Monthly Archives: agosto 1994

18.1 EL MANTO DE JUSTICIA

Dieciocho de enero

Isa. 61:8-11

Desde el momento en que conocemos al Señor, movidos por su gracia y lavados por su sangre, Él nos da un manto de justicia que es diferente a las togas o vestidos del resto de los hombres. Esto es muy importante. Bien es verdad que el hábito no hace al monje, pero nadie reconocería a un juez en funciones sin su toga. De manera que este manto, el dado por Dios, no el ganado por esfuerzos propios, debe marcar nuestra vida hasta el punto de influir positivamente en nuestro comportamiento diario.

En efecto, este manto es una forma de vida, una actitud, una manera de ver las cosas y una fuerza motriz que nos hace estar por encima de ellas. De manera que, a imitación de los antiguos discípulos, Hech. 4:13, con la ayuda externa, debemos transformar nuestros espíritus, mentes y cuerpos para que el mundo conozca que hemos estado y tenido una experiencia personal con Cristo. Precisamente, el hecho de que todos sepan que somos hijos de Dios, es una de las razones del por qué se nos ha dado un manto de justicia sin merecerlo y sin haber hecho oposición alguna. O lo que es lo mismo, el que todos nos reconozcan como hijos suyos es la constante que no hemos de olvidar si no queremos dañar este manto con aquella polilla del pasotismo tan en boga en nuestros días.

El Señor quiere que resultemos atractivos, presentables, limpios y sanos para que podamos predicar con ventaja el mensaje de la salvación y la verdad es que, a veces, nos resistimos a ponernos el manto de justicia porque no nos gusta mucho ser reconocidos como cristianos. Sí durante algunos momentos, sí en ocasiones especiales, pero cada día, cada minuto, ¡no! Sin embargo, en toda la cadena de salvación humana, hemos de predicar el evangelio con nuestra vida, enseñar nuestro cambio, señalar a Cristo Jesús… Debemos ser reconocidos como transmisores del mensaje de Dios y como hacedores de su voluntad llevando dignamente la toga, manto, o señal de nuestro ministerio.

Pero, ¡cuidado! A veces sentimos la tentación de modificar este proceso con ropas o pinceladas de color personales cuando el manto de justicia no sólo es de Dios, sino que es el único que puede modificar el vestido de la salvación. Es cierto que la tierra es importante para la consecución del fruto, pero lo es más la semilla que lo hace fructificar. Es cierto que somos importantes, incluso imprescindibles, para llevar a otros la posibilidad de salvación, pero es el Señor su único autor y realizador. Otra cosa es engañarnos a nosotros mismos y hacer perder el tiempo a los demás. Él nos viste con su manto porque nos eligió y salvó y tiene especial interés que otros lo sepan. Nos hizo justos gracias a la sangre de su Hijo, nos hizo justos por gracia y ese manto es la señal indicadora de que algo cambió nuestra vida. No hay vuelta de hoja. Cualquier cosa que impida nuestro testimonio oscurece su acción benigna, su manto de justicia, y merma las posibilidades de salvación de todos los que nos rodean. Por el contrario, si dejamos actuar a Dios a través de nuestra vida nuestra descendencia será conocida entre las naciones y nuestros renuevos en medio de los pueblos.

17.1 LA SEQUÍA

Diecisiete de enero

Eze. 47:1-12

Estamos en un año de sequía física pero, también, de sequía espiritual. Sí, vivimos en un país mediterráneo de alto riesgo de incendio, azotado por los vientos secos de poniente y estrangulado por su carencia de agua, y eso se paga. Pero el nuestro también es un estado desengañado por decenas de años de moral católica, quemado por la corriente atea y atrofiado por el consumismo de final de siglo, y eso también se paga.

De todas formas, si estamos secos espiritualmente no es porque no tengamos a nuestra disposición las condiciones necesarias para evitarlo. El Señor nos da siempre su agua espiritual y si no nos refresca y beneficia es porque la corteza impermeable producida por el pecado nos impide hacerlo. Esto es como todas las cosas. Hay muchas veces que pensamos que no necesitamos humedad alguna, otras que el tema no va con nosotros y aún otras más que nos convencen de que si hay que preocuparse, ya lo haremos mañana cuando la falta de agua (espíritu) sea más evidente y el fuego nos esté calcinando.

Es verdad que aquel creyente sincero, el que crece en santidad cada día por estar regado por el espíritu de Dios, es a su vez una fuente de agua viva, Juan 7:37-39, que, generada por el Espíritu Santo, esparce beneficios en su ecosistema; pero también, que si no se va al tanto, si uno no se vacía hacia los demás, se corre el peligro de estancar humedad y beneficios y, por consiguiente, de romper el círculo de vida, la cadena de vida, sin tener derecho alguno. Tanto es así, que si vemos la sequedad espiritual a nuestro alrededor es porque lo estamos nosotros (anulada la capacidad conservante) o no sabemos proyectarnos al exterior por obturación de nuestra capacidad permeable. En cualquier caso debiéramos volver a los orígenes de nuestro primer amor y a la marcada dependencia divina de aquellos días.

A estas alturas del pensamiento de hoy debiéramos volver a leer el texto sugerido para darnos cuenta de lo que podría significar una comunidad creyente, llena de vida, en donde aquella sequía sólo fuese una nebulosa en nuestra pasada memoria y para colocar nuestro granito de arena; mejor, nuestra gotita de agua, en su pronta realidad de oasis en medio del desierto del mundo, pues si reconocemos que el Señor es en sí mismo el agua de verdad que posibilita semejante milagro y que si acaso se nos debe dar un lugar en todo este proceso, vendríamos a ser como esa especie de hoja que conserva el rocío matutino, esa flor que aguanta la humedad ambiental…

16.1 LA AUTOESTIMA

Dieciséis de enero

Rom. 3:9-18

No nos gusta saber lo malo que tenemos, ni si estamos enfermos, ni si andamos fracasados, ni destacar por una tara, un defecto o una desgracia… A veces, hasta decimos que nos gustaría saber aquello que piensan de nosotros los demás, pero es mentira. Sólo queremos saber lo bueno, sea cierto o no, que tenemos y que se nos antoja evidente para todo el mundo.

Pues bien, ese tipo de auto estima es mala. Sirve de una corteza inexpugnable para que no nos llegue el consejo del amigo, la frase del familiar o la sentencia de Dios. Porque ésa es otra. Si no nos gusta que los demás vean nuestras debilidades, menos nos gustará saber lo que el Señor piensa de nosotros. Y con razón. Porque Él va directo a la estancia más secreta del corazón y sabe como somos y lo que valemos. Tal vez podamos engañar al prójimo con una capa superficial de buenas personas, pero a Dios no. A Él no. Nos conoce desde siempre porque nos creó y va más allá de la piel.

Por eso no nos gusta este mensaje de Pablo. Este texto sugerido describe a un ser humano que está muy lejos de la presencia de Dios y que no quiere saber lo que Él conoce de su persona.

Pero, veamos el tema un poco más en profundidad:

Ahora, notamos de entrada que la definición paulina parece la descripción de una enfermedad curable… Claro, es verdad, Dios, cuando dice algo que no nos gusta, es para sanarnos, para romper la capa de auto estima que nos amordaza y empequeñece. Jesús dijo que vino a salvar a los enfermos y es en esta dimensión que debemos entender sus sanos y curativos mensajes. Por ej.: Un hombre alejado de Dios es capaz de llegar a ser un depredador de sí mismo, pero recuperado para el Señor es un ángel para los demás. En esta línea, pues, hemos de ser capaces de mirarnos hacia adentro con la ayuda de Dios y abrirnos al prójimo.

Jesús es sin duda el gran médico de nuestras vidas. Mas, para que tenga efecto la milagrosa curación y se produzca el cambio de forma visible y veraz, hemos de reconocer que estamos marcados y lastrados por la pesada auto estima y que somos incapaces de sanar con métodos humanos y más tarde, acercarnos a El con la humildad requerida. Sólo en esta línea podremos ser recuperados y reciclados para ser útiles a los demás y, en consecuencia, a la sociedad de Dios (en cuyo momento verán en nosotros los ángeles que nunca debimos de haber dejado de ser).