gozoso y victorioso, que da la fe, no es del hombre: ¡Es la potencia de Dios en él! Por eso Pablo remacha la idea añadiendo a los Corintios, 2 Cor. 2:14: A Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús.

  Rom. 8:38, 39. La pregunta que se levanta siempre es: ¿Qué podría separarnos del amor de Cristo? vs. 35 al 39, pues que esta es la única desgracia a temer. Pablo ya ha dicho, ya ha respondido, en cuanto a los males de la tierra. Pero, ¿hay otros? ¿La muerte, esa potencia de las tinieblas y rey de los espantos? ¡Cristo la venció! ¿La vida con todos sus insondables misterios? ¡Cristo la ha explicado y nos ha dado la vida eterna, la vida verdadera! ¿Qué más? ¿Los ángeles, malos se entiende, y todas las órdenes de principados que llenan el mundo visible, todas las potencias de las tinieblas descritas en Efe. 6:12, todas las cosas presentes y las que todavía están ocultas en las profundidades del porvenir, objeto de nuestras continuas aprensiones y dudas? ¿La altura, la profundidad…, unas palabras indeterminadas a propósito, y por las cuales podemos llegar a entender, con los diversos intérpretes, ora la especulación altiva de la sabiduría de los hombres y los profundos abismos del pecado, ora los pretenciosos errores de los sabios y todos los perjuicios del vulgo, ora el honor y el deshonor, la fija y actual prosperidad o la miseria, ora, por último, el cielo o el infierno, puesto que el apóstol Pablo quiere recorrer con la mirada el universo entero, tratando de encontrar algo que rete la real y poderosa influencia de Cristo en el cristiano?

  Y llega la triunfante conclusión cómo si se tratase de una fruta madura: ¡Nada de todo eso, ni ninguna otra criatura! que no haya sido citada aún y que se pudiera encontrar en la inmensidad que nos es desconocida. ¡Nada ni nadie puede apartarnos del amor de Dios, del Creador que es sobre todos y más poderoso que todos! Cristo es para nosotros su garantía pues poseemos en Él el poder del Padre ya sea que vivamos o que muramos del Señor somos, Rom. 14:8.

 

  Conclusión:

  ¡Gloria al Padre porque nos da esta seguridad de salvación!

  Demostremos ante el mundo que “nada ni nadie puede torcer nuestro rumbo.”

  Repetir conmigo y con Pablo en Fil. 1:21: Para mí el vivir es Cristo… ¡y el morir ganancia!

  Amén.

LIBRE, PERO TODAVÍA LIGADO

Rom. 6:15-23

 

  Introducción:

  Siguiendo en la línea de estudios del libro de Romanos, hoy estamos contentos de tener la ocasión y oportunidad de estudiar uno de los problemas que padecen los recién convertidos.

  ¡La vida de pecaminosa después de la conversión!

  Pablo ha venido diciendo que la ley entró para que el pecado creciese, mas cuando este creció, sobrepujó la gracia. Que en época de la gracia, la sangre de Cristo nos limpió de todo pecado posible. En una palabra, y hablando humanamente, que a mayor pecado, mayor es la gracia que ha sido necesaria para limpiarlo y dejar al hombre apto ante los ojos del Dios Padre, reconciliado y justificado. Que, en una palabra, el pecado murió una vez, mas el vivir, para Dios se vive. Todo esto puede llevarnos a la idea equivocada de que una vez salvos, ya tenemos vía libre al pecado pensando quizá de que nunca podremos ser tomados en falta. ¡Esto es un error, un grave error! Y a las propias palabras del apóstol nos remitimos: ¿Pues qué diremos? ¿Perseveraremos en pecado para que la gracia crezca? No, en ninguna manera. Ya que los que son muertos al pecado, ¿cómo vivirán aún en él? Rom. 6:1, 2. Aquí está el quid, el centro, de la cuestión. Por otra parte es obligatorio señalar que en el v 14, se nos dice: Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros. ¿Por qué razón? El texto mismo nos lo dice: Pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.

  Luego entonces, la diferencia más notable que notamos a simple vista en cuanto al ser humano y su estado, antes de la conversión y después, es que en aquélla sus pecados le eran imputados bajo la vara inflexible de la ley, y en ésta le son conmutados por la gracia. Pero, y surge de nuevo la pregunta: ¿Hasta qué punto podemos pecar, una vez salvos, sin hacernos acreedores a la ira del Señor? Debemos reconocer que a pesar nuestro, continuamos pecando, como si quisiéramos incrementar aún más gracia en el debe de Cristo. Pues bien, de ahí nuestra desesperación diaria, cuando en oración pedimos al Padre que nos de fuerzas para vencer a la tentación y resistir al pecado, ya que estamos viviendo en un gran peligro. Dice: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal sino queréis para siempre obedecer a sus concupiscencias, v. 12.

  Esta es la diferencia de la que hablábamos. Sí, es cierto que caemos en el barro del camino, pero jamás rendimos la frente ni desfallecemos el ánimo. Y siempre tenemos la vista fija en el madero, nuestra meta y nuestro fin.

  He aquí, en síntesis, nuestra lección. Ahora vemos con Pablo cual es su contenido:

 

  Desarrollo:

  Rom. 6:15. ¿Pues qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡No, en ninguna manera! Y como ya hemos dicho, esta pregunta está tan presente en el espíritu del hombre imbuido de su justicia y es extraño a la idea de una obediencia interna y plena ofrecida a Dios, que el apóstol la reproduce por tercera vez (v. 1 de este mismo cap, que ya hemos visto de pasada y el 3:31). Enseguida va a servirse de esta fina objeción escondida a fin de mostrar que no es más fundada respecto de la propia santificación que cuando se la opone a la plena idea de la salvación por gracia o de la justificación por la fe sola, sin obras.

  Rom. 6:16. ¿No sabéis que al que os presentáis por siervos para obediencia, siervos sois de aquel al que obedecéis…? Para justificar este ¡nunca acontezca!, esta rotunda negación, el apóstol Pablo apela simplemente a sus lectores. ¿No sabéis…? Con esta pregunta les enfrenta ante el hecho de la experiencia moral: Ninguno puede servir a dos amos. Y nombra a estos dos señores, dos amos, a uno de los cuales se sirve con exclusión del otro: Así es, ¡el pecado o Dios! Luego aplica con fortuna este razonamiento a todos sus lectores libertados del pecado, como veremos en los vs. 17 y 18.

  Notaremos por una parte que el hombre debe servir y no puede aspirar jamás a una independencia absoluta y total precisamente por ser un ente creado; pero, por la otra, es evidente que la servidumbre del Padre ¡es la verdadera libertad! Querer lo que Dios quiere, no querer más que lo que Él quiere, es ser libre. Tengo a mano una cita de san Agustín que me gustaría leer: “Tú eres al mismo tiempo un esclavo y un ser libre: esclavo, por tu obediencia al mandamiento, y libre por tu gozo en cumplirlo; esclavo, porque eres un ser creado; libre porque ya eres amado de Dios que te creó y porque tu mismo amas al autor de tu ser.”

  Sigamos con Rom. 6:16. ¿Ora del pecado para muerte, o de la obediencia para justicia? Los términos de esta antítesis son notables: Después de aquellas palabras ora del pecado para la muerte, se esperan las otras: ora de la justicia para vida, puesto que expresarían un contraste completo y perfecto de la idea. Pero en lugar de ello, el apóstol ha preferido en el segundo caso expresarse de esta forma: O de la obediencia para justicia, sin duda para señalar por contraste la verdad que señala que la fuente o naturaleza del pecado es la desobediencia, Rom. 5:19. Y que no hay otra obediencia legítima para el ser o para la criatura humana más que para con Dios. En efecto, la esclavitud del pecado, por voluntaria que sea, no es una obediencia al pecado, sino el arrastre de la pobre concupiscencia; no existe ya una ley del pecado a la cual se puede obedecer puesto que es, por el contrario, la negación de toda ley. Por otra parte podemos ver, podemos pensar que el apóstol, usando o empleando el término de obediencia tiene a la vista la fe que en otros lugares designa por esta misma expresión, Rom. 1:5, 15, 18. Desde luego, tiene razón al oponer la fe al pecado, ya que es la fe lo que pone fin a la rebelión del pecado y funda el reinado de la santidad. Más aún, la justicia es opuesta a la muerte eterna, salario del pecado, como veremos muy bien y de forma amplia en los vs. 21 y 23; porque encierra en sí todos los elementos de la vida verdadera, de la vida eterna. Pablo aporta aquí esta palabra de justicia en su sentido más amplio, como sinónimo de santidad, puesto que es el término donde llega el hombre caminando por la senda de esta obediencia sincera a toda voluntad del Señor, que no es otra cosa que el renunciamiento de uno mismo para ir o llegar a no vivir más que de Dios y para Dios.

  Rom. 6:17. Pero gracias a Dios, que aunque erais siervos del pecado, habéis obedecido de corazón ahora a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados. El original gr. indica o señala: Al tipo de doctrina a la que fuisteis entregados. Por otra parte, además, “tipo” significa imagen, forma, modelo, regla. Se trata, no del tipo raro o especial de la enseñanza de Pablo en oposición a la de los otros apóstoles, sino del conjunto de la doctrina de los Evangelios. Así que podríamos leer muy bien: Sí, habéis ya obedecido de corazón al modelo de enseñanza al cual fuisteis entregados… Sin embargo, debemos observar que en otra parte se dice que la doctrina es trasmitida, no entregada, 2 Ped. 2:21. En nuestro caso existe una elegante inversión de toda la frase: Los que han sido libertados del pecado, se han entregado, v 16, por un cambio de dominio, a la magnífica servidumbre de la justicia, v 18. El apóstol quiere decir que los cristianos a quien escribe “se han entregado” ellos mismos, por la potencia del Espíritu del Señor, a esta regla de la verdad evangélica, y en cierto modo, echados, arrojados, en ese modelo, molde o tipo, como una materia en fusión con la finalidad de adquirir la forma personal de Él. Notemos también que aquí no hay, en esta adhesión a la verdad nada de involuntario puesto que “han obedecido de corazón” y según la admirable armonía de la acción divina y del hombre en la conversión, siempre enseñada por Pablo y por el resto de las Escrituras. De ahí que el apóstol, en lugar de sacar una conclusión fija y léxicamente fría, exclama: ¡Gracias a Dios!

  Rom. 6:18, 19. Y libertados del pecado fuisteis hechos siervos de la justicia. Humana cosa digo por la debilidad de vuestra carne… El mismo autor nos dice en 1 Cor. 3:1: Porque sois aún niños en Cristo, entrados recientemente en la vida cristiana, os hablo de las cosas espirituales bajo unas figuras sensibles, familiares a los más sencillos de entre los hombres. Es después de esta introducción que Pablo desarrolla bajo todas sus fases el pensamiento ya expresado en el texto 13 (leerlo). De manera, así como presentasteis vuestros miembros por siervos a la peor impureza y a la iniquidad, así mismo ahora presentad todos los miembros por siervos a la justicia para la futura y total santificación. Lo cual no es más que una aplicación bien hecha y desarrollada del principio general que ya fue establecido en el v. 16. Así, donde reinan la impureza y la iniquidad, los miembros no pueden más que cometer cada vez más iniquidad, es decir, obras contrarias a la ley; pero de su sumisión a la justicia, resulta la santificación de la vida. Este contraste desarrollado, sirve, suministra al apóstol Pablo la comparación que sigue, entre el fruto del pecado y el de la justicia, cuyo don más primario es la gracia misma.

  Rom. 6:20. En efecto, cuando erais siervos del pecado, libres erais cuanto a la justicia. Este en efecto indica la razón lógica del contraste que precede, vs. 17 al 19, y que contiene también la comparación que sigue. Así, el estar libre de toda obligación respecto a la ley, es con mucho la atracción más seductora del pecado, pero también la más engañosa, Rom. 8:33, 34; 2 Ped. 2:19.

  Rom. 6:21. ¿Qué fruto, pues, teníais entonces? Cosas que ahora os avergonzáis… Otros construyen esta frase de forma distinta. En lugar de colocar el punto de interrogación final después de la palabra “entonces”, y de hacer de los vocablos siguientes la respuesta, construyen toda la frase como una pregunta que tendría como respuesta algo que se sobreentiende: ¡No, ningún fruto, al contrario, la muerte! Pues en ambos casos el sentido es el mismo en el fondo. Mientras el mundo halla su gloria en la independencia de toda ley y en la libertad de pecar, v. 20, todo cristiano ve en ello su vergüenza, la degradación de su alma inmortal.

  Sigue Rom. 6:21. Pues su fin es muerte. Sí, lo veremos mejor en el v. 23. Pablo, demostrando la importancia del tema, lo repite en dos ocasiones más: 1:32 y 5:12.

  Rom. 6:22. Mas ahora, libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis vuestro fruto para santificación, y el fin vida eterna. El fruto del servicio de Dios, es una clara santificación progresiva que, sin duda, un día llegará a la perfección. Pero la santificación de todo nuestro ser es en sí misma la vida eterna, ora porque no puede tener lugar más que por la posesión de esta vida dentro de nosotros, ora porque ella a su vez nos pone en comunión directa e íntima con Dios, fuente de la misma vida y de la felicidad eterna. La plenitud de la santidad es, pues, la plenitud de la esta vida.

  Rom. 6:23. Pues la paga del pecado es muerte, mas el don de la gracia de Dios es vida eterna en Cristo, Señor Nuestro. El pecado promete a todos sus esclavos otro salario, una paga: Primero la libertad, como vimos en el v. 20, luego el placer. Pero les engaña. Y los engaña porque el pecado entero no es más que una gran mentira, en flagrante contradicción con la verdad de Dios y con la verdadera y fiel naturaleza del hombre. El pecado no da, no puede dar más de lo que él mismo tiene en su base o composición: ¡La maldición y hasta la muerte! Y como esta supuesta libertad que promete no es más que un alejamiento cada vez más completo y firme de la fuente de la vida, su salario es una doble muerte. A este salario se le podría esperar que el apóstol opusiera la paga de la justicia como lo hace en el v 18, o el salario de Dios, del v. 22, pero, según todo lo que acaba de enseñar, ahora, y en las lecciones que estudiamos otros días, sobre todo en 3:21 y 4:4, no puede hablar más que de un “don de gracia” de Dios Padre y esto por Cristo Jesús, Señor nuestro, que nos lo ha adquirido. Este don gratuito es la “Vida Eterna” ya contenida en la santificación, como ya hemos visto en el v. 22, la cual, en contra o contrariamente al pecado, responde a todas las buenas necesidades del alma y constituye para ella la fiel felicidad.

 

  Conclusión:

  Ahora dos palabras finales usando el remache del texto áureo:

  Gál. 5:25. Si pues vivimos por el Espíritu, por Él también andemos. Ahí es nada. Este v. es la conclusión de todo lo que precede: El viejo hombre que producía las obras de la carne y que era siervo del pecado, ha sido ya crucificado junto a Cristo. Y aunque esta crucifixión dure toda nuestra vida terrestre, Pablo la considera como un acto ya hecho, cumplido, porque en el cristiano la potencia de corrupción ya no puede reinar más y está destinada a desaparecer del todo: “Las cosas viejas pasaron…”

  Si es así, agrega con autoridad el apóstol, si vivimos por el Espíritu, andemos también por él. ¿Cuál es la diferencia de estos dos términos? Es sencillo: El uno indica la fuente, el otro las aguas que manan de ella. Si en realidad el Espíritu Santo ha creado en nosotros una vida nueva, no es para encerrarla en nosotros mismos por un goce egoísta o por un beato quietismo, sino a fin de que toda nuestra sana conducta manifieste y produzca los frutos de ese Espíritu, que no son otros que: Caridad, gozo, paz, tolerancia, fe, benignidad, mansedumbre bondad y templanza, Gál. 5:22, 23. Así, sigamos las directrices del Santo Espíritu en nuestros pensamientos, palabras y obras.

  Volvemos a preguntar: ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia crezca? ¡En ninguna manera!

  Amén.

RECONCILIACIÓN

 

2 Cor. 5:16-21

 

  Introducción:

  Si para la comprensión total del evangelio hay palabras claves; la primera es, sin duda, Predestinación, que ya fue estudiada en su día y publicada en Nuestra Labor. Inmediatamente después, y siguiendo en importancia y poder, aparece ya Reconciliación, la puerta y prólogo para la Justificación que presentaremos en una tercera ocasión.

  El verbo reconciliar, en sus múltiples tiempos, aparece o está señalado en la Biblia en 34 ocasiones por lo menos y todas ellas tienen que ver con: restablecer la amistad y la buena armonía entre dos enemistades y acordar los ánimos desunidos. Esto puede llevarse a término entre dos hombres, entre el hombre y Dios… y entre el Señor y su criatura. Pero sólo los dos últimos casos merecen ahora nuestra atención, puesto que el primero es consecuencia lógica de éstos.

  Ahora, localizado ya el campo de nuestro estudio, podemos afirmar que la Reconciliación es el efecto de la satisfacción que Cristo ofreció con su muerte a la justicia divina, por los pecados de la humanidad. Pero para que esto pudiera llegar a tener valor de hecho y derecho ante los ojos de Dios Padre, Cristo debía ser considerado y evaluado apto para representar con éxito total esta parte de la obra de la Redención. Pero sólo podía conseguirlo apropiándose desde antes de la fundación del mundo del papel de víctima propiciatoria. En el léxico del AT, la propiciación era la ofrenda que apaciguaba la ira de aquel contra quien se había cometido la ofensa. Así, por extensión normal: Jesucristo es la propiciación por nuestros pecados, Rom. 3:25; 1 Jn. 2:2; 4:10. Es por esto que su sacrificio quitó de un brochazo los obstáculos que impedían a la misericordia de Dios salvar a los pecadores… y apaciguar la justa ira de su ley eterna. En cuanto al paralelismo de la idea del AT es patente: En la versión llamada de los 70 se usa la misma palabra griega para definir y resaltar la expiación por excelencia, Núm. 5:8; un sacrificio por el pecado, Eze 44:27, y la cubierta del arca de la Alianza, Lev. 16:14; Heb. 9:5. Una vez aclarado el medio por el cual la reconciliación tuvo posibilidad de hacerse realidad, notemos por un momento la autenticidad de la víctima: Cristo en su faceta de Redentor. Evidentemente, este nombre se aplica bien al Salvador del mundo porque muriendo en lugar del género humano y pagando así su rescate, lo redime de servidumbre del pecado y, lo que también es importante, del castigo merecido.

  Por otro lado, el uso que se hace de esta palabra en el AT, nos puede servir para entender mejor lo que significa la Obra de esta Redención: El participio del v redimir, a saber, redentor, dice y señala al pariente varón consanguíneo más cercano de uno, a quien correspondían unos derechos y deberes, como pudieran ser: (1) Redimir, sin esperar a que llegara el año de jubileo, la propiedad o persona de alguno que, habiendo contraído deudas, no estaba en situación de salir de ellas, Lev. 25:25-28, 45-53; Rut 3:12; 4:1, 10, 14. A Dios se le representa como el pariente más cercano, el Goel o redentor de su pueblo, Éxo. 6:6; Job 19:25; 33:27, 28; Sal. 103:4; Isa. 41:14; 43:1, 14; 44:6, 22; 48:17, 20; 49:7. Entre los hebreos, algunas veces incluía el casamiento con la viuda del pariente difunto. (2) Recibir la reparación que un tercero debía a un pariente difunto a quien había ofendido, Núm. 5:6-8. Y (3) vengar la muerte del pariente que había sido asesinado, Núm. 35:12, 19, 21, 27; Deut. 19:6, 12, 13.

  Así, Jesucristo, habiendo tomado nuestra naturaleza en sí, como el más cercano de nuestros parientes, puede destruir a Satán, nuestro asesino, Juan 8:44; Heb. 2:14, 15. Es debido a este sacrificio cruento que todos los seres humanos con espíritu de verdadero arrepentimiento que creen en Cristo, se reconcilian con Dios quedando libres de la pena merecida por sus pecados y adquiriendo títulos para la herencia de la vida eterna. Así, la expiación hecha por Cristo es el tema distintivo del evangelio y se presenta por medio de gran variedad de términos ejemplares, tanto en el A como en el NT. En su sentido más profundo, incluye además, la idea de la expiación y justificación, la cual es, desde luego, el objeto de la auténtica reconciliación.

  De esta manera es como la palabra hebrea del AT traducida por reconciliación, aunque en ocasiones Reina traduce expiación, se aplica en general a las cosas que cubren algo implicando así, de ese modo, que por medio de la propiciación divina el pecador queda a cubierto de la justa ira de Dios Padre. Y esto sólo se lleva a efecto por medio de la muerte de Jesucristo, mientras que todas las ofrendas ceremoniales de la iglesia judía sólo servían para que el culpable confeso se pusiese a cubierto de todos los juicios temporales aunque, no obstante, tipificaban ya, no lo olvidemos, la sangre del Cristo que nos limpia de todo pecado.

  Llegados a este punto sólo nos queda por ver, hablando de forma humana, cómo podemos ser partes activas y, hasta cierto punto, indispensables en el milagro de la reconciliación. Pues es necesario hacer constar que, algo después de Cristo, y siguiéndole en importancia en el Plan de la Reconciliación, venimos nosotros, los agentes de la propaganda; cuya gestión también hace posible que el Plan se cumpla, gracias a un deseo expreso del Santo Creador. Y es que legó en nosotros los salvos, la tarea de extender su Reino terrenal y cumplir con todos sus dichos y requisitos; en la frase: Tuvo a bien nombrarnos Ministros de Reconciliación.

  Ahora veamos como este aparente contrasentido puede ser llevado a cabo, paso a paso, pues es una parte importante en este proceso, cuyo principio es la Salvación misma y cuyo fin, la propagación de ésta sobre la tierra.

 

  Desarrollo:

  2 Cor. 5:16. Tratando de expresar de un modo más claro y sorprendente la renovación completa de aquellos que, muertos a sí mismos, no viven más que para Cristo que los salvó, el apóstol expone este hecho bajo dos marcadas formas distintas que se complementan y tienen algo de absoluto, veamos: (1) No los conoce ya según la carne, y (2) son nuevas criaturas (lo vamos a ver en el v 11). En cuanto al primer apartado, sólo podemos decir que conocer a uno, a alguno según la carne es conocerle en su vida natural; es decir, su posición externa, rico o pobre, sabio o ignorante, judío o griego, etc. (Para ver o entender lo que queremos decir cuando usamos el vocablo “carne”, leer Rom. 1:3). Por ella señalamos la sustancia material de la que está compuesto cualquier cuerpo humano, el órgano portador de las facultades del alma. Sí, y ya que ésta fue creada originalmente para servir de libre y santo armazón al Espíritu del Creador en el hombre, igual el destino del cuerpo era el de servir como instrumento dócil al alma, afín de ser elevado poco a poco en la misma forma y manera de que lo fuera el alma por la gestión directa del Espíritu Santo.

  Puestos en este punto, vemos que aún no existe la idea de pecado inherente a la carne. Pero cuando el espíritu del hombre se hubo apartado, irreconciliable para hablar con propiedad, por causa de la caída y en consecuencia ya separado de Dios como vemos en Gén 3, entonces, entregado a su propia voluntad y lo que es peor, muy dominado por su propia debilidad, fue incapaz de dominar a la carne.

  Entonces, ésta adquirió una vida propia, una actividad muy independiente con giro de 180 grados de la finalidad por la cual fue creada y como consecuencia del giro, la mente o inteligencia y la voluntad fueron sometidas a los sentidos; y desde entonces, lo que debía mandar por derecho de nacimiento, sirve y lo que tenía que servir, manda. Y ya desde entonces también, la idea de “pecado” fue unida a la carne en el léxico de las Escrituras. De ahí que el apóstol nos diga que todo esto ya ha desaparecido de los ojos, la mente y los sentidos del cristiano. Y con el fin de dar más energía al pensamiento, lo aplica a Jesucristo mismo. Sí, sí, con este v parece darnos a entender que había conocido al Señor Jesús durante su vida terrenal, pero así, de una manera externa, ya no le conocerá más. Pues, ¿qué beneficio obtendría con ello? ¡Ninguno! A pesar de que estamos hablando de la persona de Jesús. Miles y miles de hombres, aun sus propios enemigos, le conocieron así y no consiguieron ninguna bendición.

  Sin duda, confesar a Cristo venido en carne, 1 Jn. 4:2, 3, es en realidad un conocimiento saludable del Señor, y precisamente, porque Dios manifestado en carne ha sido también glorificado en Espíritu, 1 Tim. 3:16. Además porque Aquel que es hijo de David según la carne ha sido declarado el Hijo de Dios con potencia, por su resurrección de entre los muertos, Rom. 1:4. De todo esto se sabe, se desprende, que el que conoce a Cristo, muerto por nuestras ofensas, ya no le conoce según la carne, porque le adora como un ente resucitado para nuestra propia y fiel justificación y reconciliación.

  Sí, desde luego, la dos fases de la vida de Cristo son del todo inseparables y su muerte fue el cumplimiento de su vida justa y limpia. Pablo, a pesar de su superficial teoría en contra, está perfectamente de acuerdo en esta tesis, como podríamos ver en 1 Cor. 1:2. Quizás, en el v. que estamos estudiando ahora, nos encontremos con que Pablo tiene una intención solapada de polémica contra todos sus adversarios judaizantes de Corinto, que se jactaban de sus relaciones personales con el Señor o que elevaban a los otros apóstoles por encima de él por el simple hecho de haber conocido de forma física al Jesús, el Maestro y de haber vivido en su intimidad.

  2 Cor. 5:17. De modo, por las razones expuestas, el que está en Cristo, nueva criatura es. Sí, así de sencillo, o de difícil, según se mire. Otras versiones traducen: Nueva creación; pero ambas tienen el mismo sentido en la voz griega usaba por Pablo. Quizá él tiene presente en el pensamiento aquella buena promesa de Dios Padre iniciada en Isa. 43:18, 19 y 65:17, y completada en Apoc. 21:1-5, y la ve perfectamente lista realizada ya, ahora, en cada creyente. Hay, desde luego, en cada cristiano, una segunda creación y, por lo tanto, una transformación en una nueva criatura. Su vida natural, sobre la que reinaba el pecado, ha muerto y el Señor Dios ha creado en él una “vida nueva”, cuyas evidentes y fijas manifestaciones son opuestas radicalmente a las del viejo hombre: pensamientos, afectos, deseos, necesidades, y gozos y penas, temores y esperanzas. Virtualmente, el apóstol puede pues decir, que todo ha sido hecho nuevo; ya que la obra del Señor, una vez iniciada, no puede sino terminar perfecta, Fil. 1:6. Pero para que tenga lugar este gran milagro, es necesario, imprescindible, estar en Cristo con la idea de comunión viva, íntima, con Él.

  2 Cor. 5:18. Y todo esto proviene de Dios… Sí, esta vida nueva, sus frutos, todo lo que tenemos y tendremos, todo lo que somos y seremos, todo, todo es un don gratuito de Dios. El medio por el cual nos abrió esta inagotable fuente de gracia sobre gracia, es la reconciliación que Él mismo ha realizado en Cristo.

  Pero en este tema aún hay más: Nos dio el ministerio de la reconciliación. De ahí que el creyente, al reconciliarse con su Dios mediante la fe, tiene la firme responsabilidad de participar en la reconciliación de otros; puesto que de otro modo, la suya no sería completa, pues ya es sabido que esta madurez espiritual tiene tres aspectos muy diferentes que, a su vez, se juntan, complementan y perfeccionan: (1) Reconciliación con Dios; (2) reconciliación con uno mismo, y (3) reconciliación con el resto de los humanos. Así queda bien claro que, estas tres partes de un todo, se llevan a término cuando, por amor, extendemos el fiel Reino de Dios en la tierra.

  2 Cor. 5:19. Este v explica y prueba todo lo dicho en el 18. Y las palabras: Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, expresan al mismo tiempo la plenitud de la Divinidad del Creador, del Mediador, de la Víctima Propiciatoria, del Redentor y de la acción soberana de Dios en la obra de la reconciliación. Es así cómo llegamos a ciertas interpretaciones opuestas: La que hace de las pocas palabras Dios estaba en Cristo, un primer pensamiento y el resto, reconciliando al mundo, un segundo. Además, la otra interpretación la constituye el simple hecho de unir las dos frases: Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo.

  De esta forma tan sencilla, aquel primer pensamiento del apóstol que hemos comentado ya, desaparece por completo reafirmando de paso la unión de toda la frase tal y como él nos la ha transcrito dándonos pie a que podamos hacer la siguiente pregunta: ¿Cómo se encuentra realizada esta acción divina de la reconciliación en Cristo? Normalmente respondemos: ¡En su muerte! La respuesta está muy bien justificada por el v. 21, que luego estudiaremos, en donde el apóstol se explica con claridad, lo mismo que el resto del NT, atribuyendo el perdón de los pecados y aun la misma reconciliación al sacrificio de la Cruz. Pero para que esta idea sea verdadera y completa, hay que ver aún más en las palabras de Pablo: La reconciliación del hombre con Dios, de Dios con el hombre, del hombre con el hombre, ha tenido lugar, ante todo, en la Persona del Cristo, Hombre y Dios. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo. Sólo así, la fiel creencia de que Dios era Cristo cuando moría en la carne, en la cruz, es la única razón capaz de reconciliar al creado con el Creador.

  A continuación, el apóstol expone dos gestos o actitudes de Dios que son consecuencia del primero y principal que ya hemos estudiado: (1) No imputándoles sus faltas, es decir con claridad, perdonándoselas como si nunca hubiesen existido, y (2) nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación. En donde se ve que el Señor Dios mismo ha previsto, por la institución de este apostolado, la forma y manera para que esta reconciliación fuera anunciada a este mundo. Es interesante observar que lo que Dios ha reconciliado en Cristo es nada menos que “el Mundo”, es decir, nuestra humanidad entera, con igualdad de oportunidades, 1 Jn. 2:2.

  2 Cor. 5:20. Una buena traducción sería: Somos embajadores por Cristo. Pues lo que hacemos, o tal vez deberíamos hacer, es trabajar de embajadores delante de los hombres pecadores. En cuanto a la frase: Como si Dios rogase, aún tiene un pensamiento que podemos explotar. ¿Qué quiere o puede significar? ¡Por medio nuestro! Ya lo hemos dicho antes, Él fue quien puso en nosotros la palabra de reconciliación y por eso nuestro actual testimonio debe ser sincero y directo para que todos piensen que es el propio Dios quien está rogando por ellos a través nuestro.

  ¿Y, cuál debe ser nuestro mensaje? ¡Reconciliaos con Dios!

  2 Cor. 5:21. Este último texto explica el acto divino cuya causa es el motor de la reconciliación que el apóstol Pablo nos viene hablando. A Aquel que jamás tuvo nada en común con el pecado, cuya vida permaneció siempre santa, pura y limpia, el Señor le hizo pecado “por nosotros.” En otras palabras: Dios vio en Jesús el pecado y lo castigó con su desprecio y abandono, Rom. 8:3; Gál. 3:13.

 

  Conclusión:

  Esta es la esencia de la reconciliación y justificación: El Cristo es delante de su Padre lo que nosotros éramos y, por contra, nosotros nos identificamos en lo que Él era y es pudiendo, por lo tanto, ver en su día a Dios cara a cara.

  Una última palabra para aclarar esta parte de la doctrina que tantos errores ha provocado en la historia. Lo que dice Pablo está claro. Sin embargo muchos han visto en estos vs. la idea de que la reconciliación es un hecho que sólo tendría lugar de parte del hombre para con Dios, puesto que Éste, todo santidad, amor y misericordia para el pobre pecador, no tiene ninguna necesidad de reconciliarse con el hombre. Pero esto no lo dice Pablo. Afirmarlo es una simple y pura negación de la justicia de Dios, es atribuirle indiferencia respecto al ser pecador. Sin lugar a dudas, el Señor nos ha reconciliado con Él, v. 18, pero es por la obra de Cristo, en quien Dios mismo estaba y porque no tuvo en cuenta el pecado, v. 19, por la sencilla razón de que éste ya estaba expiado a sus ojos, v. 21.

  Si la reconciliación no tuviese lugar más que del lado del hombre, no se podría predicar otra cosa que Dios Padre ha revelado su amor, en cuya sola virtud es posible la santa reconciliación. Mas los apóstoles y la Iglesia misma, desde el principio, han venido predicando que la reconciliación ha sido totalmente hecha y realizada sobre el Gólgota y sólo en virtud de este hecho, la predicación de hoy, actual, tiene la fuerza de consolar y regenerar.

  Esto es todo. Sólo que deberíamos recordar de que no todos podemos ser profetas, apóstoles ni pastores, pero que sí que todos somos ministros de la reconciliación en esta tierra.

 

  Documentación:

  Otros vs. que deberían verse para la total comprensión del tema, son: (a) Reconciliación, Lev. 7:7; 9:7; 16:6, 10, 11, 17, 24, 32; Rom. 5:11, 12; 11:15; (b) las reconciliaciones, en Éxo. 30:10; (c) reconciliando, Col. 1:21; (d) reconciliar, Lev. 6:30; 8:15; 2 Crón. 29:24; Efe. 2:16; Col. 1:20; (e) se reconciliará, Lev. 16:30; 19:22; Núm. 15:28; (f) y hasta también reconciliarlo, Lev, 14:29; (g) reconciliaros, Lev. 23:28; Núm. 28:22; 29:5; (h) y hasta reconciliarse, Lev. 14:21; (i) también reconcilien, Núm. 8:19 y (j) reconcíliense, 1 Cor. 7:11.