MARTA

 

Tercer premio nacional

de literatura evangélica

organizado por la L. E. E.

(Literatura Evangélica Española),

el uno de septiembre de mil novecientos sesenta,

publicado en el Boletín número uno

de noviembre de mil novecientos

cincuenta y ocho.

Copia electrónica (existen dos versiones más,

a saber: 010001 de julio de 1960

y 010870 de julio de 1988).

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…a todos los que como Marta son hijos de Dios, en la espera de que su ejemplo haga bien a sus espíritus.

 

 

 

 

Barcelona, 5 de abril de 2000

———

CAPITULO PRIMERO

EL CORTEJO

  1

La campana María, situada en lo más alto del torreón del pueblo, dio las cuatro lentas campanadas como teniendo miedo de sus propias vibraciones, pero su sonido tardó de llegar al suelo ya que tuvo que atravesar la negrura que lo envolvía todo. Cuando al fin lo hizo, medio a rastras, fue absorbido por las piedras de las calles, piedras, veredas y sotos, produciendo un eco especial que tuvo la virtud de incrementar el sentido fantasmal de aquella noche del mes de agosto…

Era como si todas las losas estuviesen saboreando con verdadera fruición los golpes lastimeros…

El frío cierzo soplaba más fuerte de lo acostumbrado, produciendo a su paso unos remolinos de polvo, ramas y hojarasca que impedían mucho la ya de por sí poca visibilidad. Además, la sensación de ahogo parecía anular o dificultar la respiración. Cuando cedía su fuerza, todas las cosas suspendidas en el aire se asentaban en el suelo alfombrando las adoquinadas superficies desgastadas de forma irregular por las ruedas de hierro de los carros; del campo hasta que, a un nuevo impulso, todo se mezclaba nuevamente.

Por otra parte, los pétreos ojos del puente del lugar, acariciados por el viento, emitían unos silbidos agudos y espeluznantes, como si trataran de imitar a los lamentos humanos en pena. Esta sensación se hacía tanto más evidente a medida en que las rachas del norte cambiaban de potencia o intensidad. Hasta los vaivenes del silencio contribuían a aumentar la presión de la angustia.

La huerta, que empieza más allá del puente, también estaba tenebrosamente negra. Además, cada rama y cada árbol parecían otros tantos brazos grotescos que parecían alargarse para atrapar al temerario individuo que aquella noche se atreviese a romper su descanso o su tormento.

En los escasos momentos en que cesaba el cierzo, el silencio más absoluto se adueñaba del entorno, roto tan solo por algún grillo caprichoso en la huerta, por algún lobo inquieto en el monte o por algún renacuajo celoso en el río… Pero los sonidos, tuviesen el origen que tuviesen, duraban muy poco. El viento los engullía una y otra vez con un silbido siniestro. A todo esto, la luna, en cuarto menguante, trataba de salir de aquel rompecabezas de nubes que ahogaban sin piedad sus más firmes destellos de luz plateada.

Todo parecía conjugarse para que la noche fuese tan fría y negra como una boca de lobo y diese la razón a los pioneros que bautizaron el pueblo, el cual, por cierto, sumido en la penumbra veraniega, trataba de descansar de las fatigas y el calor del día anterior. Sus calles estaban iluminadas por antiguos faroles de una sola bombilla, colocados a intervalos más o menos regulares. Pero como la mayoría estaban destartalados y sin cristales, el aspecto lumínico era más fantasmagórico que efectivo. Y es que la poca luz que producían las bombillas de bajo voltaje, era absorbida inmediatamente por la incansable oscuridad, como si se tratase de una enorme sanguijuela. Por eso, los ya de por sí pálidos destellos luminosos, morían en el momento de ser engendrados…

No puede extrañarnos, pues, que todo fuese bruma en la Plaza Mayor. Y es que lo que la envolvía parecía irreal. Empecemos por decir que era porticada. Pero los arcos de piedra que se levantaban a su alrededor para limitarla y sostener a sus edificios, les hacían parecer gigantes con zancos. La fuente sin agua que nacía en el centro como un pegote, un emboscado… La entrada del puente de piedra que la liberaba sobre el río y hacia la huerta, una gruta sin fondo… Si por el día era el orgullo de los pueblerinos, aquella noche era la misma imagen de la desolación. No había nadie… ¡Ni un perro, ni un gato…! Tal vez el entorno justificase el ambiente o quisiese indicar algo que aún no podemos intuir… Lo cierto es que todo daba la impresión de haber salido de un baño atómico.

De pronto, por una de las callejas que nacen o mueren en la plaza, se oyen unos pasos humanos, pasos hechos con botas claveteadas que, al chocar contra las piedras, parecen sonar como petardos en el entorno silencioso. No obstante, a poco que nos acostumbremos al nuevo sonido, los golpes suenan suavemente acompasados, tranquilos, medidos… son los pasos de una persona que cumple con su obligación:

Se trata de don Matías, el sereno.

¡Qué orgulloso estaba de su oficio! Hace diez años que hacía lo mismo y por ese motivo asegura que conoce todos los secretos del pueblo. Pero ahora, y aunque de día resulte ser un personaje simpático, y hasta campechano, al juzgarle en el contexto del ambiente parece irreal salido de un cuento de brujas y fantasmas. En efecto, pese a lo honrado de su trabajo, en medio de las sombras, el cierzo y el silencio, parece un ser creado por un poder malo y desconocido. Mas, pronto saldremos de dudas. El sabe, sin dejarse influenciar por las apariencias, que es una persona bondadosa, honesta y despreocupada.

—Al menos, eso es lo que me dicen— se justifica.

Lo cierto es que es una persona muy querida de los niños porque organiza en su casa todas las fiestas que puede y porque en ellas, no faltan nunca unos dulces especiales que hace él mismo con sus propias manos. Cierto día, en una de esas fiestas, alguien le preguntó si estaba triste o malhumorado por el hecho de no haber tenido hijos, pero él contestó con calma:

—¿Cómo puedo estarlo? Contrariamente a lo que muchos creen, los tengo. ¡Mira —y extendió su brazo señalando al revoltoso conjunto de rapaces que había podido convocar aquel día—, estos son mis hijos!

A partir de entonces todos le llamaron Papá Sereno. Los unos, burlándose con ironía, pero los más, con admiración, cariño y respeto. El hombre, casi caduco, se había sabido ganar a la inmensa mayoría porque siempre sonreía a pesar de que las desgracias se habían cebado sobre su persona y porque nunca tenía un no para hacer favores.

Ahora, tan pronto llegó a una parte prudencial de la plaza, alzó el chuzo y el farol a la altura de su cara y coincidiendo con una tenue campanada del reloj del torreón, gritó a los cuatro vientos (bueno, es un decir):

—¡Las cuatro y cuarto, y serenooo!

Pero debemos perdonarlo por gritar de aquella manera y más cuando él mismo comprendió al instante que el frío ambiente no estaba ni tan claro ni tan sereno como había pretendido dar a entender. Dentro de las casas sí, o por lo menos lo parecía a juzgar por el hecho de que no se filtraba ni el menor destello luminoso a través de las cortas rendijas de las atrancadas puertas principales. Sólo en las afueras del pueblo, como excepción que parecía confirmar la regla, había algo de luz. La choza que dejaba escapar el brillo por su único ventanuco mal cerrado, se levantaba justo en donde empezaba la montaña, pasado el riachuelo que separaba el arrabal del núcleo principal de las casas… Don Matías vio la luz cuando, en su ronda, llegó a la altura del pequeño puente y ya iba a hacer un comentario sobre el incidente, cuando su deber se lo impidió. Precisamente, el duro martillo del reloj del torreón golpeó por dos veces el bronce de la campana María… Así que, nuestro querido hombre, consciente de su deber y haciéndose eco de una rara y antigua costumbre lugareña, transmitió la hora con voz recia y potente:

–¡Las cuatro y media y serenooo!

Ahora si que se arrepintió enseguida de haber gritado que estaba sereno, pues ni un solo perro contestó a su anuncio y eso, él lo sabía bien, era una señal muy mala.

Pronto notó como una fuerza invisible le atenazaba la garganta…

Entonces, el viento cesó de forma tan brusca como había comenzado. Paró en seco sin aviso de ninguna clase y desde entonces, ni una sola molécula de polvo le dio por moverse de su sitio. Los pocos ruidos que quedaban en la huerta, en el monte o en el río principal, enmudecieron. De la misma manera, los animales domésticos, conscientes de la presión reinante, empezaron a esconder sus cabeza debajo de las alas o patas, según fuese el caso. Por su parte, los caballos y todo el resto de animales de tiro, se preocuparon de orientar hacia adelante sus pequeñas orejas, como queriendo escrutar el silencio y adivinar lo que iba a ocurrir, pues que algo iba a pasar… era evidente. Los perros, incluso, mantenían sus temblorosas patas en posición de arranque, como si también esperasen los acontecimientos. Sus gargantas producían ese murmullo característico que muere recién salido al exterior… Los gatos, menos influenciables, se acomodaron mejor en las cenizas y rescoldos, pensando que la cosa no iba con ellos y que, si por casualidad les tocaba, era mejor que los encontrase descansados… Por fin, hasta los humanos se revolvieron en sus lechos incapaces de aguantar toda la presión…

El sereno se subió nerviosamente el cuello de su vieja guerrera y esperó.

 

2

En la choza de la luz llameante, el silencio sólo se rompía a causa de los sollozos que producía un alma infantil.

 

3

—¡Vaya tormenta que se avecina!— masculló don Matías, refugiándose en un portal a toda prisa.

Efectivamente, el aire, ahora cargado de fría electricidad, hacía pasar un mal rato a todos los habitantes del pueblo.

La angustia de la espera casi se podía masticar…

Vino por el norte. Allí la tormenta había ahogado a la pequeña luna menguante por lo que el cielo estaba negro, tan negro que si uno quería ver las estrellas, las tendría que imaginar. De pronto, un relámpago iluminó por unos instantes todo el firmamento. Era lo que faltaba. El entorno se vistió con una luz apocalíptica y con un brillo irreal. Y aunque el trueno sonó como viniendo de otra galaxia, el hombre, sin poder evitar un estremecimiento, pensó para su coleto:

—»¡Ya está aquí!»

Después otro relámpago más, otro y otro y otro más allá. En seguida, todo el cielo pareció encenderse. Las chispas eléctricas se sucedían unas a otras sin descanso, como no deseando dar ningún respiro a la madre naturaleza. El agua empezó a caer suavemente al principio, con más intensidad después y torrencialmente al final. Las primeras gotas fueron absorbidas por la reseca tierra hasta con fruición, pero a medida que el suelo fue saturándose más y más, empezaron a serpentear cientos de riachuelos que trataban de llegar con vida a uno de los dos ríos locales a través de las pendientes y del trazado de las callejas. Luego, la tormenta, por una de esas coincidencias del destino, se centró sobre el lugar, abrazándolo con sus precipitaciones como si fuese una gigantesca araña de caza. Pero la gota fría sólo obedecía a una causa natural. Además, el pueblo se levantaba en el fondo de un valle y las montañas que lo envolvían hacían las veces de barrera que impedía el desplazamiento del aguacero, eso era todo. Bueno, también influían el hecho del calor y de las bajas presiones del valle que hacían las veces de imán que retenía la manifestación atmosférica.

Lo cierto es que llovía, y tanto, que papá Sereno no las tenía todas consigo. Ya era viejo y cargado de días y nunca había visto una tormenta como aquella.

A lo mejor quería significar algo…

La fuerza de la lluvia que caía era tanta que, al chocar con el agua que ya estaba en el suelo, producía una especie de salpullidos sin fin, señal inequívoca que la tormenta sería larga. Por lo pronto, cada trueno, precedido de su rayo correspondiente, hacía temblar a todos los seres vivos que se estaban despertando o que tenían los ojos como platos. Los niños pequeños, que ya se habían ido a las camas de sus mayores, se encogían más en los regazos de sus madres y éstas, a su vez, buscaban el calor del cuerpo de sus maridos pidiendo muda protección. Los hombres, por aquello de que lo eran, no decían nada aunque, en honor a la verdad, empezaban a levantarse blasfemando por lo bajo para cerrar ventanas y balcones.

 

4

Don Matías adivinó más que oyó las tres campanadas de la torre y es que un pavoroso trueno llenó sus oídos en el preciso momento en que el complicado mecanismo de relojería ponía en marcha el brazo del martillo.

—¡Las cinco menos cuarto y lloviendooo!

Lo lamentable del caso es que la voz del eficiente y fiel servidor del Ayuntamiento local salió muy deformada de su insegura e irritada garganta. En aquel momento, ya estaba medio calado por el agua que caía por todos los lados y empezaba a contagiarse del nerviosismo y del malhumor reinantes.

Muchas alcantarillas, de las pocas existentes, ya habían reventado y estaban produciendo el consabido mar de agua y cieno. Entre esto y el hecho de que la lluvia no cesaba en intensidad, era una temeridad desplazarse de un lugar a otro. Pero tenía que hacerlo. Así que, nuestro hombre, salió del portal dispuesto a cumplir con su deber con riesgo o sin él. Era muy tozudo y muy cumplidor para que una tormenta no le dejase hacer su trabajo; además, se acercaba la hora tan esperada por todos y tenía que ir en busca de Blas. Claro que una cosa es la voluntad y otra la realidad. Ojalá no hubiese salido de la relativa seguridad del portal pensó cuando, después de varias vacilaciones, se tapó como pudo con la guerrera y empezó a avanzar por la calle Loyola, en dirección a la parte alta del pueblo. Pero ya estaba hecho. Ya estaba mojado hasta los huesos y no tenía sentido preocuparse más. Por un momento vio y calibró la posibilidad de ir a su casa a cambiarse de ropa, o refugiarse de nuevo hasta que cesase la lluvia, pero, una vez más, el sentido del deber volvió a ser más fuerte que su comodidad y siguió avanzando calle arriba dándose ánimos continuamente, contento por haber vencido unos pensamientos tan nefastos.

Al poco tiempo se encontró avanzando a buen ritmo, y sin ropa que mojar, hacia la casa del sacristán.

 

5

Por la montaña, y por las calles que desembocaban en el río principal, el agua formaba una red de torrentes que morían en pequeñas cataratas al dar el salto final. Para cualquier observador que estuviese situado en la posible perspectiva de la corriente, la escena no dejaba de tener su encanto: Cientos de regueros, más o menos grandes, saltaban al vacío como teniendo prisa por hermanarse con el río que los llevaría a su origen marino. El rugido de cada uno de ellos dependía de la cantidad de agua que llevaba o arrastraba y de la inclinación o desnivel de la calle que los soportaba. Aun así, entre todos, formaban una especie de sinfonía extraordinaria, agradable incluso, si no fuese por la carga mortal que representaba.

En efecto, en la huerta, las flores y hortalizas estaban empapadas y aplastadas. Los árboles frutales, con las ramas desgajadas, apuntaban al cielo como postes. Los cereales agostados… Más allá, una encina enorme se extendía por el suelo medio carbonizada por los efectos de un rayo…

 

6

En la choza de la luz llameante, la voz infantil se dejó oír a pesar del fragor de la tormenta:

—Padre nuestro, que estás en los cielos. Ten piedad de nosotras… Haz que no nos falten las fuerzas y podamos llevar a mi mamá hasta su lugar de descanso como ella quería. A ti, la lluvia, el viento y las tempestades, te oyen y obedecen siempre… ¡Haz que escampe un momento! Papaíto, te lo pido por tu Hijo a quien quiero mucho… ¡Amén!

Después se dejaron oír también unos sollozos como queriendo poner un sello purísimo a aquella oración tan sentida y sincera, al tiempo que dos manos de mujer acariciaban la joven cabecita al conjuro de una simpatía mal contenida.

 

7

Mientras tanto, la tormenta venció por fin a la barrera montañosa del sur y empezó a desplazarse lenta, pero incansablemente, hacia otras latitudes. Así fue, como si alguien, o algo, respondiese a los deseos expresados en la oración de la niña, la lluvia cesó por completo. Tanto es así, que al cabo de un rato sólo quedaban unas cuantas nubes como testigos de lo que había sido la tormenta del siglo. De todas maneras, y de tanto en tanto, aún dejaban caer sobre el pueblo algunas gotas de agua, como dándole la última oportunidad para purificarse.

 

8

Como es de suponer, una tormenta como aquella había hecho un gran destrozo en las huertas y en el campo. El trigo, a punto de ser segado, se había aplastado bajo el peso agobiante del agua y el viento. Lo mismo ocurría con el resto de cereales… ¡sólo se habían salvado aquellos que, por ser más tardíos, aún estaban a tiempo de poder recuperarse! Los árboles frutales, muchos en flor, que eran la mejor posibilidad de subsistencia y beneficio del pueblo, se habían venido abajo y el que había tenido la suerte de mantenerse en pie, estaba desnudo, cómo queriendo dar envidia a los pararrayos.

En cuanto a las hortalizas, ya lo hemos apuntado, no habían acabado mejor. Llenas de barro y matojos, estaban medio destrozadas y sepultadas, contribuyendo de esta forma a incrementar el aspecto desolador de la huerta.

Y no hablemos de las viñas…

 

9

Don Matías llegaba en estos momentos a casa de Blas. Asió el picaporte y propinó sendos aldabonazos a la puerta esperando la respuesta un poco impacientemente, todo hay que confesarlo. Dentro de la casa no se oyó el menor ruido que demostrase que su morador había oído el feroz requerimiento; por lo que, nuestro buen hombre, repitió la experiencia y esta vez el ruido que armó fue tal que habría podido despertar a todo el vecindario sino fuese por el hecho de que el sacristán vivía en las afueras del pueblo.

Mientras aguardaba notó como el cielo empezaba a iluminarse por el este y es que el sol ya se abría paso a través de la distancia y la bruma, coloreando el horizonte con su luz de oro.

—»Está amaneciendo —pensó el sereno—, y este animal sigue sin despertarse.»

Aunque esta vez se equivocaba, pues la puerta se abrió un tanto, lo justo para que la cara flaca de Blas preguntase malhumorada:

—¿Qué ocurre?

—¡Es la hora!— respondió don Matías de mala gana.

O el sacristán no entendía lo que le estaban diciendo o aún estaba dormido, pero lo cierto es que su fea cara no demostró ni el menor gesto de comprensión, ni la más pequeña emoción.

—¡Las campanas! —gritó el sereno, apoyando sus palabras con gestos elocuentes, cómo si fuese él mismo quien las estuviese tocando—. ¡Qué tienes que tocar las campanas…!

—Las campanas… ¿para qué? ¿Es qué hay fuego?

—Tienes que dar la señal para que empiece el entierro, ¿no recuerdas?

—¡Ah! —ahora sí que se acordó, pues abrió la puerta de par en par mientras terminaba su exclamación—. Tienes razón… ¡El entierro! Pasa, pasa un momento mientras me visto.

El sereno no esperó a que le fuese repetida la invitación, sino que traspasó el umbral con rapidez, a la par que decía:

—¡Gracias, pues estoy mojado hasta las huesos! ¡Qué nochecita!

—¿Ha llovido? —preguntó ingenuamente su interlocutor desde la pieza contigua.

—¿Qué si ha llovido? Hay que ver que sueño tienes que ni te has enterado, y eso que ha caído un diluvio.

—Pues, no he oído nada— terminó el sacristán saliendo del lavabo y enfilando la escalera que comunicaba con la estancia superior.

«—Está en el mundo porque tiene que haber de todo—» pensó el sereno mientras le veía desaparecer. Visto así, en pijama, Blas parecía un verdadero espectro. Alto, feo y delgado, se contoneaba con peligro a cada escalón que subía. Además, acostumbraba a llevar sobre la nariz unas gruesas gafas que ridiculizaban su persona hasta límites insospechados, pues aquellos fondos de botella que tenía por cristales le distorsionaban unos ojos ya de por sí atravesados y torcidos. Hacía mucho tiempo que el sereno le había catalogado entre las personas no gratas. Y no por su defecto óptico precisamente. Sabía que no contento con el sueldo que ganaba, pedía limosna por todas partes o robaba en las huertas y corrales descuidados. Era una pesadilla constante para todos los lugareños honrados y, sobre todo, para su superior el sacerdote local, el padre Molinos. No, Matías no comulgaba con el sacristán y de haber estado seco no habría entrado en su casa. ¡Vamos, ni le había invitado a un vaso de agua! ¡Allá él! ¡El mundo da muchas vueltas…!

 

10

En aquel mismo momento llegó al puente la riada de la corriente principal, y lo hizo de forma arrolladora. Avanzaba rugiendo y arrastrando desde ramas de árboles rotas y desgajadas hasta arbustos, cañas y juncos arrancados de cuajo… Había todo un muestrario de lo que había nacido y crecido plácidamente en sus riberas. El agua, de un marcado color terroso, llenó por completo todo el lecho del río y hasta sobrepasó el nivel que había alcanzado en ocasiones anteriores. Tanto es así, que acariciaba con espuma los puntos más elevados de los arcos del viejo puente de piedra, poniéndole en un verdadero aprieto.

 

11

En la choza del arrabal más separado del pueblo, se dejó oír de nuevo una oración sencilla:

—¡Gracias, Padre! Sabía que podías hacerlo. ¡Muy bien! —después de un momento de silencio, como para tomarse un respiro y terminar la oración para sí misma, la niña preguntó con un hilo de voz:—Doña Soledad, ¿se la van a llevar ahora?

—¡Sí!

—¡Tengo miedo!

—No temas —la voz daba a entender que su dueña era una mujer madura, entrada en años—, estaré contigo hasta el último momento.

 

12

Estaban dando las cinco en punto de la mañana cuando el sacristán y el sereno llegaban a la plaza de la Iglesia, donde estaba la torre y el campanario. Se dirigieron hacia allí, hacia la puerta inferior, casi corriendo y al llegar, sin resuello bien es verdad, el primero la abrió no sin sentir una especie de escalofrío al oír los estridentes chirridos de la misma que protestaba por tener que mover a desgana sus goznes enmohecidos.

 

13

Ya había amanecido del todo y la tierra, a pesar del daño recibido en las plantaciones de los hombres, estaba fresca y lozana por haber recibido la bendición de la lluvia. Mas, con la luz diurna también llegó la conciencia del desastre… En el río ya se apreciaban perfectamente los objetos que arrastraba la impetuosa corriente: Aquí una negra silla, ornamentada, hacía cabriolas entre la espuma. Allí, un grueso tronco de encina, avanzaba nadando como un gigante entre las olas… Hasta se veía una vaca que, sorprendida y quejosa, nadaba con desesperación hacia la orilla más cercana. Por otra parte, cacerolas de todas las formas y enseres de madera de la gente de la montaña, bajaban a toda velocidad por el centro del río, chocando entre sí una y otra vez para separarse otras tantas. Y además, gallinas, un cerdo, un burro… Cañas, troncos, juncos… Mesas, sillas, hasta una cama… Era como si la corriente estuviese orgullosa de sí misma y necesitase coleccionar trofeos para demostrarlo o que aquella fuese la manera de explicar al mundo su propia importancia. Lo cierto es que, a pesar de que los objetos se relacionaban con pérdidas del patrimonio humano, el aspecto del río Alcanadre era imponente. Satisfecho y orgulloso rugía pueblo abajo, ansioso de llegar al Cinca, al Segre, al Ebro, y con ellos, ¡al mar!

Los que verdaderamente disfrutaban de todo aquel súbito frescor eran los caracoles: Habían salido de sus sanos y voluntarios encierros a la par que el sol y con sus casas a cuestas se maravillaban del espectáculo que podían ver, apreciar y experimentar por medio de sus vigilantes y sensibles antenas. Claro, todo lo natural beneficia a la naturaleza y al ambiente. Sólo cuando el hombre se  mete y distorsiona, modifica o adapta la ecología para sus fines, sufre los inconvenientes de una perturbación tan natural como aquella tormenta veraniega.

 

14

La voz de doña Soledad se dejó oír una vez más en la choza del arrabal, cuya luz llameante hacía rato que había dejado de ser útil, tratando de consolar a la niña:

—Ya es la hora, Marta. Pronto vendrán los hombres a buscar el cuerpo de tu buena madre, mas no temas… ella ha dejado de sufrir.

—Ya lo sé, querida señora, ya lo sé— las palabras de la chica parecían estar llenas de esperanza y seguridad.

 

15

Sí, ya era la hora. Muchos se dieron cuenta y hasta se revolvieron en sus lechos. Todos querían ir al entierro, pero nadie quería ser el primero en abrir las puertas y ventanas no fuese que le achacasen simpatía o adhesión con la muerta.

Así pues, procuraban matar el tiempo murmurando los unos y hablando con sus mujeres los otros. Pero todos estaban en tensión, a la espera de tan temido momento… Pasó un rato y otro más, y al no oír las campanas, todos empezaron a maldecir al sacristán:

—¿Qué hace ese animal que no toca?

—¿Se hará muerto también ese burro de Blas?

—¡Ojalá se le quede pegada la mano a la cuerda para siempre!

—¡Así se rompa la cabeza ese animal…!

Y lindezas por el estilo.

 

16

El que estaba siendo tan maltratado por la comunidad, tenía bastante trabajo en convencer a don Matías para que le acompañase al interior del torreón, pero éste se excusó finalmente diciendo:

—Yo he acabado el trabajo y tú empiezas el tuyo! Así que, ¡ánimo! ¡A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga! Además, si no me cambio pronto de ropa cogeré una pulmonía. ¡Adiós, hasta luego! Ya he perdido demasiado tiempo.

Y mientras el buen sereno daba media vuelta poniendo dirección hacia su casa murmurando aún por lo bajo, el sacristán se decidió a traspasar el negro umbral de la torre, aunque a regañadientes. Y más por obligación que por valentía, cerró la puerta exterior detrás suyo y se encaminó hacia la parte central de la edificación donde se alzaba la cuerda que pendía del badajo de la campana mayor. Pero antes de llegar allí, tenía que pasar por una serie de andamios y pilastras que servían de aguante a la escalera de caracol medio destruida que llevaba hasta la sala del reloj y su maquinaria. Blas, sacudido cada vez más por el miedo a causa de los ruidos extraños que sentía o se imaginaba, decía por la bajo:

—Alguna… rata está arañando por ahí… ¡Maldita sea! Tengo que traer un gato… o media docena. Pero, bueno, ¡qué me pase esto a mí! ¡Cómo me tengo que ver por mi mala cabeza! ¡Y todo por cuadro duros! Venga, ¡acabemos de una vez!

Ya sólo tenía que franquear unos metros de espacio para encontrar la destartalada puerta que daba a la sala de la cuerda, aunque a él aquella distancia le pareció un cruel abismo. Por eso, y porque parecía que la penumbra se hacía más impenetrable a medida en que avanzaba, extremó las precauciones andando poco a poco, tanteando con los pies, palpando con las manos y abriendo unos ojos como platos… Apreciaba  demasiado su arrugada piel para tener un encuentro inesperado o un accidente fortuito.

 

17

En la choza del arrabal, la niña ya no podía resistir más la tensión a que había estado expuesta toda la noche:

—¡Mamá, mamá! ¡Llévame contigo…! exclamó con toda la inocencia del mundo.

—¡Vamos Marta, sé valiente! —la señora que estaba con ella intentó calmarla—. ¡Ya eres una mujercita y tienes que sobreponerte! Además, ¿recuerdas lo que dijo tu madre?

—Sí…

—Te dijo que estaría contigo siempre…

—Es verdad, querida señora, lo recuerdo— y la voz de la muchacha se entonó sonando más fortalecida, sin aquel quiebro tan característico.

 

18

Don Pascual, el alcalde del pueblo, ya se había levantado sin poder disimular más su nerviosismo y estaba ahora discutiendo acaloradamente con su esposa, pues se había propuesto despedir al sacristán en vistas de su manifiesta nulidad. Ella trataba de hacerlo cambiar de idea, ya que consideraba que Blas no debía pagar los nervios ajenos. Y es que las llamadas mujeres piadosas del lugar, lo tenían catalogado en poco menos que un santo. Para ellas era un incomprendido y una persona que se merecía un trato especial. La verdad es que él las engañaba con unas atenciones que rayaban en el servilismo y siempre estaba dispuesto a explicar la última comidilla, el último chisme… Total, lo tenían como algo indispensable para la buena marcha de la sociedad pueblerina.

Por fin, ante la desmedida avalancha de razones, la primera autoridad cambió de conversación porque sabía por experiencia lo que significaban las matinales batallas dialécticas.

 

19

El sacristán, por su parte, acababa de pasar la puerta de separación y ya se encontraba en el centro mismo de la torre, ajeno por completo a las barbaridades que decían sus paisanos en contra de su persona. Perezosamente, y la verdad con algo de miedo, asió la cuerda y dio un soberbio tirón hacia abajo esperando confiado que el sonido del bronce llegase hasta el suelo y se esparciese por todos los rincones del pueblo.

Pasó un minuto… dos… ¡nada! Repitió lo del tirón y obtuvo el mismo resultado. Entonces le entró el miedo de verdad. Empezó a sudar y a ponerse nervioso sólo con pensar que tendría que subir por la escalera; mas no sólo a causa del tiempo que emplearía en hacerlo, sino porque cada vez que debía subir, de uvas a pesar bien es verdad, una cuchillada de pavor cerval le atravesaba el alma. No, no era el corazón el que le asustaba, sino la conciencia. Había hecho tantas barbaridades que cualquier ruido, cualquier sonido, le ponía los pelos de punta. ¡Ay, si algún día se supiera todo de su persona, ya podía despedirse! Perdería automáticamente el favor no sólo del alcalde, sino del cura y de las señoras que le mimaban…

«—Si tengo que subir —pensó con furia—, llegaré arriba a las diez de la mañana. Además, la dichosa escalera del diablo no me ofrece ninguna garantía… ¿Qué demonios le pasará a la maldita María?»

Por último, antes de decidirse a enfilar los maltrechos escalones, y como obedeciendo a un acto reflejo, se colgó de la cuerda para ver si con su peso era capaz de mover el dichoso bajado.

 

20

—¡Las cinco y diez…! —rugió el alcalde a su esposa tras consultar su reloj de bolsillo—. ¡Esto es inaguantable!

 

21

La niña de profundos ojos azules, elevó al cielo una oración por enésima vez:

—Dios mío, ¿por qué no vienen a buscarla? ¡Ayúdanos de nuevo, Señor, y haz que vengan pronto no sea que se arrepientan y no la quieran enterrar…! De todas maneras, ¡qué sea hecha tu voluntad!

Una campanada salida de las entrañas de María envolvió la cabaña como rubricando las últimas palabras de la niña huérfana.

—¡Gracias, Señor!— musitó Marta, más con el corazón que con la boca.

 

22

—¡Lo conseguí!— exclamó a su vez el sacristán, contento por no tener que subir por la escalera de la torre.

Y empezó a tocar con fuerza… ¡doblando a muertos!

 

23

Instantáneamente cesó la opresión en el pueblo y todos empezaron a respirar más tranquilos. Los que aún no se habían levantado, lo hicieron casi al mismo tiempo que el metálico sonido llegaba a su cavidad auditiva. Vestirse ya fue cosa de segundos:

—¡Corre, date prisa…! —arengaban a sus mujeres—. ¡Dame el traje nuevo!

—Pero, si ha llovido— respondían las consortes, como intentando dedicarles el menor tiempo posible. También ellas tenían sus planes…

—No importa, no quiero llamar mucho la atención, ¡aprisa, aprisa!— todas las voces denotaban preocupación, pero esta vez por llegar tarde.

La culpa la tenía el sacristán…

Muchas ventanas se abrieron a la vez que las puertas y los dueños más rápidos ya estaban en la calle tratando de esconder los faldones de las camisas en los pantalones. Después, poco a poco, solos o en pequeños grupos, enfilaron calle abajo, en dirección al arrabal.

Un poco más tarde, como correspondía a su jerarquía, las mujeres hicieron lo propio, pero calle arriba, hacia la dura iglesia. Todo estaba muy bien coordinado, pues cuando las primeras llegaron a la plaza, el templo ya estaba abierto de par en par. Claro, en un día como aquel, no podía fallar la organización. ¡Estaría bueno! Y mucho menos habiendo intervenido la alcaldesa en persona… De todas las bocacalles aparecían mujeres que parecían haber sido cortadas con el mismo patrón: Caras largas tocadas con velos negros. Invariablemente, todas avanzaban con las manos cruzadas en una actitud de recogimiento firme y encomiable. Pero la seriedad del pobre momento parecía haberse conseguido de forma artificial. Contrastaba con la pureza de sus sentimientos y con la línea de las buenas intenciones. Sin poderlo evitar ni disimular por más tiempo, empezaron a formar unos grupos, más o menos grandes, aprovechando la ocasión para comentar las últimas habladurías. Allí, en la Plaza de la Iglesia, bajo los árboles o sentadas en bancos, esperaron la señal. Ninguna de ellas quería ser la primera en entrar en el templo… Sólo después de ver como lo hacían las primeras damas de la comunidad, el resto se atrevió a imitarlas y a ocupar sus asientos, rehaciendo los grupos afines, en espera de que comenzase el servicio propiamente dicho.

 

24

En la Plaza Mayor y frente al Ayuntamiento, había una posada llena, casi siempre, de viajeros y representantes de comercio. Por eso, hoy, no era una excepción. Y como la dueña era muy campechana y amante de fomentar el turismo, siempre que podía comunicaba a sus huéspedes lo último de la comunidad local. Así que, sabedora de la importancia del mensaje de las campanas, llamó con a las puertas de las habitaciones que tenía ocupadas:

—¡Ya tocan, señor! ¡Es la hora!

La actividad pareció enloquecer en el interior de los cuartos. Todos se levantaron corriendo, pues ya sabían de qué iba la cosa y no se la querían perder. Pero uno de ellos, que había llegado a última hora de la noche anterior y se había retirado a descansar tras ingerir una frugal cena no estaba al tanto de lo que ocurría y contestó disgustado:

—¡La hora…! ¿La hora, para qué?

—¡Para el entierro, señor!

–¿Entierro? –en la voz del hombre se notaba ahora un poco de miedo—. ¿Qué entierro?

—¡El de Alicia, la protestante! ¿Cuál va a ser? —exclamó por fin la dueña de la posada El Lobo—. ¿No oye tocar a muertos?

Alguna luz debió atravesar el cerebro del hombre, porque empezó a vestirse mientras decía:

—¡Ya voy! ¡Ya voy!

Y al igual que los demás, aquel viajante de comercio, se preparó para el cortejo…

 

25

El sacristán que aún estaba en la torre, no daba crédito ni a sus ojos ni a sus oídos:

—¡La maldita campana está tocando sin que estire la cuerda!— pudo mascullar al final, cuando el miedo se lo permitió.

En efecto, en un descuido o en un descanso, Blas había dejado de asir la cuerda entre campanada y campanada y María, guiada por una fuerza extraña y completamente ajena al sorprendido sacristán, continuaba doblando. Era como si el bronce hubiese cobrado vida y quisiese que su sonido de muerte llegase al corazón de todos los seres y habitantes del lugar.

 

26

El alcalde, ya bien compuesto, salió del local principal del Ayuntamiento junto a los concejales que le habían ido a buscar y del escribano el cual debía levantar acta del raro acontecimiento. Con paso lento, como convenía a unas personas de su importancia, se dirigieron hacia la casa donde se velaba el cadáver:

¡La choza del arrabal!

 

27

La alcaldesa por su parte, vestida con muy buen gusto, acompañada por las mujeres de los concejales como mandaba el protocolo, enfiló la calle Mayor dirigiéndose también hacia la iglesia que estaba situada en una de las partes más altas y señoriales del pueblo. Cuando el raro séquito llegó a la plaza en cuestión, ella hizo un gesto a las mujeres que la estaban esperando y todas entraron en el sombrío templo con la parsimonia que requerían las circunstancias. Naturalmente, ella entró la primera en la iglesia en razón a su alta alcurnia. A continuación pasaron sus amigas y más tarde, el pueblo llano. Del mismo modo, y en el orden creciente a su importancia, una tras otra, ocuparon los sitiales correspondientes. Ella, claro, cerca del Evangelio, las otras en la primera fila y en el patio.

Y no pasó mucho tiempo sin que apareciese el cura. Parecía cómo si hubiese estado espiando su llegada… El padre Molinos, el cura, compuesto y vestido para oficiar la misa especial por el alma de Alicia, la protestante, se situó frente al altar Mayor.

—¿Crees que Dios la perdonará?— murmuró Ana Trigales al oído de su madre.

—Todo es posible, hija mía. Si rezamos con fe podemos mover montañas…— y dándole ejemplo se preparó a seguir la misa reverencialmente.

 

28

Muchos hombres habían llegado ya a los alrededores de la cabaña y allí se quedaron aguardando acontecimientos, formando grupos más o menos afines. Vistos en conjunto, parecían gentes que iban ataviados para una fiesta campestre, y sin embargo, muy pocos de ellos estaban contentos y muchos menos, tranquilos. Todo eran dichos y cuchicheos, miradas furtivas y gestos inconfesables. Así estaban las cosas y así habrían seguido estando a no ser por el grito de aviso que lanzó uno de ellos. Todos se volvieron a una hacia el pequeño puente que estaba siendo cruzado por el alcalde y sus dignos servidores; los cuales, avanzaban hacia los grupos con grandes zancadas y gestos estudiados.

Por eso, cuando las fuerzas vivas del lugar llegaron a su altura, todos se arremolinaron a su alrededor esperando instrucciones.

 

29

Mientras tanto, en la iglesia, ya había empezado el oficio y todas esperaban con cierta impaciencia la homilía del sacerdote, verdadero pico de oro de la comunidad… Pero, en un momento dado, se abrió lentamente la hoja de la puerta principal para dejar paso a una mujer que fue absorbida de inmediato por la semioscuridad del recinto. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron al ambiente, se acercó a la pila llena de agua bendita y garabateó la señal de la cruz. Mas la hizo mal y al revés. Por eso, y por otros detalles fruto de la indecisión e ignorancia, se veía bien a las claras que no estaba familiarizada con aquellos gestos y menesteres.

Después, y tras haber mirado en varias direcciones, se fue a sentar en la última hilera de sillas… lo más lejos posible de las demás mujeres. ¡No sólo iba a pedir por el alma de su amiga, sino por la suya propia!

La primera en darse cuenta de su presencia fue Tomasa, la mujer del carnicero local, la cual, antes de proceder, se aseguró de que era ella y cuando estuvo segura, le lanzó una furibunda mirada preñada de odio pensando que tal vez atravesaría la oscuridad y la distancia, y se acercó al oído de doña Canela, la mujer que vendía todo el pescado del pueblo, que estaba a su izquierda pensando en las sardinas que tenía en la cámara, y le anunció por lo bajo la presencia de la solitaria mujer. Esta, comprobando a su vez la veracidad del dicho y del hecho tan escandaloso, lo comunicó a la que estaba sentada al otro lado, quien hizo lo propio con su próxima… y de esta forma la noticia llegó a los mismísimos oídos de la alcaldesa, la cual, exclamó sin poderse contener:

—Si tendrá poca vergüenza… ¡Ha venido a la iglesia!

Claro que no era sólo doña Antonia la que tenía motivos de queja contra aquella mujer. Todas las presentes tenían cargos concretos contra ella. Unas más que otras, es verdad, pero todas habrían encendido la pira si la hubiesen podido quemar. Fuesen los cargos que fuesen, lo cierto es que su presencia bastó para que todas perdiesen el hilo del oficio y pensasen en lo mismo:

—»¡Mala pécora!»

—»¡Engaña maridos!»

—»¡En una hoguera tendrían que estar y no aquí…!»

—»¡Ramera!»

—»¡Sinvergüenza!»

Y muchas cosas más que no vienen a cuento.

Ella, Isabel, en su rincón solitario, ajena a los comentarios que provocaba, se enjugaba con un pañuelito de encaje las rebeldes lágrimas que habían brotado de sus hermosos y profundos ojos verdes. De tiempo en tiempo, se clavaba las uñas cuidadas primorosamente, en las palmas de las manos hasta conseguir que brotase su cálida sangre roja sin importarle ni el dolor ni las manchas que salpicaban las centenarias losas del suelo… Otras veces se daba golpes en el pecho a la par que movía los labios sin cesar…

¡Parecía que quería simbolizar así su arrepentimiento!

 

30

El sacristán aún seguía inmovilizado por lo que acababa de ver. Su garganta estaba tan seca que no podía articular palabra y las piernas le temblaban como juncos movidos o acariciados por el cierzo. Así que allí estaba sin poder gritar ni correr. De tanto en tanto, su cuerpo se estremecía a causa de las fuertes convulsiones que sentía. Jamás había visto nada igual ni creía que volvería a verlo.

Luego, la cuerda dejó de moverse y todo quedó en un raro silencio…

Pero en la cabeza de Blas aún retumbaban los golpes acompasados del martillo sobre el moldeado bronce de la campana. Por eso se quedó allí un buen rato, clavado en el suelo de tierra apisonada, sin poder reaccionar. Luego, y sin dejar de mirar hacia atrás, abandonó la vieja torre entrando en la iglesia por una puertecilla trasera.

 

31

El alcalde, tras dedicar unas breves palabras a todos sus vecinos, eligió a cuatro de ellos y haciéndoles un ademán para que le siguiesen, traspasó el umbral de la pequeña choza y toda la amplitud de la tragedia se le ofreció a sus ojos:

La cabaña no es que estuviera sucia o descuidada… Los muebles eran pobres, desde luego, pero estaban limpios y se les había anexionado varios detalles que los habían beneficiado. Sobre la mesita de centro había un hermoso florero lleno a rebosar de flores silvestres que hacían juego con el tapete bordado a mano. En la pared contraria a la puerta de la entrada, un solitario cuadro representaba a Jesús pescando en el mar de Galilea. Al lado de la mesa, y como franqueándola, habían cuatro sillas con el asiento de esparto y el respaldo de pino… Erguidas y mudas, sin embargo, eran testigos inmutables de lo que había pasado y de lo que estaba pasando aún. Concretamente, ahora mismo, velaban el cadáver de la mujer que yacía sobre la tosca y única cama de la estancia. Suerte que la poca luz (el velón de la luz llameante ya se había consumido) que se filtraba a través del ventanuco irisaba el suelo de piedra apizarrada, añadiendo un poco de color al dolor general. Finalmente, en un rincón, se levantaba una especie de soporte con agujeros que hacía las veces de cocina, justo debajo mismo de la pequeña alacena…

Eso era todo. De manera que el alcalde poco tuvo que esforzarse para reconocer la única habitación de la pobre choza… Aunque, eso sí, cuando sus ojos llegaron al lugar donde Alicia esperaba una cristiana sepultura, tuvo que pararse más de la cuenta. Y es que a pesar de que la muerte se había apoderado de aquel cuerpo hacía horas, el rostro aún no estaba rígido. Además, parecía estar bien iluminado por una luz extraña e indescriptible, ajena a cualquier fuente conocida. Incluso, sus labios parecían dibujar una débil sonrisa. Esto, el largo cabello castaño que le llegaba en orden hasta más abajo de los hombros y el hecho de que el sudario no consiguiera cubrir del todo su delicada belleza física y su extraña inmovilidad, hizo que los recién llegados agacharan sus cabezas y escondieran sus manos en gorras y bolsillos, hasta el punto de parecer mancos de verdad. Nadie habló ni se movió en mucho tiempo. La muerta parecía causarles verdadero pánico. No sólo por el actual aspecto físico, sino por lo que les habían dicho de ella. Alicia había sido la única evangélica del pueblo y unas creencias tan poco comunes había llenado de terror a los supersticiosos lugareños. Claro, no tenían miedo por ella, sino por lo que les pudiera pasar a ellos ahora que habían entrado en su casa y pisado la tierra que ella había pisado… Ahora bien, que más desconcertaba al alcalde y a los cuatro mozos que se apretaban a su alrededor, era el rostro de la finada. Aquello de la sonrisa llena de paz y tranquilidad era demasiado para sus pobres conciencias…

Mientras tanto, la niña seguía arrodillada a los pies de la cama. Ya no lloraba… bien porque había agotado todas sus reservas, bien porque había llegado al convencimiento de que el llanto no beneficiaba para nada a su propósito. Estaba cansada, eso sí. Los pequeños brazos le caían flácidos en sus costados y la espalda la tenía levemente inclinada hacia adelante, como negándose a sostener por más tiempo su juvenil cabecita. Sólo sus ojos, azules y profundos, despedían un destello de luz y paz similares a los de su madre, lo cual contribuía a crear más inquietud en lo que ya era una olla de nervios. Aunque, en honor a la verdad, debemos decir que la mirada de Marta era más desconcertante que la de Alicia porque, además, ella no filtraba su tranquilidad aunque sí su inocencia.

A su lado y más o menos sentada, estaba la mujer que la había acompañado durante toda la noche. Doña Soledad, la mujer del boticario, no es que quisiera de forma especial a aquellos herejes, todo hay que decirlo. Su presencia en la choza era debida al acuerdo tomado en la reunión de señoras que se había celebrado el día anterior con el único motivo de elegir a la persona que debía quedarse con Marta hasta que su madre fuese enterrada. Y como la eligieron a ella por mayoría de votos no tuvo más remedio que pasar aquella desapacible noche en compañía de la muerta y su desconsolada hija. Claro que una vez que estuvo allí, no dejó de colaborar en lo posible. Además, estaba contenta de haber ido. Por lo pronto había ganado una cosa: ¡Conocer algo más de aquella religión tan rara! Así que no estaba arrepentida en absoluto. Marta, con su humildad, le había ganado el corazón.

—»Estos protestantes —pensó en un momento dado—, no son tan malos como nos han dado a entender. Claro que no puedo juzgarlos a todos por una niña… Sin embargo, todo lo que he visto me gusta.»

Ahora, al entrar el alcalde, se levantó por aquello del respeto y apartó un poco a la niña que se había agarrado a la cama en un acto reflejo, como intuyendo la inminencia de la separación:

—¡No quiero…! ¡No quiero que se la lleven!

—Por favor, Marta —razonó doña Soledad muy cerca de su oído—, tu mamá tiene que descansar. Debes dejar que se la lleven…

Un sollozo se quebró en la joven garganta de la niña, al preguntar:

—Dígame, doña Soledad… ¿Ella está en el cielo, verdad?

La mujer del boticario tuvo que ponerse a la altura de las circunstancias, pues más bien pensaba todo lo contrario:

—No sé… Es decir… ¡Sí! ¡Claro que sí!

Marta la premió con una de sus especiales sonrisas a la vez que acariciaba la mano que tenía en el hombro. Luego, más tranquila, más entera y reanimada se aprestó a ver y presenciar los acontecimientos.

Los mozos se aprestaron a hacer su trabajo. Uno de ellos salió al exterior a un gesto de la primera autoridad para volver enseguida cargado con un ataúd que dejó en el suelo sin demasiados miramientos. Luego, ya entre los cuatro, cogieron el cuerpo cadáver de Alicia con un ligero estremecimiento y lo colocaron en la caja como si arañara o quemase. Marta sólo tuvo tiempo de lanzar a su madre un beso con la mano en el preciso momento en que los hombres ponían la tapa sobre el féretro. Entonces, doña Soledad y todos los presentes se dieron cuenta de que la caja no tenía ningún adorno ni símbolo de ninguna clase, ¡ni siquiera una cruz!

Empezaron a clavar. A cada nuevo martillazo, la mujer notaba un temblor en la mano de la niña.

 

32

Terminada la primera parte del oficio, aquel sacerdote se preparó para el sermón. Subió al púlpito que se levantaba adosado en uno de los laterales del templo y abrió sus apuntes. Más abajo, en las sillas, las mujeres estaban algo más calmadas, aunque de vez en cuando todavía lanzaban miradas envenenadas hacia el lugar que ocupaba Isabel, las cuales no estaban muy de acuerdo con el espíritu de amor que querían imponer.

Ella, queriendo sentirse ajena a todo lo que la rodeaba, estaba rezando a Dios lo mejor que sabía:

—Sé, Señor, que no merezco nada, por eso sólo te pido el favor de que acojas a mi amiga en tu seno… Si lo haces, te prometo que dejaré este tipo de vida y te seguiré para siempre.

Como era consciente de lo que estaba prometiendo, inclinó la cabeza llena de pesar sin darse cuenta que el padre Molinos ya había comenzado el sermón.

 

33

Los mozos sacaron la caja de la choza con una cierta dificultad, puesto que la puerta era muy estrecha. Luego se colocaron a la cabeza del cortejo que se había formado espontáneamente y esperaron las órdenes. Pero no las tenían todas consigo. Habían acudido al entierro de Alicia Bargas por expreso deseo del alcalde y no sabían hasta que punto aquella circunstancia les podría perjudicar en adelante. Ya hemos dicho que eran muy supersticiosos y temblaban de miedo por el hecho de tener que estar tan cerca de la muerta. Mas, al percatarse de que el ataúd no se movía por voluntad propia, perdieron poco a poco su postura de timoratos y hasta se atrevieron a insinuar a sus convecinos más próximos que ellos no le temían ni al duro diablo.

Incluso uno de ellos, el más lanzado, exclamó inflando el pecho:

—¡Mirar! ¡La protestante no es nada del otro mundo…! ¡Ni se mueve!

Una sonrisa de satisfacción empezó a formarse en todos los rostros a medida en que iba cediendo la tensión.

¡Tanto que la habían temido en vida y ahora…!

—¡Ja, ja, ja!

Salió el alcalde al exterior y las risas quedaron ahogadas ligeramente cuando pasó cerca de los grupos para ir a colocarse a la cabecera de la doble hilera varonil. Cuando llegó al lugar requerido, se volvió hacia la cabaña y se la quedó mirando fijamente. Todos le imitaron poco a poco llenos de curiosidad, y así se quedaron: ¡Mirando hacia el oscuro rectángulo que formaba el vacío de la puerta entre el umbral y el dintel! Si se hubiera prolongado mucho la situación, los hombres habrían estallado de nuevo, así que muchos dieron gracias al cielo a su manera cuando Marta salió de su casa como una verdadera aparición.

Durante unos segundos se quedó quieta, erguida. Iba peinada con dos trenzas que le caían indolentes por los hombros y su cara presentaba una belleza poco común; además, le resplandecía, aunque tal vez fuese debido al contraste con la oscuridad del marco. Sólo le temblaba la barbilla que parecía haber adelantado un tanto… Por lo demás, ofrecía una impresión fuera de lo común, rara, maravillosa. Su sencillez y modestia se evidenciaron aún más cuando todos comprobaron su pobre vestido y sus sandalias de cuero. Pero lo que más impresionó a los muy rudos campesinos fue las dos lágrimas que vieron huir, escaparse, de los azulados ojos de la huerfanita. ¡Vamos! ¿A qué disimular? Aquello partió el corazón a muchos… Al menos de momento. Todos eran humanos y sensibles en mayor o menos escala y sintieron un poco de compasión en lo más íntimo del ser, allí donde nadie podía apreciarlo pero tampoco echárselo en cara.

Aquella niña de trece años, que los miraba sin ver, entre suplicante y majestuosa, les había ganado la partida.

Todos volvieron la cabeza avergonzados, primero unos y después otros, sin saber qué hacer con las gorras que aún retorcían en sus manos.

Marta, por su parte, ajena a los pensamientos y desazón que provocaba, se situó donde le dijeron, al lado del féretro acompañada por la solícita doña Soledad.

Por fin, a una señal del alcalde, y coincidiendo con dos toques de la campana mayor, de la María, el cortejo se puso en marcha lentamente iniciando el camino del rudo cementerio local.

 

———

CAPITULO SEGUNDO

EL ENTIERRO

  1

—Porque es una verdadera vergüenza que tenga que poner como un ejemplo de moral a una mujer tan hereje —decía el sacerdote, en su homilía—. ¿Quién de vosotras no le debía alguna cosa? Alicia Bargas se merece que la tengamos presente en nuestras oraciones. Es verdad que era protestante y que, por lo tanto, estaba condenada, pero ninguna de vosotras tiene ni un tanto así contra ella. Ni era chismosa, holgazana o sucia, y siempre tenía una palabra de aliento para cualquier necesitado, un consejo para los problemas y unas monedas para los más pobres que ella. De no ser por sus ideas había sido una santa, una ciudadana modelo; pero, a pesar de todo, debemos llevarla en el pensamiento y considerarla en el corazón.

Isabel dejó escapar una sonrisa al pensar:

—»Se merece más que eso… ¡Por algo he pagado esta misa!»

—Y aunque era muy pecadora —seguía el cura—, debemos perdonarla y esperar que Dios lo haga también.

—¿Era pecadora? —se preguntó la hermosa Isabel—. Si ella era pecadora… ¿yo que soy? Y todas esas que están ahí sentadas mirándome con aire de suficiencia… ¿son las que tienen que perdonarla? ¡Qué ironía! La llama pecadora porque amaba a los pobres tanto como a los ricos; a los necesitados, tanto como a los hartos… ¡Pecadora! Y esas como la carnicera y otras que roban a mansalva no lo son, sino que, además, son las llamadas a juzgar a la pobre Alicia. ¡Ah, no! Luego hablaré con el cura… ¿Acaso la ha llamado pecadora porque me amaba a mí?

Quedó entristecida por el peso de la duda. De lo que si estaba segura es de que Alicia la había querido con todo su corazón y se lo había demostrado muchas veces y de muchas maneras. Casi sin querer, empezó a pensar en determinados momentos de su vida sin prestar atención a lo que estaba diciendo el padre Molinos ni a los horrendos comentarios que suscitaba a su alrededor. Se quedó tan abstraída que no oyó siquiera como el sacerdote, ganado por la fuerza de la costumbre, destruía la vida de su amiga a través de una oratoria cada vez más violenta.

Siguió pensando cómo se conocieron, cómo se hicieron amigas, cómo…

 

2

Todos los zagales del lugar se habían levantado también contagiados por el claro nerviosismo de sus progenitores. Muchos, a quienes por su edad no se les había permitido formar parte del cortejo, se juntaron en pequeños grupos y se fueron a jugar a las calles por la que tenía que pasar la comitiva en su camino al cementerio. Otros, se quedaron en los alrededores de sus casas esperando Dios sabe qué. Pero, lo dicho, la mayoría de ellos estaban ansiosos por ver a Marta y de paso, intentar insultarla, puesto que guardaban hacia ella la misma clase de fobia que tenían los finos padres, incrementada por el hecho de no saberla disimular, y hacia allí se fueron.

Además, acercarse a las calles del posible recorrido era un verdadero placer, pues las calzadas estaban llenas de barro tierno y tentador y disfrutaban de lo lindo clavándose en él hasta los tobillos.

Primero en fila india, luego de dos en dos y, eso sí, detrás del jefe natural o electo, empezaron a marchar en son de guerra hacia la calle del Monte, que era la última que tenía que recorrer el cortejo antes de salir al firme descampado camino del Campo Santo. Habían acordado esperarse allí cuando se cansaron de hacerlo en otras callejas más aburridas. Por eso, decenas de zagalejos empezaron a converger en la calle. Todos iban vestidos más o menos igual y a la usanza y moda pueblerinas: Sandalias de cuero o esparto, según posibles, pantalón corto unido al hombro con un solo tirante y una camisa de color más o menos limpia que tenía todas las trazas de haber sido heredada de algún hermano mayor.

Al poco tiempo estuvieron todos apelotonados en alguna de las esquinas esperando la aparición del alcalde con impaciencia, pues sabían que encabezaba el cortejo. Claro que al no saber que hacer, al rato, empezaron a ponerse más nerviosos de la cuenta.

La inició uno de ellos, por hacer algo… Confeccionó una pelota de barro y la lanzó distraídamente hacia el otro extremo de la calle… El proyectil dio en mitad de un ojo del zagal que estaba empeñado en jugar a astrólogo y trataba de ver el sol a través de un cucurucho de papel. Como es natural, lo que vio fueron las estrellas. Mejor dicho, no vio nada puesto que la fangosa sustancia de la bola le impidió todo tipo de visión:

—¡Ay! ¡Ayyy!

El grito de dolor, espanto y desesperación que lanzó el chiquillo fue la temida voz de alerta y puesta en guardia. Su pandilla se parapetó como pudo bajo los dinteles de las puertas de las casas y otros recodos y empezó a coger municiones. Los otros, los situados enfrente, los de la otra banda, por no ser menos y por lo de las represalias, se abastecieron también de todo el barro que había a su alcance, tanto es así que podría pensarse que la pelea iba a durar una semana.

Empezó el tiroteo…

Los proyectiles avanzaban por el centro de la calle en una y otra dirección. Y si alguno de ellos, por casualidad o destreza del artillero, hacía blanco, arrancaba un grito de rabia y dolor a todo el grupo perjudicado y no digamos al desgraciado combatiente. Grito que contrastaba de forma sensible con el que emitía el grupo agresor, lleno de vivas alegres y gozosas connotaciones.

Pronto, muy pronto, las fachadas de las casas vecinas presentaron un estado lamentable. Estaban tan llenas de pegotes de barro que parecían gigantescas caras recién atacadas por la viruela. Y como quiera que el ritmo de la batalla no decrecía, más bien al contrario, el aspecto de los zagales tampoco era muy halagador. ¡El menos tocado llevaba una aplastada bola de fango en el pelo o en la cara! Los heridos, es decir, los que presentaban más signos de haber sido alcanzados, eran retirados a la fuerza hacia los patios traseros por unos enfermeros más bien provisionales que no eran sino otros que ya habían sido dados de baja también para la lucha activa.

Y para que no faltase nada en aquella guerra singular, cada bando tenía un listo zagal que hacía las veces de un sacerdote castrense que atendía a los más necesitados.

Aún así, las bajas crecían por momentos en ambos bandos a pesar de hacer todo lo humanamente posible por evitarlo. Pero la verdad es que no cesaba por eso la furia ni la intensidad del fuego. El único consuelo que cabía es que se estaban quedando sin municiones con rapidez…

Un jefe, el que estaba situado en la lateral que daba al monte, estaba tocado visiblemente en varias partes de su cuerpo por converger en él la mayor parte de los tiros y proyectiles enemigos. Por el contrario, el otro, que era muy hábil, los había eludido casi todos y por eso puedo gritar en tono de desafío:

—¿Os rendís ya, «Águilas del Aire»?

—¡No! —el otro bando contestó al completo casi al unísono e inmediatamente después de que el reto les llegase a sus maltrechos oídos—. ¡Jamás nos rendiremos, «Tiburones del Mar»!

Por eso la lucha siguió otra vez, sino con igual intensidad, sí con igual furia.

 

3

Mientras tanto, el cortejo avanzaba a su encuentro por las tortuosas y empinadas calles, en medio de un silencio sepulcral.

¡Qué extraño resultaba para aquellos hombres el acto que estaban viviendo! Era el primer entierro de aquella clase que se llevaba a cabo en la localidad y no estaban acostumbrados, aunque a medida en que se acercaba el final parecía como si se fuesen liberando de una carga indigesta, de un problema secular… Todos pensaban que pronto desaparecerían sus males comunes ya que si, como decían, Alicia había sido la autora material de sus desgracias que desde hacía tiempo se cernían sobre ellos, ahora que estaba bien muerta, no tendrían razón de ser. Vamos, era lo normal, ¿no…? Mas una mujer protestante que además era bruja formaba una combinación explosiva de alcances imprevisibles… Sí, aunque ahora que había muerto, ¡alabado sea el Señor!, ya podían estar tranquilos, ¿o no?

Mas, ¿era realmente una bruja? La verdad es que unos decían que sí y otros que no. Muchos niños, influenciados por sus madres, juraban haberla visto volar por los aires en las frías noches de invierno, cuando el pueblo se quedaba incomunicado a causa de la nieve… Otros, sin embargo, aseguraban que aquello era un cuento, pero siempre ganaban los primeros porque las desgracias son más creíbles que todas las bienaventuranzas. Aún había quien aseguraba haberla visto volar llevando a su hija de la mano y otros, que ya la había acostumbrado a los periódicos aquelarres que tenían lugar cada luna llena. Por eso, y por otras causas que iremos descubriendo, los vecinos habían pedido muchas veces a don Pascual que las expulsase del pueblo a las dos, a la madre y a la hija, y éste, previa consulta con el padre Molinos, siempre les contestaba lo mismo:

—Si es una bruja como creemos, nos puede hacer daño tanto si la echamos como si no. Así que, esperemos… esperemos…

Y todos se volvían a sus casas mordiéndose los bigotes y rezumando odio para sus adentros.

Un concejal, a quien se le habían muerto de golpe cincuenta conejos a causa de una intoxicación, afirmó una y otra vez que Alicia había tenido que ver con el asunto:

—Ayer por la tarde —decía el Antonio, que así se llamaba el edil—, me la he encontrado en medio de la calle y me ha lanzado una mirada de compasión mortal de necesidad. ¿Qué otra cosa podía significar, sino el aviso del mal, de la desgracia que iba a asolar mis corrales?

También el alguacil, cuando se le murieron un par de mulas, comentó con el médico:

—Tiene que haber sido ella, sino, ¿quién tendría interés en hacerme daño?

Y así más de lo mismo. Habían comentarios para todos los gustos… Lo cierto es que entre unos y otros, entre veras y mentiras, se empezó a tejer un círculo alrededor de Alicia, hasta el punto en que todos acabaron por señalarla con el dedo. De aquello hasta la separación total fue una consecuencia normal del deterioro de las relaciones entre una y otros. Tanto es así que cuando tenía necesidad de ir al río a lavar su escasa ropa y se encontraba con un grupo de mujeres que estaban haciendo lo mismo, las veía huir de su lado a toda prisa como si estuviese apestada. ¡Nadie quería saber nada con ella! Incluso los hombres, cuando la veían venir de frente, cruzaban a la otra acera para dejarla paso. Así, de esta forma, poco a poco, todos llegaron a creerse sus propias patrañas y mentiras. El «calumnia, que algo queda», se cumplía a rajatabla, llenando de dolor a la pobre mujer que buscaba inútilmente una y otra vez el calor de sus vecinos.

La cosa empezó porque dudaban de su cordura cuando, sin venir a cuento, les hablaba de un amor celestial y bien desinteresado… Por lo demás, e invariablemente, cada noche de luna llena, ya fuese invierno o verano, ocurría algo en lugar. Era para desesperarse. Y es que, además, la desgracia se cebaba donde menos se la esperaba. Por eso, cuando se acercaba el momento de la luna fatídica, todo se preguntaban:

—¿Seré yo esta noche? Hoy me he cruzado con ella en el puente y…

La verdad es que curiosamente, siempre se las cargaba el que más hablaba o el que demostraba tener más miedo.

Al otro día, y tras comprobar sus propiedades, solía gritar a todo el mundo:

—¿Lo veis? ¡Ya lo decía yo! ¡Me ha matado tres gallinas y me ha robado dos pollos!

Así que el odio hacia la persona de Alicia crecía sin parar en los corazones de aquellos seres primitivos… Además, justo es decirlo, el médico del pueblo contribuía con sus envenenados comentarios a empeorar su fama por bares y cafés en momentos adecuados. Cierta vez llegó a decir, cuando la audiencia del local era mayor:

—¡Sé de buena tinta que tiene relaciones íntimas con el diablo y que su hija no tiene padre!

—¿Quieres decir?— se atrevió a balbucear un bebedor lleno de vino.

—¡Lo juro!— exclamó su interlocutor, con lo que la cuestión quedó zanjada.

Así estaban las cosas cuando Alicia murió de una grave congestión pulmonar y por falta de atención médica. Ese mismo día, el alcalde reunió al pleno del Consistorio y se acordó por unanimidad que todos los varones del pueblo fueran al entierro.

—Para que el cuerpo no desaparezca— fue el argumento esgrimido por don Pascual, que así cortó un cierto conato de rebeldía.

Y acto seguido, mandó al alguacil a publicar el bando por todas las esquinas y plazas del lugar.

 

4

No es que fuera innato en ella, pero Isabel se habituó pronto a la mala vida en su ciudad natal. Un desengaño amoroso primero y una falta de comprensión después, la lanzaron a la dura calle a vivir una existencia llena de desenfreno moral y sexual. No es extraño pues, que complicada varias veces por robo a sus víctimas sexuales fuese a dar con sus huesos en la cárcel. Allí, en ese antro de educación equivocada, aprendió a odiar más a la sociedad que la condenaba y cuando salió en libertad al cabo de cinco largos años, ya no sentía despecho por el hombre que la engañó, sino un odio medido, perfecto y creciente. Así que volvió a la mala vida, no tanto por el cierto placer que experimentaba al ver a otras de su misma condición, sino para vengarse de todos los hombres.

¡Sabía que de haber ido a pedir un trabajo honrado, le habrían dado la espalda!

Complicada en un grave escándalo público en el que se barajaba el nombre de un caballero importante de la urbe, fue recluida de nuevo en la cárcel y allí estuvo hasta que la mujer del juez, aprovechándose de la influencia de éste en los medios gubernativos, hizo reabrir la causa y consiguió que la expulsaran para siempre de la ciudad.

¡Le dieron cinco días!

Isabel salió de la ciudad corrida y avergonzada, pero sabiéndose hermosa y no dando importancia al futuro más que en el punto de buscar la ocasión de la venganza, lo hizo sin volverse la cabeza ni una sola vez. Estuvo en varias localidades distintas hasta que comprendió que ya empezaba a estar muy vista; entonces, buscando una cura de seguridad, aterrizó en Ballocinca. Enseguida le gustó la tranquilidad y las posibilidades de la comarca. Alquiló una casita en el centro y la decoró y amuebló con gusto. Luego se buscó una ocupación que no fuese demasiado dura o pesada… ¡y empezó a vivir! Lo malo es que pronto se supo quien era y, al instante, fue despreciada por las mujeres y codiciada por los hombres. Y, entre unas y otros, hicieron que su vida fuese más escandalosa en aquel pueblecito aragonés que en la ciudad de donde procedía.

Pero lo cierto es que el lugar creció en importancia con la adquisición de Isabel, a pesar de ser odiada por más de la mitad de la población. Sus vestidos y maquillajes eran criticados hasta la saciedad, pero imitados en la intimidad de cada hogar. Aquel estira y afloja rompió la monotonía que se había establecido muchos siglos antes, en donde, el dominio del varón era casi absoluto. Las mujeres del lugar aprendieron más con su ejemplo que con la carga educacional de sus ancestros. Pero, con el paso del tiempo, ella empezó a considerarse una reina y empezó un cierto declive. El alcalde era tan suyo como los concejales, el alguacil, el médico y el resto de las personalidades. Mas tuvo que pagar un precio. Todas las mujeres demostraban su desprecio bajando la vista cuando se la encontraban en la calle… Claro que a ella no le importaba lo más mínimo. Al revés, veía en esa actitud, una vez más, su predominio sobre todas ellas.

A decir verdad, sólo había habido una mujer que le había plantado cara y que, incluso, se había atrevido a mirarla a los ojos con valentía: ¡Alicia! Pero al principio no supo interpretar sus miradas. Creía ver en ellas desprecio, odio, envidia, celos… cuando en realidad la madre de Marta la miraba con compasión, dolor y amor entremezclados. Usaba con ella, con Isabel, aquella mirada que la había caracterizado, aunque con más razón… Pero ella, por no ser menos que las demás, se enojó al principio, pero luego la interpretó de forma equivocada. ¡Llegó a la conclusión de que la miraba así, retadoramente, porque no tenía marido que perder! Nada más lejos de la verdad. Y cuando comprendió que Alicia predicaba un amor desinteresado, la despreció aún más y se juró a sí misma que humillaría aquella orgullosa cabeza. Así fue como contribuyó también a extender la mala fama de la protestante: azuzando en su contra a todos los hombres que visitaban su casa más o menos periódicamente.

Un día coincidieron en la tienda con doña Canela… Alicia había llegado antes que ella y tras pedir la tanda, el turno, esperó en la cola a pesar de las torvas miradas que le lanzaban todas las mujeres presentes. Cuando Isabel se presentó, se acercó desafiante al mostrador sin respetar para nada el orden establecido:

—¡Sírveme pronto que tengo prisa!

Ninguna de las presentes abrió su boca para protestar, ni aun la misma dueña de la pescadería, la cual tenía contra ella sobrados motivos para no servirla en nada. Sólo Alicia en voz baja pero firme, sugirió:

—Por favor, Isabel. Ponte a la cola pues todas tenemos prisa.

—¿Qué te has creído? —la aludida se volvió furiosa contra ella—. ¿Es qué piensas que soy como vosotras?

—Yo no he dicho eso —razonó la madre de Marta—, sino que guardes el turno. Dices tener prisa, nosotras también.  Al menos yo, tengo a mi hija enferma y está esperando el único alimento que hoy puedo darle.

Alicia, con su humildad y su sentido de la justicia, se había hecho dueña de la situación. Incluso las demás la empezaban a mirar con un poco más de respeto… Sólo Isabel no podía disimular su odio:

—¡Yo no soy tan vulgar!— y dando un portazo salió a la calle profiriendo amenazas contra aquella mujer que había tenido la osadía de humillarla delante de tanta gente. A partir de aquel momento, y al no tener la posibilidad de hablar de perdón, se dio cuenta de que cada día que pasaba odiaba más a aquella bruja con cara de ángel. Sobre todo, no podía olvidar aquellos ojos y la paz de su mirada…

 

5

Cuando Blas entró en la sacristía, se encaminó hacia el cuartito que tenía para descansar y prepararse para sus funciones. Pero aún estaba asustado. Andaba torpemente y haciendo tantas eses, que cualquiera que lo hubiese visto habría pensado que estaba más borracho que una cuba. Sí, tal vez era demasiado temprano para estarlo, pero tenía la misma sensación. El último acontecimiento le había hecho libar más adrenalina que en toda su vida. Al llegar, se sentó detrás de la rústica mesa y estirando las piernas, se enjugó el sudor que perlada su frente en forma de gruesas gotas, dando gracias al cielo… y al infierno porque nadie le había visto en aquella forma.

—Ahora que la Alicia ha muerto —monologó cuando la respiración se le hizo más acompasada—, se me acabó el negocio. ¡Lástima, tan bien como iba!

Luego se quedó en silencio, rumiando alguno de sus planes, y por fin exclamó:

—Claro que, pensándolo bien, aún podría intentar el último golpe. ¡Eso es! Lo achacaré a la última desgracia que hace la protestante en la tierra y quizás así mi ama me premie aún más por mi sentido de la oportunidad y astucia.

Dicho y hecho. Se levantó y se encaminó decididamente a la puerta, pero al entreabrir la que daba al templo se dio cuenta de que había sermón. Y como no quería perder un solo minuto, dio la media vuelta y salió por donde había entrado, aunque lo hizo mucho más contento, pues ya tenía trazado el plan a seguir hasta el último detalle… ¡Esta vez robaría en casa del mismísimo alcalde!

—¿No es la última oportunidad? —se preguntó sonriente mientras bajaba por la calle Mayor a grandes zancadas. Ya no daba la sensación de estar bebido—. ¡Pues, hay que aprovecharla!

Cuando llegó a la plaza Mayor, ahora desierta, buscó la puerta falsa que daba acceso al Ayuntamiento por la pared trasera del edificio. La tanteó con mimo, pues siempre podía dar marcha atrás si la encontraba cerrada o daba con algún impedimento insuperable. Pero sus esfuerzos no fueron en vano y una sonrisa se moldeó en sus delgados labios al notar que la hoja cedía al empuje y que no habían moros en la costa. La traspasó y se dirigió directamente hacia las habitaciones privadas de don Pascual. Una vez en ellas, buscó y rebuscó en todos los cajones de la cómoda, pero sólo encontró cien pesetas.

—»Debe tener otro escondrijo»— pensó, pero por más que lo buscó no encontró nada más.

Al rato de estar tirando ropa y mirar rincones, se cansó y se fue hacia la bodega. Allí, tras beberse un buen vaso de vino, cogió el jamón que le pareció más apetecible y se lo echó al hombro. Ya se iba, cuando se le ocurrió una idea luminosa:

—Ya que Alicia se lleva todo esto –razonó—, es justo que lo digamos.

Y con un trozo de yeso desprendido de la pared, escribió en la tapa de un barril:

—¡Gracias por el regalo! Me llevó el jamón y el vino para el viaje… ¡Gracias!

Contempló su obra a la distancia justa y lo que vio le satisfizo. Así que, tarareando, cogió el botín y deshizo el camino anterior hasta salir a la calle. Luego se fue a su casa y tras esconderlo todo en un lugar seguro, se marchó en busca del cortejo al que alcanzó en la calle de Loreto. Cuando llegó a su altura, se puso el último de la fila sin que nadie notara su llegada, adoptando una cara de dolor indescriptible…

 

6

El jefe de los Tiburones del Mar preparó la bola con mimo y cuidado, pues el combate ya duraba demasiado tiempo y ahora se proponía lograr un desenlace honroso para sus huestes. Así que, tras apuntar durante unos segundos, lanzó el proyectil con todas sus fuerzas.

Este, como si tuviera vida propia, cruzó silbando el aire y la distancia que le separaba de su objetivo: ¡El otro jefe! Le dio en plena cara. El principal de los Águilas del Aire cayó de espaldas en el duro suelo a consecuencia del impacto, donde quedó medio ciego por el agua y el barro. Y como ya no le quedaban ganas de contestar, mandar o dirigir, su lugarteniente, previa consulta a los supervivientes, levantó el fatídico pañuelo blanco por encima de sus cabezas.

—¡Hurra! —gritaron sus enemigos a pleno pulmón—. ¡Se rinden sin condiciones! ¡Hurra! ¡Viva nuestro jefe! ¡Tres hurras por Pacorro! ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra! ¡Viva Pacorro!

—Bien muchachos —dijo el primer Tiburón, como no dando importancia a la cosa—, hemos vencido. ¡Venga, ayudemos a los heridos!

Y dando ejemplo empezó a quitarse el barro adherido a sus ropas y al instante le imitaron sus subordinados con evidencias claras de respeto.

¡Pacorro!

Paco Urrea, alias Pacorro, era un muchacho travieso y quisquilloso por excelencia. Cuando se enfadaba, su cara llena de pecas enrojecía hasta las orejas. Pero no era malo, al menos no había malicia en su interior. Era un fruto de las circunstancias y del entorno. Decidido, valiente y arrojado. Vamos, sus travesuras estaban dictadas por el contexto, pero nada más. Claro que la gente no lo sabía porque sólo veían su parte externa como es de suponer. Por eso hacía más de dos años que era el jefe del grupo de zagales que se autoproclamaba Tiburones del Mar, aunque el mar sólo lo habían visto en postales. Un día, en la Cueva de los Secretos, una gruta natural que había en la ladera de una de las montañas de los alrededores, lo habían nombrado por aclamación y por orgullo. Ahora mismo les acababa de ganar una batalla en toda regla ante sus odiados enemigos que, como ya hemos dicho, no eran otros que todos los componentes de la otra gran pandilla del pueblo, que estaba acaudillada por Andrés, alias el Tigre (llamado así por tener los caninos un poco desviados hacia afuera).

Ocurría que cuando un chico era lo bastante mayor para que ingresase en filas, lo hacían decidir hacia un bando u otro. De esa forma, toda la chiquillería del lugar, al menos la que importaba, estaba dividida en dos grandes grupos. Tanto es así y tanta influencia tenían los equipos sobre los individuos, que cuando crecían seguían arrastrando las tendencia del bando al que habían pertenecido. No se sabe el origen de la costumbre, pero se piensa que fue así establecida por unos ancestros muy especiales. Además, se decía que el nombre de los Tiburones del Mar lo había bautizado un marino que había estado en la guerra de Cuba. Algo así tenía que haber sido porque a diferencia de las águilas, que las había en grandes cantidades en los picos de las montañas, el mar, como antes apuntábamos, estaba a centenares de kilómetros del valle. Claro que, a lo mejor, era el fruto de la imaginación de algún iluminado.

De pronto, el vigía que los Tiburones habían destacado en la esquina, dio la voz de alarma:

—¡El cortejo! ¡Qué viene el cortejo!

Al conjuro de aquella consigna, los zagales se olvidaron de sus propios problemas y se aprestaron a recibir a la comitiva con los honores propios de la ocasión:

 

7

Aquella noche, Isabel no pudo apartar de su imaginación los amorosos y cálidos ojos de Alicia. No, ella no estaba acostumbrada a que la trataran con amor verdadero. Ella conocía, o creía conocer el alma humana y se decía que nadie amaba sin más ni más. Por eso, a la mañana siguiente del suceso de la pescadería, se dirigió a la casa de la llamada protestante, dispuesta a aclarar aquella cruel situación de una vez por todas.

Mientras iba caminando pensaba en lo que iba a decir. Pero, a medida en que se acercaba a la choza, sentía perder todas las fuerzas. A cada paso que daba, aquellos argumentos engendrados por el odio se deshacían como azucarillos en la leche caliente. Tanto es así, que al llegar al extremo del arrabal, ya no sabía si seguir adelante o volverse a su casa… Al fin lo pensó mejor y se dijo que debía terminar lo que había comenzado.

—»Entre Alicia y yo —pensó, mientras atravesaba el puente—, hay algo que nos une y nos separa. Tengo que hablar con ella, aunque sea para pedir disculpas.»

Pensando en cómo presentarse allí sin que se notase mucho su interés, llegó a las inmediaciones de la solitaria cabaña y hasta miró con horror y respeto hacia la montaña cortada a cuchillo que se levantaba inmediatamente detrás de la vivienda. Parecía que aquella pared no se acabaría nunca… Y no pudo evitar un estremecimiento al comprobar lo insegura que era la zona; pero ya que había llegado hasta allí, entraría en la casa. Venciendo sus escrúpulos, apartó el trozo de manta que hacía las veces de puerta por aquel entonces y se encontró en presencia de la mujer a quien creía odiar tanto.

—¡Cuánto has tardado!— le dijo sonriente la dueña de la casa al verla aparecer a contraluz.

la pobre Isabel, sorprendida aún por la visión del lugar, la semioscuridad reinante y lo inesperado de la frase, dijo casi sin darse cuenta:

—¿Sabrías que vendría?

—Sí— y en la respuesta no había ningún orgullo.

—Pues, venía…

—Después, después me lo dirás —Alicia la interrumpió con amabilidad—. Deja que primero te enseñe la casa.

El candil de aceite que pendía en el techo en aquella ocasión, ayudado por la poca luz que se filtraba a través de la cortina que intentaba tapar el ventanuco, iluminaba como podía la única habitación de la choza. Aparte de la cama, una mesita y las sillas, no en muy buenas estado y condiciones, había una alfombra vegetal en el suelo y una tosca cruz de madera en la pared que daba a la cabecera del lecho. De manera que Isabel no tuvo más que girar sobre sí misma para darse perfecta cuenta de todo el panorama. Ahora eso sí, había flores en cantidad: Encima de la mesa, en unas macetas al lado de la puerta de entrada, en la alacena… Pero lo que más la impresionó fue la dificultad con que respiraba la niña que estaba acostada y no tanto por el hecho en sí, que no era nada del otro mundo, sino por notar que aún quedaba una fibra de vida en su corazón y que se estremecía sin poderlo evitar ante alguna forma de dolor ajeno. ¿Estaría viva todavía? Pero Isabel no pudo responderse porque Alicia ya le estaba presentando a la durmiente:

—Es mi hija Marta— aclaró.

Se acercaron al lecho e Isabel vio la cara más ingenua y pacífica que había visto nunca. Aquella niña dormitaba trabajosamente después de haber pasado la noche en vela a causa de un inoportuno resfriado… La fiebre le había rosado las mejillas y aclarado los labios más de lo normal. Además, estaba peinada con dos trenzas que le caían sobre el pecho, resaltando algo la idea de estar pidiendo protección… Marta era el prototipo de niña que siempre había deseado tener aquella dura mujer.

—¿Me dejas que la toque?— preguntó a su interlocutora.

Alicia asintió con un gesto y ella, alzando su temblorosa mano, un instrumento de tantas pasiones equivocadas y caricias mal vendidas, apartó el pelo de la cara de la durmiente y rozó su piel con suavidad. Pero la niña se despertó al contacto de aquella mano extraña y la miró llena de sorpresa e interrogación:

—¡La… la he despertado!

—No te preocupes –perdonó Alicia—. Es hora de que tome su medicina. Marta, esta señorita se llama Isabel.

Una sonrisa afloró en los labios de la niña que apenas tenía seis años por aquel entonces.

—»Otra que me ama»— pensó Isabel compungida, y dos gruesas lágrimas cayeron de sus ojos.

Marta, al notarlo, preguntó asustada:

—¡Mamá! ¿La he hecho llorar?

—No, hijita –contestó la propia visitante—, no has sido tú. Han sido mis remordimientos… Es decir… Mira, algún día lo sabrás.

Luego se volvió hacia donde aguardaba Alicia en actitud contemplativa, y exclamó:

—¡Qué feliz eres a pesar de la pobreza!

—Sí, con la ayuda de Dios, nada nos falta.

—Incluso tienes una hija preciosa… ¿Sabes que toda mi vida he soñado con tener una niña como la tuya?

—Me parece normal. Mira, se me ocurre una idea. Si vienes a visitarnos a menudo podrás ser su amiga.

—¿De veras?— se sentía otra persona al lado de aquellas criaturas.

Alicia insistió con el corazón:

—¡Claro que si! Puedes venir cuando quieras…

—Pues, ¡volveré!— terminó Isabel, dándose cuenta de que hacía años que no había pasado un momento tan feliz como aquel. Dejó un poco de dinero sobre la mesa, dio un beso a Marta con la mano y ya iba a traspasar el umbral de la puerta para irse, cuando la voz de Alicia la detuvo:

—¿Y lo que tenías que decirme?

Una sana sonrisa se dibujó en los labios de Isabel, al contestar:

—¡Olvídalo!

Se sentía contenta y al marchar sabía con certeza que ya no odiaba a aquella mujer; es más, que era incapaz de odiarla y que haría muy buenas migas con ella.

Posteriormente la volvió a visitar y aunque su forma de vida no cambió por completo, sí que empezó a superarla. Alicia la aconsejaba con el Evangelio en la mano y la verdad es que, poco a poco, Dios iba ganando terreno en aquel sangrante corazón. Al poco tiempo, se dio cuenta de que no vivía de acuerdo a la voluntad divina y cada vez se le hacía más cuesta arriba seguir con sus actividades.

Por otro lado, y como fruto de sus repetidas visitas a la choza, Isabel llegó a conocer a fondo a la bruja y a sus brujerías, dándose cuenta con horror de que Alicia era víctima de la murmuración y de la poca comprensión del pueblo. Y la amó con toda su alma… A partir de aquel momento, la choza vino a ser como un remanso de paz al que acudía siempre que sus pecados le retorcían la pobre conciencia. Y cuando la madre de Marta cayó enferma, ella fue la que estuvo al pie de su cama hasta que la Sociedad de Señoras eligió a doña Soledad para que la revelase…

Cuando supo su muerte, fue a ver al padre Molinos con resolución. Lo encontró en la sacristía sentado detrás de la mesa de su despacho, revisando los pocos papeles y documentos que generaban la parroquia. En aquellos momentos, la única luz de la estancia provenía de una lámpara portátil que se erguía jorobada sobre la vieja mesa; por eso, el cura, al comprobar la importancia de la visita, se levantó con suma rapidez de su silla giratoria, y encendiendo la lámpara del techo, se encaró con ella:

—¿Qué se te ofrece, hija mía?

—No vengo por mí, padre…

El hombre se quedó un poco desilusionado, pues ya se había imaginado que podía estar a punto de iniciar una gran victoria con el arrepentimiento de Isabel; pero aun así y todo, la animó a seguir:

—Bien, tú dirás.

Ella guardó unos momentos de silencio antes de lograr decidirse. Al fin habló:

—Se trata de… Alicia. ¿No sabía usted que se estaba muriendo?

—Sí, pero no podía hacer nada —se excusó el cura—. He hablado varias veces con ella respecto a la conveniencia de aplicar el último de los sacramentos, pero siempre ha rechazado mi intervención…

—¡Pero ha muerto sin confesarse!— le interrumpió Isabel, dominada a última hora por la seguridad de la religión que aprendió de niña.

—¡Sí, pero ya no puedo hacer nada por ella!— el hombre bajó la cabeza un tanto avergonzado.

—No es justa su actitud. Era una de sus feligreses, un alma de su rebaño.

—¡No! —el sacerdote local se creció unos centímetros al señalar—: ¡No, no! ¡Era una hereje! ¡Y estaba excomulgada para la verdadera Iglesia! No puedo ir ni a su casa, ni al entierro, ni a nada.

—¿No quiere hacer algo por su alma?— suplicó Isabel.

—Bueno, algo sí puede hacerse, pero haría falta encontrar a una persona que se interesase…

—¡Explíquese, padre!

—He pedido permiso a mi prelado para hacer una misa expiatoria y me lo ha concedido. Sólo me falta encontrar a una persona que se haga cargo de los gastos de…

—¡Yo lo haré!— la respuesta de Isabel no se hizo esperar, pues amaba demasiado a la madre de Marta y pensaba que una misa después de muerta no le haría ningún daño.

—Bien, acepto— el cura se volvió lentamente hacia su mesa de trabajo pensando que aunque aquel dinero fuese impuro, era dinero… para una misa expiatoria y ese tipo de misa lo limpia todo. Acto seguido llamó y envió a uno de sus monaguillos a avisar al alguacil y éste, lo hizo saber por todo el pueblo:

—¡Mientras los hombres formen el cortejo, las mujeres deben ir a la iglesia, donde habrá una misa por el alma de la protestante! ¡El padre Molinos hará un sermón!

Y allí estaban…

Hijas, madres y abuelas, todas estaban juntas oyendo la homilía, murmurando o pensando en sus cosas. Isabel, por su parte, estaba recordando todo aquello y además que había prometido cambiar de vida… ¿Lo podría conseguir?

La seca voz del sacerdote se fue haciendo cada vez más inteligible hasta el punto en que entendió perfectamente las palabras del predicador:

—…Porque hay entre vosotras una serie de personas a quienes se les imputa pecados visibles, pero que no os llegan ni al talón de vuestra pecaminosidad. Es necesario que aprovechéis la oportunidad que os ofrezco para hacer un cambio de vida, comenzando en lo más hondo de los corazones hasta el extremo del pelo más largo de vuestra cabeza…

—¡Amén!— sollozó Isabel, sin darse cuenta de que el cura no se incluía para nada en la posibilidad del cambio.

 

8

Don Paco era un rico agricultor que no tenía nada en contra de Alicia. Al revés, recordaba que cuando su mujer tuvo la viruela y la trasladaron a la barraca de las afueras del pueblo que llamaban con flema «Hospital Territorial» a pesar de que sólo tenía dos camas, Alicia la cuidó de forma voluntaria. Nadie más se había atrevido a ir… ¡Ni el médico! Este iba una vez por semana por fuerza mayor y ni siquiera entraba en el recinto, desde la puerta decía a la madre de Marta lo que tenía que hacer. ¡Nada más! Lo que pasó dentro del Hospital nunca se supo, pero lo cierto es que la esposa de don Paco se curó y que en aquellos momentos la tenía oyendo misa con las demás. ¡Eso, él, no podía olvidarlo!

Por eso hablaba bien de ella siempre que podía y jamás perdía la oportunidad de ensalzarla en cualquier momento, tanto si era oportuno como si no. Ah, y no tenía miedo a las murmuraciones porque era una persona muy influyente en la comunidad, porque su personalidad superaba en mucho a la del resto de sus conciudadanos y porque todos le tenían por un hombre íntegro… y rico, muy rico.

Con un golpe de codo, don Matías que iba a su izquierda en el cortejo, le apartó de sus pensamientos:

—¿Eh?— gruño, más que habló, don Paco.

El sereno puso en su cara toda la simpatía de que fue capaz:

—¡Fíjate como anda! La niña va tan tranquila que parece un ángel.

Don Paco asintió con la cabeza.

—¿Qué será de ella? —continuó, don Matías—. Habrá que recogerla…

—Sí, pero… ¿quién cargará con Marta y con su fama? —razonó el padre de Pacorro algo distraídamente—. Ten en cuenta que es hija de una bruja…

—¡No me fastidies, Urrea! —pinchó su amigo el sereno—. ¿Tú también lo crees?

—Es lo que dice la gente— contestó el interrogado sin demasiada vehemencia.

En aquel mismo momento enfilaban ya la calle del Monte avanzando más lentamente de lo normal debido a lo angosta, empinada y retorcida que era. Además, estaba el detalle del barro del suelo… Claro, la calle, como muchas otras, seguía el trazado de uno de los ancestrales arroyos naturales que tenía el lugar y así le iba. Por eso, y porque Marta iba encerrada en medio de la cabeza del cortejo, no vio como los zagales se parapetaban en sus portales respectivos dispuestos a hacer fuego a la menor indicación de sus jefes. Al decir de don Matías, caminaba tranquila pero, también segura y serena. Y cuando el nudo de la garganta se le hacía insostenible, miraba a la caja que iba delante suyo a hombros de los cuatro muchachotes y el ánimo y las fuerzas le volvían de inmediato:

—»¡Adelante! ¡Yo ya estoy con Cristo! ¡Esfuérzate, sé valiente y hazles ver que tu fe es tan sólida como una roca!»

Su madre tenía razón. Toda la razón. Se dio cuenta de que el Cristo que había sido su Rey era el mismo que ella adoraba. Y, ¿cómo temer con esta condición? Levantó un poco más la barbilla y desarrugó en entrecejo sin darse cuenta de que era observada desde todos los ángulos. Aquellos gestos, aquella entereza, aquel saber estar, no podían pasar desapercibidos para varios de los hombres que desde hacía mucho rato estaban pendientes de sus más pequeñas reacciones… Y se maravillaron uno tras otro sin poderlo remediar:

—¡Va tal cual —decía el sereno a su amigo Urrea—, cómo si pensase que su madre está durmiendo.

—¡Eso debe ser!— fue la lacónica respuesta del principal agricultor del pueblo. Una cosa es no hacer nada para dañar a Marta y otra muy distinta demostrar claramente que él estaba de su parte. Habrá que pensar en dar sin enseñar la mano. Claro, tampoco quería que el sereno se formase ideas equivocadas…

La verdad es que Marta tenía la sensación de estar, de encontrarse crecida de la noche a la mañana. Ayer, hacía pocas horas, aún tenía a su madre consigo, de quien dependía… y hoy, estaba sola ante la vida y sola para definir y enfrentarse al porvenir. Por eso se sentía más mujercita… Es verdad que sólo le faltaban unos días para cumplir los catorce años, pero a pesar de ello se daba cuenta de lo que su madre habría representado para ella. Mas, no estaba apurada, no se sentía apurada. De alguna manera confiaba en la voluntad de Dios y sabía que con su ayuda, todo era posible. ¿O no era así? Justo entonces se acordó de que El había prometido amparo a todos sus hijos a través de las palabras:

—»¡No os desampararé nunca, ni nadie os arrebatará de mi seno.»

—¡Gracias, Señor!— dijo ella en voz alta, como en un suspiro.

—»¿De qué dará gracias?»— pensó doña Soledad, y junto a los que también la oyeron, se llenó de sincero asombro. Asombro que creció al punto cuando vieron como los rayos de sol se reflejaban en las lágrimas de jade que no había podido impedir que saliesen al exterior. ¡Jamás habían visto nada semejante! Aquellos toscos labradores estaban alucinados y encogidos… Y lo que era más importante, no podían relacionar aquel cuadro, aquella mirada franca, con poderes ocultos o con trucos mágicos. La cara de la niña resplandecía de paz y bondad… Un poco más y todos querrían protegerla… ¿Seguro que era una bruja?

—»Está enterrando a su madre —pensó don Matías, enjugándose también una lágrima con el dorso de su mano encallecida por los años de trabajo honrado—, y aún da gracias al cielo.»

 

9

Aunque la comitiva iba muy ceñida en torno a los cuatro mozos que llevaban el ataúd, los zagales pudieron ver a Marta por el pequeño espacio que separaba a un hombre de otro. ¡Qué contrariedad! Aquello les iba a hacer cambiar de táctica. Como no podían tirar todos por temor de herir o molestar a sus padres, optaron porque lo hiciera por todos el jefe de los Tiburones. Así, diez manos llenas de barro se tendieron al elegido… Pacorro escogió de entre todos el más pegadizo, el más maleable y… preparó el proyectil. Cuando la niña estuvo a su altura, lo lanzó haciéndole describir una soberbia parábola por encima de las cabezas varoniles…

Marta estaba otra vez pensando en lo dura que era cumplir la voluntad de Dios, cuando recibió el impacto en plena cabeza. Lanzando un grito de dolor, se llevó las manos hacia el lugar donde se había quedado pegada la bola aplastada por la fuerza del choque. El grito de la niña fue coronado enseguida por cuarenta gargantas juveniles que, con más o menos intensidad, aplaudían la puntería de Urrea. Luego, ante el estupor general y sin dar tiempo a ninguna reacción responsable, se desplegaron en ágiles bandadas, huyendo hacia el final de la calleja, por cuya esquina desaparecieron como hacen los tordos ante una descarga de perdigones.

—¡Ha sido tu hijo!— apuntó el sereno a don Paco.

Este, sin decir palabra, lanzó una furibunda mirada hacia el lugar por donde había escapado su hijo espoleado por los alaridos de: ¡abajo la protestante!, ¡qué echen a la endemoniada!, ¡bruja!, que lanzaban sus secuaces.

La comitiva por su parte, se paró sin saber qué hacer ni qué determinación tomar, hasta que doña Soledad, de forma solícita, sacó un pañuelo de su bolso y empezó a limpiar la chorreante frente de la niña mientras era vista y observada por todos los asistentes que habían hecho más o menos un corro. Los porteadores, por su parte, como la cosa podía ir para largo, dejaron su carga en el suelo en espera de nuevas órdenes.

—¡Es inaudito! —dijo por fin doña Soledad, al ver que nadie hablaba ni se movía—. ¡Esto va en contra de nuestras leyes más elementales! ¿Es qué no vais a hacer nada?

—¡Sí, haremos justicia! —gruñó don Pascual, al ver en el incidente un motivo propagandístico—. ¡Les impondré un castigo ejemplar!

—¡No, no…! —medió Marta, entre los hipos y balbuceos—. Perdonarlos… Sin duda, no querían hacerme daño…

—¡Está bien, como quieras!— accedió gustoso el alcalde, pues la posible enemistad de los padres no valía ningún voto despistado. Ya tenía él otros medios de despertar el entusiasmo de sus vecinos por su candidatura… Así que, tras obtener el visto bueno de la mujer que acababa de atender a Marta, a una señal suya, el cortejo reanudó su interrumpida marcha.

Al rato, el médico local quiso justificar la actitud de los muchachos con el que andaba a su lado:

—La verdad es que los chicos tienen razón… Si tenían algo contra Marta, buena es la justicia que repara…

Pero se calló tan pronto como vio la mirada de desprecio del otro. Y siguieron avanzando calle arriba… Pero aquel nuevo sentimiento que algunos habían sentido hacía poco, se estaba consolidando. La sensación de haber estado injustos con Alicia y con Marta removía el corazón de todos los hombres. Aún así y todo, don Pascual, y muchos de los presentes, no acababan de entender la extraña reacción de la niña. ¡Eso de perdonar así como así…! ¡Eso de poner la otra mejilla…! Sólo una persona que ahora no pensaba, la hubiera comprendido: ¡Su madre!

 

10

Ya en pleno descampado, el cortejo se iba acercando al cementerio por momentos. Claro que la última etapa del camino resultó muy difícil debido a lo resbaladizo del firme, pero los esfuerzos tuvieron su recompensa, pues el mal llamado Campo Santo apareció a los ojos de todos al vencer una pequeña colina.

El enterrador ya les estaba esperando en la puerta y cuando llegaron a su altura, la abrió de par en par para dejarles paso.

 

11

Cuando los zagales estuvieron fuera del alcance de la ira de sus mayores, al menos por el momento, rodearon a Pacorro y empezaron a felicitarle efusivamente por el acierto conseguido. Éste, con palabras elocuentes y oportunas, les agradeció su adhesión y el arrojo con que le seguían, aprovechando la ocasión para prometer varias cosas que sabía que eran del agrado común.

Nuevos ¡vivas! y ¡hurras! rasgaron el aire en honor del hijo de don Paco. Por fin, cansado de tantos halagos, les propuso ir a jugar a la huerta de su padre, concretamente a un trozo enorme de soto que tenían sin plantar junto al río… ¡Aquello fue el disloque! La verdad es que en el soto pasaban los mejores ratos de su existencia. Jugaban a todo lo imaginable: Desde piratas e indios a exploradores y galeotes. Y, además, tranquilos. Allí nadie les molestaba. Así pues, aprobaron con gritos de muy diverso calibre la propuesta del Tiburón en jefe y echaron a correr de nuevo por las empinadas cuestas del pueblo en dirección a la Plaza Mayor y al puente de piedra…

 

12

–Es necesario que este pueblo empiece a practicar el amaos los unos a los otros de nuestro Señor Jesucristo —decía el sacerdote en su discurso—. De una vez por todas y para siempre. Ya basta de indecisiones y medias tintas. ¡O se es o no se es! ¡Así sea!

Un amén general coronó las últimas palabras del padre Molinos mientras desaparecía del púlpito para continuar la ceremonia.

—»Al menos –pensó Isabel—, si la muerte de Alicia sirve para conseguir un arrepentimiento general, su Dios estará contento con ella.»

Sí, la homilía había hecho una cierta mella en el alma de las oyentes. La mujer del alcalde, por ejemplo, tenía los ojos empapados por la emoción y otras muchas más se enjugaban las lágrimas furtivamente. Pero había una de ellas, concretamente la madre del médico que estaba sentada a su lado, que echaba fuego por los ojos. En efecto, doña Lucía, no sólo no estaba emocionada por las palabras de buena voluntad del cura, sino que lanzaba miradas de odio y orgullo en torno suyo. Era una beata de genio irascible y no podía entender aquellos hipos en una mujer como la alcaldesa tan cercana a sus ideas. Además, había sido la promotora de la campaña de descrédito contra Alicia y no podía permitirse ciertas libertades. Por eso cogió un disgusto imponente el día en que se enteró de que iba a celebrarse una misa póstuma y hasta intentó anularla por todos los medios a su alcance, pero ni el sacerdote ni el alcalde estuvieron por la labor, y no se dejaron convencer. Y ahora, estas papanatas lloraban, se emocionaban visiblemente ante la posibilidad de tener que amar al prójimo… Por otro lado, recordaba claramente la extraña conversación sostenida con el padre Molinos y ardía de curiosidad por conocer el nombre de la persona que había pagado la misa. Pero, por más que insistió en ese sentido, no consiguió saber el nombre del buen patrocinador o patrocinadora de semejante disparate, y eso la sacaba de quicio. Claro que tenía alguna idea, pues no le faltaban pruebas indirectas para llegar a sospechar de que había sido Isabel la autora del sacrilegio; primero, porque de lo contrario, habría sabido inmediatamente el nombre y sin impedimento alguno, y segundo, por las muecas que habían adornado la cara del cura cuando ella se lo insinuó directamente. Mas, como dicen que de lo perdido saca lo que puedas, intentó aprovechar la incógnita e insinuó a las que estaban a su lado que era ella, precisamente, la autora de aquella caridad. Sabía, sin lugar a dudas, que Isabel no protestaría jamás su gesto ni en el caso de que llegase a enterarse de la suplantación.

Así que, casi al final del servicio religioso, se aprestó a recibir los parabienes de sus amigas. En efecto, todas le lanzaban miradas de aplauso y movimientos afirmativos de cabeza. Hasta la propia alcaldesa le estrechó la mano con un vano gesto de muda aprobación, detalle que sirvió para colmar el vaso de su vanidad.

Al cabo de unos momentos, un coro infantil en el que predominaban las niñas, anunció cantando que el padre Molinos ya estaba frente al altar Mayor…

 

13

Ahora, al traspasar el umbral del cementerio, es cuando Marta sintió un poco de miedo. Veía las tumbas, lápidas y mausoleos que se erguían a su paso y pensaba que cientos de ojos cadavéricos se estaban clavando en sus espaldas. Sin querer, se aferró aún más a la mano de doña Soledad, a la par que lanzada furtivas miradas a los delgados cipreses que crecían de trecho en trecho a lo largo del camino.

La mujer del boticario, al darse cuenta, le susurró ánimos consiguiendo que la niña caminase algo más tranquila.

Se acercaban ya al lugar destinado para enterrar los restos de Alicia, pues se veía el hoyo recién abierto en la tierra de uno de los rincones exteriores del área del campo Santo. Y mientras los mozos descargaban la caja en el suelo con algún miramiento, y se secaban el sudor, Marta preguntó a doña Soledad en un aparte:

—¿Ahí la van a enterrar? —y al ver que el rincón no crecía ninguna cruz, continuó—: ¡Ahí nunca han enterrado a nadie!

—Es que van a ponerla fuera de la tierra santa— explicó, doña Soledad.

—¿Por qué?

—Porque tu mamá era una here… —en vista de que iba a meter la pata, doña Soledad suavizó la expresión—: Era protestante y la costumbre dice que no puede enterrarse con los santos.

Marta protestó débilmente con un sollozo y quiso saber más, pero se quedó paralizada al ver que los hombres estaban pasando dos cuerdas por debajo del ataúd que encerraba el cuerpo de su madre y les dejó hacer. ¿Qué iba a conseguir preguntando más? ¡Nada, nada! Así que se quedó mirando como los mozos bajaban la caja poco a poco, hasta conseguir apoyarla en el fondo de la fosa que habían elegido para que Alicia descansase hasta que la trompeta del Señor la llamase de nuevo a su presencia.

 

———

CAPÍTULO TERCERO

UN PUEBLO DE SANTOS

  1

Pacorro y Andrés el Tigre, al frente de la desbandada masa de torvos zagales, se iban acercando rápidamente al codiciado lugar de recreo.

Justamente en aquellos momentos, cuando la caja de Alicia tocó fondo, avanzaban por la carretera en dirección al sur, hacia uno de los principales meandros que formaba el río antes de morir en el río Cinca, hacia el soto de los Urrea…

Como corrían pensando en lo bien que se lo iban a pasar, no se dieron cuenta de las escenas que se levantaban a su alrededor: La mayoría de los árboles que crecían a ambos lados de la maltrecha vía de comunicación, ofrecían un aspecto lastimoso. Sus hojas y ramas se habían venido abajo en una proporción aterradora. Tanto es así, que casi todos presentaban sus muñones al cielo como protestando por haber perdido sus adornos perennes. Pero aquello para los chicos era como si no hubiese pasado nada de nada. Entretenidos en saltar los charcos de agua sucia que cubrían los innumerables baches de la carretera vecinal, no eran capaces de ver ni un burro que estuviese volando. Galopaban sin otro pensamiento que llegar cuanto antes al soto de Pacorro y no les importaba en absoluto la loca desolación ambiental. Mejor dicho, ni la veían ni la sentían. Y así continuaron un buen trecho… Justo hasta la vuelta de un recodo… !Y se dieron de morros con uno de los chopos centenarios del soto que estaba cruzado en el camino abarcándolo todo! El asombro general sí que los paró. Inmediatamente empezaron a rodear al gigante abatido por la tormenta y, por un momento, cesó toda algarabía ante la grandeza y el simbolismo de lo ocurrido… Claro que ellos miraban el hecho de forma muy particular: Aquel árbol sólo parecía una gran araña con la que podían jugar. Pero lo cierto es que sus enormes ramas ocupaban un espacio inmenso y aplastaban con su peso a todos los arbustos y pequeños arbolitos que habían crecido a su sombra. ¡Era el precio al vasallaje…! Sus raíces, tan gruesas como las piernas del muchacho más fuerte del lugar, estaban al descubierto y a merced de las caricias de la brisa matinal. ¡Allí dónde habían estado agarradas con avaricia, sólo había un cráter…!

Al rato de mirarlo como un objeto raro, extraño e incluso después de jugar al escondite entre sus ramas, los chicos dejaron de considerarlo como un caso aislado y todos empezaron a fijarse en los alrededores, dándose cuenta por fin de los estragos producidos por la tormenta de la noche anterior, aunque, eso sí, siempre de forma relativa y de acuerdo a sus propios intereses.

Y una cierta desazón se adueñó de ellos…

Desazón que hubiese precipitado los acontecimientos de no producirse un imprevisto. En efecto, al oír gritar a un águila con voz y ánimo alterados, se olvidaron del mundo y sus preocupaciones:

—¡Mirar! ¡Ahí hay un avispero!— y al decir esto señalaba febrilmente con el brazo a una de las ramas abatidas.

El tono festivo de la voz y el simple hallazgo fueron los detonantes del cambio de actitud. ¡No en vano eran los enemigos mortales de todas las avispas! Así que, sin más preámbulos, cada uno se armó como pudo con las mejores piedras que pudo encontrar y cargaron en masa contra el dormido refugio apicultor acribillándolo en breves instantes. No es de extrañar, pues, que los pocos insectos que aún estaban dentro saliesen al aire enfurecidos. ¡Aquello ya era demasiado, primero su casa se había venido abajo y ahora estaba siendo destruida! Así que no lo dudaron y cargaron a su vez contra los chicos creyéndolos culpables de todas sus desventuras.

Y al sentir los primeros picotazos, nuestros aguerridos zagales huyeron en franca retirada carretera adelante, olvidándose del prestigio de luchadores naturales… Hubo de todo. Los que habían sido alcanzados por la justicia de los insectos, se pusieron barro en el lugar de las picaduras sin dejar de correr y así notaron un cierto alivio. Pero los que habían salido indemnes de la prueba por su rapidez o destreza, se rieron gustosos de su nueva travesura y de los males ajenos y más cuando vieron que las vengativas y pesadas avispas abandonaban el campo desorientadas.

Pronto se olvidaron todos del árbol, del avispero y de las avispas, pues, en aquel momento, Pacorro cogía un atajo que les llevaría directamente al soto de su padre.

En fila india, pues la senda no daba para más, los chicos siguieron a sus jefes camino del paraíso local.

 

2

La tierra había ocultado ya por completo la caja de madera de pino que contenía el cuerpo de Alicia, cuando Marta, sin poderse contener, quiso avanzar un poco hacia adelante, hacia el foso.

La mujer del boticario la contuvo:

—Quiero despedirme de mamá— se justificó la niña.

—Después, ya lo harás después.

Los demás, ajenos a estas inquietudes infantiles, miraban fijamente al montón de tierra que creía sin parar y cuando la última palada estuvo en su lugar y el enterrador se sentó a descansar, todos respiraron con más tranquilidad.

—»¡Por fin! —pensó más de uno—. ¡Ya está hecho! ¡Se acabó para siempre la brujería!»

—»Es una pena que se acabe todo —pensó por su lado el sacristán—, aunque se me acaba de ocurrir una cosa que no sé.. ¡A lo mejor aún puedo seguir en racha!»

Aparte de pensar como lo estaban haciendo, unos y otros, estaban situados alrededor de la fosa formando un gran semicírculo, codo con codo, como si tuviesen miedo de que Alicia pudiese escapar en caso de resucitar. Marta y doña Soledad, por su parte, estaban en el otro extremo, en la parte abierta del círculo… Nadie se movía ya, como si esperasen algo… Y ocurrió, vaya si ocurrió. Marta, muy cerca de la tumba (la mujer del boticario la había dejado avanzar, pues ya no existía peligro alguno), miró a su alrededor y viendo los semblantes serios de los presentes, les preguntó con ingenuidad:

—¿Y la cruz?

El silencio se hizo más denso y hasta parecía que podía cortarse.

—¿No han traído una cruz, señora Soledad?— la niña se encaró con la mujer.

—Pues… no sé. Habrá sido un descuido— acertó a decir ella, tratando de dulcificar la tirantez de la escena.

—¡No! ¡No ha sido un descuido! —chilló el médico sin poderse contener por más tiempo—. ¡Ella era una bruja y ningún hereje puede llevar la cruz!

Un murmullo de asentimiento se escapó de las gargantas de los presentes, obligando a la mujer del boticario a decir indignada:

—¡Señor Santos, por favor…!

—¡Bah! —la interrumpió éste, al darse cuenta de que era bien escuchado—. ¡Ya estamos cansados de fingir!

—¡Eso! —subrayó Blas, que estaba justo a su lado—. Demasiado hemos hecho todos por ella… ¡Tendríamos que haberla quemado!

Papá Sereno, al ver la tristeza que producían estos razonamientos en el ánimo de Marta, exclamó:

—No debemos ser crueles innecesariamente… ¡La niña está delante!

Aquellas amables, pero enérgicas palabras, convencieron al alcalde:

—¡Silencio todo el mundo! —gritó con dureza—. ¡Qué nadie diga una palabra más!

Pero al ver el gesto remolón de la mayoría de los presentes, terminó por ceder:

—…Aún estamos en el cementerio.

Los hombres callaron inmediatamente al ver el gesto de picardía con que su máxima autoridad había remachado las palabras. Como mínimo, ya tenían la promesa de hacer lo que quisieran en otro lugar y en otro momento.

—Marta… créenos, no podemos hacer nada más.

—¡Gracias por todo, señor Pascual! Son ustedes muy amables.

Había tal amor y tristeza en las palabras de la niña, que el alcalde y varios de los presentes volvieron la cabeza avergonzados, sintiendo por segunda vez, que se les hacía un nudo en la garganta. Luego Marta, prescindiendo de ellos, avanzó un poco más hacia la tumba, y habló con su madre alto y claro:

—No te han puesto una cruz porque se creen que no la predicabas. Creen que no la mereces… ¡y has muerto por el Evangelio! No temas, yo la pondré sobre la tierra que te cubre para que todos ellas puedan ver el símbolo de tu vida: ¡Morir por vivir como Cristo!

¡Dicho y hecho! Antes de que nadie interviniera, recogió dos ramitas del suelo, que de tanto estar en él ya daban signos de podredumbre, se rasgó un volante de la falda y las unió cruzándolas entre sí. Se acercó más al montículo y clavó la tosca cruz en lo más alto del mismo. Nadie podía respirar ni se atrevía a romper el silencio, cómo esperando algo más:

—Los hombres no han reconocido tu sacrificio, pero yo haré que mi vida sea una continuación de la tuya para que un día, el pueblo entero venga a cambiar esta cruz por una de verdad.

Después, clavando sus rodillas en la tierra húmeda, alzó su voz a los cielos mientras sus acompañantes se miraban unos a otros sin saber que hacer. Pero empezó el padre de Pacorro… Y poco a poco, le imitaron todos. Dejándose caer en la dura tierra, doblaban una rodilla o las dos, como queriendo participar de la oración que taladraba sus oídos:

—Padre nuestro, que está en los cielos. Santificado sea tu Nombre. Sea hecha tu voluntad en la tierra como es hecha en el cielo… Te doy gracias, Señor, por esta oportunidad que tengo para alabarte en presencia de tanta gente. Haz que la muerte de mamá sirva para engrandecer tu reino aquí en la tierra… ¡Ten compasión de todos nosotros!

El «por Cristo Jesús, amén», fue casi un sollozo que salió de lo más profundo de su alma… Y nadie se atrevió a contradecirla en aquel ambiente de santidad y tuvo que ser la señora Soledad, una vez más, la primera que secundó la oración:

—¡Amén!

Otras veinte voces se dejaron oír como en un susurro:

—¡Améeen!

Sólo los más reacios, avergonzados y dolidos, no dijeron nada. Es más, se limitaron a morderse los labios y luego, unos y otros, se levantaron despacio al ver que la niña ya hacía otro tanto.

Pero no sabían que hacer con las manos…

—Yo no quería arrodillarme —dijo Blas al oído del médico con voz queda—. Me ha empujado algo invisible.

—También a mí— le atajó Santos, siguiéndole la comedia. Pensaba en cómo aprovechar aquella idea…

Mientras, todos presentían lo irreal de la situación y la paradoja del cuadro que estaban representando, hasta que Marta rompió el encantamiento poniéndose a llorar. Por fin, las emociones del entierro, largamente contenidas, habían podido con ella. Se refugió en los brazos amorosos de la mujer del boticario y sin volver la cabeza atrás, empezaron a andar juntas hacia la salida del cementerio.

Los hombres las siguieron en filas de a dos. Algunos no pudieron resistir la tentación y avanzaron mirando de reojo a la tumba de Alicia, como temiendo aún alguna extraña manifestación de la fallecida. Por cierto, éstos fueron los que más tarde juraron haber visto salir llamas de fuego…

Marta, ajena a los temores y malas artes que se forjaban o mascaban a sus espaldas, iba pensando que acababa de consagrar su vida a Dios y que éste había aceptado su ofrenda…

 

3

Todos los hombres del pueblo se sentían más tranquilos, aunque guardaron lo que habían visto en lo más profundo de sus duros corazones. Desde luego, la mayoría de ellos pensaban que habían aprovechado bien aquel domingo… Aún no eran las ocho de la mañana y ya estaban libres de la engorrosa ocupación que les había tenido en vela toda la noche. Claro que tampoco estaban acostumbrados a ir a los entierros a aquella hora tan intempestiva, pero la orden de su alcalde no ofrecía dudas y no habían tenido más remedio que acatarla.

Acerca de esto, el secretario había preguntado a don Pascual el día anterior:

—¿Por qué la quieres enterrar a esa hora?

—¡Para que no haga propaganda después de muerta!— fue la escueta respuesta que, además, no admitía ni dudas, ni aclaraciones ni ampliaciones sobre el mismo tema.

Lo que no entendía el escribano es el por qué del cortejo. Si no se quería propaganda, ¿por qué se había mandado a todos los hombres que se uniesen a la comitiva? Pero cuando tuvo el valor de exponer estos razonamientos, en contra de la lógica más pura, fue atajado por su superior:

—¡Limítate a tus ocupaciones!

Mas el secretario, que era muy corto, aunque muchos sostenían lo contrario, siguió erre con erre con su idea, y al salir del pobre cementerio cerca del alcalde, aprovechó la ocasión para insistir de nuevo:

—Señor Pascual, han venido todos… ¡Buena propaganda!

La mirada asesina que recibió como premio a su seco sarcasmo era de las que hacen época, por lo que, nuestro hombre, haciendo una graciosa reverencia, se apresuró a ganar su puesto inicial en la fila. Después, fue levantando acta del acontecimiento con todos sus incidentes. Por eso, al bajar hacia el pueblo, entremezclado con la comitiva y apretando bien sus apuntes en el fondo de su cartera, iba pulsando la opinión general:

—¿Qué…? —primero le preguntó a don Matías—. ¿Qué le ha parecido?

—Muy bien, Jaime —le contestó el sereno—. Creo que ha sido todo extraordinario.

Al hacer la misma pregunta a don Paco, éste contestó:

—Sí, me parece que de hoy en adelante veremos cosas increíbles. ¡Esa Marta es una muchacha con temple!

Y así, correteando de grupo en grupo, preguntando a quien iba a darle respuestas positivas, Jaime, el escribano, el secretario del Ayuntamiento local, sacaba sus propias conclusiones que siempre redundarían en beneficio del acta cuando la pasase en limpio.

 

4

Con la bendición final, acabó la misa de expiación de los pecados que Alicia podía haber cometido en vida. Por eso, cuando el padre Molinos se retiró a descansar a la pobre sacristía, las mujeres se aprestaron para salir del templo. Claro que, dentro de un orden. Al igual que hicieron a la entrada, permitieron que la alcaldesa y su cohorte saliesen las primeras. Así, sabedora de su valía real, doña Antonia desanduvo el pasillo central con la cabeza alta y el orgullo a flor de piel… Mas cuando llegó a la altura del banco que ocupaba Isabel, sin poderlo evitar, se paró unos instantes y le lanzó una mirada de desprecio tan ostentosa que no pasó desapercibida para nadie.

Isabel, debido a la semioscuridad reinante, no pudo leer o interpretar bien el verdadero sentido de la regia mirada. ¿La había mirado con lástima, con odio o, simplemente, con gratitud? La verdad, no lo sabía. Pero lo bueno del caso es que realmente no le importaba. Quizá en otro momento se habría plantado con los brazos en jarras y le habría devuelto la mirada con creces, pero hoy, ahora… ¡No! ¡Acababa de prometer un cambio de vida y aquel instante era tan bueno como cualquier otro para empezar!

Por eso, cuando todas las mujeres abandonaron el lugar, ella lo hizo a su vez. Despacio y con la cabeza muy baja recorrió las empedradas y solitarias callejas en dirección a su casa. Iba distraída. Tanto, que ni siquiera se dio cuenta de que muchas de las mujeres que la habían precedido, la miraban al pasar murmurando por lo bajo. Isabel, ni veía ni oía nada. Sólo pensaba intensamente:

—»Ya casi he pagado la deuda que tenía con Alicia… —y continuó hablando consigo misma—: Aunque la verdad, me ha costado lo mío conseguir que el entierro fuera digno.»

Desde luego, justo es decirlo, ahora se sentía un poco avergonzada por haber tenido que recurrir a todas sus habilidades para convencer al alcalde para que así fuese.

—»Ella me amaba y tenía que demostrarle mi gratitud y mi agradecimiento de alguna forma. Quizá desde el cielo se avergüence del procedimiento, pero de lo que tengo le doy.»

Llegó a su casa y se dejó caer en el sofá con gesto de cansancio.

 

5

Mientras tanto, en la sacristía, el cura preguntaba a sus acólitos:

—¿Dónde está Blas?

—Nos ha dicho que iría al entierro, padre— le contestó el monaguillo más vivaracho de los dos.

—Bien. Entonces, acércate a la torre y avisa de que la ceremonia ha terminado.

—¡Sí, padre!— y el zagal desapareció velozmente por la puerta de la estancia.

—Y tú —ordenó al otro—, ayúdame a desvestirme.

Y empezó a quitarse la ropa que había usado en el oficio religioso.

 

6

El soto de don Paco era una cañada de unos dos Km. de largo por medio de ancho, bañada por el río que corría paralelo a una de sus estrechas márgenes. El suelo era fértil aunque no se usaba más que para el pasto caballar debido a las inundaciones a las que estaba muy expuesto. Aunque, claro, los chicos lo utilizaban a su manera… ¡para jugar a sus anchas! Lo malo es que cuando el Alcanadre bajaba crecido, el área total de juegos se reducía de forma considerable.

¡Y ahora se oía rugir aquel río de una manera que daba escalofríos!

Todos los zagales se iban acercando a su destino a todo correr, siguiendo las trilladas sendas que unían al soto con los principales caminos vecinales, cuando se toparon de golpe con su entrada principal… y se quedaron clavados en el suelo: ¡No podían creer lo que estaban viendo!

¡El soto!

Sí, pero esta vez no les pareció el enjambre de verdura y color de siempre, sino más bien un desolado campo de batalla. Aquí y allí, en toda la extensión que alcanzaba su vista, los centenarios gigantes arbóreos estaban en el suelo. ¡Arbustos, matojos y toda clase de hierba, estaban segados a flor de tierra! Y para acabarlo de arreglar, la mayoría de su superficie estaba cubierta por el río. Un río revuelto y amenazador. Un río que se arremolinaba al encontrar cualquier obstáculo, ya fuese mineral o vegetal. Un río de color marrón oscuro… ¡Un río que arrancaba y arrastraba sin esfuerzo a muchos de los matorrales y pequeños arbustos que habían crecido a sus expensas!

Miraron con estupor a su alrededor y entonces se dieron cuenta de la gran catástrofe, pues todo el campo ofrecía el mismo aspecto:

Aquí, una parcela de alfalfa agostada completamente. Y allá, un maizal del que no quedaba en pie ni un solo tallo… Hierbas aplastadas por el peso del barro… Árboles frutales con ramas desgajadas, encinas y chopos calcinados… Enseres de cocina enredados en los juncos y hasta algún pequeño animal con las patas al aire…

¡Todo parecía muerto!

—Me parece que nuestros padres —dijo Pacorro, en medio de un silencio impresionante, roto tan solo por el rugido del río—, en vez de ir al entierro de la protestante, debieran de haber venido al de la huerta.

—Tienes razón —ratificó el Tigre—. ¡Tenemos que avisarles!

—¡Ha sido la venganza de la bruja!— gritó un mozalbete lleno de pecas.

—¡Sí! ¡Tiene que haber sido ella!— secundó un pelirrojo.

—No puede ser —medió un tercero, tímidamente—. ¡Si está muerta!

Y varias opiniones por el estilo fueron puestas en franca consideración, hasta que Pacorro terminó, lleno de fuerza sagacidad:

—¡Ya lo tengo! ¡Ya sé lo que ha pasado!

—¿Qué?

—¿El qué?

—Pues que… ¡Alicia ha traspasado a Marta todo su poder y tenemos una nueva bruja!

—¡Eso es!— gritó uno.

—¡Eso debe ser!— gritaron varios, no tanto por estar bien convencidos por el argumento, cómo por haberlo dicho, propuesto y desarrollado por el propio Pacorro—. ¡Vayamos a avisar a nuestros padres!

—¡Sí, correr, que el asunto no puede esperar!

Y a la máxima velocidad que les permitían sus piernas, se volvieron todos al pueblo dispuestos a poner en claro la destrucción de la huerta y su posible culpable.

 

7

Ana Trigales comentaba con su madre el posible porvenir de Marta. Se dirigían hacia su casa, que era una de las mejores y mayores del pueblo, recién salidas de la iglesia.

—¿Crees que Marta será igual que su madre?— quiso saber Ana.

—¿Una bruja?

La joven asintió con la cabeza.

—No lo sé —continuó su madre—. Esas cosas con muy raras. Aunque es posible que así sea.

—Pues nos va a ser difícil encontrar un trabajo para ella— exclamó Ana, con disgusto.

—Tranquila. Ni tú ni yo podemos hacer nada. Hay otros ricos en el pueblo… ¡Qué se cuiden ellos!

—Sin embargo, creo que nuestro deber sería protegerla —musitó ella tozudamente—. Ya has oído al padre Molinos.

Al ver la insistencia y razón de la niña mimada, su madre consistió al fin:

—Está bien, Ana. Convocaremos otra reunión de señoras como la anterior y trataremos de su porvenir, aunque no te garantizo nada.

—Así me gusta que seas, mamá— y premiándola con un sonoro beso, la niña desapareció escaleras arriba, camino de sus habitaciones. Estaba contenta de tener la casa que tenían, herencia de su difunto padre, y de la forma de ser y de actuar de su madre.

—»Es una buena mujer —pensó mientras se desvestía—. Siempre aprovecha todas las oportunidades que tiene para distribuir nuestra fortuna entre los más necesitados de Ballocinca.»

Pero lo que realmente pasaba es que doña Gertrudis, que así se llamaba la madre de Ana, no desembolsaba ni un sólo céntimo suyo en las obras de caridad en las que intervenía. Su trabajo consistía en organizar las reuniones que tenían las mujeres de vez en cuando… ¡Y el poco dinero que repartía era el de la Sociedad!

Esta Sociedad se formó cuando Isabel llegó al pueblo con la finalidad de contrarrestar su nefasta influencia. Mas, como esto no lo pudieron conseguir de entrada, al menos de momento, aprovecharon las reuniones para hablar de modas, chismes o pequeños problemas sociales. De allí salió la idea de acompañar a Marta durante aquella larga noche de sábado y que doña Soledad fuese elegida para llevar a cabo semejante obra de misericordia. El cuadro de honor de la Sociedad, que llamaban pomposamente: «Círculo Social y Benéfico», estaba dominado, claro está, por doña Antonia, doña Lucía y doña Gertrudis, las cuales copaban los cargos de presidenta, secretaria y tesorera respectivamente.

Por eso, la madre de Ana Trigales pensó, mientras se cambiaba de ropa, que tendría que ir a ver a la alcaldesa y concretar el día y la hora de la próxima reunión e intentar que esta tuviese lugar cuánto antes.

 

8

Marta, doña Soledad y los hombres que las estaban acompañando, ahora en francos grupos y charlando de las cosas banales, se dirigían al pueblo subiendo y bajando las lomas que lo circundaban. De esta forma, pronto se les apareció con todo su esplendor. A la sazón, estaban parados en la cima de un montículo situado al norte del mismo, desde donde se disfrutaba una vista maravillosa.

—Doña Soledad —exclamó Marta, señalando hacia abajo, hacia Ballocinca—, Mire, ahí nací. ¿Verdad que es bonito?

La verdad es que el pueblo, visto desde aquella altura y en una mañana en la que ya no había ni una pizca de niebla, barrida por los rayos solares, parecía vestido de todos los colores…

¡Todos se pusieron a señalar sus casas respectivas!

—Mira, aquella es la mía— decía uno.

—Y aquella otra de más allá, la mía— respondía el otro.

La mujer de boticario, queriendo animar a Marta con un poco de distracción, le preguntó:

—¿Y tú casa? ¿Dónde está tu casa?

—¡Ay, doña Soledad! —contestó la niña, mirándola con sus tiernos ojos—. Mi casa no está en este mundo. ¡Está en el cielo y me la hecho el Señor Jesús…!

—Sí, claro… claro… —tartamudeó la pobre mujer—. Pero me refería a la del arrabal… a la del pueblo.

—¡Ah, esa! Se trata de la que hizo mamá.

La mujer asintió con la cabeza viendo con alegría como Marta entraba en derroteros que ella podía seguir y quizá orientar más adelante. Así que una sonrisa afloró en su bondadoso rostro al ver como la niña señalaba el extremo más distante del pueblo, diciendo:

—¡Mire! ¡Allí está! ¡Mire como brilla su tejado de uralita!

—Sí, sí, ahora ya la veo— acabó su interlocutora llena de simpatía.

Todos, incluso los más reacios, se unieron en la vista y contemplación del pueblo con un cierto orgullo, pues no se cansaban de afirmar que Ballocinca era el lugar más rico e influyente de toda la cuenca. La historia del mismo se remontaba tanto hacia atrás que ya nadie sabía cómo fue fundada ni quién fue su fundador. Claro que en cierto desfiladero, un poco al oeste, se descubrieron restos de un cementerio árabe, pero aquel hallazgo no suscitó ni el interés ni la curiosidad de los tranquilos habitantes. Las casas, formando un conjunto poco armónico y hasta cierto punto caprichoso, se levantaban al lado de las no menos toscas callejas, cuyo empedrado real estaba formado por grava, tierra apisonada y piedras del río. Lo único que sobresalía de aquellas construcciones de barro cocido y adobe, muy pocas estaban edificadas con piedra, eran las fachadas pintadas groseramente con cal…

Como ha quedado dicho, las calles estaban empinadas porque el pueblo estaba edificado sobre pequeñas lomas en su mayor parte, pero al irse ensanchando debido al aumento de la población humana, tuvo que medrar sobre las pendientes circundantes, por eso las calles se trazaron siguiendo los cauces de los riachuelos. Recientemente, y coincidiendo con el nombramiento del alcalde actual, don Pascual, se realizaron grandes obras en la comunidad, resaltando, entre otras, el alcantarillado de las principales calles y el agua corriente dentro de las casas.

Aparte de alguna que otra plazuela, el lugar cuenta con dos plazas principales:

La Mayor, donde están ubicados el Ayuntamiento, la casa Cuartel de la Guardia Civil, la cárcel, ahora vacía y desocupada, y varias casas particulares más, entre las que destaca la posada “El Lobo” que ya conocemos y que no sólo es la más importante del pueblo, sino de todo el contorno.

Y la de la Iglesia. En ella se levanta, como ya lo indica su nombre, la iglesia mayor de la villa, la cual es de un estilo indefinido por haber sido restaurada varias veces con poco respeto hacia el original. Junto a ella, se eleva la torre que guarda el campanario y la campana «María», llamada así, claro, porque fue fundida en la capital en honor a la Virgen, pagada por buenas limosnas de indianos arrepentidos y llevada hasta allí a hombros de peregrinos. También, como en el caso de la otra, unas casas particulares cerraban el círculo, aunque habían menos porque la iglesia necesitaba mucho espacio.

Como es natural, los corrales estaban hacia las afueras de la población, en donde se guardaban y criaban muchos de los animales caseros que no cabían en las cuadras y azoteas de las casas.

Alrededor del pueblo, y como guardándolo, habían unas montañas colosales, con cortaduras a pico de más de sesenta metros de altura. Estas montañas, inyectadas de pastos, pinos y abetos en toda la extensión de sus laderas y faldas, eran el pulmón del pueblo.

En cuanto al valle, falta decir que sólo tiene dos salidas naturales que no son otra cosa que las vías de paso y comunicación de que dispone. Por lo demás, el pueblo está aislado por completo y abandonado a su suerte.

Quedan los ríos… Como las carreteras son dos: El más grande, baña al pueblo longitudinalmente de norte a sur por decir algo aproximado y el más pequeño, un simple riachuelo que sólo recoge el agua que nace y sobra en las montañas cercanas, divide a la población en dos partes desiguales antes de desembocar en el otro. Una de las partes forma el grueso del pueblo, la otra el arrabal donde hemos conocido a Marta… Un poderoso puente de piedra cruza el río más importante, uniendo a la población con la huerta, con una enorme planicie que las montañas han respetado, sirviendo también de enlace con la carretera y con la plaza Mayor. En este puente, y en la misma entrada del lugar, se levanta un poste mellado por el tiempo que anuncia a todo el mundo el nombre del pueblo:

¡Ballocinca!

En el otro río, en el pequeño, también hay un puente, si se puede llamar así, que une el arrabal con el resto de la población…

Las pocas personas que lo pueblan con las más humildes del pueblo y ni tienen huertas de regadío ni parcelas de secano (normalmente situadas en las partes altas y planas de las montañas). Y casi todos los varones trabajan de jornaleros en las haciendas de los más privilegiados y las mujeres lavan la ropa de las demás familias que pueden pagarse ese lujo con una pequeña remuneración y la poca comida. Cuando los gitanos y zíngaros visitaban la zona, de tarde en tarde, eran enviados sin contemplaciones a una reserva que existía en la parte más extrema y dura del arrabal… Allí, en medio de barracas medio destruidas y corrales reventados, justo donde empezaba la ladera de la montaña, se encontraba la casa que Marta indicaba a doña Soledad desde la cima del cerro que se levantaba al otro lado del pueblo.

Ahora bien, dejando aparte las circunstancias reseñadas, la niña estaba muy orgullosa de la casita. Bueno, la había levantado su madre con sus propias manos y ella misma había colaborado en la confección de la argamasa y el mortero. La había visto crecer palmo a palmo, piedra a piedra, ladrillo a ladrillo, y por eso la quería tanto. Cuando, ayudadas por algún vecino tan pobre o más que ellas, pusieron el techo y por fin pudieron dormir resguardadas, su madre le compró algunos caramelos para festejar el acontecimiento. Después se habían arrodillado juntas en el suelo y habían dado gracias a Dios… ¡Qué feliz había sido con su mamá! La había mandado al colegio mientras ella trabajaba para las dos y ahora se encontraban lejos y separadas…

Marta, al recordar aquellas vivencias tan íntimas, sintió una punzada de angustia en lo más profundo del corazón. Mentalmente vio a su madre cuando, con cara sonriente, la besaba cada noche al irse a dormir y se dijo que aquello no podía morir pues tenía sabor eterno… ¡Sabía que el espíritu de su madre estaría siempre con ella desde las estancias superiores!

—Marta, ¿quieres venir esta noche a dormir a mi casa?— preguntó doña Soledad, sacándola de su ensimismación.

—¿Eh? ¡Ah, gracias señora, pero me gustaría quedarme en mi casa!

—¿No tendrás miedo?

—Creo que no— contestó sonriendo la niña.

—¡Está bien!— terminó por decir la mujer del boticario o farmacéutico, y se limitó a continuar bajando a su lado sin hacer más comentarios. La verdad es que si Marta hubiese aceptado, la habría puesto en un aprieto. No podía tomar decisiones de aquella índole sin consultar con la junta del Círculo Social y Benéfico. Por eso se quedó pensativa.

Por su parte, Jaime el escribano hacía rato que iba detrás de ellas intentando entablar conversación sin conseguirlo. Al verlas calladas y cabizbajas, pensó que había llegado el momento oportuno. Así que se adelantó algo tímidamente e insinuó:

—Doña Soledad, ¿me permite…?

—¡Ah, don Jaime —dijo ella agradeciendo un poco su intervención—, diga, diga…

—Quisiera hablar con Marta, si no es molestia, claro.

—Ella es quien debe decirlo— medió la señora.

—¿Y, por qué no? Dígame señor, ¿qué quiere de mí?

—Pues, verás… —el hombre se atragantó un tanto al notar en su cogote las interrogantes miradas de todos sus vecinos—. Soy el secretario del Consistorio y vengo en gestión oficial.

—¿En gestión oficial?— preguntó algo extrañada doña Soledad.

—Sí —contestó el largo chupatintas del Ayuntamiento— Su madre, que en gloria esté…

—¡Está, está!— le interrumpió Marta, porque estaba muy segura.

—Sí, pues, ejem, que en gloria está —concedió el señor Jaime no muy convencido—. Resulta que hace pocos días vino a verme con un sobre cerrado y me dijo que te lo entregase cuando ella… en fin, cuando ella…

—Venga Jaime, veamos de que se trata— intervino doña Soledad, nerviosamente.

—Sí, sí, ya voy… —dijo nuestro hombre, rebuscando en su cartera. Por fin, extrajo de ella un gran sobre cerrado y se lo entregó a la muchacha, diciendo—: ¡Aquí está! —y hasta parecía que se libraba de un gran peso—. Si ya no me necesitan, me retiraré… es que tengo algunas cosillas que hacer y…

—¡Gracias! –dijo Marta, con mucha sencillez—. ¡Gracias don Jaime, es usted muy bueno!

—Cumplo con mi deber —terminó por decir avergonzado el timorato individuo al tiempo que se retiraba hacia las posiciones de sus compañeros que no dejaban de mirarlo torvamente.

Mientras tanto, la niña, había dado la vuelta al sobre y estaba leyendo en su reverso:

—»A Marta.»

Y más abajo:

—»De su madre.»

Lo abrió precipitadamente y sacó de su interior varias hojas dobladas con cuidado. Las desdobló todas con impaciencia y leyó el encabezamiento de la primera:

—»Hija mía, esta es mi historia…»

—¡Ah! —exclamó en voz alta, al ver el interrogante gesto de la mujer—. Mamá me cuenta su vida.

Volvió a cerrar el sobre con cuidado, al tiempo que decía a su acompañante:

—Después lo leeré tranquilamente. ¿Sabe doña Soledad, que aún no conozco toda la historia de mamá?

—¿No?— atinó a decir la desconcertada mujer a su vez.

—No. Siempre me decía que me la contaría cuando fuese mayor… Al parecer, al sentirse morir, la escribió para que no me quedase sin saberlo todo… ¿Verdad que es bonito y maravilloso?

La mujer del boticario estaba sorprendida y desorientada. ¡Todavía había gente que se atrevía a llamar bruja a Marta, a aquella niña tan encantadora! Y poco a poco se fue indignando… ¡Ya estaba harta de tanta hipocresía! ¡La Junta y la Sociedad en pleno la iban a oír!

—»¡Ya lo creo que me oirán!»— pensó para sus adentros.

En aquel momento, toda la comitiva en encabezaban la mujer y la niña, enfilaba ya la calle del Monte en sentido inverso al realizado unas horas antes, y justo cuando doblaban la esquina de la calle Mayor, vieron a los chicos que trotaban hacia ellos. En efecto, Pacorro y Andrés, situados a su vez en la avanzadilla del grupo, llegaban velozmente al lugar donde les esperaban el alcalde, los concejales y todos aquellos que pensaban que iban a molestar más a su protegida de forma provisional. Pero al verlos de cerca, con la cara enrojecida por el esfuerzo y los ojos como platos, mas cada cual envolvió a su vástago sospechando que algo grave tenía que ocurrir para que llegasen de aquella forma.

¡Sólo Marta y doña Soledad se quedaron fuera del grupo y a la expectativa!

Por su parte, el hijo de don Paco, tras haber descansado unos segundos, expuso la enorme tragedia de la huerta a los anhelantes oyentes.

—¿Qué dices?— gruñó el alcalde.

—¡La verdad, y si no que lo digan éstos!

—¡Vamos a verlo!— sugirió un hombre al ver que todos se revolvían inquietos y gesticulaban sin poderlo evitar.

—¡Vamos, vamos!— aprobaron la mayoría.

Y el compacto grupo de varones empezó a caminar cada vez más de prisa en dirección a la plaza Mayor del lugar, olvidándose del cortejo, de Marta y de doña Soledad.

—Bien —a la niña se le notó un cierto deje de amargura en el habla—, eso quiere decir que el entierro ha terminado.

—Sí…

—¿No debía terminar en mi casa?

—Así es. Pero algo ha pasado para que hayan echado a correr así… Ya lo ves. Anda, sé buena chica y ven a mi casa a desayunar.

—¡Oh, no, no! —la niña le dio las gracias—. Ha sido muy amable conmigo haciendo más de lo que todos podían esperar… ¡Ya no quiero molestarla!

Doña Soledad le rodeó los hombros con su brazo y poco a poco, la empujó camino de su casa, diciéndole con todo el cariño de que fue capaz:

—¿Sabes que no tengo hijos y que me gustaría tenerlos?

—¡No lo sabía, pero comprendo que le gusten porque los hijos son una bendición de Dios!

—Marta —dijo la mujer, tras un momento de vacilación—, ¿cómo es que tienes un concepto tan hermoso de todas las cosas?

—Mi madre me enseñó el punto de vista de la Biblia.

—¿La Biblia? ¡Jesús! —exclamó la sorprendida mujer—. ¿La Biblia hereje?

—¿Hereje, doña Soledad? ¿Qué quiere decir? Si en ella se habla de Dios y del mismo Jesús que usted conoce y ha nombrado, ¿cómo puede ser hereje?

—Pues, no lo sé —concedió su interlocutora con algo de mala gana—. Seguramente no llevará notas aclaratorias a las que hacer caso y por lo tanto estará repudiada por la Iglesia Católica, la verdadera Iglesia… Otro día, con más calma hablaremos de esto. Me asesoraré con el padre Molinos y si te parece volveremos a tratar el tema. Son asuntos que despiertan mucho interés y…

—Cuando usted guste— contestó simplemente la niña.

Entraron en la pequeña casa farmacia y subieron a la cocina y mientras aquella mujer preparaba un poco de leche caliente, Marta se sentó en un rincón pensando en los últimos acontecimientos.

 

9

Los hombres atravesaron el puente principal llenos de excitación… mientras el río rugía bajo sus pies cada vez más fuerte, como un preludio de la gran tragedia que iban a comprobar. Las furiosas olas que levantaba la corriente, parecían querer simbolizar bien la forma en que la ira iba creciendo en sus pechos al ver el espectáculo de la huerta que ya les estaba rodeando.

El primero en hablar fue don Juan, el boticario, el marido de doña Soledad:

—Mirar! ¡Mirar mi pequeña huerta…! ¡No queda nada en pie!

Muchos esbozaron una maldición a la par que el sereno, más tranquilo, decía:

—¡Mirar! ¡Hasta mi parcela está destrozada, pero…!

—¿Qué te creías? —el tono irónico de la voz de uno de ellos le contestó por todos—. ¿Pensabas que la tormenta te iba a respetar a ti por tu cara bonita?

Uno por uno fueron comprobando la realidad del daño en medio de gritos, blasfemias y palabrotas. Pero seguían adelante con la esperanza de encontrar intacta la huerta siguiente… ¡Nuevos desengaños, nuevas maldiciones…! Tal vez en la próxima, ¡tampoco! Así que no es de extrañar, pues, que a cada paso que daban más de desalentaban. Cuando toparon con el gigantesco chopo desmoronado, se les vino abajo la poca entereza que aún conservaban.

—¿Para qué continuar más? —preguntó el alcalde—. ¡Todo está igual!

—¡Maldita tormenta!— rugió el médico.

—¡Estamos arruinados!

—¡Del todo…!

—¿Qué podemos hacer, don Pascual?— inquirió uno.

—Ya veremos, ya veremos —contestó al punto la primera autoridad del pueblo, muy concentrado consigo mismo—. Mañana lunes tendremos sesión plenaria y trataremos el asunto monográficamente. Mientras tanto, tranquilos. Qué cada uno evalúe sus pérdidas lo mejor posible. La naturaleza es así. Cuando menos te lo esperas… ¡zas!, salta la tormenta y ¡adiós!

—Unas veces hace bien y otras mal— secundó a coro un concejal.

—Sí, pero esta vez la cosa ha sido muy rara —dejó caer el sacristán, maliciosamente—. Anoche el cielo parecía estar sereno y…

—Para mí —habló Pacorro, metiendo baza—, que ha sido cosa de la bruja.

Un murmullo de asentimiento acogió estas palabras, y empezaron a discutir levantando la voz cada vez más:

—Eso no puede ser, Pacorro —exclamó su padre cuando le dejaron meter baza—. ¡Ya estaba muerta!

—Pero queda su hija…

—El zagal tiene razón— gritó el médico logrando hacerse oír a través del vocerío.

—¡Eso ha debido ser!— rugió, a su vez, el sacristán.

—Tenemos que hacer justicia inmediatamente— continuó el matasanos al ver que tenía el terreno abonado.

—¡Santos tiene razón!— gritaron varios.

—¡Vamos…! ¡Volvamos al pueblo!

—Pues, ¡me las pagará! —decía uno mientras caminaba como un borracho—. Mañana iba a segar el pasto y está todo agostado. Tendré que arrancarlo a mano o se me pudrirá…

—A mí me ha arruinado —se quejó otro—. ¡He perdido todo lo que había sembrado con tanto esfuerzo…!

—¡Ya hemos aguantado bastante —pinchó el médico que ya no podía ocultar el odio—. ¡La bruja nos robaba cuando estaba viva y ahora su hija nos estropea la cosecha! ¿Qué vamos a hacer?

—¡Acabemos con Marta!— rugió el más decidido.

—¡Sí, sí, vamos!

—¡A por ella…!

—¡Alto! –cortó el alcalde, pensando en Isabel—. ¡Al primero que toque un solo pelo de la niña, lo meto en la cárcel para siempre!

—¡Es una bruja!— gritó el alguacil jadeando.

—¡Silencio! —ordenó don Pascual, al ver que la situación se le escapaba de las manos—. Si comprobamos que lo es, quemaremos su casa y sus enseres y así le daremos un escarmiento. Pero, ¡no quiero sangre! Este pueblo es un pueblo de santos, no de criminales. ¡Y por más razón que tengamos no mataremos a nadie!

—¡Así se habla! —gritaron todos, aprovechando la oferta al máximo—. ¡Quememos su casa!

—¡Vamos!

—¡Vamos!

—Oye —dijo don Paco al sereno—, vayamos con ellos no sea que hagan una barbaridad.

—Sí, quizá hagamos falta— fue la preocupada respuesta.

Y el numeroso grupo de «santos» se dirigió a todo correr hacia el arrabal, dispuesto a consumar su justicia.

 

———

CAPÍTULO CUARTO

«AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS»

  1

Los hombres y muchachos del lugar avanzaban cada vez más de prisa hacia la barraca de Marta, encolerizados por lo que había sucedido en sus huertas, parcelas y campos. El médico y el sacristán, que se movían a lo largo de la columna, aprovecharon la situación para instigar más al numeroso grupo de vociferantes, llegando a tal extremo en su arte de convencer que hasta el alcalde y los concejales perdieron sus composturas y se sumaron al escándalo.

El sereno preguntó a don Paco en un respiro:

—¿Y si encuentran a Marta dentro de la casa?

—Por eso te he pedido que vinieras —le contestó el padre de Pacorro, visiblemente acalorado—. ¡Tenemos que evitar el daño en lo que nos sea posible!

—Sí, oye… ¿Qué tiene Santos contra Alicia?

—¿No lo sabes? Se dice que el médico la pretendía y que ella… ¡vamos!, que lo despreció con todas las de la ley.

—¡Ah, comprendo! Sí, algo así tenía que ser… Eso explica un poco la insistencia de sus arengas.

—Sí, ese es el motivo.

—Pero, eso es ruin.

—¿Y qué es él, si no? Lo malo de todo esto es que casi nadie conoce el secreto y por eso no se sospecha.

—¿Y si lo decimos?

—¿Quién nos haría caso estando tan exaltados?

Luego don Paco, se quedó un momento pensativo para exclamar por fin:

—Del que no sé nada es del sacristán loco. ¿Qué interés tendrá en este asunto? Porque la religión…

—¡Qué va, qué va! ¡Dinero! ¡Eso es lo que es! ¡Ese siempre está donde hay dinero!— dijo el sereno haciendo un gesto característico con los dedos de la mano.

—¡Ya! ¡Eso tiene que ser…!

—¡Estemos al tanto!

—¡Sí!

En esto, el grupo estaba llegando ya a la entrada del corto puente del arrabal y todos los ánimos negativos estaban creciendo. Para entonces, muchas mujeres se habían juntado a sus maridos por curiosidad o aburrimiento. Claro que las más, al enterarse del verdadero motivo de la manifestación y viendo que las cosas parecían ir hasta demasiado lejos, trataron de apaciguarlos, pero todo fue en vano. Estaban dominados por su sentido de la justicia y acallaban todas las voces que no les convenían.

 

2

Isabel, al oír la lejana algarabía, se asomó a la ventana de su casa y cuando vio la avalancha y la dirección que seguía, se asustó. Se vistió de nuevo y salió a la calle a todo correr. A trancas y a barrancas se enteró de las intenciones varoniles e imaginándose lo peor, se unió a la retaguardia del grupo esperando intervenir si era preciso a la menor oportunidad.

 

3

Fue la mujer del alcalde la que dio la noticia a la madre del médico y juntas se apresuraron a acudir a la cita del arrabal. Desde hacía años, las dos sentían arder en su pecho un odio mal contenido hacia aquella mujer, a quien no se podía criticar más que por su conducta intachable.

Aunque doña Lucía tenía un motivo especial:

¡El desprecio hecho en la persona de su hijo!

 

4

Las primeras avanzadillas del grupo llegaron y cruzaron el puente, pero a medida en que se iban acercando a su objetivo, los nervios volvían insoportables a los hombres. Los gritos de ¡muera la bruja! y otros por el estilo, sonaban atronando el aire, dando una oportunidad a los zagales para disfrutar de lo lindo. Así, los que iban en cabeza, no pudieron aguantar más y echaron a correr hacia la casita de Marta que, a la luz del día, parecía más endeble… e indefensa. Paredes de arcilla y techo de uralita, eran todo su armazón. La puerta, que sólo tenía unos meses de existencia, estaba construida con maderas de cajas de embalar ya usadas…

Por lo demás, la choza estaba en silencio, muda, y con la puerta entornada, tal y cómo la había dejado Marta aquella mañana…

Fueron muchos los muchachos que llegaron a la vez, jadeando por la rapidez y el ardor que habían puesto en la carrera. Pero, aun así, cogieron piedras que por aquellos parajes había para dar y vender, y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, las estrellaron contra las paredes, puerta y techo. Este último, al ser el menos resistente, cedió pronto a los impactos quedando enseguida completamente desmantelado. Tanto es así, que cuando llegó el grueso de la estampida, el daño ya estaba hecho. Aunque el alcalde, como medida cautelar, ordenó a todos los zagales que se estuviesen quietos y que no hiciesen nada más sin su consentimiento. Además, hizo callar a todos los que le acompañaban y que ya le habían rodeado en un apretado semicírculo:

—¡He dicho que no quiero sangre! —gritó, apoyado por un par de números de la Guardia Civil armados hasta los dientes. Habían venido obedeciendo las órdenes de un enviado suyo mientras atravesaban la Plaza Mayor—. Antes de seguir hemos de comprobar si Marta está dentro de la casa.

Un murmullo de desacuerdo brotó de la mayoría de las gargantas presentes:

—¡Silencio! —barbotó don Pascual—. ¡Ya está dicho! ¡No quiero sangre!

Después miró tranquilamente a su alrededor:

—¡A ver, un voluntario que quiera entrar en la barraca!

Nadie se movió.

—¡Está bien! —continuó el alcalde— Jaime, ves tú.

—¿Yo?— preguntó el escribano, dirigiendo el pulgar hacia su pecho.

Don Pascual se enfadaba por momentos y en forma visible:

—¡Ya lo has oído! ¡Adentro!

—Es que yo…— tartamudeó el aludido.

—¡Ya iré yo!— exclamó el sacristán, avanzando un poco.

Se dejaron oír algunas voces de aplauso hasta que Blas, previo consentimiento de la autoridad presente, marchó sin dar un paso en falso hacia la puerta de la cabaña. Dio una patada a lo que quedaba de ella y la abrió de par en par y comprobando con disgusto que la niña no estaba.

—¡Lástima! —habló para sí—. También habría podido estar durmiendo o sin sentido. Así habría mentido a mis vecinos diciéndoles que no estaba y en caso de morir, me habrían recompensado con generosidad. En fin, otro día será.

Haciendo un visible gesto de asco, terminó de entrar y vio enseguida la cajita que estaba encima de la mesa. La abrió sin vacilar y se encontró con doscientas pesetas que cogió y guardó en lo más profundo de un bolsillo del pantalón. Pero no había nada más de valor, al menos de lo que él entendía por valor…

Luego salió e informó que la casa estaba desierta.

Un enorme griterío contestó al mensaje del sacristán y cada uno, sin perjuicio del vecino, se armó de piedras y empezó a estrellarlas contra la choza. Isabel, que llegó a tiempo de ver aquella salvajada desde lo alto del terraplén próximo, sintió una lástima infinita y el dolor le atravesó el pecho. Las lágrimas resbalaron por sus hermosas mejillas, incapaces de ser retenidas en los pozos de sus ojos. Se daba cuenta de que era una de las promotoras directas de lo que estaba pasando y se sintió muy mal…

Por su parte, Pacorro tuvo una idea genial en el preciso momento en que los restos de la puerta de la choza saltaban por los aires, arrancados por el impacto de mil pedradas. Y la puso en práctica inmediatamente. Ordenó a sus secuaces que le entregasen los pañuelos y cuando tuvo en sus manos una cantidad suficiente, hizo una bola, la inflamó y la lanzó contra la cabaña.

 

5

Uno de los acólitos monaguillos que estaba con el grupo devastador, abandonó el campo una vez hecha la primera descarga de piedras y se dirigió trotando a la iglesia. Algo iba mal. Cuando entró en el templo se encaminó rápido a la sacristía sin respetar a las imágenes que pendían a lo largo de las paredes de la nave principal.

Encontró al Padre Molinos detrás de la mesa de su despacho cuando engullía un frugal desayuno entre notas y libros, pero estaba tan cansado que no pidió permiso para entrar, al menos que se llame hablar al conjunto de sonidos entrecortados que salían de su garganta. El cura, comprendiendo que algo grave ocurría para que el chico se presentase así, se levantó de la mesa y le acompañó hasta una silla roja sin hacer pregunta alguna. Apreciaba a aquel muchacho, pues era uno de sus mejores ayudantes. Además, le había dicho en una ocasión que sentía la llamada del sacerdocio y hasta se hacía pasar por cura cuando estaba jugando con el resto de zagales. Pertenecía a los Tiburones del Mar y éstos, con su jefe al frente, le habían nombrado sacerdote castrense con poderes del todo suficientes para atender a las fingidas bajas de los no menos simulados combates.

—¿Qué ocurre, Felipe?— preguntó el buen hombre por fin cuando lo vio sentado y respirando acompasadamente.

El chico empezó a hablar a borbotones, pero no se le entendió ni una sola palabra.

—Mira Felipe —dijo el sacerdote con cariño—, así no iremos a ninguna parte. ¡Cálmate y háblame despacio!

—Sí, padre —se esforzó el muchacho, y poco a poco contó lo sucedido—. ¡Los hombres están apedreando la casa de Marta y la quieren matar!

—¿Qué? —el cura se giró sobre sí mismo indignado—. ¿Y para eso me he desgañitado durante una hora seguida? ¡Creí que las mujeres los frenarían!

Después, más decidido, dijo a su ayudante:

—Vamos para allá a ver si estamos a tiempo de evitar una desgracia.

Cogió sus hábitos más necesarios y acompañado a regañadientes por el cansado Felipe, se encaminó hacia el arrabal con toda la prisa que pudo desarrollar.

 

6

Marta, ajena a todo esto, dio las gracias a doña Soledad por el desayuno y por todas las atenciones que había tenido para con ella. Pero la mujer estaba preocupada por el porvenir de la niña, y así se lo dijo una vez más.

—Mire, no se preocupe, señora. ¡Trabajaré como lo hizo mi madre! —dijo Marta—. ¡Lavaré la ropa de las señoras que quieran darme trabajo…!

—Eres muy pequeña para hacer esas cosas.

—No, no lo crea. He ayudado a mi madre varias veces y según ella, lo hacía bastante bien.

La mujer movió la cabeza con desaprobación, pues sabía que aquellos tiempos no eran propicios para que nadie la tomase a su servicio.

—Y mientras encuentras trabajo, ¿qué harás?

—¡Oh, Dios me ayudará! Además, mientras espero algo para hacer, viviré del dinero que mamá había ahorrado.

—¡Ah, eso ya es otra cosa! —exclamó doña Soledad, más tranquila—. ¿Y dónde lo tienes, si puede saberse?

Marta sonrió picaronamente:

—En mi casa. En la cajita que hay encima de la mesa. Dónde nadie se le ocurriría pensar que hay algo de valor…

—Menos mal —terminó la mujer del boticario—. ¡Sí, allí está seguro pues a nadie se le ocurrirá entrar!

 

7

Cuando la bola ardiente que lanzó el tiburón en jefe, cruzó todo el aire despidiendo chispas, todos los hombres, mujeres y niños se quedaron más o menos inmóviles por unos momentos y dejaron de tirar piedras por igual espacio de tiempo. Luego, cuando el ardiente proyectil cruzó el dintel de la puerta, irrumpieron en vítores y alabanzas.

—»Lástima de casa —pensó el buen sereno—. Si Marta es inocente de lo que se le acusa, lo vamos a pasar bastante mal.»

Don Pablo, al verlo tan preocupado, le dijo:

—No te esfuerces Matías, no podemos hacer nada en contra de la opinión general.

—Lo sé. Pero, créeme, siendo mucha vergüenza… ¡Todo un pueblo contra una niña indefensa!

La bola prendió con facilidad en las escasas ropas que cubrían la cama y el fuego se propagó con rapidez por todo el interior de la choza. Primero cayó la cama, luego las sillas, la mesa, el armario… y así todo… Las llamas salían ya por el tejado cuando el cura llegó al puentecillo medio arrastrando al agotado Felipe. Isabel fue la primera persona con quien se topó:

—Llega usted tarde. ¡Mire!— exclamó acusadoramente la mujer señalando la choza envuelta en llamas.

—Ya lo veo, ya lo veo —contestó el hombre de Dios local entre jadeos— ¿Y Marta?

—Que yo sepa no estaba en casa. Debe estar con doña Soledad…

—Es posible —razonó el cura. Luego se volvió hacia su acólito—: Felipe, acércate a casa del señor Juan y mira si la niña está allí. Es caso afirmativo le dices que venga, ¿entiendes?

—¡Sí, padre!— contestó con desgana el chico, asustado con la idea de hacer una nueva caminata.

—¡Pues, anda!— le ordenó el sacerdote.

Y mientras el muchacho obedecía a regañadientes, el cura, acompañado por Isabel, se acercó poco a poco al compacto grupo de personas.

 

8

Marta, por el contrario, ya estaba más contenta. Había conseguido que la mujer del señor Juan la escuchara y estaba leyendo un pasaje del pequeño Nuevo Testamento que siempre llevaba consigo.

—Amaos los unos a los otros —repitió doña Soledad con cierta ironía—… ¡Eso es imposible, querida!

—No. No es imposible. Cuesta, eso sí. Y cuesta porque para amarlo, tenemos que acallar nuestros propios deseos y apetitos. Pero no es imposible, señora. Cristo lo hizo siempre y nosotros también lo podemos hacer con su ayuda si…

—Mira, hija mía —le interrumpió la buena mujer—, la teoría es muy bonita pero la práctica… no tanto. Por ejemplo, ¿cómo podríamos vivir los comerciantes? Si amásemos a nuestros semejantes hasta ese punto, no sisaríamos en la venta, ¿comprendes?

—¿Cómo…? ¿Ustedes engañan y roban a sus clientes?

—¡Sólo como todo el mundo! Bueno… mira, es necesario hacerlo para vivir. Las contribuciones, las pérdidas de mercancía, el deseo de querer ganar mucho, etc., son otros tantos impedimentos para amar al prójimo.

—¡Ah, pues eso no está bien!

—Puede ser, pero lo hacemos. Mira, a ti no te puedo engañar. A veces, siento un poco de vergüenza… En cierta ocasión le dije a mi marido: «¿Para qué queremos el dinero? No tenemos hijos y con tal de tener lo suficiente para cubrir nuestras necesidades, ¿para qué queremos más?» El dijo que no podíamos aflojar porque el resto de comerciantes se nos echaría encima.

—Comprendo. Sin embargo, creo que debieran encarar la situación y obedecer a Dios antes que a los hombres.

—¿Sabes que me edifica estar a tu lado?

—¡No, por favor! —atajó la buena de Marta—. ¡No soy yo! Estamos hablando de Cristo y eso sí que reconforta…

Y continuaron hablando del Evangelio rodeadas por los restos del desayuno. Marta, abría su corazón cada vez más a aquella mujer y ésta se maravillaba sinceramente de sus conocimientos y forma de ver las cosas. Lo que más gustaba a la buena mujer es la sinceridad de la huérfana y la confirmación práctica de todo lo que decía.

Aún estaban hablando animadamente del tema, cuando el jadeante monaguillo llegó a la farmacia. Entró sin llamar en la tienda y se sentó a descansar en un banco de piedra unos momentos…

Luego, llamó a pleno pulmón:

—¡Doña Soledad…! ¡Doña Soledad!

Ésta se levantó de la silla de la cocina de mala gana al oír los alaridos:

—¿Qué querrán a estas horas? ¿Es que no saben que es domingo?

—Debe ser algo urgente— apuntó la niña con ingenuidad.

—Voy a ver —se decidió la mujer, bajando a la tienda donde se encontraba Felipe—. ¡Ah! ¿Eres tú?

El muchacho contestó haciendo un verdadero esfuerzo de voluntad, y sin levantarse:

—¡Ay, señora! Me envía el padre Molinos…

—Muy bien, muy bien, dime— le animó ella.

Marta que había seguido a la mujer dispuesta a marcharse a la primera oportunidad, estaba en situación de oírlo todo.

—¿Ha visto a la bruja?

La sinceridad y la dureza de la pregunta de Felipe, casi asustó a la señora:

—¿A quién?— inquirió.

—¡A la bruja!— contestó el chico, haciendo la señal de la cruz.

—¡Qué cosas tienes! —le atajó la mujer del boticario—. En este pueblo no hay ninguna bruja.

—¡Qué sí que la hay! —razonó el monaguillo—. ¡Se trata de Marta, que se ha vuelto como su madre y…!

—¿Así que ya me llaman bruja?— preguntó la niña llena de inocencia al salir de la trastienda.

Felipe, al verla, se levantó de un salto sin poder evitar hacer de nuevo la señal de la cruz, aunque ahora la hizo por tres veces consecutivas:

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!

—No le hagas caso, hija —medió doña Soledad— Y tú, di a que has venido.

—Sí, señora… ¡Jesús!

Y con palabras entrecortadas, hipos y titubeos más o menos prolongados, explicó lo que ya conocemos.

La primera en reaccionar fue la mujer:

—¡Dios mío! ¿Cómo es posible que los humanos seamos así?

—Los humanos no lo sé —se atrevió a decir el zagal—. Pero los de este pueblo, sí.

Marta dolida por el peso de la incomprensión de la gente y tras sentir un brochazo de soledad que le heló la mente, no pudo hacer más que inclinar la cabeza sobre el pecho tratando de impedir que las lágrimas se escapasen de sus ojos.

—Mi casita…— musitó por fin.

Luego, añadió con un gesto de rebeldía:

—¿Qué mal les ha hecho mi casita?

—Ninguno, pequeña —dijo la mujer— ¡No me lo explico!

Mientras hablaban las dos mujeres, o la mujer y la niña, Felipe apuntaba para su coleto el hecho de que había visto llorar a la bruja. Claro, aquel detalle le desconcertaba… ¡No es normal que las brujas lloren!

Marta, ajena por completo a las cavilaciones, continuaba diciendo:

—¡Mi mamá había levantado sus paredes piedra a piedra, ladrillo a ladrillo…!

—Ya lo sé, Marta, ya lo sé— doña Soledad no sabía que explicación dar para justificar la actuación de sus vecinos.

—¡Me voy! —exclamó la niña de pronto— ¡Voy a verla por última vez!

—¡No, ahora no! —la mujer del boticario quería retenerla porque temía por su integridad física—. ¡Mira, ahora pueden matarte!

—¡No tengo miedo a la muerte ni a los que pueden matar el cuerpo! Además, tengo que ir para vean que no les guardo rencor.

—Están nerviosos y es peligroso…

—Lo sé —aseguró Marta—, pero allí tengo mis cosas, incluso el dinero de mamá. Compréndalo doña Soledad, es necesario que vaya.

—Además —medió Felipe, ya ganado por la causa de la pequeña—, el padre Molinos quiere que vaya.

—Ya lo ve.

La mujer del boticario, viendo que era imposible disuadirla de su propósito, se quitó el delantal exclamando:

—¡Bien, iré contigo!

—¡Gracias!

Felipe, ya más tranquilo y sin tantos aspavientos, se unió al grupo formado por las dos mujeres, después de haber entornado la puerta de la farmacia.

—»¡Vaya domingo! —pensó—. Aún no he podido almorzar.»

 

9

Todos estaban contemplando la hoguera que formaba al arder la choza de Alicia. Quietos, embobados, electrizados por las llamas. Claro que al ver acercarse al trote a Isabel y al cura, se inmovilizaron más si cabe. ¡Eran como niños o mozalbetes sorprendidos en una travesura…!

Antes de que la insólita pareja llegase al lugar del fiero siniestro, don Pascual salió a su encuentro en nombre de todos y les hizo el saludo de rigor.

Pero el sacerdote habló primero:

—¿No ha servido de nada su autoridad, señor Pascual?

—Verá, padre… yo…— fue la azarosa respuesta.

—¿No me dirá que también usted estaba de acuerdo?

—Pues en parte, sí —contestó el alcalde en vista de que había arrastrado a algún curioso y ahora estaban en disposición de oír lo que hablaban—. El pueblo necesitaba vengarse de las afrentas recibidas y…

—¡Sois unos cobardes! —le atajó Isabel, muy enojada, visiblemente enfadada— ¡Mira que enfrentarse a la sombra de una mujer muerta!

—Lo siento, Isabel —se justificó el aludido en nombre de todos—. No he podido evitarlo.

—Lo malo es que la niña va a venir de un momento a otro— musitó el hombre que decía representar a Dios.

—¿Qué Marta va a venir? ¡Hay que hacerla desistir en el acto!

—Demasiado tarde —dijo Isabel, muy nerviosa señalando, hacia el puentecillo—. ¡Ahí llega!

En efecto, Marta avanzaba con tanta prisa que casi arrastraba a doña Soledad de la mano…

El primer grupo con el que se toparon fue el formado por el alcalde, el sacerdote, Isabel y los pocos curiosos que se habían juntado. Todos ellos, ayudados por la mujer del boticario, intentaron por última vez hacerla desistir de su propósito. Mas, todo fue en vano. La niña agradeció sus palabras y buenas intenciones y avanzó hacia la hoguera sin hacer el menor caso… ¡Parecía transfigurada! Su cara resplandecía de nuevo con aquella luz especial que ya conocemos y que tanto desconcertaba a los que la veían por primera vez. No, no era odio lo que sentía, sino amor. Isabel, que ya conocía aquella fuente, no se alteró tanto y doña Soledad, sopesando las últimas horas vividas, ya no encontraba extraño nada de lo que la niña decía o hacía, pero los hombres no salían de su asombro.

El primero que la vio de los que estaban cerca de la casa, fue don Matías. Dio un codazo al pobre de don Paco, y exclamó:

—¡Eh, mira quién viene por ahí!

—¡Cielos! –dijo el padre de Pacorro—. ¡Es Marta!

Fueron muchos los que se volvieron al oír tanta sorpresa y exclamaron a su vez:

—¡La bruja!

—¡Es la bruja!

Pronto, todos los presentes tuvieron constancia de su presencia. La vieron avanzar hacia la cabaña con cierta tranquilidad, con el pelo suelto, la cabeza alta… y tuvieron miedo. Pero no, no pasó nada. Sólo que cuando llegó al círculo humano, éste se abrió en dos para permitirle el paso.

La alcaldesa murmuró detrás de la seguridad de una segunda fila:

—Desde luego, es valiente.

—¡O una necia!— la corrigió doña Lucía.

El médico, su hijo, muy cerca de sus faldas, exclamó también:

—¿Cómo es posible que se haya atrevido a venir?

—¡Mejor! —remachó Blas, silbándole al oído—. Ahora es cuando podríamos eliminarla…

—¡Calla! —le atajó Santos, apartándole como quien aparta a un moscón—. Es un peligro hablar así delante de todos.

—Si nosotros no tenemos siquiera que intervenir —fue la astuta respuesta del ruin sacristán, volviendo de nuevo a la carga—. ¡Sólo que hiciéramos correr la voz por aquí de que ahora nos podríamos librar de sus brujerías…!

El médico sonrió.

Ajenos a estos comentarios y preparativos, los dos viejos amigos seguían observando y murmurando:

—¡Fíjate Paco como anda!

—¡Sí, parece una reina…! Pero estemos alerta porque las reinas son las más propensas al sacrificio…

Pacorro dijo también al oído de Andrés en un aparte:

—¡Caramba! ¡Con qué gracia y valentía camina!

—Oye, no parece culpable…

—¿Habremos hecho mal?

—¿Tú crees?

—No sé. Pero hay algo que no entiendo.

No debe extrañarnos esta conversación porque todos los comentarios de los presentes eran más o menos similares. Al ver andar a Marta con tanta dignidad, se sentían algo avergonzados por haber causado daño a un ser tan débil, inofensivo e inocente. No, no, aquello no era contra lo que habían creído luchar… La niña era incapaz de dominar a las fuerzas ocultas de la naturaleza y destrozar cosechas y haciendas… La verdad es que si necesitaban un culpable tendrían que buscar en otra dirección…

Cuando Marta llegó a la puerta de la casa, cuyos restos aún desprendían unas pequeñas llamas, se detuvo… Tenía ganas de llorar… y lo hizo. Pero no lo hacía sólo por la cabaña perdida, pues sabía por su madre que no debía confiar excesivamente en los bienes materiales, sino por la soledad moral que sentía ante la incomprensión de sus vecinos. Son esas mismas lágrimas que uno vierte ante la injusticia, la impotencia y el desprecio injustificado. Son esas lágrimas que dejamos escapar cuando los demás no quieren entender el mensaje que damos con el corazón y el servicio. Son esas duras lágrimas de dolor que sentimos cuando nos pisan toda la mano que hemos alargado para ayudar…

La gente, al ver aquel espectáculo inesperado, volvieron a la realidad y sintieron encogerse sus corazones. Salvo unos pocos contados con los dedos de la mano, el resto no eran malos. ¡Y una niña llorando es una niña llorando! Todas las bocas que antes habían gritado destrucción, enmudecieron y las manos que aún estaban apretando las piedras, se abrieron para dejarlas caer mientras los brazos pendían lacios en los lados y las cabezas se agachaban…

Blas, creyendo que había llegado el momento adecuado, dijo al que tenía más a mano:

—¡Ahora es cuando podemos acabar con ella!

Éste, que por suerte o por desgracia era un viejo, duro y cansado campesino, a quien el sacristán hacía muy poca gracia, valoró la carga dramática de la sugerencia y la comparó con la indefensa figura de la niña que ahora estaba arrodillada delante de su casa en ruinas, y dijo:

—¡Con quién acabaremos será contigo si no te callas!

Los pocos que habían oído la insinuación del sacristán, lo miraron de tal manera que éste comprendió que había dado un mal paso en falso. Y cobarde como era, se calló mordiéndose los bigotes mirando al horizonte y se guardó sus vengativas ansias para cuando la suerte le fuera más propicia. Al final, se atrevió a darles la espalda, se acercó al lugar desde donde el médico le había visto hacer y le susurró al oído disimulando para no declarar su malvada confabulación:

—¡He fallado!

—¡Por imbécil! —fue el único pago que recibió—. Haber empezado por otro sitio.

La mayoría de la gente, al ver que Marta no se levantaba, empezó a desfilar hacia sus casas con la cabeza baja y las miradas extraviadas. Nadie se justificaba… porque todos ellos sabían que eran culpables. Y, cosa extraña, ahora que todo el mal estaba hecho, nadie sabía quien lo había empezado… Bueno, si, lo importante era que se habían detenido a tiempo y que no había corrido la sangre…

Cuando las primeras familias estaban cruzando ya el puentecillo en dirección a sus casas, la campana María empezó a doblar en son de fiesta. ¡Se quedaron de nuevo petrificados! Sin saber por qué ni cuál era la fuerza que la impulsaba, el bronce sonaba sin cesar, volteándose sobre sí mismo. Nadie se lo podía explicar y menos sabiendo que el sacristán estaba con ellos. Sólo éste, al recordar la experiencia de la mañana, se encogió un poco más.

Claro que nadie se habría extrañado tanto si hubiesen podido ver el corazón de Marta… ¡Estaba de fiesta! Había perdonado a todos ellos a pesar de las circunstancias y sentía una alegría inmensa en lo más profundo de su ser. En verdad que amar al prójimo, poner la otra mejilla y perdonar son hechos que no se pueden entender si no se espera en Jesús y, desde luego, no se pueden realizar si no es con su ayuda. Marta había superado la prueba… Una y otra vez habían acudido a su mente las palabras del Maestro que resumían su presencia en la tierra:

—»¡Amaos los unos a los otros!»

Ahora de forma especial, sabía lo difícil que era aquel mandamiento. Pero estaba contenta porque creía que no era imposible de cumplir. Sin embargo, los hombres y mujeres de Ballocinca que, ajenos a tanta cavilación, avanzaban hacia sus casas cada vez más de prisa, no lo habrían podido entender. Y, en el mejor de los casos, la habrían tomado por loca por aceptar semejantes datos y supuestos. ¡Sólo una demente podía estar de rodillas delante de un humeante montón de escombros! ¡Sólo una inconsciente podía esperar algo del cielo al que parecía mirar con esperanza…!

Marta estaba terminado su oración y dando gracias a Dios, cuando sintió una mano que se posaba sobre su hombro. Se volvió ligeramente y comprobó que era fina y que llevaba las uñas pintadas. Se volvió del todo buscando el rostro de la dueña de la caricia y vio a Isabel. Por eso, se levantó sonriendo al tiempo que decía:

—Señora Isabel, ¿usted no se ha marchado?

Ésta, con los ojos llenos de lágrimas por los nervios que había pasado, la gravedad del momento y lo inútil de la pregunta, dijo:

—No pequeña, aún no me he marchado. ¡Quiero hablar contigo!

—Muy bien —concedió Marta con sencillez—. ¿Y doña Soledad?

—Quería quedarse… pero su marido no la ha dejado.

Al ver que Marta bajaba la cabeza entristecida, continuó:

—Y ahora,, ¿qué va a ser de ti?

—Dios dirá…

—Buena perspectiva —razonó Isabel, con un cierto deje de ironía—. Pero, desde luego, mereces que Dios esté contigo y que te ayude por la grandeza de tu alma.

—¡Oh, no! —protestó la niña—. No es que yo sea mejor que los demás, sino que soy así por creer que Cristo es mi Salvador personal… Usted también puede aceptarlo.

—¿Yo? —preguntó su interlocutora por enésima vez en su vida—. ¿No sabes que soy muy mala?

—Precisamente por eso. Cristo vino a buscar y a salvar lo que se había perdido—. Marta, al repetir las palabras del evangelio, ponía en su habla toda su potencia amorosa.

Así que Isabel dijo con sencillez:

—¡Cómo me gustan estas cosas! Tu mamá siempre me las repetía, aunque, claro está, aún no he llegado a saber o comprender el verdadero significado de la Redención, la razón del interés de Dios por mí y…

—Es muy sencillo…

—¡No, no, ahora no! —le atajó la mujer—. ¡Luego me lo explicarás… Es demasiado importante este momento para ti y no quiero robártelo.

Marta le agradeció sus palabras.

—Después —continuó la mujer, al verla predispuesta o más decidida a vivir en compañía—, puedes venir a mi casa y explicármelo todo con tranquilidad. Tengo una idea, quédate conmigo para siempre y así tendremos todo el tiempo del mundo. ¿Quieres?

La niña asintió con la cabeza, ¿por qué no probarlo? Miraba por última vez a lo que había sido su casa desde que nació y a no ser por el cálido contacto de la mano de Isabel, se habría encontrado muy sola. Por sus palabras y por su invitación, comprendió que el Señor ya la estaba contestando. Y precisamente a través de una mujer muy pecadora… Ahora entendía el por qué Jesús prefería su compañía a la de los justos. Con los pecadores se podía trabajar… con los otros, no. Así que, tras estas reflexiones, miró con cariño a Isabel, y dijo:

—Si quiere, ya podemos irnos. Nada me detiene aquí. De todas formas, estoy contenta por lo que ha pasado pues así he tenido la oportunidad de dar mi testimonio.

La mujer no entendió para nada aquellas razones. Ni había comprendido a la madre ni comprendía a la hija.

—»Parecen personas irreales —pensó—. ¡Locas! ¡Esa es la palabra! Porque, ¿quiénes si no los enfermos mentales perdonan a quien les hace daño?»

Y las dos juntas, cogidas de la mano, volvieron al pueblo sin mirar hacia atrás ni una sola vez.

Cuando cruzaron el pequeño puente, sólo Pacorro las vio.

 

———

CAPÍTULO QUINTO

«TIBURONES» Y «ÁGUILAS»

  1

Lo primero que hizo el alcalde al llegar a su casa, fue sentarse a la rica mesa y mientras se abanicaba con un periódico viejo, pidió a su mujer que le trajese una jarra de vino que le preparase a bien comer. ¡Vaya domingo! Sí, al parecer ya se había acabado todo, al menos, eso parecía.

La alcaldesa, como no tenía existencias a mano, envió al criado a la bodega en su busca. Además, ella estaba muy atareada terminando la atrasada comida dominical.

El criado de don Pascual no se diferenciaba en nada del resto de los demás muchachotes del lugar, salvo en que era sumamente inquieto y miedoso. Estaba empleado en casa de la primera autoridad pueblerina a según qué horas y este detalle le bastaba para darse importancia sobre todos los demás. Por eso, siempre hacía alarde de saber lo que otros ignoraban debido a su situación privilegiada. No obstante, y aunque los acontecimientos de aquel día no le habían impresionado demasiado, bajar solo a la oscura bodega no le hacía ninguna gracia. Otra cosa era cuando se envalentonaba delante de los amigos… Sí, entonces desafiaba a Dios y al diablo, pero ahora… alumbrado con la luz de la vela que llevaba en la mano, no podía evitar el sudor que le perlaba la frente… El asunto cambiaba, desde luego. De manera que nuestro valentón bajó los últimos peldaños de la escalera algo más lentamente hasta llegar al rellano. Allí, haciendo un esfuerzo, abrió la vieja puerta y entró en el húmedo recinto.

El barril que contenía el vino preferido por el alcalde estaba enclavado al final de un pequeño corredor y hacia él se encaminó nuestro hombre. Mas de pronto, se quedó clavado en el suelo ante el descubrimiento que acababa de hacer: ¡En el lugar destinado a los jamones y en el sitio donde él mismo había puesto el mejor de la temporada, sólo pendía la cuerda que lo había sujetado y, para colmo de males, cortada a cuchillo! Tras unos segundos de loco pánico, pensó en que su amo podía haberlo cogido sin avisarle y eso le tranquilizó. Pero llegó Troya cuando vio el mensaje escrito en la tapa del barril… La vela se le cayó de las manos y dando tumbos y chocando continuamente con todos los objetos que había amontonados en la cueva bodega, subió las escaleras de dos en dos en busca de una mayor seguridad.

Entretanto, doña Antonia, más tranquila, se quitó anillos y pulseras y las dejó en la cajita en la que también guardaba las pequeñas cantidades de dinero para tenerlas más a mano. Pero se dio cuenta enseguida de que éste había desaparecido. Y creyendo que el causante de la sisa era su marido para emplearlo de forma indigna, le increpó ásperamente:

—¡Pascual! ¿Me has cogido el dinero que tenía en la cómoda?

—No querida, no te tocado nada— contestó el alcalde con cara de inocente.

La mujer, que estaba acostumbrada a tales respuestas, no quedó tranquila con la explicación. Así que continuó bastante rato acusándole de infiel entre otras cosas menos dignas de mención. Pero al ser tratado de esta suerte, la primera autoridad del pueblo, reaccionó y contestó a su mujer en el mismo tono. Y en éstas estaban, discutiendo y llenándose de improperios, cuando oyeron las aterradoras voces de Lucas, su criado:

—¡Don Pascual…! ¡Don Pascual…!

Los importantes cónyuges callaron por un momento para cerciorarse mejor:

—¡Don Pascual…! ¡Don Pascual…!

Sí. Esta vez reconocieron la voz y más al ver aparecer al propio Lucas que entraba en la sala como un rayo. Sin dar tiempo a las preguntas, explicó todo lo que había visto adornándose con silbidos ininteligibles:

—¡Firmaba «La bruja»!— bramó, por último, una y otra vez.

Pero el alcalde, algo agradecido por salvarse con aquella campana, hizo ver que no le daba crédito:

—¡No puede ser, Lucas! Habrán sido tus nervios.

—¡No, señor! ¡Hasta se ha llevado el jamón diciendo que lo necesitaba para el viaje!

—A lo mejor se ha llevado también nuestro dinero…— medió doña Antonia.

—¡A lo mejor! —gruñó su marido porque esta posibilidad le beneficiaba; claro que no vio, o no quiso ver, la ironía con que la mujer había sazonado sus palabras. Pero luego al pensarlo bien, ordenó—: ¡Qué nadie sepa una palabra de todo esto! No quiero ser el hazmerreír de todo el pueblo.

—¿Por qué?

—Porque si decimos que ha sido la bruja, no nos creerán ya que está a tres metros bajo tierra.

—A lo mejor ha sido su hija…— se atrevió a decir su consorte, por aquello de estar al corriente de lo último.

—¡Estaba con nosotros!

—Señor –pinchó el tal Lucas—, a lo mejor las brujas tienen dos cuerpos.

—¿Y me lo dices tú?— exclamó burlonamente don Pascual, conociendo las ideas de su criado.

Este bajó la cabeza avergonzado al ver que su señor terminaba:

—¡Ea! Tarde o temprano sabremos quien nos ha robado, ahora… ¡a comer y lo que siento de todo este asunto es que si quiero vino me lo tendré que ir a buscar yo mismo!

 

2

El médico estaba duchándose para refrescarse y eliminar las miasmas de su cuerpo, tanto físicas como morales, según había dicho con sorna a su madre momentos antes, cuando Blas llamó a la puerta de su casa.

—¡Adelante!— dijo doña Lucía desde el patio, al ver quien era.

Cuando el sacristán estuvo ante ella, la saludó inclinando todo su delgado cuerpo casi hasta el punto de rotura:

—¡Muy buenas, señora!

—¡Habla!— ordenó la mujer sin más preámbulos.

—He venido a esta hora porque tengo noticias que creo que valen la pena.

—Veamos— concedió ella, acomodándose en un sofá de mimbre situado a la sombra de una higuera.

—He estado en casa del alcalde y me he llevado un jamón y algunos billetes…

El sacristán, en su codicia, se guardó para su coleto la noticia del dinero que había robado en casa de Marta.  cuando terminó de explicar todas sus andanzas y las razones que le habían impulsado a hacerlas, doña Lucia tuvo que reconocer que el golpe dado en casa de don Pascual era magistral y así se lo dijo:

—Bien, bien Blas. ¡Has estado magnífico! Ni después de muerta podrá descansar tranquila —después, añadió con rabia—: ¡Lo pagará caro por haber despreciado al bueno de mi hijo!

Había tal odio en sus palabras que de haberlas oído el cura habría lanzado una interjección.

—Sí, señora— secundó Blas, algo temeroso y asustado por la desproporción que había entre la supuesta ofensa y el castigo.

—Muy bien, Blas. Pero ahora nos conviene descansar, ¿comprendes? Mira, hay que dar tiempo al tiempo, ¿de acuerdo? —el sacristán hizo un movimiento afirmativo con la cabeza—. Pues bien, ves a la cocina y que te den de comer que bien te lo has ganado.. ¡Ya te avisaré cuándo debes empezar de nuevo…

—Sí, señora. ¡Gracias, señora…!— cuando el hombre ya estaba pasando el dintel de la puerta interior, una nueva exclamación de la mujer lo hizo parar en seco y volverse en redondo.

—¡Ah! Debo felicitarte también por lo de la cabaña, pero otra vez espera a que se te ordene, ¿de acuerdo?

Blas hizo una nueva reverencia y desapareció escaleras abajo en dirección a la cocina, no fuese que la mujer le reclamase el botín de la casa del alcalde, que era lo que realmente le importaban en aquel momento.

 

3

Cuando Isabel y Marta fueron a pasar por el lugar donde Pacorro las aguardaba, la niña le sonrió inocentemente. El jefe de los Tiburones se quedó de una sola pieza pues esperaba, cuando menos, un mohín de disgusto.

—»¿Cómo? —barbotó, entre dientes—. ¿Me ha sonreído a mí?»

Que la niña no le dijese nada lo comprendía porque creía que le tenía miedo, pero que le perdonase… ¡No! ¡Eso no podía aguantarlo! Menos mal que estaba solo, porque si llegaban a enterarse sus inferiores, ¿qué pasaría? No lo sabía, pero se lo imaginaba. Así que como no podía tolerar el insulto, avanzó hacia ella diciendo:

—¡Eh! ¡Qué soy Pacorro!

Marta quiso pararse, pero Isabel la contuvo:

—Espera, este chico es quien te ha quemado la casa.

La chica se volvió más hacía el «tiburón» que avanzaba hacia ella dispuesto a aclarar el malentendido, pero fue tan repentino el movimiento que no pudo parar hasta estar casi juntos. Por eso, el zagal, se quedó plantado en el suelo perdida la arrogancia y ruborizado hasta la orejas: le parecía estar delante de su propia madre esperando una reprimenda después de haber hecho una travesura. Pero aún pudo balbucear:

—¡Soy… Pa… co… rro…!

—Ya te conozco —fue la tranquila respuesta—. ¡Tú fuiste quién me tiró la bola de barro esta mañana!

El orgulloso y flamante jefe infantil, sólo pudo decir:

—Yo… yo…— y se avergonzó de nuevo de ser un palmo más alto que ella.

—Después —continuó Marta con alguna dulzura—, has quemado mi casa.

Pacorro ya no sabía qué hacer con las dos manos y su nerviosismo llegó a límites insospechados cuando le oyó decir:

—Te perdono, pero no vuelvas a ser malo. Ten en cuenta que a Dios ni le gusta ni lo quiere.

Luego, apoyando su mano en su hombro, le preguntó:

—¿Me lo prometes?

El hijo de don Paco, sin saber mucho lo que hacía, le contestó afirmativamente con la cabeza, por lo que Marta se despidió de él:

—¡Adiós! Recuerda que me lo has prometido.

Luego se volvió hacia la asombrada Isabel y juntas, otra vez de la mano, continuaron andando hacia la casa de la mujer.

Pacorro estuvo aún un buen rato donde lo había dejado la niña. Se encontraba corrido y avergonzado porque había sido vencido por una chiquilla. Cerró los ojos y todavía vio los de ella clavados en su cerebro. Por un momento creyó que pedían protección; luego, desprecio y más tarde, reproche. ¡Pobre Pacorro! Al final, se marchó hacia su casa hecho un mar de confusiones, pues aquella tarde tenía una reunión muy importante en la «Cueva de los Secretos»… ¿Le reconocerían la derrota por las muecas de su cara? No lo sabía, pero no estaba tranquilo. Ya en casa y en la mesa, casi no quiso comer obligando a que su madre le preguntara:

—¿Qué te pasa?

—Nada…

—¡Déjalo! —medió su padre—. Aún debe estar cansado de hacer tantas gamberradas.

Le dolió que su padre pensase así de él, pero reconoció que era mejor no decir nada que tener que dar unas explicaciones que podían llegar a ser comprometidas…

 

4

Isabel le contó a Marta al alcance de su promesa matinal y lo débil que se sentía para llevarla a cabo.

Pero la niña le dijo:

—Dios da fuerzas a todo aquel que se lo pide de corazón. Si usted cree que lo necesita, hable con él y le ayudará. Además, yo misma le prometo interceder por usted en todo momento.

—¡Gracias, Marta —y le agradeció sus palabras con una sonrisa. Luego rodeó los hombros con su brazo y le dijo cariñosamente—: Ahora ves a descansar un poco, que bien te lo mereces.

Y mientras iban hablando del poder de la oración y del amor de Dios, la iba empujando hacia una habitación que estaba al lado de la suya. Allí, le señaló una pequeña cama y le ayudó a desvestirse. La niña se dejó hacer y al final, le agradeció todas sus atenciones con un beso en la frente. La mujer no pudo articular palabra y retrocedió de espaldas hasta la puerta del cuarto. Cuando logró salir, la cerró y se dejó caer llorando sobre la hoja de madera. Y lloró por su pasado, por sus pecados, por sus anhelos perdidos… ¡Por todo! Las cálidas y flojas lágrimas fluían a borbotones atraídas por aquel inocente beso.

Después, ya más tranquila, pensó que había hecho bien recogiendo a Marta…

La niña, ajena por completo a estos pensamientos, se había arrodillado a los pies de la cama y estaba orando:

—Padre mío, gracias por haber estado conmigo en un día tan difícil e importante… Ahora te pido que cuides de mi descanso y que des fuerzas a la señora Isabel para que te sienta y te siga. Por Cristo Jesús, amén.

Se levantó y vio en el suelo el sobre que le había dado el secretario. Sin duda se le había caído al desnudarse… Lo abrió precipitadamente, sentada encima de la pequeña cama, y empezó a leer:

—»Hija mía, cuando leas estas líneas ya no estaré contigo, pero quiero que sepas que nunca te olvidaré…»

Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas y por un momento no pudo seguir leyendo. Luego, más calmada, continuó:

—»Nací hace mucho tiempo en una ciudad junto al mar. Es muy bonita. Siempre quise llevarte allí para que la vieras y conocieras, pero nunca tuvimos ocasión de hacer el viaje; así que te la describiré un poco: Está rodeada por varias montañas y por el mar de tal manera que parece una perla dentro de una ostra. Sus calles y avenidas son anchas, bien formadas y limitadas por casas muy altas… algunas son mucho más altas de la torre de nuestra iglesia…»

La niña quiso continuar leyendo, pero se le cerraban los ojos de cansancio. Era natural, había pasado la noche en vela y las emociones del día la habían agotado. Así que, sin comer ni nada, se durmió con la carta entre las manos y una sonrisa en los labios.

 

5

Pacorro se dispuso a salir de su casa a media tarde para ir a la reunión. Se encontraba más calmado y, por lo tanto, más seguro de sí mismo. Pensaba con rabia, eso sí, en la promesa que había hecho a aquella mocosa y por poco se da con la puerta en las narices al salir a la calle. Una vez en ella, y mascullando una interjección, se encaminó al Basán, a la Cueva de los Secretos.

La cueva, llamada a veces «de las Reuniones», estaba situada a unos tres kilómetros del pueblo y en un lugar casi inaccesible. Sin embargo, los zagales conocían sus entradas y salidas a la perfección debido a la cantidad de veces que habían estado en ella.

Cuando Pacorro enfiló el camino que conducía a una de ellas después de haber dejado la carretera, ya encontró compañía. Todos los chicos, al verlo, fuesen del bando que fuesen, se hicieron a un lado respetuosamente dejándole pasar y así, uno y otros, llegaron a la cita cinco minutos antes de la hora fijada.

La cueva era una depresión natural que se abría debajo de una montaña llegando a alcanzar, en algunos puntos, una extensión considerable. Las grandes piedras que se habían desprendido con los años hacían las veces de sillas, las cuales, al estar situadas en casi en semicírculo, ayudaban a crear una especie de anfiteatro natural, sólo iluminado por la enorme imaginación de los zagales. Un pequeño riachuelo corría por el suelo partiendo en dos el hemiciclo, una circunstancia que les permitía separar sus fuerzas a la manera de las clases políticas de sus mayores (esta era el agua que utilizaban en sus largas ceremonias y algaradas). Dos piedras mayores que las demás, hacían las veces de tronos para sus jefes respectivos… La gruta era, pues, un buen refugio para ellos porque, aparte de estar tranquilos para descansar después de una ilógica descubierta, travesura o trastada, tenía unas extrañas y ciertas y pinceladas de misterio y aventura…

Y cuando el Tiburón en jefe apareció por la boca de la depresión, un sonoro ¡hurra! salió de las gargantas de sus seguidores que ya estaban ocupando su puesto. Éste, saludó con la mano a diestro y siniestro y ocupó su trono con ceremonia… Pronto apareció Andrés, que también fue recibido de la misma forma. Y cuando estuvieron todos en su sitio: Jefes, oficiales, sacerdotes y vasallos, el Pacorro levantó la una mano pidiendo silencio y tras los minutos de rigor, comenzaron los informes.

 

6

Don Paco estaba terminando de fumar la pipa que había encendido después de aquella accidentada pero muy rica comida dominguera, cuando encontró la idea que había estado buscando desde hacía rato.

Enseguida se la dijo a su mujer:

—Inés, ¡ya lo tengo!

—¿El qué?— le preguntó desde la cocina la sorprendida madre de Pacorro.

—Qué ya tengo trabajo para Marta. No es que sea muy adecuado, pero a falta de otro…

—Oye, que nosotros…— comenzó a decir la mujer saliendo de la cocina.

—Nosotros tenemos que ser agradecidos. Su madre te salvó de morir a causa de aquella enfermedad pestilente, ¿no te acuerdas? Ahora no podemos permitir que su hija se quede desamparada.

Sí, doña Inés recordaba aquellos solitarios y largos días pasados en el Hospital Territorial, en los que sólo Alicia la había cuidado sin protestar a pesar de no tener obligación alguna. Por eso tuvo que reconocer:

—Tienes razón, no podemos abandonarla… Pero, ¿qué trabajo vamos a darle?— ahora se sentó en el comedor al lado de su marido enjugándose las manos.

—Ya lo tengo claro. Como sabes José, nuestro pastor, tiene que casarse dentro de poco y necesita preparar sus cosas. Qué si las amonestaciones, qué si las consultas, qué si el arreglo de la casa… En fin, que nuestro rebaño del monte necesita un sustituto desde ya. ¿Entiendes?

Doña Inés adivinó los pensamientos de su marido, y se asustó:

—Pero Paco…

—Mira, Marta es una mujercita y estoy seguro que podrá hacer el trabajo. Además, dejaremos que baje a dormir al pueblo cada noche y José la acompañará a los pastos cada día. Así que por ese lado no tengas cuidado.

—No sé, no sé —la sencilla mujer quedó muy poco convencida pensando por pura debilidad, no en la seguridad de la niña, sino en el peligro real de que aplicase sus poderes infernales. Por eso, dijo—: Está bien así, si tú lo quieres. Pero, ¿no temes por nuestro ganado?

—¿Por qué he de temer? Marta es muy despierta, ya lo viste, y cuidará de él— contestó el hombre con naturalidad.

—No me has entendido. Me refiero a… ¡sus brujerías! Si las pone en práctica, nos quedaremos sin rebaño.

—Si Alicia hubiese empleado la misma mentalidad, tú no lo habrían contado, ni estarías aquí ahora —fue la irónica respuesta de don Paco—. Inés, debemos correr el riesgo puesto que su madre expuso su vida por ti y eso vale más que todos los corderos y cabras que podamos tener.

—Sí, tienes razón —terminó por reconocer su mujer, tras haber desterrado la última duda—. Ahora bien, antes de dar un paso de esta importancia, deberíamos consultar este plan con la sociedad de señoras…

—Inés —la interrumpió su marido, bastante picado—, esa dichosa asamblea os podrá dar órdenes a vosotras, pero es ridículo que traten de dármelas a mí. Tengo tomada mi decisión pues ya sabes que yo escojo personalmente a todos mis empleados. ¡Mañana Marta estará con nuestras ovejas, vamos, si quiere!

Tiró los restos de ceniza, se acomodó en su sillón y dijo por fin:

—Trata de localizarla y le comunicas nuestro acuerdo. Y ahora, déjame descansar un poco aquí que bien me lo he ganado.

—Está bien, duerme lo que quieras— terminó Inés mientras repasaba mentalmente cómo se defendería en la próxima reunión, delante de todas las mujeres que eran o pintaban algo en el pueblo.

 

7

Marta se despertó sobresaltada porque había tenido una pesadilla.

—»¡Qué extraño! —pensó—. Nunca me había pasado.»

Se había visto subida sobre una roca y desde allí había deslumbrado al pueblo entre brumas y sombras. Un lobo o un perro, no lo sabía bien, estaba a su lado, junto a sus piernas. Luego, había caído de rodillas teniendo la rara sensación de que algo caliente y viscoso le resbalaba por la frente. Una de las manos no la podía mover. Sentía que el animal se movía inquieto a su lado. Entonces se levantó y sintió un fuerte deseo de caminar, pero no lo pudo hacer sino gracias a un esfuerzo considerable y a costa de vencer grandes dificultades. En un momento en el que se volvió, vio al animal que la seguía… Luego llegó a una puerta de hierro y la traspasó, encontrándose en un recinto cuadrado lleno de postes y casitas. Caminando cada vez más mal, casi a rastras, se dirigió hacia un lugar donde había una luz poderosa. Entonces dejó de oír los jadeos del perro, se volvió a duras penas y lo vio tendido en la hierba que crecía en el suelo de la puerta. Sin poder hacer nada por él, siguió avanzando más triste sin poderlo evitar y al llegar al lugar que le atraía tan poderosamente, cayó de bruces… Al cabo de unos instantes que a ella le parecieron siglos, dirigió la vista a una de sus manos y notó que lo que aferraba tan fuerte era una pequeña cruz que, a su seco contacto, se agrandaba, se agrandaba, se agrandaba… Sintió frío y cuando se palpó los vestidos con la mano buena, notó que estaban empapados de agua de lluvia. Después creyó oír la voz de un hombre que no conocía y que la llamaba con insistencia, quiso volverse, levantar la cabeza, y cuando lo consiguió después de un esfuerzo máximo, vio los grandes rasgos del rostro que la miraba… Después, nada. ¡No, ya no se acordaba de nada más!

Desechó estos pensamientos con un mohín de extrañeza al tiempo de volvía a coger la carta de su madre que se había caído al suelo mientras dormía.

Y siguió leyendo:

—»Perdí a mis padres, a tus abuelos, cuando era muy pequeña. Así que me crié con una de mis tías que era muy buena y que se llamaba Antonia. Además, era cristiana evangélica. ¡No sabes las veces que he dado gracias al Señor por ello! Pero como entonces todos pasábamos grandes penurias económicas, me educó como pudo. Lo cual no le impidió llevarme a la iglesia cada domingo, pues creía que mi educación no sería completa si me faltaba el apoyo religioso.

—»Así que, poco a poco, me habitué a aquel hermoso ambiente. Y cuando era aún muy joven sentí la llamada del Señor y lo acepté como Salvador personal… Igual que hiciste tú aquella noche cuando te expliqué el verdadero significado de la cruz, ¿recuerdas?»

Marta no pudo detener una lágrima que corría por sus mejillas… ¡Sí, ya lo creo que se acordaba! Había sido en la barraca… El fuego que la había consumido aquella misma mañana se había llevado las cosas que más quería, pero no los recuerdos. Tenía ocho años cuando comprendió que Cristo había muerto en la cruz por la salvación de su alma… ¡Ocho años! ¡Qué noche tan feliz pasó con su madre en aquella ocasión!

Ahora, al recordarlo, su pecho se llegó de nostalgia pero aún pudo pensar:

—»A lo mejor mi casa era una nave real que era preciso quemar para que no me volviese atrás de mi promesa al Autor de todas las cosas. Debo entregar mi vida para su servicio. ¡Ahora más que nunca me doy cuenta de que necesito vivir una vida tal y como Cristo la vivió!»

Después exclamó en voz alta, cómo si hablase realmente con una persona que estuviese a su lado:

—¡Pues sí, mamá, me acuerdo!

Luego, más calmada, continuó la lectura:

—»Trabajé en aquella iglesia local varios años. Enseñaba la Biblia a los niños y a los jovencitos. Y fíjate, tenía tanto éxito, no mío claro, que venían a mi clase casi todos los chicos del barrio que no tenían ocupación alguna y vivían en las calles.

—»Un día se organizó una campaña de evangelismo por las casas y calles del mismo, en la que colaboramos todos los jóvenes con gran entusiasmo. A mí me tocó ir con un grupo que tenía como meta las peores calles, pero allí, Dios nos bendijo grandemente, pues fueron muchas las personas que vinieron al conocimiento de la verdad de Jesucristo a través de nuestras predicaciones. Cierto día, entramos en una casa de una familia simpatizante, la cual, al tener conocimiento de nuestra visita, había conseguido reunir a muchos vecinos y amigos. Cuando al llegar vimos a tanta gente, nos maravillamos del poder de Dios. El predicador que iba con nosotros hizo un sermón que fue escuchado hasta con reverencia. Luego, a mí me tocó cantar un himno y lo hice un poco sobrecogida por la real presencia de tantos rostros que necesitaban paz. Entre ellos vi a un hombre que iba mal vestido, pero que me pareció noble y sincero a juzgar por sus ojos, además… era muy guapo. Ya sabrás lo que es eso. Bueno, cuando me descubrió ya no dejó de mirarme ni un solo momento. Mas tarde me enteré que era sobrino del dueño de la casa donde estábamos… Te cuento todo esto porque constituyó para mí la base de la vida… Después nos vimos en varias reuniones y empezó a crecer en nosotros la llama del amor… Pero me di cuenta a tiempo que no debía amarle porque él no era creyente y así se lo dije un día en que habíamos salido juntos a pasear por el barrio… entonces nos separamos con dolor, él jurándome amor eterno y yo dispuesta a no verle más.

—»Al domingo siguiente estaba en la iglesia como si no me conociese y tras varias asistencias a nuestros cultos, aceptó al Señor…

—»Aquella misma noche me ofreció su amor… y yo, yo lo acepté porque ya nada me separaba de él.

—»Nuestra boda tuvo lugar un hermoso domingo por la mañana después de tres largos meses de relaciones: ¡Qué felices fuimos durante un tiempo! Cristo reinaba en nuestro hogar y su paz se dejaba sentir entre nosotros. Un año después, viniste al mundo y a partir de aquel momento no hubo una pareja más feliz que la nuestra… Luego, por desgracia, tu papá volvió poco a poco a su vida anterior a causa de un fracaso comercial. Y me di cuenta con horror, que su entrega a Cristo había sido puramente emocional y tal vez para conseguirme. De esa manera, su existencia fue de mal en peor a pesar de mis amonestaciones y pronto fueron muchas las noches que llegaba a casa algo bebido. Yo aguantaba a su lado porque era mi deber, a pesar de que mis amistades me aconsejaban lo contrario…

—»Una noche ya no volvió.

—»Para pagar sus deudas del juego y del vino, tuve que vender los muebles y, más tarde, nuestro piso. Después, me enteré por una amiga que tu padre estaba perdido por completo y en brazos de Satanás… Marta, si supieras cuánto lo he querido y cómo oraba a Dios para que me lo devolviese, estarías de acuerdo conmigo al pensar que un día se arrepentirá de todos sus errores y volverá al camino del Señor… ¡Si Cristo estuvo en su corazón aunque fuese un solo momento, no puede perderse! Hija, ora cada día para que vuelva… A mí ya no me encontrará, pero quedas tú…

—»Después de haber pagado sus deudas y de haberme quedado sin nada, me vi obligada a dejar la ciudad de Barcelona e ir a vivir a Huesca, a casa de una amiga de la infancia que siempre me lo estaba ofreciendo. Pero al ir hacia allí y pasar por este pueblo, me pareció tan tranquilo y bonito que consideré seriamente establecerme aquí y levantar mi propio refugio.»

—»Pobre mamá —pensó Marta—. ¡Cuánto ha tenido que sufrir en esta vida!

Luego prosiguió la lectura:

—»Aconsejada por la dueña de la posada El Lobo, compré un pequeño solar con lo poco que había salvado y construí la barraca, animada continuamente por tu presencia, pues tu compañía me daba fuerzas para seguir luchando. Pero, ya lo sabes, a través del tiempo, la tristeza por el cruel abandono de tu padre, la creciente y dura incomprensión del pueblo y los trabajos forzados que me vi obligada a hacer para subsistir, minaron mi salud. Este invierno cogí una pulmonía, a raíz de aquel aguacero que me sorprendió en el campo, y no pude curarme del todo porque el médico no quiso ayudarme…

—»Por eso, sabiéndome condenada a muerte, escribo esta carta aprovechando que te has ido a pasear y que no tengo nada más que hacer. No guardo rencor a nadie ni quiero que tú lo tengas tampoco. Así que perdona de todo corazón al pueblo y a todos los que me trataron tan mal. Y si algún día vuelves a ver a tu papá, dile que ya le he perdonado también y que le he querido mucho… Además, dile que se arrepienta de sus pecados si quiere reunirse conmigo en la eternidad…

—»Sólo me sabe mal dejar esta tierra porque estarás sola. Pero no temas, Cristo te guardará.

—»Marta, hija mía, ¡sé una digna hija de Dios!

—»¡Hasta luego…!

—»Tu madre que no te olvida… Alicia Bargas.»

La carta terminaba… y muy a tiempo.

La niña se dejó caer desfallecida sobre la almohada y rompió a llorar con todas sus fuerzas. ¡Cuántas cosas comprendía ahora! ¡Santos, el médico, era un ruin! ¡Sabía que su madre estaba enferma y no había querido ni verla ni ayudarla ni curarla! ¡No había en el pueblo ni un solo justo! ¡Todos habían sabido de su pobreza y nadie había abierto la mano!

Después pensó, entre lágrimas y suspiros, que ella debía vivir de tal forma que todos vieran hasta donde llegaba el amor de una madre muerta y el de una hija viva.

Y así la encontró Isabel cuando entró en el cuarto con la comida: Los ojos enrojecidos por el llanto, el pelo revuelto y la carta arrugada por el peso del cuerpo.

—¿Qué te pasa?

Marta levantó un tanto la cabeza, mientras decía:

—Acabo de leer la historia de mamá y es muy triste.

—Comprendo pequeña… Mira, mira, si quieres, de hoy en adelante vivirás conmigo.

—No quiero molestar.

—Insisto pues estoy decidida, ¿qué contestas? Al menos mientras rehaces tu vida.

—Pues…

—Mira, nos podemos ayudar mutuamente, pues las dos necesitamos confiar en alguien.

—Sí, creo que me encantará vivir aquí. ¡Muchas gracias!

—Estupendo… sólo queda saber si no te molestará lo que la gente pueda decir de ti.

—¡Oh, no! Ya me llaman bruja, qué más me da que me llamen otra cosa si todo es mentira. Estaré muy contenta de vivir con usted.

—¡Gracias! —ahora fue Isabel la emocionada—. ¡Gracias por querer vivir conmigo…! Y ahora que ya somos amigas, voy a decirte un secreto: Quiero cambiar de vida y para comenzar me buscaré un trabajo honrado, ¿me ayudarás a encontrarlo?

—¡Claro que sí! —la niña se levantó con la cara iluminada ante la posibilidad de la conversión de una nueva María Magdalena—. ¡Sí, juntas lo conseguiremos! Además, yo también puedo trabajar y colaborar así en los gastos de la casa.

Se abrazaron las dos: La una, como agarrada a un clavo ardiendo; la otra, como escalera de apoyo y terreno fértil para el Evangelio.

Marta sentía un gozo inmenso cada vez que tenía la ocasión de predicarlo, de hablar de Jesús. Lo tenía muy claro. Cristo mandó a sus discípulos que fueran a predicar sin importar a dónde ni a quién. Dios siempre es el mismo y podía, por lo tanto, perdonar los pecados de Isabel si ésta se lo pedía.

Contenta con esta posibilidad, se deshizo del abrazo, saltó de la cama olvidándose de sus propios problemas, se vistió y cogida del brazo de la mujer bajaron a la cocina con la bandeja de la comida intacta.

 

8

El primero en hablar en la reunión de los muchachos, fue un crío que con gran desparpajo dijo que ya que en el pueblo había un jefe natural, debían aprovecharlo. Luego, tras reseñar las últimas aventuras de Pacorro, inició la ronda de ¡vivas! y ¡salves! Veinticinco voces de otros tantos «tiburones», le contestaron entusiasmados.

A todo esto, los «águilas», permanecían callados a la espera de que se levantase algún orador de su bando. Al cabo de unos minutos, y al ver que nadie se decidía, miraron ostensiblemente a un muchacho de cara pecosa y pelo de maíz que estaba mordiendo con rabia su goma de mascar. Éste, al notar que la vista de sus compañeros convergía en su persona y que no tenía más remedio que intervenir por aquello de la buena fama ganada en mil y una escaramuzas verbales, se levantó con parsimonia y dijo, dejando caer las palabras:

—Estoy de acuerdo con el hecho de que Pacorro ha sido el héroe del día de hoy, pero a no ser por los «águilas», los «tiburones» se habrían quedado en el río para siempre.

Un ¡hurra! lleno de entusiasmo salió de las gargantas de los fieles a Andrés el Tigre, ante la ocurrencia de su buen portavoz que hacía referencia a una aventura pasada y ganada. Tanto gritaron y se desgañitaron, que muchos «tiburones» se levantaron a medias en una clara actitud amenazadora. Sólo la pacífica pose de Pacorro, les calmó un tanto. Felipe, el monaguillo, que ya hacía la señal de la cruz ante la inminencia de un combate, se tranquilizó un tanto al ver como su duro jefe se levantaba con la diestra extendida, y decía:

—Tranquilos, no hemos venido aquí para pelearnos ya que, de lo contrario, pagaríais vuestra afrenta con sangre. (Abucheos y ¡vivas!). ¡Un momento! Os recuerdo que hoy estamos aquí para comentar los últimos acontecimientos y determinar nuestra futura actitud respecto a Marta. Así que, venga, queda abierta la sesión.

El hijo de don Paco se sentó en la piedra una vez que pudo restablecer el silencio. Enseguida, empezaron las peticiones de palabra a la presidencia. Al cabo de un momento de indecisión, se levantó el delegado de los «águilas» y tras la venia de su jefe, dijo haciendo uso de la palabra concedida:

—Lo que ha pasado —ahora hablaba con algo más diplomacia—, tanto si se lo debemos a un bando como al otro, ha estado bien. Creo que nuestra actitud debe seguir siendo la misma en el futuro. Debemos acabar a toda costa con las brujerías de Marta y, si me apuráis, ¡con la bruja misma!

Un enorme griterío corroboró las palabras del orador hasta que Felipe, puesto en pie, pidió silencio. Cuando todos se dieron cuenta, se callaron rápidamente, pues era mucho el respeto que tenían al monaguillo gracias a su cargo y sinceridad. Luego, el chico, vuelto a la presidencia y conseguido el permiso necesario, habló en los siguientes términos:

—»Tiburones del Mar», «Águilas del Aire», os hablo desde el punto más alto de mi conocimiento, aquel que me hace indagar las cosas hasta llegar al punto central de cada cuestión. Por eso puedo afirmar por los ¡clavos de Cristo! (este era el juramento más sagrado entre ellos), que Marta no es una bruja —un silencio pesado y de mal agüero se adueñó del ambiente de la cueva—. Es posible que os extrañen mis palabras, pero tengo pruebas que secundan mis convicciones… Todos sabemos que las brujas son y pertenecen a un mundo irreal y que, por lo tanto, carecen de sentimientos. Pues bien, ¡he visto llorar a Marta con mis propios ojos! Y vosotros también. ¿Quién no la ha visto llorar delante de su cabaña? Lo repito, ¡Marta no es una bruja!

Inmediatamente se estableció una discusión entre los dos bandos y aun entre los componentes de uno mismo. Y en un momento dado, Pacorro, recordando la promesa como en una neblina, se levantó dispuesto a intervenir:

–Compañeros, amigos… Quiero corroborar la opinión de Felipe —su figura había conseguido un relativo silencio—. ¡Marta no es una bruja!

El pecoso portavoz de los «águilas», rugió con desprecio:

—¡Bah! ¡Lo que pasa es que le tienes miedo!

Ahora la pelea fue inevitable: Pacorro saltó de su estrado y se abalanzó sobre aquel aguilucho que se había atrevido a insultarle. Pero antes de que llegase hasta él, muchos «tiburones» lo habían hecho ya y atacaban en tropel al altivo e irrespetuoso muchacho. Enseguida, los «águilas» acudieron en defensa de su compañero que trataba de esconderse de la avalancha que se le venía encima. Sólo los sacerdotes fijos de los dos bandos se quedaron sin intervenir en la lucha porque estaban rezando en sus piedras respectivas…

Aquel fue el combate más espectacular que vieron los siglos: ¡»Tiburones» contra «águilas»!

Al cabo de un rato, algunos ya estaban heridos a causa de las pedradas o los puñetazos y la pelea habría acabado bastante mal si Pacorro y Andrés, que en aquel momento estaban luchando a brazo partido, no se hubieran parado exclamando:

—Pero, ¿qué estamos haciendo?

Corrieron a sus puestos y a gritos y gesticulaciones lograron acabar con aquella fratricida lucha civil. Pero el cuadro que ofrecía el campo de honor era desolador: Las camisas domingueras rotas, los pantalones deshechos, las cabezas ensangrentadas, los zapatos desbocados… De todas maneras y al conjuro de las voces de sus oficiales, todos se quedaron firmes sin tiempo siguiera para alisarse el pelo o para quejarse de las heridas.

El pobre pelirrojo casi no podía sostenerse en pie…

Habló Andrés el Tigre por aquello de que ahora le tocaba hacerlo:

—¡Muchachos! ¡Marta no merece si una gota de nuestra sangre! ¡Acabemos con ella!

Nadie se atrevió a abrir la boca hasta que lo hizo Pacorro:

–—Yo también creo que Marta representa un peligro para la estabilidad de nuestra comunidad! ¡Acabemos… con ella!

Ahora los zagales se despacharon a gusto y un recio y prolongado ¡hurra! recorrió la Cueva de los Secretos de punta a punta.

 

———

CAPÍTULO SEXTO

EL CAYADO DIVINO

  1

La mujer de don Paco había delegado el encargo al pastor. Así que éste, salvando las primeras reticencias, se fue a ver a Marta aquella misma noche y le comunicó la oferta de su dueño. La niña aceptó el trabajo después de saber lo que se esperaba de ella y de haber consultado el caso con Isabel. Estaba muy convencida de que todos los trabajos son buenos si eran honrados. Además, salir un poco del pueblo, cambiar de aires, hasta podía resultar beneficioso.

Quedaron, no obstante, que por las noches bajaría a dormir a casa de Isabel, su nueva protectora. Y cuando se fue el pastor, que parecía buena persona, las dos se acostaron en su cama empezando a ver el horizonte libre de nubarrones.

 

2

Pero muchos no pudieron dormir aquella negra noche. Sobretodo, la mayoría de las mujeres que antes habían prometido ser amorosas y no lo habían cumplido. En cuanto a los hombres, lo tenían peor. Habían sido responsables directos de lo ocurrido y no las tenían todas consigo. Claro que la mayoría de ellos, imaginándose un insomnio producido por los remordimientos, habían tomado varias copas de más en su visita diaria a la taberna. Y muchos se excusaban ante sus mujeres diciendo que las habían tomado porque era fiesta, pero todos sabían que lo habían hecho para tratar de olvidar la figura de la niña delante de la casa ardiendo. Tanto es así, que en el bar no habían hablando de otra cosa: ¡Habían ido demasiado lejos en su venganza! Por ese motivo, fueron muy pocos los que aguantaron en la taberna hasta la hora acostumbrada… Primero unos y más tarde otros, fueron marchándose a sus casas poniendo una excusa cualquiera.

El último en marcharse del bar más importante del lugar, fue el sacristán, a quien la conciencia martirizaba de forma especial. Había bebido mucho para acallarla y la verdad es que no lo había conseguido. ¡Aún pensaba con horror en las campanas que tocaban solas, en las llamas… y en el dinero! Por fin, después de hacer verdaderos esfuerzos, abandonó el local diciendo para su coleto que todo lo que sentía era fruto del alcohol ingerido. Pero no, no lo hizo tranquilo, cada piedra parecía una sombra que trataba de agarrarlo, cada ruido un enemigo, cada ladrido un susto y un aviso… Así avanzó dando tumbos y eses, esquivando farolas y esquinas, hasta que llegó a su casa. Después de varios intentos por colocar la llave en la cerradura de la puerta, la pudo abrir y entró sin vacilar atracándola con rapidez para que no se colase ningún fantasma… ni vivo ni muerto. Luego, pensándolo mejor se dijo que si la cerraba y había ya alguno dentro de la casa no podría salir y ni corto ni perezoso la abrió de par en par, aunque con la parsimonia de un cerebro alcoholizado.

 

3

El médico, más frío y calculador, sabiendo lo que podía pasar, bajó a su dispensario y se tomó de golpe cuatro tabletas contra el insomnio. Así que, después de reírse para sus adentros por haber burlado a la conciencia, se desvistió con rapidez y se acostó en espera de que el nacimiento del sol anunciase el advenimiento de un nuevo día.

 

4

Ballocinca empezó a despertarse cuando la luz era un hecho en la mayor parte del pueblo. Era lunes, pronto se abrieron las primeras puertas y los hombres se fueron a sus ocupaciones agradecidos por tener la oportunidad de olvidar el sentimentalismo del día anterior a fuerza de dar o luchar contra los estragos de la tormenta.

Siguiendo el plan acordado, José fue a buscar a Marta y juntos marcharon hacia las afueras del pueblo, donde se ubicaba el corral de don Paco. Abrieron las puertas del redil y el rebaño empezó a salir atropelladamente. A la niña le gustó aquello desde el principio… Llevaba puestos unos pantalones de Pacorro que doña Inés le había dado a través del pastor y una cazadora de piel de la misma procedencia. Completaba su atuendo con unas botitas de piel de toro para evitar dañarse con los guijarros del monte y una especie de cayado que le había regalado José. Este regalo, sobre todos, le hizo mucha gracia porque pasaba más de dos palmos por encima de su cabeza. Por último, llevaba al hombro un morral de piel de oveja en el que guardaba las cosas más útiles.

Además, no desconocía el oficio del todo, pues raro era el chico o la chica que no lo hubiera ejercido o visto ejercer en algún momento de su vida. Por eso estuvo enseguida metida en ambiente. Y más contando con la experiencia de José. Ahora mismo ya estaba dejando paso a un perro enorme a la zona del rebaño, el cual se reorganizó de inmediato. Era el guardián del corral que, al menor ruido, ahuyentaba a los posibles ladrones con la fuerza de sus intermitentes ladridos. Su salvajismo y valentía tenía fama en todos los alrededores y nadie se atrevía a molestarlo o a intentar robar. ¡A veces, asustaba hasta los tranquilos caminantes que pasaban cerca de las tapias del recinto…! Se llamaba Leal y era un lobo, o mejor, un perro lobo. José lo había recogido de pequeño en una cañada hecho un guiñapo. A la sazón tenía dos años de edad y presentaba un aspecto magnífico: La cabeza alargada, orejas hacia arriba y hacia adelante, colmillos desarrollados, ojos muy vivos, lomo recto y en línea ascendente, patas gruesas y firmes, músculos en tensión y cola inquieta… Medía casi un metro de estatura, desde el suelo hasta la parte más alta de las orejas y era negro como la noche a excepción de una mancha blanca entre los ojos.

Al ver a la niña se plantó a unos pasos de ella gruñendo recelosamente, pero dejó de hacerlo cuando José, de un grito, lo mandó hacia la cabeza del rebaño. Luego, los dos cerraron la puerta del redil y se pusieron en camino hacia los pastos de don Paco.

El animal miraba a la niña de vez en cuando y gruñía hasta que, al cabo de un rato, sus recelos se vinieron abajo por el sonido y la fuerza de la voz de Marta. ¡En una ocasión hasta se permitió el lujo de rozar su cuerpo contra la pierna de ella! Pronto, en la primera jornada, la normal naturalidad fue la constante en sus relaciones.

José estaba diciendo a Marta:

—Ya verás como esto te gustará. Leal es muy bueno cuando se le trata con cariño, aunque es indispensable que de vez en cuando le demuestres quién es el que manda. Claro que como estará a tu cuidado a partir de ahora y en tanto dure la sustitución, a ti te toca elegir la táctica que deberás emplear con él. ¡Lo que sí quiero decirte es que hace honor a su nombre!

—De acuerdo, gracias José por tus explicaciones. ¡Es precioso!— dijo ella, y aprovechando que el animal estaba cerca en aquellos momentos, le acarició el lomo. El perro saltó hacia atrás como un rayo y allí se quedó plantado, en actitud defensiva, hasta que José le riñó a grito pelado. Claro, con esta lógica, el lobo se calmó un tanto, pero desde entonces se separó de la niña.

—Es un poco raro —explicó el pastor—, pero pronto coge cariño.

—La verdad es que me da un poco de miedo— dijo Marta, a guisa de respuesta.

—No temas. Leal es incapaz de hacerte daño. Lo que le pasa es que tu caricia le ha sorprendido. Nadie le había tocado nunca excepto yo… Háblale despacio, dile cosas y verás que pronto os hacéis amigos.

—Sí, eso haré— y la niña lanzó una furtiva mirada al animal que le seguía a varios pasos de distancia, azotándose incansablemente los costados con la cola, pero mirándola de reojo.

Pronto llegaron al lugar.

La zona de pastos era un pequeño valle que tenía hasta una especie de lago, rodeado de hierbas silvestres por todas partes. La tempestad del sábado también había dejado allí sus huellas, pero para hacer que el pasto se viese más verde y tierno que nunca.

—¡Es precioso!— exclamó Marta, al verlo desde la pequeña loma que daba acceso a la hondonada.

—Ya sabía que te gustaría —concedió el pastor, mientras continuaban avanzando; luego, señaló una casita que se levantaba casi en el centro mismo del campo—: Aquel refugio es para cuando llueve. Además, la puerta siempre está abierta para que pueda cobijarse cualquier caminante. Yo la utilizo casi siempre para dejar mis cosas y tú puedes hacer lo mismo.

Bajaron los dos a buen paso mientras las ovejas se desparramaban por las laderas, y se acercaron a la casa. Una vez allí, se sentaron los dos a descansar hasta que José, después de darle las últimas instrucciones, le dijo:

—Bueno, debo irme.

Después, sacando de su morral una honda y una navaja, se las entregó a la niña mientras le decía:

—Por si te hacen falta.

—¡Gracias, pero no…!

—¡Quédatelas! Ya me las devolverás algún día… Oye, ¿te atreves a quedarte sola?

—¡Sí!

—Me sabe mal que tengas que trabajar al día siguiente del entierro de su madre, pero…

—¡Oh, no te preocupes! Ya no puedo hacer nada por ella y las oportunidades hay que aprovecharlas cuando se nos presentan.

—Sí, sí, claro… Bueno, ¡adiós! Hoy vendré enseguida que pueda…

—¡Gracias! Ve tranquilo que Dios está conmigo y no puede pasarse nada.

—Sí, claro, claro. ¡Hasta luego!

—¡Adiós!

El pastor se marchó con sentimiento después de haber pegado cuatro gritos a Leal, el cual quería seguirle.

Marta, mientras tanto, se volvió a sentar a la sombra de la choza observando como las ovejas pastaban a su gusto.

—»¡Qué hermoso es todo esto!»— pensó por enésima vez.

Sacó la Biblia de su macuto y la abrió por el Salmo 23. Después de leerlo con calma entendió perfectamente su significado porque se encontraba en su elemento. Allí, en la soledad, en medio de la naturaleza, aprendía a vivir. Por eso, al estudiar la Palabra de Dios, nuevas esperanzas empezaron a gestarse en su pecho. ¡Qué placer sentía al leer la Biblia en medio de la obra creada por el Señor! Los validos entrecortados de las ovejas, los guturales gruñidos del perro, el piar de los pájaros, el susurrar cabezón de los insectos, el croar de las ranas y el suave olor de las flores, eran el mejor marco posible para estudiarla… ¡Cómo descubría en ella nuevas y sorprendentes perlas!

Leal, echado sobre sí mismo, no dejaba de mirar a su nueva ama hasta que ella, al darse cuenta de la fuerte insistencia, lo llamó:

—Leal. ¡Leal! ¡Ven a mi lado!

El animal movió las orejas y agitó la cola violentamente pensando, quizá, que aquella mocosa tenía una bonita voz y que a lo mejor valía la pena acercarse un poquito más. Cuando ya estaba a punto de hacerlo, el valido asustado de una oveja, le hizo ponerse en pie de un salto. Marta miró también hacia el rebaño y vio, en un extremo del mismo, un grupo apelotonado de animales que ahora balaban sin cesar. Sin pensárselo dos veces, se levantó y corrió hacia allí a la par que gritaba:

—¡Vamos Leal, vamos!

El perro se puso a su altura a grandes saltos y cuando llegaron al lugar en cuestión, comprendieron el por qué del espanto colectivo. En el suelo y en medio de un calvero pequeño, una fea serpiente erguida mostraba su lengua viperina. Leal fue rápido: Se erizó, rugió y atacó con furia. Marta, por su parte, esperó angustiada el desenlace de la pelea con el cayado preparado. Pero ni ella tuvo que intervenir ni el final se hizo esperar mucho, porque el perro resultó ser un luchador magnífico. En un momento dado, había hecho una finta logrando atrapar el cuello del reptil con sus colmillos… ¡Un crujido y el animal se deshizo del cadáver! Luego miró a su ama como esperando algo. Ésta, que estaba muy contenta con él, dejó a un lado su propio miedo y se aproximó logrando acariciarle la cabeza y el lomo sin recibir a cambio ningún aspaviento… Después, perro y dueña, se fueron a la sombra de la cabaña en espera de nuevos acontecimientos.

La mañana pasó muy lentamente y el sol, ya en su cenit, calentaba con toda su potencia. Tanto, que las ovejas, por instinto, buscaron una sombra debajo de los arbustos y matorrales y se tumbaron sobre la hierba a rumiar el banquete. Marta comprendió que había llegado el mediodía por la sombra que proyectaban las cosas y por el aguijón que sentía en el estómago; así que, abrió el morral, sacó la comida que Isabel le había preparado y después de dar gracias por los alimentos, empezó a comer dándole al perro una buena parte. Luego, tras haberlo acariciado y recomendado que vigilara atentamente, se recostó sobre la dura pared de la cabaña y se durmió.

 

5

Las señoras tenían sus reuniones periódicas en casa de doña Lucía, en una habitación habilitada al efecto. Y allí trataban del ornato de las fiestas, del mantenimiento del Hospital Territorial, de una mejor eficiencia en la escuela  y de la buena administración de la beneficencia. Aunque en honor a la verdad debemos decir que de estos asuntos trataban poco, y lo que es peor, hacían menos. No hacía falta más que mirar a las celebraciones pueblerinas para darse cuenta del escaso tiempo que empleaban en su organización. La mayoría resultaban aburridas y faltas de contenido y aun lo que brillaban, que era poco, se debía a los acuerdos conseguidos por los hombres entre copa y copa. En cuanto al hospital, incluso mirándolo con ojos bondadosos y poco exigentes, uno podía darse cuenta de lo abandonado que estaba. Carecía de personal, más el especializado y desconocía las más elementales normas de higiene. La ropa, el vestuario y casi todo el instrumental eran usados y caseros, porque no dependían de ningún organismo oficial a pesar de la sonoridad del nombre. Por otro lado, escuela municipal, estaba ubicada en un antiguo corral al que le habían hecho una mala habilitación. La mayoría de los bancos estaban destrozados y las mesas, lo eran todo menos pupitres. Lo más lamentable del caso es que cuando llovía se tenían que anular todas las clases porque era imposible aguantar las innumerables goteras. Y en cuanto a la administración de la beneficencia lugareña, no era digna de imitar ni aun por las sociedades benéficas más atrasadas del planeta.

Lo que de verdad hablaban, ya quedó dicho antes, era de los chismes del lugar. Naturalmente, algo disfrazados, pero chismes al fin. Discutían de los últimos acontecimientos, de sus hazañas con sus propios maridos, de la forma en que gobernaban sus casas…

Cierto día, cuando trataban de la prioridad de la mujer en la familia, Tomasa, la carnicera, dijo:

—Decís que la cabeza de la familia somos nosotras; pues bien, ¡yo no estoy de acuerdo! ¡Son los hombres!

Un murmullo de total desacuerdo de dejó oír entre las asistentes. Sabían que era cierto lo que decía su amiga pues, en aquel pueblo perdido, eran consideradas poco menos que siervas, pero les gustaba hacerse a la idea de lo contrario, al menos hasta que llegaban a sus casas. Por eso protestaban. Pero todas rompieron a reír a carcajadas cuando oyeron el final de la frase:

—…¡Sí, la cabeza de la familia son los hombres, pero nosotras somos el cuello que la hacemos mover cuándo y hacia dónde queremos!

Y así iba todo. Pero como no querían que sus maridos sospechasen su evidente pérdida de tiempo, daban un cierto cariz oficial a estas reuniones haciendo que las convocase el alguacil a voz en grito anunciando, incluso, los asuntos que iban a tratar.

Por eso, al oír la llamada de la trompeta torcida, salieron de sus casas con prisa en dirección a las esquinas rodeando al pregonero. Y cuando Andrés el Tuerto expuso a gritos el temario, más de una frunció el entrecejo. Lo que ocurría era bastante sencillo: ¡Doña Gertrudis cumplía su promesa y las convocaba para tratar del tema de Marta! Mas, por otra parte, el asunto prometía ser interesante… Así que, cuando fue la hora, muchas mujeres dejaron sus quehaceres domésticos y se dirigieron hacia la casa del médico.

Doña Lucía, que también había sido cogida por sorpresa por la premura del bando, hizo preparar rápidamente el local y mientras llegaban la más rezagadas, se acicaló más de lo normal.

Cuando estuvieron todas, incluso la alcaldesa, se abrió la sesión.

Se empezó hablando de muchas cosas irrelevantes, ya que ninguna quería abordar de golpe la cuestión ni ser la primera en plantear el problema por aquello de que podían tacharla de colaboracionismo o simpatía hacia la niña.

Ante esta circunstancia, doña Gertrudis no tuvo más remedio que anunciar abierta la discusión del porvenir de Marta pues, al fin y al cabo, ése era el motivo de aquella reunión extraordinaria.

Un silencio momentáneo acogió su sugerencia.

—¡No sabemos qué hacer con ella!— apuntó una de las más decididas por fin.

—¡Es una bruja!— bramó, más que habló, doña Lucía.

Durante varios minutos, estas voces y otras por el estilo, se extendieron por toda la sala. Pero la emoción y la rabia explotaron cuando doña Inés, puesta en pie, anunció con algún reparo que Marta trabajaba ya para su marido.

Fue como si una bomba hubiese reventado en medio de todas…

—Lo siento —aclaró la mujer de don Paco—, ha sido mi marido quien lo ha decidido de pronto… Así que, de momento, nosotros nos encargaremos de ella.

Silencio.

Cuando doña Antonia clausuró la sesión por no haber más asuntos que tratar, les faltó tiempo a todas para rodear a la madre de Pacorro y bombardearla con pasión demoníaca:

—¡Es una hereje!

—¡Está endemoniada!

—¡No cree en la Virgen de Loreto!

—¡Es una bruja!

—¡Tiene relaciones con el diablo!

—¡Te matará todas las ovejas o te las hará malcriar!

—¡Se llevará la hombría de tu marido…!

—Es posible que sea todo eso y que me pase todo lo que me anunciáis —respondió doña Inés, que estaba casi fuera de sí y después de haber respirado hondo—, pero su madre me salvó la vida cuando ninguna de vosotras se atrevía acercarse ni a la esquina del hospital. Por otro lado, ¡qué pronto habéis olvidado sus favores!

Y a renglón seguido señaló a cada una de ellas lo que se sabía que debían a Alicia. Por eso, la reunión resultó ser un fracaso. Y es que muchas terminaron por darle la razón tras haber oído sus argumentos. Claro que, la verdad, también hubieron otras que la criticaron, pero no porque habían decidido ayudar a Marta sin su consentimiento, sino por haber acatado sin rechistar la decisión de su marido. ¡Cómo si ellas no hicieran otro tanto! Total que, corridas y avergonzadas, se fueron hacia sus hogares mascullando para su coleta algunas nuevas ideas que hicieran posible recuperar su orgullo.

Doña Lucía, más que ninguna, no estaba dispuesta a que aquello terminase de aquella manera. ¡Era preciso hacer algo para estorbar el incipiente bienestar de Marta…! Por eso mandó llamar al sacristán a su presencia. Y cuando lo tuvo delante, le ordenó que continuase robando para echar las culpas a la niña del mismo modo que antes las habían echado a su madre.

Claro que Blas, olisqueando el pastel, repuso:

—Mire doña Lucía, es mejor que se olvide durante un tiempo de todo esto porque la gente no está para brujerías. He hecho algunas tentativas y…

—¡Lo que ocurre es que empiezas a tener miedo!— le increpó la madre del médico.

—Pues, algo hay de verdad en eso. Miré, esta noche la he pasado en vela porque no me han dejado dormir tantos remordimientos, así que tengo ganas de dejarlo de una vez, antes de que sea descubierto nuestro juego y nos resulte fatal.

—Lo siento, pero ahora ya no podemos parar —dijo doña Lucía—. Tenemos que seguir y si dudas… no tendré más remedio que ir a ver a nuestro alcalde y decirle cuatro cosas relacionadas con los robos de Ballocinca y de su propia bodega. Te advierto que él me creerá aunque empeñes tu palabra contra la mía. En ambos casos irás a la cárcel: Si hablo yo, por ladrón y si lo haces tú… por difamador.

—¿Yo? ¡Jamás se me ocurriría denunciarla…! En fin… No es que me disguste toda esa faena, pues saco buenos beneficios, es la conciencia la que no se presta.

—Lo comprendo… Mira, a cada nuevo golpe te pagaré el doble de lo convenido y además podrás quedarte con todo lo que robes. ¿Acalla esto tu conciencia?

—¡Por completo!

—Pues, que no se hable más —terminó doña Lucía—. ¡Al trabajo!

—¡Sí señora!

—Bien, de todas maneras vuelve más tarde porque quiero conversar con mi hijo para ver que orientaciones podemos dar a nuestro plan…

 

6

Marta se despertó muy avanzada la tarde y se extrañó de haber dormido tanto. Miró a su alrededor para ver si había pasado algo anormal y notó con satisfacción que todo estaba en orden. Se levantó, estiró las piernas y se encaminó al lago para saciar su sed. Cuando llegó a la orilla y se inclinó hacia delante, vio su imagen reflejada en la superficie del agua y se sorprendió. Fue tan inesperada la visión que no pudo evitar el sonreír. ¡Qué cambiada estaba! La originalidad del traje que llevaba, el sol que le había tostado la cara y el cabello suelto habían hecho el milagro. Sí, a la luz de aquel atardecer, su figura adquiría áureas aunque extrañas connotaciones o, cuando menos, no descubiertas hasta la fecha. Pero lo que más se destacaba en aquel rostro adolescente, era la sinceridad de sus ojos claros, característica de aquellos que hacen de su espíritu el centro de su trinidad personal. De forma distraída, pensando ora en su pueblo natal, ora en su madre, se acarició los cabellos notando lo sedosos que parecían al contacto con sus manos. Y por primera vez se contempló intensamente en un arranque de feminidad. No lo pudo evitar. Sí, es cierto que el recuerdo de su madre estaba fresco en su memoria, pero aquello era diferente y, en cierto modo, natural. Jamás se había mirado así ni en un espejo ni en nada. ¡Era como un despertar a la mujer adulta…! El poco sol que quedaba en el valle le daba en la frente, añadiendo más color a las ya de por sí sonrosadas mejillas. Parecían dos diademas de oro puro… ¡En un ataque de pudor, se llevó al rostro las dos manos llenas de agua cómo tratando de esconderse del mensaje que le anunciaba claramente su creciente desarrollo de mujer! Luego, se levantó con rapidez, no sin haber dado gracias al Creador por haber sido tan magnánimo con ella. Tan nerviosa estaba que hasta se olvidó del motivo original que la había obligado ir al lago… A los veinte pasos, se acordó, volvió hacia atrás, se agachó de nuevo y bebió con los ojos cerrados.

Después, dio la vuelta alrededor del rebaño, cogió su morral y su cayado y esperó pacientemente la llegada de José, sabiéndose observada por el perro que parecía estar adormilado. Al cabo de un rato, como seguía todo bastante tranquilo, y para matar el tiempo, recogió varias flores silvestres e hizo un ramo tan bien ornamentado como pudiera haberlo hecho cualquier otra muchacha del pueblo.

Observando y oliendo aquella marcada gama de colores salvajes, se acordó del dicho de Jesús:

—»Los lirios del campo son vestidos por mi Padre… ¿No lo seréis vosotros?»

Aquel pensamiento le produjo más fe y confianza en las cosas venideras… Una especie de íntima felicidad le llenó el alma… y se sintió bien. Ya sabía que aquel trabajo, en contacto directo con la naturaleza, le iba a sentar bien. Allí no había traiciones, bajas pasiones ni malos entendidos; allí no tenía que estar envarada pensando por dónde le iba a venir el ataque siguiente, allí no tenía por qué estar dura, violenta o en guardia… ¡A cada minuto que pasaba estaba más agradecida a Dios por habérselo facilitado!

Pronto apareció la figura de José por la entrada del valle.

El primero que lo vio fue el perro, el cual, alborozado, corrió hacia él y después de las mutuas caricias, bajaron juntos por la ladera. Al llegar al lugar donde les aguardaba la niña, el hombre preguntó después de saludar:

—¿Has tenido miedo?

—Un poquito —confesó la niña—, pero el Señor ha estado conmigo.

—Bien… Es hora de volver.

Dio una orden gutural al lobo y éste empezó a agrupar al rebaño ladrando con la intensidad adecuada y en los lugares oportunos. Y, poco a poco, todos se encaminaron hacia el pueblo en busca del merecido descanso.

Mientras avanzaban, el perro iba de Marta a José y de José a Marta, indistintamente. El pastor, que no tenía un pelo de tonto, no dejó de apreciar este detalle y se alegró por la muchacha.

Ahora mismo le iba diciendo:

—En el pueblo ya saben que trabajas para el amo y hay mucha expectación porque nadie quería ofrecerte trabajo alguno. La verdad es que no comprendo esa actitud hacia ti…

—¡Gracias, José! —respondió la niña, trotando a su lado—. Como puedes comprobar, el Señor puede más que todos los hombres juntos y ha movido los hilos de manera que ha solucionado mi problema antes de que nadie se diese cuenta y pudiera impedirlo.

Luego, no dando importancia a sus cosas, cambió de conversación:

—¿Es verdad que te casas pronto?

—Sí, estoy acabando de arreglar mi casa. Cuando haya terminado y cumplido los requisitos y amonestaciones que manda la iglesia, nos casaremos.

—¿Y es bonita tu novia?— preguntó la muchacha, con inocencia.

—Ya lo creo.

José se sentía cada vez más unido a la suerte de aquella muchacha que parecía estar sola y desamparada. Y cosa extraña, siendo él tan poco importante se preocupaba de sus problemas. Nunca nadie se había interesado por él, y he aquí que aquella chiquilla demostraba tenerle un afecto y simpatía poco comunes. Pero Marta iba más lejos, ella sentía todos los problemas ajenos como un principio de humanidad y una posible oportunidad para hablar del amor del Señor. Por eso, no tardó de orientar la conversación hacia derroteros celestiales. Al cabo de un rato, provocó la sorprendida pregunta de José:

—¿Cómo es posible que te llamen bruja, si me hablas tanto de Dios?

—Desgraciadamente, la doctrina ancestral del pueblo no deja espacio para otra religión que no sea la de sus padres. En su ignorancia, creen que me como algún niño crudo, que invoco a los poderes ocultos para conseguir mis fines, que hago malcriar a todas las mujeres y a los animales, que quito la virilidad de los hombres, que hago enfermar y morir al ganado y muchas más cosas que aún no me han dicho. Y todo porque creo en un solo Dios que es Padre solamente de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad, no con fanatismo o superstición.

El pastor añadió pensativamente:

—Sabes mucho para ser tan pequeña…

—Me gusta leer y mi madre me enseñó todo lo que sabía.

—Está bien, pero me preocupa otra cosa. Escucha, he oído decir que como estas viviendo en la casa de Isabel, pronto serás una… una… en fin, ¡eso!

—¡Vaya! —contestó tranquilamente la niña—. Así que voy en camino de tener un apodo más… ¿No te lo decía?

José la miró con simpatía. Se daba cuenta de que su admiración por la huérfana crecía por momentos y de pronto sintió un vivo deseo de protegerla y así se lo prometió.

En esto llegaron al redil y encerraron a las ovejas y a los corderos y soltaron al perro en su lugar de descanso y vigilancia. Luego se encaminaron hacia el centro del pueblo, entrando por la calle del Monte. Los zagales, entre los que se encontraba Pacorro, les estaban esperando. Y cuando Marta pasó junto a ellos, la llenaron de improperios ya que no podían hacer nada más por la presencia de José, detalle que no habían tenido en cuenta. Además, en un momento dado, el pastor había levantado su cayado, gritando:

—¡Qué yo no soy Marta! ¿Eh…?

Sí, lo entendieron y lo tuvieron en cuenta, puesto que no intentaron acercarse más de la cuenta y sólo se limitaron a seguirles formando un ruidoso grupo vociferante. Tanto es así que muchas mujeres y aun algunos de los hombres que habían terminado también sus labores, salieron de sus casas para ver pasar a la extraña pareja y al grupo que los acompañaba. Cuando Marta y la compañía, pasaron delante de la que vivía Andrea, una de las hijas de la carnicera, la señora Tomasa salió a su encuentro y le rogó que entrase un momento con ella. Mientras lo hacía llena de curiosidad, José se quedó en el umbral por lo que pudiera pasar. Pero la buena mujer estaba explicando a la pastora que su hija estaba embarazada y que al oír los gritos de la calle y enterarse de qué se trataba, quiso verla y hablar con ella. La mujer se calló el hecho de que no había querido contradecirla porque estaba a punto de dar a luz… Subieron las dos a una habitación contigua a la cocina en la que Andrea descansaba en su cama de matrimonio mientras que Roque, su marido, se paseaba nervioso por el pasillo. Al ver como la niña se acercaba solícitamente a la cabecera, la mujer le sonrió con dulzura, siendo bien correspondida de inmediato del mismo modo.

Luego, Andrea acarició a la muchacha, diciendo:

—¡Qué bonita eres!

Y después, continuó:

—¡Quiero que mi hija sea como tú!

—¡Lo será! —exclamó, a su vez, la niña con naturalidad. Luego, al acordarse de las flores que llevaba, se las dio—. Toma, quédate este ramo para que te acuerdes de mí en el momento del dolor.

—¡Gracias, Marta! —y haciéndose la misteriosa, bajó la voz y añadió—: Yo no creo que seas una bruja.

—No lo soy, se lo aseguro. Bueno, he de irme. ¡Ya verás como todo saldrá bien!

Se dieron un apretón de manos, pero la mujer la obligó a acercarse aún más y le estampó dos sonoros y largos besos en las mejillas. Luego Marta, sonriendo de forma comprensiva, salió de la estancia seguida por la señora Tomasa que había sido testigo privilegiada de toda la entrevista.

Por su parte Andrea, más sosegada, llamó a su marido y le dijo, señalándole el ramo de flores salvajes:

—Ponlas en agua y tráemelas, por favor. Quiero que los colores de nuestra hija se parezcan a los de ella, ¿y tú?

—Yo lo que quiero es que todo vaya bien…

Mientras tanto, en la calle, el tumulto estaba creciendo por la espera y la curiosidad. Claro que la expectación se aplacó un tanto al ver aparecer a Marta por la puerta de la casa. José le dio la mano y sin importarle ni poco ni mucho tanta notoriedad, la acompañó hasta el hogar de Isabel.

Ésta, hacía rato que les estaba esperando y tras saludar y despedir al pastor, entraron las dos en la casa. Al rato, el ruidoso grupo que seguía a Marta, también se disolvió al no encontrar interés alguno en una puerta cerrada. Por su parte la muchacha, mientras cenaban, le contó a la mujer cómo había pasado aquel hermoso día, añadiendo flores y ornamentos a los detalles que podría no tener importancia para cualquiera, pero para ella sí que la tenía por aquello de la novedad y la independencia. Y como hablaba con sencillez y naturalidad, encontrando el lado positivo de todas las cosas, no se daba cuenta de que Isabel no dejaba de observarla.

—»Es muy hermosa —reconoció al fin—. Si ella quisiera hacía una fortuna.»

Luego recordó que el día anterior había prometido dejar aquella vida y los colores se le subieron a la cara, pues no sólo pensaba seguir con su vicio, sino en enterrar a Marta en el mismo cieno.

Este detalle no pasó desapercibido a la muchacha, pues creyendo que era una reacción exagerada a lo que estaba contando, preguntó:

—¿Qué te pasa?

—¡Oh nada, nada! —contestó Isabel, llena de turbación—. Pensaba en el peligro que has pasado.

—Bueno, no ha sido tanto— dijo Marta, llena de simpatía. No tenía razón alguna para sospechar que su amiga le estaba mintiendo. Luego pidió permiso para retirarse a su habitación alegando estar cansada.

Cuando la muchacha salió, Isabel escondió la cabeza entre las manos, musitando:

—¡No puedo…! ¡No puedo pedírselo!

Bueno, la verdad es que si había pensado en que Marta abrazase la misma clase de vida que ella había arrastrado tantos años, no era por propia iniciativa, sino porque se lo había pedido el alcalde aquella misma tarde. En efecto, don Pascual, había venido a buscarla como de costumbre y ella le había asegurado que sería la última vez que entraba en su casa con aquellas intenciones. Al ver aquella actitud, y notar que la cosa iba en serio, le había dicho que se buscase un medio para vivir en el pueblo o la echaría. Aunque algo más tarde, pensándoselo mejor y creyendo que la amenaza no sería efectiva, insinuó que educase a la chica para sustituirla y así poder asegurarse una larga permanencia en el pueblo. Isabel, un poco cómo temiendo que cumpliese su amenaza y un poco cómo sin saber qué hacer o decir, se lo había prometido. ¡Mas durante la cena, ya en frío, Isabel no se había atrevido a proponérselo!

—¡No puedo permitirlo! —sollozó con alguna amargura—. ¡Prefiero que me expulsen del pueblo o que me maten antes de hacer una villanía así!

Sin embargo sabía que la toleraban en el pueblo porque el alcalde quería, y que si éste le quitaba su favor o la expulsaba… ¡estaba perdida!

Unos golpes en la puerta de la calle, la obligaron a abandonar aquellos pensamientos.

—¡Qué sea lo que Dios quiera! —murmuró—. Alicia, amiga mía, perdóname por este fallo… Tranquila, lucharé por tu hija con uñas y dientes…

Como seguían aporreando la dura puerta, bajó a abrir enjuagándose unas lágrimas, pues no quería que nadie la viese llorando. Cuando levantó el picaporte y corrió la hoja, se encontró cara a cara con el padre Molinos que la contemplaba desde el portal con cara de pocos amigos.

Por eso, la mujer se extrañó de forma visible ante lo inesperado de la visita, pero aun así y todo, le invitó a pasar:

—¿Qué puedo hacer por usted?

—¡Quiero hablar con Marta!— fue la escueta respuesta.

—No sé si será posible. Ya está acostada…

—Es muy importante.

—¡Está bien! Voy a avisarla— le concedió Isabel mientras iniciaba la marcha ascendente hacia la habitación que ocupaba la niña.

El cura, mientras tanto, se puso a observar los objetos amontonados en aquel recibidor y pensó con un cierto escalofrío, en la cantidad de pecados que había costado amueblarlo. De alguna manera, sintió un profundo malestar en lo más profundo de su corazón. Aquella sociedad que había hecho de Isabel un objeto de pecado tolerado, estaba podrida. Era sincero y a pesar de sus cortas luces, honrado. Aquello le removía el estómago; mas, ¿qué podía hacer?

La vuelta de la mujer le sacó de su ensimismación.

—Marta le recibirá enseguida— y haciéndose a un lado lo dejó pasar a las habitaciones interiores mientras ella se iba la cocina para que pudieran hablar tranquilamente.

Cuando el cura entró en el cuarto vio a Marta sentada en la cama con la espalda apoyada en un grueso almohadón y con la Biblia en la mano. Una amplia sonrisa le daba la bienvenida.

—Adelante, por favor— exclamó para reforzar la idea.

Luego le señaló un asiento y cuando vio que el hombre ya estaba cómodo, siguió:

—Usted dirá…

El padre Molinos, tras suspirar y persignarse tres veces consecutivas, cómo dando a entender que su visita no era demasiado grata, empezó a hablar:

—Perdona que haya venido a esta hora intempestiva, pero no he podido hacerlo antes a causa de tu trabajo.

—Comprendo…

—Vengo a avisarte de que corres peligro. Se oye hablar muy mal de ti —continuó nuestro hombre, animado por la tranquilidad que demostraba su pequeña interlocutora—, y sería muy desagradable que te hiciesen algún daño.

—Gracias por su interés.

—Y para colmo de los males, te has juntado con malas compañías— siguió el cura tras una pequeña pausa y una mirada de reojo.

Marta protestó infantilmente:

—Pero si Isabel es buena…

—Lo sé… pero el pueblo, no. Además, todos creen que eres una bruja y que estás endemoniada. Y si a eso le añadimos que estas unida a la dueña de esta casa… ¡ya no puede haber paz en Ballocinca!

—¡Ya! —replicó Marta, por lo bajo—. Y usted, ¿también lo cree?

—Eso no importa ahora… ¡Lo que hay que hacer es buscar alguna solución!

—Bueno, ¿y qué cree usted que debo hacer?

—No hay más que un camino…

—Usted dirá…— concedió la muchacha, dispuesta a creer en la opinión de aquel buen hombre, a quién apreciaba y respetaba a pesar de todo lo que era y representaba.

Ésta no se hizo esperar:

—Creo sinceramente que podría convencer a todos de su error si me dieses tu Biblia— el sacerdote dejó de hablar, sorprendido ante la grandeza de la mirada de Marta.

—¿Mi Biblia?

—¡Sí! —continuó el hombre arrastrando las palabras—. Si me la das la quemaré en la Plaza Mayor en presencia de todos, luego podrás arrepentirte públicamente de todos tus pecados… y volverás al seno de la Santa Madre Iglesia.

El sacerdote se acaloraba por momentos al ver cómo la sorpresa y el estupor se adueñaban del rostro de Marta:

—Y te prometo que todos tus males se habrán acabado, que nadie más te molestará y que podrás ser feliz en esta tierra…

—¿Y en el cielo? —preguntó Marta—. ¿Me garantiza que seré feliz en el cielo?

—¡Yo sólo quiero que vivas bajo la religión verdadera!– atinó a decir el desconcertado sacerdote.

—Creo en su sinceridad —terminó la muchacha—, pero no puedo aceptar su sincera oferta porque, ¡ya vivo bajo el Evangelio y soy feliz!

 

———

CAPÍTULO SÉPTIMO

EL BORRACHO

  1

Han pasado varios días desde que Marta desestimó la oferta del padre Molinos y en el pueblo reina una calma relativa. Pero es una calma extraña. Nadie habla a gritos y los hombres evitan la soledad cuánto pueden. Por su parte las mujeres tienden a hacer en grupos sus quehaceres domésticos cuando éstos tienen que desarrollarse fuera de sus casas. Nada es igual. Los hombres no hablan de Marta en la taberna ni las mujeres haciendo la colada en la orilla del río. Bueno, todas no. Muchas de ellas están escandalizadas porque se han enterado de su negativa a aceptar la única posibilidad de ser salva y recuperar la paz. Las más, no podían entender cómo había rechazado un ofrecimiento tan desinteresado. Tenía razón el padre Molinos para estar tan fuera de sí. ¡Pobre hombre…! Otras, por el contrario, estaban dolidas porque veían como se les escapaba la última oportunidad de tranquilizarse y hasta recuperar la forma de existencia que tenían antes de las apariciones de la protestante y de la inconfesable amistad de la propia Alicia con Isabel.

Los muchachos, menos responsables que sus mayores, pasaban sus ratos de ocio jugando y pensando en mil travesuras, aunque también demostraban estar nerviosos y ansiaban empezar pronto el colegio para que, al menos, los odiados deberes les evitasen pensar en promesas no cumplidas y pactos no respetados. En efecto, habían acordado en la cueva sagrada que terminarían con Marta, pero ¿quién le ponía el cascabel al gato? Además, una cosa era la teoría y otra la práctica. No podían ir matando gente por ahí sin más ni más… Tendrían que pensarlo mejor.

Era tiempo de bonanza…

 

2

Marta, ajena como siempre a las conjuras de la gente, iba y venía cada día a su trabajo contenta y feliz porque podía ganarse el pan con el sudor de su frente y porque sabía que Dios estaría con ella pasase lo que pasase. Después, porque la clase de trabajo que tenía, le permitía seguir estudiando algunas asignaturas pendientes y, sobre todo, la Palabra del Señor. De esa lectura cotidiana extraía las fuerzas necesarias para vencer todas las tentaciones… Cuando consideraba las cartas de Pablo, por ejemplo, se quedaba extasiada ante las ideas de aquel líder acerca de las iglesias y se decía a sí misma que tendría una gran satisfacción si algún día llegase a conocer a alguna de ellas.

—»Debe ser hermoso ver a los hermanos amarse los unos a los otros con ese amor verdadero que nos da el conocimiento de Cristo —pensaba a la sombra de la casita del valle—. Tienen oportunidad de consultarse sus dudas y problemas mutuamente y de ayudarse sin cesar… ¡Qué bonito tiene que ser el ver a una congregación de hombres y mujeres que no murmuran, que no odian, que no maldicen y que trabajan para el engrandecimiento del Reino de Dios en la tierra en la medida de sus posibilidades!»

Pero, a medida en que iba avanzando en sus ideas y pensamientos, una dulce nostalgia de adueñó de ella y una solitaria lágrima se escapó del interior de sus ojos. No entendía muy bien el por qué estaba sola y abandonada en medio de un pueblo de locos supersticiosos, en donde no sólo peligraba su existencia, sino que tenía muy pocas posibilidades de ganar almas para el Señor. ¿No estaría mejor en un lugar dónde hubiese una iglesia evangélica para poder colaborar con ella y estar al cuidado de algún familiar? ¡Con su padre, por ejemplo! Mas no podía olvidar que su progenitor, ahora alcoholizado, había salido de una de aquellas comunidades por lo que se dijo con amargura, que tampoco allí reinaba la perfección. Así que si ella estaba en aquel pueblo, ¡por algo sería y, como mínimo, estaba cumpliendo la voluntad de Dios!

Ahora que había pensado en su padre, se dio cuenta con dolor que él era un caso típico que ilustraba de forma realista la fuerza que tenía el mundo y cómo se resistía a perder a uno de sus hijos. Así fue como descubrió, a pesar de sus cortos años, que el cuerpo es un lastre que nos impide volar a regiones superiores. Qué nuestra naturaleza pecaminosa prefiere ensuciarse en el barro del mundo antes que despellejarse caminando en contra de la corriente, qué, en definitiva, debíamos nacer de nuevo para poder ver a Dios cara a cara… Sí, se acordó del Salmista que calificaba al cuerpo como «cárcel del alma» y estuvo de acuerdo con él. Por culpa de la carne, era difícil dar un buen testimonio. A ella misma le habían prometido bien, seguridad y bienestar si dejaba de darlo. Desde luego, reconocía que aquellas propuestas habían sido tentadoras y difíciles de vencer, sobre todo la última: El alcalde, al enterarse de que Isabel no se había atrevido a intentar engatusarla, lo había hecho personalmente, ofreciéndole la restitución total de sus bienes y honores si aceptaba.

—¡Hasta reconstruiré tu casa!— le había dicho.

¡Su casa! ¡Su casita era el precio por consentir el pecado más horrible que conoce el hombre!

Ahora, bajo aquella sombra, dio gracias a Dios porque le había dado fuerzas suficientes no sólo para resistir a la tentación, sino para volver su negativa en un testimonio positivo. Al irse de la casa de Isabel, pues allí había tenido lugar el encuentro en un descuido de la dueña, la primera autoridad pueblerina le había dicho:

—Pues, mira, lo lamento, pero ya no podré velar por tu seguridad. ¡Tú lo has querido!

Y al ver que la niña continuaba llorando al comprobar la bajeza humana, había añadido:

—¡Ah! ¡Y por tu culpa echaré a Isabel del pueblo!

La muchacha se quedó anonadada por el dolor de la injusticia pero tan pronto como el hombre se marchó de la casa dando un portazo, decidió actuar. Y cuando Isabel regresó le contó erre por erre lo que había pasado. La mujer, que despreciaba cada día más su condición y el pecado que la tenía esclavizada, había exclamado:

—¡Canalla! ¡Es un…!

Pero al ver la cara de reproche de la muchacha, había añadido más cariñosa:

—No tengas miedo, Marta. No creo que sea capaz de cumplir su amenaza… al menos por el momento. Conozco muchos secretos que le pueden perjudicar y si los uso bien, le puedo hacer perder su puesto y su dignidad. Y él lo sabe. Así que no se atreverá a ir tan lejos.

Después, ambas mujeres habían quedado en silencio por unos instantes, sopesando aquellos argumentos pobres y débiles. Luego Isabel, para distraer a su amiga, le había pedido que le hablase más de Cristo y de su relación redentora con los hombres.

El semblante de Marta se iluminó finalmente, recordando aquella conversación:

—¡Claro que sí!— le había dicho gustosa. Y a renglón seguido le había contado con todo detalle la historia de María Magdalena y su relación con el Maestro. Y había puesto tanto empeño y lógica en su narración, y era tan grande el argumento, que Isabel no había podido hacer mas que reconocer que estaba perdida, que necesitaba salvarse y que aún estaba a tiempo de poder hacerlo.

—¡Cuánto ha cambiado Isabel en pocos días! —reconoció la aprendiz de pastor, a la sombra de su refugio—. Ya se relaciona con el resto de las mujeres. Y, cosa curiosa, no sé cómo se las arregla para que aquéllas olviden poco a poco los motivos que las distanciaron y enemistaron. Ha empezado a abandonar su antigua condición y su firme sinceridad y simpatía van ganando terreno en corazones que sólo sabían albergar odio y rencor. Es su manera de seguir las pisadas de Jesús… Pero, ¡cuánto va a tener que sufrir en este pueblo tan atrasado, supersticioso y mal pensado! Y lo malo es que no quiere que nos marchemos de aquí. Dice que eso es de cobardes. ¡Y que ningún discípulo de Jesús huyó a las primeras de cambio…! Yo, por ella, estaría dispuesta a ir donde fuera, pero quiere seguir aquí. ¡Quiere quedarse en el pueblo para dar un testimonio de su cambio…! ¡Mejor, pues yo tampoco quiero marcharme! Así que la ayudaré todo lo que pueda.

No es que dudara de ella, no, pero reconocía que le iba a ser muy difícil extirpar de raíz un pecado solidificado por el paso de los años. Por eso, siempre que podía, oraba intercediendo por ella. Ahora mismo, al ser consciente de aquellos pensamientos, dirigió sus ojos al cielo y lo hizo una vez más. Por otro lado, se había dado cuenta de que había sido muy rigurosa con sus ideas acerca del cuerpo y la carne, pues el apóstol de los Gentiles había dignificado al conjunto llamándolo templo del Espíritu Santo. Además, sabía que el cuerpo había sido creado por Dios y a pesar de que había sido embrutecido por el pecado del hombre, no podía ser malo en sí mismo y, al igual que el resto de la personalidad humana, también sería regenerado en el Día Final por la sangre de Cristo.

Cuando terminó de orar y bajó los ojos, vio que los de Leal estaban clavados fijamente en ella. Detalle que la hizo volver rápidamente en sí con una sonrisa y continuar su trabajo.

¡Acompañada por el animal, recorrió toda la zona donde sesteaba el confiado rebaño!

El perro había adelantado mucho en su relación con ella, pero aún la repelía de vez en cuando a causa de su instinto de animal salvaje. No obstante, también influía el hecho de que estaba acostumbrado a los gritos y a los palos de José y Marta no empleaba ni lo uno ni lo otro. Por eso, tenía que ocurrir un hecho externo para que el animal la reconociera como dueña indiscutible y que estuviera dispuesto a dar su vida por ella si fuera necesario.

Y este hecho ocurrió aquella misma tarde…

Marta estaba sentada a la orilla del pequeño lago, tirando piedrecitas a la cristalina superficie del agua, divirtiéndose al comprobar el efecto de sus impactos, cuando oyó el ladrido que llenó el aire de rabia y sorpresa. Se levantó rápidamente y orientada por los continuos sonidos se dirigió corriendo hacia el lugar de donde procedían. Pero cada vez le resultaba más difícil orientarse por cuanto tendían a ser más débiles. Por fin, fatigada por la carrera y la tensión, llegó a la altura de un seto vecino y vio con sorpresa que Leal había caído en un cepo para lobos y que tenía bloqueada una de sus patas delanteras. La chica se hizo cargo de la situación inmediatamente. Sabía que por allí habían muchos lobos y perros salvajes y que los cazadores del pueblo les ponían cepos para exterminarlos. Uno de ellos, preparado hacía mucho tiempo a juzgar por el óxido, se había ensañado con el pobre animal de don Paco que había estado merodeando por allí. Lo curioso del caso es que éste, al ver a la niña que acudía solícita, le dedicó una mirada repleta de súplica y petición de perdón. Pero, desde luego, ella comprendió el verdadero alcance de aquella mirada porque estaba preocupada en su liberación. Vio que el aparato era de construcción muy sencilla y de fácil manejo aunque, desde luego, era de imposible apertura sin la mediación de una mano humana. Así que la niña se aplicó concienzudamente a la solución del problema: Levantó el gatillo con alguna dificultad, pues aparte de estar enmohecido como ha quedado dicho, no tenía la fuerza necesaria, y abrió las dentadas bocas de acero poniendo el libertad al animal.

Éste, al verse libre, se lamió la pata herida un buen rato mientras se dejaba rascar la cabeza con movimientos acariciadores. Así se estableció la corriente de mutua confianza que debía ser eterna; por eso, la orgullosa y fuerte cabeza del perro se agachaba ya completamente dominada.

Marta se rasgó la parte inferior de su camisa e improvisó una venda para curar a Leal. Luego, la muchacha y el lobo, unidos por el mismo esfuerzo, se encaminaron hacia donde pastaba el rebaño, ajeno por completo al extraño hermanamiento que había tenido lugar. Cuando llegaron al lago, la chica le lavó la herida y le vendó de nuevo con tela de la misma procedencia que la anterior. Luego, recostó al animal a la sombra y por un buen rato siguió acariciándolo siendo correspondida con calurosos gruñidos y lametazos.

—»He ganado un amigo»– pensó ella.

Y juntos pasaron el resto del día.

Cuando llegó la hora de recoger el rebaño, el perro, si bien con alguna dificultad visible, colaboró también en la formación de la manada.

Pronto llegó José, el cual, al enterarse del percance sufrido por el animal, le tanteó la pata herida y tranquilizó a Marta con estas palabras:

—Tranquila, sólo tiene un hueso interesado y se curará pronto. Y ahora vámonos que se nos hace tarde.

Dicho y hecho. Terminaron de recoger a las ovejas y se marcharon hacia el pueblo por la ruta de costumbre.

El perro llegó al redil cansado y renqueante, por eso, el pastor, cuando hubo encerrado al rebaño, le puso en la patas una maderas a modo de cabestrillo, asegurando:

—Esto es sólo para evitar deformaciones, mañana por la mañana se las podremos quitar sin peligro.

Marta se alegró de que el perro no estuviese grave puesto que le había tomado mucho cariño. Y así se lo dijo al pastor cuando éste se despidió de ella para irse a su casa directamente, alegando no poder acompañarla a la de Isabel por tener que estar en ella con urgencia. Por ese motivo la muchacha se quedó rezagada y aprovechó la ocasión para recoger unas cuantas violetas con el que confeccionar un ramito para su amiga, pues crecían en abundancia en los alrededores del corral. Después, se dirigió hacia la entrada del pueblo paseando

Como casi siempre iba por el mismo camino, la gente que quería verla iba a una de las callejas del recorrido con la suficiente antelación y esperaba a que pasara para llenarla de improperios:

—¡Bruja!

—¡Protestante!

—¡La Virgen de Loreto esta viva!

—¡Adoradora de la Biblia!

Aunque, eso sí, sólo la insultaban si iban o eran un grupo bien consolidado. ¡Jamás estando solos! Había gente de todas clases. Desde mujeres que se apiadaban de ella al verla con el morral al hombro, el cayado y el extraño atuendo, hasta las que se hacían notar por los duros epítetos que la dedicaban. Las primeras la saludaban correctamente aun a riesgo de recibir las críticas ajenas. Algunos hombres no decían ni una cosa ni otra, sólo se limitaban a observarla y a murmurar entre sí. Y los chicos que había, se movían nerviosos, cómo planeando algo… En fin, verla pasar era un acontecimiento diario.

Aquel día estaba esperándola alguien más… Don Matías, que no la había visto desde el domingo del entierro, se puso a su altura preguntando:

—¿Me permites que te acompañe?

—Desde luego, papá Sereno —le contestó Marta con fina simpatía—. Su compañía me hace muy feliz.

Pero la gente, al verlo juntos, advertía:

—¡Cuidado Matías!

—¡No hables con ella!

—¡Si sigues así, pronto te alcanzará una desgracia!

—¿Les oye? –preguntó Marta a su acompañante— No les hago caso porque sé que lo dicen sin pensar… ¿Quiere seguir caminando a mi lado?

—¡Oh, desde luego, desde luego! Si no quisiera hacerlo no habría venido… Oye, ¿por qué no te quieren?

Marta se paró para contestar y mirar fijamente a su interlocutor:

—Sencillamente porque trato de vivir una vida paralela a la que Cristo vivió y porque mis creencias están basadas en la Biblia por encima de todo.

—También las mías lo son, o al menos así lo creo —dijo el sereno de corazón—. Yo soy católico de nacimiento y de convicción y no comprendo bien por qué no puedo vivir en armonía contigo a pesar de que seas evangélica o protestante.

—Es verdad. Yo tampoco lo sé. Pero a mis cortas luces, creo que todos somos hermanos. Lo que pasa es que ignoran las doctrinas apostólicas (por cierto, papá, yo no protesto de nada), y de ahí los errores que me achacan y la inquina que me tienen; la verdad, ni veo justificación para los primeros ni para la segunda.

—Sí, me parece que tienes razón —razonó el hombre empezando a andar de nuevo con Marta—. ¿Sabes lo que nos falta? ¡Cultura, eso es! Tenemos una sola escuela con un maestro que hace lo que puede. Por eso los chicos crecen llenos de superstición y recelo. Además, sus padres los influyen nocivamente porque aún son más cortos que ellos. La falta de cultura es fatal. Mira como el que puede se marcha a la capital a estudiar y ya no vuelve más. Bueno, ¡vienen cada año a saludar! Y así no hay manera… Aunque aquí, en este caso, tal vez hayan otras cosas por el medio. No sé, hay muchos intereses creados y malos entendidos que nos tienen a más de uno con la mosca detrás de la oreja. Tengo la impresión que los que saben en que consisten nuestras diferencias religiosas, se las callan porque no les interesa que se sepa la verdad. Y eso para mí, no tiene ningún sentido. Bueno, sí… pero no puedo llamarlo por su nombre. Así que me preocupa mucho el desconocimiento que tenemos de tus altas creencias. Aunque, bien mirado, a lo mejor es que no nos hace falta saberlas. Yo, por ejemplo, no sé lo que crees realmente, pero me basta con mirar tus obras. ¡Esas no engañan ni al más sencillo de todos nosotros! Mira, quiero ser tu amigo como lo fui de tu madre, ¿me dejas?

—¡Claro que sí —le contestó la huérfana, llena de emoción mal disimulada, pues ganar dos amigos en el mismo día no estaba al alcance de cualquiera—. Le estoy agradecida por sus palabras… ¿Quiere que nos veamos algún domingo para hablar del evangelio?

—Bueno, aún no estoy preparado… Pero no te digo que más adelante…

Se dieron cuenta de que ya habían llegado delante de la casa de Isabel y que tenían que despedirse…

—De acuerdo, señor Matías, cuando usted quiera. Tenga, ¡esto para usted!— y uniendo el hecho al dicho, le entregó unas cuantas violetas del ramo que llevaba en la mano.

—¡Gracias, Marta! —el hombre las aceptó con sentimiento y se las guardó con sumo cuidado—. Ahora mismo voy a ponerlas en agua.

Y cuando la niña desapareció por el umbral de la puerta, después del último saludo, el sereno se fue a la suya con una sensación de bienestar. Su buena intuición no le había engañado y estaba orgulloso de gozar de la amistad de aquella preciosa jovencita. Ya lo creo. Al fin tenía algo en qué pensar y a alguien a quién proteger. Sí, sí, estaba contento al ver como habían ido las cosas. Mas de un día iría a esperarla a la entrada del pueblo.

Llegó a su casa y puso las flores en agua, tal y como había prometido, dejando el jarro en la mesa del comedor. Luego se lavó y se acostó en espera de que fuese la hora de iniciar la ronda.

 

3

Isabel, que como siempre había estado esperando a Marta, la ayudó a desvestirse y a ponerse cómoda. Luego le dio de cenar. Y mientras tomaban los alimentos de la noche, la muchacha le explicó, como cada día, los hechos e incidencias más importantes de la jornada, haciendo hincapié en el episodio del sereno.

Después de cenar comentaron una porción de las Escrituras, siendo Marta, como es natural, la que llevaba la voz cantante en la interpretación de la misma.

Luego, y después de desear a Isabel las buenas noches, se retiró a su habitación para orar antes de entregarse al sueño:

—¡Señor y Dios mío! Bendice y fructifica la pobre semilla que estoy sembrando en el pueblo día a día… ¡Qué todos entiendan que sólo predico a tu Hijo!

Y después de seguir orando por todos los necesitados que conocía, se acostó esperando una noche apacible.

 

4

Pasaron las horas y, aparentemente, todos dormían en Ballocinca…

Todos, menos papá sereno que ya estaba en la calle vestido con el desgastado uniforme y llevando el farol y el chuzo.

—»¡Qué calor va a hacer esta noche!»— pensó don Matías, mirando al cielo.

Y comenzó la ronda.

Ya había andado un buen trecho cuando sorprendió una luz al final de la calle Mayor, ¡justo en la casa del médico!

—»Tendrá trabajo —murmuró el hombre para su coleto, al llegar a la altura de la casa en cuestión—. ¡Pronto se irá a dormir!»

Y balanceando el farolillo al compás de cada golpe de chuzo, se alejó de allí en dirección a los arrabales.

 

5

Pero don Matías se equivocaba al creer que el galeno se iría pronto a la cama. ¡Sí, tenía mucho trabajo! En aquel momento estaba en su laboratorio envuelto en una bata blanca viendo como hervía una sustancia verde en uno de los numerosos trastos que tenía amontonados por doquier. Y a pesar de que su atención estaba fija en el infiernillo encendido, su semblante resplandecía con un gozo mal contenido.

Además, no estaba solo.

A su lado se encontraba Blas, el cual miraba de forma alternativa ora al médico ora a la sustancia en cuestión. Detrás de los dos, y sentada en su mecedora, estaba también doña Lucía, quien, precisamente, fue la primera en hablar:

—Blas, cierra bien los postigos de la ventana, no sea que alguien vea la luz y piense lo que no debe pensar.

El sacristán obedeció sin rechistar, contento por tener una excusa que le ayudase a superar la tensión ambiental.

—¡Ya lo tengo! —exclamó el médico, casi fuera de sí, al ver el tinte especial que había adquirido aquel líquido de origen verdoso—. ¡Ya hierve! ¡Ya lo tengo concentrado!

—¡Muy bien, hijo mío!— dijo su madre, levantándose de su asiento frotándose las manos para ganar algo del calor que se le escapaba por el espíritu.

Hasta el escéptico servidor de la iglesia se adelantó un poco vivamente maravillado de la sabiduría de su jefe de maldades. Éste, apagó el fuego y dejó macerar un poco la sustancia de marras, a la vez que afirmaba:

—Lo he hecho algo flojo porque es la primera vez que lo vamos a aplicar y no conviene levantar sospechas.

—¿Cómo he de llevarlo?— preguntó Blas, con un poco de temor.

—No te preocupes —le tranquilizó el doctor—, ahora te lo preparo convenientemente.

Cogió una cantimplora de encima de una de las mesas y echó en ella parte del líquido que había en la redoma. Luego la tapó con un corcho bien ajustado. Pero al dejar el crisol otra vez en su sitio, una gota del dichoso líquido le cayó en una mano motivando una interjección que habría ruborizado a un carretero. Su madre corrió en su ayuda mientras el sacristán, embobado, esperaba los extraños acontecimientos con una mezcla de miedo e interés. De todas formas, Santos dominaba la situación. Pasado el primer escalofrío, se limpió cuidadosamente la parte más dañada con un pañuelo, con un bisturí cortó limpiamente la piel que había cubierto la gota y desinfectó la herida… Claro, hacía bien pues aquel líquido de origen verdoso, era un veneno mortal y si lo hubiera dejado traspasar la piel… ¡adiós!

Blas cogió temblando la cantimplora que le largaba el médico, preguntando:

—¿Tengo que tirarlo todo?

—Claro, pero procura que no te vea nadie.

Ya estaba cerca de la puerta, cuando doña Lucía le preguntó:

—¿Ya sabes lo que tienes que hacer?

—¡Sí! —contestó Blas, memorizando las órdenes que había recibido del médico hacía unas horas—. Tengo que ir a los pastos de don Paco y esparcir todo el veneno.

—Bien. Mañana te daré lo convenido.

—De acuerdo— terminó el sacristán, desapareciendo con sigilo por la puerta de la calle, mientras la mujer felicitaba a su hijo con un par de besos.

—¡Muy bien, hijo mío! Marta sabrá lo que significa el que su madre te haya despreciado.

—¡Ni que lo digas!— convino el médico, apagando la luz del laboratorio.

Y dando por terminada la jornada, cada uno se fue a su cuarto.

 

6

El sereno estaba entonces en uno de los arrabales, cuando le pareció ver a una débil sombra humana que avanzaba pegada materialmente a la pared de la calle hasta lograr desaparecer en una de las esquina, pero no le dio casi importancia porque creyó que se trataba de una jugarreta de su imaginación.

Entonces oyó las doce campanadas:

—¡Las doce y serenooo!— y continuó su ronda.

 

7

Blas, la sombra que había creído ver el sereno, después de salir de la casa del médico corrió sin parar a través de las cinco primeras calles. Iba tan preocupado que por poco se deja descubrir por el agente municipal, por eso no salió del portal de una casa de la esquina en la que se había refugiado hasta que los golpes de chuzo resonaron a lo lejos. Después, aunque mucho más despacio, salvó las últimas construcciones y salió a campo descubierto. Pero a medida en que se acercaba a su objetivo, oía claramente el aullido de los lobos y empezó a coger miedo.

—En buena aventura me he metido— musitó el hombre apretando la cantimplora contra su costado. Pero siguió avanzando porque tenía más miedo a lo que dejaba que a lo que iba buscando. Cayó al suelo más de una vez el enredarse en los arbustos, se arañó y tropezó con las ramas bajas… pero siguió adelante. Eso sí, a cada tropezón o caída, una maldición… para compensar. Por fin llegó al vallecito de don Paco, muy cansado y bastante maltrecho. Descansó un poco en el refugio para cenar y más tarde esparció con visible recelo el contenido del envase sobre un buena superficie de hierba de los alrededores, procurando que el líquido no le tocase las manos.

Luego, mirando a su alrededor con recelo, regresó al pueblo sin haber tenido ningún tropiezo desagradable.

Llegó a su casa y se acostó medio vestido, pensando en la paga que debía cobrar al apuntar el día.

¡Y aquella noche soñó con lobos, ovejas y veneno…!

 

8

Al día siguiente y cuando Marta llegó al corral, se encontró con que José ya estaba allí.

Éste al verla, le dijo a guisa de saludo:

—¡Hola, Marta! ¡Estás muy bonita esta mañana!

—¡José!

Pero él no hizo ningún caso del conato de reproche y se entretuvo quitando las maderas al perro y diciendo:

—No tiene más que la piel levantada en algunos puntos. ¡Este perro es muy fuerte!

—¡Me alegro! —exclamó a su vez la muchacha, con gozo y acariciando al animal—. ¡Lo quiero mucho!

Leal, en compensación, lamió la mano que lo acariciaba. Después, restregó todo su cuerpo en las piernas de ella con tanto ímpetu que casi la tira al suelo.

—¡Y él a ti!—tuvo que conceder el pastor, al ver aquellas muestras de afecto.

Momentos después, los dos juntos, soltaron el rebaño mientras Leal les dejaba hacer con alegres ladridos. Claro que éstos no fueron bien interpretados por las ya de por sí espantadas ovejas, pues se arremolinaron aún más.

—Leal!— llamó Marta y el animal, algo remolón, se acercó a la muchacha para echarse a sus pies con la lengua afuera, por lo que la manada adquirió sus características normales.

Seguidamente, emprendieron la marcha y nada más llegar al valle de costumbre, José se despidió de Marta. La cual, acto seguido, y tras orientar un poco a los animales, se fue al refugio acompañada por el perro. Las ovejas, carneros y corderos por su parte, empezaron a buscar los matojos de hierba más apetitosos para engullirlos sin dudas ni contemplaciones y así fue como varios de ellos comieron algunos que tenían un sabor algo especial, aunque no desagradable. Al mediodía, unas y otros, se acostaron como siempre a la sombra de los arbustos que crecían a la orilla del lago…

 

9

Andrea, la hija de la carnicera, sintió unos dolores muy vivos. Aquella noche ya los había sentido, pero no había querido dar la alarma porque no estaba segura. Ahora, sí. Ahora era diferente. Tirando lejos de sí las revistas que estaba ojeando, llamó a su madre a voz en grito. Ésta, al oírla, dejó caer también al suelo los objetos que estaba transportando y corrió hacia la habitación de la gestante.

¡Y al darse cuenta de la realidad, gritó más que su propia hija!

A consecuencia de aquel maremágnum, acudió Roque últimamente dormía en el granero por precaución, pero al querer entrar en el dormitorio, su suegra le dio con la puerta en las narices al tiempo que le decía:

—¡Corre despistado, corre! ¡Avisa al médico!

Roque no esperó a oír más y bajando las escaleras de tres en tres, se dirigió corriendo hacia la casa de Santos a la velocidad que requería el caso.

Un chico, al verlo correr, le preguntó sobre la marcha:

—¿Qué pasa, Roque?

—¡Mi mujer…! —le contestó, sin parar de correr—. ¡Mi mujer va a hacerme padre!

El zagal quedó unos instantes como embobado, pero cuando la realidad se abrió paso hasta su cerebro, echó a correr a su vez y pronto lo supo todo el pueblo. Y sí, se alegraron. Era una familia muy querida y además, era un caso en el que Marta había intervenido…

Mientras tanto, el aspirante a padre llegó jadeando a casa del doctor, llamó como pudo y sin esperar respuesta se coló en su interior sorprendiendo a Santos leyendo a la sombra de un árbol del patio.

Sólo pudo decir:

—¡Mi mujer…!

Pero fue suficiente porque Santos lo entendió. Se levantó enseguida, cogió el instrumental necesario y acompañó al azorado visitante de vuelta a su hogar. Un hogar que, dicho sea de paso, se había convertido en un hormiguero en aquel corto intervalo de tiempo.

 

10

Marta, después de haber comido y cuando el sol estaba bajando hacia su ocaso por el oeste, creyó conveniente obligar a levantarse a un grupo determinado de animales para que continuasen su interrumpida comida. Mandó a Leal al efecto, pero pronto levantó los ojos extrañada de que el perro ladrase durante tanto tiempo y con tan poca efectividad. Se fue hacia allí y a pesar de que intentó levantar a alguna oveja, no lo consiguió. ¡Y se asustó! Observó con más calma a los animales y comprobó que estaban muertos… ¡y se asustó mas! La verdad es que no sabía que hacer… Y, para colmo, el perro iba de una oveja a otra gruñendo quedamente, produciendo unos sonidos muy extraños. Luego, como empujado por un impulso, empezó a dar vueltas alrededor de la muchacha como tratando de protegerla de un mal invisible.

Mucho más tarde, cuando hubo reaccionado, Marta se atrevió a indagar por los alrededores y así pudo comprobar el extraño aspecto de algunas matas de hierba. Se acercó más y descubrió unas hojas que aún tenían adheridas unas gotas de un líquido ligeramente verdoso. Se arrodilló y al oler las sustancia, creyó adivinar:

—¡Veneno! ¡Alguien ha envenenado los pastos!

El perro Leal olfateó también las manchas en cuestión y retrocedió hecho un erizo.

Marta pensaba rápidamente y al comprender el alcance de la desgracia, oró para pedir ayuda a Dios mientras separaba a las ovejas sanas del foco de infección con la ayuda del perro. En esto llegó José como de costumbre, y encontró a la muchacha ahogada en un mar de lágrimas. Al indagar la causa, se enteró de la mortandad y se asuntó también creyendo que se trataba de una plaga de peste o de algo semejante, pero cuando la chica le enseñó una de las plantas dañadas, exclamó:

—¡Tienes razón, han envenenado los pastos! ¡Canallas!

Después hizo un recorrido exhaustivo por el vallecito, arrancando aquí y allí las matas dañadas y las amontonó en un lugar seguro que luego cubrió con tierra.

Luego dijo a la muchacha:

—Me parece que están todas. Menos mal que sólo eran unas pocas que si no se muere todo el rebaño.

—¿Qué va a ser de mí?— preguntó Marta con angustia.

—No temas. Vamos al pueblo y hablaremos directamente con don Paco. Es un hombre comprensivo, honesto y justo y decidirá lo que más convenga.

Así lo hicieron.

Recogieron el ganado y bajaron a Ballocinca a toda marcha, dejando en el campo los cadáveres envenenados con la sana intención de volver con gente suficiente para enterrarlos.

 

11

Al cabo de una hora de sudar copiosamente, el médico terminó su tarea natural y avisó a la señora Tomasa, que aguardaba agotada en otra habitación:

—¡Es una niña!

La carnicera, llena de gozo, transmitió la noticia a su yerno, el cual, en su nerviosismo, había subido y bajado cincuenta veces las mismas escaleras.

—¡Es una niña muy hermosa!

Oír la nueva y salir corriendo a la calle, fue todo uno. Desde allí gritó a todos los vecinos:

—¡Es una niña muy hermosa que se parece a mí!

Todos lo felicitaron y le hablaron muy bien de su mujer. Cuando ésta pudo ser visitada por los más allegados, decía siempre:

—¡Es una niña! Marta ya me lo había dicho…

La verdad es que la niña era preciosa. Pesaba tres kilos y medio, así a la vista. Y estaba tan despierta que hacerle carantoñas y muecas era una verdadera gozada; bueno, eso les parecía a quienes las hacían. Por otro lado, todos la alabaron y hasta se esforzaron en descubrir su posible parecido con los padres y abuelos… Cuando ya estuvo arreglada y junto a su madre, Santos se despidió después de cobrar sus honorarios.

Ya en la vía pública, recibió una ovación:

—¡Qué médico tenemos!— decía uno.

—¡No nos lo merecemos— contestaba otro.

—¡Es toda una eminencia!— reconocía el de más allá.

—¡Sí, este pueblo le debe mucho!— ratificaba aquel que estaba a su lado.

Y así por el estilo.

Y mientras Santos recorría las calles en olor de multitud, su madre, que ya se había enterado de la hazaña, salió a su encuentro felicitándole delante de todos y sumándose a la alabanza general.

 

12

Cuando Marta y el pastor terminaron de encerrar el ganado y al perro en sus respectivos alojamientos, se fueron a casa del padre de Pacorro.

Por el camino se enteraron del nacimiento de la hija de la Andrea y también se alegraron. Especialmente Marta, quien quería mucho a los niños. Doña Sofía, la maestra, le había dejado varias veces al cuidado de la clase de los más pequeños, precisamente por su amor y seriedad hacia la enseñanza. Claro que de eso hacía mucho tiempo y antes de que su imagen y fama se deteriorasen tanto. Marta, entonces, se lo pasaba bien. Explicaba cuentos a los niños, les hacía monigotes en la pizarra y siempre, con una rara habilidad, los mantenía atentos y quietos. Y cuando el alcalde, influenciado por el médico y demás autoridades, prohibió a la maestra que le confiara aquella clase, la niña se entristeció notablemente. Pero la vida es la vida y don Pascual, quizá por salvar las apariencias, se excusó ante doña Sofía diciendo que Marta, al tener otras creencias, podía inculcar errores en mentes tan maleables.

Con mucha pena, pues, Marta abandonó su colaboración lamentando el que no la dejasen ejercer la enseñanza por el solo hecho de ser evangélica… aun demostrando tener actitudes en una escuela tan falta de personal docente.

Pero aquella imposición supo mal a varias personas, en especial a doña Sofía, primero porque apreciaba a la chica y segundo, porque veía una clara injusticia. Mas quienes verdaderamente la echaron de menos fueron los niños, que no la vieron más por el aula. Por eso, cuando se la encontraban en cualquier calle por casualidad, corrían a su encuentro a despecho de sus mayores, que veían en ello una debilidad o una posible imputación de simpatía. La gente era bastante mal pensada y podrían acusarles de confraternizar con el enemigo… Pero Marta, ajena como siempre a este tipo de pensamientos, los acariciaba y los devolvía a sus acompañantes con una cierta nostalgia, es verdad. Por eso, ahora, al conocer el nacimiento de una nueva alma, se alegró. Sabía, por otra parte, que los hijos son la bendición más grande que los hombres pueden recibir de Dios…

José la sacó de su ensimismación al señalar la casa de Pacorro.

 

13

Un hombre, joven aún, apuró de un solo trago el tercer doble de brandy en la barra de un mediocre bar de la ciudad. Luego, enjuagándose la boca con el dorso de la mano, se puso a jugar pensativamente con el vaso entre los dedos.

Iba vestido con sencillez, pero con gusto. Su pelo rizado le caía sobre la frente, enmarcando aún más los profundos ojos negros que parecían volar al más allá en alas de su imaginación…

¡En estos años había tenido suerte en los negocios, pero no era feliz!

Llamó al camarero, diciendo:

—¡Tomás, otro doble!

Y cuando se lo hubieron servido, se lo bebió de un trago con el estilo de todo buen bebedor. Luego, acosado por una idea repentina, dejó el dinero sobre el mármol y se marchó del bar haciendo varias eses antes de encontrar la puerta.

¡Estaba borracho, pero había tomado una determinación!

 

———

CAPÍTULO OCTAVO

UN PUEBLO A OSCURAS

  1

Blas pensó que ya era hora de cobrar sus honorarios. Así que dejó el trabajo que estaba haciendo y salió de su casa procurando que la puerta quedase bien cerrada.

 

2

Don Paco y su familia ya estaban cenando, cuando llegaron Marta y su acompañante.

Este último, en pocas palabras, expuso a su amo lo que había pasado en el valle.

La respuesta fue una exclamación por parte de cada uno de ellos:

—¡Diez ovejas!— barbotó el dueño de la casa.

—¡Era de esperar!— sentenció Pacorro a su vez, con una cierta suficiencia.

—El mal, sin embargo, podía haber sido mucho más grave —recordó doña Inés, preocupada porque aquello no pasase a mayores.

Quedaron en silencio, pensando en las mil y una causas posibles, hasta que Marta dijo:

—Yo… yo no he visto a nadie.

—¡Papá! —exclamó Pacorro súbitamente sin hacer caso de la chica—. Mañana mandaremos al médico a los pastos para que reconozca a los animales muertos y tal vez así descubramos al culpable.

—No digas tonterías —le atajó su padre con cierta dureza—. ¡Mañana, y gracias a los lobos, no quedarán ni los huesos!

—Yo había pensado, señor, ir a enterrar los cuerpos con una patrulla— dijo el pastor.

—No hace falta, muchacho. Los lobos darán buena cuenta de ellos y de paso, a lo mejor se muere alguno —contestó don Paco. Después, dulcificando la mirada, se dirigió a la muchacha que no sabía qué hacer con las manos—: No te preocupes, Marta. Vete a descansar ya que esto es cosa nuestra. ¡Te prometo que descubriremos la causa de esas muertes…!

—¡Gracias, señor —balbuceó la chica—. ¡Buenas noches!

—¿Quieres que te acompañe?— quiso saber José.

—¡No, no, gracias! ¡Adiós…!

 

3

Y visiblemente azorada se fue a casa de Isabel. Cuando llegó allí se encontró a la preocupada mujer que ya no sabía que hacer. Pero, cuando se enteró de lo que había pasado, dijo pensativamente, como para ella misma:

—El pueblo te quiere mal y me parece que hay alguien en especial que está buscando tu desgracia.

—Es posible, pero Dios me cuidará…

—Sí, sí… ¡Y yo también!

Y luego pensó:

—»Tengo que descubrir quien es el animal que quiere arruinar la vida de Marta para hacerle tragar sus gracias.»

Y aunque tenía una ligera sospecha, no dijo nada y se limitó a cenar de mala gana al lado de su protegida.

 

4

Mientras tanto, José, en casa de don Paco, continuaba argumentando:

—No puede haber sido la muchacha, señor. He visto las matas emponzoñadas y no reconozco el veneno ni nunca lo he visto antes por aquí. Era una sustancia profesional, diría yo… No sé. Por otra parte, ella está muy afectada y a mí no me puede engañar.

—¡Eso mismo pienso yo! —casi rugió el dueño de la casa y de la mayoría de las fincas del pueblo—. ¡Alguien quiere perjudicarla a mi costa! ¿Si descubro a ese desgraciado…!

Y redondeó su frase con un gesto muy elocuente.

—Si podemos saber quien es el que quiere darle mala fama, sabremos quién es el culpable —dijo su mujer—. No quieren a Marta porque practica otra religión que la de nuestros padres, y en parte, los comprendo. Yo misma pensaba igual hasta hace poco. Pero esto Paco, pasa de castaño oscuro. El autor de esta marranada debe ser alguien que quiere aprovecharse de su impopularidad.

—Sea lo que sea, no podemos permitir que nos haga perder ganado cada día —dijo Pacorro, queriendo ya meter baza—. Si no quieres enviar al médico, mañana por la mañana me iré al valle a investigar por mi cuenta.

—¡Cómo quieras!— le concedió su padre, con una sombra de esperanza en el corazón.

—Si es por las matas envenenadas —dijo José—, ya las he enterrado.

—¡No, sólo quiero ver si hay alguna huella…!

—¡Pacorro, no seas inocente…! Si quieres ir, hazlo por otra causa —luego don Paco se encaró con José—: ¿En qué sentido te pareció raro el veneno?

—Para mí que era químico. Era verde como la hierba y…

—Entonces, sólo hay dos personas en el pueblo que puedan prepararlo.

—No sé, señor. Yo…

—Tranquilo. Sí, o ha sido el médico o el boticario.

—Paco —le riñó la señora Inés, cariñosamente—. ¿Cómo se te ocurre sospechar del farmacéutico?

—Pues sólo nos queda un sospechoso —apuntó el cabeza de familia—. ¡No puede ser otro! —luego se encaró con su hijo—: Tú querías enviarlo de inspección, ¿no?

—Yo…

—Si ya no me necesitan…— interrumpió José.

—No, no. Puedes irte, pero ¡vigila, y que no le pase nada a la chica!— ordenó el buen terrateniente, saliendo de su ensimismación.

—¡Sí señor! ¡Buenas noches!— saludó el pastor al salir a la calle.

—¿No iréis a sospechar del médico? —preguntó Pacorro con descaro cuando hubo salido el criado—. ¡Es todas una eminencia!

—Claro, claro —le dijo su madre para hacerlo callar—. Sí, anda, vete a dormir.

El zagal obedeció de mala gana y se fue a su habitación pensando en su cuadrilla y en el acuerdo tomado en la cueva…

¡Mañana vería qué podía hacer al respecto!

En cuanto a sus progenitores, aún se quedaron un rato más en el comedor hablando del mismo tema:

—Pero no tenemos pruebas…— terminó don Paco.

—Comprendo…— y doña Lucía, cogida del brazo de su marido, salió de la estancia después de apagar la luz.

 

5

Blas, para ir a la casa del médico local después de haber esperado todo el día por motivos de trabajo y discreción, tenía que pasar por la calle de la Asunción en donde la casa vivienda de don Paco era una de las más importantes edificaciones. Justo llegaba a su altura, cuando vio salir a José cabizbajo y pensativo y ni corto ni perezoso, le dijo en un pronto:

—¿Qué pasa en casa de los Urrea?

José se lo quedó mirando visiblemente molesto. Algo le decía que el rastrero sacristán tenía algo que ver en todo aquel desagradable asunto:

—¿Cómo sabes que pasa algo?

—Hombre… yo… Lo digo porque como sales de ella tan tarde…

—¡Ya! Pues no mucho en particular. Unas ovejas que se han muerto… ¡Diez en total!

—¿Qué se han muerto diez ovejas?— el sacristán simuló extrañeza con más cuidado que la vez anterior.

—¡Sí! ¡Se ve que se han tragado alguna espina!— terminó José, con sorna. No quiso decirle lo del veneno por la razón apuntada. ¡Y es que Blas no le inspiraba la más mínima confianza!

Este, claro, aprovechó la ocasión para sembrar cizaña:

—¿No habrá sido a causa de algún maleficio de la bruja?

—¿Qué bruja?

—¡Marta!

El pastor se paró y encarándose al sacristán, preguntó duramente:

—¿Tú eres el que dice por ahí que Marta es una bruja?

—¿Yo…? No es que lo diga yo… –balbuceó Blas—. Lo dicen todos…

—Bueno —terció el pastor—, cuando tú estés bien convencido me lo dices y hablaremos.

Y sin esperar contestación alguna, se fue en dirección contraria a la que iba a seguir el campanero.

Éste pensó para sí:

—»¡Vaya geniecito! Creí que me pegaba… ¿Habrá algo entre Marta y él? Puede que esto represente un filón para mí… ¡Bah! ¡Ahora lo importante es que el veneno ha dado resultado!»

Dobló la esquina de la calle de la Asunción y trotó en busca de la que vivía Santos.

 

6

El sereno terminó de cenar y se preparó para salir. Cogió sus aperos y cerrando la puerta, salió a la calle.

—¡Qué oscuro está todo…! Menuda noche me espera. ¡En fin, yo a lo mío!

Aún encontró a varios vecinos que se retiraban a sus casas:

—¡Adiós, papá Sereno!

—¡Adiós! ¡Qué descanséis!

Más abajo se encontró con Roque que salía del bar, el cual, al verle, corrió a su encuentro alborozado, y hasta le abrazó al tiempo que le comunicaba la buena nueva:

—Ya lo sé muchacho, ya lo sé —le dijo el municipal—, y te felicito. Los hijos es lo mejor que uno puede tener en la tierra.

Y mientras el yerno de la carnicera desaparecía en la semioscuridad de la calle en dirección a su casa, él se quedó triste, pensativo y con mal sabor de boca. No tenía hijos y cuando se encontraba solo como ahora, lo sentía hondo y adentro. Recordaba con dolor a los suyos, dos angelitos, y a su mujer, a quien había querido tanto. Todos había desaparecido en un incendio sin que él lo pudiera evitar. La natural alegría de Roque había abierto la herida de nuevo. Poco a poco, una nostalgia indescriptible se adueñó de su persona, impidiéndole respirar. Muchas veces se había acusado a sí mismo de negligencia, aun a sabiendas de que no era culpable y otras tantas lo había pasado muy mal. El hecho de no haber estado con los suyos en el momento de la desgracia, le llenaba de congoja. Recordaba también, que mucho después, para distraerse, había ido personalmente a ver al alcalde para solicitarle el puesto de sereno. ¡Sufría mucho durante el día viendo corretear a los chicos en la calzada! Claro que más tarde comprendió su malsano error y se hizo querer precisamente por la gente menuda, llegando a conseguir en propiedad el nombre de «papá Sereno», con el que le conocemos.

Se enjuagó dos lágrimas que habían querido brotar de sus cansados ojos, mientras se alegraba sinceramente por la suerte de Roque…

Luego, rehaciéndose un poco, se dijo a sí mismo para justificar su marcha:

—¡He de cumplir con mi deber!

Y con el estado de ánimo que es de suponer, empezó a desplazarse a través del pueblo…

—¡Las diez y serenooo!

 

7

Aquella noche, Marta tuvo otra visión.

Se había acostado preocupada por lo que había pasado en el valle, después de haber orado intensamente, y Dios la hizo ver parte de su gloria para compensarla de lo difícil que era vivir en aquel pueblo dando un testimonio tan fiel.

En el clímax de su visión, se encontró en una especie de Getsemaní y, al igual que hizo su Maestro, ofreció su vida al Creador.

Después se despertó sobresaltada y pensó durante largo rato en el posible significado de la visión.

—Desde luego —dijo, pensativamente—, no es fácil vivir de acuerdo al Nuevo Testamento. Imitar a Jesús es un reto y cada vez me cuesta más. Sería menos difícil ambientar el Evangelio a las necesidades y costumbres del pueblo y mutilar varios de los mandamientos que molestan en este tiempo de confusión. Pero, ¿qué digo? Si lo hiciera me convertiría en una cristiana de nombre. ¡Jesucristo no ha cambiado nada ni su mensaje tampoco! Yo he de seguir demostrando que se puede hacer y que se puede vivir. Sí, sé que cada día me pondrán más impedimentos, pero he de hacerlo. Además, Él ya lo dijo: «Si con el árbol verde hacen estas cosas… ¿qué no harán con el seco?» El día en que la gente deje de molestarme o de que nadie se preocupe de mí, habré dejado de ser cristiana… ¡Qué Dios me de fuerzas para ser digna de su Nombre!

Luego, más tranquila, apagó la luz y siguió durmiendo.

 

8

El médico y su madre acababan casi de cenar cuando el sacristán llamó a la puerta de la calle en la forma en que habían convenido. Y cuando estuvo dentro de la casa, recibió una reprimenda por no haber ido antes, pero él se excusó diciendo que había querido estar seguro de haber tenido éxito y por eso, cuando les explicó la entrevista con José, todos respiraron con alegría. Tanto es así, que doña Lucía sacó una gran cantidad de dinero de su bolsillo y se lo largó al embobado sacristán que no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Pero como los billetes ni pesan ni duelen, los hizo desaparecer con mucha rapidez en algún recoveco de su inmenso pantalón. Mas la cosa no terminó ahí. El médico también se sintió generoso y lo invitó a beber un buen trago de vino y a comer unos tacos de jamón y queso.

—¡Gracias!— exclamó con deleite el sicario, con la boca llena después de haber engullido de un solo golpe todo el contenido del vaso.

Y después de cenar, Santos lo cogió amigablemente por un hombro, y le dijo:

—Ven, vamos al laboratorio y me ayudarás a preparar la porción de esta noche.

—¿Otra vez?

—¡Sí, y llevarás más cantidad que ayer! —apuntó doña Lucía con intención—. Pero la recompensa también será mayor.

Al sacristán le brillaron los ojos al decir:

—De acuerdo, de acuerdo. ¡Vamos enseguida!

—¡Así me gusta!— le felicitó el galeno entrando en la estancia delante de Blas.

Doña Lucía les dejó hacer, pasó unos momentos de meditación en el comedor y luego sacó un rosario de nácar de un cajón de la cómoda. Después, se arrodilló cómoda y plácidamente en un cojín, delante de una gran imagen de la Virgen de Loreto, cuya efigie sobresalía de una de las paredes de la pieza, y dijo:

—Hoy rezaré un poco más de lo acostumbrado porque no quiero que me quede ningún tipo de remordimiento. ¡Creo que con tres Ave Marías será suficiente!

Y empezó a correr la primera bolita…

Así la encontró doña Gertrudis. La había ido a visitar para hablar de un asunto urgente que concernía a la secretaría del Círculo Social y Benéfico. Como no pudo hacerlo en todo el día, había ido en aquel momento porque sabía que la encontraría después de cenar. Llamó y al no recibir respuesta, empujó la puerta y entró. Pero al sorprenderla en oración no la quiso molestar y se sentó en un sillón próximo en espera de que terminase.

Doña Lucía, sin que la viese la madre de Ana Trigales, corría ya las bolitas del rosario de cuatro en cuatro. Así que pronto terminó. Cuando se levantó tras haber hecho la señal de la cruz pensando más en el maldito sacristán que se había dejado la puerta abierta, que en lo que estaba haciendo, se volvió con parsimonia para ver quien era la visita.

Así se saludaron con sendos besos que no llegaban a tocar ninguna mejilla:

—¡Ay, querida! —dijo la madre del médico con intención—. ¡Cada día tengo más fe en la Virgen!

—Pues haces bien. La Virgen lo cura todo —afirmó su interlocutora—. ¡Y pensar que hay personas que hablan mal de ella y que no la reconocen como la madre de Dios…! ¡Me saca de quicio!

—¡Tienes razón! —apoyó doña Lucía con cierto placer, sabiendo que se refería a Marta—. ¡Esa bruja no tiene perdón de Dios! ¿Sabes lo que ha hecho ahora?

Doña Gertrudis negó con la cabeza, vivamente abierta e interesada.

—¡Ha envenenado las ovejas de Paco Urrea!

—¿En… envenenado?— musitó la otra mujer, sin creérselo del todo.

—¡Eso es! ¡Sí, ésa cría representa un peligro para la sociedad!

—Desde luego —terminó por reconocer la tesorera del Círculo—, tendremos que considerar de nuevo el tema de Marta.

Y se despidió de su amiga sin hablar del motivo que la había impulsado a visitarla.

La madre del médico se frotó las manos con satisfacción cuando estuvo sola…

Mientras tanto, su hijo estaba terminando de preparar el veneno. Cuando estuvo a punto, llenó el mismo envase que había servido la noche anterior y que Blas había tenido la precaución de traer consigo bien disimulado entre sus ropas. Luego, se lo dio al sacristán, diciendo:

—Creo que después de esta noche ya no hará falta que vuelvas más. A partir de ahora intervendrán sólo nuestros comentarios.

Blas cogió la cantimplora un poco receloso, no podía evitarlo, y salió a la calle tras haberse despedido pensando en que si se terminaba aquel chollo, ya se buscaría otro.

Doña Lucía se aseguró esta vez de que quedase bien cerrada la puerta principal.

 

9

En las afueras de la población había una casita que en realidad era el cobijo del transformador eléctrico que servía y regulaba la iluminación local. Cualquiera que pasara por allí, lo identificaba enseguida por el cartel de la puerta que prohibía el paso bajo el peligro de muerte. Y para que no quedase dudas al posible analfabeto, aparecían grabadas la calavera y sus correspondientes tibias cruzadas. Claro, naturalmente, el peligro residía en los gruesos cables de alta tensión que salían por unos ventanucos y se perdían en lo alto de la montaña vecina, apoyados, de tanto en tanto, en unos postes medio carcomidos por el agua y el viento. Casi al final de la montaña en cuestión y hasta la cima, se levantaba un farallón que parecía estar cortado a cuchillo. Además, gracias a las lluvias y a todos los vientos frecuentes, aquella zona estaba erosionada, desgastada y resquebrajada por varios puntos y de tanto en tanto, una roca milenaria de varias toneladas dejaba su sostén e iba a parar al barranco arrancando todo lo que encontraba a su paso. (Los vecinos de Ballocinca aseguraban que la piedra más grande que había caído de allí pesaba sus buenas diez toneladas, pero, claro, nadie se había preocupado en comprobarlo). La noche que nos ocupa, y gracias a la tormenta, se desprendió otro gigantesco terrón rocoso arrastrando consigo gran cantidad de piedras y tierra en medio de una nube de polvo y cascotes. Aquella mole bajó por la ladera dando tumbos y aumentando de velocidad cada vez más.

En uno de estos saltos chocó con un poste eléctrico y lo arrancó de cuajo, dejando al pueblo en la más completa oscuridad.

—¡Lo que faltaba!— exclamó el sereno, avivando más la vela de su linterna y avanzando con más precaución.

 

10

Blas se alegró del apagón porque temía encontrarse de nuevo con el pesado de Matías. Así que avanzó pegado a las paredes de las fachadas de las casas alumbrado sólo por la poca luz que emitían las estrellas, y salió del pueblo.

Llevaba caminando un buen trecho cuando sintió sed y como buen conocedor de aquellos parajes, se desvió un poco de su camino en busca de una fuente que manaba en los alrededores.

 

11

La niña de Andrea, al cabo de varias horas de haber nacido, no presentaba buen aspecto. No podía respirar bien y al hacerlo, un ruido extraño le salía de la garganta.

La hija de la carnicera se asustó y tras encender el cabo de una vela que siempre guardaba en el cajón de su mesita en previsión de los continuos y molestos apagones, se aproximó a su hija con solicitud maternal.

¡Y lo que vio no le gustó!

La piel de la niña estaba amoratada… Llamó a su madre, que al ser la primera noche después del parto dormía en un sofá de la misma habitación, y le enseñó a su hija. La matrona, que era experta en aquellas lides, aunque no en las propias, la tomó en sus brazos y le pegó ligeramente en las mejillas y en las posaderas. Pero al ver que su nieta no reaccionaba ni ante la violencia, se asustó también. La dejó junto a su desconsolada madre y corrió a despertar a su yerno que dormía aparte en espera que se normalizase la situación.

Roque entró en la estancia como un rayo. Contempló embobado a su hija y no supo reaccionar hasta que oyó decir a su suegra:

—¡Muévete…! ¡Tenemos que hacer algo!

—¡Voy… me voy en busca del médico…!— atinó a decir el hombre.

Se vistió lo mejor que pudo y salió a la calle dejando un drama donde antes había habido un remanso de silencio, paz y alegría. En la esquina de su calle se encontró de nuevo con el sereno a quien en pocas palabras puso al corriente de lo que ocurría:

—¿Dices que no puede respirar?

—¡Eso es! —acertó a decir el apabullado Roque—. ¡Tiene la piel medio negra!

—»Pulmones estrechos» —pensó don Matías sin saber de medicina. Luego trató de consolar al pobre padre—: Puede que no sea nada…

Y juntos se encaminaron a casa del médico.

 

12

Los lobos salieron del bosque en contra de su costumbre guiados por el olor de las ovejas muertas y en breves instantes destrozaron a los cadáveres, llevándose cada uno de ellos la parte que le correspondía a su fuerza o a su poder. Muchos arrastraron su lote entre los árboles, perdiéndose entre las sombras, mientras que los otros engullían su parte en el mismo valle. No eran carroñeros, pero tenían hambre y no podían desperdiciar bocados tan apetitosos. Pronto no quedó ni un solo hueso por devorar y sí, en cambio, muchos lobos hambrientos. Por esa causa empezaron a husmear en la hierba tratando de encontrar algo comestible y al no encontrarlo, empezaron a pelearse entre ellos.

De pronto, varios de los que se quedaron defraudados en el valle, se pusieron tensos, en guardia y con las orejas dirigidas hacia adelante…

¡Sólo movían las colas!

A sus húmedos hocicos llegaba el penetrante olor… ¡a hombre!

Y se prepararon en silencio para el ataque.

Blas, pues era él a quien habían olido los lobos, había recorrido el último tramo del camino bastante distraído. Durante todo el tiempo que había durado su excursión, había estado pensando en lo que podía hacer con todo el dinero ahorrado, que ya empezaba a ser una cantidad importante. Así que entró en el valle casi sin darse cuenta y volvió en sí cuando se encontró andando en medio de una oscuridad más densa de la que estaba acostumbrado. Luego, plenamente consciente, avanzó rápidamente para terminar cuánto antes su trabajo, más que por sentir algo de valentía. Pero el aullido de la manada que le esperaba lo clavó en el sitio. Y allí se equivocó, pues dejó pasar unos segundos preciosos. Cuando se dio cuenta real del peligro que corría, y lo valoró en su justa medida, ya era tarde. Aún así y todo, se dio la vuelta y echó a correr como un poseso hacia la salida del valle en busca de seguridad, pero fue en vano. Los hambrientos animales le alcanzaron a los poco metros y lo tiraron al suelo…

¡Su último pensamiento fue para maldecir a Marta!

Al salir el sol, en el valle de don Paco, sólo quedaba en el suelo una cantimplora, un antiguo reloj de bolsillo, un roto zapato y unos jirones de ropa.

 

13

No es que al “bueno” de Santos le gustasen aquellas visitas nocturnas, pero eran parte de su visible deber y no tenía más remedio que atenderlas. Se levantó bastante a regañadientes de la cama y al darse cuenta de la falta de fluido eléctrico, murmuró entre dientes:

—¡Otra vez sin luz! ¿Es qué siempre vamos a estar igual en esta m… de pueblo?

Miró hacia la calle a través de la ventana de su cuarto y vio la lucecita que despedía la linterna del sereno.

—Menos mal— dijo, mientras se vestía más rápidamente.

Pero no estaba tranquilo. A los débiles rayos del farol de mano del empleado del Ayuntamiento, había reconocido a Roque cuando no lo había hecho al oírle llamar con prisa y desespero a la puerta de la calle… ¿Qué podía pasar? No lo sabía, pero algo le decía que era grave. Si no, ¿por qué aquel escándalo? ¿Y por qué acompañaba el sereno al carnicero? ¿Qué pasaba con la luz…? Sí, demasiadas preguntas para tan pocas respuestas. Por cierto, Santos sin darse cuenta había descrito el estado espiritual del pueblo: Aquella lucecita solitaria de la calle, ¿qué cosa podía simbolizar sino el testimonio de Marta? Pero también él estaba demasiado nervioso para ver la luz en segundas intenciones, así que bajó a la planta baja y abrió la puerta. Y mientras Roque le explicaba los síntomas que parecía tener su hija, fue preparando el botiquín con lo que creyó necesario.

Momentos más tarde, mal alumbrados por el sereno y las estrellas, recorrieron las pocas calles que les separaba de su objetivo.

 

14

En la ciudad, el hombre del pelo rizado, estaba haciendo el equipaje atropelladamente. ¡Ahora resulta que no quería perder más tiempo! Una vez tomada la decisión ni podía parar ni quería perder tiempo. Así que llenó su maleta con lo que juzgó más imprescindible. Vivía en un pisito de uno de los barrios más populosos de la urbe, en cuyo interior se apreciaba ese estilo peculiar que poseen las viviendas de los solteros o de los hombres que viven solos, pero aún así y todo, él parecía desenvolverse bastante bien en medio del desorden ordenado de las cosas y haciendo un esfuerzo, aún pudo cerrar la maleta con algo de dignidad.

Luego, fue a la cocina y se preparó un buen café, tras lo cual, recogió el equipaje, apagó la luz y salió a la calle.

Pero se quedó plantado en el dintel de la puerta… ¿Qué sabía y en dónde estaban las personas que trataba de encontrar? Volvió a entrar en el piso, encendió la luz con cierta decepción y tiró la maleta sobre la cama. Luego, se dejó caer en un sofá visiblemente preocupado.

De pronto, se levantó de un salto porque ya había dado con la solución.

Salió otra vez del piso dando un portazo olvidándose, incluso, de la existencia de la luz.

 

15

—¡Pulmones estrechos!— dijo el médico, fuera del cuarto en el que había reconocido a la hija de Andrea y Roque.

Por eso el diagnóstico sólo lo oyeron Roque y don Matías que estaban con él. El primero se mordió los labios con un gesto que demostraba ignorancia y temor, y el segundo preguntó con ansia, al ver cumplidos sus temores:

—¿Es grave, doctor?

—Me temo que sí. Se está ahogando por momentos y no se sí… pasará la noche.

—¿Y si llamamos a una ambulancia de la capital?

—Ninguna llegaría a tiempo.

—¿Y el Hospital Territorial?

—¡No hay nadie!

El sereno apretó las manos de Roque, en un intento de darle consuelo:

—Tal vez Dios la salve…

El azorado joven no contestó, sólo se limitó a bajar la cabeza y a entornar los ojos, esbozando una muda súplica a la Virgen de Loreto, de quien era muy devoto.

Pasó una hora larga sin que los tres dijeran palabra alguna. Cada uno se peleaba con sus pensamientos o con sus oraciones… De pronto, oyeron tal grito en el interior de la habitación que les hizo levantarse de un salto. Tal y como estaban, entraron en la estancia como una tromba: ¡La carnicera estaba cerca de la cuna de su nieta llorando desconsoladamente, mientras su hija se había desmayado y caído encima de la cama después de haber gritado. Por eso, cada uno acudió a un sitio determinado. El médico corrió a socorrer a la mujer de Roque, mientras sacaba un frasquito de sales del bolsillo. El sereno levantó con cierta solicitud a la carnicera, tratando de consolarla y el padre de la niña se quedó embobado, sin saber qué hacer y mirando el cuerpecito angelical de la que había sido su primera hija.

Por fin, después de aspirar varias veces las sales del doctor, Andrea volvió en sí.

—¡Mi hija!— fue lo primero que dijo.

Pero la niña ya había dejado de respirar.

El médico se volvió lentamente hacia la cunita y se unió al grupo que estaba contemplando el cuerpecito de la niña sin acabarse de creer del todo que ya era cadáver.

 

16

Aquella noche, Pacorro no pudo dormir de un tirón como era su costumbre. Estuvo pensando mucho rato en la clase de conversación que debía sostener con Marta al día siguiente, ya que así lo había decidido pensando con cierta sinceridad que algo sacaría en claro. Le dolía, pero no tenía más remedio que sospechar de ella. Además, estaba resentido con la muchacha de una forma personal:

¡Era la única persona del pueblo que le había hecho abatir su orgullosa cabeza!

El zagal ya tenía diecisiete años, creía a pies juntillas que la religión de sus mayores era la verdadera y de ahí también venía parte de su antipatía hacia la muchacha. Bien es verdad, que criado en un ambiente supersticioso y fanático, le quedaban pocas opciones para comportarse de forma diferente. Además, él estaba muy involucrado con la religión oficial. Durante las romerías anuales que se hacían en el pueblo, le encargaban personalmente de la custodia nocturna de la Virgen venerada, demostrando en oficio tan sutil, una entereza y una religiosidad tan aparatosas que eran del agrado de todos. Falto de cultura, como todos los demás chicos, lo que no entendía lo consideraba herejía, o más bien, brujería. En aquella localidad era fácil confundir los términos (judío era uno de los insultos más graves que se podían decir y, al oírlo, escupían al suelo el ofendido y el ofensor). Y como Marta, aparte de robar dinero, comida y ocasionar desgracias sin cuento a todos los vecinos, al menos así lo creían ellos, perdonaba a sus enemigos sonriéndoles encima con simpatía, era una bruja. Estaba claro. Además, no podía permitir que sus padres saliesen perjudicados por aquella brujería o lo que fuese.

Así que hablaría con ella y a lo mejor sorprendería a su padre con la solución a todos los problemas…

Y tras estas consideraciones, y otras por el estilo, le fue venciendo el cansancio y se quedó dormido.

 

17

Santos, comprendiendo que ya no tenía nada que hacer en casa de Roque, se fue a la suya para tratar de conciliar el sueño. ¡Se encontraba mejor! Había superado aquellos sentimientos sensibleros que casi le traicionan en casa de Andrea y volvía a ser el mismo. Lo que ahora le importaba era dormir y escapar de todo aquello.

Dobló la esquina de su calle casi a tientas y llegó a su hogar sin ningún tropiezo digno de contar. Abrió la puerta y se acostó, alegrándose por no haber despertado a su madre. Al poco rato, dormía como un bendito olvidándose por completo del mundo que dejaba atrás.

 

18

En la casa que acababa de abandonar, el sereno decía al apesadumbrado y nervioso padre:

—Voy a avisar al resto de tu familia para que venga.

Dicho y hecho. El hombre se levantó de la silla que estaba ocupando al ver el gesto afirmativo del dueño de la casa y salió de la estancia, no sin haber dirigido antes una última mirada hacia la desamparada cunita. Al pasar bajo el dintel de la puerta principal de la casa, se enjugó de nuevo una lágrima con el dorso de su callosa mano… Aquello no tenía lógica alguna. ¿Qué mal había hecho la pequeña? No, no lo sabía. Lo que si tenía claro era la fragilidad de la vida y las pocas oportunidades que tenían los hombres de ser felices. Sí, cuando parecía que uno rozaba la estabilidad ideal, ¡zas!, la desgracia se cuidaba de hacerle recordar la limitación y debilidad de la carne… ¿Tendría algo que ver con el pecado del mundo? Sí, algo recordaba. El pecado era la causa de todos los males y desdichas del hombre… ¿O no era así? Se dijo que consultaría el tema con el sacerdote a la primera ocasión. No, mucho mejor, hablaría con Marta que parecía estar más impuesta sobre estas materias…

En la calle, la oscuridad era absoluta. Circunstancia que quedaba agravada por el hecho de haberse dejado la linterna en la habitación de Andrea, en su deseo de conseguir un poco más de luz. Mas al ver la negrura de la calle, estuvo tentado en volver atrás para recuperarla, pero al pensarlo algo mejor continuó adelante con su ronda guiándose por los golpes de chuzo.

La familia de Roque vivía en uno de los extremos del pueblo, exactamente, en el lado contrario al ocupado por Marta durante tantos años. La casa estaba ubicada, pues, en la ladera más lejana del centro urbano y, por lo tanto, en el extremo de una de sus callejas más empinadas y angostas. Como quiera que el firme era muy rocoso, no se había podido igualar el pavimento como hubiera sido de desear y en algunas zonas estaba totalmente destrozado. Así que, mal que estaban construidas las calles, mal que habían sido tratadas por las llantas de hierro de los carros que las transitaban y mal que se pusieron por la última tempestad, aquel tipo de vías era un peligro para todo aquel que caminase por ellas aun siendo de día. ¡Y ahora era de noche y noche como una boca de lobo!

Por esta circunstancia, don Matías iba avanzando poco a poco en dirección a la casa de los hermanos de Roque, guiado tan solo por el sonido metálico de la punta de su chuzo. Caminaba por el centro de la calle porque pensaba que de esta forma eludía mejor el peligro de aristas, bultos laterales y roderas de carros… A pesar de su situación, la calle en cuestión era una de las más importantes vías de salida del pueblo y la más en aquel arrabal, así que era una de las cuatro que disfrutaba de un flamante y nuevo alcantarillado para canalizar el agua de los torrentes que se formaban en las montañas a poco que lloviese y los deshechos humanos de las pocas casas que estaban conectadas (la mayoría prefería los pozos ciegos). Por eso, de trecho en trecho, la calle tenía unas tapas de hierro para permitir el paso en su revisión o limpieza periódicas. Dichas tapas, muy mal fundidas, eran redondas o parecían serlo, y tenían un agujero central que servía de agarradero cuando los empleados municipales tenían que levantarlas. Bien, como nuestro hombre iba avanzando tanteando el suelo, no se acordó de ese detalle o no le dio importancia, y en uno de sus toques, la punta del bastón penetró en un taladro de una de las tapas en cuestión, y al no encontrar apoyo se vino abajo.

La caída fue tan repentina e inesperada, que nuestro hombre apoyó todo su peso sobre el brazo libre y éste falló. Por eso, en el suelo, sorprendido y maltrecho, sintió un dolor muy vivo en el codo… y en la frente.

Pronto comprobó que el líquido viscoso que se le salía de la cabeza era su sangre y que no podía mover los dedos de su mano izquierda.

¡Se había roto el brazo y abierto la cabeza!

Se levantó haciendo un esfuerzo sobrehumano para su edad, y sin importarle la pérdida del chuzo, terminó de recorrer, ya sin más vacilaciones, la corta distancia que le faltaba para llegar a la casa que estaba buscando.

Tres fuertes aldabonazos en plena noche eran muchos para los desprevenidos moradores de la vivienda, a cuyo conjuro se despertaron en el acto. Uno de los hermanos de Roque, concretamente el que bajó a abrir, al enterarse de la noticia, se vistió con rapidez y puso en antecedentes al resto de la casa. Cuando todos estuvieron presentables, se fueron a casa de Andrea con velas y candiles, dejando al sereno en la puerta de la suya sin haberlo socorrido.

¡Pero el bueno de Matías comprendía…! Debía ser muy grande el dolor que sentía la familia por lo que había pasado. Los hermanos estaban muy unidos y debían sentir la desgracia de Roque como suya propia… Mas, gustando del abandono, egoísmo y falta de comprensión, se fue a su casa tratando de olvidar el desengaño en lo más profundo de su alma.

Llegó a ella en las condiciones que son de suponer y a la cenicienta luz de una vela, se limpió como pudo la sangre coagulada de la cara. Después, con su mano derecha y con la ayuda de los dientes, se ciñó con fuerza una venda sobre la muñeca izquierda, que era la zona donde ahora sentía más daño. Luego, cuando hubo descansado, volvió a salir a la calle con el brazo en cabestrillo, dispuesto a continuar su ronda y a esperar que fuese de día para ir a visitar el médico, puesto que no quería volver a molestarlo por una cosa de tan poca importancia.

 

19

—¿Inés Bargas?— preguntó el joven de pelo rizado a la señora que le abrió la puerta.

—¡Sí! —concedió la mujer—. ¿En qué puedo servirle?

—He venido para que me informe acerca del paradero de su sobrina.

Inés lo miró fijamente, y al final, exclamó:

—¡Tú!

—¡Sí…! —dijo él, medio avergonzado—. ¡La… necesito!

—Mira, sólo sé que está en un pueblecito del interior de Aragón, en las montañas que separan la vega del río Cinca con el terrible desierto de los Monegros —concedió ella, encogiéndose de hombros con desprecio—. ¡No sé nada más!

 

———

CAPÍTULO NOVENO

UNA LEALTAD DE PERRO

  1

Con la salida del sol, Ballocinca se preparó a vivir un nuevo día.

Cuando Marta se dirigía al redil, se dio cuenta de que pasaba algo extraño porque vio un grupo de personas que cuchicheaban en el portal de la casa de Andrea.

—¿Qué será lo que puede haber pasado?— se preguntó sin detenerse, pues ya llevaba tarde y bastante tenía con pensar como se iba a desarrollar el día que tenía por delante (no sabía si los cuerpos de las ovejas muertas habían sido enterrados o no). Así, cuando llegó al corral, se encontró a José que la estaba esperando con algo de impaciencia. Marta se excusó con una sonrisa al darle los buenos días y la cosa no pasó de ahí, pero al terminar de sacar las ovejas, el pastor se encaró con ella de una forma que daba a entender que no sabía cómo decir lo que llevaba en el buche.

Al final, dijo:

—Marta… hoy no podré acompañarte. El amo me ha enviado a otro lado y después tengo que presentarme en la iglesia para recibir la primera amonestación, ¿te es igual?

—¡Claro que sí, José! Y no temas por mí puesto que ya conozco el camino.

—Bien. Así me gusta. De todas formas te iré a buscar pronto por la tarde para enterrar a los animales muertos.

—¡Ah, claro!

—Te aconsejo que lleves al ganado al otro lado del lago o que te quedes en la entrada del valle, no sea que quede alguna mata envenenada. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Bien, ¡hasta la tarde!

—¡Adiós!— se despidió la muchacha, echando a correr para alcanzar al rebaño.

El pastor se la quedó mirando mucho rato, hasta que desapareció en la lejanía, y al fin dijo:

—¡No sé que interés tiene Pacorro en que vaya sola…! ¡Si le pasa algo me las pagará!

Luego, impulsado por algún repentino pensamiento, echó también a correr y cuando llegó a su altura, exclamó de forma entrecortada:

—Oye… quería decirte una cosa y no me atrevía.

—Pues, dime— le animó ella, medio desfigurada por el polvo que levantaban los animales al avanzar.

—Sí… Mi novia y yo… sabemos que eres buena y que crees en el Dios verdadero. Su padre ha oído hablar del mismo Cristo que tú predicas y nos ha dicho que sus seguidores son buenas personas y mejores ciudadanos… Por eso quiero pedirte que un día de estos vengas a mi casa y bendigas nuestro matrimonio.

—Mira, José —contestó con calma la muchacha—, es verdad que mi Dios es un Dios real, pero yo no puede bendecirte porque no tengo ningún poder para hacerlo oculto en el bolsillo. Pero no te desanimes. Lo que sí puedo hacer es orar por vosotros al Señor para que El sea quien os bendiga.

—Gracias, Marta. No sabes lo feliz que me haces… Oye, antes te he mentido. El amo no me ha enviado a ningún sitio. Ha sido Pacorro el que me ha mandado que hoy no te acompañe.

—¿Por qué?

José movió la cabeza con pesar, mientras caminaban en pos del ganado, y cuando encontró la respuesta, contestó:

—Quisiera equivocarme, pero esto no me gusta nada. No sé el interés que les mueve a ir en contra tuya…

—No te preocupes demasiado. Dios está de mi lado y además… ¡tengo a Leal!

—Eso si que es verdad —reconoció el pastor—. Bueno, adiós, qué pases un buen día.

—¡Gracias, José! —acabó la muchacha, separándose—. Y no te olvides que iré a tu casa un día de estos, que me has invitado…

—Sí, sí, claro. Puedes venir cuando quieras…— murmuró el pastor, viéndola desaparecer en un recodo del camino.

 

2

Los hombres que se levantaron temprano para ir a la huerta o al monte, a trabajar en algunas de sus tierras, fueron los primeros que se enteraron.

—¡La hija de Roque se ha muerto!

—¿Qué?

—¡Sí!

—¿Cuándo ha sido?

—¡Esta noche…!

—¡Qué extraño!— terminaban por reconocer todos, pues sabían que el médico la había visto después de nacer y no había encontrado nada anormal.

Y seguían yendo a sus ocupaciones. Aunque no estaban tranquilos… Y el malhumor aumentó al ver el estado en que habían quedado sus parcelas, aún no recuperadas de la última tormenta. Claro, antes ya las habían visto, pero ahora el barro se había solidificado y el daño parecía mayor. A la mayoría les dolía mucho tener que empezar de nuevo escarbando, cavando o limpiando en las parcelas con las hortalizas deshechas o inservibles. Pero, al cabo del rato, todos y cada uno de ellos volvió a doblar sus espinazos tratando de ganar por constancia, por tesón, a la mano destructora de la naturaleza. Y cuando quemaban las ramas, arbustos y arbolitos desgajados, parecía como si estuviesen purificando sus campos. Además, con el agua caída, las malas hierbas habían brotado con rapidez y amenazaban con ahogar los pocos cereales que habían quedado en pie.

Así que no tiene nada de extraño el hecho de que los hombres mirasen entristecidos hacia sus campos y árboles frutales… ¡Aquel año no iban a coger fruta y ésta, como ya es notorio y sabido, constituía uno de los principales y más saneados ingresos pueblerinos!

¡La desolación del invierno se les vino encima…!

El primero en rebelarse fue Andrés, el alguacil. Tiró la azada lejos de sí, exclamando:

—¡No sigo más! ¡Voy a trabajar todo el año como un negro para nada!

Don Paco, controlando a sus jornaleros, también dudaba y pensaba:

—»Tenemos mucho trabajo por delante… ¿Y si cae otra tormenta?»

Andrés el Tigre, que estaba trabajando codo a codo con su padre en su finca del monte, le dijo en un descanso:

—La verdad es que no me hace ninguna gracia trabajar así.

—Tienes razón —opinó su viejo progenitor—. Después, a lo mejor, la bruja se encapricha de nuestro trozo… ¡y lo destruye otra vez!

—¡Pues esto no puede continuar así!— concluyó el jefe de los Águilas del Aire.

Jaime, el larguirucho escribano, estaba picando desde hacía mucho rato en su huerto, el que estaba cerca de la carretera, cuando arrojó también la herramienta y se sentó a la sombra de un ciprés para reponer fuerzas y considerar su futuro. Allí, tras beber un buen trago de vino, barbotó:

—Me parece que este año lo tengo claro, como no coma del Ayuntamiento…

Casi junto a él, en otro huerto, Juan, el boticario, se esforzaba cavando un bancal de patatas y al ver que la inmensa mayoría de ellas estaban podridas, exclamó:

—¡Adiós negocio! ¡Ya se podía haber muerto la bruja un mes más tarde…!

El resto de los agricultores se encontraba en iguales o parecidas circunstancias, por lo que los ánimos se iban calentando por momentos en la misma medida en que se iban desmoralizando.

Y lo que era más grave:

¡Nadie sabía a quién achacar su desgracia de forma concreta!

 

3

Santos, que por ser médico no trabajaba en la tierra, si no que se lo hacían todo, también se sentía preocupado por la muerte de la niña.

—¡A ver si me echarán a mí la culpa! Hombre, tendría gracia… Me parece que esto es el principio del fin.

Y se asuntó un poco, pues era bastante cobarde y llegar de pronto a un desenlace imprevisto, no le hacía ninguna gracia.

¡Había llegado demasiado lejos en su farsa y ya no estaba seguro del terreno que pisaba!

 

4

Hasta el señor Pascual se encontraba malhumorado aquel día. Había enviado a Lucas a su huerto en busca de fresas y éste había vuelto al rato con las manos vacías, condenando a nuestro hombre a comer sin su postre de temporada favorito.

Después, al enterarse de la muerte de la hija de Roque y del accidente sufrido por el sereno, dijo:

—¡Son demasiadas desgracias para una sola noche! Aquí hay gato encerrado.

Pensó que si se pudiera demostrar que ambas cosas estaban relacionadas con Marta, se vengaría de ella y de Isabel, todo de una tacada, y eso por no haber hecho caso de sus insinuaciones.

 

5

Cuando don Matías terminó su ronda, se fue a casa del médico, pero estaba muy cansado. El brazo le dolía mucho y la herida de la frente amenazaba con abrirse de nuevo. Iba, pues, caminando calle abajo con penas y trabajos, cuando se topó con Pacorro que volvía a su casa después de haber hablado con José.

—¡Caramba! ¿Qué le pasa «papá»?

—He tenido un pequeño accidente esta noche. ¡Me he caído de la manera más tonta

—¡Vaya, pues que se mejore!— dijo el zagal a guisa de despedida.

—¡Gracias!— contestó nuestro hombre y ambos siguieron su camino.

Cada vecino que se encontraba con el sereno, hacía la misma pregunta y recibía la misma respuesta:

—¡He tenido un pequeño accidente esta noche! ¡Me he caído de la manera más tonta…!

Y mientras él seguía caminando, ellos pensaban:

—»¡Otro accidente! ¿Cómo es posible que le haya tocado al bueno del sereno?»

Pronto llegó la noticia a todos los rincones del pueblo:

—¡Don Matías se ha roto un brazo y se ha descalabrado!

 

6

Santos estaba hablando con su madre:

—¿Crees que Blas habrá tenido éxito de nuevo?

—¡Claro que sí!— le tranquilizó la mujer.

Luego añadió maliciosamente:

—¡Aunque estuviese en el otro mundo vendría a cobrar su comisión!

—Tienes razón— rió él, más tranquilo.

Estaban desayunando en el patio debido al fuerte calor ambiental y allí les encontró el sereno, cuando le hicieron entrar en la casa.

Doña Lucía, al ver su estado, se levantó solícita y se adelantó a su encuentro:

—Matías, ¿qué te ha pasado?

Nuestro hombre explicó su accidente por enésima vez.

—¡Pobre «papá sereno»!— continuó la mujer, poniendo aquella cara de lástima que tanto la caracterizaba.

—Eso de que el pueblo se quede a oscuras de tanto en tanto, se habrá de tratar en el Ayuntamiento— dijo Santos, al levantarse de la mesa.

—Habrá sido una avería— comentó el accidentado con algo de ingenuidad, mientras seguía al galeno al interior del consultorio.

—Puede ser, pero podría haberle sido fatal.

Santos, aparte de estas influenciado por su madre y dejarse llevar por sus deseos personales la mayoría de las veces, era un buen médico… de pueblo. Así que curó de forma magistral al pobre sereno que le miraba y dejaba hacer admirado. Aunque en esta ocasión transformó al paciente en un herido más aparatoso que real, pues la venda de la cabeza y el yeso del brazo fracturado, eran más que suficientes con la mitad del material empleado.

Don Matías ya se iba cuando se volvió hacia el médico y su madre que se les había unido:

—¡Ah! En el pueblo no saben la causa de la muerte de la niña de Andrea. Yo no he dicho nada por no contar con su consentimiento.

—Y ha hecho bien —le contestó Santos, pensando en la posibilidad de usar el asunto en contra de Marta a poco que se presentase la ocasión—. No hace falta que lo diga, no es necesario. Hay muchos asuntos que cuanto menos se sepan, mejor. La gente no está preparada para según qué cosas… Además, no estoy seguro del diagnóstico…

—De acuerdo —se despidió el herido—. Me voy a dormir. ¡Gracias por todo!

Luego, mientras el sereno desaparecía por la puerta de la calle, el médico se encaró con su madre:

—Si la gente ignora la verdadera causa de la muerte de la niña, fácilmente empezará a creer que es cosa de brujería, ¿comprendes?

—¡Ajá! ¡Perfecto!— y doña Lucía subió a sus habitaciones después de haber acariciado a su inteligente hijo.

 

7

Marta iba a buen paso camino de los pastos, ligeramente contenta porque la mañana era espléndida y porque los tenebrosos pensamientos matinales habían desaparecido. Atrás quedaban todas las intrigas, las envidias y los malos entendidos. Veía a Leal, que tan pronto estaba con ella cómo iba a recorrer la línea que dibujaban los animales, y se decía a sí misma que no tenía ningún motivo para estar triste.

Y empezó a tararear un himno de los muchos que su madre le había enseñado…

El rebaño, por su parte, iba muy deprisa a causa de las sugerencias del perro por un lado y porque tenía hambre por el otro. Aunque ni una cosa ni otra les impedía agachar la cabeza de vez en cuando y mordisquear la poca hierba que crecía a lo largo del camino. A este paso, pronto empezaron a entrar en el valle de siempre. Por eso, las primeras patas tropezaron con la cantimplora y el reloj que habían sido de Blas y los fueron apartando del centro de la senda, de manera que cuando terminó de pasar todo el rebaño, los objetos indicados quedaron medio enterrados en el lindero y por la misma causa y razón, desaparecieron también los jirones de ropa y todo vestigio de lucha. A Marta, que iba al final, no le quedó ninguna prueba de la tragedia pasada. Y Por eso, tampoco pudo intuir el peligro que pesaba sobre la atmósfera del valle.

Cuando llegaron junto a la cabaña, la niña se extrañó por no haber visto los restos de las ovejas muertas, pero recordó lo dicho por don Paco y se tranquilizó un tanto a pesar de que la solución se le antojaba demasiado cruel. Lo que no entendía era lo que le había dicho el pastor de enterrar los cuerpos aquella tarde… ¡Ah, seguramente se refería a los huesos que pudieran haber quedado! Aunque no vio ninguno. En fin, lo que sea sonará. Cuando llegue José ya tendrían tiempo de investigarlo todo.

Luego, incapaz de hacer otra cosa, se sentó a la sombra de la pared y engulló una parte de su almuerzo ante la vigilante mirada del perro.

 

8

Pacorro llegó a su propia casa, recogió su almuerzo y tras haberse despedido de su madre, enfiló el camino del monte.

Pero antes de salir del término habitado se encontró con Felipe:

—¡Hola! —contestó éste, respondiendo al saludo de su jefe—. ¿Vas al valle?

—Sí. Voy a hablar con Marta.

—¿Con Marta?

—Sí…

—¿Y no es mejor que esperes a la tarde?

—No. Ayer se nos murieron varios animales, al parecer envenenados, y quiero investigar sobre el terreno.

—¡Ah, eso es grave…! ¿Has dicho envenenadas?

—Sí, no estamos seguros, pero…

—Pues, que te vaya bien— terminó por decir el «sacerdote» no demasiado convencido.

—¡Gracias, Felipe!— le contestó, visiblemente agradecido por su interés, el «tiburón» en jefe.

Así se despidieron… Pacorro, aún estuvo viendo como el monaguillo doblaba la esquina de la calle en dirección a la iglesia, antes de decidirse a proseguir su camino. Y como ya hemos dicho que era supersticioso, aquel encuentro no le dio buena espina. ¿Tendría éxito en su cometido?

Cuando llegó al camino del monte, eran ya las nueve tocadas. Así que se desvió hacia la fuente empezando a mordisquear el almuerzo que llevaba.

 

9

Felipe llegó a la iglesia y se encaminó resueltamente a la sacristía. Al ver que el buen cura estaba estudiando con la cabeza baja, medio enterrado entre los papeles de su mesa, entró de puntillas y no habló hasta que estuvo a su altura:

—¡Buenos días, padre!

Éste, cuando se acostumbró al cambio de luz, de la lámpara portátil a la que entraba por la ventana que daba a la calle, se levantó de su sitio al tiempo que preguntaba:

—¿Cómo vienes tan tarde, Felipe?

—Es que me he entretenido un poco hablando con el Pacorro.

—¿Pensando en alguna nueva travesura, no?

—No, padre… Es algo peor y más serio. Me ha dicho que Marta ha envenenado a sus ovejas.

—¡Jesús! ¡Jesús! ¿Qué ha envenenado a quién…? —el padre Molinos se acarició largo rato la barbilla—. ¡Hum…! ¡Demasiados intereses creados es lo que hay! ¡Eso es lo que hay! Pero, ¿qué puedo hacer yo? No puedo ir en contra de la creencia de todo un pueblo e importa más salvar a mil que perder a una que, además, creo que ya está perdida.

—Padre…

—No, Felipe, yo no puedo hacer nada… En fin, vamos a lo nuestro.

Se aproximó a un armario bien disimulado en la pared y sacó de él una cesta bien colmada que entregó al chico, diciendo:

—Hoy llevas un extraordinario: Pan, tomates, chorizo, jamón, pollo… ¡Anda y no te entretengas por ahí!

El monaguillo se despidió de su superior dolido por la reprimenda y, tal vez, porque no estaba de acuerdo con el encogimiento de hombros del hombre de Dios. El no era quién para determinar conductas, pero allí había algo que no entendía. Aunque si los mayores hacían lo que hacían, por algo sería… Atravesó el templo, abrió la puerta que lo ponía en comunicación con la torre y la traspasó sin vacilaciones. Cuando llegó al centro de la misma, al cuarto de la cuerda, miró hacia arriba con curiosidad pensando en lo duro que sería vivir allí arriba. Luego, enfiló con valentía la carcomida escalera de caracol. Parecía acostumbrado a aquellos menesteres a juzgar por la rapidez con que atacó los primeros peldaños. Así llegó a un rellano, luego a otro, aún otro más, y otro… Cuando no pudo más se sentó a descansar. Después continuó subiendo a buen ritmo hasta llegar al último de los descansillos de la construcción. Sin ningún interés, a no ser para descansar de nuevo y recobrar el compás de la respiración, miró hacia abajo y casi se mareó a causa del vértigo:

¡Los tejados rojizos de todas las casas parecían llamarle poderosamente!

Por eso tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominarse. Luego, más tranquilo y descansado, llamó con los nudillos de la mano en la madera de una puertecilla lateral:

—¡Jonás…! ¡Jonás…! ¡Ábreme, qué soy yo!

Al ver que nadie contestaba, empujó la hoja con suavidad y penetró en la estancia, viendo que el chico que buscaba estaba acostado de cara a la pared en el lugar más alejado de la misma.

A pesar de que Jonás tenía aproximadamente la misma edad que el acólito visitante, no lo parecía… Además, era un deforme, un monstruo… ¡La cabeza descomunal, la cara desfigurada y con falta de un ojo, la nariz torcida, los labios grandísimos y los dientes muy desarrollados…! Por otra parte, era jorobado y movía rítmicamente uno de los brazos sin que su cerebro lo pudiera controlar. Y por último, por si faltaba algo, tartamudeaba al hablar. Pero, pese a ser humanamente repulsivo, tenía una inteligencia poco común. Por otra parte, era muy despierto y a veces, al hablar con Felipe, esa inteligencia parecía brotar a través de un brillo especial de su único ojo.

Cuando nació una junta de vecinos reunida al efecto, trató de matarlo en contra de todas las leyes morales habidas y por haber. La madre, su madre, fue quien evitó e impidió que se realizase el crimen. Así, cuando el niño pudo valerse solo, lo subieron a la torre para que su presencia no desprestigiase al pueblo. Y allí, en el recinto en el que estaba la maquinaria del reloj, le improvisaron una camita y los accesorios indispensables. Diariamente, atendían a sus lógicas necesidades a través de cualquier monaguillo primero y de Felipe después, de manera normal y hasta voluntaria. Una vez confeccionada la cesta con la comida, el «sacerdote» de los tiburones, se la subía y se quedaba un buen rato con él para charlar e intercambiar noticias. Además, tenía orden de suministrarle cuantos libros quisiera, así como la ropa, pertenencias necesarias y la correspondencia que se producía entre él y su madre.

El chico, por su parte, que era muy hábil, se cuidaba de la buena marcha del reloj, dándole cuerda cuando lo necesitaba y engrasando lo que tenía que engrasar.  Por eso, con el tiempo, llegó a ser una pieza más de la vieja y compleja maquinaria. Pero los ratos que le quedaban libres, que eran muchos, se los pasaba leyendo o mirando hacia abajo, estudiando el pueblo, la huerta o el río. Y siempre que subía Felipe, o era la hora en que solía subir, corría a su encuentro porque le amaba y porque era su enlace con el mundo civilizado.

Sin embargo, hoy no contestó siquiera a los calurosos saludos del monaguillo.

A Felipe le extrañó mucho su actitud y dispuesto a poner en claro aquella situación, avanzó a través de la estancia hasta llegar al lugar ocupado por el contrahecho.

 

10

Aquel día, al parar el autocar de línea en la plaza mayor de Velilla de Cinca, bajó de él un hombre joven con el pelo rizado, llevando una sola maleta por todo equipaje. Dio una vuelta sobre sí mismo para contemplar con placer los rústicos y centenarios caseríos, y se dirigió poco a poco hacia la posada del pueblo.

Una vez hubo comido y descansado, salió a la calle y empezó a indagar el paradero de las personas que estaba buscando:

—¿Han visto por aquí a una mujer llamada Alicia Bargas?

A cada pregunta, una negativa…

—Sí —continuaba él, dando más y más detalles—, iba acompañada de una niña que se llamaba Marta.

Nada. Nueva negativa por parte de los preguntados. Cuando tuvo el convencimiento de que las personas que buscaba no estaban allí, ni habían estado nunca, volvió a la posada para pasar la noche. Pidió a la mesonera que le despertase pronto al día siguiente, pues se quería marchar en el primer autobús que pasase.

¡Estaba recorriendo al valle pueblo por pueblo, aldea por aldea…!

Una vez cenado, a punto de irse a dormir, preguntó a su anfitriona:

—Por favor, ¿cómo se llama el pueblo siguiente?

—¡Ballocinca! —fue la respuesta—. Pero le advierto que es un poblacho de mala muerte. Sin embargo, aquí…

—No me importa, no me importa… Tengo que ir allí, no tengo más remedio… ¿Cuándo pasa el primer coche de línea?

—A la seis en punto.

—¡Gracias!— y tras agradecerle toda la información, el joven del pelo rizado subió a su habitación y se durmió en el acto. Desde luego, ¡estaba mejor sin beber una gota de alcohol!

 

11

Marta había sacado la honda del fondo del morral y se entretenía en lanzar piedras a gran distancia sobre la cristalina superficie del lago, mientras el perro la dejaba hacer meneando la cola rítmicamente. De pronto, sonaron dos tenebrosos aullidos en el lindero del bosque y otros tantos lobos aparecieron ante las aterradas ovejas. La pareja de carniceros habían participado en el banquete de la noche anterior y sus estómagos acusaban el ligero veneno ingerido. Luego, a diferencia de la mayoría de sus hermanos que se habían ido a lo más profundo del bosque en busca de alivio, ellos habían vuelto al valle movidos por un impulso natural. Y al ver el tranquilo rebaño atacaron imaginándose la comilona que se iban a dar…

Pero no contaron ni con Marta ni con Leal.

¡Ambos habían echado a correr hacia ellos antes que se extinguiera en el aire el sonido del primer aullido!

Cuando la chica llegó a la distancia que consideró más adecuada, tendió la honda y soltó la piedra.

El proyectil dio en centro de la frente de uno de los lobos obligándole a dar con su cuerpo en tierra, tras haber dado limpiamente una vuelta de campaña. Pero no acabó ahí la cosa. Su compañero, que iba avanzando al trote tropezó con él y también se vino abajo perdiendo uno segundos preciosos, pues mientras se levantaban y orientaba de nuevo, dieron tiempo a que Leal llegase a su altura y los atacase con denuedo. Entonces, los feroces aullidos, se confundieron con los no menos terribles ladridos, obligando, entre unos y otros, a que el pobre ganado se replegase en un compacto círculo, balando de puro miedo.

Marta llegó hasta el grupo casi sin respiración y fue testigo de excepción de la batalla. El primero en caer fue el lobo herido por su pedrada… ¡y con la yugular partida! El otro, al ver las cosas malparadas, lleno de heridas, trató de huir del alcance de aquellos colmillos vengadores. Lo consiguió a duras penas y como una flecha enfiló el camino de la seguridad del bosque. Pero todo fue en vano. Sólo había recorrido unos cuantos metros, cuando Leal le alcanzó y agarrándolo por el lomo, lo tiró al suelo rodando. Entonces el salvaje animal decidió jugarse el todo por el todo: Se plantó de espaldas y con las patas traseras curvadas a guisa de ganchos, quiso sacar el vientre de su enemigo. Pero no contaba ni con la fuerza ni con la astucia de Leal. Al verlo así, dio una vuelta por encima, mientras las lobunas patas arañaban el aire inútilmente, y haciendo una finta lo cogió por el cuello. Luego, con el cadáver de su enemigo en el suelo, miró a su ama como buscando su aprobación o reparos.

La chica corrió a su encuentro y lo abrazó con cariño, mientras el ganado, restablecida la paz y el silencio, volvía a pastar. Enseguida, Marta, comprobó que el perro estaba herido:

—¡Pobre Leal! Ven, vamos al lago y allí te curaré. ¿Sabes que eres un valiente?

El perro, como si la comprendiese, se dejaba llevar hacia el agua… ¡Estaba bastante orgulloso porque había tenido la oportunidad de servir a su ama y porque ésta sabía reconocerlo!

Y mientras ella lo lavaba y atendía, comprobando la poca gravedad de las heridas, Pacorro enfilaba la entrada del valle.

 

12

Cuando Felipe llegó al lado de Jonás y le tocó el hombro cariñosamente, sólo recibió un gruñido por respuesta.

Al notarlo tan raro, le preguntó:

—¿Qué te pasa?

Jonás, al fin, ganado por su amistad, se volvió lentamente hacia él y mirándole con su único ojo, exclamó:

—Perdóname, Felipe, pero es que desde hace algunos días tengo un peso muy grande en mi conciencia.

—¿De qué se trata?

–De no saber si hecho bien o mal.

—Pues, ¿qué has hecho?— inquirió el visitante, adoptando un cierto aire de confesor, mucho más contento después de haber roto el hielo.

—¿De veras quieres saberlo?

—¿No te escuchado siempre?

—Sí.

—Pues, ¿a qué viene esa pregunta? Sabes de sobre que me interesa todo lo tuyo.

—Sí, lo sé, perdona.

—Venga, venga, a ver, ¿qué te ocurre?— preguntó Felipe, poniéndose cómodo.

—Resulta que hace tiempo estaba en el último rellano de la torre —empezó a explicar el pobre chico contrahecho, animándose a medida en que iba pasando el tiempo—, entreteniéndome con la cuerda de la campana, cuando noté que tiraban de ella desde abajo. No pude soltarme a tiempo, pero cuando lo conseguí miré por el hueco de la escalera, vi que se trataba del sacristán y tuve miedo. Ya sabes que tiene muy mal genio y que no me quiere. Así que me quedé esperando acontecimientos, pero como no pasó nada y Blas seguía tirando con todas sus fuerzas, sentí deseos de ayudarle y empecé a tirar también de la cuerda para que María sonase con garbo. Y aquí me equivoqué de nuevo pues, al rato, me di cuenta con horror que el de abajo se había parado y que la campana seguía tañendo sólo gracias a mis impulsos… Entonces me retiré abatido a mi cuarto.

—Tranquilo, que eso no tiene importancia –le dijo su buen amigo—. ¡No debes considerarlo como una falta grave!

—Pero, es que hay más…

—¡Ah!

—Un poco más tarde —continuó Jonás, dispuesto a llegar hasta el final—, el mismo día, queriéndome distraer un poco, miré hacia abajo y vi con sorpresa que en la ladera vecina había un gran resplandor. Al fijarme más, me di cuenta de que se trataba de un incendio y de que casi todo el pueblo estaba allí tratando de extinguirlo… Y quise colaborar, sentirme útil. Así que me arrastré hasta el lugar en que María está apoyada y la empujé con los pies con todas mis fuerzas. Cada vez que volvía hacia mí, le daba un nuevo y duro empujón, por lo que ella misma se iba acelerando en sus vaivenes hasta conseguir tocar a fiesta o a alarma (que no hay mucha diferencia), volteándose una y otra vez… Después, quise comprobar el efecto que mi ayuda había producido en el pueblo, pero vi con temor, que toda la gente venía hacia aquí y creí que me iban a castigar. Y… mira, eso es todo. ¡Nunca había hecho nada semejante, debes creerme!

—¿Por qué no me lo has contado antes?

—Los primeros días te lo oculté por temor, pero hoy no he podido resistir más. Dime, dime, ¿está mal hecho? ¿Están pensando en castigarme?

—Ni una cosa ni otra— le contestó Felipe.

—¿De verdad?

—Repito que no debes preocuparte porque lo has hecho de buena fe. Además, tus actos no han tenido ninguna trascendencia.

—Menos mal. ¡Pues no sabes el peso que me quitas de encima…! ¿De quién era la casa que se quemaba?

—De Marta.

—¿Marta?

—Sí, la protestante. Ya te he hablado algunas veces de ella.

—¡Ah, sí, ahora recuerdo! Mira, es una pena que siempre tengan que pasar las desgracias a las personas buenas, ¿no? Porque tú me han dicho muchas veces que Marta es buena…

—Bueno, bueno —dijo Felipe, ruborizado hasta las cejas por haber tenido aquella dichosa debilidad que tanto podía comprometerlo—. ¡Anda, come! ¡Mira lo que te he traído!

—¡Gracias! —dijo el otro, recogiendo la cesta—. Eres muy bueno… ¿Qué sería de mí sin ti?

—Vendría otro —le tranquilizó el monaguillo—. Vale. Es hora que me vaya, pues hoy me toca ayudar al cura.

Se miraron fijamente por unos instantes y luego se despidieron sonriendo. Y mientras Felipe cerraba tras sí la puerta del cuartucho, el ojo sano de Jonás le siguió con agradecimiento.

Luego, el monaguillo dejó escapar un suspiro de pena y empezó a bajar lentamente la larga escalera.

 

13

La mayoría de los hombres seguía trabajando en la tierra a pesar del disgusto que sentían, hasta que el sol estuvo en su cenit. Todos los que lo hacían cerca del pueblo, se dirigieron a él para comer mientras que, los que estaban en el monte o en las huertas más lejanas, se iban a la sombra de sus masías y refugios para reponer fuerzas…

Pero unos y otros tenían algo en común: ¡Los semblantes demudados por la rabia y la impotencia!

Todo parecía indicar que aquella solución no podía durar mucho.

 

14

Pacorro se acercó muy lentamente al lugar donde Marta estaba curando al perro, porque a medida en que llegaba el momento del enfrentamiento, iba perdiendo las fuerzas. Además, al verla como trataba y mimaba a Leal, llegó a la conclusión, una vez más, de que no podía ser tan mala como decían…

El perro fue el primero que se dio cuenta de su presencia. Comenzó a gruñir porque, la verdad sea dicha, nunca había visto con buenos ojos al zagal. Pero al ver que Marta le saludaba alegremente, dejó de hacerlo sin perder, no obstante, su actitud defensiva y sin dejar de lamerse las heridas. Cuando el chico llegó a su altura y se interesó por las mismas, la chica le explicó la hazaña que había hecho el animal y el celo que había puesto en defender al rebaño.

En efecto, el chico tuvo oportunidad de comprobar la veracidad de sus afirmaciones porque, no lejos de allí, yacían bien visibles los cadáveres de los dos lobos y sintió un cierto estremecimiento al ver que el valle se había vuelto peligroso y que aquel oficio ya no podía hacerlo una muchacha. Se dijo que hablaría con su padre, pero como se había desplazado para otra cosa, se lo hizo venir bien para preguntarle directamente:

—¿Sabes si ha venido al valle algún extraño?

—No, al menos desde que estoy aquí. A lo mejor han venido de noche…

—¡Ya! ¡Sí, eso ha podido ser!

Pacorro se daba cuenta de que no tenía ninguna prueba contra ella y de que su papel quedaba en entredicho. Así que hubo de zanjar el asunto, diciendo:

—Pues si vino alguien de noche debía ser un valiente… o un ignorante. ¡Aquí hay muchos lobos!

Marta asintió y le invitó a que compartiese con ella el postre que no se había comido en el desayuno. Y Pacorro aceptó. No supo decir que no. Aquella muchacha le atraía, le vencía y le dominaba. Un sentimiento de felicidad le llenó el alma… Además, allí no quedaba nadie que pudiese testificar de su claudicación. Así que cogió de buena gana parte de los frutos que ella le ofrecía. Marta, por su parte le había invitado con la intención de tener tiempo para hablar del Evangelio, de manera que empezó una conversación a su gusto y maneras, y el muchacho pasó de preguntón a preguntado:

—Si mal no recuerdo me había prometido algo, ¿qué tal te va?

—Pues —empezó el chico, desarmado—, verás… yo…

No podía mirarla a la cara sin sentirse culpable, pues en el fondo era noble y se avergonzaba de lo que habían estado tramado en contra suya.

—Estoy intentando hacerlo. Pero es muy difícil, ¿sabes?

—¡Claro que lo sé! Dios puede ayudarte si se lo pides.

Pacorro se estaba metiendo en una materia que no había querido tocar, pero así y todo, se defendió como pudo:

—Mira, yo rezo cada día varias oraciones a la Virgen de Loreto…

—Me sabe mal decírtelo, pero lo que haces no sirve. Sólo Dios puede contestar…

El zagal se levantó lentamente porque deslumbraba una ventana de escape:

—¡Sólo me faltaba eso! Ya sé que tú no respetas a la Virgen; es más, qué no crees en ella. Qué desprecias a los santos, qué no haces caso de nuestras fiestas sagradas, qué no reconoces al Papa.. En suma, qué desprecias todo lo que huele a católico y que combates en lo posible la santa y verdadera religión.

Marta se levantó también, entristecida, pero con fuerzas para contestar con energía:

—¡Ah, no! ¡Yo no combato nada! ¡Yo sólo trato de salvar almas hablando de la Fuente de la Vida Eterna, de Jesús!

—¿Cómo puedes decir eso siendo una hereje?— le preguntó el hijo de don Paco, ya fuera de sí.

—No soy una hereje, Urrea! Yo creo en Dios, ¡en un Dios vivo!

—¡Lo que tú crees es…! ¡Bah! ¡Estás endemoniada y ya no sabes lo que dices…! No sé lo que nuestro José ve en ti para defenderte como lo hace, a no ser…

—¡Pacorro!— la muchacha le tapó la boca con la mano.

Al sentir el contacto, el zagal se quedó helado y no pudo articular palabra en unos segundos, por eso se tuvo que oír:

—No debieras haber pensado mal de José. Es honesto y yo también. Por lo demás, voy a decirte por última vez que creo en Dios, es más, ¡qué lo he visto!

—¿Qué? ¿Qué… le has visto?— tartamudeó el “tiburón” que más parecía un “barbo” en aquellos momentos.

—¡Sí! —la respuesta de la chica fue concluyente—. Lo he visto a través de los ojos del espíritu y de sus obras, ya que físicamente nadie lo ha podido ver. ¡Ah! Y hablo con El cuando quiero a través de mis oraciones.

—Bueno, bueno… —el unigénito de don Paco se despidió, incapaz de enderezar la conversación hacia lo que le más interesaba—. Tengo que irme porque mi madre me espera y se me hace tarde.

—¡Adiós!— y la muchacha se lo quedó mirando mientras desaparecía a toda prisa por la salida natural del valle. Leal estaba a sus pies, dispuesto a cumplir cualquier tipo de orden que se le diese, pero ella no ordenó nada. Se dirigió despacio a la casita y se metió en ella dolida en lo más sensible de su alma por aquel inoportuno y sucio pensamiento de Pacorro.

—¿Por qué la gente me relaciona siempre con el mal? ¿Cuánto durará todo esto, Dios mío?— les preguntó a las piedras y a las flores del entorno, sintiéndose desfallecer.

—“¿Es qué nadie me quiere?”— pensó, como invitando a que le contestasen los elementos.

Y rompió a llorar.

Leal miraba fijamente a su ama desde la puerta y al verla en aquel estado, se acercó temeroso de molestarla y le lamió un tobillo. La ágil muchacha se volvió con presteza, reaccionando inmediatamente a la inesperada caricia y viendo la inteligente expresión de los ojos del animal, se arrodilló y le abrazó, diciendo:

—¿Cómo he podido pensar semejante cosa? ¡Tú me quieres! ¡Tú me eres leal! ¡Gracias, nunca lo olvidaré!

Y juntos, abrazados, se quedaron el silencio por unos momentos…

———

 

CAPÍTULO DÉCIMO

LA CONSUMACIÓN

  1

Pacorro se separó de Marta sin volver la cabeza ni una sola vez. Iba avergonzado por su fracaso y escandalizado por aquella afirmación:

—¡He visto a Dios!

Caminaba con la cabeza gacha, abrumado por el pesar, cuando unos destellos le llamaron la atención. Se acercó al borde del camino lleno de curiosidad y se encontró el reloj de Blas medio enterrado entre la hierba y la tierra, de tal forma que sólo sobresalía lo suficiente para reflejar los rayos de sol y ser vistos por un posible observador situado a la distancia e inclinación adecuadas. Pacorro lo estaba… Anonadado por la importancia del descubrimiento, cogió el reloj y se lo echó en el bolsillo. Unos pasos más adelante se encontró la cantimplora, que estaba escondida de igual forma en el suelo y que nadie habría podido descubrir de no estar prevenido por el hallazgo del reloj. Recogió el envase con cuidado, pues un sexto sentido le advertía del posible peligro, y lo envolvió con su propio pañuelo. Luego, picado por la curiosidad, sacó el reloj y en la contratapa vio escrito el nombre del dueño…

—¿Blas ha estado aquí?— murmuró, y la extrañeza le creció al punto.

Sin encontrar una respuesta que le satisficiera, se volvió a guardar el reloj para usarlo como prueba en su momento y continuó su camino llevándose también el recipiente. Ya iba más contento. Algo le decía que no había perdido el tiempo del todo. En un momento dado, más por distracción que por curiosidad, abrió la cantimplora de metal y tras oler su contenido, exclamo:

—¡Dios mío! ¡Veneno! ¡Está llena de veneno!

Ya tenía, pues, la respuesta a la muerte de las ovejas de su padre. Pero, ¿a quién podría pertenecer la dichosa cantimplora? Separó el pañuelo con cuidado y miró toda la superficie de aluminio pulimentado sin lograr descubrir nada que le señalase al culpable. Hasta llegó a mirar en la correa, mas en vano. Por fin, debajo de la hebilla, encontró dos iniciales con evidentes signos de estar manipuladas, en un intento claro de hacerlas desaparecer:

—¡J. S.! —leyó en voz alta—. ¡Ah! Puede ser José Santos… ¿Qué relación hay entre el médico y el sacristán? No lo sé, pero lo sabré.

Como estaba muy decidido a averiguarlo cuanto antes, aceleró el paso y se dirigió directamente al pueblo. Para acortar camino, pasó por un atajo lleno de precipicios y dándose cuenta de que le veneno representaba un peligro real, se guardó la correa y lanzó la cantimplora al vacío, la cual se fue a estrellar en una de las innumerables piedras que había en el fondo del barranco. La verdad es que fue un gesto no demasiado premeditado y tal vez se tuviese que usar el veneno como prueba. En fin, ya estaba hecho. Así que más seguro, apretó el paso. Pronto enfiló la calle del Monte y se dirigió a la Mayor sin pensárselo dos veces. Cuando llegó a la casa del médico, lo encontró con los ojos semicerrados a la sombra de los árboles de su patio. El chico no le dio tiempo ni para esbozar un saludo de bienvenida, puesto que le atacó a bocajarro:

—¡He encontrado en mis pastos su cantimplora llena de veneno! ¿Qué puede decirme?

Santos se quedó de piedra y mal lo habría pasado sin ayuda de ninguna clase… pero acertó a pasar su madre en aquel momento, que parecía estar en todo, y puesta con rapidez en antecedentes, se encaró con el zagal:

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

El hijo de don Paco repitió la acusación ligeramente dulcificada pues ya se daba cuenta que había sido una temeridad acudir allí solo y desesperado. Por su parte doña Lucía comprendió que los dos estaban perdidos si no reaccionaban enseguida. Así que, tras forzar su cerebro, exclamó:

—¡Sí, puede ser! Precisamente nos falta el envase desde que mi hijo hizo un experimento con él. Santos lo tenía en su laboratorio hasta que desapareció la otra noche… ¿Lo recuerdas, hijo?

—Pues… sí, sí. No lo eché a faltar hasta muchos días más tarde…

—Los experimentos de que hablan —se atrevió a preguntar Pacorro con ironía, al verlos a los dos a la defensiva—, ¿eran los pastos de mi padre?

El médico que ya había reaccionado, dijo al tiempo en que se levantaba:

—No, no, aquí en casa. Estaba estudiando una nueva medicina, ¿verdad mamá?

—Sí, hijo mío.

Pacorro se dio cuenta que se encontraba delante de dos especialistas en el engaño y que tal vez fuesen los culpables, pero se dijo que ahora que estaba en el baile, bailaría. Y decidió jugar fuerte apoyado en la autoridad de su padre y atacando en el centro de la acusación. Sacó el reloj del bolsillo y con gesto olímpico se lo paseó por la cara:

—Así que el criminal es Blas, ¿no? Porque no me negarán que este aparatito le pertenecía…

—¿Dónde lo has encontrado?

—¡Al lado de la cantimplora!

Doña Lucía cayó en una silla casi desvanecida y mientras su hijo la socorría inmediatamente, Pacorro no sabía que hacer con el reloj y la correa… No obstante, aquel respiro le fue bien al doctor, pues mientras atendía a su madre y adivinando lo que le había pasado al sacristán, buscó un argumento capaz de convencer al “tiburón” en jefe.

Por eso, cuando la mujer estuvo en condiciones de oír, dijo:

—Me parece que ya sé lo que ha ocurrido, muchacho. El único que podía entrar en mi laboratorio era Blas; así que, efectivamente, él es el ladrón del veneno. Ahora bien, si analizamos las cosas, ¿para que lo querría?

—La razón es obvia. ¡Para envenenar el ganado de mi padre! —contestó el chico, medio convencido—. Claro que a lo mejor actuaba por cuenta de otro…

—¡O de otra…! Por lo que veo hemos llegado los dos a la misma conclusión —dijo el médico, rápidamente—. Alguien debió pagarle o influenciarle –añadió, porque era notorio que Marta no tenía dinero—. ¡Sí, eso debe ser! El sacristán removía el cielo y la tierra para ganar una peseta…

—¿Ha dicho removía?

—Bueno, es una suposición. Pero conociéndolo como lo conozco, sé que de no haber muerto no se habría dejado el reloj tirado por ahí.

—Pues ha pagado muy cara su estupidez. ¿Quién cree que pudo haber sido el canalla que le manejaba?— el zagal no creía aún en la velada acusación que había hecho el médico.

—No lo sé, pero bien pudo haber sido la bruja… ¡la protestante! —Santos insistía al ver vacilar al Urrea—. ¿Me entiendes? ¿Quién si no podía tener interés en causaros daño? —y al ver que el otro dudaba, siguió—: No ha podido ser de otra forma. Marta pagaba a Blas de alguna forma para que envenenase a vuestros animales y justamente con mi preparado, para alejar sospechas.

—Es posible— reconoció Pacorro, poco convencido por la lógica de su interlocutor. Algo olía mal en aquella casa…

—Pues no tengas la menor duda —medió la madre, ya restablecida y puesta a la altura de las circunstancias—. Y por lo que sabemos, uno de esos dos bandidos ya ha pagado por su villanía. Sí, estoy de acuerdo contigo. Blas ha muerto. Estoy segura por lo del reloj. Además, tenía que venir a ayudar a mi hijo y no lo hemos visto en lo que va de día. ¡Por fuerza ha sido devorado por los lobos!

—Bueno —se despidió el zagal bastante desorientado—, ustedes saben más que yo de estas cosas. Les sugiero que hablen con al alcalde para que actúe en lógica y en consecuencia. Yo me voy a casa, pues estoy cansado. ¡Qué ustedes lo pasen bien!

—¡Adiós…! ¡Y gracias por avisarnos! Oye… ¿por qué no nos dejas el reloj y la correa…? Lo digo para enseñárselos al alcalde.

—¡No, eso no! Voy a dárselos a mi padre… Ustedes ya sabrán apañarse.

—Como quieras… Bueno, ¡adiós! ¡Ah y no te preocupes por nada que nosotros ya nos cuidaremos de todo!

Doña Lucía acompañó al heredero de los Urrea hasta la puerta de la calle y allí le dijo con toda la cara:

—¿Cuándo acabaremos con la otra culpable?

—¡No es cosa mía!— exclamó el zagal de mala gana.

Luego se marchó calle adelante muy preocupado porque llevaba en el bolsillo el reloj de un muerto.

Doña Lucía volvió a entrar y se encaró con su hijo muy nerviosa.

—No tengas miedo —dijo Santos para consolarla—. ¡Aún nos queda esgrimir la última baza!

 

2

Las horas pasaban lentamente, pero al caer la tarde, los hombres empezaron a volver de sus trabajos. Eso sí, lo hacían un poco antes de lo normal porque era sábado. Y como aún seguían tan malhumorados como por la mañana, se desahogaban castigando injustamente a los animales de carga o a los zagales, depende de quien se les pusiese por delante.

Pero como aquello no podía seguir así indefinidamente, muchos pensaron que sería bueno tener un cambio de impresiones. De manera que, una vez cuajada la idea, se iban pasando la voz unos a otros:

—Ven esta noche a “El Carnero” que tenemos que hablar de algo importante.

Y antes de la temida puesta del sol todos se dieron por enterados.

 

3

Las mujeres también se fueron a casa de doña Lucía tan pronto como sus maridos las dejaron solas, y se sentaron en sus localidades o puestos en espera de que apareciese la presidenta. No tuvieron que esperar mucho porque las cosas importantes debían hacerse cuánto antes. Además, doña Antonia no era de esas mujeres que se hacen esperar, aunque había que respetar las categorías. Lo cierto es que cuando entró en la sala, todas las presentes se pusieron en pie y así estuvieron hasta que doña Lucía declaró abierta la sesión a instancias de la alcaldesa.

Entonces, en un momento, se armó un barullo fenomenal puesto que cada una planteaba el problema a su manera y exponía su posible solución.

En este contexto, doña Soledad, se levantó de su sitial y tras conseguir un relativo silencio, dijo:

—Queridas, como es imposible que lleguemos a acuerdo alguno de esta manera y que, aun en el supuesto de conseguirlo, no nos serviría de nada puesto que los hombres están reunidos con el mismo propósito, propongo que nos vayamos con ellos y apoyemos sus decisiones.

Un murmullo de conformidad acompañó a doña Soledad mientras se sentaba y era felicitada por las mujeres más cercanas. Luego, todas miraron hacia la presidenta. Doña Antonia vio que la idea no era mala y al comprobar la gran cantidad de brazos levantados que la apoyaban, disolvió la reunión.

Salieron a la calle y en franca manifestación, avanzaron en dirección a la mayor taberna de Ballocinca.

 

4

“El Carnero” era el nombre de una gran sala ubicada al final de la calle de Loreto, haciendo esquina con la plaza del mismo nombre. Aparte de ser el local más grande del pueblo, tenía un anexo destinado a almacén de frutas, puesto que el dueño se dedicaba a gran escala a ese comercio. Así que la disponibilidad de una gran superficie cubierta, era lo que había motivado su elección para cobijar a la asamblea de vecinos. No, no había otra cosa. Bueno, estaba el bar…

El dueño, un hombre fofo y gordinflón, bien situado en la puerta del almacén, hacía pasar a los hombres al interior, advirtiéndoles:

—¡Ojo con la fruta! ¿Eh?

Ellos asentían oralmente o con estudiados gestos de cabeza porque tenían otras preocupaciones, y pasaban la puerta divisoria llevando porrones y botas de vino para utilizarlos durante el transcurso de las discusiones. Una vez en el interior, se sentaron como pudieron en cajas llenas de melocotones, manzanas y similares recogido antes de la última tormenta, mientras que otros lo hacían sobre grandes sacos repletos de almendras, avellanas y nueces. La verdad es que, de una manera u de otra, todos ellos se acoplaron lo mejor posible y hablando, fumando o bebiendo, se dispusieron a esperar al alcalde.

Cuando llegó, acompañado por dos concejales y dos guardias civiles armados con porras (¿?), ocupó su sitio en una tarima prefabricada en la parte más amplia y limpia del local.

Tras guardar los minutos de silencio reglamentarios por respeto a la corporación local, empezaron a hablar.

Estaban todos: Don Matías, con la cabeza vendada y el brazo escayolado. A su lado, y como siempre, don Paco le había compañía. Más allá, Andrés, el alguacil, junto a Jaime, el secretario (dos cargos a extinguir no por ser demasiado afines con la cúpula municipal). A continuación, los concejales que no estaban de servicio y el médico. Además, junto al alcalde, y como una deferencia, estaba sentado el padre Molinos que no había querido perderse aquella trascendental reunión. Después, don Juan, el buen farmacéutico, y Lucas, el criado para todo del alcalde… Incluso Roque, el cual, olvidándose de su dolor, había acudido con sus hermanos al oír el llamamiento…

En los rostros de todos los asistentes se traducía la impaciencia por exteriorizar sus pensamientos…

De pronto se escuchó un fuerte revuelo procedente de la taberna y por la puerta del almacén, empezaron a entrar numerosas mujeres apartando a un lado al obeso tonelero. Los maridos, padres y hermanos enmudecieron durante unos momentos, pero al oír las explicaciones de doña Antonia, estuvieron conformes que se quedaran con ellos advirtiendo que no se convirtiese en una costumbre… El alcalde, las invitó ceremoniosamente a participar en la discusión. ¿Qué iba a hacer?

 

5

Los zagales, por su parte, se habían reunido también en la calle Mayor con visible malhumor. Estaban al tanto de la conferencia de sus mayores y se sentían desplazados.

Mas en un momento dado, Pacorro reclamó la atención de todos los presentes, y dijo:

—¡Compañeros! Ha llegado el momento de tomar una decisión porque no queremos que nuestros padres nos ignoren de esta manera. ¡Nosotros debemos tomar partido en una discusión de tanta importancia! ¡Ya no somos críos, qué caramba!

—¿Qué podemos hacer?— preguntaron veinte voces.

—¡Propongo que vayamos a “El Carnero”!

Varias ¡vivas! y ¡hurras! poblaron el aire y, por esta vez, no solamente aplaudieron los “tiburones”, sino hasta los “águilas”. ¡Había sido una idea genial y ni a unos ni a otros les dolían prendas para reconocerlo! ¡Ya iba siendo hora de que sus progenitores los tomasen en serio!

Y formando un grupo compacto, avanzaron en tropel, buscando la calle de Loreto, la taberna y el almacén. Al llegar allí, el tabernero, ya muy escamado y arrepentido de haber cedido el local, les señaló la puerta de acceso con gesto herodiano y ellos la traspasaron como un huracán, no sin antes haber tirado al suelo varias sillas del bar. Pero no contaron con la dura reacción de sus padres. Al verlos, organizaron un zafarrancho inenarrable, pues cada uno por separado ordenaba a su hijo que se fuera.

Pero Pacorro, una vez más, corrió al estrado y se subió sorteando las manos y pies que se lo querían impedir. Allí gesticulando y gritando, estableció un precario silencio.

Entonces empezó a hablar:

—Amados padres. No es justo que nos tengáis al margen de la asamblea, puesto que es un asunto que nos asedia y preocupa a todos por igual. Además, podemos suministrar una valiosa información que puede añadir más luz en este caso. Por otra parte, ya es hora que os deis cuenta de que ya no somos niños y que nos sentimos con derecho a emitir nuestro propio juicio.

Todos se quedaron de piedra ante el desparpajo del muchacho que hablaba en nombre de todos sus hijos. Pero a la mayoría de los presentes, les gustaba. Sí, reconocían que tenía el temple de los Urrea, que era capaz de ganar aquella partida para sus compañeros y sentar un precedente en los anales de Ballocinca. Sí, aquel chaval tenía madera de líder. Habría que tenerlo muy presente de ahora en adelante…

Muchas manos se levantaron pidiendo al alcalde que los admitiera en la reunión y éste, siempre tan respetuoso con la democracia, no tuvo más remedio que aceptar.

Por fin, después de tantas interrupciones, comenzaron a exponer todos los cargos que cada cual tenía en contra del enemigo público número uno:

¡Marta!

 

6

Ésta, se había quedado triste tras la marcha de Pacorro y algo decepcionada, la verdad. Había llegado a pensar que Dios tocaría el corazón de Urrea, pero ahora sabía lo lejos que estaba de andar por la senda que llevaba a la cruz. No obstante, sabiendo que era el Señor quien decidía aquellas cuestiones, se arrodilló pidiéndole que iluminase al zagal cuando llegase el momento oportuno como sólo Él sabía hacerlo.

Tan distraída estaba en estos menesteres, proyectos y pensamientos que no vio a José que ya la venía a buscar.

Como siempre, el primer síntoma de su presencia se debió al ladrido de aviso del vigilante perro. Cuando Marta miró hacia donde le indicaba el animal, notó que el pastor venía muy excitado:

—¡Querida Marta! —le gritó a guisa de saludo—. ¡Hoy traigo muy malas noticias!

—Pues, ¿qué pasa?

—Todo el mundo se ha reunido en un local para encontrar una fórmula que te haga marchar del pueblo o para algo mucho peor.

—¡Ah! ¿Sólo es eso? No temas, no pasará nada que no sea la voluntad de Dios.

Recogieron el ganado y empezaron a marchar hacia el pueblo, aprovechando el tiempo para hablar de muchas cosas, principalmente relacionadas con el Reino de Dios. Cuando llegaron a la primera calle del mismo, después de haber encerrado a los animales, notaron un vacío anormal y desacostumbrado… Sólo les saludaba de vez en cuando algún anciano o algún perro… Al pasar por delante de la casa de Andrea, vieron el monumento mortuorio levantado en el patio en memoria de la hija fallecida.

José, que se intranquilizaba por momentos, vio la ocasión de aflojar la tensión que se mascaba en el ambiente, y cambió de conversación:

—Seguramente la enterrarán mañana a primera hora…

Después, atacado por una idea, preguntó:

—¡Oye…! Cuando muere un niño, así sin bautizar, ¿dónde va su alma?

Marta le respondió con otra pregunta:

—¿Dónde crees que van aquellos que no han pecado?

—¡Al cielo!

—Pues, ya lo sabes— terminó la muchacha delante de la casa de Isabel.

Ésta, que ya estaba en la puerta como casi siempre, echó a correr a su encuentro cortando de aquel modo la posibilidad de que los pastores prosiguieran ahondando en el tema que estaban desarrollando. Cuando llegó a su altura dijo, mientras abrazaba a la muchacha:

—¡Hija, todo el pueblo se ha reunido en “El Carnero” para hablar de ti, y eso me da muy mala espina! ¡Tenemos que hacer algo enseguida!

—No tema, señora Isabel, no pasará nada.

Le chocaba bastante aquello de que tenía que ser ella la que consolase cuando estaba para consolar. En fin, éste parecía ser su sino y la verdad es que no le importaba en absoluto.

Después de cambiar ligeras impresiones, las mujeres se despidieron y entraron en la casa, atrancando muy bien la puerta mientras que José, decidió ir a la taberna de la reunión por si podía serles de utilidad.

 

7

Precisamente, en aquel momento, el nerviosismo crecía sin parar en el repleto almacén de frutas. Muchos de los asistentes habían expuesto sus pérdidas y su malestar, pero sin atreverse a acusar a nadie en particular.

Por fin, viendo que ya se empezaba a divagar, el alcalde dijo:

—Bueno, vamos a ver si nos ponemos de acuerdo… ¿Quién es el culpable de nuestras desdichas?

Silencio respetable.

Don Pascual repitió la pregunta levantando la voz y haciendo unos cambios muy sutiles:

—¿Quién creéis que es la culpable de nuestros males?

—Marta…— dijo uno en voz baja, pero animado por el matiz que encerraba la segunda pregunta del alcalde.

—¡Marta!— gritó Santos, viendo llegada su oportunidad.

—¡Marta!— rugieron decenas de voces a la vez, y todos se pusieron a lanzar improperios contra ella.

Pero el alcalde logró restablecer el orden con impetuosos ademanes.

—Bien, bien. Ya vamos pisando terreno firme. ¿Y quién tiene alguna prueba?

—¡Yo!— dijo alguien.

Todos se volvieron hacia doña Gertrudis…

—Es decir… Yo sé algo, pero las pruebas las tiene otra persona.

—A ver si te aclaras. ¿Qué es lo que sabes?

—¡Qué Marta ha envenenado los pastos de Paco Urrea!

—¿Es verdad eso?— pudo preguntar don Pascual a través del creciente vocerío.

—¡Si! —dijo el aludido con sencillez—. Claro que asegurar que lo ha hecho Marta…

Los gritos e insultos de la mayoría lo hicieron callar.

—¡Yo también tengo algo que añadir! —chilló doña Lucía—. ¡Anoche los lobos devoraron a Blas…! —toda la atención se los asistentes convergió al instante en su persona—. Sí, su reloj estaba tirado en los pastos junto a una cantimplora llena de veneno…

—¿Qué pastos?

—¡Los de Urrea!

—¿Cómo lo sabes?

—¡Por qué Pacorro nos lo ha contado!

Éste, corroboró las palabras de la madre del médico al ver que todos le miraban a él.

—Luego, entonces —dijo súbitamente el padre Molinos a voz en grito para desviar seguramente hacia un muerto la culpa de todo lo que había pasado—, Blas es el culpable del envenenamiento…

—¡No lo creo! —le atajó doña Lucía con rapidez—. No. Hace tiempo que le venía observando y, desde hace días, el sacristán estaba como alelado, extraño, suspicaz y lleno de nervios. Pero ahora ya lo comprendo todo, ¡estaba embrujado! ¡Y si anoche andaba por el valle cometiendo una barbaridad, la culpa la tiene Marta!

Sus palabras fueron creídas enseguida porque era una mujer de bastante influencia y porque lo que decía les convenía a todos en mayor o menor grado. Y si alguien dudaba aún, se convenció cuando el cura volvió a hablar:

—Pues ahora que doña Lucía lo dice, yo también le he notado muy extraño últimamente.

En aquel momento, entró José y se colocó en el último lugar que encontró libre. Enseguida, inmediatamente, se puso a escuchar el debate con ansiedad.

—Bien, bien —decía don Pascual a la sazón—, en lo que respecta a mi autoridad, he de decir que yo mismo he sido robado en mi propia casa por la bruja.

Y terminó explicando su caso, haciendo hincapié en el mensaje escrito en el barril de vino y añadiendo lo que quiso conveniente, con el sano propósito de eliminar las posibles dudas que pudieran haber aún en la sesuda concurrencia.

La gente, al digerir las palabras de su primera autoridad, movía la cabeza con disimulado pesar dando a entender que el caso estaba claro… ¡y visto para sentencia!

—¿Tiene alguien algo más que añadir?— preguntaba don Pascual en aquellos momentos.

—¡Sí!— exclamó el alguacil en un arranque.

Luego, señalando con el índice a don Matías, continuó:

—Mirar al sereno, ¿lo veis? Pus bien. La protestante tiene la culpa de todo su mal. El otro día, yo le vi hablar con ella en plena calle y lo embrujó…

—¡Mentira! —gritó papá sereno sin poderse contener—. ¡Mentira! ¡La culpa es mía y sólo mía! No vi el agujero de la tapa… y me caí. Eso es todo y ella no ha tenido nada que ver.

Una enorme bronca acogió su confesión y tuvo que intervenir al alcalde haciendo de moderador. Después de restablecer el orden, se encaró con el sereno:

—Lo siento Matías, pero lo que ha dicho Andrés parece razonable.

El sereno quiso contestar, pero don Paco le contuvo por temor a las represalias. Entonces José, viendo que eran muy pocos los que iban a favor de la verdad, a favor de Marta, avanzó hasta situarse en primera línea por si debía intervenir.

El alcalde, mientras tanto, continuaba:

—¿Qué? ¿No hay nada más que decir?

Doña Antonia, por meter baza, señaló a Roque y dijo:

—Ahí está el marido de Andrea, ¡que explique también su caso!

—No sé que relación puede haber entre Marta y la muerte de mi hija— balbuceó tímidamente.

—¡Yo sí! —rugió su suegra—. Días antes de que mi hija diese a luz, recibió la visita de Marta, con quien estuvo hablando durante mucho rato. Al irse, le dejó un ramo de flores silvestres…

—¡Ya está! ¡Eso debe ser!— gritaron varias voces.

—Esto es muy serio —dijo don Pascual, como haciendo de abogado del diablo, como poniendo alguna duda para que nadie le acusase de haber sido parcial—. Así que, aprovechando que entre nosotros hay una gran autoridad competente, vamos a salir de dudas… Santos, ¿de qué murió la niña?

Éste, viendo llegada su hora, abrió la boca, diciendo:

—Pues la verdad es que debo reconocer que los síntomas fueron muy extraños. Me explicaré: Cuando nació estaba totalmente sana y no tenía ningún defecto físico. Y cuando fue requerido por su padre… no encontré nada anormal. En resumen… y creerme que lo lamento porque va en contra de mi honor profesional, pues el hecho de que no pueda determinar claramente el diagnóstico se puede interpretar como un fallo de mi ciencia, ¡la muerte de esa niña es un verdadero misterio!

—¡Mentira!

Todos se volvieron hacia el sereno.

—¡Mentira! —repitió éste—. ¡Tú sabes muy bien de que murió!

—Don Matías —dijo el médico con toda la amabilidad de que fue capaz, en medio de un silencio sepulcral—, por favor, váyase a casa… Sí, le noto mal color y sin duda se encuentra mal.

El secretario del ayuntamiento sugirió, en un alarde de inteligencia.

—Debe ser que aún está bajo la influencia de la bruja.

Cien voces gritaron de nuevo contra ella y contra el sereno. Éste se adelantó unos pasos, como retando a sus vecinos, pero no dijo nada… Bajó la cabeza avergonzado y se dirigió hacia la salida acompañado tan solo por José que intentaba consolarle ante el desprecio general.

Por eso, tan pronto como la pareja disonante hubo salido del local, la ira del pueblo se desató:

—¡Acabemos con la hereje!— propuso uno.

—¡Salvemos al pueblo de una vez!— rugió otro.

—¡Mueran los enemigos de nuestra religión!— bramó un tercero.

Y otras lindezas por el estilo. Tanto es así que el griterío creció hasta el punto de hacerse ensordecedor, por lo que don Pascual para hacerse oír y ejercer su posible poder sobre ellos, tuvo que ordenar a los guardias civiles que golpeasen los barriles con sus porras a la manera de los tambores. Empezaba a tener algo de miedo porque la situación parecía que se le iba de las manos y él, en el fondo, no quería hacer nada irremediable. Quería asustar a la niña, vengarse de alguna manera, incluso, conseguir que se fuese del pueblo. Pero de eso a otra cosa, mediaba un abismo…

Y viendo la mano alzada de Pacorro, quiso saber su opinión. Incrementó los gritos para acallar a la masa y una vez restablecido un precario silencio, concedió la palabra al bravo “tiburón.”

—Escucharme, por favor —dijo el joven Urrea, escamado también al ver como iban desarrollándose las cosas—. Os quiero recordar el motivo por el que estamos aquí. Todos creemos en principio que Marta es culpable de nuestras desgracias, desavenencias y pesares, y a tal efecto, tratamos de atribuirla con pasión los hechos más dispares: Desde un robo vulgar hasta un horrible crimen. Ahora bien, ¿habéis pensado en la posibilidad de que podemos estar equivocados? Entenderme bien —añadió al ver el creciente movimiento de protesta en la sala—, lo que quiero decir es que debemos ser cautos con estas cuestiones. Hoy mismo he hablado con ella… —un ¡oooh! general recorrió de punta a punta la asamblea—, y también creo que es culpable de revolucionar nuestra sociedad y de producirnos insomnio, pero, ¿es motivo suficiente para que la tratemos mal? Ella me ha dicho algo que me ha hecho pensar profundamente. ¡Me ha asegurado que ha visto a Dios!

Ahora fue un ¡oooh! de estupor el que recorrió el almacén sacudiendo las conciencias.

—Le ruego al padre Molinos que nos explique el alcance de esta afirmación— terminó Pacorro.

—¡Sí, sí! —le animaron veinticuatro voces—. ¡Qué hable, qué hable!

El cura chasqueó la lengua como para aclarársela y por fin se atrevió a hablar con la dignidad que requería el caso:

—Sí, es posible que lo haya visto… Dios utiliza los medios más complejos para anunciar sus leyes.

—A ves si ahora resulta que Marta es una santa— dijo el boticario, no muy tranquilo.

—Sí, eso debe ser –secundó su mujer—. Yo he estado con ella en su casita una noche entera y me ha dado mil pruebas de su santidad.

—Además —medió Felipe, ingenuamente—, yo la he visto llorar y las brujas no lloran…

Este sencillo razonamiento colmó el vaso de la indecisión pueblerina y el parecer de los presentes se modificó como por arte magia.

—Entonces —dijo doña Sofía, en un momento de pleno y silencioso estupor—, lo que ha ocurrido en el pueblo era bien justo… ¡No hemos sabido identificar a una santa y la Virgen de Loreto nos ha estado castigando!

—Tiene razón la maestra —gritaron varias voces a la vez—. ¡Vayamos a pedirle perdón!

Y como borregos salieron atropelladamente del almacén, haciendo caso omiso a los gritos del alcalde, el médico, su madre y de los que opinaban lo contrario!

 

8

Isabel estaba seriamente preocupada por el futuro de Marta y trataba de convencerla para que se fuese del lugar de inmediato, pero la muchacha se negaba una y otra vez, a pesar de que sabía que ella incluso estaba dispuesta a acompañarla:

—¡Mi pueblo y mi lugar están aquí!

En el fondo, Isabel la comprendía. Ella misma había tenido la oportunidad de marcharse y no lo había hecho por la misma razón. ¡Tenían que dar su testimonio dónde el Señor las había puesto! Y es que la mujer ya seguía los pasos de Marta en esa materia. Bien es verdad que al principio le había costado mucho, pero luego, bien guiada y mejor aconsejada, se había superado a sí misma. Justo es decir que había dejado su vicio… o su trabajo, y ahora vivía de acuerdo con las más elementales enseñanzas del Nuevo Testamento. ¡Así, se sabía el primer fruto visible de las predicaciones y ejemplo de Marta y por eso se querían tanto! La muchacha le había dicho que cualquier domingo de aquel mes, irían al río y la bautizaría como su madre había hecho con ella en su día. Y eso, por el momento, era su mayor deseo. Así que estaba preocupada por la suerte de su compañera, pues sabía que Satanás haría todo lo posible para borrar o intentar anular su testimonio. ¡Qué difícil había sido romper con la tradición y la costumbre de vivir a costa del vicio de los hombres! Pero sí, lo había conseguido. Ya nadie la visitaba, pero tampoco lo echaba a faltar. Gracias a Dios tenía los suficientes ahorros para seguir viviendo en espera de dar una nueva orientación a su vida… Desechó aquellos confusos pensamientos sin orden ni concierto haciendo un esfuerzo y se concentró en el tema que realmente importaba, pues al sentir el peligro que corría su amiga, estaba dispuesta a irse con ella si era necesario y rehacer su vida en cualquier otro rincón del país…

—¡Mi puesto está aquí!

No hubo manera de convencerla.

Su preocupación creció al punto al ver aparecer a don Matías y a José por la puerta de la calle.

En pocas palabras les pusieron en antecedentes, y los tres se quedaron de piedra al oír hablar a la chica:

—Era de esperar. Los que están en tinieblas no quieren ver la luz y les molesta que haya alguien en quien poderse comparar y ver su bajeza. Pero no tengáis miedo. Dios sabe todas las cosas y no permitirá que nadie me toque un pelo de mi cabeza hasta que haya llegado mi hora.

Había tanta paz y tranquilidad es sus palabras que sus acompañantes pasaron de atónitos a maravillados.

El sereno dijo, sin poderse contener:

—¡Marta, yo…! Soy viejo pero, ¿qué de hacer para tener tu seguridad?

A Isabel le brillaron los ojos por un momento, luego los cerró y se puso a orar con intensidad.

Marta estaba diciendo:

—¡Crea en el Señor Jesucristo con todo su corazón y con toda su alma y El le dará esa fuerza!

—¿Cómo puedo hacerlo?

—Debe acudir a El sin perjuicios ni intermediarios, pues El dijo: “Venir a mí todos los que estáis cansados que yo os haré descansar.” Y también: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.”

  Una especie de sollozo se escapó del pecho del hombre.

—¡Creo!— dijo cayendo de rodillas sin vergüenza alguna. José, extrañado ante aquella escena, se movía indeciso, e iba de un lado para otro. Él también había sentido una imperiosa voz interna que lo llamaba y le anunciaba la veracidad y la grandeza de aquellos momentos. Marta le miró y él, emocionado al ver llorar al sereno como un niño, no pudo aguantar la mirada y exclamó a su vez:

—¿Crees que Dios puede aceptarme siendo tan poca cosa?— y esperó la respuesta con ansiedad.

—¡Sí! El Señor elige a los perdidos, a los humildes, a los pecadores…

—Pues yo también quiero ser uno de sus hijos— afirmó el pastor en voz baja.

—Nada más fácil, José. ¡Cree que Jesucristo murió por ti, que murió en tu lugar…! Ya te he dicho muchas veces que nosotros estábamos condenados a muerte por nuestros pecados, pero Él murió en la cruz para redimirnos y hasta reconciliarnos con Dios. Si lo crees, serás salvo y vivirás para siempre.

José ya no dijo nada. Se fue y se arrodilló junto a don Matías murmurando:

—Señor Jesús… Tú sabes que siempre te he esperado… ¡Gracias porque ahora me has dejado sentirte! Creo, Dios mío, creo que tu Hijo murió por mí.

Isabel, al ver aquella segunda confesión, se arrodilló también humildemente al tiempo de que Marta, con los ojos en alto, oraba:

—¡Gracias, Señor! La semilla sembrada por mi madre y bendecida por Ti, empieza a brotar. ¡Gracias por haberme dejado verlo! Señor, te recomiendo estas dos almas para que les ayudes a dar un testimonio digno. ¡Qué tu Santo Espíritu les ilumine cristianamente para que puedan ayudar y colaborar en la extensión de tu Reino! ¡Qué no vuelvan jamás la cabeza ni dejen el arado que hoy han aceptado como suyo…!En tu nombre. Amén.

—¡Amén!— respondieron las tres voces emocionadas.

Después, más tranquilos, empezaron a hacer planes para el futuro.

Marta sugirió:

—Si os parece bien, cada noche nos reuniremos aquí para estudiar la Biblia, nuestra forma de ser y nuestra doctrina, ¿de acuerdo?

Los nuevos hijos de Dios asintieron y ya estaban a punto para irse, cuando un lejano griterío les llamó la atención. Como los cuatro estaban en la salita de estar del primer piso de la casa de Isabel, abrieron el balcón que daba a la calle y el griterío aumentó de intensidad. La dueña de la casa salió al exterior para ver de que se trataba y pronto vio lo que estaba pasando:

—¡Es una manifestación! –dijo a los de dentro—. ¡Marta, escóndete en mi cuarto, pues pienso que vienen a por ti!

—¡Nosotros la protegeremos— dijeron los dos hombres a la vez.

—Si que sois belicosos —habló Marta recordando el claro episodio de Pedro, Malco y la oreja de éste—. ¡No temer, no hará falta!

—Es posible —reconoció Isabel por fin, mirando de nuevo a la calle y fijándose algo más—. Parece que viene en son de paz… ¡Mirar!

En efecto. Cuando salieron los tres al balcón vieron y comprobaron lo irreal del acontecimiento: Cada vecino llevaba algún regalo visible para la muchacha… Se veían carneros, ovejas, cabras, conejos, gallinas y hasta un cerdo. Amén de toda clase de embutidos y comida en general. Y joyas, también traían joyas. Ropa, zapatos y decenas de utensilios varios… Al llegar a la puerta de la casa de Isabel, unos y otros iban dejando su carga en el suelo para asombro de los nuevos hermanos. Pero no acababa allí la cosa: Después de los porteadores sanos, la calle se había llenado de enfermos, ancianos, disminuidos, lisiados, mutilados, deformes…

En un momento dado, empezaron a gritar al unísono:

—Marta… ¡Marta…! ¡¡Marta…!!

Y cuando la descubrieron en el balcón en medio de sus acompañantes, se arrodillaron adorándola.

La muchacha comprendió enseguida el alcance del gesto y alzando su mano, exclamó rápidamente:

—¡Quietos! ¡Quietos…!¡Soy como uno de vosotros! ¡Sólo debéis adorar a Dios! ¡Levantaros, levantaros…!

Las personas que estaban situadas inmediatamente debajo de ella, la oyeron y se levantaron decepcionadas, aunque no entendieron lo que decía. ¡Era tan bonito adorar a algo visible…!Los que estaban más alejados, los imitaron creyendo que se habían puesto de pie por orden de la Santa.

Luego vino la petición de gracias…

La primera en hablar fue la madre de Jonás:

—¡Marta, por favor, cúrame al hijo y te daré cada año la mitad del trigo que recoja!

Fue la señal: Cientos de brazos enfermos se alzaron hacia el balcón que ocupaba la muchacha cada vez más avergonzada. Cada uno exponía su mal… ¡Muletas que suplicaban, bocas que clamaban y prometían, ojos que lloraban…! Aquellos que no tenían el privilegio de ocupar el centro de la calle, pugnaban por acercarse a la casa para hacerse oír por Marta sin mirar si atropellaban a los más débiles.

Entonces, por encima de todas las voces que gritaban cada vez más al ver la pasiva actitud de la Santa, se oyó claramente la voz de Roque:

—¡Marta, resucita a mi hija, por el amor de Dios!

Ésta, miró hacia abajo una vez más y al mirar sin ver las esqueléticas y suplicantes manos que pedían milagros, lloró. Y lo hizo intensamente. En un momento vio todo su trabajo perdido… ¿Aquel era el resultado de una vida dedicada a Dios? No, no podía ceder ni bajar la guardia. Así que hizo evidentes gestos de que quería hablar y una vez conseguido un silencio relativo, dijo con el corazón sangrante:

—¡Ir a vuestras casas! ¡Os habéis equivocado respecto a mí! ¡Soy una servidora del Dios vivo… no parte del mismo! ¡No puede hacer nada de lo que me pedís! ¡Nada…! ¡Ir a vuestras casas, por favor!

Y dando media vuelta entró en la habitación seguida lentamente por sus nuevos hermanos y por Isabel y se fue a su cuarto en donde pasó la noche llorando y orando.

Los de la calle reaccionaron con lentitud, pero al fin, se volvieron por donde había venido con el rabo entre las piernas, después de haber recogido sus despreciados presentes. Se sentían corridos, humillados y lo que era más grave, avergonzados. Ya era inevitable que el odio creciera y se adueñara por completo de sus corazones defraudados.

Todas las mentes condenaban a la autora del salvaje desprecio…

¡El pueblo hace los santos… y los mata!

El médico, su madre y el alcalde, los vieron pasar con la cabeza gacha y murmuraron:

—¡Han fracasado!

—¡Ya era hora!

—¡Es el principio del fin!

Ninguno de los tres personajes habló más. No hacía falta. Se marcharon a sus casas sin saber que actitud tomar. Sabían que al día siguiente por la mañana tendría lugar el entierro de la hija de Andrea y Roque, fruto visible del poder maléfico de Marta, e ignoraban lo que podía pasar si el pueblo se dejaba arrastrar por el odio y el deseo de exterminio.

Y como ellos eran los principales responsables…

 

9

Aquella noche fueron muy poco los que cenaron y menos los que se atrevieron a mirarse a la cara.

 

10

Pacorro era uno de los que se sentían más defraudados.

—“¡Qué lástima! —pensó—, con lo bonito que podía haber sido tener una Santa en el pueblo…”

Su madre dijo a la hora de la cena:

—Pues yo creo que es una santa a su manera.

—Yo también —reconoció el marido, demasiado molesto consigo mismo por no haber intervenido como debía—. ¿Qué ha dicho el padre Molinos de todo esto?

—No ha venido con nosotros. Lo he visto marchar hacia la iglesia con la cabeza baja.

Ya estaban de acuerdo en principio…

—A lo mejor sabe toda la verdad— terminó el hombre.

 

11

Isabel, don Matías y José, también se habían quedado mudos. Comprendían bien a la muchacha y ahora más que nunca temían por ella. Pero no podían hacer nada por el momento. Así que, tras sugerir los planes a seguir con la ayuda de Dios, los hombres se despidieron y se fueron a sus casas.

 

12

Pasó la noche y con los primeros albores del día se empezó a ver movimiento en Velilla.

En aquel momento, el joven del pelo rizado se levantaba a instancias de la mesonera y se aseaba rápidamente. Luego, tomó un frugal desayuno, pagó la cuenta y salió a la calle. Llegó a la plaza muy a tiempo, pues el coche de línea ya estaba a punto de arrancar a pesar de ser domingo. Así que el último tramo de espacio lo tuvo que cubrir corriendo y una vez sentado, más o menos cómodo en el autocar, sacó una revista de su bolsillo y se puso a leer con la esperanza de que el trayecto le resultase más corto.

 

13

El nuevo día sorprendió a Marta completamente rendida. Había pasado la noche en vela y su cuerpo acusaba el cansancio. Además, sentía el fracaso de su gestión de forma tan profunda que no cesaba de llorar… Pensó en su madre y en lo que ella diría si pudiese hablar y sintió deseos de esconderse, por lo que se tapó la cabeza con la almohada en un gesto infantil, intentando cortar las nuevas lágrimas que amenazaban con llenarle los ojos. ¡Ah, cómo duele la soledad moral! ¡Qué amargo es el sentimiento de fracaso! Se secó las lágrimas como pudo y abrió su Biblia encontrando la paz y el sosiego que necesitaba para llegar a la conclusión de que ella no tenía ninguna culpa en la deformación de los hechos. Más tranquila, se dijo que era una buena ocasión para ir al cementerio y orar ante la tumba de su madre. Tal vez allí terminase por saber cuál era su camino… Tal día como aquel la habían enterrado después de pasar su vida dedicada al Señor… ¡Otra vez sintió la desesperación y las lágrimas…! Pensaba que el pueblo reaccionaría de otra manera y que contestaría de forma positiva a su testimonio… ¡Estaba equivocada! No era ella quien podía catalizar al Espíritu Santo, sino Dios. Debía de haberse limitado a dar su mensaje y dejar a Dios la consecución de los frutos… Se prometió a sí misma cambiar de táctica; predicaría, sí y después se limitaría a orar por los predicados… Jesús mandó predicar, en cuanto a salvar… ¡era cosa suya!

Pero luego, mientras se vestía, le vino a la mente el hecho de que a Jesús también quisieron darle gloria, es más, coronarle y El rechazó dignamente ambas cosas y no por eso se sintió fracasado. Al contrario, su poder creció muchos enteros, si cabe, rechazando una vida cómoda y placentera. Y así, un rayo de esperanza y dulzura entró poco a poco en su corazón. ¡Sí, había sido una valiente rechazando la gloria que le ofrecían los habitantes de Ballocinca! Por otra parte, recordaba el hecho de que tres personas se habían convertido al Señor a través de su testimonio y eso era muy digno de tener en cuenta. Cayó a los pies de la cama y elevó a las alturas la enésima oración de aquella noche, pero con una diferencia:

¡Esta fue la más dulce y sincera de su vida!

Ahora si que quería ir a ver la tumba de su madre como cada domingo. ¡Ya no tenía temor ni falsas esperanzas!

¡Iría a reforzar la cruz que ella misma había puesto en su día con sus propias manos!

Así que terminó de asearse y tras peinarse con mucho cuidado y mimo, salió de la habitación.

Isabel, que se había levantado también, estaba en la cocina preparando el desayuno, cuando la vio aparecer:

—¿A dónde vas?

—¡Al cementerio!

—¡No vayas! —Isabel le cogió la mano—. ¡No vayas, por favor! Otro domingo quizá, pero hoy no. Hay peligro… mucho peligro. ¡Recuerda que van a enterrar a la niña y…!

—¡Oh, no puedo dejar pasar un domingo sin llevar flores a la tumba de mi madre! No sería domingo. Hoy necesito hacerlo de forma especial. Además, como sabes, voy fuera del lugar santo y no tenemos porque encontrarnos…

—¿Quieres que vaya contigo?

—No, gracias.

—Prométeme que tendrás cuidado— terminó por conceder la mujer, viendo que la otra estaba decidida.

Marta le agradeció su preocupación con una sonrisa y un sonoro beso y tras engullir el desayuno, salió a la calle cogiendo el enorme ramo de flores que le había preparado su amiga como cada domingo.

Iba a ir directamente al cementerio, cuando tuvo una idea. No sabía porque, pero le entraron ganas de andar en compañía de Leal. Así que cambió de dirección y se fue al corral de los Urrea. Y cuando llevaba andando un buen trecho, se dio cuenta de que el cielo estaba tan cubierto que casi no se veía la montaña que tenía enfrente.

“—Debo darme prisa —pensó con temor—. A lo mejor se pone a llover.”

Al llegar al corral, su primer destino, más de la mitad del horizonte estaba encapotado y además, parecían que las nubes corrían a su encuentro. Pero como ella deseaba hacer lo que ya había dispuesto, abrió la caseta de Leal dejándolo en libertad. Cuando éste salió del corral, le demostró su contento con cariñosos ladridos y diversas carantoñas. La chica, lo acarició a su vez por aquello de corresponder y le dijo, como si el animal pudiese entenderla:

—Te voy a llevar al cementerio a ver la tumba de mi madre, pero te quedarás en la puerta, ¿eh?

Y juntos empezaron a subir la cuesta de la ladera en busca del Campo Santo.

 

14

En la calle de la Andrea ya estaba formado el cortejo fúnebre y más que una reunión mortuoria, parecía una manifestación.

Mientras esperaban a que el sacerdote terminase con el simulado bautizo de la niña muerta, vieron como el cielo se cubría por momentos.

—¡Vamos a tener lluvia de nuevo!— dijeron varios hombres a regañadientes.

Y cuando se pusieron en movimiento detrás del cura y de los monaguillos, la visibilidad era ya muy mala.

Como siempre, la segunda parte del cortejo la formaban el alcalde y su cuadro ejecutivo. A continuación iban los que llevaban el pequeño ataúd y los familiares de la niña muerta. Luego, seguían los hombres sin distinción de clases o esferas sociales, entremezclados con los zagales. Y por último, las mujeres cerraban la compacta compañía pues, dado el carácter del sepelio, se les había permitido aquella libertad.

Pacorro, por pura coincidencia, marchaba al lado de Santos, ocasión que éste aprovechó para llevar el agua a su molino:

—Mira, muchacho. Ayer por la noche me reuní con varios hombres para estudiar el problema y borrar de nuestras imaginaciones el ridículo espantoso que hicimos delante de la casa de Isabel. Acordamos por mayoría escarmentar a Marta para que esto no vuelva a suceder. Ahí, delante nuestro, está la prueba más reciente de las actividades subversivas de la bruja —añadió señalando el ataúd—, y esto no puede continuar así. Sí, te lo digo porque bien podrías ser tú quien llevase a cabo nuestro plan…

—¡Hombre… yo…!— se excusó el Urrea.

—Ten en cuenta que las personas de quien te hablo son muy influyentes en el pueblo —le interrumpió el médico—, y verían con muy buenos ojos tu intervención.

—Tenga en cuenta a su vez —exclamó Pacorro, vencido por fin por su conciencia—, que no me importa nada de lo que diga. Tengo mis propias convicciones en este asunto y no pienso cambiarlas para nada. ¡Yo también tengo mis problemas! Aún tengo que poner en práctica el último acuerdo de la Cueva de los Consejos y no encuentro la manera porque creo que Marta es inocente de todo lo que se le acusa. Es más, tengo la impresión de que alguien se aprovecha de su mala fama para satisfacer unos deseos de venganza de lo más ruin.

Fue tan clara la indirecta que el doctor se apartó de él lanzando una maldición tan fuerte, que hasta hizo volver la cabeza a varios de los componentes del cortejo. Pero nuestro hombre no hizo caso, al contrario. Viendo que Andrés el Tigre iba a unos pasos por delante suyo, avanzó hasta colocarse a su altura y le dijo exactamente lo mismo que le había dicho al “tiburón.” Y aquí acertó.

El incauto muchacho, contestó:

—¿De veras? Me alegro de que me hayan elegido a mí. No les defraudaré. Además, los chicos tenemos pendiente una actuación en ese sentido y queremos aprovechar la primera oportunidad que se nos presente.

—¡Bien, ya hablaremos!— le felicitó Santos, volviendo satisfecho a su puesto. Luego miró a su madre, que iba varias filas más atrás, y le hizo una señal de inteligencia que ella entendió perfectamente.

 

15

Mientras tanto, en casa de Isabel, tenía lugar una extraña reunión: Estaban con ella, además de don Matías y José, don Paco y su mujer que ya habían sido ganados por la causa de Marta. El sereno llevaba la voz cantante diciendo o explicando a sus amigos su concepción del Evangelio. Y era que la semilla, tanto tiempo sembrada por Alicia y regada por su hija, estaba dando los primeros frutos a pasos agigantados. ¡Aquello ya no podía parar! Así, al término de la charla predicación, el Urrea se emocionó y doña Inés, abrazada a Isabel, le pedía que orase por ellos con lágrimas en los ojos.

Por eso, poco a poco, la luz de Jesucristo entró en aquellos corazones que le anhelaban y la recién nacida Iglesia de Ballocinca contó con la posibilidad de dos nuevos miembros más.

 

16

Marta y Leal había llegado a la cumbre en la que, días atrás, a ella le parecían años por la intensidad de los acontecimientos vividos, había contemplado el pueblo en compañía de doña Soledad. Y una vez más se volvió a mirar hacia abajo dándose cuenta con pesar de que la visibilidad era muy deficiente.

De pronto, un rayo cruzó el firmamento justo encima de su cabeza, iluminando fantasmagóricamente todo aquel sector. Y cuando llegó el trueno a sus oídos, decidió orar allí mismo a favor de su pueblo, ahora invisible.

Mientras lo hacía, el perro jugueteaba a su alrededor como protegiéndola.

 

17

El cortejo subía entonces por la calle del Monte y todos vieron la figura de Marta en lo alto de la loma, recortada por la luz del relámpago.

Inmediatamente, creció la indignación:

—¡Allí está la bruja esperando ver su obra consumada!– murmuraban entre dientes.

—¡Qué poca vergüenza!

—¿Será posible?

—¿Qué hemos hecho para merecer esto?

—¡Tendríamos que escarmentarla…!

—¡Es la hora!— dijo Andrés el Tigre. Hizo una seña a sus seguidores, quienes salieron del cortejo en el acto y empezaron a seguirle por la ladera, subiendo en dirección al lugar ocupado por Marta. Se dio la circunstancia de que le siguieron también los “tiburones” creyendo que su jefe iba en vanguardia como siempre, pero Pacorro se había quedado en su sitio. ¡Aquella cosa ya no iba con él! Los hombres y mujeres también adivinaron que había llegado la hora, pero no hicieron nada para evitarlo… Seguían andando con los ojos puestos en el suelo del camino. Felipe, también vio la dirección que habían tomado sus compañeros y se asuntó, pero tampoco hizo nada… ¿Qué podía hacer siendo tan poca cosa? Y se limitó a mover en incensario con más rapidez.

Cayeron las primeras gotas… Pero los muchachos, sin temer a nada ni a nadie, continuaron subiendo campo a través como cabras monteses.

 

18

El hombre joven empezó a ver las primeras edificaciones de Ballocinca desde la ventanilla del autobús y se preparó. Durante el trayecto había tenido tiempo de pensar en su vida pasada y cada vez sentía más y más vergüenza en presentarse ante aquellos seres que buscaba y a los que había hecho tanto daño.

¡Se había dicho mil veces que lo primero que haría sería pedirles perdón…!

Las palabras del Evangelio que había aprendido en su juventud le martilleaban el cerebro y le hacían sentirse culpable. ¡Qué necio había sido! Pero estaba dispuesto a corregir su equivocación…

Por fin, el autocar llegó a la Plaza Mayor y nuestro hombre salió de su ensimismación. Se apeó y vio el rótulo que anunciaba la posada “El Lobo” y hacia allí se dirigió, movido por la experiencia que había adquirido recientemente. Encontró a una muchacha que hacía las veces de criada, la cual, después de darle habitación, le puso al corriente del por qué el pueblo parecía tan y tan tranquilo.

Y a la acostumbrada pregunta del hombre, ella respondió:

—Pues, sí. Pero Alicia se murió y su hija vive en casa de una tal Isabel.

La alegría que experimentó el caminante por el hallazgo, se ensombreció un tanto por la pena de la muerte. Pero, rehaciéndose, se dijo que el mal pudo haber sido mayor. Así que, sin más pérdida de tiempo quiso ver a Marta y siguió a la chica que se había brindado acompañarle a casa de Isabel. Allí encontró a los cinco hermanos que, llenos de gozo, estaban comentando el testimonio de la pequeña santa. El se presentó… y cuando los otros salieron de su estupor, se alegraron mucho más.

Luego, la dueña de la casa, le explicó que Marta estaba en el cementerio y ante el suplicante requerimiento del hombre, ella le explicó a grandes rasgos lo más importante de la historia.

Y así fue como el visitante llegó a la conclusión de que la chica estaba en peligro.

Salió de la casa, no haciendo caso de la lluvia torrencial, y se dirigió al monte seguido de cerca por todas aquellas personas que amaban sinceramente a su hija.

 

19

Marta estaba aún a la vista de las últimas casas del pueblo cuando le alcanzaron los zagales, quiénes, sin pensárselo dos veces, empezaron a tirarle piedras a tontas y a locas:

El primer impacto le dio en el brazo que llevaba las flores y allá se fueron rodando por un terraplén.

Después, en la frente.

Se llevó a la cabeza la mano sana y notó, más que vio, la sangre que le manaba abundantemente.

¡Cayó de rodillas, presa de dolor, mientras el perro ladraba furiosamente a su alrededor!

Lo malo de Leal es que no veía a su enemigo.

El agua caía ya en gran cantidad, como si la naturaleza estuviese protestando ante el inútil sacrificio de Marta. Claro que también iban cayendo piedras, muchas sin dar en el blanco a causa de la oscuridad reinante. Pero eso no evitó de una de ellas, de gran tamaño, alcanzase al animal en la cabeza mientras descendía de uno de sus brincos. ¡Emitió un solo gemido y fue a caer contra el cuerpo de su ama en un deseo final de protegerla!

Ella reaccionó a su contacto:

—¡Pobre Leal! ¡Qué precio estás pagando por ser mi amigo!

Luego, se levantó a medias y ayudada por el animal, continuaron avanzando hacia su objetivo cada vez con mayor dificultad. Pero, aun así y todo, pronto empezaron a adivinar las paredes que limitaban el recinto sagrado…

Mientras tanto, los rayos seguían iluminando la escena de tanto en tanto y los zagales, por miedo a todo lo desconocido o por haber adquirido conciencia de lo que habían hecho, no avanzaron más… Y así, gracias a una descarga eléctrica más potente que las anteriores, vieron como Marta traspasaba la puerta del cementerio.

La chica, por su parte, se dio cuenta de que el perro se había quedado fuera del recinto, tendido en la hierba. Desanduvo el pequeño trecho que los separaba y lo abrazó. Leal, por correspondencia, le lamió una mano… ¡y murió en sus brazos! Después, viendo que va no podía hacer nada por él, y obedeciendo a una especie de voz que le ordenaba avanzar, le dio un beso y lo dejó con cuidado al lado de la puerta. Luego penetró otra vez en el cementerio, avanzando con peligro a través de nichos y tumbas…

Pero, ¡había perdido también mucha sangre y por eso se encontraba muy mal!

Por fin llegó al rincón de tierra, fuera del considerado campo santo, donde descansaba el cuerpo de su madre en espera de que la gloriosa trompeta la resucitase, y al coger la cruz que sobresalía de la tierra, cayó al suelo desvanecida.

Por su parte, los zagales que habían avanzado hasta la puerta, al ver acercarse a sus mayores, dejaron caer las piedras que aún apretaban en sus manos. Y mientras intercambiaban miradas y se consultaban unos a otros qué hacer o qué determinación tomar, llegó el grupo de Isabel con el joven del pelo rizado y el resto de seguidores. El padre de Marta apartó a los que taponaban la entrada y penetró en el recinto a buen paso, siendo seguido por todos en la medida que aquélla lo permitía.

Isabel le iba indicando el camino:

—¡Allí!

El joven cruzó en dos zancadas el resto del espacio que le separaba del lugar indicado.

Cuando llegó a la tumba, cogió en brazos a la muchacha:

—¡Dios mío! ¡Está herida!— gritó, dominado por la inutilidad del esfuerzo.

Marta, al recibir el agua de lluvia directamente en la cara, volvió en sí, vio al hombre que la aguantaba, a Isabel, a sus amigos… y preguntó con un hijo de voz:

—¿Quién…?

—¡Soy tu padre, Marta! —sollozó aquel joven del pelo rizado—. ¡Soy tu padre!

En aquel momento, todos estaban viendo la escena en medio de una quietud sepulcral. José, don Matías, don Paco, su mujer e Isabel, que estaban en la primera fila del enorme círculo humano, se arrodillaron viendo el fin.

Los demás, que aún no sabían lo de su conversión, les fueron imitando poco a poco.

Marta agonizando y ajena por completo al mundo que la rodeaba, acarició la cara de su padre, y dijo:

—¡Papá! ¡Qué alegría! ¡Mamá me encargó que te dijera que te quería mucho y que te… que te había perdonado…! ¡Yo también lo hago…!

—¡Mi niña…! ¡Mi niña…!— atinó a decir el hombre.

La muchacha, haciendo un esfuerzo supremo, le entregó la tosca cruz que aún tenía en su mano, y le dijo de nuevo:

—¡Toma, papá! ¡Guárdala y sé digno de ella!

Luego añadió, viendo a Isabel a su lado:

—¡Cuida de papá… por favor! ¡Me voy…! ¡Me voy con mamá…! ¡Os esperaré en el cielo…! ¡Adiós…!

En medio de un profundo silencio que hasta la naturaleza respetó dejando de tronar por unos momentos, se oyó claramente la voz de la niña que hablaba con el cielo:

—¡Señor… perdona a este pueblo, pues yo ya lo he hecho…! ¡Y acógeme en tu seno, Jesús mío! ¡Mamá…! ¡Mamá… voy contigo!

Y expiró.

Su padre bajó la cabeza anonadado ante el peso de la realidad, pero notó la mano femenina que se posaba en su hombro y ganó confianza. Se volvió y vio, en los ojos preñados de lágrimas de Isabel, la comprensión y el apoyo que tanto necesitaba en aquellos momentos.

Agradecido le dio la cruz…

Luego, levantó a su hija en brazos hasta la altura de su barbilla y se encaró con rabia ante el arrodillado gentío dispuesto a echarles en cara su crimen.

¡Todos temblaban…!

Vio lágrimas en algunos ojos… ¡y no dijo nada!

¡El también era culpable!

Y dos gruesas lágrimas de arrepentimiento se escaparon de sus ojos varoniles yendo a dar en la cara de Marta, como una caricia póstuma…

 

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CONCLUSIÓN

  Han pasado muchos años y en Ballocinca han ocurrido varias cosas dignas de mención… Si el agua del río principal, que aún arrastra los vestigios de la última riada de verano, pudiese contar todo lo que sabe, quedaríamos maravillados de los hermosos resultados del testimonio de Marta.

¡No, su sacrificio no fue inútil!

El agua sabe que los hombres del lugar han levantado una cruz de piedra sobre el mausoleo en el que descansan Alicia y Marta y que ha sido costeada por casi todos sus habitantes.

Sabe que en el pueblo ya hay una iglesia basada en las mismas creencias de la joven mártir, perfectamente hecha, fundada y dirigida por el padre de la niña, aunque, bien es verdad, lo hace de forma interina mientras se consigue un pastor ordenado.

Sabe que Pacorro Urrea está estudiando en la ciudad, preparándose para ser pastor de almas y que, cada año, cuando viene al pueblo, va al cementerio a poner flores en la tumba de quien aprendió a amar después de muerta.

Sabe también que Andrés el Tigre y Felipe son ahora miembros sobresalientes de la Iglesia y que Jonás ha sido bajado de la torre e ingresado en el Hospital Territorial, ahora debidamente atendido, en espera de ir a casa…

Sabe que Santos se suicidó lleno de remordimientos unos días después del entierro y que su madre se volvió loca y fue enviada a un hospital psiquiátrico de la capital de provincia.

Sabe que el padre de Marta se ha casado con Isabel y que José, don Matías y don Paco, son activos diáconos de la Iglesia y si bien todos tienen que vencer dificultades cada día, van avanzando hacia delante, siguiendo las pisadas de Cristo en la forma que ella les enseñó…

Pero las aguas del río no pueden hablar. Lo que si saben hacer es corretear gozosamente hacia el mar llevándose todos y cada uno de sus secretos.

 

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011567

Barcelona, 3 de julio de 2000.

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El cortejo 1

El entierro 10

Un pueblo de santos 18

«Amaos los unos a los otros» 26

«Tiburones» y «Águilas» 31

El cayado divino 38

El borracho 44

Un pueblo a oscuras 51

Una lealtad de perro 57

La consumación 64

Conclusión 74

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MARTA

011567

bou13

3.7.2000