18.1 EL MANTO DE JUSTICIA

Dieciocho de enero

Isa. 61:8-11

Desde el momento en que conocemos al Señor, movidos por su gracia y lavados por su sangre, Él nos da un manto de justicia que es diferente a las togas o vestidos del resto de los hombres. Esto es muy importante. Bien es verdad que el hábito no hace al monje, pero nadie reconocería a un juez en funciones sin su toga. De manera que este manto, el dado por Dios, no el ganado por esfuerzos propios, debe marcar nuestra vida hasta el punto de influir positivamente en nuestro comportamiento diario.

En efecto, este manto es una forma de vida, una actitud, una manera de ver las cosas y una fuerza motriz que nos hace estar por encima de ellas. De manera que, a imitación de los antiguos discípulos, Hech. 4:13, con la ayuda externa, debemos transformar nuestros espíritus, mentes y cuerpos para que el mundo conozca que hemos estado y tenido una experiencia personal con Cristo. Precisamente, el hecho de que todos sepan que somos hijos de Dios, es una de las razones del por qué se nos ha dado un manto de justicia sin merecerlo y sin haber hecho oposición alguna. O lo que es lo mismo, el que todos nos reconozcan como hijos suyos es la constante que no hemos de olvidar si no queremos dañar este manto con aquella polilla del pasotismo tan en boga en nuestros días.

El Señor quiere que resultemos atractivos, presentables, limpios y sanos para que podamos predicar con ventaja el mensaje de la salvación y la verdad es que, a veces, nos resistimos a ponernos el manto de justicia porque no nos gusta mucho ser reconocidos como cristianos. Sí durante algunos momentos, sí en ocasiones especiales, pero cada día, cada minuto, ¡no! Sin embargo, en toda la cadena de salvación humana, hemos de predicar el evangelio con nuestra vida, enseñar nuestro cambio, señalar a Cristo Jesús… Debemos ser reconocidos como transmisores del mensaje de Dios y como hacedores de su voluntad llevando dignamente la toga, manto, o señal de nuestro ministerio.

Pero, ¡cuidado! A veces sentimos la tentación de modificar este proceso con ropas o pinceladas de color personales cuando el manto de justicia no sólo es de Dios, sino que es el único que puede modificar el vestido de la salvación. Es cierto que la tierra es importante para la consecución del fruto, pero lo es más la semilla que lo hace fructificar. Es cierto que somos importantes, incluso imprescindibles, para llevar a otros la posibilidad de salvación, pero es el Señor su único autor y realizador. Otra cosa es engañarnos a nosotros mismos y hacer perder el tiempo a los demás. Él nos viste con su manto porque nos eligió y salvó y tiene especial interés que otros lo sepan. Nos hizo justos gracias a la sangre de su Hijo, nos hizo justos por gracia y ese manto es la señal indicadora de que algo cambió nuestra vida. No hay vuelta de hoja. Cualquier cosa que impida nuestro testimonio oscurece su acción benigna, su manto de justicia, y merma las posibilidades de salvación de todos los que nos rodean. Por el contrario, si dejamos actuar a Dios a través de nuestra vida nuestra descendencia será conocida entre las naciones y nuestros renuevos en medio de los pueblos.