17.1 LA SEQUÍA

Diecisiete de enero

Eze. 47:1-12

Estamos en un año de sequía física pero, también, de sequía espiritual. Sí, vivimos en un país mediterráneo de alto riesgo de incendio, azotado por los vientos secos de poniente y estrangulado por su carencia de agua, y eso se paga. Pero el nuestro también es un estado desengañado por decenas de años de moral católica, quemado por la corriente atea y atrofiado por el consumismo de final de siglo, y eso también se paga.

De todas formas, si estamos secos espiritualmente no es porque no tengamos a nuestra disposición las condiciones necesarias para evitarlo. El Señor nos da siempre su agua espiritual y si no nos refresca y beneficia es porque la corteza impermeable producida por el pecado nos impide hacerlo. Esto es como todas las cosas. Hay muchas veces que pensamos que no necesitamos humedad alguna, otras que el tema no va con nosotros y aún otras más que nos convencen de que si hay que preocuparse, ya lo haremos mañana cuando la falta de agua (espíritu) sea más evidente y el fuego nos esté calcinando.

Es verdad que aquel creyente sincero, el que crece en santidad cada día por estar regado por el espíritu de Dios, es a su vez una fuente de agua viva, Juan 7:37-39, que, generada por el Espíritu Santo, esparce beneficios en su ecosistema; pero también, que si no se va al tanto, si uno no se vacía hacia los demás, se corre el peligro de estancar humedad y beneficios y, por consiguiente, de romper el círculo de vida, la cadena de vida, sin tener derecho alguno. Tanto es así, que si vemos la sequedad espiritual a nuestro alrededor es porque lo estamos nosotros (anulada la capacidad conservante) o no sabemos proyectarnos al exterior por obturación de nuestra capacidad permeable. En cualquier caso debiéramos volver a los orígenes de nuestro primer amor y a la marcada dependencia divina de aquellos días.

A estas alturas del pensamiento de hoy debiéramos volver a leer el texto sugerido para darnos cuenta de lo que podría significar una comunidad creyente, llena de vida, en donde aquella sequía sólo fuese una nebulosa en nuestra pasada memoria y para colocar nuestro granito de arena; mejor, nuestra gotita de agua, en su pronta realidad de oasis en medio del desierto del mundo, pues si reconocemos que el Señor es en sí mismo el agua de verdad que posibilita semejante milagro y que si acaso se nos debe dar un lugar en todo este proceso, vendríamos a ser como esa especie de hoja que conserva el rocío matutino, esa flor que aguanta la humedad ambiental…