LAS NOCHES DE LA ESPIRAL

 

Copia electrónica (existen dos versiones más,

a saber: 080398 de agosto de 1979

y 081060 de septiembre de 1990).

081573

bou14

 

 

 

Barcelona, 16 de abril de 2000

———

CAPITULO PRIMERO

PRIMERA NOCHE

  1

Macondo movió el conmutador del panel central, en una inspección de rutina, y lo que vio no le sorprendió, porque este sentimiento hacía mucho tiempo que no le afectaba para nada, pero sí que le irritó, y profundamente.

—¡Leugim! —rugió, más que habló, a través del potente intercomunicador interior del casco—. ¡Leugim, ven al puente inmediatamente!

El aludido carraspeó en el acto, casi detrás suyo:

—¿Sí?

–Observa esto— y el enguantado dedo del capitán señaló sin ninguna vacilación hacia la señal que mandaba el timón electrónico de la nave.

La brújula luminosa, suspendida en su propia bitácora, que debía indicar cero grados, doce minutos y catorce segundos de latitud este con relación a la estrella Polar, señalaba dura y obstinadamente cero grados, catorce minutos y dieciséis segundos, pero de latitud oeste.

El africano avanzó incrédulo un poco más hacia el panel y con gestos precisos, casi medidos, verificó todas y cada una de las palancas, botones y datos del mismo sin hallar o encontrar nada anormal. Incluso, dio con los nudillos los consabidos y arcaicos golpes en la esfera por si ésta estuviese atascada; pero no, la aguja reaccionó muy bien al estímulo para volver enseguida a la situación anterior.

—¿Cómo ha podido pasar?

—Buena pregunta —concedió su jefe natural—, pero será mejor que investiguemos a conciencia el alcance del loco desaguisado… ¡Atención a todos! ¡A toda la tripulación! ¡Emergencia…! Dejar todo lo que estéis haciendo y acudir al puente ahora mismo!

El teniente Ocram, que entró el primero, aún llevaba en la mano el contador que había estado utilizando. Pero antes de que pudiera esbozar la pregunta que luchaba por forzar sus labios, entraron juntos Nauj y Solrac. Los dos eran altos, enjutos y angulosos. Sus músculos parecían querer explotar a través del traje de seda que los envolvía. A cada movimiento de agilidad felina, las fibras respondían armoniosamente, siempre listas a punto para obedecer, para saltar… Ahora, al entrar en la sala, notaron en el aire como un cierto malestar, por llamar de alguna manera al oxígeno casi puro que respiraban. Los ojos de ambos, verdes el uno y muy azules el otro, que tenían como característica común una profundidad aparentemente sin fondo, recorrieron la estancia hasta centrarse en la figura de Macondo, el capitán. Al verlo algo taciturno, pasaron a estudiar a Leugim y a los raros movimientos que estaba realizando y entonces, el arqueo de sus profundas cejas se hizo más perceptible a través de las viseras de sus cascos.

Macondo dejó pasar a propósito los segundos mientras se sentaba en el giratorio sillón central. Antes de moverlo ciento ochenta grados y mirar a su vez a todos sus compañeros, dejó vagar su mirada entre las rutilantes estrellas, cuya cercanía parecía resaltar la negrura del espacio:

—Alguien… o algo nos ha desviado de nuestra ruta.

—¿Qué?

—¿Cómo es posible?

–¿Estás seguro?— Ocram se acercó al panel y comprobó otra vez los datos que ya sabemos.

Leugim por su parte, al ver que el teniente no encontraba nada anormal, salvo el consabido y peligroso cambio de ruta, se decidió a hablar:

—Todo está en orden.

—¿Es posible que se haya disparado sin querer algún cohete?

—Nadie ha encendido ningún cohete lateral, lo garantizo. Lo he comprobado varias veces y… todo está en su sitio.

—Tú estabas de guardia, ¿no has visto ni notado nada especial?

—Repito…

Macondo salió en su ayuda:

—He dado con el error mientras él estaba en el espacio, llevando a cabo la salida de rutina. Creo que debiéramos estudiar la nueva derrota ya que ahora no podemos hacer otra cosa— añadió, notando la mirada de agradecimiento de Leugim.

—Tú mandas.

—Bien. Entonces, la primera pregunta es: ¿cuánto tiempo llevamos viajando en la órbita equivocada?

—Sí, sí, lo mejor será empezar a comprobarlo— Ocram se adelantó hacia su asiento, situado delante de la consola computarizada y empezó a barajar datos.

—Nauj, al vídeo; Leugim, al mapa espacial y tú Solrac, al cronógrafo electrónico— la voz del capitán sonaba incisiva, dominante. Durante unos segundos que les parecieron horas, la estancia resultó ser una tumba. El silencio sólo era roto por el zumbar de los aparatos que la llenaban por completo. Poco a poco, cada uno de los hombres dejó de prestar atención a lo que había estado haciendo y se volvió sin decir palabra hacia donde estaba aguardando el único responsable de la expedición.

Cuando este comprobó que todos habían terminado sus consultas, preguntó:

—¿Y bien?

Nauj fue el primero en hablar:

—Nos hemos desviado hace ahora nueve minutos, diez segundos y ocho décimas.

—¿Estás seguro?

—Sí, lo he comprobado varias veces.

El biólogo Solrac también lo confirmó.

—Ya, pues eso quiere decir —murmuró Ocram, como si hablase consigo mismo—, que hemos viajado trescientos treinta millones, sesenta mil kilómetros en la dirección equivocada… y que la flecha errónea que ha supuesto la nueva órbita nos separa de forma considerable de nuestro objetivo original.

—¡Vaya descubrimiento!— señaló entre dientes el africano Leugim mientras trabajaba en el luminoso mapa espacial, acoplando los datos suministrados. Y a pesar de que se ironía fue perfectamente audible para todos y que casi sentía el furor de la dura mirada de Ocram clavada en su espalda, continuó inmutable con su trabajo.

Su lápiz eléctrico trazaba la nueva trayectoria de la nave sin ninguna vacilación.

De pronto, el extremo de la línea atravesó el campo de atracción de una estrella local y el lápiz no se atrevió a continuar consciente de la gravedad del momento. Todos tenían los ojos fijos en el final del trazo y en el nombre de la estrella que parecían sobresalir del tablero:

¡Thuban!

—Bien, me lo temía —habló Macondo—, ¡estamos listos!

—Lástima que hayamos fracasado antes de llegar.

—No seas pesimista, Solrac. Todavía no hemos apurado todas nuestras posibilidades…

—Pero, ¡bueno! —el asiático Nauj interrumpió al capitán, golpeando incisivamente con su dedo en la pantalla de vídeo—. ¿Es que no podemos evitarlo? ¿Qué se nos ha perdido en una estrella de segunda magnitud?

—Nada, nada, sin duda —Ocram permitió que su carácter sanguíneo, inquieto, le dominara. De contextura tirando a baja, su enorme cabeza ahuevada parecía emerger como un apéndice más del sillón de la computadora. Con un golpe seco de pantorrilla, la hizo girar y se encaró con Macondo—: Capitán, aceptada la desviación solicito su permiso para intentar la corrección. Creo que disponemos del tiempo necesario. Os aseguro que, aunque sólo haya un camino, lo encontraré. Ahora bien, ¿no sería mejor localizar primero al culpable de esta situación?

—Lo buscaremos, Ocram. Pero haces mal hablando así… Estás insinuando que se encuentra entre nosotros.

—Naturalmente.

—Teniente —Leugim demostró no sólo hostilidad a Ocram, sino una marcada antipatía—, como bien has dicho antes, yo he estado un rato de guardia en el puente de mando y puedo asegurarte que nadie entró, salvo el capitán. ¿No sospecharás de él, verdad?

—Pues…

—¡Basta, Leugim! Y tú, Ocram, más vale que gastes tu tiempo y energía en investigar la posible corrección de la ruta antes que sea demasiado tarde y no tengamos suficiente energía lateral —la voz de Macondo no dejaba ninguna opción a la duda—. No ganaremos nada con pelearnos y como no fuimos voluntarios para suicidarnos, sino para cumplir esta misión, ¡al trabajo! —echó una ligera mirada a su luminoso reloj de pulsera, y remató—: ¡Cada uno a su puesto! Nauj y Solrac, comprobar el reactor, las máquinas, la comida  y la disponibilidad de energía. Tú, Ocram, mientras tanto, puedes repasar mejor tus notas y encontrar la solución.

—Bien.

—¡A la orden!

—Volveré en cuanto pueda— Ocram desapareció detrás del asiático y el australiano, que ya le habían precedido. Pero al traspasar la compuerta local de paso, aún estaba murmurando…

Leugim iba a imitarles, cuando Macondo le ordenó:

—No, no, tú te quedas. Aún estás de guardia y me vas a ayudar.

El astrónomo se quedó parado en la puerta viendo como sus compañeros se alejaban por el largo pasillo y cuando, a su juicio, estuvieron lo suficientemente lejos, se volvió hacia el capitán teniendo la precaución de cerrar bien la compuerta y ajustar el circuito de su micro para conseguir que su conversación fuese privada:

—Ese Ocram se está buscando que una llave del ochenta le aplaste su hermosa y tonta cara de huevo. ¡Qué manía persecutoria tiene! ¿Cómo lo aceptaste para esta misión?

—Como te acepté a ti y como acepté a todos. Es un buen matemático, lo que no está reñido con su agresividad. Debes recordar que no fuimos seleccionados entre miles por nuestro carácter, sino por nuestras habilidades.

Leugim asintió con la cabeza, pues sabía que el europeo Macondo se estaba refiriendo, entre otras cosas, a su propia vida. A él mismo lo habían sacado de la cárcel por sus conocimientos de física y astronomía integral. Ahora recordaba la escena tan bien como si hubiera ocurrido ayer por la mañana… Estaba descansando en la sauna del penal cuando le solicitaron los altavoces:

«—Teniente Leugim… ¡Preséntese en el despacho de la Dirección enseguida! ¡Teniente Leugim…!

«—¡Vaya, hombre! ¿Es que no podemos descansar ni un momento? —varios de los reclusos presentes le miraron encogiéndose de hombros—. ¿Es que ya no les basta con mis cinco horas de trabajo?

«A regañadientes, y ante la indiferencia general, se lavó y vistió rápidamente. Y cuando el vigilante, armado hasta los dientes, le hizo pasar al despacho donde el director tenía su coto de caza, lo que vio no le gustó: Un hombre muy alto, musculoso, casi rubio, de cintura estrecha y espaldas anchas, miraba ensimismado hacia el exterior a través de la amplia cristalera que daba al patio. Aquel pelo liso característico, aquella nuca, aquel cuello… no tenían desperdicio y le servían para identificarle tan bien como si estuviese mirando y comprobando su placa alfanumérica reglamentaria.

«—¿Qué habrá venido a hacer aquí? Pero sea lo que sea, nada tiene que ver conmigo —pensó—. He de negarme a todo lo que me ofrezcan. ¡Con una vez que hice el héroe ya tengo bastante!

«—Leugim —la voz del director sonó de forma impersonal, sin un gramo de interés o emoción—, el departamento del Espacio Exterior tiene una hermosa misión que cumplir y está reclutando voluntarios…

«—¿Y dónde encajo yo en el asunto? No debo nada a la sociedad y mucho menos al DEE. Una vez me equivoqué y lo estoy pagando yo solo gota a gota. Ninguno de ellos levantó un dedo para ayudarme…

«Sin embargo su voz no demostraba resentimiento, cómo si esperase algo…

«Macondo giró sobre sus talones y su silueta se recortó al contraluz de la cristalera y al instante, Leugim sintió como un estremecimiento le recorría la columna dorsal.

«—Efectivamente, es él— pensó. Aquellos ojos pardos, muy profundos, lo estaban taladrando en aquel momento. Vestía el uniforme de capitán de manera impecable. Un uniforme que tantos recuerdos traían a su memoria… ¡Bah, ya no valía la pena pensar en ellos! Pero, mientras esperaba que sus interlocutores rompieran el hielo se vio a sí mismo vestido con aquel uniforme, con una estrella menos, eso sí, en la bocamanga, en el hombro y en el casco, bebiendo tranquilamente en la cantina después de una misión agotadora. Al rato, cierto murmullo de la sala le llamó la atención por lo que se acercó sin vacilar al rincón que lo originaba; allí se encontró con un maduro comandante bebido que estaba molestando a la camarera ante la complacencia general, o casi general. Movido en parte por sus sentimientos y en parte por los vapores del alcohol, se encaró con el oficial sin dudarlo ni por un momento. Como sea que el de las tres estrellas de ocho puntas le ordenara que se ocupase sólo de sus asuntos, llegaron a las manos con tan mala fortuna que le dejó conmocionado gracias a una preciosa serie de golpes. Mientras le miraba embobado como caía, rompiendo de paso una mesa, apareció la policía militar que había sido llamada misteriosamente. La mujer, agradecida, quiso ponerlo a salvo, pero él insistía en ayudar al comandante caído… Luego venía una especie de vacío mental, para recordar entre brumas que le detenían mientras trataba de llevar a su oponente hasta la ambulancia de la puerta. Sus gestos no fueron bien interpretados. Así que, el resto, inevitablemente, fue rápido y formal:

«¡Tribunal militar, degradación, condena…!

«—El latón pesó mucho e inclinó la balanza en mi contra —siguió pensando—. No sirvieron de nada mis horas de vuelo, ni mis hojas de servicio, ni la intervención del propio Macondo. Mi defensa estaba perdida desde el principio, desde el momento justo en que entré en la Sala del Gran Juicio, desde que vi que los jueces vestían cien veces más latón que yo mismo… Y al comandante no le dijeron nada, ni una palabra, ni un gesto…

«—¡Hola Leugim! ¿Cómo te va?— la voz de Macondo le volvió entonces a la realidad. El capitán avanzaba hacia él con la mano extendida en tanto que sus nobles facciones sonreían abiertamente, con sinceridad.

«—Bien, ya no puedo quejarme —el africano estrechó sin reservas la mano amiga y parte de la vitalidad del capitán se mezcló con la suya— ¿Qué se cuenta por ahí fuera?

«—Todos te echan a faltar…

«—Soldado Leugim —la voz del director seguía siendo impersonal—, el gobierno ha destinado al capitán a una nueva misión en contra de las dictaduras y está buscando voluntarios…

«—¿Sí…? ¿Y yo me he presentado?— ahora el índice del teniente se golpeaba el pecho con insistencia.

«—Vamos, Leugim —el europeo puso una manaza en su hombro—, no seas sarcástico. No creo que lo merezca.

«—¿Y yo? ¿Merezco los seis meses que he estado aquí sin ver las estrellas?

«—Al menos estás entero. En cambio al funesto oficial le faltan ya cuatro dientes y la estima de sus compañeros… ¿Quieres salir al espacio?

«—¡Cielos, sí!

«—Tengo preparada tu petición para presentarte desde ya como voluntario a nuestra expedición —Macondo extrajo un delgado sobre del bolsillo interior de la guerrera—. Sólo tienes que firmar…

«—¿Sabías que aceptaría, eh? —cogió el sobre azul del DEE, extrajo el documento, y sin leerlo lo firmó usando la pluma que le había tendido su amigo—. Bien, ya está. No se lo merecen, pero no puedo hacer otra cosa. ¡Está claro que no pueden pasar sin mí!

«—Una cosa más… Aún no hemos podido recuperar tu estrella, pero lo conseguiremos con el tiempo.

«—Valiente cosa, con lo que me importa a mí el latón. ¡Qué se la guarden!

El teniente Leugim, a bordo todos le reconocían el grado, sonrió ahora recordando el verdadero placer que sintió cuando salió del edificio penitenciario vestido con el claro uniforme que creyó que no podría volver a llevar jamás.

—¿A que viene ahora esa sonrisa?— de nuevo la voz de su compañero y superior tuvo la virtud de hacerle volver en sí y a la realidad de la cabina de mando de la nave.

—¿Eh…? A nada, a nada. ¡Qué tendría gracia que me hubieses sacado de la cárcel para perderme aquí, en el espacio!

—¡No digas tonterías! —Macondo repasaba una y otra vez la pantalla de vídeo tratando de encontrar la clave o el agente que habían causado la molesta desviación. De pronto, exclamó—: ¡Ven a mirar! —volvió a rebobinar una determinada porción de película y la pasó de nuevo ante Leugim—. Mira, ¡ahí! —en la pantalla apareció un cuerpo extraño a pocos kilómetros de la nave, dejando a su paso una gran luminosidad.

—¿Qué era eso?

—No lo sé —el capitán repasó de nuevo el trozo de cinta de película que le interesaba y anotó la hora impresa en la parte superior de la pantalla. Luego, verificó en los varios paneles centrales el momento en que se produjo la rara anomalía notando hasta con un cierto alivio que la hora coincidía—. Ya lo tenemos. ¡Eso que hemos visto, sea lo que sea, el lo que nos ha desviado!

—Bueno, valiente consuelo —aquel muchacho no daba importancia al hecho de quedar libre de culpa a los ojos de sus compañeros—. ¿Y ahora, qué? ¿Podremos volver a tomar la órbita original?

—Lo dudo… al menos por el momento. Estoy a la espera del informe de Ocram para saber bien lo que debemos hacer. El problema no está sólo en volver a nuestra órbita, sino en resolver los complejos factores determinantes entre los que cuento la gran distancia recorrida en la dirección equivocada. Por eso pienso que la localización de nuestro punto original de destino, se me antoja muy difícil. De todas maneras, conectaré el cerebro electrónico para ver si es capaz de apuntarnos la dirección correcta y las posibilidades de gestión.

—Si te parece y dado que veo que te vas a quedar en el puente un buen rato, me voy a mi camarote a interesarme por Thuban y su entorno.

—Bien, bien, de acuerdo. Pero vuelve cuanto antes, no quiero que los demás piensen que has dejado tu guardia— concedió Macondo mientras pulsaba teclas y botones programando la pregunta del millón.

Como no tenía ninguna gana de iniciar una conversación sin sentido, Leugim desapareció por la escotilla seguro de poder confiar en él. Nunca le había defraudado y siempre habían salido bien de otras situaciones parecidas estando al mando. Sí, era un buen oficial y excelente compañero. Además, estaba seguro que daría su vida por él si fuese necesario. Por eso, quería ayudar. Al verle ensimismado con los aparatos, se dirigió a su cámara a prepararse a conciencia por si tenían que descender inevitablemente en algún planeta del cuadrante descrito. Además, este era el secreto de todos los éxitos habidos en el equipo. Cada componente confiaba en el otro; bueno, a nivel personal, había alguna excepción; pero, a su vez, estaba preparado para cualquier eventualidad.

Macondo, por su parte, también pensaba sin querer en la inconsistencia de las cosas mientras programaba el ordenador. Toda aquella justa perfección sin posibilidad de error y de pronto, la casualidad o lo no previsto, en el momento justo, en el segundo adecuado, ocurría lo que nadie ni nada había podido prever.

Con estos pensamientos y otros similares, esbozó una sonrisa:

—»Es un consuelo —pensó—. No estamos tan podridos como me imaginaba. La humanidad aún puede salvarse. Lo que nos ha pasado puede resultar si no sintomático; al menos, esperanzador. Cuándo las máquinas son capaces de equivocarse, estamos de nuevo en el buen camino.»

Al poco rato dejó de pulsar teclas y hasta de conectar interruptores, y murmuró entre dientes:

—»Creo que no tenemos nada que hacer. Este trasto no ha sido programado para calcular órbitas sobre la marcha. Necesitaba un punto de apoyo, una base sólida…»

Casi inmediatamente pensó en Ocram. Era inevitable. ¿Para qué servían las mejores matemáticas del mundo si estaban fallando las premisas básicas…? En el aula de la universidad integrada del DEE habían tenido la enorme oportunidad de discutir ampliamente esta cuestión. Ocram aseguraba que no había nada que no pudiese resolverse con la ciencia más exacta en tanto que, Macondo, por su parte, insistía que podía ser cierto, pero que debían partir siempre de datos conocidos, de premisas aceptadas o de programas básicos. Bien, ahora tenían la oportunidad de demostrar quién tenía razón…

En tanto dejaba vagar su imaginación, miraba sin ver la pantalla central en donde las estrellas, puntos luminosos, parecían apartarse a ambos lados de la nave al igual que lo hacen las olas del mar al ser rotas por una quilla… Sí, desde luego, ahora podrían demostrar quién tenía razón; pero, ¿a qué precio? No era tan egoísta cómo para querer tener razón a cambio de perder la nave y quizá la vida de sus hombres y la suya propia. No, si no la tenía, así lo dejaría dicho. Lo reconocería. Lo malo, y ahí radicaba su apuro, es que la situación era comprometida. La verdad es que nunca se había visto en una encrucijada igual. Siempre, de una manera u otra, había salido con bien de todas las misiones anteriores y jamás había perdido un hombre. Claro que había tenido accidentes, incluso con heridos, pero nunca había perdido a ningún compañero. Ahora, sin embargo, la cosa olía mal, francamente mal. Tal vez pudieran aterrizar, con éxito; es más, su instinto y conocimientos le decían que hasta podrían hacerlo sin esfuerzo. Ahora bien, ¿tendrían suficiente combustible para volver al cielo en caso de que Ocram consiguiese determinar la órbita precisa?

¡Porque ésa era otra! Sabía que si había una solución, Ocram la encontraría. Por eso no lo cambiaría por ningún otro matemático navegante del DEE por nada vivo del mundo… o de todos los mundos. ¡Siempre sabía lo que se llevaba entre manos! Por otro lado, su innata antipatía hacia todos, ¿no se debía a inconfesables connotaciones de su existencia? ¿Era lo que parecía ser? ¿Le gustaba llevar la contraria por el simple hecho en sí, o tenía otros motivos? Macondo sabía, por haber revisado varios miles de datos de su expediente, que había otra razón. En su ficha no constaban los alfa números de sus padres, sino tan solo la clave del centro recuperador de fetos sanos seleccionados. Y eso sólo quería decir una cosa: ¡Ocram pertenecía a una de las mejores series manipuladas en el Laboratorio Central para equilibrar la fiel cantidad de los habitantes del planeta! ¡Sí, sí, aquella razón podría ser suficiente para dar la impresión de estar siempre serio y malhumorado! Saberse engendrado sin cariño debía ser terrible y descorazonador… Pero no había otra opción. Los sabios habían calculado y decidido que la Tierra debía tener siempre la misma cantidad de habitantes para que todos pudieran subsistir en un mundo medio muerto ecológicamente hablando. Y a Ocram le había tocado ser el factor de equilibrio…

A él mismo, a Macondo, le hubiese gustado tener algún hermano, pero la ley era inflexible al respecto:

¡Un hijo por matrimonio!

El posible déficit que pudiera resultar lo corregiría el Laboratorio Central. Así de fácil. No había que darle más vueltas. Aquello no daba para más. Es cierto que habían habido cientos de protestas y peticiones orientadas a recuperar la libertad de la pareja humana, pero lo que no podía ser, no podía ser. Bueno, lo único que hacía el pobre Gobierno Universal era tapar las quejas como podía y enviar al espacio exterior naves como la suya con el fin, entre otros, de descubrir y colonizar nuevos planetas cuya habitabilidad hiciera posible el alivio de la Tierra. Ahora bien, eran muy pocos los que creían en la viabilidad de esta solución tan drástica. ¿Por qué ir al espacio si en nuestra propia casa terrena había grandes extensiones sin aprovechar? ¿Qué aún no eran habitables tal y cómo estaban…? ¡Vaya problema! ¿No había cientos y miles de científicos y presupuestos cuantiosos para preservar una paz ficticia? Pues bien, ¿por qué no se empleaban en convertir en habitables aquellas superficies…? En fin, sí, Macondo era un soldado y como tal sólo tenía que obedecer órdenes. Incluso, cuándo eran incomprensibles. Le pagaban para obedecer, no para pensar. Bien, allá cada uno con su responsabilidad.

Cansado y malhumorado por preocuparse siempre de lo mismo, hizo girar su sillón y se encontró con la penumbra de la estancia. Y cuando sus ojos se acostumbraron al cambio de luz, vio al teniente recostado en la pared de la compuerta de entrada. Sí, allí estaba Ocram. Enigmático, serio, inmutable hasta las cejas. Su delgada silueta era un reto al buen gusto. Generalmente engañaba a casi todo el mundo, pero para desorientar a Macondo hacía falta echar más cara y teatro al asunto. El capitán sabía que bajo el traje ambiental se encerraban nervios de acero, músculos elásticos y un cerebro privilegiado. Sí, definitivamente, era un buen elemento y parte indispensable del equipo.

—Ya estoy listo.

—¿Crees poder conseguirlo?

—Ya te he dicho antes que al menos lo iba a intentar. ¿Puedo preparar el ordenador?

—Naturalmente, es todo tuyo— Macondo abandonó el sillón giratorio, pero Ocram se acercó al enorme monstruo de circuitos, diodos, transistores… ¡y le atacó por debajo! Abrió las compuertas y paneles que lo resguardaban y tras consultar brevemente las notas que llevaba, empezó a trabajar. Pero lo que no dijo es que él mismo sabía que era muy difícil conseguir algo positivo, y más cuando no podía desconectar los relés y circuitos si no quería dejar sin control algún dispositivo de la nave…

Mientras trabajaba, dejó caer la pregunta como si la respuesta no le interesase lo más mínimo:

—¿Has podido averiguar la causa del accidente?

—Sí, nuestro vídeo ha registrado un cuerpo extraño que apareció súbitamente cerca del campo magnético de la nave.

El americano suspendió en el acto lo que había estado haciendo, vivamente interesado:

—¿Lo puedo ver?

—Claro.

Macondo conectó el aparato nuevamente y lo situó en la secuencia adecuada. Ocram observó una y otra vez a aquel cuerpo extraño que aparecía y desaparecía según la película iba hacia adelante o hacia atrás. En ese intervalo, la luz que se generaba era tan intensa que hasta les obligaba a entornar los ojos…

—Sí, posiblemente sea eso. Sí, no hay duda —Ocram hablaba ahora plenamente convencido—. Ese trasto, sea lo que sea, al pasar tan cerca ha generado tanta luz y calor que su efecto no sólo ha sido capaz de desviarnos, sino que podría habernos destruirnos por completo… ¡Sí, podemos dar gracias de estar vivos!

—Entonces —el capitán hubiera podido aprovechar aquel momento para echarle en cara sus acusaciones, pero era mejor y más positivo conservar las armas—, ¿crees que su instantánea desaparición ha sido motivada al adquirir otra dimensión?

—Sí, y no sólo lo creo, sino que ya estoy seguro. Su alta velocidad divergente no nos deja ver el objeto… Sí, de acuerdo, eso deja despejada una incógnita… por ahora.

Aquí Macondo creyó oportuno intervenir:

—¿No cesas en tu empeño, eh? Hazme el santo favor de guardarte tus sospechas para ti. Mira, bastante apurados estamos para que me vengas dividiendo a la tripulación. Por una vez en tu vida confía en los demás. Necesitamos de todo nuestro saber y de toda nuestra experiencia para salir con bien de ésta. Así que, no puedo permitir peleas entre nosotros… ¡y no las permitiré! Ya tengo suficiente con que nuestros respectivos continentes anden siempre a la greña —luego, viendo como el malhumorado teniente estaba acabando la transmutación de todos los paneles sin añadir palabra, quiso suavizar la improvisada arenga—: ¿Qué…? ¿Tenemos alguna posibilidad?

—La verdad —le concedió Ocram con suavidad. Era de aquellas personas que delante de una buena y merecida reprimenda, recogían velas y se guardaban su bilis para otra ocasión—, es que me parece un intento bastante desesperado. Claro que si pudiera calcular una nueva órbita desde el espacio…

—La pregunta es: ¿tenemos tiempo? Porque en cuanto a la posibilidad de calcularla con éxito en el aire, ya sabes lo que pienso.

—Efectivamente… y lo mismo digo —Ocram dejó caer su bloc de notas con cierta desesperación—. Sí, es cuestión de tiempo… —al volverse hacia el capitán y comandante de la expedición, parecía algo más humano—. ¿De cuánto crees que dispongo?

—Lo podremos comprobar pronto si esos dos zánganos han terminado con su trabajo. ¡Solrac, Solrac! ¡Atención, Solrac! ¡Ven al puente enseguida!— Macondo sabía que su voz llegaría clara y bien audible hasta el mismo casco del técnico oceánico. Enseguida, se volvió hacia Ocram—: Por decir algo, ¿cuánto tiempo necesitas para probar tu tesis?

—Quizá veinte horas— contestó el hombre preguntado, sin demostrar haber detectado algún tipo de ironía.

—¿Veinte horas?

—¿Veinte horas para qué, capitán?— Solrac había entrado en la estancia con pasos felinos. Se movía igual que cuando estaba cazando ornitorrincos en las planicies de Australia. Era un clásico gato tasmanio. Se unió al grupo por sus dotes atléticas, por ser biólogo y por su avidez y afición al tiempo y al cronógrafo. De carácter muy sencillo y abierto, sin complicaciones, era con mucho el más afable de la expedición a pesar de ser propenso al pesimismo. Pero, a diferencia de Ocram, sus enfados no podían durar más de dos minutos… y tres segundos. Todos sabían que detrás de sus brotes de irritabilidad o desconfianza no había nada… La culpa la tenía aquella soledad del espacio que crispaba hasta los nervios más templados.

—Solrac, amigo mío, necesitamos saber cuánto tiempo disponemos antes de ser atraídos por la masa de Thuban.

—¡Eso ya está hecho, capitán —en dos zancadas avanzó hasta el panel de su consola, en donde estaba enclavado su querido cronógrafo espacial. Al poco rato, las cifras bailaban como locas a requerimiento del ágil aspirante a médico—. Conociendo la distancia que hemos de recorrer y la velocidad, el tiempo es… ¡doce horas, veinte minutos, dieciséis segundos y…!

—¡Basta, basta! Tengo suficiente. No me interesan ahora las décimas de segundo—. El puño de Ocram tronó en el tablero metálico.

Macondo trató de parecer muy natural al quitar hierro a la reacción del teniente y abortando de paso el posible enfado de Solrac:

—Bueno, no tenemos otra solución que prepararnos para lo peor.

—Supongo que, al menos, podremos escapar del fuego de la estrella y bajar a uno de sus planetas— ahora la voz de Ocram, el americano de grupo, sonaba más humilde, casi suplicante. No, no era miedo. Sólo que no concebía que la situación no fuese solucionable mecánicamente hablando. El equipo que llevaban a bordo era perfecto, de lo mejor y más moderno del DEE, y allí estaban, perdidos y sin poder hacer nada. Y es que partían de supuestos equivocados. Se podía cambiar la órbita en el espacio, lo sabía, pero nadie lo había previsto. ¡Eran todos cabezas cuadradas! Pues bien, si él tenía oportunidad, demostraría que se puede hacer y no dejaría volar a ninguna nave más sin llevar los aparatos necesarios.

—Es posible. No lo sé. Disponemos de muy poco tiempo para mentalizarnos acerca de lo que va a seguir… Solrac, ¿has detectado alguna avería?

—Por lo que a mí respecta no hay novedad, todo está en orden. Reactor, bien. Combustible, bien…

—De acuerdo, de acuerdo. Haz venir a Leugim y a Nauj.

—¡A la orden, capitán!

Y mientras el australiano usaba con soltura su flamante intercomunicador para llamar a sus compañeros, Ocram y Macondo, empezaron a barajar datos, mapas e impresos espaciales. Al poco rato, toda la tripulación estuvo en sus puestos, claro, después de haber rendido sus respectivos informes. A requerimiento del capitán, el africano extendió un gran mapa de la zona del cielo que les interesaba. Y además, Leugim, había traído legajos y discos sobre la materia y estaba también preparado para cubrir cualquier consulta.

¡Thuban era el centro de todas las miradas!

—Amplía ese mapa de ahí un poco más, por favor —Macondo, sentado frente al timón, en la mitad geométrica de la cámara, fue tajante aunque todos habrían dado la misma orden. Leugim apretó un botón y la imagen de la pantalla aumentó cincuenta veces, con lo que la estrella ocupaba ya más de la centésima parte de la misma. Con todo algunas zonas negras bien definidas, silueteaban los cuerpos espaciales—. Así, un poco más —el africano volvió a repetir toda la operativa consiguiendo ya que Thuban ocupase media pantalla. Diez pares de ojos escrutaban el espacio evitando mirar directamente al centro de aquel cuerpo generador de luz propia. Sabían, porque Leugim lo había estado explicando, que aquella estrella tenía dos planetas… Y ellos pretendían ahora que uno de los dos se convirtiera en su meta inmediata para hacer cálculos y reponer fuerzas. De pronto, por el este, apareció uno… La sala central se llenó de actividad: Nauj puso en marcha el segundo vídeo en tanto que Ocram, con su aplastante lógica computadora, analizaba la atmósfera, presión del aire y habitabilidad… Todos estaban haciendo algo pues sabían que sólo tendrían una posibilidad si aquel planeta resultaba ser el elegido. En su próxima órbita tendrían que descender de forma ineludible. Mas, cuando desapareció por la izquierda de la enorme pantalla, todos se relajaron un tanto—: Bien, ¿qué tal?

—La atmósfera es muy pesada y la temperatura desigual y con grandes oscilaciones.

—¿Y…?

—Poca agua. Habitabilidad relativa. Yo no lo aconsejo.

—¡Estamos listos!

—En fin, aún nos queda el otro.

—Es verdad.

—Sí, y por lo que sabemos puede ser el ideal, pues tiene una órbita más regular.

—Bien. Leugim, ¿tenemos tiempo de alimentarnos antes de que aparezca…? ¡Quién sabe si lo podremos hacer en las próximas horas!

—Sí, sí. Podemos comer.

—De acuerdo.

Nauj se levantó y desapareció del puente para volver a los pocos minutos con las raciones de comprimidos.

Luego dio a cada uno lo suyo.

Enseguida, empezaron a deglutir con manifiesta mala gana y distraídamente sin perder de vista los controles de cada cual.

Nauj el «pastillas», porque se cuidaba de la intendencia química, al tragarse las cápsulas, pensó en su querida tierra natal, en China, cuando se doctoró en antropología física e informática junto a aquella muchacha admirable de hermosos ojos oblicuos. Al masticar la tercera, la que hacía las veces de postre, se sonrió trasladado a aquella deliciosa casita de madera real, de las pocas que aún quedaban en el país. Interiormente se relamía pensando en los alimentos frescos que ella le había preparado en persona aquel mismo día. El ya tenía en su bolsillo la citación del Departamento del Espacio Exterior, pero, juntos, trataron de olvidarse de aquella circunstancia y alargar al máximo las pocas horas que les quedaban. Luego vino lo del turbo cohete hasta la base central, la preparación de la misión con el resto de la tripulación, el despegue hacia las estrellas y hacia… ¡las pastillas recién hidrocarburadas!

—¡Atención! —la ronca voz de Macondo le sacó de su ensimismación. Miró la pantalla en donde el nuevo planeta estaba siendo estudiado minuciosamente… El informe no se hizo esperar—: ¿Humedad?

—Bien.

—¿Oxígeno…?

—Bien. En una proporción admisible.

—¿Temperatura…?

—Bien, tal vez un poco fresca…

—En resumen, ¿es habitable?

—Creo que podremos adaptarnos— esta vez Ocram fue categórico.

—Confirmado— remachó Leugim.

—De acuerdo, está decidido. Este planeta es el nuestro, bueno, al menos de forma provisional. Teniente, ¿podrás conseguir allí todas las coordenadas que necesitamos?

—Claro, ya sabes que sí, capitán. Aunque tendremos que comprobar el combustible que nos quedará después del aterrizaje. Debéis recordar que sólo estábamos preparados para un despegue después de haber cumplido la misión.

—Lo que quiere decir…

—No preocuparos. Saldremos del bache de una forma o de otra… Bien, cada uno a su puesto y bien despiertos. Ahora lo que importa es llegar abajo sanos y salvos y con la nave intacta. Después… ¡Dios dirá!

—¡Hombre, eso si que está bien! ¿No creerás que Dios está por aquí?

—Ni creo ni dejo de creer, Ocram. Sólo era una frase hecha. Vieja si tú quieres, pero una frase hecha… Bien —Macondo cogió el timón—, darme la situación espacial, el tiempo de reentrada y la velocidad.

—Dieciocho grados, catorce minutos de latitud norte y veinte grados, dieciséis minutos de longitud oeste, ambos respecto de Thuban es, a mi juicio, la mejor posición para la reentrada.

—En dos horas y cuarenta minutos, puedes ponerte en una órbita paralela para conseguirlo.

—Con tres veces la velocidad de crucero creo que será suficiente.

—De acuerdo, gracias a todos… ¡Allá vamos!

Casi al unísono, apretaron un botón situado en un brazo de sus asientos respectivos y el cinturón automático los solidificó en los sillones. Después, Macondo, liberó el piloto automático con un gesto decidido y cuando los motores de la nave aceleraron bruscamente hasta tres ge, notaron la sobrecarga de la masa. Pero aquel capitán era muy competente y movía el timón con suavidad y de acuerdo con los datos que le eran suministrados por la compleja computadora de a bordo. La carrera persecutoria del planeta elegido había empezado al mismo tiempo en que el silencio se adueñaba de la sala. Al poco rato, se hizo tangible, casi sólido. Casi se podía cortar con un cuchillo. Sólo los zumbidos y susurros de los aparatos presentes evidenciaban la vida…

Mas, la tensión aún creció unos enteros… El planeta elegido se estaba haciendo más grande en la pantalla a medida que se iban acercando. Y en el momento preciso, y hasta en el segundo adecuado, Macondo gritó:

—¡Ahora!

Solrac apagó los motores en el acto y la tensión de la sala disminuyó.

La nave ya estaba en órbita y podían descansar unas horas antes de que tuviera lugar la arriesgada toma de tierra…

Al apretar otro botón, el cinturón de seguridad se retiró y pudieron levantarse y estirar las piernas.

—Te felicito, capitán.

—Sí, ha sido una buena entrada.

—¡Perfecta, diría yo!

—¡Venga, venga, ya está bien de regalarme los oídos. Continuemos con los preparativos.

Así lo hicieron: Solrac, el oceánico, dispuso los equipos de emergencia elemental; Nauj, el antropólogo, todos los alimentos; Ocram, los instrumentos y Leugim, las armas. Macondo por su parte, sin perder un detalle de lo que hacían sus compañeros, se dedicaba a repasar los datos relacionados con el poco combustible y la viabilidad de los retrocohetes. Y lo que vio le llenó de satisfacción. Todo estaba en orden y listo para el movimiento final, y por el momento, eso era lo que importaba.

—Los equipos están listos y revisados— la voz de Solrac le galvanizó de nuevo.

—Los alimentos dispuestos y debidamente embalados.

—Los instrumentos en su sitio.

—¿Y las armas?

—Preparadas.

—¡Muy bien! ¿Maniobra de aterrizaje…?

—A tres minutos, dieciséis segundos.

—¡Cada uno a su sitio!

Luego, uno tras otro ocuparon de nuevo sus asientos, conectaron los cinturones… y se dispusieron a disfrutar del momento final.

La entrada en la atmósfera se llevó a cabo de forma perfecta. En el momento justo, la proa de la nave apuntó al cielo y los retrocohetes empezaron a funcionar de forma alegre y segura tratando de amortiguar la inminente caída. Al principio, la lanzadera parecía reacia a ceder su fuerza, pero a los pocos minutos la pérdida de velocidad se hizo evidente con la consiguiente recuperación de la masa interior. Pero la nueva gravedad hizo pasar un mal rato a nuestros hombres. En los momentos en que ni siquiera podían abrir o cerrar la boca, la tensión salía a flor de piel… Sin embargo, consiguieron mantener la respiración lenta y acompasada… Ya llevaban varios aterrizajes sobre sus espaldas entre los reales y los simulados. Por eso, a pesar del interminable paso de los minutos y los segundos, todos sus ojos estaban fijos en el altímetro alegrándose de que las cantidades se hicieses más pequeñas y de que cada vez estuviesen más cerca del suelo:

—¡Quince mil metros!

—¡Diez mil metros!

—¡Cinco mil metros!

—¡Dos mil metros!

—¡Novecientos metros!

—¡Quinientos metros!

—¡Cien metros…!

—¡Cero!

Una sacudida, ligeramente brusca, producida por las patas amortiguadoras al asentarse en la firme superficie del planeta, fue la señal que convulsionó la vida dentro de la nave.

Esta vez fue el propio Macondo el que apagó los motores; además, bloqueó los controles, respiró hondo, separó el cinturón, enderezó su asiento y girándolo con un golpe de la pierna, se encaró con sus hombres:

—Bien, hemos llegado.

—¡Bravo!

—Un descenso perfecto, diría yo.

—Tú y la perfección.

—Venga, veamos en que paraíso hemos caído.

Solrac accionó los mandos de apertura de las troneras que se habían cerrado por seguridad, y lo que vio por el tragaluz que tenía más cerca hizo que saltara de un salto de su asiento presa de gran excitación:

—¡Mirar!

Todos lo hicieron en aquella dirección tratando de ver la causa que había motivado la admiración del australiano: ¡Thuban aparecía por el este inundando con su luz los alrededores y contornos de la buena lanzadera! Parecía un amanecer de la Tierra. Por lo que podían ver, estaban en una meseta que tenía varios kilómetros de distancia. Leugim se fue hacia otra mirilla situada a ciento ochenta grados de la primera y se enfrentó a un paraje semejante.

El capitán se apartó ligeramente de sus hombres, pues algo le preocupaba. Al poco rato se le acercó Ocram, y preguntó:

—¿Qué pasa?

—Mira alrededor tuyo. ¿No encuentras a faltar algo?

—¿Algo…? ¿Qué quieres decir? —el teniente se acercó de nuevo a su punto de observación y miró intrigado al exterior. Ahora la luz era dueña del ambiente… De pronto, lo vio—: ¡Madre mía!

Algo gordo tenía que haber visto para arrancarle aquella expresión.

Leugim, les imitó y coincidió con ellos en el acto:

—¿Habéis visto?

—¡Sí!

—¡No hay ni un solo árbol!

—¡Ni siquiera un arbusto!

—¡Ni una hierba!

—¡Nada…! ¡No hay nada! ¡No hay ni un maldito vegetal!

 

———

CAPÍTULO SEGUNDO

SEGUNDA NOCHE

  1

Se pasaron toda la mañana ultimando los detalles para la primera salida. Bueno, todos no. Ocram, después de descansar unas horas, empezó muy de mañana a hacer ajustes y cálculos en el ordenador basados en el cenit y horizonte real, orientados a conseguir cuanto antes lo que se esperaba de él y de su ciencia. Pero el resto de sus compañeros andaba de un lugar para otro tratando de no olvidar nada:

Solrac tomó muestras del aire exterior y comprobó que era respirable, pues si no era como el de la Tierra se le parecía bastante: ¡Dieciocho partes de oxígeno, ochenta y una de nitrógeno y una de argón…! Claro que hechos y acostumbrados como estaban a la riqueza de oxígeno de la nave, quizá tuvieran alguna dificultad al principio, pero todos los pulmones humanos eran máquinas estupendas y seguro que responderían.

Leugim tuvo ocasión, a su vez, de estudiar la gravedad de aquel planeta, la cual resultó ser de ocho puntos coma nueve, lo que si no era una ventaja tampoco resultaba un inconveniente.

Por último, Nauj, rastreó las posibilidades de vida en los alrededores de la nave con resultado negativo, al menos con los instrumentos usados… Eso de la vida era mejor comprobarlo sobre el terreno.

Llegado el momento pues, todos, con la apuntada y rara excepción de Ocram, miraron a Macondo; el cual, a su vez, había estado supervisando los equipos y dado el visto bueno. Por lo que sabían y habían visto a través de la limitación de las troneras, tenían que estar preparados para cualquier eventualidad. ¡Y lo estaban! El capitán hizo una señal a Solrac y Leugim que cogieron sus mochilas y se situaron detrás del europeo mientras Nauj los miraba con evidente pero, sana, envidia. Él sabía que tenía que quedarse alguien de guardia por seguridad, puesto que Ocram no contaba más para lo que estaba haciendo, y Macondo le había elegido a él… ¡Qué le iba a hacer! ¡Otra vez sería…! Se situó delante de la compuerta que dirigía la campana de presión y esperó la orden.

—Bien, todo listo —Macondo, se despidió de los que se quedaban—. Teniente, Nauj, trataremos de volver antes de dos días. De todas formas, si no lo hacemos, no quiero que os inquietéis hasta la cuarta noche. Si para entonces no hemos vuelto, ya sabéis lo que tenéis que hacer.

—De acuerdo. ¡Qué tengáis suerte!

—Nauj, ten abierta nuestra frecuencia.

—No te preocupes, capitán. ¡Estaré pendiente!

Macondo miró a los dos hombres que estaban a su lado y éstos, una vez más, revisaron las armas, las cargas, los alimentos, el agua para tres días, los contadores Geiger, el barómetro, el reloj, el anemómetro, el pluviómetro, las probetas de muestreo, las sondas, cartuchos de señales, las cuerdas con y sin garfios, la caja para almacenar un posible material nuclear… y mil accesorios más de menor importancia como clavos, cáncamos de alpinista, cuchillos y pepitas de oro (óbolos del DEE para posibles canjes).

—Todo en orden, capitán— concedió Leugim.

Solrac dijo lo mismo con la cabeza.

—¡Allá vamos!— Macondo entró en la campana, hizo una señal a Nauj con el dedo pulgar hacia arriba y éste, en respuesta, pulsó el botón que cerró de forma automática la puerta interior. En dos minutos se encendió la luz verde y entonces el capitán se cargó el equipo, revisó todas sus pertenencias por última vez y apretando otro botón abrió la puerta exterior. Es posible que no habría hecho falta tomar tantas precauciones, ya que sabían la composición del aire local y podrían haber igualado directamente las dos atmósferas, la interior de la nave y la exterior, pero era mejor andar sobre seguro. Al salir al campo abierto, todo el esplendor del planeta le hirió en los ojos de forma salvaje porque los rayos de Thuban reverberaban en la superficie calcárea, filtrados sólo por la lejana atmósfera azul… Pero a él no le intimidaron. Tras unos segundos de adaptación, oteó el horizonte y no debió ver nada anormal pues, sin vacilar, bajó los pocos peldaños de la escalera hasta conseguir tocar suelo firme.

—Ya he llegado. Leugim, ahora baja tú.

Pronto estuvieron los tres juntos al pie de la nave y con los saludos de rigor se despidieron de Ocram y Nauj. Y sin mirar ni una sola vez hacia atrás, una vez anotadas y fijadas todas y cada una de las coordenadas que dejaban, empezaron a andar avanzando en la forma clásica, según el manual de las patrullas del Departamento; es decir, delante Macondo con el arma a punto y detrás, sus dos compañeros, ocupando cada uno el hipotético vértice de un triángulo isósceles. Solrac, como biólogo del grupo, iba rastreando la superficie del planeta en busca de algo de vida mientras que, Leugim, con el contador Geiger en ristre, tomaba datos, mediciones y señales todo el tiempo real… Aparte de la exploración rutinaria que debían hacer como cualquier otra tripulación del DEE que se hallase en su situación, iban en busca de plutonio o uranio para usarlo como combustible, pues estaban bajo mínimos. Y como quiera que los instrumentos de abordo habían detectado un buen yacimiento hacia el sur, tomaron esa dirección pensando que siempre sería mejor que cualquier otra cosa o que andar a ciegas.

Llevarían andando penosamente unas dos horas y media por aquella superficie rugosa, cuando Macondo llamó a Solrac por señas.

Y al estar cerca de él, le dijo:

—En este desierto hay algo extraño.

—Sí, también lo he notado. Los terrones no se deshacen debajo de nuestros pies… y no hay arena como cabría esperar de un lugar así… No sé, tengo la impresión de que este desierto es reciente.

—Ya…

Leugim, que se les había acercado y oído las últimas palabras, dijo a su vez:

—Tienes razón, Macondo. Yo he llegado a la misma conclusión.

—¿Estáis seguros?

—Es fácil de comprobar— Leugim, mientras hablaba, se había descolgado una pala del hombro y estaba cavando después de haber dejado el contador en el suelo.

Solrac comprendió en el acto la acción de su compañero y empezó a imitarle.

A medida en que profundizaban en la tierra, la humedad afloraba por momentos. Al llegar a metro y medio ya no tenían ninguna duda:

—Esta tierra es apta para la vegetación.

—Me parece muy bien, Solrac, pero, ¿cómo te explicas la falta de hierba… de algo verde?

—No lo sé, aún. Lo que sí os puedo decir es que esta situación es reciente… ¡Mirar —extendió la palma de su mano y les enseñó una pequeña lombriz de tierra—. Creo que esto lo prueba todo.

—Desde luego. ¡Qué raro…! Sigamos adelante con más cautela —Macondo reanudó la marcha, pero estaba visiblemente preocupado—, y mantener los ojos bien abiertos… Este ambiente no me gusta nada, pero es que nada. Menos mal que nuestra visión alcanza varios kilómetros y sea lo que sea lo que nos puede atacar, lo veremos a tiempo.

Los otros dos se miraron y levantaron los hombros casi al unísono demostrando también con una mueca que estaban tan desorientados o más que su comandante.

Eran ya las diecisiete horas quince minutos cuando empezaron a ver el posible final de la meseta que estaban recorriendo. Por la derecha se adivinaban unas incipientes montañas, por lo que, sin vacilar, se dirigieron hacia allí en busca de algo de seguridad para pasar la noche… Pero antes de alcanzar su objetivo, Leugim masculló una fuerte interjección y se arrodilló sin vacilar. Solrac, al verlo, acudió a su lado con rapidez mientras llamaba la atención de su capitán y amigo. Cuando éste tuvo conciencia de que sus hombres había roto la formación, se acercó al grupo y allí, en el suelo, vio el objeto de la interesada atención del africano:

¡Una pequeña mata de hierba se mecía a impulsos del poco viento de la zona!

Sin mediar palabra, Solrac señaló a nuestros dos amigos la parte de la mata que daba a la meseta que estaban abandonando y ellos pudieron apreciar que aparecía más chamuscada que la posterior.

—Esto es evidente. La superficie de la meseta en la que hemos aterrizado se ha quemado sin dejar ningún rastro, cómo si la vida vegetal se hubiese desintegrado, cómo si alguien la hubiese borrado del suelo, cómo si no hubiese existido nunca…

—Sí —ahora el capitán Macondo tenía prisa—. Leugim, ¿has encontrado algo?

—Negativo.

—No lo entiendo… En fin, acerquémonos a aquella ladera para descansar. No sé por qué pero ya tengo ganas de terminar la excursión por este campo inhabitado.

A medida en que se acercaban a las montañas, la vegetación se iba haciendo más patente; tanto es así que, al llegar a las primeras pendientes, los musgos y los helechos se enseñoreaban del terrero, lo que no ayudó en nada a aclarar los interrogantes de nuestros cansados y nerviosos hombres. Sabían por experiencia que en los planetas desconocidos siempre había algo extraño para sus gustos, pero aquello carecía de toda lógica; es más, Macondo no recordaba siquiera haber leído algo similar en los informes corrientes de las tropas del espacio. Por eso, se prometió a sí mismo que por poco tiempo que tuviera analizaría y registraría aquel fenómeno de forma y manera convenientes…

—Macondo, arriba, ¡a tu izquierda! —Leugim le estaba señalando con el dedo una oscura abertura en la peña—. ¿Te parece adecuado?

—El sitio es bueno y hasta resguardado… ¡Cubrirme!

Los dos hombres asieron sus armas mientras el capitán trepaba ágilmente por las rocas. Pronto les hizo señas para que lo siguieran… Y cuando estuvieron a su altura y le cubrieron de nuevo, entró en la cueva sabiendo que sus compañeros le seguirían a intervalos de pocos minutos. Al acostumbrarse a la oscuridad reinante, pudieron notar y comprobar que no era tan pequeña como habían supuesto por lo que, tras descargar sus pesadas pertenencias, se acomodaron lo mejor posible. Claro que el suelo de la caverna no les ayudaba mucho ya que era de roca viva, aunque eso sí, estaba alfombrada por una gruesa capa de polvo y gravilla repartida de forma caprichosa. Con todo, Leugim y Solrac se sentaron en una especie de sillares de piedra en tanto comían y bebían sin dejar de estar en guardia y de mirar al capitán ni un solo momento. Por su parte, Macondo, iba de un lugar a otro, molesto, casi incómodo. Por un lado, el polvo le daba seguridad de que la cueva estaba abandonada desde hacía mucho tiempo; mas, por el otro, la gravilla parecía estar esparcida por manos humanas…

Por eso, mientras engullía su dura ración de campaña, recorría las paredes graníticas de la grisácea hendidura observándolo todo, palpándolo todo. No se podía explicar su malestar con palabras. Su sexto sentido no le había engañado jamás y ahora no podía ser una excepción.

En la parte más profunda de la cueva, la más lejana a la entrada, encontró una fisura gracias al tacto, pues era del todo invisible en aquella oscuridad. Interesado, conectó su lámpara de supervivencia y el haz amarillo perfiló la brecha que resultó ser alta y delgada y cuyo fondo no alcanzaba a ver si siquiera con el auxilio de aquella luz potente. Pero, no dudó un momento. Traspasó la pared y avanzó en su interior con cierta agilidad y a medida que exploraba la segunda caverna estaba más seguro de que lo que oía era una caudalosa corriente de agua. Al menos no se morirían de sed si eran atacados… Volvió sobre sus pasos y al llegar a la zona del rincón donde le aguardaban los compañeros, observó que habían acabado su frugal cena y que le estaban mirando sin decir palabra…

Pero Macondo, sólo concedió:

—Está anocheciendo y como afuera, al aire libre no podemos hacer nada más, sugiero que exploremos la galería interior y tal vez descubramos algo que nos aclare lo que está pasando aquí. Creo que debemos aprovechar nuestro tiempo al máximo, ¿no os parece?

—De acuerdo.

—Como quieras.

—Pues bien, ¡vamos! Pero antes comunícate con Nauj y explícale nuestra intención.

—Sí— Leugim manipuló su intercomunicador y contactó con la nave sobre la marcha para no perder de vista a Macondo y al australiano que ya habían atravesado la pared, por lo que el consejo de prudencia del asiático se perdió en las ondas.

 

2

Nauj masculló una interjección al ver desaparecer la cara de Leugim de la pantalla de cuarzo de su televisor.

—¿Qué ocurre?— quiso saber Ocram.

—Van a explorar una caverna que han descubierto.

—Macondo se está liando de nuevo… ¡Qué hombre! La aventura y él forman un binomio inseparable. ¿Por qué no se limita a buscar y a traernos el combustible que tanto necesitamos?

—Se ha hecho de noche…

—¡Cuernos! —Ocram miró la luminosa esfera de su reloj electrónico—. Es cierto… Lo que me recuerda que yo mismo he avanzado bien poco en mi trabajo. ¡Bah! Lo terminaré mucho antes de que ellos hayan dado con la veta radioactiva.

Al buen Nauj no le pasó desapercibido el tono sarcástico empleado por su superior, pero no evidenció señal alguna de haberlo descubierto.

Sólo dijo:

—Teniente, ¿qué te parece si cenamos y nos vamos a descansar un poco?

—Sí, será lo mejor.

—¿Quieres que haga después la primera guardia?

—No, no, tengo que hacer algunas cosas y así aprovecharé el tiempo. Mira, cena y acuéstate que ya te despertaré para la segunda imaginaria, ¿de acuerdo?

—Desde luego. Dejo abierta la frecuencia de la patrulla…

—Sí, sí, claro. Pero no te preocupes, ya me ocupo yo.

—Pues, gracias… ¡Buenas noches! Y que la vela te sea leve.

Ocram esbozó un saludo con la diestra mientras miraba como su compañero desaparecía por la puerta del puente de mando, rumbo a su habitación de la parte baja. Sí, él también estaba algo cansado, pero no quería demostrar ninguna debilidad delante de su inferior. Por otro lado, debía continuar con su trabajo para que la patrulla no le sorprendiera sin estar terminado. La idea de que Macondo volviese y le pudiera echarle en cara algún fracaso, no le gustaba nada, pero lo que se dice nada. Pero estaba cansado y los del exterior seguramente no volverían antes del amanecer… Lo mejor sería pues descansar un rato. Además, a cada hora que pasara lo estaría más y en aquel estado podría cometer una equivocación que le obligara a empezar de nuevo y a contabilizar todo un día perdido… Y aquello sí que sería malo… Mañana volvería a la obligación otra vez. Sí, mañana. Seguro que mañana conseguiría resolver aquel problema de la órbita y su condenado entorno… Recogió su ración, acomodó su sillón en una posición semihorizontal, casi en situación de despegue, y mientras engullía la frugal cena seleccionó la Quinta Sinfonía en mi menor de Dvorak, conectó el vídeo y antes de acabar el primer tiempo de la misma ya estaba profundamente dormido.

Por eso no oyó la llamada del africano:

 

3

—¡Atención base! ¡Atención base! ¡Aquí patrulla llamando a la base! ¡Nauj, responde! ¡Atención base…!

Habían entrado en aquella especie de pasadizo a fuerza de los fijos rayos lumínicos de sus linternas de campaña, siguiendo las indicaciones del sexto sentido de Macondo, cuando lo encontraron.

Si bien la galería había sido angosta al principio, al poco rato de caminar se había ensanchado como para permitir avanzar a los tres hombres a la vez. El suelo, arenoso y calizo, descendía suavemente a casa paso… De pronto, a la vuelta de un recodo, se toparon con una gran sala en cuyo centro corría salvajemente el riachuelo cuyo ruido les había llamado la atención. Solrac se acercó decidido y a la primera cata comprobó que el agua era potable. Sin pensárselo dos veces, sacó una pequeña taza de su equipo y bebió con confianza. Al poco era imitado por Leugim mientras Macondo seguía observando las paredes de la cueva con un interés creciente.

Al rato, un grito de sorpresa se le escapó de forma involuntaria de su garganta, pero fue suficiente para que sus compañeros se levantasen de un salto y acudieran a su lado con las armas a punto.

Sus reflectores se unieron al del capitán formando un solo haz de luz:

¡Unos extraños signos alfabéticos parecían retarles a lo largo y ancho de la pared!

Macondo sacó su agenda y anotó febrilmente aquellos caracteres que demostraban cuando menos la existencia de seres inteligentes.

Leugim le dejó hacer en silencio y, por fin, se atrevió a decir:

—Si no fuerais a reíros diría que parecen letras fenicias…

—No me río Leugim, no me río, y Solrac no parece estar haciéndolo tampoco —Macondo se guardó el cuaderno en un bolsillo seguro—. Sin duda son signos alfabéticos muy antiguos, pero no sé a que idioma pertenecen.

—Lástima que Nauj no esté aquí.

—Por eso he tomado nota.

—¿Dónde estamos realmente?

—De momento ignoramos la respuesta…

—¡Eh, mirar! —Solrac se había apartado un tanto hacia la izquierda y estaba iluminando un recodo de la gruta—. ¿Qué os parece esto?

En un segundo estuvieron juntos de nuevo e iluminando bien al esqueleto. Pasada la primera impresión notaron y comprobaron que aquel ser había muerto sentado y que sólo tenía entero el cráneo, un omóplato, la columna, un fémur y las dos tibias.

Leugim se arrodilló y con una pequeña cinta métrica midió el cráneo en silencio. Un silencio pesado, roto por el murmullo de la corriente y por la densa respiración de los tres compañeros. Cuando el astrónomo se levantó, los otros ya sabían lo que iba a decir:

—Si no es humano, se le parece bastante. De nuevo encuentro a faltar a Nauj. Sin embargo, casi me atrevería a afirmar que el cráneo tiene nuestras propias medidas…

—Sí, muy a simple vista, lo parece. Pero hay algo que no encaja— Macondo, agachado, escarbaba en el suelo a la vez que hablaba. Fuese lo que fuese lo que iba buscando, no tuvo que remover mucho ni mucho rato. Con un gesto de preocupación levantó la oxidada cadena ante los atónitos ojos de sus hombres. Después, los dedos del capitán recorrieron el acero desde la tibia del prisionero muerto hasta la argolla que estaba anclada firmemente en la pared rocosa.

—Esta gente no tenía manías, ¿verdad?

—No, el planeta ha debido de pasar por épocas malas, turbulentas. Mirar, tendría gracia que después de haber fracasado en la misión inicial, encontrásemos aquí una dictadura para erradicar. Llama a la aeronave y comunica nuestro hallazgo. Quiero que quede todo registrado por lo que pudiera ser.

—De acuerdo… ¡Atención, base! ¡Atención, base! ¡Habla la patrulla…! ¡Nauj, responde…! ¡Atención base, aquí Macondo…! —Leugim dio un manotazo a su radio—. Ese cara amarilla se habrá quedado dormido en su puesto —a través de la pantalla del aparato del africano podía verse parte de la cabina de la lanzadera, lo que demostraba que la conexión estaba abierta, pero nadie respondía a su llamada—. ¡Estamos listos! ¡Capitán, no puedo establecer contacto con ellos! ¿Qué habrá pasado…?

Macondo se acercó al transmisor y comprobó su buen estado:

—Pues esto parece estar bien… Bueno, también nosotros hemos de descansar. Mira, mientras Solrac y yo damos con un lugar más cómodo para pasar la noche, llama a la nave a intervalos de tres minutos exactos y si consigues establecer contacto, explica a Ocram nuestros recientes descubrimientos y a Nauj la frase que he copiado —extrajo de nuevo su agenda y arrancó la hojita garabateada—. ¡Toma y pónsela ante el visor!

—Bien, de acuerdo.

—Te llamaremos enseguida que tengamos el nido caliente y preparado.

—¡Eh! —dijo Leugim después de haber tenido un mal presentimiento—. ¿No iréis a dejarme solo?

—¿Qué es eso, teniente?

—No, no es miedo. Pero según el manual de las patrullas del DEE…

—¡Vaya! Ese apego a las ordenanzas parece nuevo.

—¡Ya basta de tomarme el pelo!

—Se me ha olvidado decir que intentaremos dormir en esta misma sala, de manera que…

—Bueno… ya… ¡Atención base! ¡Atención central base! ¡Aquí uno! ¡Ocram, Nauj…! ¡Estate quieto! —el australiano le había obsequiado con un significativo codazo al pasar por su lado—. ¡Mira que eres plomo, canguro peludo!

—Perdona, hay tan poca luz…

Los murmullos de Leugim acompañaron a Solrac un buen rato mientras trataba de ahogar la risa que sacudía y convulsionaba todo su cuerpo. La verdad es que no quería amoscarlo más, no al menos por el momento. Era un buen compañero, pero suspicaz y aquellas puyas le mantenían despierto…

Pronto el capitán y él dieron con lo que buscaban. Era un buen abrigo: Un recodo natural de la cueva y cerca de la entrada con lo cual, pensaban, se creían a salvo de cualquier imprevista eventualidad. Extendieron los sacos sobre la arena limpia de guijarros e hicieron las señales luminosas al africano, el cual se reunió con ellos en el acto.

Y una vez determinadas las guardias, el resto se dispuso a dormir.

Pero antes de poder hacerlo, Macondo tuvo tiempo de recordar a su querida Tierra, a su país, a la universidad del DEE y a aquella guapa muchacha que prefirió a un constructor antes de quedarse con él y con su oficio de capitán espacial. Sonrió en la seguridad de la negrura ambiental a pesar de sentir un aguijón en medio del corazón. ¿Aún la quería? Un sabor amargo le subió al paladar por lo que, tratando de olvidar, forzó a que sus pensamientos se preocupasen de su situación actual. En aquel planeta existían varios interrogantes que requerían rápidas y claras respuestas y se propuso conseguirlas al día siguiente a cualquier precio. Claro que tampoco podía olvidar la actual misión de la patrulla: ¡Encontrar plutonio! ¡Lástima que su nave no fuera de las más modernas! Sabía que el Instituto había experimentado desde hace tiempo con vehículos espaciales que disponían de una central atómica autogeneradora que, al mismo tiempo que producía la energía suficiente para desplazar la aeronave, generaba el mismo combustible que gastaba, o lo que es lo mismo: ¡Tenía una autonomía infinita! ¡Neutrones de plutonio que bombardeaban la masa de uranio enriquecido que se transformaba en nuevo plutonio una y otra vez, una y otra vez, y así siempre!

Cuando Leugim le tocó el hombro creyó que no había dormido nada.

—¿Ya es la hora?

—Sí.

—¿Has podido contactar con la nave?

—No.

—Bien, yo lo intentaré. Descansa lo mejor que puedas, pues me propongo despertaros pronto.

—Está bien, ¡hasta luego!

El capitán atravesó la angosta garganta que separaba a las dos cuevas y salió al exterior, al silencio de la noche. Desde el repecho de la entrada, una ventajosa posición natural, podía adivinar el firme de la inmensa llanura que habían atravesado el día anterior… Ahora una ligera brisa suavizaba el ambiente hasta el punto de tranquilizarle en parte. Allí había oxígeno y… vida. Y él la encontraría. Era su deber y para eso lo habían entrenado… Siguiendo la rutina, empezó a otear el horizonte con sus prismáticos nocturnos y ya iba a desistir en su observación banal e irrelevante, cuando ocurrió: A unos sesenta grados al sudoeste, por encima de los picos altos de las pequeñas montañas, descubrió un fuerte resplandor que parecía llegar hasta las nubes. Una y otra vez intentó descifrar su significado, pero no lo pudo conseguir. Y aumentó al máximo el alcance de su visor, pero siguió sin descubrir la naturaleza de la luz…

—¡Atención base! ¡Atención base…! ¡Al habla el capitán Macondo…! ¡Cambio…!

 

4

Ahora sí. Ahora Ocram saltó de su acolchada poltrona como impulsado por un resorte y casi se mata porque no recordaba que la había puesto horizontal.

Al principio no supo donde estaba. Fue de un lado para otro, chocando con paneles, mamparas y sillones. Hasta se dio una sonora bofetada para acabar de despertarse. Entonces, bloqueó el vídeo que hacía tiempo que se había disparado y atinó a correr hacia el transmisor.

Menos mal que Nauj no se había despertado y no podía echarle nada en cara…

—¡Atención base! ¡Atención base…! ¡Al habla el capitán Macondo…! ¡Cambio…!

—¡Aquí la base. Te escucho alto y claro, capitán.

—Menos mal —el óvalo de la cara de Ocram se percibía ahora perfectamente en la luminosa y clara pantalla del transmisor de Macondo—. ¿Qué os ha pasado?

—Nada… nada. ¿Habéis llamado antes?

—Claro. ¿Y Nauj?

—Descansando… ¿Quieres que lo despierte?

—No, es igual —Macondo empezó a desconfiar de tanta amabilidad—. Luego hablaré con él.

—¿Quieres algo más?

—Sí. He descubierto una extraña luminosidad en la tierra y me propongo investigarla enseguida. Así que mantener la línea abierta ininterrumpidamente, ¿de acuerdo?

—Desde luego… Ya tomo nota… pero no os arriesguéis demasiado.

 

5

Macondo se lo prometió a sí mismo al volver al interior de la cueva dispuesto a despertar a sus compañeros.

 

6

Ocram, por su parte, se dijo que ya era hora de reanudar su trabajo. Maldijo su pasada debilidad y el hecho de que fuese Macondo en persona el que había contactado con él. ¿Se habría dado cuenta del fallo en su guardia? No lo sabía, pero le dolió algo más no haber recibido ninguna reprimenda que si hubiera recibido miles. Aquel hombre sabía cómo hacerle daño… ¡Otro detalle más que debía anotar en el debe de su memoria!

Se acercó con rabia al panel del cerebro y repasó los datos apuntados el día anterior.

Inmediatamente se acordó del asiático y lo llamó a voz en grito:

—¡Nauj! ¡Maldita sea…! ¡Nauj, que es tu turno! ¡Despierta ya…!

A los pocos minutos apareció el aludido en el puente de mando. Tenía los ojos cargados de sueño, pero estaba despierto del todo y enojado:

—¿Sabes qué hora es, Ocram? ¿Y por qué no me has despertado antes?

—No lo he creído conveniente.

—Bien, tú sabrás. ¿Te vas a acostar ahora?

—No, no. No estoy cansado y quiero acabar esto cuánto antes.

—¿Se sabe algo de la patrulla?

El teniente, como una concesión especial, le puso en antecedentes.

—¿Han descubierto vida?

—No me lo han dicho… Perdona, yo tengo trabajo…

—De acuerdo, de acuerdo. Mientras echaré un vistazo al exterior —dio la espalda a Ocram y se acercó a la tronera que tenía más cerca y usando sus prismáticos escrutó los alrededores de la nave. En la cuarta ventana descubrió la luz que había llamado la atención de Macondo—. ¡Ahí está! Ocram, ya tengo situada la luminosidad —el teniente le contestó con un gruñido felicitación. Sin hacerle caso, nuestro hombre cogió unos prismáticos cien veces más potentes que los portátiles y los enfocó hacia el punto del horizonte que les interesaba. Ahora sí, el resplandor era fácilmente reconocible aun desde aquella distancia—. ¡Es una ciudad! ¡Se trata de las luces de una ciudad…! —cogió el transmisor abierto y llamó—: ¡Atención uno! ¡Atención Macondo! ¡Al habla Nauj! ¿Me escuchas? ¡Cambio…!

—Alto y claro. ¿Qué es de tu vida?

—Estoy bien, ¿por qué lo preguntas?

—Por nada, por nada, ya hablaremos…

—Oye, quería decirte que la luz que has descubierto la produce una ciudad enorme! El planeta está habitado por alguna forma de vida, ya no tengo ninguna duda.

—Me lo temía. Además, tenemos algo para ti que te va a interesar mucho. Hemos descubierto una escritura… ¡Ah!

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¡Macondo! ¡Macondo…!— el asiático golpeó una y otra vez con el dedo el conmutador de su aparato tratando de restablecer la comunicación porque su pequeña pantalla se había quedado sin imagen de golpe—. ¡Responde! ¿Macondo, qué ha pasado? ¡Por cien mil mandarines! ¡Ha desaparecido…! ¡Teniente!

Ocram le hizo el favor de acercarse:

—¿Qué ocurre ahora?

—Lo ignoro, teniente. Sólo sé que se ha cortado de golpe la comunicación después de que Macondo lanzara un grito de sorpresa.

—Pues, ¡qué bien! ¿Qué le habrá pasado?

—Eso es lo que me preocupa… ¿Qué podemos hacer?

—Nada.

—¿Cómo que nada? Tenemos que hacer alguna cosa. Podemos salir a buscarlos…

—¿Estás loco? ¿Es qué no sabes las ordenanzas?

—¡Al diablo las ordenanzas y quien las hizo!

—¡Basta ya, Nauj! Nosotros ya tenemos nuestros propios problemas, y no son pequeños. Así que mantén los ojos y la comunicación bien abiertos y estate quietecito. ¡Es una orden!

—De acuerdo, mi teniente —Ocram no hizo señal alguna de haber detectado animosidad en aquella respuesta—. Pero, mira, si al amanecer no tenemos noticias de ellos, iré en su busca.

—¡Tú no irás a ninguna parte!

Ahora el que gruñó fue el asiático. ¡Valiente situación! ¿Para qué tanto adelanto y tanta técnica? Antes, es verdad, carecían de muchas de las cosas actuales, pero los hombres eran más felices… Su querido abuelo le había contado que antes de la última conflagración, un poco después de que muchos humanos llegasen a Marte por primera vez, vivían tranquilos y más o menos felices en sus casas, y eso que el país estaba disfrutando de una férrea forma de gobierno; pero, aun así, dentro de un orden, eran felices. Además, aquel sistema dictatorial no era privativo de su patria pues, en la Tierra, era corriente gobernar por la llamada ley de la fuerza, amordazando y flagelando los más elementales de los derechos humanos. Claro, al cabo del tiempo, desaparecieron unas dictaduras y aparecieron otras. Eran como una plaga humana que, como el Ave Fénix, renacían de sus cenizas. Una y otra vez, las dictaduras renacían donde habían sido anuladas o decapitadas… Era un asunto tan bien retorcido como una espiral. En cualquier momento de la curva histórica, el abuso de autoridad, el gobierno de hecho, aparecía de nuevo. Y vuelta a empezar: Resistencia pasiva, activa, manifestaciones, huelgas, guerrillas, las luchas fratricidas, superación, paz más o menos estable… ¡y vuelta a empezar! Sí, si no hubiera sido por aquello hasta la Tierra hubiese sido un buen hogar… Luego, la Gran Guerra: Una serie de malas interpretaciones, un apretar de botones, ofensivas, contraofensivas,  y por fin ¡la calma! Con una diferencia: Desaparecieron las fronteras locales y el buen nacionalismo de las distintas tribus, y el sentido común prevaleció. Y se creó un gobierno del y para el pueblo. Y los ancianos, ahora respetados, se juntaron hablando con sabiduría y gobernando con razón y honestidad… Las generaciones jóvenes empezaron a construir juntas, unidas, un mundo real, nuevo, cambiando las antiguas escalas de valores. Claro que aquello tenía un precio: El individuo cedió su personalidad a la comunidad, la región al país, éste al continente y al mundo… Y se crearon nuestras metas: Aparecieron nuevos deportes con el único fin de quemar grasas, aplacar egoísmos y rebajar la agresividad… Y así todo. La vida se hizo más fácil y la colaboración internacional fue un hecho. Por desgracia, no pasaba día en que no apareciera algo que frenaba la incipiente libertad del hombre: Limitaciones a la natalidad, al libre comercio, al estímulo personal, y hasta al logro económico… El individuo como tal dejó de existir, pero sin que nadie lo obligase… así por las buenas, tal vez por simple pasotismo… Demasiado errores habían jalonado el paso de la historia para poder confiar todo en un solo hombre… Sí, sí, por eso estaban aquellas misiones del espacio…

Pero, ¿qué situación era mejor? Nauj no lo sabía.

Lo que conocía es que estaba en un lugar del espacio, en un planeta desconocido, sin combustible y sin poder hacer nada por sus amigos; al menos, por el momento. Tenían que esperar. Sí, Ocram tenía razón esta vez. No podían hacer nada hasta que no supiesen más de sus compañeros o de la suerte que hubieran podido correr. Suspiró profundamente pensando en aquella muchacha de ojos oblicuos… ¡Qué hubiera dado por tenerla entre sus brazos! Es curioso. Le hizo gracia la idea de notar la fuerza que genera el simple hecho de tener que proteger a alguien… Le parecía sentir su cuerpo soldado al suyo, la cabeza apoyada en los hombros… y llevando al máximo el colmo de su ligera imaginación, le pareció estar oliendo el perfume de sus cabellos, gustando el sabor del sudor de su piel, apreciando el tacto de su calor… mientras el viento del oeste susurraba en las oquedades de los viejos troncos de las estepas…

—¡Ya está!

—¿Qué…? ¿El qué?

—¡Qué ya lo tengo! Lo he comprobado una y otra vez y es exacto. ¡Tengo los cálculos terminados!

—¿Y…?

—¡Qué podemos despegar en cuándo queramos!

—¿Ah, sí? ¿No te olvidas de algo?

—¿Qué quieres decir?

—¡Qué estamos aquí sin combustible, sin tripulación y sin capitán!

—¡Ah, es eso! Macondo ha salido siempre con bien de todo lo que ha emprendido.

—Viniendo de ti, eso parece un cumplido.

—Bueno, sí… quiero decir que siempre ha tenido mucha suerte.

—Ya…

—¿Has podido saber algo más de ellos?— Ocram no quiso enterarse de la mordacidad del otro.

—Nada, nada. Ni una señal. Ni una palabra. Se cortó la comunicación, ya sabes. Macondo dejó de trasmitir de golpe y noté como se movía su radioteléfono, cómo si se cayese al suelo… y eso que estaba oscuro; luego, se cerró el circuito. No sé nada más. Por fuerza tienen que estar en peligro…

—Pues, debemos esperar. Mira, está amaneciendo y creo que debemos desayunar. Si vamos a tener algún tipo de acción, mejor que hagamos acopio de energías.

—Lo prepararé.

—No, no. Deja que lo haga yo. Voy a montar el mejor almuerzo que has tomado en tu corta vida, ya lo verás— y desapareció por la metálica escotilla del puente de mando tarareando una antigua cancioncilla.

Nauj se quedó de una pieza:

—¡Está como un chivo! No cambiaría un trabajo bien hecho por todos sus compañeros. Se preocupa más de que no le acusen de falta de conocimiento que de la suerte que hayan podido correr nuestros queridos amigos –distraídamente, se acercó a la tronera que tenía más cerca en espera de la comida, y de nuevo se maravilló del espectáculo que podía contemplar. Al rato, miraba tal vez sin ver, sumido en sus pensamientos, cuando se restregó los ojos, totalmente alerta, como no dando crédito a lo que estaba viendo: ¡Una especie de duna de tierra o de arena se había movido! ¡No, no, su imaginación le estaba haciendo una tratada! Volvió a mirar, ahora fijamente y con todas prestaciones en alerta, con toda la atención de que fue capaz, y lo que vio ya no le ofreció ninguna duda: Unos bultos grisáceos, como tanquetas camufladas, se estaban dirigiendo a la cosmonave en un medido y hasta estudiado zigzag—. ¡Teniente! ¡Teniente Ocram, al puente enseguida!

El americano apareció corriendo con las manos llenas:

—¿Qué pasa? ¿Es qué no puedo dejarte solo?

—Mira esas dunas… hacia la derecha, sí. Ahí hay algo que se mueve.

—Has dormido poco y estás soñando.

—¡Cielos, no! Atiende…

—No veo nada.

—Espera. Toma como referencia aquellos bultos.

Fuese lo que fuese todo aquello que estaba en el punto indicado tardó en moverse, pero se movió… Es más, en un momento dado, los bultos se levantaron, corrieron y se tiraron de bruces mucho más cerca del vehículo espacial. No, no eran tanquetas, ni vehículos de ninguna clase…

—Efectivamente, ahí hay alguien —Ocram dejó todo lo que llevaba en las manos y aceptó de buen grado los azules prismáticos que le tendía Nauj—: ¡Mil rayos! ¡Sí, parecen soldados… y van armados!

—¿Qué hacemos?

—Nada. Ya sabes que aquí no pueden entrar de ninguna de las maneras… Claro que no conocemos sus armas… Acércame el manual. ¿quieres? —Nauj corrió a buscar lo que se le pedía y, después de localizarlo en su sitio, se lo entregó—. Veamos —Ocram ojeó página tras página sin encontrar lo que estaba buscando—, definitivamente, no son armas conocidas por el DEE lo que nos sitúa en una situación de desventaja.

—¿Por qué?

—Por qué no sabemos su poder destructor. Vigila bien. Más vale que repase nuestro propio arsenal por lo que pueda ser.

—De acuerdo —ahora fue Nauj el que se puso a escrutar el desierto en busca del temido avance de los enemigos. Corrió a otra escotilla, a otra y a una tercera y comprobó con pesar que les habían rodeado—. ¡Estamos perdidos!

—¿Y eso?

—Están por todos los lados… A lo mejor tienen miedo de que nos fuguemos.

—Muy gracioso. Ahora en serio, nuestra presencia los tiene tan intrigados como la suya a nosotros. Toma, coge un arma.

Nauj tomó el rifle de rayos que le tendía el teniente, revisó su carga y acarició el pulsador. Bien, vendería muy cara su vida si era preciso… Miró interrogativamente al americano esperando órdenes. Pero éste se limitó a darle las tabletas del almuerzo que, por cierto, resultaron ser tan insulsas y desabridas como siempre. ¿Aquel era el almuerzo especial…?

La verdad es que aquella misión había empezado con mal pie… Ocram también estaba nervioso y ya no podía disimularlo. Era un buen segundo oficial, pero nada más. No servía para tomar decisiones… Pensó en la Tierra y maldijo el día en que alistó en el Departamento; pero, ¿qué podía hacer alguien que tuviera sus antecedentes? Cierto que habían muchos casos como el suyo; cada día más, la verdad. Pero, ¿de qué le servía pensar «que el mal de muchos era consuelo de tontos»? En todo los trabajos que había intentado conseguir le había pasado lo mismo. Aquel maldito gesto: El jefe de personal de cada empresa arqueaba las cejas cuando leía la ficha que tenía ante su nariz. ¿Es que toda la gente aún estaba apegada a la costumbre de los siglos anteriores? ¿No era mejor y más justo equilibrar la real cantidad de habitantes desde un laboratorio? ¿Por qué arrugaban todos la nariz cuando descubrían su procedencia? Es cierto que se habían ensayado otros sistemas para regular toda la humanidad, como aquel de la muerte obligatoria a los cincuenta años, pero habían habido tantas infracciones, tantos duelos y deserciones, que la ley había desaparecido sin éxito a los pocas décadas de aprobarse en el Parlamento general. Luego, se prohibió concebir hijos por un período total de veinticinco años, pero hubieron tantas y tantas violaciones del decreto que también se tuvo que derogar… Por fin, después de otros tantos intentos infructuosos, se acordó el sistema de control de natalidad imperante desde hacía más de un siglo y medio, según el cual, cada matrimonio sólo podía generar un hijo y si la madre abortaba o el hijo moría, ya no podían tener más bajo ningún concepto. Para asegurarse, una vez que la mujer concebía por primera y única vez, se esterilizaba al padre de por vida. Y como el sistema había prosperado después de la Gran Explosión, el mundo se había quedado tan falto de recursos que las propias vecinas se convertían en implacables policías que husmeaban y hasta denunciaban cualquier delito en el que pudieran incurrir las parejas de recién casados.

Por otra parte, una campaña estatal bien dirigida había hecho el resto.

Y la mayoría aceptó aquella situación como mal menor.

Pero vino la contraofensiva normal: Muchas mujeres jóvenes prefirieron no concebir hijos a tenerlos y no poder reponerlos si desaparecían por cualquier circunstancia, y se desaparecían tantos por falta de vitaminas… Muchos matrimonios no quisieron usar su derecho legal y correr el riesgo de encariñarse con la imagen de un posible hijo enfermo, quebradizo y frágil como un vaso veneciano del siglo XIV. O porque el varón no quería pagar el precio que le pedía el Estado Mayor por tener el hijo o porque la mujer, amando al marido, lo quería entero y sin mutilar. Lo cierto es que por seguir esta política, pronto empezaron a despoblarse amplias zonas del mundo en razón directa a la cultura de sus habitantes… ¡y la población envejeció!

Entonces, el Estado contraatacó a su vez con revisiones estatales para calibrar la capacidad reproductora de las jóvenes parejas: Informes positivos, actitudes negativas, multas, evasivas, órdenes, desobediencias… Por fin se dio con la solución: El propio gobierno creó un laboratorio que empezó a regular los habitantes fijos del planeta de forma matemáticamente eficaz. ¿Qué la pareja declaraba que no quería tener hijos, que se le moría el que tenía o lo perdía por cualquier desgracia? Pues, ¡se reponía en el laboratorio! Así de sencillo. ¿Se moría alguien y no tenía repuesto? Pues, ¡se creaba un ser en el laboratorio! ¿Qué nacían demasiados varones o demasiadas hembras…? Pues, se corregía la proporción en el laboratorio…

Pero, ¿qué le importaba todo aquello a Ocram? ¿Es qué siempre iba a pensar en lo mismo ante una posibilidad de acción? Volvió en sí justo a tiempo de captar la mirada de Nauj. Si al menos estuvieran en contacto con Macondo… Y Nauj seguía mirando. No, no podía contar con el buen concurso del capitán, pues él tendría que resolver sus propios problemas. Por ese lado no podía esperar ayuda. Tendría que actuar por sí mismo por primera vez en su vida y eso era una cosa que le irritaba. ¿Y si no lo hacía bien…? Ya no podía permitirse el lujo de equivocarse. Y el chino estaba esperando…

No tenía más remedio que hacer algo.

—Bueno, ¿qué hacemos?

La pregunta sorprendió a Ocram en pleno centro de sus dudas aunque, la verdad sea dicha, la estaba esperando:

—¿Cómo que qué hacemos? Nada, naturalmente. Aquí estamos seguros, ya te lo he dicho.

—Esos fantoches están a menos de cien metros.

—¡Está bien! Conecta el escudo de energía.

—¡A la orden!— el antropólogo saltó hacia el panel central contento de que por fin iban a hacer alguna cosa, conectó los circuitos adecuados y un campo de fuerza invisible abrazó a la nave por completo, aislándoles del turbulento mundo exterior.

El siguiente paso era inevitable:

Ocram se acercó al sillón central de Macondo, se sentó en él con visibles gestos de satisfacción, y accionando con suavidad la pantalla de visión completa, gritó:

—¡Eh, vosotros! ¡Los que estáis ahí fuera! ¿Quiénes sois y qué queréis?

Un silencio denso, extraño, fue la respuesta a pesar de que nuestros amigos sabían que la pregunta había llenado más de un kilómetro cuadrado.

Ocram necesitaba las respuestas habladas en cualquier lengua conocida por el DEE, pues el ordenador estaba preparado para traducirlas de forma automática.

—¿Entendéis nuestra lengua?

Silencio.

—¿Se puede saber que es lo que queréis?

Silencio.

Sin embargo, los soldados del exterior se iban acercando en formación de ataque sin hacer caso de los altavoces. A una señal de uno de ellos que parecía mandar, unos doce hombres avanzaron decididos hacia la escalinata de la nave, pero quedaron carbonizados en el acto al entrar en el campo de fuerza.

—Lo siento. ¿Veis lo que ha pasado? ¡Ahora, responder antes de que me ponga nervioso! ¿Quiénes sois?

A otra señal del mismo jefe, seis soldados, rodilla en tierra, vaciaron sus armas contra las escotillas de la nave, pero también sus rayos chocaron inocuamente contra la protección energética.

—Es inútil. No podéis hacer nada contra nosotros. ¡Es mejor hablar…!

—¡Mira!— Nauj llamó la atención del jefe Ocram sobre un determinado punto de la pantalla.

Varios hombres estaban plantando en el duro suelo una máquina desconocida, una especie de fotómetro invertido y enorme. Pronto la tuvieron lista y con una lente convexa apuntando directamente a la astronave.

—¿Qué es eso?

—¡Ni idea!

—¿Querrán asarnos vivos? Ilusos…

—¡Fíjate en el centro de la máquina! ¿No será un cañón?

—Sí, es posible, pero como no tengan algo mucho mejor no debemos temer. ¡Eh, espera, parece que ya nos van a disparar!

En efecto, un rayo cegador pareció partir a la nave en dos. ¡Aquello, fuera lo que fuera, había podido atravesar su barrera!

—¡Maldita sea!— Ocram saltó del asiento que ocupaba, totalmente sorprendido, y corrió en ayuda de Nauj; el cual, estaba tumbado en el suelo del puente a consecuencia del disparo. Pero cuando el teniente llegó a su altura, el asiático ya se había sentado y miraba a todos los lados sin dar crédito a sus ojos.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Pero ese trasto nos ha dejado sin defensa. Quizá los hemos juzgado mal… ¿Cómo te encuentras?

—Creo que bien… ¿y la nave?

—Voy a comprobarlo —Ocram se acercó al panel central y pidió respuestas de daños al programa de energía—. Sí, parece que todo está bien… ¿Puedes ver lo que hacen?

Nauj se acercó casi corriendo a la primera tronera que encontró, prescindiendo de la pantalla central, y lo que vio no le gustó:

—¡Han montado otro trasto…! ¡Cuidado, van a disparar de nuevo!

Ocram cerró todas las compuertas, pues éstas eran el punto más vulnerable del vehículo espacial, y se unió a Nauj esperando en suspenso el impacto. Pero aún tuvo tiempo de maniobrar las cámaras de vídeo, una a una, hasta tener enfocadas a las dos máquinas enemigas… ¡por eso pudieron ver lo que pasó con sólo mirar el panel central!

Pero, no estaban conformes:

—¿No podemos hacer nada?

—¿Qué vamos a hacer? No podemos repeler el ataque, pues estamos en una nave exploradora y no vamos tan armados. Si estuviéramos en el aire, tal vez podríamos defendernos… pero, ¡aquí!

—Me irrita parecerme a un conejo temblando delante la nariz de un tejón… ¡Mira! —Nauj señalaba la pared que ya había recibido los tres impactos. ¡Parecía como si hubiese cobrado vida! ¡Estaba desintegrándose, evaporándose, a ojos vistas!—. ¡Maldición, se está abriendo un boquete!

—¡Rayos! —hasta Ocram perdió su compostura al ver algo tan insólito—. ¿Cómo es posible que el acero se deshaga como la mantequilla?

—¡Por ahora es un asunto que no debe importarnos…! ¡A las armas, teniente!

En aquel momento ya podían ver el exterior directamente a través del desgarro que seguía agrandándose como si la pared hubiese sido atacada por una especie de ácido:

Además, una torre de asalto se estaba acercando con rapidez, pero aún no podían ver a ningún atacante a quien poder disparar. Nauj maldijo la forzada ocasión de tener que respirar limpiamente el aire del planeta que entraba silbando por el boquete al equilibrar las presiones. Sin duda era un aire más viciado que el que habían estado respirando hasta entonces en la nave, pero no, no podían escoger. Además, no podía ser tan malo cuando Macondo y sus dos acompañantes lo estaban utilizando… Ocram, por su parte, se acercó también al boquete cuyo perímetro parecía haberse estabilizado. Los dos juntos por una vez, detrás de unos paneles a modo de escudos, esperaron acontecimientos.

Pero se sorprendieron otra vez cuando la voz pareció llenar las tres dimensiones:

—¡Extranjeros! ¡Rendíos si no queréis morir!

—¡Ah, resulta que hablan nuestro idioma!

—Lo habrán analizado.

—Vale, ¿que hacemos?

—Rendirnos.

—¿Qué dices? ¿Rendirnos así, sin luchar?

—Sí, ¿es que quieres que nos maten?. Ya lo has oído.

—Pero es que el DEE no se rinde nunca.

—¡Al cuerno el Departamento! ¡Aquí quisiera ver yo a su presidente!

—Si al menos supiéramos algo de Macondo…

—¡Os damos cinco minutos para que abráis la puerta principal y bajéis desarmados!

—Estos parecen ir en serio.

—¡Está bien…! Dejemos las armas —Ocram adoptó una actitud más bien digna cuando dio ejemplo al técnico en informática. Luego, movió el conmutador y habló al aire de la misma manera que lo haría como si estuviese dando su clase de matemáticas delante de unos zagales novatos y atemorizados—. Hemos recibido y comprendido vuestra orden pero, ¿por qué nos habéis atacado? Somos una embajada de la Tierra y venimos en son de paz.

—¿Llamas paz a matar a doce de mis mejores hombres?

—Nosotros no hemos matado a nadie. Ha sido un fatal accidente…

—¡Basta de charla! ¿Cuántos sois?

—Dos.

—Bajar inmediatamente. Uno, dos, tres…

—De acuerdo, de acuerdo, ya salimos —Ocram observó como Nauj se hacía con un transmisor miniatura y se lo adhería al paladar—. Una cosa más, ¿a quién debemos rendirnos?

—¡Al glorioso ejército imperial!

El teniente hizo una significativa mueca a su compañero en tanto que éste le correspondía con un simple y sentido encogimiento de hombros.

—¡Allá vamos!— accionó los mandos de la puerta interior de la campana, la compuerta exterior y seguido por el malhumorado Nauj, salió al aire libre.

Nada más tocar tierra, treinta cañones y otros tantos hombres les rodearon y a empujones les hicieron subir a un camión que arrancó velozmente sobre cojines de aire; pero, cuando cerraban las portezuelas, aún creyeron oír:

—¡Atención base! ¡Atención base…!

—¡Macondo!

—¡Capitán…!

Pero ya no pudieron ver como una fiera patrulla enemiga entraba corriendo en la nave con las armas dispuestas.

 

———

CAPÍTULO TERCERO

TERCERA NOCHE

  1

Macondo despertó de golpe.

Su preparación física, mental y anímica eran tales que si en un segundo estaba dormido, en el siguiente estaba totalmente despierto. Atrás habían quedado los tiempos en que los hombres se despertaban poco a poco y que tardaban varios minutos en estar conscientes. El DEE sabía preparar bien a las máquinas vivientes y Macondo no era ninguna excepción. Así, en el segundo anterior, estaba sin sentido y ahora mismo estaba listo para saltar como un resorte de acero y si no lo hizo fue porque, en la semioscuridad reinante, reconoció a Solrac en la persona de aquel hombre que estaba inclinado sobre él con un trapo mojado.

Con un significativo y claro movimiento de ojos, preguntó dónde estaban.

—No te preocupes, ya puedes hablar. ¿Te encuentras mejor?

—Desde luego. Tengo la cabeza muy dura para tan poco chichón. ¿Qué hacemos aquí? ¿Y Leugim?

—Espera, poco a poco… —Macondo ya estaba sentado y observando el recinto que consistía su encierro. No hacía falta ser muy sagaz para darse cuenta de que aquello era una cueva de paredes naturales, más bien irregulares, con una sola abertura que hacías las veces de puerta. Una pequeña chimenea lateral era la ventana y dos repisas sin labrar, sendos asientos. Aquello era todo. Pero lo que más le extrañó, una vez más, fue la carencia de madera. Tanto el ventanuco como la puerta eran de hierro y bastante oxidado por cierto, lo que, de paso, le daba una cierta idea acerca de la antigüedad de aquel recinto—. Nos capturaron mientras dormíamos… —No había rencor en las palabras de Solrac, pensó Macondo mientras trataba de ver más allá de las tinieblas del tragaluz. Sí, era cierto. El estaba de guardia cuando ocurrió lo que tal vez no debió de haber ocurrido nunca. Recordaba bastante perfectamente que iba a despertarles después de haber visto el resplandor de la ciudad y de hablar con los compañeros de la nave, demasiado excitado quizá para seguir siendo precavido, cuando sucedió: Al entrar en la cueva, tardó unos largos segundos en acostumbrarse a la oscuridad reinante; así que, de forma automática, encendió su lámpara y se ayudó con ella. Pero cuando enfocó la luz hacia donde debieran de haber estado sus hombres, el corazón le empezó a galopar porque allí no estaban. Se puso en guardia desde la cabeza a la punta de los pies: Poco a poco, con la diestra en el gatillo del arma, empezó a mover el haz lumínico hacia su derecha, hacia la hendidura… y de pronto sintió unas respiraciones a su espalda y se volvió como un felino, pero no lo hizo con la suficiente rapidez ya que no puedo esquivar el golpe: ¡Un objeto contundente le sumió en el reino de los sueños y le hizo caer al suelo cuan largo era con la linterna y el transmisor conectados aún! Y ahora él estaba en otra cueva, era evidente, como también lo era el hecho de carecer de libertad y de que Solrac le estaba atendiendo sin hacer mención a su falta. Es más, sin hacer un gesto malhumorado ni reproche alguno. Era un buen muchacho, un buen soldado y un buen compañero… Y aún seguía hablando de forma impasible y ajeno a los pensamientos de su capitán y amigo—: Mira, oye, nos capturaron mientras dormíamos aplicándonos una especie de cloroformo y nos trajeron aquí directamente.

—¿Hace mucho tiempo?

—Una media hora… A Leugim se lo llevaron enseguida, quizá para interrogarle, no lo sé. Por el momento no nos han hecho daño; bueno, aparte de tu garrotazo. Sólo nos han quitado los equipos y las armas…

—¿Y el transmisor? —Macondo se había levantado ya sacudiendo la cabeza como un toro herido, tratando de eliminar los últimos mareos—. ¿Lo han destruido?

—No lo sé. ¿Te encuentras bien?

—Sí… sí, parece que ya estoy mejor —dio unos pasos no muy seguros por la estancia ayudado por su amigo hasta llegar a la altura del único ventanuco. Allí pudo respirar profundamente el frío aire de la madrugada y se sintió mejor… Enseguida, recuperó todas sus facultades físicas— ¿Has visto a quien nos ha capturado?

—No.

—¡Vaya! —el capitán se acercó ahora a la verja que hacía las veces de puerta y la tanteó con cuidado al principio y algo más fuerte después, comprobando que no cedía en ninguno de los dos casos.

—¿Está fuerte, no? Yo también he hecho lo mismo y…

—¡Silencio! —Macondo le tapó la boca con la mano sin miramientos—. Alguien viene.

Sin mediar más palabras, tomaron posiciones.

El australiano se situó fijo en la pared invisible desde la entrada y el europeo se tendió en el suelo, encima de la esterilla que había ocupado cuando estaba sin sentido.

Los pasos que habían motivado su alarma terminaron delante de la puerta de la celda y el chillido que produjo la llave al mover los resortes de la cerradura fue audible en todos los rincones de la estancia; sin embargo, aún fue inferior al producido por los goznes de la puerta al ser removidos de su asiento…

Una y otros demostraban a gritos su escaso uso.

Lo que pasó en los segundos siguientes fue la aplicación de una acción fulgurante:

Solrac cargó contra el primer hombre que había entrado y estaban luchando en el suelo a brazo partido, rodando de una pared a otra… Macondo, por su parte, se había retorcido, encogido y, de un salto inverosímil, asido al intruso acompañante, cuya arma salió volando por los aires sin rumbo fijo. Su llave en la nuca estaba siendo definitiva, pero se llevó una sorpresa descomunal cuando, al bajar el brazo libre por el cuerpo del guardián tratando se asegurar su presa, notó muy bien los turgentes pechos que luchaban a su vez por reventar la camisa del escaso uniforme.

—¡Dios mío!— Macondo aflojó la tensión al instante en tanto que la mujer, recostada un tanto en el muro más cercano, carraspeaba dándose un enérgico masaje en la nuca y en la garganta.

Solrac, mientras tanto, se fijó en quien era su oponente por primera vez y también se sorprendió:

—¡Leugim! ¡Por todos los canguros! ¿Cómo es que no has dicho nada?

—¡Animal! Si me habían tapado la boca… Tendría que haber dejado que os pudrieseis aquí —entonces vio como Macondo recogía el arma del suelo, como flotando—. ¡Bah, tranquilo, capitán! Es amiga nuestra…

—¿Amiga…?

—Sí, viene en son de paz.

—¿Y el arma?

—¡Bah! Es una guerrillera y el arma forma parte de su vestimenta.

—¿Guerrillera…? ¿De qué estás hablando?

—Mira, hemos sido capturados por un comando o grupo paramilitar que nos quiere ayudar. Cuando he explicado el caso a sus jefes no sólo me han creído, sino que nos han prometido ayuda. Ahora mismo veníamos a buscaros…

—Pues…

—Amaranta —el africano aún estaba sentado en el suelo a la manera árabe y miraba con cierta curiosidad a su superior—, ¿te encuentras bien?

—¿Quién… quién es ese salvaje?

—¿Salvaje? —Leugim estaba disfrutando realmente—. ¡Es el capitán de quien te hablé!

—¿El capitán? —la muchacha se acercó al estupefacto Macondo y le arrebató el arma—. ¿Así tratáis a las mujeres en tu tierra?

—Perdón, yo no podía saber…

Leugim se levantó y dio un duro codazo a Solrac quien, evidentemente, había empezado a participar en el goce del africano. Conocían la timidez del capitán ante las mujeres y de veras era muy chocante ver como aquel hombretón no sabía que hacer con las manos.

—¡Síganme!— la voz de la muchacha restalló en el aire como un látigo mientras desaparecía por el corredor, sin demostrar haberse dado cuenta de la incomodidad de Macondo. Y como su actitud no dejaba opción a la duda, Solrac y Leugim la siguieron de inmediato no sin haber lanzado una puya envenenada a su jefe. Éste, amagó un fuerte zarpazo como respuesta, pero ni siquiera rozó al astrónomo que, de ir el último, pasó al primer lugar, al lado de la muchacha, gracias a sus grandes zancadas.

Así avanzaron y fueron conducidos por túneles de roca durante largo rato.

A medida en que se alejaban de la cárcel que habían ocupado, se hacían más corrientes las bocas de nuevos corredores. Pronto se hicieron más anchos y cómodos hasta convertirse en verdaderas calles y plazuelas llenas de hombres y mujeres armados y vestidos a la usanza de su guía.

Solrac, que avanzaba a la altura de Macondo, dijo por lo bajo:

—Esto parece un cuartel.

—Sí, pero ¿por qué bajo tierra? ¿Por qué tantas armas?

—¡Silencio! —la voz de la muchacha aún sonaba muy enojada. Sin embargo, lo que ahora preocupaba a Macondo era la falta de interés despertado por sus personas al paso de tantos pasillos y corredores. ¿Era debido a que estaban acostumbrados a ver gentes de otros mundos o es que pasaban de todo? Por otro lado, parecían estar en estado de alerta y en fiera tensión. Si esto era así, ¿qué guerra trataban de evitar o iniciar? Macondo no lo sabía, pero ignoraba ya tantas cosas que casi no le preocupaban en absoluto. Claro que, se dijo, el poco interés despertado podía ser debido también a que, unos y otros, se parecían bastante o que el ver prisioneros fuese el pan de cada día.

En efecto, todas las escenas que estaban contemplando podrían estar pasando en la Tierra; por ejemplo, si Leugim hubiera lucido el uniforme de la muchacha nadie hubiera podido distinguirlos. Bueno, bueno, es un decir, porque las redondeces que se adivinaban dentro del pantalón caqui de Amaranta no permitían que uno pudiera llegar a confundirla con el africano… Ahora que había mucha más luz en el corredor, Macondo podía observarla mejor: Era alta, no tanto como el astrónomo que iba a su lado, claro, pero alta y espigada. Y al andar, a pesar del uniforme, parecía un campo de avena mecido por el viento… La cabeza, rematada por aquel gracioso gorrito azul que, evidentemente, no era capaz de cobijar su preciosa mata de pelo negro, estaba bien formada; ni pequeña ni grande. Su cuello, demasiado delicado quizá, era tan blanco como el mármol. ¡Je, cómo poderlo confundir con la negra piel de Leugim! ¡Un cisne con cabeza de mujer con un gorila con una cabeza pintada de negro! ¡Je! Aquel Leugim era un buenazo pero, claro, también, un guasón empedernido. Tendría que tener cuidado para no ser un blanco de sus puyas y miradas… Pero, volviendo al cuello de la chica, seguro que debía tener sus músculos a punto puesto que fue capaz de resistir su llave unos segundos… ¿Quién iba a pensar en una mujer allí adentro? No le habría extrañado tanto encontrarse con un cocodrilo. ¡Je, un cocodrilo con aquellas espaldas! Eran un trapecio perfecto: Hombros redondeados y una espalda estrecha que desembocaba en una cintura aún más estrecha. ¡Seguro que era capaz de abarcarla con sus dos manos! Ahora estaba rodeada por una desproporcionada canana repleta de munición; la cual, al apoyarse con indolencia en sus caderas, iba de un lado al otro según el compás que marcaban sus pasos. El capitán no podía dejar de mirarla. Aquella mujer tenía un perfil de avispa cuyo aguijón podía estar representado por el largo cuchillo de campaña que llevaba colgado de un costado. Sus piernas… Macondo no podía describirlas por estar atesoradas dentro del pantalón, pero casi podía adivinarlas por la pequeñez de sus pies, juzgando, claro, por el tamaño de las botas. Sí, pensó el capitán una vez más, debía ser una de esas mujeres que hacen sentir a todos los hombres la sensación de que su utópico ideal puede ser una realidad, que despiertan sus olvidados recuerdos de protección, cariño y otras bobadas por el estilo. Aquello de cazador, dominador y macho hacía siglos que estaba en desuso… Claro que, bien pensado, no la había visto por delante… Pero la había sentido y, al recordarlo de nuevo, recreó la sorpresa y la sensación experimentada. Sin duda era un romántico, pero no podía evitarlo. Al lado de una mujer bonita sentía la sensación de estar flotando, de que sus pies perdían el apoyo firme del suelo… Por otra parte, se había preguntado muchas veces la causa de su anormal comportamiento ante las mujeres y siempre llegaba a la conclusión de que la culpa la tenía Roma, su exmujer. ¡Mira que preferir la seguridad a la aventura! Mas, no podía culparla. La inestabilidad para la mujer es algo incomprensible… Por eso, cuando una mujer piensa con la cabeza en vez de con el corazón, es difícil que se aventure en el terreno del amor. Macondo sonrió a pesar de sentir un aguijonazo en su interior, como cada vez que pensaba en ella por una causa u otra.

—¡Eh, mira! —Solrac le señalaba una especie de jardín lleno de niños—. ¡Aquí no parece haber restricciones!

Ahora sí. Ahora la curiosidad fue el hermoso detonante que conmovió la tranquilidad y hasta la indiferencia de la escena: Muchos de aquellos chiquillos se arremolinaron en torno a nuestras personas, pero con más ganas de jugar que de otra cosa y no fuimos capaces de despertar una atención duradera entre ellos, lo cual no dejaba de ser chocante. Macondo había recorrido muchos mundos y siempre había encontrado alguna característica diferente entre sus habitantes. Más aquí no ocurría lo mismo. ¡Aquí, hasta los niños les confundían con sus mayores! ¡Vestidos de manera extraña, pero nada más!

Casi sin darse cuenta llegaron ante una puerta metálica guardada por dos soldados armados y uniformados como la chica que los acompañaba.

Amaranta dijo dos palabras en un idioma desconocido y los hombres los dejaron pasar con una cierta curiosidad. Aquel vocabulario no pasó desapercibido para el capitán que pensó comentarlo con el sagaz africano a la primera oportunidad que tuviera, puesto que él había tenido más contacto con sus huéspedes.

Mientras aguardaban la obligada antesala, Solrac se acercó más a Macondo y le hizo observar las extrañas lámparas que colgaban en el techo.

—No sólo son fuentes lumínicas, sino también caloríficas.

—En efecto. Estas gentes se han adaptado bastante bien a vivir en las grutas. Lo que me tiene intrigado es la razón que les obligó a entrar aquí, pues más parecen oriundos del ambiente que indígenas.

—Sí, es cierto.

—Luego está lo del lenguaje…

—¡Bah! Eso es muy sencillo —Leugim, que también se había acercado al dúo, estaba disfrutando de ser el centro de la atención de sus compañeros—. Tienen una especie de traductor miniatura que llevan consigo. Cuando me oyeron hablar por primera vez, estudiaron y analizaron las bases de nuestro idioma, lo cotejaron con informaciones que no sé dónde las guardan, lo programaron y, ¡ya está! El resto es fácil. Piensan en su raro idioma, pero cuando hablan nosotros les oímos bien en el nuestro y cuando lo hacemos nosotros, ellos escuchan sólo el suyo… ¿suena sencillo, no?

Macondo lo miró torvamente:

—Sí, muy sencillo.

La puerta interior se abrió de manera brusca y su guía Amaranta autorizó:

—Adelante. Podéis pasar. Os están esperando.

Ahora sí. Ahora Macondo tuvo oportunidad de verle la cara y lo que más le impresionó fueron sus ojos. Eran castaños, pero no corrientes. Eran grandes y profundos; tanto es así, que el capitán creyó perderse en ellos al notar que lo estaban estudiando a su vez directamente. Cuando tuvieron conciencia de encontrarse con los del hombre, parpadearon un momento, pero no se rindieron ni apartaron. Fue el terrestre el que los desvió para seguir explorando: Tenía la nariz respingona, no demasiado, y aún parecía aletear con rabia e impaciencia; los labios, carnosos, limitaban a la perfección el perfil de la boca… Al hablar, Macondo vio muy bien su blanca y bien formada dentadura… Por último, el cuadro se terminaba con una barbilla demasiado enérgica para su gusto. Bueno, era una opinión.

Lo cierto era que el hombre no podía ocultar la inquietud que sentía en presencia de la muchacha: Aquella frente, limitada por su pequeña gorra de campaña; aquellos hombros, aquellas caderas tan anchas, aquella cara… no le eran extrañas del todo. Es más, por un momento creyó tener ante sí a la mismísima Roma…

—Vaya hembra, ¿eh, capitán? —murmuró Leugim a su lado, mientras la seguían de nuevo—. No tiene nada que envidiar a las de la Tierra. Hasta me parece que tiene un cierto aire familiar…

—¡Silencio!

—Yo creo…

—¡Atención!

Habían entrado de golpe en una gran sala llena de gente que estaba sentada y distribuida de una manera especial, inconfundible e universal:

—¡Por todos los canguros del mundo! Esto parece una cámara legislativa.

—¡Es extraordinario!— murmuró Leugim a su lado mientras seguían avanzando sin parar detrás de la chica. Y aunque el africano también veía el hemiciclo por primera vez, se deshizo en explicaciones ante el asombro creciente de Solrac. Además, mientras iba describiendo los accidentes más sobresalientes, los señalaba sin pudor.

Sin embargo, aquella sala poco tenía que enseñarles arquitectónicamente hablando. Daba la impresión, al igual que todo lo que habían visto hasta el momento, de que era una caverna habilitada para aquel fin. Incluso parecía tener un cierto aire de provisionalidad que no podían tapar los diversos apaños a la que había estado sometida. Así, unos mojones acolchados eran los escaños; una fea losa, enorme, situada por encima del nivel general, soportaba los escaños del gobierno y la presidencia propiamente dicha y, por fin, varias rocas situadas a más altura, eran los asientos reservados para el público…

La personalidad del anciano presidente no escapó a la aguda sensibilidad de Macondo. Estaba sentado en el centro y flanqueado por seis ministros que ocupaban a su vez asientos decorados con cojines azules. Si le tocaba defenderse por allí enfocaría los tiros… Pero su atención creció al momento al oír hablar al presidente en su idioma, con una voz ligeramente aflautada:

—¡Hombres de la Tierra, ser bienvenidos! Debéis saber que estáis vivos por expreso deseo del senado que, ahora mismo, ha sido convocado de forma expresa para oír las explicaciones. ¿Qué pruebas nos podéis dar de vuestra inocencia? ¿Quién puede decirnos que no sois espías del Imperio? ¿Qué significan vuestras raras ropas y lenguaje? ¿Cómo podemos saber que no vais a denunciar nuestro secreto…? ¡Hablar! Os escuchamos.

Macondo, que junto a sus compañeros había avanzado hasta situarse más o menos en el centro del hemiciclo, empezó a hablar:

—Soy el capitán Macondo del Departamento de Espacio Exterior del planeta Tierra. A mi derecha se encuentra el teniente Leugim y a mi izquierda, el soldado de primera clase Solrac. Formamos parte de una patrulla exploradora con fines pacíficos y estamos buscando combustible para nuestra nave; la cual, nos ha traído aquí por accidente. Si nos hacéis el favor de acompañarnos hasta la misma podréis comprobar que nuestras armas son defensivas…

—Sí, señor presidente —habló uno de los ministros—, ya hemos enviado a una patrulla para verificar ese extremo.

—¡Ah! ¿Habéis salido al exterior?

—Sí, pero lo hemos hecho tomando las precauciones de rigor y siguiendo las indicaciones que nos ha suministrado el teniente Leugim.

—Bien. ¿Y qué han averiguado?

—La patrulla aún no ha regresado y…

—Está bien, esperaremos. Bueno, ya puedes continuar terrestre.

—Como veo que tenéis en el fondo de la sala un panel estelar, permitir que uno de mis hombres os enseñe de dónde procedemos.

—Adelante.

—¿Te atreves, Leugim?

—¿Quién, yo? ¡Pues claro! —el africano galopó por uno de los pasillos hasta la pared del fondo donde, en efecto, había un panel asociado a una pantalla de vídeo gigante… Leugim sentía en su espalda la atención de toda la sala—: ¡Por favor, traerme un mapa del sistema solar…! —un ayudante local buscó y rebuscó en un archivo de discos lo que se le pedía, pero no fue capaz de encontrar nada a pesar de que cien pares de ojos lo estaban juzgando seca y severamente—. Bueno, es igual. ¡Lo dibujaré!

Cogió el rotulador especial que le tendía el atribulado ujier y armado de una ligera escalera, empezó a dibujar un mapa bastante exacto de donde, en un extremo, aparecía Thuban y en el otro, el Sol y su sistema.

Mientras el astrólogo terrestre estaba disfrutando al explicar su elemento, Macondo tuvo tiempo de estudiar perfectamente todo su entorno y sorprendió la mirada de Amaranta que lo estaba mirando, al menos eso le pareció, desde el plano superior de decenas de curiosos. Sonrió con cortesía, pero cuando ella notó su mirada giró la cara despectivamente de una forma ostensible e inequívoca. ¡Vaya con la chica! Cada vez se sentía más atraído por aquella mujer… Sonrió de oreja a oreja casi sin motivo aparente, pero volvió en sí por obra y gracia de un codazo de Leugim que, terminado su trabajo, había llegado de nuevo a su lado.

—Macondo… Ya estoy listo!

—¡Ah! ¿Sí…?

—Bien —la voz del presidente lo confirmó—, ya sabemos quiénes sois y de dónde venís. Ahora decirnos en qué podemos ayudaros.

—Tan sólo que nos deis cierta libertad de movimientos para poder llevar a cabo nuestra misión.

—Mucho pides, extranjero… Lo siento, pero quien penetra en nuestros dominios, ya no puede salir al mundo exterior a no ser que vaya en misión de supervivencia. De todos modos, quedáis libres para moveros a gusto por nuestra ciudad.

—Pues, gracias.

—¿Qué clase de combustible consume vuestra nave?— quiso saber el que se presentó a sí mismo como Ministro de la Guerra.

—Plutonio. Precisamente hemos detectado un yacimiento al sur de donde nos capturasteis.

—¿Al sur? —todos los de la Presidencia se miraron entre sí—. Sabemos donde está, pero no es un yacimiento, sino un depósito y muy bien guardado por cierto. Nada podréis hacer vosotros. Tal vez —aquel ministro lanzó una significativa mirada al presidente—, ahora tengamos aquella excusa que hemos esperado durante tan largo tiempo. Podríamos ayudarles a conseguir lo que quieren y de paso…

—Sigo creyendo que es muy peligroso.

—Pero…

—De cualquier manera, no es cosa que podamos discutir aquí. Macondo…

—Señor…

—Vamos a estudiar pronto si podemos ayudaros o no. Mientras tanto, repito, descansar entre nosotros como si estuvieseis en vuestra propia casa.

—Gracias, señor— Macondo buscó con la vista a la chica, pero había desaparecido.

—Podéis retiraros.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, aún pudieron oír como empezaban las discusiones entre los más conservadores y los liberales, entre los halcones y las palomas… Sí, en todos los mundos era lo mismo, pensó el capitán, pero fuese cual fuese el veredicto final, ellos debían cumplir su misión o intentarlo por lo menos. Claro, ya encontrarían la manera de salir de allí sin perjudicar a sus huéspedes.

Pronto aparecieron Amaranta y varias mujeres, las cuales los guiaron hacia lo que habían de ser sus salas y habitaciones. Al llegar allí, vieron que su equipo estaba perfectamente ordenado encima de una mesa situada en medio de la cueva mayor. Incluso estaban las armas…

—Si necesitáis algo no tenéis más que llamar— y con un simpático gesto, algo reñido con la rigidez del uniforme, las mujeres desaparecieron.

—¡Esto es vida!— exclamó Solrac dejándose caer con voluptuosidad en un cojín.

—¡Leugim! —mandó Macondo, mientras imitaba con cierta laxitud al oceánico—. Comprueba el transmisor.

—Pues, qué bien —protestó el aludido, pero se puso a la labor con presteza. Al terminar, exclamó—: Todo en orden, capitán.

—De acuerdo. ¡Ah, te felicito por la conferencia de antes!

—¿Quieres decir que te has enterado?

—No seas idiota. Date una vuelta por este antro antes de que me enfade de veras y comprueba si las habitaciones tienen baño.

El astrónomo obedeció trotando alegremente en tanto que Solrac, que se había levantado ya lleno de curiosidad, se acercaba a la mesa central atraído por un cesto lleno de extrañas frutas maduras. Y tras vacilar un momento, apartó parte del equipo de todos y empezó a comer, despacio al principio y más rápido después, notando la condescendiente mirada de Macondo.

De pronto, éste se acordó de algo importante. Cogió el transmisor y llamó:

—¡Atención, base! ¡Atención, base! ¡Aquí Macondo!

¿Me oís…? ¡Cambio!

—¿Se habrán dormido de nuevo?

—¡Y yo que sé! Pero esto colma el vaso de mi paciencia. Cuando pueda echarle la vista encima a Ocram tendrá que aguantarme dos palabritas… ¡Rayos! ¿Qué es eso?

Solrac, con la boca llena de fruta, se acercó al aparato y miró con curiosidad a través de la pequeña pantalla:

¡La cara de un soldado del Imperio gesticulaba de forma airada desde el puente de mando de la nave lanzadera!

Sin duda desconocía el manejo del artilugio, pues su voz no llegaba a los oídos de los terrícolas.

—¿Quién es ese tipo?

—Ni idea. Pero su cara es de pocos amigos. Y además, ¿qué hace en la Eolo?

—Pues…

—Y no está solo, mira —la imagen transmitía con nitidez otra cara gesticulante—. Algo grave ha tenido que pasar.

—Sin duda.

—¡Eh, vosotros! —la voz del capitán terrestre debió sobresaltarles, pues varias cabezas se apiñaron ante la pantalla tratando de ver de donde procedía. De pronto, uno de ellos, dio un culatazo al aparato y se acabó la imagen. Nuestros dos  hombres se quedaron mirando como bobos al sensor e hicieron el mismo gesto de ignorancia.

Por fin reaccionaron:

—¡Leugim!— bramó Macondo.

Este apareció como por arte de magia:

—¡Aquí hay de todo! ¡Esto es un palacio celestial!

—Deja tu euforia para otro momento.

—Pues, ¿qué pasa?

—Han invadido la nave.

—¿Qué dices?

—Es cierto.

—Pero, ¿quién…?

—¡Ni idea!

—¿Y nuestros compañeros?

—No sabemos nada… Llama a la mujer que nos ha traído aquí o a quien quieras. Debemos partir enseguida, ahora mismo, inmediatamente.

Mientras Leugim salía de nuevo del recinto para cumplir la orden, Solrac quiso saber:

—¿Crees que nos dejarán ir?

—Hemos de intentarlo… ¡Ah, mira, ya vuelve Leugim con un soldado!

—¿Qué desean?

—Dile a la señorita Amaranta que venga, por favor.

—¿Amaranta…? ¿La hija del presidente?

—¿La hija de quién?

—De nuestro jefe supremo.

—Pues, no sabemos…

—Mira soldado, se trata de la misma chica que nos ha acompañado hasta aquí.

—Pues, eso. Vuelvo enseguida…— y desapareció por donde vino.

—¡Vaya sorpresa!

—¡Eh, vale, no te quedes plantado como una estaca, que tenemos mucho trabajo— Solrac ya estaba revisando las armas y el resto de nuestro equipo.

Leugim se acercó también a la mesa central cogiendo al vuelo una fruta que le lanzaba su amigo:

—¡Maldita sea! Yo que pensaba dormir catorce horas seguidas… Oye, ¿es bueno esto?

—Pruébalo ya. Yo no lo había comido en mi vida, pero es delicioso. Claro que para un simple comedor de plátanos y cocos…

—¡Vete al diablo!

—Venga, venga, manos a la obra. No, deja el transmisor que ya no nos sirve para nada… ¡Espera!

Leugim paró a medio camino el descenso del aparato:

—Nos queda una posibilidad.

—¿Te refieres a la “pulga”?

—Exacto.

—Podemos intentarlo…

—¿Puedo pasar? —la graciosa figura de la muchacha los inmovilizó a todos y hasta produjo en Macondo una cierta intranquilidad.

—Sí, por favor.

—¿Necesitáis algo?— la pregunta era general, pero los ojos eran para el capitán; el cual, los detectó en el acto y más cuando ella los bajó unos milímetros al cruzarse con los suyos.

—Pues, así. Pero no sé si debo…

—¡Oh, hablar sin rodeos! Tengo órdenes concretas de atenderos en todo. ¿Qué queréis?

—Pues, verás… —Macondo se resistía a explicar el motivo real de sus preocupaciones—. Quisiera hablar con uno de tus jefes…

—¿Con quién?

—Con aquel que reconoció haber enviado una patrulla de reconocimiento hacia nuestra nave.

—¿Con Siul? ¿Con nuestro ministro de la Guerra? ¿Por qué?

—Es muy importante…

—Está bien, pero si sólo hubieseis querido hablar con un oficial, yo os habría servido. Estas insignias significan algo —y al hablar señalaba con insistencia sus bocamangas—, soy coronel.

—Perdona, aún no estamos acostumbrados a vuestros signos ni a que muchas mujeres hagan la carrera militar —Macondo captó la significativa mirada de sus hombres y notó que se estaban quedando con él. Por eso pasó al contraataque—: Bien, mi coronel —los dos hombres no podían aguantarse la risa ante la visible zozobra de su jefe—, ¿se sabe si ha regresado la patrulla?

—No. Y no me hables con tanta ceremonia, por favor. Es más, me gustaría que me tratases como a un igual, como antes. Quisiera ser una amiga ahora que nos conocemos mejor.

—Pues…

—La verdad es que todos queremos ser unos amigos vuestros —añadió, pero aquella mujer pedía algo casi imposible de conseguir.

—“Se ve que no conoce al capitán”— pensó Leugim. No cedería fácilmente y menos después de la experiencia de la cárcel.

—Sólo quiero ayudaros, eso es todo —aquella mujer seguía insistiendo—. ¿Tenéis miedo de que la patrulla descubra algún hecho inconveniente? ¿Qué vuestras explicaciones son falsas?

—No, no.

—¡Qué va!

Macondo, por su parte, prescindió olímpicamente de las últimas preguntas:

—Sabemos de forma positiva que nuestra nave ha sido asaltada por unos soldados extraños.

—¿Cómo lo sabes?

—Por este aparato. Mira, es un transmisor.

—Yo no veo nada a través de él— ahora estaban muy juntos y el perfume de la chiva envolvía al capitán.

—Claro, los invasores han roto el aparato receptor.

—¿Has podido ver algo?

—Sí, ya te he dicho que hemos visto a unos soldados vestidos de una manera muy rara.

—¡El Imperio! Por fuerza tienen que ser del Imperio. Los nuestros no han llegado y conoces los uniformes… Esto es importante. Nuestro Alto Mando debe saber enseguida que el enemigo ha llegado tan al norte. ¡Volveré tan pronto como pueda!— y desapareció.

—¿Qué te parece?

—Bonita criatura.

—¡Animal! Me refiero a su actitud. Parece que la noticia de nuestra desgracia la ha galvanizado.

—Los dos deberíais de estar preocupados… ¡Ah, y no quiero más sonrisitas a dúo! ¿Está claro?

—Bueno, hombre…

—¡Ni bueno ni malo!

—Hablábamos de la “pulga”.

—Cierto. Si uno de los dos ha tenido tiempo de cogerla, podemos intentarlo.

Leugim se acercó de nuevo a su transmisor dispuestos a hacer los cambios de onda pertinentes para la nueva y urgente necesidad, pero no tuvo tiempo de establecer la comunicación. La puerta estaba llena de Amaranta, Siul y varios oficiales de la más alta graduación. Deberían haber estado muy cerca…

La chica fue quien hizo las presentaciones…

—Explíquenme todo lo que hayan visto, por favor —pidió el ministro, casi sin dar tiempo para nada—. ¡Hasta el último detalle!

—Poco tendrá que ser, puesto que sólo hemos visto los cascos y parte de los hombros.

—Puede ser suficiente.

Todos, incluido Siul, estuvieron atentos a las palabras del comandante terrestre.

—No hay duda. Se trata de soldados del Dictador.

—En efecto, señor.

—¿Quiere decir que nuestra patrulla está en peligro?— había una cierta angustia en la pregunta de Amaranta.

—Sin duda, coronel. Pero también lo estamos nosotros. Me da la impresión de que están estrechando el cerco. Hemos de actuar de forma sagaz e inmediata. General, ¿que fuerzas tenemos en aquel sector?

—Un regimiento, señor.

—Bien. Si nos movemos como siempre lo hacemos puede ser suficiente.

—¡Un momento! —Macondo atrajo sobre su persona la atención de todos, pues parecía que se habían olvidado de ellos—. Muy bien, y nosotros, ¿qué? Pueden guardarse su florido regimiento. Si nos prestan un guía para salir de aquí, les demostraremos que somos capaces de liberar la astronave sin comprometerles para nada.

—¡Está loco, capitán! Se nota que no conoce al enemigo ni a ninguna de las armas de que dispone. Pero, me gusta su valentía.

—Entonces, ¡vamos!

—¡Espere…! Pronto podrán demostrar su valía, pues el Gobierno Provisional ha decidido darles libertad total para hacer lo que ustedes crean conveniente. Es más, tengo orden de ayudarles a encontrar el combustible que tanto necesitan…

—Ahora queremos recuperar la nave y liberar a nuestros compañeros.

—Lo comprendo muy bien. También les ayudaremos con eso… ¡Vengan conmigo al cuartel general!— y salieron todos.

—¡Vamos tras ellos!— Macondo asió su equipo al vuelo, siendo imitado al punto por sus dos hombres.

 

2

La referida sala de mando del llamado Cuartel General se parecía bastante a cualquier otra de la Tierra con la salvedad de que ésta estaba ubicada en una gran caverna natural.

Los dos pisos que conformaban la misma estaban repletos de paneles y aparatos de todo tipo servidos por varias docenas de hombres y mujeres. Sin duda, era el centro neurálgico de aquel pueblo subterráneo. Los tres terrestres, a una invitación del ministro de la Guerra, se acercaron un tanto al gran tablero central sin hacer caso de la natural curiosidad de los operadores que no podían desconocer su fama; sobretodo, sabiendo que el Mando iba a ayudarles. Además, sus recias botas resonaban en el pavimento metálico al compás de sus pasos, marcando el contraste con los botines que llevaban aquellos que les habían precedido. Por otro lado, sus atléticas figuras no podían pasar desapercibidas ni aun en medio de una muchedumbre; sobretodo, para el personal femenino que, de no estar ahora de servicio, se habría arremolinado a su alrededor. El africano, más exótico, sin permitirse perder ninguna oportunidad, lanzaba guiños a diestra y siniestra. Pero el que se llevaba la palma de admiración era, desde luego, el australiano. Su altura, sus anchas espaldas, su estrecha cintura, hablaban por sí solas de una parte del ideal varonil. ¿Y el fiel Macondo? ¿Es que ya no llamaba la atención? ¿Es que ya tenía dueña, o es qué sabían que la hija del Presidente había puesto sus ojos en él…?

Nuestros tres hombres llegaron al panel central en el que se estaba rastreando a la patrulla:

—Central, llamando a Cebra Uno. Central llamando a Cebra Uno —el capitán Macondo se dijo que le gustaría tener tiempo para estudiar la etimología de aquel nombre en clave—. ¡Respondan!

—¡Aquí Cebra Uno…! Estamos sin novedad al norte de la gran llanura, pero les sugiero que vuelvan a leer nuestro informe número cinco, sí, el de las catorce coma quince. Cambio…

—Se trata de la vegetación— indicó un servidor.

—¡Atención, Cebra Uno! ¡Habla el general! Tenemos muchas razones para saber que la nave terrestre ha sido capturada por varios soldados del Imperio. ¡Tener mucho cuidado! Cuando la tengáis en vuestro punto de mira, pedir instrucciones. Pero no os dejéis ver.

—¡De acuerdo, señor!

—Bien, hasta luego. ¡Cambio y fuera! —dijo el jefe, luego se volvió a hacia su ayudante—: ¿Quién está al mando de la patrulla?

—El teniente Ralf, señor ministro.

—Bien. Le conozco y sé que es competente. Veamos ese informe —al instante le pasaron el cable de Ralf y lo leyó rápidamente ente el silencio de todos, roto tan solo por el zumbido de los aparatos—. Está clarísimo. Es la política de la desolación y la tierra quemada, pero ellos ignoran que tenemos las reservas bien guardadas aquí, debajo del suelo… En cuanto a vosotros —al parecer ya nos tocaba—, ¿qué queréis hacer?

—Recuperar nuestra cosmonave y rescatar a nuestros dos compañeros.

—Si lo primero es difícil, lo segundo me parece imposible. A estas horas estarán medio muertos. El Imperio es muy poderoso e implacable. No hace prisioneros si cree que son inútiles para sus fines. Ya habéis oído lo que han hecho con la llanura que habéis atravesado. Antes, hace pocos días, era fértil y estaba llena de vida… Ahora no hay nada. Pero, no obstante, espero que tus hombres aún estén vivos… ¿No hay manera de comunicar con la nave?

—Con ella no, pero tal vez podamos hacerlo con nuestros amigos… ¡si están vivos, claro!

—Pues…

—Leugim, el transmisor.

El aludido apoyó el aparato en una de las mesas, ajustó los canales a la onda deseada y accionó el pulsador.

 

3

A varias docenas de kilómetros al sur, Nauj sintió un pinchazo en el paladar.

Habían sido llevados a la capital y abandonados a su suerte en la cárcel del Estado, en una húmeda celda individual. La que ocupaba el asiático, y se suponía que la de Ocram sería igual, era totalmente cerrada. Si siquiera había un ventanuco para filtrar la luz de Thuban. Era una estancia de acero hermética en la que se inyectaba aire respirable a través de una tronera de la pared; la cual, también estaba bloqueada por una trampilla del mismo material y además, era demasiado pequeña para permitir el paso de un hombre. Una lámpara de techo creaba una pobre y extraña luz verdosas que no se apagaba nunca. Un sucio camastro, demasiado corto para el antropólogo, anclado en una de las paredes laterales, auguraba un mal descanso. Nauj lo había probado al llegar y había visto consternado que sus pies, desde el tobillo a la planta, quedaban en el aire, fuera de la plancha sintética que hacía las veces de colchón. Por último, un taburete, un lavabo y un pequeño inodoro, eran todo el mobiliario de la estancia.

Mucho antes de alojarnos allí, los habían registrado a conciencia intentando descubrir armas, datos y hasta documentos. Luego, tal y como vinieron al mundo, los hicieron avanzar por un pasillo flanqueado por varias oquedades llenas de decenas de tubos y boquillas que lanzaban gases, agua, aire seco, gases, agua y más aire seco, para desinfectarlos como si fueran ratas de un laboratorio… Al final de la cinta mecánica, encontraron dos monos azules en unas perchas y como aquello no daba opción a la duda, los cogieron y se vistieron con rapidez y en silencio.

Mas, antes de que tuvieran tiempo de reaccionar o comunicarse sus instrucciones, se abrió la puerta y se les obligó a avanzar hasta las celdas. En cierto momento, Ocram pidió hablar con algún jefe, pero fue conminado al silencio de un culatazo. Nauj, por su parte, se limitó a obsequiar una torva mirada al soldado culpable porque el cañón del arma que taladraba su espalda le convenció de la inutilidad de intentar otra cosa…

Era mejor esperar a que la ocasión fuese más propicia, pensó.

Estaba recostado en el camastro, sumido en sombrías reflexiones, cuando sintió la primera llamada: La pequeña descarga eléctrica le hizo ponerse en guardia y con todos los músculos en tensión. Sabía que el sistema era limitado e ignoraba si era vigilado de alguna forma. Tenía que tomar algunas precauciones… Por eso se volvió hacia la pared contraria a la puerta, y se preparó:

-.-.-., los pequeños pinchazos en la lengua de la llamada en Morse fueron perfectamente comprensibles:

-. .- ..- .—

—Macondo, al habla. ¿Estáis bien?

—Sí, de momento sí. Hemos sido apresados por unos tipos que dicen ser de no sé qué tipo de Imperio.

—Sí, ya he oído hablar de ellos. ¿Y Ocram?

—Supongo que maldiciendo su suerte en la celda de al lado.

—¿Tiene otra “pulga”?

—No. Y a vosotros, ¿qué os ha pasado?

—Es muy largo de contar y ahora importáis más vosotros. ¿Tienes idea de dónde estás?

—No. Nos han quitado todo lo que llevábamos, pero la última vez que pude ver el reloj radial estábamos a treinta grados de latitud austral y a diez grados de longitud oeste. No se más. ¿Es suficiente?

—Sí. Ten confianza en nosotros.

—La tengo.

.-.-. Macondo puso fin a la corta transmisión, pero el antropólogo estaba ya mucho más tranquilo. Tenía una confianza ciega en el capitán y ahora sólo cabía esperar acontecimientos. Ya no estaban solos…

La puerta se abrió silenciosamente dejando paso a dos soldados armados que le hicieron unas señas para que les siguiera. Obedeció silbando y en el pasillo se encontró con Ocram que, acompañado de la misma forma, volvía a su celda.

“—Deben haberlo interrogado otra vez —pensó—, y ahora me toca a mí.”

No pudieron intercambiar ninguna palabra porque fueron tratados a empellones por los soldados, pero Nauj creyó ver un destello de inteligencia y ánimo en los pequeños ojos del teniente.

“—No es tan antipático después de todo.”

Le hicieron entrar en una pequeña sala cuadrada. En el centro de la misma había una especie de sillón de dentista que le mandaron ocupar a base de gritos y golpes. Tan pronto como estuvo sentado, unas correas automáticas le inmovilizaron. Entonces los esbirros desaparecieron y se cerró la puerta, dejándole solo. En seguida, unos focos de luz convergieron en el técnico en informática, lo que le hizo suponer que estaba siendo observado desde detrás de alguna pared.

—¡Nombre y graduación!— la voz salió alta y clara desde la pared frontal. Pero lo que más sorprendió a nuestro hombre es que le hablaban en su lengua natal. ¿Es qué aquellos fulanos le estaban leyendo el pensamiento? En una fracción de segundos hizo la prueba contestando sin palabras a la voz metálica, pero no logró causar reacción alguna. Así es que si había alguna causa natural por la que supieran hablar en su idioma, debía buscarla en otra parte.

Por eso respondió muy tranquilo:

—Nauj, un soldado de primera clase especial. Nauj, del Departamento del Espacio Exterior de la Tierra.

—¿Del sistema solar?

—Sí, señor— aquellas ratas sabían casi todo o estaban usando la información suministrada por el teniente Ocram.

—¿Qué haces tan lejos de tu sistema?

—Hemos sufrido un accidente que nos ha desviado de nuestra ruta.

—Ya…

La siguiente pregunta le sorprendió una vez más:

—¿Dónde se esconden los guerrilleros?

—¿Guerrilleros? ¡No sé de que me están hablando!

—De nada te sirve fingir, pues tu compañero ha hablado y confesado ya.

—Entonces, ¿por qué me lo preguntan a mí?

—¡No seas insolente…! ¿Conoces al llamado presidente del Gobierno Provisional?

—¿A quién?

—¡Ya lo sabes!

—No tengo ni idea de quien es.

—Está bien, tú lo has querido —Nauj oyó cuchichear en un idioma desconocido del todo—. ¡Este gran tribunal te condena a morir en los próximos Juegos de Primavera!

—¿A qué…?

Pero ya no hubo más respuestas. De nuevo de abrió la puerta, se retiraron las correas y los guardias le hicieron unas señas para que saliera y él obedeció con gusto. Si al menos hubiera podido hablar con Ocram… Se prometió a sí mismo que lo intentaría en las próximas horas. Ahora ya sabía que el teniente ocupaba la celda de su izquierda. Por eso, cuando estuvo solo en la suya tanteó la pared adecuada tratando de encontrar una fisura en el acero, pero no tuvo éxito alguno. Después aplastó su oreja en la fina superficie y creyó oír pasos… Entonces, si podía oír a Ocram circunvalando la superficie de la celda una y otra vez, podía intentarlo:

Con los nudillos, golpeó con suavidad la plancha al ritmo de Morse y esperó lleno de ansiedad.

Por fin, unos ruidos sincopados vinieron del otro lado:

—Nauj, ¿eres tú?

—Sí… ¿Estás bien?

—Desde luego. ¿Cómo te ha ido el interrogatorio?

—¡Bah! Me han condenado a morir en no sé qué Juegos.

—¿A ti también?

—Sí, oye… ¿Sabes algo de esos guerrilleros?

—Nada… ¡Cuidado! Oigo pasos, luego hablamos.

—De acuerdo— Nauj se dejó caer en el camastro con indolencia fingiendo dormir.

La cena que les sirvieron tuvo para ellos el aliciente de ser natural. Aquella gente no conocía los comprimidos ni las pastillas por lo que, en otras circunstancias, habrían tomado semejante bazofia por un banquete.

Cuando el silencio se adueñó de nuevo del ambiente, iniciaron la entrecortada conversación:

—Macondo me ha localizado…

—¿Están bien?

—Sí, y van a tratar de ayudarnos.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero debemos confiar en él.

—Desde luego, desde luego… Aunque esta vez le será difícil sacarnos de aquí. Bueno, si vuelves a hablar con él pregúntale si sabe algo del Imperio.

—Sí, me dijo… ¡Eh, espera! Están llamando de nuevo… Luego te lo explico.

—Bien…

—Nauj… Aquí Macondo, ¿me recibes?

—Sí.

—Ya sabemos dónde estáis y quien son esos captores. Nos hemos hecho aliados de unos guerrilleros…

—¿Guerrilleros?

—Sí. Son enemigos del Imperio desde hace años y nos quieren ayudar a devolveros la libertad.

—¡Vaya, vaya! Pues, ¡qué bien…! ¡Ah, por cierto, nos han interrogado a conciencia y entre otras cosas nos han preguntado por tus amigos una y otra vez! ¿Quiénes son?

—Forman la fuerza organizada que lucha contra una especie de gobierno dictatorial que al parecer domina todo el planeta. Ahora mismo acaba de regresar una de sus patrullas y me han confirmado que nuestra nave está en poder del Imperio, del dictador de turno. Al parecer, es nuestro sino…

—La verdad es que sí. Oye, ten cuidado, disponen de un arma tan poderosa que fue capaz de evaporar nuestro escudo energético.

—Bien… Ese será nuestro segundo problema. Ahora lo importante es encontrar la manera de libertaros.

—Sí, pues nos han condenado a morir en los Juegos de Primavera… ¿Sabes lo que significa?

—No, pero lo investigaré. Ahora te dejo porque no quiero lastimar tu lengua. Tranquilos que estaremos en contacto la mayoría del tiempo.

—De acuerdo. Saluda a los compañeros.

—Descuida. Corto y cierro.

 

4

Los tres hombres se miraron significativamente:

Hacía horas que habían abandonado la sala de mando a requerimiento del ministro. Antes había ordenado volver a la primera patrulla y unos y otros habían acordado iniciar todas las operaciones de rescate al día siguiente. Por eso estaban de nuevo en sus cuartos, ocupados en preparar la estrategia a seguir.

Con ellos estaban Amaranta y Ralf, los cuales se habían ofrecido asistirles en todo en su calidad de colaboradores técnicos.

Precisamente fue el teniente guerrillero el que habló con decisión señalando con su índice un punto concreto del mapa de campaña que colgaba de una pared:

—Están aquí, sí, no hay duda, en la capital. Lo cual nos obligará a cambiar de planes.

—¿Qué quieres decir?— preguntó Solrac por todos.

—Pues que no podemos ir con un regimiento, ni siquiera con una patrulla. Seríamos un blanco fácil e inoperante —ahora hablaba la chica—. ¡Seríamos aniquilados antes de llegar a las murallas!

—En efecto.

—Tendremos que usar nuestro camuflaje de campesinos o cazadores…

—Sí, es la única forma de entrar en la ciudad y conseguir algo positivo.

—No sé de qué estáis hablando, pero debéis contar con nosotros.

Luego, Macondo quiso saber:

—¿Qué son los Juegos de Primavera?

—Una especie de fiesta que organiza el Dictador cada primavera para el populacho a cambio de aclamaciones multitudinarias. Comida, bebida gratis, números de circo…

—Nauj me ha dicho que han sido condenados a morir en esos Juegos.

—Sabemos lo que significa— medió Ralf.

—En lo mejor de la fiesta —siguió Amaranta—. se obliga a los condenados a luchar entre sí hasta morir.

—¡Vaya, igual que en la Roma antigua…! Pero, ¿cómo pueden obligarlos?

—Con el Rayo Provocador.

—¿Con el rayo, qué?

—Se trata de una especie de rayo láser que anula toda personalidad y consigue que un padre mate su propio hijo si se lo ponen delante.

—Pues, ¡vaya!

—Son las uñas del Dictador. Sólo así se explica que nos pueda gobernar a la fuerza. Grandes sabios trabajan para él a cambio de unas cuantas medallas y un sueldo pobre y así tiene asegurados sus dominios. El Desintegrador es, por ejemplo, el rayo usado contra vuestra nave. El Verde, el empleado en la llanura que habéis atravesado y que, al absorber la clorofila, quema cualquier tipo de vegetal. Está siguiendo con nosotros, ya lo dijo el ministro de la Guerra, la táctica de la tierra calcinada, aunque lo hace dando palos de ciego. Primero porque no sabe donde estamos y segundo, porque al destruir el campo desequilibra también su ecosistema… Aunque para él esto carece de alguna importancia y lo daría todo por bien empleado si terminase con nosotros, el único reducto contrario que tiene en todo el planeta.

—¡Qué bestia!

—Sí… También están con él grandes generales que le aplauden todas sus iniciativas, la bendición de la Iglesia nacional, las odas de los poetas y artistas, las sinfonías de los músicos…

—Sin embargo, le falta algo.

—¿El qué?

—¡La razón!

—Es un gobierno de hecho, sí, pero no de derecho.

—Y todos nosotros somos las voces del pueblo genuino, los agentes del equilibrio y estamos dispuestos a morir antes de ceder a sus exigencias.

—¿Dónde nos hemos metido?— preguntó Leugim a Solrac en un aparte.

—¡En una de las noches de la espiral!— fue la respuesta.

 

———

CAPÍTULO CUARTO

CUARTA NOCHE

  1

—Ralf, ¿cuánto tiempo tenemos?– quiso saber Macondo.

—Los Juegos se celebran dentro de una semana.

—Poco es.

—Capitán —apuntó seriamente el australiano—, creo que deberíamos volver a la lanzadera y hacernos con uno de nuestros “ojos” espías…

—Sí, ya he pensado en eso, Solrac, pero es peligroso. El teniente nos ha dicho que la nave está muy vigilada y…

—Eso se puede remediar— interrumpió Ralf.

—Es posible. Pero una fuerza de combate os pondría en evidencia ante el Imperio y eso es lo último que desearía en estos momentos. Sería un precio demasiado caro para vosotros. No puedo tolerar que echéis por la borda la privilegiada situación que estáis disfrutando y menos por una causa ajena a vuestros intereses.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, se trata de un dicho de la Tierra que significa perderlo todo, o algo así.

—Un día tendrá que ser el primero— la hija del Presidente estaba visiblemente decidida.

—Desde luego, desde luego. Quizá podamos intentarlo de otra forma. Para mí hay una dificultad que me preocupa más que rescatar la nave.

—¿Cuál es?— quiso saber la mujer, que cada vez estaba más cerca del capitán.

—¡Entrar en la capital!

—¡Bah, eso es fácil! Ya os hemos dicho que estamos muy cansados de hacerlo. Cuando queremos entrar nos disfrazamos de aldeanos y ¡en paz! Además, dentro de las murallas tenemos a muchos simpatizantes, seguidores y hasta amigos que nos ayudarán razonablemente.

—Es cierto –ratificó su amigo, el teniente Ralf—. Lo que será más difícil es entrar en el penal.

—No. No si podemos adueñarnos de la nave…

Un soldado interrumpió la conversación entrando en la estancia y articulando frases que fueron ininteligibles para los terrestres.

—Dice que mi padre les invita a cenar con él esta misma noche.

—¿A nosotros’

—Sí. Será un honor para él y para todo nuestro pueblo.

—¡Gracias! Dile al soldado que aceptamos con mucho gusto.

La muchacha despidió al guerrillero y también se preparó para irse.

—Bien, pues si os parece, ultimaremos todos los detalles después de cenar.

—De acuerdo.

—Vamos Ralf.

—Sí…

Se levantaron los dos casi a la vez y tras despedirse de nuevo, nos dejaron solos.

—Preciosa chiquilla, sí señor— barbotó Leugim con mucha machaconería.

—Sí…

—Y te mira como si quisiera comerte.

—¡No seas burro! Venga, arreglar esto un poco y lavaron los pies que no se puede estar a vuestro lado.

Los hombres desaparecieron riendo hacia sus propios habitáculos dejando al preocupado y serio oficial Macondo devanándose los sesos. Ya no tenía mucha importancia conseguir combustible para la nave. Lo que ahora debía hacer es rescatar a sus hombres. Y no era fácil. Un sinfín de dudas le atormentaba. Nunca se había encontrado tan falto de ideas ni ante una situación tan comprometida. Había intervenido en muchas aventuras, pero ninguna tan extraña… Distraídamente se quitó el uniforme, se duchó y se pudo el impecable traje de capitán de guerrilleros que le habían suministrado… La verdad es que se miró dos veces en el espejo satisfecho de la imagen que este le devolvía.

—¡Muy guapo, sí señor!— bramó Leugim desde alguna parte.

—Te haré tragar tus galones si no te callas de una vez.

—Antes tendrás que dármelos…

—Estamos listos— ratificó Solrac desde el salón.

—Voy enseguida— Macondo acercó su diestra al sensor de la pared y todas las luces se apagaron. Se quitó una imaginaria mancha de la guerrera y salió al encuentro de sus hombres que también estaban listos, embutidos en sendos uniformes de sus huéspedes.

—Tampoco estáis mal vosotros, esa es la verdad.

—¿De veras?

—¿Sí…?

—¡Hala, vamos a cenar y cuidadito con las bromas!

—Bueno.

—De acuerdo.

—¿Tienes ya algún plan?– quiso saber Solrac, mientras seguían al soldado de escolta.

—Claro, claro— mintió Macondo sin saber bien el por qué mientras subían al vehículo neumático. No solía hacerlo, primero porque no le gustaba y segundo, porque pensaba que era una lamentable pérdida de tiempo. Pero lo hizo… A lo mejor es que quería convencerse a sí mismo…

Una vez acomodados en el tubo y cerradas las puertas, fueron lanzados a una gran velocidad devorando metros a través de un túnel ovalado que se abría en la roca viva. Y lo curioso del caso es que ellos, en el interior, no sentían ni experimentaban aceleración alguna.

—¡Está bien este trasto!

—Debe actuar por succión en vacío.

—Ya llegamos.

En efecto. Aquel vagón, si es que se le podía llamar así, paró tan rápidamente como había arrancado. Se abrieron todas las puertas y vieron la recepción que ya les estaba esperando en el andén. No faltaba nada. Una guardia especial les hizo los honores y el oficial superior les pidió por señas que le siguiesen hasta una gran sala palaciega en donde, tras saludarlos militarmente, les dejó solos. No tuvieron tiempo ni de contemplar los cuadros y luces que adornaban las paredes pues, casi de inmediato, un ujier los introdujo en el amplio comedor enfrentándose otra vez a la curiosidad de las mujeres y a la pesadez de los hombres… Pero Macondo, aún tuvo tiempo de ver dos cosas muy importantes: La primera fue el lienzo que ocupaba toda la pared del fondo del salón, en el que estaba representado un enorme carro de fuego que se elevaba por los aires llevando a un anciano de barbas blancas… y la segunda, mucho más prosaica, la larga mesa central dispuesta como para un banquete real. Estuvo tentado de preguntar el significado del inquietante cuadro, pero le fue imposible porque todos se adelantaron a darles la bienvenida. Así es que el enigma, si lo era, tendría que esperar otra ocasión más propicia. Ahora era mejor atender a todos aquellos que tenían a su alrededor y cuyas ganas de saber parecían no acabarse nunca…

Por su parte, los otros dos terrestres, menos obligados por el regio protocolo, tuvieron tiempo de merodear a sus anchas:

—Mira —Solrac llamó la atención del africano—, el nombre de Amaranta está puesto en la mesa junto al del capitán.

—¡Je, je…!

En efecto. Cuando al fin se sentaron todos pudieron comprobarlo mejor, claro que también notaron que Ralf la flanqueaba por el otro lado. La chica estaba preciosa. Por fin había abandonado el uniforme local y lucía un vestido impresionante. Además, estaba radiante. Una actitud que chocaba con el envaramiento de Macondo y una cierta y visible agresividad del teniente local. Nada de eso pasó desapercibido para nuestros dos hombres que poca cosa más tenían que hacer. Pero no les gustó la animosidad de Ralf, y menos al haber sido hasta entonces la amabilidad personificada.

—Me parece que a ese tenientecillo no le hace ninguna gracia el revoloteo de Amaranta delante de la figura de Macondo— apuntó Leugim a Solrac por lo bajo y sorteando a la mujer que habían colocado en medio de los dos.

—Sí, ya lo he notado. ¿Estará enamorado de ella?

—Es posible.

—Pues, estemos al tanto…

—¡Cuidado, van a brindar!

En efecto, el presidente del Gobierno Provisional ya se había levantado copa en mano y segundos después, fue imitado por todos los presentes. Y cuando hubo deseado mil parabienes para los terrestres y bebido a conciencia, Macondo se sintió casi obligado a corresponder.

Adelantó su copa de nuevo, llena a rebosar de un vino espumoso y exclamó, sabiendo que ahora sería traducido perfectamente para que todos los asistentes se sintiesen incluidos:

—Brindo por los hombres y mujeres libres. Por los que prefieren morir antes de contemporizar con la dictadura o con el Dictador. Debéis saber que este tipo de gobierno está prohibido en el universo entero y que la Tierra se ha erigido en guardián del sistema solar canalizando todas sus fuerzas para evitar que se reproduzca esa plaga. La casualidad, o el destino, nos ha hecho llegar hasta aquí cuando íbamos comisionados a uno de los planetas de nuestra influencia política que nos había sido denunciado precisamente por la sospechosa actitud de uno de sus gobiernos. Por eso, y por creer adivinar los deseos del Consejo Supremo de la Tierra, os prometemos luchar con todas las fuerzas y conocimientos contra vuestro dictador particular.

Una gran salva de aplausos subrayó la corta  pero sabia intervención del capitán terrestre; quien, al sentarse, no dejó de notar las entusiastas salvas de Amaranta y el brillo de los ojos con los que le miraba. Por eso, mientras valoraba la corriente de simpatía que había generado en el ambiente y en la mayoría de los comensales, se maravilló, una vez más, de la salvaje belleza de la chica. Aquello no era normal. Además de azoramiento, empezaba a sentir algo más. Algo que aún no podía definir, pero que no debía permitir que se le fuera de las manos. Así que, cuando se dividieron en pequeños grupos para tomar una especie de café, él se unió expresamente al que formaban el Presidente y su ministro de la Guerra:

—Tengo muchas preguntas que me inquietan, señor.

—Es natural —el padre de Amaranta sonrió con cierta simpatía—. Esta situación ya dura cuarenta años. Al principio, nadie creyó que iba a prolongarse tanto, pero aquí estamos. El Dictador provocó una dura revolución contra el gobierno establecido por el pueblo y tiñó de sangre todo el planeta con el visto bueno de las fuerzas que integraban el mando constituido. A partir del momento en que ganó la guerra, dictó leyes ignominiosas para los vencidos, creó mil y un impuestos sin cuento y hasta trató de anular nuestra lengua y cultura de siglos… Cientos de prisioneros fueron obligados a trabajos forzados en la construcción de edificios faraónicos y en la abertura de minas profundas. Casi todo el subsuelo de esta parte del planeta fue roto y taladrado en busca de recursos naturales… Por ejemplo, cuevas y subterráneos que ahora ocupamos sin apenas modificaciones, fue obra de aquellos días.

—¿Y no se rebelaron?

—Sí. Muchos intelectuales y hombres con cierta clase protestaron al comprobar la mezquindad del nuevo orden de cosas, pero fueron silenciados de forma implacable, ahogándolos o encadenándolos en muchas grutas hasta dejarlos morir de hambre y sed…

—Ahora que lo dice, recuerdo haber visto el esqueleto de uno.

—Sí, sabemos donde está —ahora fue el Ministro el que recogió el hilo de la conversación—. Lo hemos dejado en una de las entradas de la cueva para dar la sensación de abandono y hacer creer que aquí no vive nadie.

—Entiendo… ¿Y que hacen para cambiar este estado de cosas?

—De momento constituimos una resistencia pasiva. Claro que tenemos mil espías en todos los estratos sociales, incluso en un periódico nacional; el cual, bien camuflado, va sembrando descontento, inquietud y rebeldía a lo largo de todo el planeta.

—Pero, eso es muy lento.

—Tal vez, pero más eficaz. No debe olvidar que somos demasiado débiles para intentar un choque frontal. En los primeros años de la actual dictadura, muchos de nuestros hombres se lanzaron valientemente a la aventura, pero pagaron con su vida la inexperiencia. Así que aquí nos tiene: ¡Agazapados y esperando, esperando…!

—Lo sé y veremos qué podemos hacer nosotros.

—¿De veras pueden ayudarnos?

—Si conseguimos liberar la nave sí… Otra cosa que me preocupa en nuestra semejanza con vosotros.

—¿Por qué? ¿Es que hay gente diferente en el universo? ¿No estamos todos hechos a imagen y semejanza de Dios?

—¿Cómo…? Desde luego, desde luego —Macondo estaba afectado sinceramente—. Pero este es el único planeta de los que he visitado en mi vida que está habitado por hombres y mujeres que parecen haber salido de la Tierra. Lo normal es encontrase gentes distintas, vidas dispares, entornos desconocidos… Vuestro mundo es con mucho la excepción que confirma la regla. Por otra parte, esa cita a Dios es muy sugestiva… Me gustaría tener tiempo para estudiar vuestro pasado remoto, vuestras fuentes vivas y naturales de la cultura, vuestros padres y hasta patriarcas primitivos… Me preocupó bastante encontrarme con esos caracteres alfabéticos antiguos, con vidas paralelas, con raíces ancestrales… Si no tuviera algo de temor a que me tomasen por loco diría que tengo la sensación de no haber salido de mi casa. Cierro los ojos y al abrirlos no tengo que hacer ningún esfuerzo para imaginar que esta reunión tan grata está ocurriendo en el Pabellón de las Naciones y que todos ustedes son mis amigos de toda la vida. Qué vuestras mujeres, son nuestras mujeres…

—¿Son guapas las mujeres de la Tierra?— Amaranta se había unido al grupo sin que lo hubieran notado, pero Macondo supo estar a la altura de las circunstancias:

—Sí, desde luego. Pero no tanto como las de aquí.

—Gracias…

—Perdónenme, por favor. Me están reclamando al otro lado de la sala…— el ministro de la Guerra desapareció sutilmente.

—Pero…

—Yo también tengo que retirarme porque ya es muy tarde para mi.

—Buenas noches señor Presidente, y gracias por todo.

—Ha sido un placer. No tardes, hija.

—No… Voy enseguida.

Pero al quedarse solos se terminó la conversación. El capitán hubiese querido saber más y se dio cuenta de que no había aprendido nada porque el perfume de la mujer lo envolvía de forma que el murmullo de las conversaciones del salón carecían de interés y significado. Por otro lado, él era un hombre de acción y no de salones. Ahora mismo se estrujaba el cerebro buscando un tema de diálogo que le diera una salida elegante para irse de la sala sin perder demasiada compostura.

Por eso se extrañó un tanto al oír la directa sugerencia de Amaranta:

—¿Quieres que vayamos al invernadero?

—Pues…

Macondo se dejó conducir fuera del comedor, hasta una gran sala llena de extrañas y olorosas flores. El techo de la caverna que hacía las veces de parque vegetal estaba formado por la chimenea de un antiguo volcán apagado, cuyo vértice dejaba ver una pequeña porción de cielo estrellado… El solo hecho de observar el pequeño arco celeste libre tuvo la virtud de revivir al capitán terrestre, el cual respiró el aire profunda y voluptuosamente.

—¿Es hermoso el universo, verdad?

—Sí, muy hermoso. Sin duda contrasta con las bajezas humanas.

—Oye –Amaranta quebró otra vez la guardia del capitán terrestre—, ¿crees que hay alguien allá arriba?

—Sí, hay otros mundos y…

—Quiero decir algo eterno o alguien que esté por encima de todos nosotros.

—¿Cómo? ¿Te refieres a…?

—¡Sí, me estoy refiriendo a Dios!

—¿Dios?— Macondo sintió una punzada en el centro de su atención. ¿Acaso la chica podía leer en su mente? En adelante pondría cuidado en lo que pensaba…

—¡Sí, Dios! ¿Crees que puede haberlo cuando permite que sus supuestos hijos se asesinen entre sí o tolerando tantas desgracias?

—Pues…

—¿Cómo deja que un hombre esclavice a su hermano?

—La verdad es que…

—Claro que es peor no creer en nada. Dime terrestre, ¿crees en la existencia de Dios?

—Sí…— pero el europeo miró hacia todos los lados al hacer esta confesión. Parecía como si se avergonzase…

—¿Por qué no interviene, pues, y castiga con dureza al opresor? ¿Por qué no hace nada ante ciertos cataclismos naturales…?

—Pues —Macondo recordó su niñez—, no es que Él lo permita… o no. Mira, hizo al hombre libre y basándose en esa libertad no puede intervenir en su vida si no quiere contradecirse a sí mismo. Además, todas las situaciones de mal que atraviesa el ser humano son provocadas por su pecado…

—Sí, eso puede ser cierto. ¡El hombre ha dado la espalda a Dios!

Macondo estaba asombrado. No solo eran iguales a los habitantes de la Tierra, sino que al parecer tenían sus mismas creencias básicas, incluyendo la sensación del pecado. ¿No estaría soñando? ¿Cuál era el eslabón que unía a dos planetas tan distantes uno del otro? Claro que no podía pensar sensatamente en aquellos momentos. Aquella mujer estaba a su lado, muy cerca… Podía sentir su calor, oír su respiración, adivinar su deseo…

—Oye, ¿estás casado?

—¡Qué…! Sí.

—¡Ah!

—Pero mi mujer me abandonó.

—¿Por qué?

—No pudo o no quiso convivir con el ritmo de vida que yo llevaba… Al menos eso es lo que me dijo.

—Pues no lo entiendo. Si yo estuviera enamorada de un hombre lo seguiría hasta el fin del mundo.

—Pues Roma no lo hizo.

—¿Se llama Roma?

—Sí.

—¿Es bonita?

—Sí…— un silencio embarazoso envolvió a la pareja.

—Hijos… ¿Tienes hijos?

—No. Me dejó a los tres meses de casados y a la mitad de uno de mis viajes de regreso a la Tierra. Me envió un simple cable de despedida… ¡y no la he vuelto a ver más!

—Lo siento…

—No tiene importancia. Quizá sea mejor así…– de nuevo el silencio sólo era roto por el murmullo que hacía el agua al correr.

—¿Y si consigues combustible, te marcharás?

—¿Eh…? Sí, sí, claro. Pero antes he de ocuparme de mis hombres y de la nave… Lo que me recuerda que debemos retirarnos pronto si queremos salir mañana al amanecer.

—¿Tan pronto?

—Sí. Aún tengo que hablar con Ralf para ultimar algunos detalles.

—Pues, vamos a verlo.

—No, tú no, ya has oído a tu padre.

—¡Oh, no te preocupes por él!

—Está bien, vamos— entraron en el salón comedor lo más silenciosamente posible, pero a pesar de eso no pasaron desapercibidos para varios pares de ojos.

El primero que les salió a su encuentro fue el teniente guerrillero con cara de pocos amigos:

—¿Dónde os habíais metido? Es muy tarde…

—Es verdad… Leugim, Solrac, ¡vamos!

—¡A la orden!

—¿Nos reunimos aquí mismo o lo hacemos en una de nuestras habitaciones?

—Mejor que lo hagamos allí, pues tenemos todo más a mano.

Todos estuvieron de acuerdo, porque era lo mejor. Se trasladaron con el vagón neumático y durante largo rato discutieron los pormenores de la aventura en el salón de la estancia de Macondo. Al final, acordaron ir primero a por la nave y pertrecharse de lo indispensable.

Amaranta insistió en acompañar a la patrulla, ganando con ello la complacencia del teniente iota, pero Macondo se negó en redondo a permitirlo.

—Bien. No iré, pero os acompañaré a la ciudad.

—Ya veremos.

—¡Ya está visto! —y se levantó de un salto para irse de una exagerada rabotada—. ¡Buenas noches!

Los hombres la imitaron al unísono:

—¡Buenas noches!

—Sí, pasaré a buscaros a las seis de la mañana— Ralf se despidió también dejando solos a los terrestres.

—Menudo avispero hemos reventado— dijo Leugim.

—Ya —concedió el biólogo—. Capitán, no pierdas de vista a ese proyecto de teniente. Va detrás de la hembra y…

—Ya me he dado cuenta… Solrac, me gustaría que si tienes oportunidad analices la sangre de alguno de estos hombres.

—Eso está hecho. ¿Qué sospechas?

—Aún es prematuro…

—Pero, ¿te preocupa algo?

—Pues…

—Ya lo conoces, Solrac —aseveró riendo Leugim—, estará buscando los tres pies al gato.

—No seas tostón… ¡y a dormir!

Cuando por fin pudieron caer en sus respectivas camas se durmieron inmediatamente.

 

2

La noche no pasó tan plácidamente para Ocram y Nauj.

El asiático había explicado a su compañero los planes de Macondo hasta donde le había sido posible y aunque confiaban en él, eran realistas y adivinaban las serias dificultades que tendría el capitán para conseguir llegar hasta ellos. Por otra parte, aquella sentencia de muerte que pesaba sobre sus vidas no era algo que podían dejar de tener en cuenta y su evidencia la sentían como una losa… Claro que ignoraban las condiciones y hasta las características en que se llevaría a cabo la amenaza; pero, con todo, el futuro no se les presentaba halagüeño.

De manera que todo aquello no servía para elevar sus ánimos precisamente.

Mas, aunque el destino parecía similar para ambos, no podían reaccionar igual ni tomarse las cosas del mismo modo. Eran polos opuestos, ya lo sabemos. Mientras el uno venía la botella medio vacía, el otro la consideraba medio llena. Por eso, Nauj pensaba con fruición en la vida que tenía por delante; mientras que, Ocram, calibraba la pérdida de tiempo que había constituido la suya. Sí, eso era natural en él. Sin embargo, como ambos eran seres humanos, como el mismo sol que derrite la cera endurece el barro, también Nauj, en un momento determinado, sintió el cosquilleo de la inestabilidad del futuro. Lo que no era natural en él. Aun así, notó el escalofrío que le recorrió la espina dorsal, y hasta se extrañó. Relajó los músculos, se desperezó y trató de poner la mente en blanco. Y tuvo éxito, pues al poco tiempo empezó a sentirse mejor. Era un soldado y como tal sabía que el morir era una manera como cualquier otra de adquirir gloria. Pensó en la mujer china que le estaba aguardando con mucha paciencia en la Tierra. ¿No iba a verla nunca más? ¿No iba a pasear otra vez con ella por aquel huerto lleno de nenúfares y lotos que tanto les gustaba? ¿No iban a cobijarse más en aquella solitaria casa de madera a la orilla del lago…? Sí, era duro. Pero ella sabía a lo que se exponía amando a un soldado del DEE. Quizá le dieran a ella una medalla por su muerte… Era lo usual, lo acostumbrado. ¡Un telegrama y una medalla! ¿Eso es lo que valía él para el país? Sonrió tristemente mientras se abandonaba al sopor que, poco a poco, embotaba sus sentidos.

Y entonces, se quedó dormido.

Para Ocram, el dormirse no fue tan sencillo. No tenía gratos recuerdos para amodorrarse con comodidad en ellos. Tal vez alguna ecuación… Pero, qué vacía resultaba ahora, en la verdosa penumbra de la celda, toda su lógica matemática. ¡Ningún afecto, ningún amor…! En su fuero interno se alegró de estar condenado. Era una manera de terminar, una forma de concluir una existencia anodina. Ni siquiera tenía el consuelo de acordarse de su madre… Por cierto, ¿a quién darían la medalla que le correspondía por su muerte? ¿Al portero del laboratorio que fue testigo de su crecimiento o a la primera probeta que lo cobijó…? Un sabor amargo le envenenó el paladar mientras la sal de las lágrimas ensombrecía su visión… Se enjuagó los ojos de un duro manotazo y empezó a caminar de nuevo por la pequeña habitación.

Sólo cuando el cansancio físico le venció se dejó caer en el catre de cualquier manera y así fue como se durmió sin sospechar que unos ojos femeninos le estaban mirando a través de la mirilla de la puerta.

 

3

A las cinco y media en punto, Macondo estaba vestido y a punto.

Su plan estaba trazado. Primero irían a la nave y si era preciso, pediría socorro a la Tierra pues, aunque esto era una posibilidad muy remota, era una posibilidad al fin. Sin embargo, las tripulaciones debían ser autosuficientes y ellos, si podían, no iban a ser menos. No debía pensar en llamar al DEE. Bueno, no lo había hecho nunca y no iba a hacerlo precisamente ahora. Así que desechó aquella fea posibilidad. Por eso quería reconquistar la lanzadera. Allí tenía muchos elementos que podían ayudarles… Como la “oruga.” Sí, la oruga era un vehículo de muerte que no debía usar si no era en caso de extrema gravedad y sólo si existía un peligro real para los hombres o el material del Departamento del Espacio Exterior. Bien, aquella era una ocasión ideal: ¡La propia nave podía ser destruida y dos de sus tripulantes podían ser muertos de un momento a otro…!

Sonrió torvamente, lleno de inquietud, al pensar que, en aquellos momentos, la astronave pudiera estar siendo rota o desguazada. Sabía que su firme deber como capitán era mantenerla a salvo o perecer con ella… ¡Y menudo papel estaba haciendo! ¡Seguro que ahora ya no figuraría más como ejemplo para las nuevas tripulaciones…! Sonrió ante el espejo esperando acontecimientos y sin poderse quitar de la cabeza el estado actual de la misión… ¡Mal acaba lo que mal empieza! Había salido de la Tierra con la negra seguridad de que nadie le retenía en ella… ¿Qué estaría haciendo su querida Roma en aquellos momentos? Por casualidad, ¿estaría aún pensando en él? Tragó saliva, tratando de aclararse algo la garganta cuando una nueva imagen sustituyó a la anterior en el espejo irreal de su mente: ¡Amaranta le miraba con claridad desde la misma profundidad de sus ojos…! ¿Se estaría enamorando de ella? La verdad es que la idea no le desagradaba ni aun a sabiendas de que la chica tenía la virtud de sorprenderle en todas y cada una de sus reacciones… ¡Como cuando le habló de Dios! ¿Cómo era posible que allí, a tantos miles de kilómetros de la Tierra, hubieran oído hablar de Dios? ¿Es que también se había manifestado en aquel planeta extraño? ¿Qué quiso decir el Presidente al afirmar que todos éramos seres creados a la imagen y semejanza divinas…? Trató de pensar en otra cosa, en su próxima y hasta posible entrada en acción por ejemplo, pero ella, Amaranta, seguía aún allí, ahora también en su cerebro, insinuante, mirándole con sus profundos y grandes ojos; suplicante, hasta creyó ver humedad en su breve boca, anhelante, percibió claramente el vaivén de su pecho… Alargó la mano tratando de borrar la imagen o de hacerla suya, pero la fría superficie del espejo le volvió a la cruda realidad.

Se lavó de nuevo y se repasó el afeitado, tonificándose la cara… ¡y deseando entrar en acción!

Se acercó a su equipo e indolentemente, se preparó un café a base de pastillas ignorando la cocina que tenía a su entera disposición.

Leugim apareció por la puerta cuando se lo estaba tomando a pequeños sorbos:

—¡Ah, capitán! ¿Estás ahí?

—¿Dónde voy a estar?

—¡Je, he dormido como un lirón! ¿Qué tal estás?

—Muy bien. ¿Qué sabes de Solrac?

—No tardará en venir aquí, pues lo he oído rebullir en su habitación.

En efecto. Casi inmediatamente, el tasmano se personó en la estancia tan campechano como siempre.

—¡Eh, compañeros! Os juro que no me movería de aquí por nada del mundo. ¿Habéis hecho café?

—Pastillas…

—No. Yo lo quiero como lo hacían mis tatarabuelos.

—Pues, ahí tienes los trastos —Leugim le señaló la cocina—. Oye, haz dos tazas —luego, se encaró con el capitán—: ¿Quieres hablar con Nauj?

—Creo que es muy temprano para hacerlo. Ya tendremos ocasión durante la marcha. Date prisa Solrac, no tardarán en venir a buscarnos.

Un breve silencio envolvió a los tres terrestres mientras cada uno de ellos estaba ocupado en lo que creía más conveniente.

De pronto, Leugim, levantó la vista del arma que estaba revisando, y preguntó:

—¿Dónde fuisteis anoche la chica y tú?

—¿Eh? A ningún lado… Me enseñó una especia de jardín y…

—¡Je…!

—¡Je, je…!

—¡No empecéis de nuevo!

—Tranquilo, jefe. Sólo que vamos a iniciar una acción de guerra en compañía de ese tal Ralf; el cual, puede querer aprovechar la ocasión para eliminar la competencia.

—No te preocupes, estaré alerta.

—¡Y yo también!

—¡Y yo…!

—Bueno, bueno.

—¿Aún te acuerdas de Roma?

—Sí, mucho.

—Pues mira, no vale la pena. En cambio, ese coronel con faldas…

—Oye, ¡qué ya soy mayorcito para decidir lo que más me conviene!

—De acuerdo, de acuerdo.

—¡Eh, que esto ya está! Y por ¡cien mil canguros, huele muy bien!

—¿A ver…? Sí, parece bueno— Leugim dio la impresión de haber olvidado por completo la conversación anterior e hizo los honores al líquido negro que llenaba la estancia de un aroma crudo e inconfundible. Hasta Macondo se unió a la degustación. Y justo cuando habían tirado las tazas a la papelera, llamaron a la puerta:

—Adelante, está abierto.

Ralf entró en la estancia con traje de campaña; el cual, por cierto, le sentaba bien. Era un buen mozo. Macondo, sin querer, sintió un pinchazo en su vanidad de macho ante la presencia de otro primate que se engalanaba para conquistar a la misma mujer. Sólo que aquí, ahora mismo, no había ninguna o no debiera de haber ninguna.

“—De todas formas —pensó el capitán en un segundo—, quisiera despedirme de ella. Quizá no volvamos ninguno de los dos.”

—¡Buenos días! ¿Estáis preparados?

—¡Lo estamos!

—Bien, ¡vamos!

Salieron al corredor y doce hombres más les saludaron militarmente mientras ocupaban sus asientos en el raro vehículo neumático. A una señal del teniente, éste arrancó y adquirió velocidad, y en dos horas estuvieron en la gruta de salida, allí donde estaba el muerto encadenado y allí donde ellos mismos habían sido capturados.

Pronto, los dieciséis soldados, estuvieron listos para salir al exterior.

Pero antes de hacerlo se produjo un altercado a causa de las competencias: Ralf quería atacar inmediatamente, pero Macondo le hizo saber que quien mandaba allí era él.

—No podemos ir por la llanura a pecho descubierto si no queremos ofrecer un blanco fácil. Así que hay que buscar otro camino… ¿No tienes planos de la zona?

—Podemos dar un rodeo por aquellas montañas, aunque tardaremos algunas horas más— cedió el joven teniente, entregándole lo que le había pedido.

—No importa —Macondo dio un somero vistazo a aquellos mapas—, ¡a las montañas! No hay otra opción… Di a tus hombres que avancen como lo haremos nosotros.

—Bien.

—Y que el hombre que conozca mejor la zona se pegue a mis espaldas.

—De acuerdo… capitán. Te seguiremos todos.

—¡Adelante, pues!

Macondo miró a Leugim, a Solrac, les hizo una señal de inteligencia, y salió al exterior.

Los claros rayos de Thuban le hirieron en los ojos por un momento, pero sacando de su pesada mochila unas gafas especiales, pudo captar toda la llanura sin ver movimiento alguno. Dejó escapar un corto gruñido de satisfacción y se deslizó por la ladera de la montaña hacia el norte, aprovechando las rocas, los arbustos y los accidentes de terreno… ¡flanqueado siempre por el guía facilitado por Ralf! A veces, se paraba a respirar detrás de una peña y comprobaba como la serpenteante patrulla le seguía ocupando los lugares que él acababa de abandonar. Se sentía orgulloso de sus hombres… ¡y hasta estuvo más contento! No podía evitarlo, emprendida la acción, estaba en su elemento. Decididamente, no servía para ocupar la mesa de despacho. El día que lo destinaran a la reserva o a la retaguardia, dimitiría sin más. Estaba decidido.

A media mañana, encontraron un riachuelo en un claro entre árboles y decidieron descansar. Por eso, mientras dos hombres hacían guardia en la entrada y la salida del oasis, los demás se echaron en la corta hierba reponiendo fuerzas y refrescándose.

En un momento dado, Ralf se acercó a Macondo:

—Capitán, ya falta poco para llegar a la zona donde esta la nave, ¿tiene algún plan de ataque?

—Sí. ¿Qué alcance tienen vuestras armas?

—Doscientos metros.

—¿Y las de ellos?

—Lo mismo con alguna pequeña diferencia… ¡ellos tienen cañones!

—Bien. Nos ocuparemos del tema a su debido tiempo… Ahora, procura descansar. Leugim, pásame el transmisor.

—¡A la orden!

—Nauj… llamando a Nauj… Aquí Macondo.

—Macondo… Stop. Macondo… Stop. No puedo seguir, no puedo seguir… Stop.

—Enterado… Llamaré más tarde… ¡Corto y cierro!

—¿Qué le pasa?

—No lo sé. Debe tener visitas. Bien, descansemos ahora que podemos hacerlo.

En el suelo, con los ojos cerrados, a la sombra de un árbol, Macondo buscaba la forma de acercarse a la nave con ventaja, pero no la encontraba…

De pronto notó que alguien le tocaba el hombro y se volvió como un gato. Sin embargo, lo que vio le tranquilizó y sorprendió al mismo tiempo:

Ralf le pedía silencio con el índice apoyado en los labios, y toda la patrulla estaba a su alrededor.

—¿Qué pasa?

—Uno de los vigías ha descubierto un vehículo enemigo que se acerca rápidamente.

—¿Cuántos hombres?

—Ocho o diez.

—Bien. Ahí tenemos la solución —los demás, incluyendo a sus hombres, le miraron sin entender nada, al menos de forma visible—. ¡A cubierto! Quiero el carro blindado sin daños. Así que no disparar hasta que todos los imperiales estén fuera de él. ¡Adelante!

En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron todos del centro del oasis.

Macondo, desde su posición, detrás de una especie de palmera, pudo ver perfectamente como entraba el vehículo a poca velocidad y como se paraba al lado del riachuelo. Y el resto de todo lo que siguió: Los enemigos salieron del carro sin tomar demasiadas precauciones y se tendieron indolentemente en el suelo tratando de refrescarse con el agua cristalina…

Y de pronto uno de ellos vio, al mismo tiempo que el capitán terrestre, una mochila olvidada por alguien de la patrulla. La reacción fue instantánea: El primero gritó y el segundo lanzó un juramento mientras apretaba el gatillo del subfusil de rayos paralizadores.

El resto de la acción terminó a los pocos segundos de haber comenzado. Los iotas salieron de sus escondrijos con las armas humeantes, a punto, pero ninguno de los soldados del Dictador se movió.

—¿Y bien?

—Ralf, ordena a tus hombres que se pongan el uniforme de estos fulanos.

—¡Sí, entiendo la idea!— gritó la orden en su propia lengua y pronto los diez flamantes soldados imperiales esperaban instrucciones al lado del camino.

Macondo dialogó largo y tendido con el presidencialista y en respuesta a las órdenes dictadas, subieron todos al carro neumático de combate, procurando que quedasen visibles sólo los guerrilleros recién uniformados en tanto que los otros, incluso los terrestres, desaparecieron en su interior.

Sin un solo quejido, el vehículo arrancó a toda velocidad en dirección a la cosmonave.

 

4

Entretanto Amaranta, había comenzado a organizar la posible entrada en la capital.

Desde la sala central de la cueva había avisado a sus pocos contactos internos, haciéndoles saber que se había puesto en marcha una gran operación orientada a libertar a los dos extranjeros. Por el mismo conducto se enteró de que éstos estaban confinados en las celdas 214 y 215 de la prisión central y que, por el momento, estaban bien. También supo que los científicos estaban estudiando el equipo y armas de los terrestres y que el general en jefe de las fuerzas armadas había dado las órdenes oportunas para que una división acorazada de ingenieros tratara de trasladar la nave a la ciudad (esta noticia la intranquilizó de manera particular).

Inmediatamente, puso en antecedentes al teniente Ralf y a Macondo, pero éstos la calmaron por entender que les llevaban mucha ventaja. Sin embargo, la chica, a pesar de estar acostumbrada a las continuas acciones bélicas, no las tenía todas consigo. En aquella patrulla mixta iba el hombre que amaba y este detalle convertía en drama lo que tan solo era una aventura.

Suspiró con cuidado mientras entraba en el despacho de su padre, llamándole la atención. El Presidente levantó la vista de los documentos que estaba estudiando extrañado por la visita de su hija en aquellas horas.

—¡Vaya! ¿Qué te pasa?

—Vamos a entrar en la capital tan pronto como vuelva la patrulla de los terrestres.

—¿Vamos?

—Sí, yo también voy a ir… Es bueno dar ejemplo a los hombres.

—Desde luego, desde luego, pero no siempre… ¿A que se debe ese interés repentino?

—Pues…

Su padre sonrió:

—¿Ralf…?

—Pues, no… Ya no.

—¡Vaya! Pues mira, me sorprendes… Calla, ¿se trata del capitán terrestre?

—Es posible.

—¿Estás segura?

—Bueno… la verdad es que estoy algo intranquila y desorientada.

—Ten cuidado, hija. Ya sabes a lo que te expones.

—Sí, lo sé. Pero el algo más fuerte que yo misma. No lo puedo evitar, papá. Nunca, nunca había experimentado esta sensación. Es verdad que me sentía atraía por Ralf, pero ahora sé que aquello no era amor. Esto es diferente, es… es, es como adivinar bondad donde tal vez hayan cardos; es… es, es aprender a oler nardos aun en plena oscuridad… Hasta la vida tiene otro color, otro sabor. No aspiro más que estar a su lado, vivir a su lado, morir a su lado…

—Amaranta…

—Sé que estas frases pueden parecerte vacías,  pero son las que mejor pueden describir mis actuales sentimientos. Estoy curtida en guerrillas, en muertes, en padecimientos, pero ahora tiemblo como un flan pensando en que le pueda pasar algo.

—Hija mía, Ralf es un buen hombre y es de tu país y de tu planeta. Además, me consta que te quiere.

—Lo sé, pero por ahora sólo puedo ser su amiga… Padre, ¿no querrás que ahora sea infiel a mis sentimientos?

—No. Es más, siempre he procurado inculcarte todo lo contrario. Sólo que quiero evitarte desengaños y hasta sufrimientos… Ese hombre se irá…

—Intentaré conseguir que se quede.

—Es casi imposible.

—El amor todo lo puede, todo lo espera…

El Presidente sonrió dolorido y miró, una vez más, los papeles que llenaban la mesa:

—Hija, ¡daría mi vida porque fueses feliz! Pero vivimos momentos oscuros y poco puedo hacer para ayudarte en un tema tan delicado. Si al menos viviera tu madre…

—Me ayudas con quererme, papá. No te molesto más, voy a ver como siguen los preparativos.

—¿Me tendrás al corriente?

—Serás el primero en saber si me corresponde… ¡Hasta luego!

—¡Adiós, hija…!

La chica salió de la sala cerrando en silencio la puerta tras sí, y se apoyó un tanto en la hoja de la misma pues sentía una punzada en el corazón creyendo adivinar unas lágrimas en los cansados y buenos ojos paternos.

“—Pobre papá —pensó al empezar a andar—, cuarenta años encerrado bajo estas montañas luchando por un ideal, por un pueblo de topos esperanzados. ¡Más, qué cruel es el destino! Toda una la perdida, ¡cuántos sueños esperando que se volviesen realidad! ¡Cuántos planes abortados por el tiempo…! Y en plena lucha, cuando más necesitaba la compañía de mi madre, la pierde… —estaba llegando ya a la sala de mando—. Se merece descansar y volver a vivir a la luz de Thuban. Reconozco que soy una egoísta pensando en mí misma… Es necesario luchar para cambiar este estado de cosas y lo haré hasta perder la última gota de mi sangre porque no tengo derecho a pensar en mí hasta entonces.”

No se dio cuenta de que había llegado a su puesto hasta que un capitán la hizo volver en sí:

—Mi coronel, la patrulla ha llegado a la zona de la nave extranjera.

—¿Eh…? ¡Ah, bien! Ponme con el teniente Ralf.

 

5

Este ratificó de primera mano su posición actual y el hecho de que el capitán terrestre había ordenado la mejor estrategia a seguir. Tras agradecer a la mujer su deseo de suerte, cortó la comunicación con evidentes muestras de franca satisfacción. Amaranta se preocupaba por él, eso era evidente.

Por eso estaba mucho más alegre que de costumbre al presentarse ante el terrestre Macondo para informarle y esperar órdenes.

 

6

De buena mañana, una de las mujeres de la limpieza del corredor donde estaban ubicadas las celdas 214 y 215, se entretuvo más de la cuenta en la zona sin importarle la visible e inevitable vigilancia del pasillo.

Así, mientras frotaba las puertas como queriendo sacar más brillo, miraba a través de las troneras tratando de comprobar quien ocupaba las celdas. Por fin encontró lo que buscaba y se grabó en la memoria los dos ordinales correspondientes.

A partir de aquel momento, como si quisiera recuperar el tiempo perdido, trabajó mucho más rápidamente hasta que terminó su turno. Luego, en la sala del material, se despidió de sus compañeras dando una ligera excusa y salió fuera del recinto del penal estatal después de pasar los controles correspondientes.

Pronto se perdió en las negras sombras matinales de las desiertas calles de la capital. Sabía a lo que se exponía al desobedecer el toque de queda, pero era portadora de importantes noticias y no quería retrasarse. ¿Qué podía importar la vida? Era la madre de un guerrillero que habían matado en una montaña lejana y desconocida. Y desde entonces, hacía ya cuatro años, no tenía otro objeto que luchar contra el Régimen que le había quitado a su amor en plena juventud… Pero no por eso debía descuidarse. Si moría o la apresaban sin dar la información que llevaba, de poco iba a servir a la causa… Por eso, cuando veía a una patrulla en la esquina de una calle, se refugiada en un portal profundo, aplastándose en el dintel, hasta que la soldadesca desaparecía de su vista.

Y así, poco a poco, paso a paso, sombra tras sombra, llenó a su destino.

La calleja en cuestión era una de las más estrechas y sucias del arrabal. Pero aproximadamente a la mitad de la misma, la mujer se paró y después de cerciorarse de que no había nadie ni a derecha ni a izquierda, llamó en una puerta determinada con tres golpes sincopados siguiendo una invisible cadencia.

El portillo del recio portalón se abrió lo necesario para oír la contraseña:

—¡No importa el camino!

—¡Lo importante es llegar!

La hoja de madera, con alma maciza y ribetes de hierro forjado, se abrió lo justo para permitir el paso de la mujer que, sin pararse a saludar al portero más que con un elocuente gesto, avanzó decidida. Se notaba que conocía la casa porque no paró hasta llegar a un salón trastero de la planta baja.

Allí, sin vacilar, movió un sillón lleno de polvo y con los resortes al aire, y la pared del fondo se abrió. Cuando la mujer traspasó el muro y avanzó a lo largo pasillo que tenía por delante, oyó el golpe que daba la puerta falsa al volver a su postura original.

Era un buen escondite… ¡Era el Cuartel General de la Resistencia en la capital!

En la sala de mando, rodeada de emisoras, impresoras, multicopistas y armas, informó al comandante de zona de todo lo que sabía:

—Los presos terrestres están en las celdas 214 y 215, mi comandante.

—Gracias, mujer. Has corrido mucho peligro.

—Es mi deber, señor.

—De todas formas, ¡gracias!

—Buenas noches, y si quiere saber algo más ya sabe donde encontrarme.

—Desde luego— el oficial la acompañó hasta la puerta y la contempló mientras desaparecía por el muro. Tras saludar al vacío en honor de la mujer, volvió al trabajo:

—¡Envía esta información a la base!

—¡A la orden!

 

7

Muchas horas más tarde, Macondo y Ralf estaban echados tras las dunas, observando con prismáticos todo lo que tenían enfrente:

—¡Maldita sea! —exclamó el terrestre al ver el destrozo que se apreciaba muy bien en el casco de la nave—. ¡Ha faltado poco para que el daño sea irreparable!

—¡Atención…! ¡Mire a la derecha, a su derecha!— Ralf le señaló el campamento que había levantado el enemigo a la sombra de la lanzadera.

—¡Sí, eso me parece todo…! ¿Cuántos hombres calculas que puede haber?

—Un regimiento como máximo. Veo un carro motorizado con la enseña de coronel, aunque sólo se ve a un teniente coronel… ¡Qué extraño!

—No, los dos batallones que faltan deben estar por los alrededores.

—Pues, es una suerte.

—Sí, adelante con el plan trazado. ¡En marcha!

Ralf hizo una seña significativa y el blindado ocupado inició la marcha directamente hacia el campo enemigo.

Mientras tanto, los rayos de Thuban caían a plomo, sin misericordia… No había ninguna sombra que amortiguara su demoledora acción en aquel desierto.

Era mediodía…

 

8

Para Nauj, en la verdosa semioscuridad de la celda, el tiempo carecía de sentido. No sabía si era por la mañana o por la tarde, de noche o de día. Sólo podía adivinar las horas gracias a las visitas de los educadores o por las comidas. Pero unos y otras podían resultar irregulares adrede, expresamente y a conciencia. Lo sabía. Lo cierto es que el tiempo pasaba imparable y empezó a pensar, a preguntarse si debía iniciar alguna acción para intentar liberarse. Sabía que tenía pocas o ninguna posibilidad de éxito, pero era mejor que no hacer nada…

Hacía rato que había intentado ponerse en comunicación con Ocram, pero no había recibido respuesta alguna. Y el silencio empezaba a minar su seguridad… También, el no hacer nada le atormentaba. Era un hombre de acción y allí se pudría en la más pura acepción de la palabra.

Pero, ¿qué podía hacer?

Su puño se estrelló contra la pared con impotencia y por eso se llevó la sorpresa de su vida al notar el cañón del arma que se apoyaba en su espalda. Se volvió despacio, al ritmo que le marcaba el acero, y vio la puerta abierta y a un soldado que le conminaba a avanzar. Murmurando por lo bajo y tragándose su propia rabia, salió de la celda y avanzó por el pasillo bien arropado por las armas de los funcionarios, quienes, a la vez, le indicaban la dirección a seguir sin contemplaciones. Pronto creyó ver luz natural al final de un fuerte recodo y aceleró la marcha sin encontrar impedimento alguno por parte de los vigilantes… Así fue como salió al exterior por primera vez desde hacía mucho tiempo, sin darse cuenta de que la puerta que acababa de traspasar se cerraba a su espalda sin exhalar un quejido.

El pobre asiático tardó varios segundos en adaptarse a la clara luz de aquel sol.

Cuando abrió los ojos por fin vio que estaba en la arena de una especie de circo o plaza de toros. Los altos muros cercaban y limitaban el ruedo separándolo de las gradas que, obviamente, estaban destinadas al público. Pero por aquel entonces el raro coliseo estaba vacío, sin persona alguna. Sólo habían unos guardias que, estratégicamente repartidos y armados hasta los dientes, vigilaban atentos todo lo que ocurría, o podía ocurrir, en la arena del coso. Allí, en el centro geométrico del mismo, había un grupo de prisioneros que, de pie o sentados, estaban solazándose con el aire y el calor del cielo…

Uno de ellos avanzó decidido hacia Nauj al verlo algo desorientado:

—¡Hola, chino!

—¿Ocram…?

—Sí, soy yo. ¿Qué tal estás?

—Bien, bien… ¿qué significa esto?

—Vamos hacia el grupo. Entre aquellos presos estaremos más seguros.

—¿Todos están condenados como nosotros?

—Creo que sí.

—¿Qué han hecho?

—Nada, oponerse al Dictador.

Todos los miraban de reojo aunque los saludaban con gestos y sonrisas más o menos forzadas. Sin embargo, sin conocerlos y por el simple hecho de estar abocados a la misma suerte, una corriente de simpatía los envolvía y los hermanaba… Así que les dejaron sitio en el centro de un grupo y ellos se tumbaron en el suelo, el uno al lado del otro, dando la cara a Thuban.

—¿Sabes algo más de Macondo?

—No… Oye, ¿por qué nos han dejado salir? ¿A que se debe este cambio en la rutina?

—No lo sé realmente, pero me imagino que quieren que nos acostumbremos al exterior y a la arena para que el día D aparezcamos sanos, rollizos y con buen aspecto. ¿No has notado que el desayuno ha sido más copioso que de costumbre?

—Sí.

—Por lo que he podido saber a través de uno de éstos, saldremos cada día hasta que se celebren los Juegos.

—Pues, qué bien…

Unos pitidos escalofriantes los galvanizaron y todos se pusieron de pie casi al unísono. Las puertas de acceso se habían abierto para dejar paso a varios soldados mientras los altavoces voceaban algo que no entendían; pero, aun así y todo, imitaron al resto de reclusos que ya se estaban alineando en cuatro de fondo…

En aquel momento, Macondo llamó:

—Nauj… Llamando a Nauj… ¡Aquí Macondo!

—Macondo… Stop. Macondo… Stop. No puedo seguir…

—Enterado, enterado. Llamaré más tarde.

—Lo siento…

—Corto y cierro.

—¿Qué te pasa?— quiso saber el americano, hablando entre dientes.

—Era Macondo… ¡Chitón, viene un fulano!

En efecto, un soldado con cara de pocos amigos estaba recorriendo las filas de prisioneros observando los gestos, las miradas y sobretodo, las actitudes simuladas… Otros funcionarios estaban trasladando una especie de tarima que dejaron plantada delante mismo de la formación… Entonces, un jefe del Estado Mayor apareció seguido de su séquito. Se subió al podio con parsimonia y les dedicó una arenga que ellos no entendieron ni una sola palabra, pero a juzgar por las caras de circunstancias que ponían sus actuales compañeros comprendieron que no les había hecho ninguna gracia. Luego vino lo peor: Los altavoces iniciaron una marcha militar, un himno, y todos empezaron a cantar de mala gana levantando el brazo derecho a la manera nazi… y si alguno no lo hacía suficientemente, un golpe de culata le enseñaba cuál era la medida exacta.

Nuestros hombres se hicieron cargo de la situación en el acto y gesticulando a conciencia, levantaron los brazos como había que levantarlos y gritaron los ¡vivas! como había que gritarlos…

Cuando terminó la charada los hicieron volver a sus celdas respectivas sin concederles siquiera la oportunidad de intercambiar palabra… Así que se cerraron las puertas, se corrieron los cerrojos, se conectaron las alarmas… y se engendró la oscuridad.

 

9

En aquel momento, en el desierto, el vehículo blindado capturado al enemigo estaba pasando el primer control sin dificultad alguna, pero cuando enfilaron por el centro de la calle que formaban las tiendas de campaña, empezaron a actuar:

Las armas automáticas de los terrestres y guerrilleros escupieron fuego y metralla, segando la vida a toda figura en movimiento. El caos fue inenarrable. El enemigo no sabía quién o quiénes eran los que los abatían con duros mensajes de dolor y muerte. Llevaban sus uniformes y disparaban sus armas contra ellos, ¡qué disparate! Pero cuando todos adquirieron la suficiente conciencia, también ellos empezaron a disparar a diestro y siniestro causando más bajas entre sí que las producidas por el comando atacante. Las órdenes y los gritos se entremezclaban, se anulaban y aun se contradecían. Nadie sabía en realidad lo que estaba pasando y la mayoría, en su afán de huir del alcance de los rayos aniquiladores, empezó a correr hacia el exterior de las tiendas y se encontró en el mismo centro de fuego… ¡Huían del calor para encontrar las llamas!

Los soldados del Imperio que estaban de guardia en la cosmonave, al oír la refriega, corrieron en ayuda de sus iguales sorprendidos y desorientados, pero con las armas a punto. Es verdad que todos estaban contraviniendo las órdenes, pero no podían hacer otra cosa pues la misma sorpresa les impedía pensar con cierta claridad… Mas no pudieron llegar al campamento, ni dispararon un solo tiro… Se toparon con los tres terrestres, con Ralf y con uno de sus hombres, y no tuvieron opción. En aquella ocasión, las armas extranjeras, preparadas para matar, resultaron decisivas. Y la batalla por la nave terminó casi antes de empezar…

Macondo, de un fuerte salto, asió la escalerilla y empezó a subir por el lomo de la lanzadera seguido por Leugim. Abajo, y sin perder de vista el campamento cercano, los tres hombres restantes permanecían agazapados detrás de una roca, cubriendo la zona para evitar sorpresas.

Cuando el capitán llegó a la compuerta, penetró en la nave y corrió hasta la sala de mando del puente siguiendo los puntos de seguridad del DEE, cubierto por el africano en todo momento.

—¡Adelante, no hay nadie!

—¿Qué han hecho aquí estos desgraciados?

Cintas y documentos desordenados sembraban el suelo; pero, después de un examen de urgencia, no apreciaron daños de consideración. Sólo el enorme boquete de la pared requeriría de todo su saber.

Macondo se sentó en su sillón y tanteó los botones de arranque de la energía y todos los motores de la nave respondieron al punto con alegría.

—Menos mal —dijo, después de hacer bastantes cálculos y comprobaciones más—. Estos fulanos no han hecho más daño que el que se puede ver en la pared de la nave, al menos en lo que he podido comprobar hasta ahora… Bien, veamos cómo sigue lo de abajo.

Conectó el panel central y orientó los controles hacia las coordenadas de lo que quería ver:

La lucha tocaba a su fin en el campamento enemigo, cuyos ocupantes de estaban rindiendo unos tras otros, por lo que no tuvo que intervenir desde la nave. El factor sorpresa había sido determinante y la fuerza de la razón decisiva:

La cosmonave Eolo IV estaba ya a salvo y en buenas manos… ¡de momento!

 

10

En aquellos instantes, en el escondido cuartel guerrillero de la capital, todo era actividad:

Varias parejas de paisanos entraban y salían de sótanos y dependencias llevando varias carpetas, órdenes, datos, comunicados y material de todo tipo. Eran la avanzadilla de la nueva oposición. Todos escogidos.  A diferencia de los moradores de las cavernas, eran agresivos y estaban juramentados para matar… ¡o morir!

Sin embargo, una organización paramilitar de aquellas características por fuerza tenía que constituir un problema para el padre de Amaranta, el presidente del Gobierno Provisional del planeta, el cual, a pesar suyo, tenía que tolerarla como mal menor sabiendo que muchos de ellos habían nacido y crecido en la clandestinidad…

Así que crecían formando una organización especial: ¡Ni cogían prisioneros, ni se dejaban coger vivos! Las fuerzas del Dictador sabían por propia experiencia lo que aquello significaba. La suya era una lucha sin cuartel… ¡Ni lo daban, ni lo pedían! Eran fruto de las circunstancias, hijos de la represión, herederos del totalitarismo irracional… ¡Guerrilleros urbanos, Iota, V División, rama militar!

 

———

CAPÍTULO QUINTO

QUINTA NOCHE

  1

Tras el rápido combate por el rescate de la nave, los tres terrestres y Ralf se habían reunido en el puente de mando de la misma, después de haber escogido a seis hombres para que se llevasen a las montañas a todos los presos, eso también incluía a los paralizados del oasis, a bordo del excelente material conquistado.

Iban destinados a la escuela de adaptación militar cuyo principal objetivo era la de dar una oportunidad educativa y sumarse a las fuerzas revolucionarias. Resultaba que muy pocos soldados del Dictador estaban concienciados con la causa que defendían los rebeldes. La mayoría de ellos se movían dominados por la propaganda oficial hasta extremos indecibles. Y en aquella escuela tenían el tiempo y la ocasión para conocer la verdad y la razón, y muchos la aceptaban por diversas causas: Unos porque era una manera de escapar con vida; pero otros, se unían a la oposición de buen grado, por manifestar su repulsa a la sociedad que los había creado, por haber sido moldeados o manipulados por un gobierno sólo de hecho y por estar cansados de ser los instrumentos activos de la represión. Es verdad que habían inmovilistas que no aceptaban el cambio de ninguna manera, pero era cuestión de tiempo. Pronto se daban cuenta de que entre los guerrilleros se respetaban los criterios, se reconocían las libertades y hasta se permitían las creencias religiosas.

El ministerio de la Guerra, en colaboración con el de Cultura, tenía especial interés en la academia por creerla un instrumento indispensable para sus fines y para su causa. Porque la verdad es que sus ejércitos necesitaban más hombres y mujeres que los que cada día acudían a sus filas voluntariamente, por procedimientos naturales. Claro que, ante las adhesiones semiforzosas, los mandos tendían a obrar con cautela destinando a los nuevos reclutas a aquellas unidades que se caracterizaban por su poca importancia logística y fácil vigilancia.

De esta forma, el joven ejército Iota crecía en hombres, material e informaciones…

 

2

Los cinco soldados restantes de la patrulla, todos ilesos, salvo dos pequeñas heridas que fueron bien controladas rápidamente, vigilaban alrededor de la cosmonave por si aparecían los dos batallones enemigos; mientras que, sus jefes, en la sala de mando, repasaban el resto del plan de Macondo:

—Lo importante ahora es salir de aquí con la nave.

—¿Crees que podremos lograrlo?

—Sí… Oye Ralf, ¿conoces algún lugar adecuado para descender con ella cerca de vuestra base principal?

El teniente asistió con una señal de cabeza y extendió un mapa de campaña sobre una mesa, afirmando:

—¡Aquí, en estas montañas hay un volcán apagado lo suficientemente ancho como para acogeros! Si podemos llegar hasta allí, sería fácil enmascarar vuestro vehículo espacial.

—¡Estupendo!

—¿Y podríamos vigilarlo bien?

—¡Y tanto! El volcán en cuestión disimula hábilmente una de nuestras salidas al mundo exterior.

—Bien, pues, ¡manos a la obra! Leugim, echa un vistazo a la sala de motores por si hubiera algún desperfecto no detectado.

—¡En seguida!— y el aludido desapareció.

—Solrac, por favor, estudia las coordenadas del volcán.

—De acuerdo— el cronógrafo trasladó los datos del mapa del suboficial iota a la clara cuadrícula del panel central y empezó a manipular distancias y tiempos.

—Teniente, ¿cuánto tardará en llegar la avanzadilla de la división investigadora de la capital?

—Pueden estar aquí antes de seis horas.

—Tenemos tiempo de sobra…

—Me preocupan más los dos batallones que están por la zona.

—Sí, no los podemos despreciar, pero teniendo la nave en nuestro poder no son de temer.

—¿Qué quiere decir…?

—¡Jefe! ¡No hay novedad abajo! —gritó Leugim, a la par que entraba en la estancia—. No han forzado ni la puerta de seguridad, ni el pasillo circular, ni siquiera han llegado al reactor. Me imagino que era complejo para ellos.

—¡Estupendo!

—Sin embargo, he notado que el aire está enrarecido allá abajo…

Solrac dejó de prestar atención a lo que estaba haciendo y miró a Macondo interrogativamente, mientras terminaba el africano:

—Grado seis… y subiendo.

—¡Vaya! Eso sí que es una contrariedad. Pues habrá que reparar el purificador…

—¿Pasa algo grave?

—¡No, ya nos arreglaremos!

—¿Cómo?

—Volando bajo… ¿Cómo va eso, Solrac?

—Ya he terminado.

—Perfecto.

—Capitán, ¿qué vamos a hacer con el boquete?

—Dejarlo así, Leugim. No tenemos tiempo para hacer otra cosa. Además, nos ayudará a renovar el aire… Ralf, llama a todos tus hombres.

—Ellos pueden irse por su cuenta.

—¡Qué suban!

—¡A… la orden!— después, usando su radio portátil y la frecuencia adecuada, llamó a los suyos por sus nombres y poco a poco fueron apareciendo por la compuerta con vivos gestos de sorpresa y temor. Temor que se disipaba un tanto al ver la sonrisa del africano que les daba la bienvenida con los gestos más tranquilizadores que fue capaz de articular. Así, cuando el último de aquellos cinco revolucionarios estuvo más o menos seguro en la cubierta de la nave, éste bramó:

—¡Todos a bordo, capitán!

—¡Enterado! Iza la escalera.

—Ya está recogida, señor.

—¡Cierra la compuerta!

—¡Compuerta cerrada y la campana bloqueada, señor! Aunque para maldita cosa va a servir con el boquete del fuselaje…

—¡A vuestros puestos! —los dos terrestres imitaron con velocidad al comandante y se sentaron en sus respectivos sillones de vuelo conectando los botones, cinturones y dispositivos—. Vosotros, echaros al suelo y cogeos donde podáis, ¿eh, entendido? —los rebeldes miraban atónitos a Macondo sin llegar a comprender lo que estaban a punto de sentir y experimentar— ¡Ralf, explícaselo!

El teniente, que tampoco las tenía todas consigo, tradujo la orden y fue obedecido al punto. Se tumbaron en el piso de acero y cerrando los ojos se asieron a soportes y barras. Macondo sonrió. Dio un vistazo final a los paneles, sobre todo al central que Leugim había accionado ya mientras rastreaba los alrededores, y se dispuso a partir… En la bitácora se transparentaban medianamente bien las coordenadas trazadas por Solrac y las que señalaban su actual posición. Correcto. Miró a los hombres por última vez y estos levantaron el pulgar de la mano derecha hasta la altura de sus frentes cómo dando conformidad a los muchos instrumentos de su competencia y un poco cómo deseándose suerte mutua…

—Bien, ¡vamos allá! —Macondo conectó los motores y éstos respondieron con un rugido más ostensible que lo normal debido a que el sonido les llegaba sin distorsionar a través de la abertura del casco. Toda la nave vibraba nerviosamente esperando las órdenes, deseando partir, anhelando salir de allí… Poco a poco, mimosamente, los aceleró y los rotores respondieron a las indicaciones sin defraudar a su dueño. Asió el timón, y el vehículo se levantó del suelo con rapidez aplastando aún más a los hombres de Ralf que no las tenían todas consigo. A dos mil metros de altitud, el capitán Macondo niveló la nave no queriendo subir más para no perder el indispensable oxígeno atmosférico. Claro que a aquella altura no podía poner el piloto automático por temor a los accidentes del terreno y tenía que gobernarla de forma manual con los consiguientes sobresaltos. Bien, no iba a ser difícil en un trayecto tan corto…— Ya podéis levantaros todos. Vamos tan lentos y bajos que no hay peligro alguno.

Los soldados obedecieron tan pronto como Ralf se lo indicó e iban de una tronera a otra maravillados por un espectáculo que no habían visto jamás.

—Leugim —siguió hablando el oficial terrestre—, no pierdas de vista los alrededores. A esta altura podemos ser algo vulnerables.

—Bien.

—Solrac, procura comunicar con Nauj y dale la buena nueva.

—En seguida.

Ralf, más suelto que sus hombres, se acercó al sillón de Macondo y admiró todos y cada uno de los instrumentos: Vio a través del sensor cómo la nave se iba acercando más y más al centro de las cuatro coordinadas fijadas de antemano, cómo las cifras hablaban de cierta velocidad, distancia o altura; cómo, a un imperceptible movimiento de la mano del terrestre, derivaba hacia un lado u otro o subía o bajaba; cómo, en fin, en el panel del centro, las rápidas imágenes se sucedían unas a otras casi sin fijar o determinar contornos… ¡y se maravilló! En aquel momento no sentía ninguna animosidad contra aquel capitán, la cuestión personal quedaba relegada a segundo término. Si era capaz de dirigir tan bien a un monstruo como aquel, evidentemente era superior. Por primera vez en su vida creyó ver alguna posibilidad en infringir una derrota real al Dictador… Con aquella lanzadera de parte de su causa, no podían perder. Desde luego que no. Convenía mimar al comandante, incluso sacrificando lo que quería más. Iba a exponer todas sus ideas al terrestre tratando de ofrecer su colaboración, cuando la voz de Leugim cercenó su frase de raíz:

—¡Atención capitán, cuadrante superior derecha!

Todos los que le entendieron miraron enseguida hacia la gran pantalla.

Unos vieron sólo manchas incoloras, pero otros sabían lo que significaba…

—Solrac, distancia.

—Treinta kilómetros a nuestro norte… Quince a nuestro este.

—Bien. Preparados.

—¿Qué pasa?- quiso saber el teniente Iota.

—Los dos batallones vienen a nuestro encuentro.

—¡Estamos perdidos!

Leugim y Solrac miraron con condescendencia mientras Macondo seguía diciendo:

—No, no necesariamente. ¿Cómo los quieres? ¿Vivos o muertos?

—¿Eh? Pues si puedo escoger, vivos, vivos…– balbuceó, sin creérselo del todo.

—De acuerdo. Qué tus hombres se estén quietos si es que pueden— terminó, al verlos nerviosos y jugueteando con sus armas.

Ralf atinó a dar la orden.

—Vamos a subir al máximo aunque tengamos problemas con el oxígeno. Así, respirar de forma lenta y profunda… Terminaremos en unos momentos.

Cuando los soldados entendieron lo que se les pedía se miraron unos a otros sin dar demasiado crédito a las raras palabras de su jefe, pero cuando notaron que la nave no dejaba de subir, lo comprendieron del todo, al menos al experimentar en sus carnes las consecuencias de la ligera falta de oxígeno y gravedad, se comportaron como cabía esperar.

Luego, tan pronto como estuvieron a tiro los soldados del Imperio, Macondo hizo una señal a Leugim y esperó. El africano se pegó al visor y en un momento dado activó el sistema letal encendiendo una luz roja. A los pocos segundos, el hongo provocado por el cohete teledirigido oscureció Thuban. Nada más aparecer el primer destello rojo, el comandante giró el timón casi noventa grados a babor por lo que las emanaciones tóxicas se quedaron a la derecha de la ruta seguida por la cosmonave.

Solrac amplió el cuadrante adecuado del panel central y todos vieron como los soldados enemigos caían al suelo como peleles dejando las armas tiradas y abandonadas y los carros blindados parados de cualquier manera.

—Felicidades, Leugim.

—Gracias, señor.

—Ralf, avisa a tu base para que los recojan.

—¡Sí, señor!

—Vamos a corregir de nuevo la ruta.

—De acuerdo… señor.

El teniente Iota no salió de su asombro ni hablando con Amaranta y sólo después de haber explicado los últimos acontecimientos empezó a ser el mismo, lo que no ocurrió con sus pobres compañeros que, tal vez más nerviosos, reaccionaron mucho más tarde. De todas formas, en las caras de los enocitas que estaban a bordo se podía leer el respeto que les producía tener semejantes aliados.

¡Aquélla experiencia la recordarían toda su vida!

 

3

La noticia de la recuperación de la nave y la captura de los regimientos imperiales corrió como un reguero de pólvora por las cuevas y cavernas y, en consecuencia, llegó hasta la Secretaría de la Guerra:

¡Ahora podrían cambiar el equilibrio del planeta, pues la hora de la ansiada liberación parecía estar al alcance de la mano…!

Siul avisó a sus colaboradores y mantuvo una sentida conferencia, después se fue a ver al Presidente y ambos dictaron los planes a seguir. Desde allí, desde el mismo despacho del padre de Amaranta, se dieron las órdenes para recoger el material enemigo y los soldados dormidos.

 

4

Nauj aún pudo explicar a Ocram toda la aventura antes de que les sirvieran la cena.

Por cierto, aquella noche la encontraron distinta y hasta la saborearon. Ocram había descubierto la letra griega iota en un extremo de la servilleta, pero no lo asoció con nada especial por ignorar el nombre del grupo guerrillero que comenzaba a ayudarles. Pero cuando se lo dijo a Nauj, éste la identificó con un mensaje. Un mensaje sin significado aparente, bien es verdad, pero mensaje al fin. Era una letra muy importante de un idioma base en la tierra y aquello, aparte de provocar sus vibraciones de filólogo, tenía que decir algo por fuerza. No era normal que cambiaran de calidad de comida y servicio sin ninguna razón aparente. Su instinto le decía que el mensaje debía ser importante y que ya no podía esperar. Trató de hablar con Macondo tan pronto como terminó la última ronda de la guardia, pero no consiguió su propósito en sus primeros cinco intentos.

 

5

Media hora tardó la lanzadera en situarse en la boca del cráter elegido.

A pesar de la accidentada superficie, el terreno estaba despejado. La base guerrillera había sido alertada y entre todos habían hecho un buen trabajo convirtiendo una zona bastante amplia en un buen campo de aterrizaje. Por eso la nave no tuvo dificultad en aterrizar de forma vertical. Poco a poco, la Eolo IV, fue descendiendo guiada por la experta mano de su comandante y a los pocos minutos se posaba en aquella superficie sin contratiempos… Luego, se apagaron los motores, se abrieron las escotillas y se colocó la escalera…

Los guerrilleros del teniente Ralf fueron los primeros en desembarcar bajando los escalones de dos en dos y apartándose de la nave lo más rápido que les fue posible.

Cuando lo hicieron el teniente iota y los terrestres, una comisión de oficiales y soldados acudió a recibirlos entre el estruendo de las ovaciones de los civiles. Después de un breve diálogo acordaron camuflar la lanzadera de tal forma que resistiera un casual examen de los enemigos. Por eso, a las pocas horas, el casco aparecía cubierto por una red de color negruzco que hacía buen juego con las paredes del cráter, pero estaba puesta de tal forma que permitía el acceso a la misma y a la pared dañada. En seguida, una cuadrilla de obreros dirigidos por Leugim se pusieron a trabajar en el acero retorcido y cuando la planta reventada estuvo soldada por el exterior a gusto del exigente africano, aplicaron por el interior de la nave una capa superficial, autosecante, suministrada por su propio taller, la cual tenía un gran peso molecular y la virtud de sellar cualquier tipo de grieta, orificio o fisura producida en el espacio por algún meteorito o cualquier otro cuerpo raro de la misma naturaleza. Era pues una resina metálica que aplicada a pistola había salvado ya a cientos y cientos de vidas del Departamento del Espacio Exterior y por eso era obligatorio llevarla en todas las aeronaves del cosmos conocido.

Una vez que la lanzadera estuvo reparada, y a gusto de Leugim, Macondo se enfundó el traje espacial e hizo que Solrac le imitara. Enseguida, se desalojó a trabajadores, soldados y varios ociosos e hizo el vacío de crucero en su interior y, ayudado por el oceánico, controló la presión y estanqueidad a situaciones extremas. Al cabo de las tres pruebas distintas, el europeo dio la conformidad, abrió la campana y la compuerta, oxigenó todo el ambiente y se dispuso a recibir a Siul pues había tenido noticias de que éste estaba vivamente interesado en ver la Eolo IV y a tal fin se había desplazado expresamente desde su despacho al vacío volcán tan pronto como supo que la nave estaba segura.

Macondo se lo enseñó todo, incluso la sala de motores cuando hubo eliminado las mortales emanaciones y el reactor, pero no quiso explicarle ni su funcionamiento, ni el alcance de las armas defensivas que llevaban a bordo. Pero, aun así, el ministro de la Guerra salió impresionado por la grandeza y el poder de la nave voladora, virtud ésta que dijo saber apreciar por encima de cualquier otra cosa. E incluso se atrevió a pedir al capitán terrestre que lo subiese al cielo a la primera oportunidad y aunque sólo fuese por un corto momento. En aquel planeta sin pájaros, nadie había volado antes de que lo hicieran los siete altos hombres de su ejército y era cuestión de probar a pesar de que sabía de que ellos habían huido despavoridos. Era una cuestión de principio… Así que no se quedó tranquilo hasta que Macondo se lo prometió…

Y cuando se trasladaron todos a la base central, dejando los indispensables centinelas en el cráter, quiso celebrar una reunión al más alto nivel para estudiar la estrategia a seguir. Los tres terrestres ya no eran meros visitantes con más o menos buena voluntad, con su aeronave se habían convertido en aliados formidables. Por eso, tras descansar un poco en sus aposentos, se reunieron de nuevo en una sala acondicionada al efecto.

La primera disposición tomada fue comunicar a la V División el éxito del rescate de la lanzadera.

 

6

La noticia fue acogida en la capital con la euforia que requería el caso, pues por primera vez en cuatro lustros tenían de su parte algo que valía la pena.

El comandante infiltrado en la urbe, a su vez y en justa correspondencia, informó que ya se habían puesto en contacto con los dos prisioneros mediante el anagrama guerrillero pintado en una servilleta y que iba a seguir un escalonamiento progresivo en la ayuda e información orientada a que los terrestres supieran que no estaban solos ni desamparados.

Siul, desde la central, le aconsejó prudencia y que fuera preparándose para que cualquier tipo de acción, interior y exterior, fuese coordinada conjuntamente para ganar en eficacia.

 

7

Macondo, por su parte, al estar de nuevo en sus buenas habitaciones, quiso ampliar más las noticias de Nauj y ordenó que le pusieran en contacto con él.

Así, lo primero que le dijo al asiático después de que tuvieran lugar las identificaciones, fue lo de la servilleta. Y cuando el capitán le hubo explicado su significado, el mozo se sintió esperanzado. Era una buena cosa saber que Ocram y él ya no estaban solos y abandonados a su suerte.

Luego, ya más tranquilo, le dijo lo de la salida a la arena del circo y lo que había ocurrido en ella mientras que, a su vez, recibía información acerca de los Juegos y del peligro al que estaban abocados

—Pero no te preocupes demasiado. Con la aeronave en nuestro poder, os rescataremos a tiempo. Tener confianza y aguantar firmes.

—Descuida, así lo haremos. Ahora mismo hablaré con Ocram y le daré las buenas noticias.

—No dejes de hacerlo pues es una buena terapia. Por cierto, ¿cómo está?

—Muy bien.

—¿Está deprimido?

—No, no lo reconocerías. Parece que la adversidad ha despertado su entereza y es él que me anima a mí.

—Me alegro, pero no te hagas demasiadas ilusiones pues en cualquier momento puede derrumbarse… Bien, voy a cerrar. ¡Qué pases buena noche!

—Igualmente. Saluda a los muchachos.

—De tu parte… Corto y cierro.

Leugim y Solrac, que ahora estaban a lado de Macondo, preguntaron a la vez:

—¿Les han tratado bien?

—Parece ser que sí. Me ha dicho que hoy les han sacado a la arena.

—¿Arena…?— ambos se miraron interrogativamente.

—Una especie de circo que es el escenario de los Juegos de Primavera.

—¡Ah!

—Supongo que los rescataremos antes de que empiecen, ¿no?

—Lo intentaremos.

—¿Qué podemos hacer?

—De momento dormir, mañana…

—¿Puedo pasar?— Amaranta estaba en la puerta en una actitud expectante.

—Adelante, adelante —Leugim salió a su encuentro y la dejó pasar solícitamente—. Mi coronel, ¿a qué debemos el honor de su visita a estas horas?

—Pues… quería comentar nuestros planes —la chica se sentó en la silla que le ofrecían y miró con curiosidad a los tres hombres que permanecían de pie, un poco sin saber qué hacer—. ¿Cuándo queréis entrar en la capital?

—¡Cuánto antes! —Macondo se sentó frente a la mujer, al otro extremo de la mesa, sin notar que sus hombres se iban del salón sin hacer ningún ruido—. Quisiera ver sobre el terreno la cárcel y sus alrededores.

—Precisamente traigo mapas y fotografías de la zona— apuntó Amaranta, ya mucho más tranquila y dueña de sí misma.

—Estupendo.

La muchacha puso sobre la mesa la carpeta que llevaba y desparramó sobre la superficie de la misma los mapas y la documentación anunciada. Macondo se levantó a medias y sin darse mucha cuenta se fue acercando a la mujer hasta casi rozar su inclinada cabeza. Su perfume lo envolvió de inmediato y al levantar la vista sorprendido se encontró con la de ella. Bajó los ojos con rapidez y vio la parte superior de sus apretados senos a través del amplio escote de la guerrera abierto como por casualidad… Y no pudo resistir la tentación: Le cogió la cara con las manos y la besó profundamente sin que ella tratase de escapar; al contrario, aguantó firme cerrando los ojos totalmente entregada. Macondo aflojó la presión por fin mientras la ayudaba a levantarse y a fundirse en un abrazo profundo. Enseguida notó dos cosas: ¡Qué le temblaban las piernas y que ella estaba llorando!

Trató de enjugarle los ojos a besos, pero no tuvo éxito. Las convulsiones del pecho de Amaranta se hicieron más pronunciadas, mas intensas… Luego, lo intentó con las manos, luego con su propio cabello…

Así estuvieron varios minutos, besándose sin cuartel, cómo si el mundo pudiera acabarse de un momento a otro.

Poco a poco, en silencio, el capitán fue guiando a la mujer hasta su dormitorio y allí, entre beso y beso, la fue desnudando siguiendo una especie de ritual no escrito en ningún libro de amor… Macondo no había visto antes una mujer tan bella. Fue un segundo intenso porque ella se pegó a su cuerpo en un arranque de pudor.

Toda ella gritaba entrega y todo él deseo y protección… La penetración fue lógica y vino como el verano sigue a la primavera, como el día a la noche…

El terrestre Macondo no sentía ningún remordimiento cuando echado acostado al lado de Amaranta repasaba los últimos acontecimientos del día. Sin embargo, ya no podía dormir. Algo le inquietaba. ¿Qué podía ser? Acarició el pelo y los hombros de la mujer iota, pero no percibió respuesta alguna. La mujer estaba dormida, feliz, segura, confiada. Se había entregado a un hombre a conciencia, sabiendo lo que hacía, ¿por qué no iba a dormir? Es más, jamás había dormido menor. No había herido ética alguna porque se había entregado por amor y el amor todo lo purifica. El amor era y es el lenguaje de los humanos, un lenguaje que refresca con la brisa o convierte cualquier lecho en un Etna desbocado… Aquello era el amor. No podía haber suciedad en una entrega por amor, ni en una posesión por cariño consciente… Ahora bien, ¿qué tipo de amor era el de él? ¿La había aceptado como alguien que acepta una fruta apetitosa que le ofrecen? ¿La había poseído por despecho? ¿Por mitigar su soledad? ¿Por venganza? ¿Por qué…? La imagen de Roma le vino a la mente de forma clara y hasta creyó ver en su cara una sonrisa burlona mientras le taladraba con sus ojos duros e inexpresivos… ¡Eh, alto, un momento! No tenía por qué reprocharle nada. ¿No le había pedido y obtenido el raro divorcio? Pues, él era libre y mayor de edad para hacer lo que le viniese en gana… No, no, por ahí no podía estar el motivo de su inquietud. ¿No sería que amaba aún a su exmujer aún, mientras estaba poseyendo a Amaranta? Si era sí, ¿tenía algún derecho para dormir con ella?

Se levantó de la cama y se duchó veinte veces, mas sus pensamientos no dejaron de atormentarlo. Luego, se vistió y ya que no podía dormir y quería alejar sus dudas y remordimientos, salió del dormitorio y se enfrascó en el estudio de las fotos y mapas que le había traído la mujer. Al poco rato, la magnitud del problema disolvió la madeja de pensamientos contradictorios y el sueño reparador le sorprendió sentado, con un mapa de la capital del Imperio en la mano.

 

8

Sin embargo, en el Cuartel General de la V División no se dormía.

El oficial de guardia estaba recopilando datos e informes que le llegaban de todos los colaboradores de la ciudad. Por ellos supo que estaban preparando a los prisioneros para los Juegos…

 

9

A la sesión de aquella mañana, había seguido una clase teórica por la noche, justo después de cenar. El orador se había extendido en los considerandos de la política, luego, ensalzando las virtudes del Dictador, del Salvador de la Patria, del Benefactor de la Familia y del Creador de la Nueva Sociedad…

Ocram y Nauj creyeron estar a salvo de la propaganda, pero alguien había previsto semejante contingencia y les había suministrado sendos auriculares a través de los cuales podían oír una nítida y perfecta traducción. Así que por allí no había escapatoria y tuvieron que tragarse la totalidad del discurso, cuya cadencia estaba estudiada para aquella hora de la noche. De manera que los fijos argumentos del orador entraron uno a uno en el alma de los oyentes, minando el cerebro, matando el espíritu y reblandeciendo la voluntad. Las frases  y aun las palabras arrullaban los sentidos invitando a la fina duermevela y la musicalidad de los sofismas nublaba la razón y maleaba la resistencia…

Los terrestres, sentados el uno al lado del otro, tardaron en darse cuenta de que aquello tenía toda la pinta de un lavado de cerebro, pero lo hicieron a tiempo. Mejor dicho, quien se dio cuenta enseguida fue Ocram. Gracias a su lógica matemática tenía poco espacio en el cerebro para los arpegios lingüísticos y se dijo que allí había algo más que una propaganda inocente. Se sacudió la cabeza con poder y energía y volvió totalmente en sí. Y al ver la cara de bobo de su compañero, desplazó su mano izquierda hasta tocar el brazo de Nauj y por contactos rítmicos de Morse, le hizo volver a la consciencia real previniéndole del peligro que corría:

—¡Atención, Nauj, no escuches el discurso! Pon la mente en blanco o piensa lo que quieras, pero no lo escuches.

—¿Eh? ¿Por qué? ¿Qué pasa? Es divertido— le respondió el asiático por el mismo conducto.

—Esta sesión es destructiva y hasta trata de dañarnos el cerebro. Además, creo que nos han drogado con la cena. ¿No notas cierta euforia, cierta debilidad?

—Pues, sí…

—¡Aguanta! No van a doblegarnos ahora que sabemos que nos están ayudando.

—¡De acuerdo, ya no podrán conmigo! Eh, mira a nuestro alrededor y verás que cara de satisfacción tienen nuestros compañeros de infortunio.

—Sí, ya lo he notado. Están ya medio idiotas. Algunos deben llevar encerrados aquí mucho tiempo…

De pronto, Ocram sintió una mano que se apoyaba en su espalda, y se envaró:

—¡Cuidado, detrás nuestro…!

Nauj se volvió un tanto para ver al recluso que también tamborileaba con sus dedos las pautas del antiquísimo Morse.

—No se preocupen. Les entiendo bastante bien porque soy filólogo, un filólogo iota. La central me ha suministrado suficientes datos y conocimientos sobre su lengua y estoy aquí para poder ayudarles. Tendrán noticias mías. Ahora, rásquense la nuca si me han entendido.

Ocram se rascó la oreja distraídamente siendo imitado por Nauj segundos más tarde y casi al mismo tiempo en el que himno final cortaba la sesión.

Cuando estuvieron en la celda, el americano intercambió impresiones con su compañero:

—¿Crees que podemos fiarnos de él?

—No lo sé, aún. La verdad es que puede ser una trampa.

—Sí, debemos estar más alertas que nunca.

—Cierto…

—¡Buenas noches!

—¡Qué descanses!

Y se abandonaron en los camastros envueltos, como cada día, como siempre, por aquella luz verdosa.

También en la madrugada, unos ojos femeninos miraron a través de la tronera de la puerta de la celda del teniente. Pero no eran los ojos cansados de la noche anterior. Eran jóvenes, profundos, inquietos… Naturalmente, la mujer iba vestida con el uniforme del penal, pero era una guerrillera de la Quinta División introducida en la cárcel para iniciar el contacto con los terrestres:

¡Se había iniciado la primera fase del plan Helios que debía conseguir su libertad!

 

10

En aquellos momentos, la División de Ingenieros de la capital llegaba a la teórica zona de aterrizaje de la nave y se llevaba una sorpresa mayúscula:

La patrulla de vanguardia había pasado por la zona en cuestión sin ver nada anormal por lo que, diez kilómetros más al norte, al comprobar sus notas y coordenadas, se dieron cuenta de que se habían extraviado. Radiaron al mando su descubrimiento, el cual, tras hacer sus propias comprobaciones, radió que estaban sobre el terreno y que no habían señales ni de la nave, ni del regimiento que la guardaba. Nada. Pero como era ya noche cerrada y los reflectores que llevaban alumbraban parcialmente la zona, decidieron acampar allí hasta que se hiciese de día.

 

11

Solrac se despertó a las seis de la mañana.

Se duchó, se afeitó y se vistió con un impecable y limpio uniforme de guerrillero de los varios que habían puesto a su disposición en el armario ropero de su habitación. Sí, tenía prisa. Adivinaba que las acciones se iban a suceder sin descanso a partir de aquel día y tenía poco tiempo para cumplir el encargo de su capitán.

Salió al salón dispuesto a hacerse un buen café y se encontró a Macondo muy dormido sobre los mapas que llenaban la mesa.

“—¡Vaya! —pensó—. Debe haber trabajado toda la noche. Procuraré no hacer ruido.”

Así que, aquella mañana, se conformó con una pastilla de su propia ración de campaña. Y tras deshacerla en medio vaso de agua, la deglutió de un sorbo sin poder evitar una mueca. Se había acostumbrado de nuevo al café natural y aquella que acababa de tomar no era sino una asquerosa imitación. ¿Hasta dónde llegaría la Tierra en su afán de sintetizarlo todo? Los laboratorios terrestres habían pasado a ser las primeras fortunas del planeta y aunque en la mayoría de los casos eran estatales, giraban diariamente millones de óbolos de oro. ¿Acaso podría ser de otra forma? La corteza del planeta, agotada, ya no daba más de sí y todo era artificial, químicamente puro, pero artificial. Se decía que tal vez en el siglo siguiente las plantas comestibles brotarían de nuevo en los parques habilitados al efecto; sobretodo en Australia del sur, en cuyo continente se habían conseguido logros realmente espectaculares: En seis hectáreas de regadío se habían cosechado dos arrobas de aquella especie de gramínea parecida al trigo, pero con casi ningún valor proteínico. Era el principio. Y se mandaron muestras a todos los laboratorios de importancia, a las universidades y a los centros agrónomos. Claro, la verdad es que casi todos los entendidos no tenían mucha esperanza. Sabían que el mal estaba en la propia tierra calcinada por la fusión atómica de la última conflagración a nivel mundial. A lo mejor se podría conseguir el milagro con semillas y raíces de otros planetas. Sí, era la única esperanza…

Solrac se dijo que se llevaría muestras de aquel mundo ya que muchas plantas, incluso el café, crecían de forma simpática en el mantillo de las cuevas…

Salió de la sala, y de la vivienda, sin hacer ruido y ya en la calle túnel preguntó la ubicación del hospital al primer soldado que vio. Como éste no le entendía, el oceánico le hizo todo un repertorio de gestos: desde hacerle la señal interestelar que identificaba a una entidad sanitaria, hasta caerse al suelo simulando un ataque epiléptico… Al final, el iota comprendió y se le iluminó el rostro. Le señaló un vehículo neumático y Solrac lo tomó sin vacilación.

Diez minutos después estaba ante una gran oquedad, una falla natural de la montaña, llena por completo de una extraña construcción, blanca y fría, característica de todos los hospitales del universo.

Entró rápidamente y se encaró con la atónita enfermera de recepción que no le entendió ni una palabra. Por fin, haciendo gala de una paciencia desconocida para él, le enseñó el salvoconducto cedido por Siul para deambular con libertad por la ciudad subterránea y por todos sus edificios públicos. Aquello sí que lo entendió la empleada. Apretó una serie de timbres y al poco tiempo aparecieron por el pasillo lateral un capitán de la guardia y varios de sus soldados.

Hechas las presentaciones y comprobado el documento, el oficial hizo señal al biólogo para que le siguiera hasta el despacho del director jefe del centro. Solrac, haciendo de paso un guiño de inteligencia a la sorprendida servidora de la recepción, siguió al capitán a grandes zancadas.

 

12

Cuando aquella mañana sacaron a Ocram y a Nauj al exterior para tomar el sol procuraron identificar al hombre que se había puesto en contacto con ellos dos la noche anterior. Al final, le vieron hablando con tres internos más, pero cuando notó que se le acercaban los terrestres, de despidió y se fue al otro extremo. Ocram intentó seguirlo, haciéndose el despistado, pero uno de los hombres que había formado el grupo le puso el antebrazo en el pecho, delicada, pero de forma enérgica:

—¿Qué diablos…?

—Espera, teniente —el asiático le cogió el brazo y le habló con calma—. Tal vez no quieran que nos vean con nuestro hombre…

—Es posible— entonces se sacudió el antebrazo que le había impedido pasar y llevándose su propia diestra a los ojos a guisa de saludo, le dio la espalda siguiendo a Nauj que iba a tomar el sol de Thuban a otra parte.

 

13

Macondo se despertó al oír los gritos que daba Leugim en la ducha. Y lo bueno es que el africano se creía que cantaba bien…

Como siempre, el capitán terrestre se despertó de golpe. Vio sobre la mesa la documentación revuelta y la ordenó al momento. Precisamente, lo estaba haciendo siguiendo los impulsos de su ágil mente, cuándo se acordó de algo: Corrió a su cuarto y entró en él casi sin dar tiempo a que se abrieran las puertas automáticas.

¡Amaranta seguía durmiendo en su cama medio tapada por las sábanas…! De pronto, giró sobre sí misma y el europeo, una vez más, se maravilló del torrente de pelo que envolvía la almohada… Bueno, había que tomar una decisión… ¡y pronto! Tan fácil que le era tomarlas en el terreno bélico y tan difícil que le resultaban ahora. Pero, había que hacerlo. Y como no era hombre que perdía el tiempo en rodeos, se aseó y cambió sin hacer más ruido que el normal e indispensable. Luego, salió de la sala habitación y de la cueva que les hacía las veces de casa, y se dirigió al Cuartel General.

 

14

Solrac se enteró en el despacho del director del hospital que aquella noche habían ingresado a Ralf y a los seis soldados que volvieron con ellos a bordo de la nave.

El corazón le dio un vuelco, pues algo así se esperaba e, inmediatamente, pidió ver al teniente siendo complacido en el acto; es más, le fue puesto un médico interno a su disposición, a quien suministraron un traductor miniatura, y juntos fueron a ver a los iotas enfermos. Y cuando entraron en la habitación, Ralf ya se había levantado y estaba mirando al exterior apoyado en el marco de la ventana. Evidentemente, estaba falto de fuerzas a juzgar por el pobre saludo que pudo mascullar y por las grandes ojeras que sobresalían de su demacrada cara.

—Muchacho, ¿qué te ha pasado?

—Pues no lo sé. Me encontré mal de repente… cómo si flotara…

El médico local cogió la tablilla de los pies de la cama, y explicó:

—Ha sufrido una especie de asfixia producida por una repentina pérdida de glóbulos blancos en la sangre.

—¿Eh? —Solrac se interesó aún más—. ¿Puedo ver el último análisis? —el galeno local le tendió lo que le pedía—. ¿Cuándo empezaron a notar la pérdida de hematíes y el aumento de leucocitos?

—Inmediatamente después de haber ingresado en este centro. Lo trajeron sin sentido y…

—¡Por todos los canguros! Es increíble. Aquí dice que hubo una pérdida de más de un millón de hematíes por milímetro cúbico y un exagerado aumento de más de dos mil leucocitos.

—¿Y eso es importante?— quiso saber el teniente.

—Puede serlo. ¿Cuándo notaste que te ponías enfermo?

—A las pocas horas de haber llegado al cuartel… ¿Cómo están mis hombres?

—Se repondrán.

—Estupendo…

Solrac estaba dando vueltas a una idea:

—Doctor, ¿qué opina usted de todo esto?

—Pues, la verdad es que no lo entendemos. Los siete hombres estaban perfectamente sanos antes de ir a la misión que rescató su nave espacial y en su cartilla militar no figura ninguna enfermedad digna de mención. No sé… ¡es muy extraño!

—¿Me puedo llevar este análisis?

—Desde luego, desde luego. Si nos pudiese ayudar le estaríamos muy agradecidos.

—Pues mire, yo les ayudaría mejor si tuviese más datos. ¿Podrían hacerle otro recuento y una nueva fórmula del plasma del hombre que se encuentre peor?

—Sí, cuente con ello. Precisamente, dentro de una hora debemos hacérselo a los siete.

—¿Podría tener acceso al resultado?

—Haré que se lo envíen a su alojamiento tan pronto como lo tengamos dispuesto.

—Muy agradecido… ¡Hasta la vista, Ralf!

—Nos veremos pronto.

—Sí, claro…

—Saluda al capitán.

—De tu parte… ¡Adiós doctor, y gracias!

—¡Hasta la vista, señor!

Solrac, al salir del centro, no sabía si estaba preocupado o tan solo interesado. Distraídamente, palpaba el panel del análisis que se había guardado en la guerrera e iba andando sin ver dónde iba. Estaba pensando… Sin duda, Ralf había tenido un principio de leucemia, aunque la enfermedad en sí no le asustaba (estaban muy lejos aún los quinientos mil leucocitos que se necesitaban como mínimo por milímetro cúbico para haber algún peligro), sino cómo había llegado a aquel estado de cosas… No, la enfermedad había sido detectada muy a tiempo y a juzgar por las apariencias, el teniente se reponía a ojos vistas. Lo que realmente la inquietaba es que la sangre tenía un elemento desconocido para él… Un elemento altamente peligroso cuando el cuerpo que lo transportaba se elevaba a unos cuantos metros del suelo. ¿Cómo, si no, estaban enfermos los siete iotas que habían volado con ellos y no los otros que estaban allí después de haber vuelto en vehículos convencionales?

Pero como aún no estaba seguro de nada, no le habló a Macondo de sus sospechas… ¡Sólo le dijo lo que quería saber!

 

15

En aquellos momentos, el comandante jefe de la División Imperial de Ingenieros no salía de su asombro. Estaba acampado con sus hombres en la llanura donde debía haber estado anclada la nave extranjera y no había ningún rastro de ella, ni de los soldados que debían guardarla. Es verdad que sus rastreadores habían detectado suficientes huellas como para poder afirmar que aquel era el lugar exacto; sin embargo, allí no había nada de nada… ¡sólo el desierto que habían creado para arrinconar a la oposición!

Por fin, después de cambiar varias impresiones con sus ayudantes, llegó a la posible conclusión de que la extraña cosmonave había marchado tan enigmáticamente como había llegado.

Comunicó sus impresiones a la capital, pero se guardó de opinar acerca de la suerte que podía haber corrido el regimiento que la guardaba.

Así que, acabada la misión, optó por iniciar el camino de vuelta lo más cómodamente posible.

 

16

Leugim salió de su estancia y entró en el salón común fresco como una lechuga, pero algo inquieto y molesto por el silencio anormal que reinaba en la caverna que tenían. Mas al pensarlo mejor, no le dio importancia porque no era la primera vez que se levantaba antes que los otros. Desayunó a placer y con cierto deleite, y cuando terminó, tiró los platos y los utensilios usados al incinerador y se enfrascó en montar y conectar los dos “ojos espías” que se había traído de la nave.

Estos “ojos” eran unos raros artefactos que no abultaban más de los melocotones medianos y estaban erizados de púas. En realidad, cada uno de ellos era una unidad de televisión potentísima, con elementos suficientes para recoger y clasificar datos atmosféricos, grabar sonidos, conversaciones o imágenes y autodestruirse como una bomba en caso de que fuese necesario.

Montó, además, la pequeña y portátil estación receptora y la probó con uno de ellos. Lo conectó y lo hizo dar unas vueltas por la sala y por la vivienda sin otro interés que corregir cualquier fallo… Así, por simple casualidad, el “ojo espía”, conducido de forma algo distraída, entró en la sala habitación de Macondo y enfocó bien todos sus ángulos, paredes y rincones… Y la casa estaba en orden, como siempre. Pero, ¿aún no se había levantado el capitán? Eso sí que no cuadraba con la imagen que tenía de él.

“—En fin —pensó—, tal vez fuese mejor así, pues cuando se levantase podría comprobar que él sí que estaba listo y que había cumplido todas sus órdenes.”

Ya se regodeaba por haber ganado la mano al capitán aunque fuese por una sola vez… Movió el “ojo” hacia la salida cuando recordó más que vio una escena insólita: ¡La almohada estaba envuelta en pelo!

—¡Rayos! —masculló perfectamente consciente—. ¿Qué es eso? –enfocó de nuevo el visor hacia la cama y amplió el plano—. ¡Una mujer!

Se quedó tan sorprendido como si hubiera visto a un elefante tocar al piano un concierto de música clásica.

Así lo encontró Solrac:

—¡Hola a todos…! ¡Vaya! ¿Estás solo?

—¿Eh? Sí… sí. Oye australiano, mira, mira…— y señalaba insistentemente la pequeña pantalla.

—Bonita hembra, sí señor. Pero, ¿desde cuándo usas la ciencia para espiar a las vecinas?

—¡No seas burro! ¡Ésa… ésa es la habitación del capitán!

—¿Qué dices…? Si no puede ser. Claro que esta mañana lo he visto dormido encima de los mapas de la mesa… Leugim, ¿qué está pasando aquí?

—¡A mí que me cuentas! ¡No lo sé…! Es la primera vez que veo a Macondo metido en una aventurilla.

—La verdad es que no sabemos lo que ha pasado y que no podemos juzgar por las buenas —el propio Solrac hizo volver al “ojo espía” al salón ante la pasividad del duro africano—, ¡puede ser cualquier cosa!

—Sí, desde luego, pero, ¿no te resulta familiar esa mujer?

—No.

—Pues yo tengo un presentimiento.

—No seas agorero y al trabajo. Tenemos muchas cosas que hacer.

—Cierto, aunque yo ya he hecho todo lo mío.

—¡Venga!

—Está bien, veamos que queda. Por cierto, ¿de dónde vienes?

—Del hospital.

—¡Ah!

—Iba por otra cosa, pero al llegar allí he sabido que Ralf y sus hombres estaban ingresados y que lo habían pasado muy mal.

—¿Y eso?

El oceánico explicó todo lo que sabía hasta el momento, aunque se guardó para él sus sospechas e impresiones.

 

17

Macondo, mientras se dirigía andando hacia la cueva del  presidente, iba decidido a hablar con él acerca de sus sentimientos para con su hija Amaranta. Pero a medida que avanzaba, notaba flaquear sus pobres argumentos poco consistentes. Uno a uno se desmoronaban en el aire como castillos de arena.

Por eso, cuando llegó al cuerpo de guardia, cambió de parecer y pidió ser recibido por Siul; el cual, accedió en el acto.

Y allí, en su despacho, ultimaron el plan Helios, cuya característica más inmediata fue la aprobación de su entrada en la ciudad capital lo antes posible para estudiar el terreno directamente y colocar los “ojos espías” cerca de sus objetivos.

Casi sin darse cuenta se encontró de nuevo en la salida cogiendo de nuevo el vehículo que debía devolverlo a su casa. Mas, no estaba tranquilo. Y mientras duró el corto trayecto, creyó ver un reproche en cada mirada y una animosidad en cada gesto… En fin, ya aclararía aquello si podía en otro momento. Ahora lo que importaba era la acción, ¡era Helios! Era una pena haber cedido ante la inexperiencia de la mujer, pero el mal ya estaba hecho y ya no había remedio… Además, era libre y se casaría con ella si fuese necesario. Su honor no admitía otra salida. Ahora bien, la decisión tendría que tomarla ella… Tal vez fuesen los flecos de una pasión pasajera. Pero no, no podía ser. Sus miradas habían hablado de entrega; sus besos, habían transmitido deseo; sus lágrimas, habían gritado protección. No, no podía equivocarse en eso. Él estaba seguro de que la mujer podría haberse enamorado y que él sólo se había perdido y aprisionado en una red de dulzura y cariño… Si Roma hubiese sido la mitad de mujer que Amaranta, ¡aún estarían casados y formando la pareja más feliz del planeta! La nostalgia le hizo nublar los ojos y enrojecer la garganta… ¿es que no iba a olvidarla nunca?

La parada del vehículo le salvó de la agria respuesta y, de forma decidida, casi contento, entró en la casa:

—¡Hola, compañeros! ¿Alguna novedad en mi ausencia?

—¿Eh? ¡Hola…! No…

—¡Buenos días, capitán! No… ninguna.

Pero la mirada de inteligencia de sus hombres no le pasó desapercibida.

—¿Estáis bien?

—Sí… sí.

—¿Por qué lo dices?

—No sé. Os encuentro algo raros esta mañana.

—Todos tenemos algo que ocultar, ¿no?

—¡No os imaginéis cosas extrañas! —Macondo ya sabía que, de alguna manera, tenían noticias de lo sucedido—. No hay nada que no pueda explicaros…

—Vamos, capitán. No tienes por qué.

—¡Eh, no corráis tanto que no sabéis de qué va!

—Macondo, que la chica aún está en tu habitación.

—¿Qué?

—¿Quieres que nos demos una vuelta por ahí mientras se marcha?

—No. La verdad es que no quiero tener ningún secreto para vosotros…

—Lo decimos por ella.

—¡Ah!

—¿Dónde la has encontrado?

—Pero, ¿no sabéis quién es?

—Pues…

—La verdad… no…

—Oye —el africano quiso explicar su corazonada—, ¿no será…?

—¡Buenos días a todos!— Amaranta apareció en la sala totalmente vestida con el uniforme de coronel y el pelo recogido bajo su graciosa gorra.

—¡Rayos!

—¡Amaranta…!

—¡Ya lo decía yo!

—¡Hola, buenos días! —la tranquila visión de la muchacha galvanizó a Macondo que ya no sabía qué hacer con las manos. Ningún reproche. Ningún gesto. Nada. Y estaba sonriendo como si allí no hubiese pasado nada. Cómo si acabara de entrar por la puerta de la calle—. Venga chicos, no seáis estrechos. No me digáis que no lo sabíais… ¡A saludarla!

—¡Hola, preciosa…!

—¡Mi coronel, está muy guapa!

—¡Gracias!

—¿Te acompaño a casa?

—¡Oh, no te preocupes, Macondo! Qué, amigos, ¿no vais a invitarme a desayunar?

—¿Eh?

—¡Claro… claro— Solrac y Leugim se levantaron al mismo tiempo y casi chocaron el uno con el otro tratando de llegar a la pequeña despensa. Macondo, por su parte, apartó una silla de la mesa y la invitó a sentarse y cuando ella lo hubo hecho, sus manos se apoyaron expresamente en los hombros femeninos al mismo tiempo que las de ella buscaban, encontraban y acariciaban las suyas.

—Amaranta…

—No te preocupes. No te causaré ningún problema. Sólo quiero que me permitas estar a tu lado el mayor tiempo posible.

—Claro, pero quiero hablar con tu padre.

—No es necesario.

—Pero, quiero hacerlo…

—Sé que aún no me quieres…

—Amaranta…

—No me interrumpas. Déjame estar a tu lado y yo sabré cuándo me quieres de verdad. Entonces podrás hablar con él largo y tendido. Mientras tanto, me conformaré con quererte y tratar de que olvides a tu exmujer.

—Ya no me acuerdo de ella.

—Gracias por decirlo, pero sé que no es verdad. Quizá con el tiempo…— pero no quiso seguir al ver entrar a los dos hombres cargados de vituallas.

 

18

Aquel día, a Ocram y a Nauj, les permitieron comer en la cantina de la cárcel.

El comedor era una sala mediana en la que sólo cabían veinticinco hombres sentados en mesas de cinco plazas, pero era mejor comer allí que hacerlo solos en las celdas. Además, había una barra y tres camareras con ganas de servicio y para nuestros dos hombres aquello significaba mucho porque eran las tres primeras personas de la calle que veían desde hacía mucho tiempo. Ya empezaban a estar algo cansados de ver funcionarios o reclusos a su alrededor…

Los terrestres habían llegado los últimos en aquel turno, pues al entrar, sólo vieron dos sillas libres: Precisamente estaban situadas en la mesa en la que aparecía sentado su extraño interlocutor del día anterior. Los dos amigos se miraron entendiendo que aquella situación no podía ser casual. Luego, el soldado de la puerta le sindicó el sitio en cuestión y ellos se sentaron recibiendo muda indiferencia en respuesta a su saludo.

Después, el hombre señaló hacia la pared sin levantar las manos de la mesa y los dos, haciéndose el distraído, miraron y comprobaron sendas cámaras de televisión que, colocadas estratégicamente, vigilaban todo el comedor.

De manera que, tras entender el gesto, obraron como se esperaba de ellos y se volvieron como momias.

La camarera que les sirvió la bazofia que hacía las veces de comida tenía los ojos jóvenes, profundos, inquietos. Y cuando dejó delante de Ocram el plato se sopa, su índice apuntó a la enrollada servilleta de papel. El teniente la desdobló de forma natural y allí, en un extremo, estaba la letra igual que la otra vez. Siguiendo con la perfecta representación, sólo Nauj parecía darse cuenta de todo, arrancó el papelito y se lo tragó con la primera cucharada de líquido sin que se le moviera un solo músculo de la cara. Luego, miró hacia la barra y coincidió con la mirada de la chica… Y se dijo que no había visto una muchacha tan bonita como aquella. Bueno, era un decir, pues él no recordaba haber mirado antes a ninguna mujer con aquel interés. Su cerebro, tan lógico, no concebía ni el poder de unos ojos verdes, ni la potencia de una poesía, ni el puro sacrificio de un amor sincero, ni el arrojo desinteresado… Algo extraño le recorrió la espina dorsal. Desvió la vista, incapaz de aguantar la mirada, y se encontró con la de su compañero que parecía estar adivinando sus banales pensamientos y pasándoselo en grande. ¿Así que aquel maldito chino se había dado cuenta de todo? ¡Valiente idiota estaba hecho si creía que se había enamorado o que había perdido un gramo de su entereza!

Y entonces se preocupó más de la mesa y de lo que había en ella…

Cuando hubieron comido y entrado en el salón social y recreativo, aquel hombre se sentó al lado de Ocram como quien no quiere la cosa. Y mientras veían un reportaje televisivo en el que se ensalzaba las bondades del viejo Régimen dominante, le explicó que aquella chica era una guerrillera que se había infiltrado allí, como tantos otros y otras lo habían hecho en todos los lugares públicos del planeta. Qué se llamaba Aicila y que pertenecía a la V División… También le explicó que esperaban que pasara algo importante al día siguiente a juzgar por el nerviosismo que demostraban sus contactos.

Ocram entendió con razón que el plan Helios ya estaba empezando a tomar forma.

Cuando pudo comentar sus impresiones con Nauj, éste le respondió que estaba listo y a punto.

Las próximas jornadas debían ser decisivas para los dos terrestres y sus opresores pues, aquella misma tarde, se los llevaron para recibir la primera sesión del llamado Rayo Provocador…

 

———

CAPÍTULO SEXTO

SEXTA NOCHE

  1

Aquella sala era pequeña y estaba pintada totalmente de negro.

Sólo las consabidas luces verdosas brillaban allá arriba, en el techo. En medio de la estancia se alzaba un extraño sillón; al fondo, una pantalla de cristal líquido que ocupaba toda la pared y a la espalda, otra con ventanillas opacas y rectangulares que daban a la sala donde se adivinaban los programadores en silencio y a punto. El resto de las paredes estaban total y fríamente desnudas. El conjunto parecía una sala de cine corriente con la única excepción, ya apuntada, del sillón central.

Al primero que sentaron allí fue a Nauj:

Unos soldados le indicaron el sillón con el cañón de sus armas ante la pasividad del asiático que no veía en ello motivo alguno de peligro. Pero cuando se sentó, ya no le gustó tanto porque le ataron a él mediante unas correas metálicas hasta el punto de no poder hacer ningún giro o movimiento. Luego vino lo peor: Le pusieron en la cabeza un extraño artefacto; el cual, le sujetaba de tal modo que le obligaba a mantener abiertos los ojos en dirección a la pantalla sin poder pestañear siquiera.

Al principio luchó por moverse, pero recibió la descarga del Rayo que le dejó casi sin voluntad. Sin duda, con otro sujeto más débil seguro que lo habrían conseguido, pero Nauj, además de ser fuerte, estaba alerta y en tensión y la corriente sólo pudo atontarlo brevemente.

Luego, empezó la sesión propiamente dicha. La pantalla del frente se iluminó y la película le enseñó unas escenas de violencia creciente, unas escenas que le sirvieron para identificar a unos hombres vestidos de rojo cómo a seres odiosos, cómo a seres que él debía machacar a la menor ocasión…

Al cabo de unas dos horas largas, la pantalla se apagó, le quitaron las esposas, le libraron del casco y se aflojaron las cintas metálicas que lo tenían sujeto al mueble, pero él no reaccionó.

Y cuando le levantaron entre dos soldados, se dejó llevar hasta su celda…

En el camino se cruzó con Ocram, el cual, igualmente custodiado, iba a ocupar su lugar. Y tampoco reaccionó… ¡Ni siquiera dio la sensación de conocerlo!

El teniente, al ver la cara de su amigo y la pasividad de sus guardianes, le preguntó:

—¿Qué significa ese traje azul que llevas? —y añadió, al verlo mejor—: ¿Qué te pasa? ¿Qué te han hecho estos canallas?

El asiático no respondió a ninguna de las tres preguntas, tan sólo miraba fijamente al mono rojo que vestía Ocram en aquellos momentos… De pronto, quiso saltar sobre él ante las sonoras carcajadas de los funcionarios que se lo impidieron con gestos y hechos contundentes. Pero la sorpresa que se llevó el americano fue mayúscula. ¡No entendió la mirada de odio de su amigo pese a haberla identificado a la perfección!

Luego, ambos fueron obligados a seguir por su camino.

 

2

Durante el desayuno, ninguno de los cuatro hizo ninguna alusión directa o indirecta a lo ocurrido en la larga noche anterior. La conversación era intrascendental hasta que Macondo, que no estaba dispuesto a que aquel suceso le condicionara, la orientó por lugares y derroteros que no comprometían a nadie:

¡La acción!

—¿Cómo tenemos los equipos de campaña?

—Completos y a punto.

—¿Los “ojos espía”?

—Funcionando.

—¿Las armas?

—Engrasadas y cargadas.

—¿Alimentos?

—¡A tope!

—Bien… Amaranta, ¿podremos contar con Ralf en esta expedición?

—Creo que no. Está en el hospital.

—¿Cómo? ¿Qué ha pasado?

—Ayer, al volver del rescate de tu nave, los hombres se encontraron indispuestos.

—¿Se encontraron…? —con la mirada reprochó a los suyos el hecho de no haberlo informado ya, pues era del todo evidente que lo sabían. ¡Tanto el uno como el otro no levantaban la vista del plato!—. Repito, ¿qué ha pasado?

—Pues…

—Te lo explicaré yo— intervino Solrac soltando el cubierto que de cualquier forma no sabía mucho qué hacer con él. Entonces fue cuándo contó todo lo que sabemos. Cuando terminó, todos estaban afectados… y un extraño silencio se adueñó de la estancia.

Macondo preguntó:

—¿Tienes los resultados de los análisis?

—Los tengo parciales. Pero no te preocupes, recibiré los definitivos enseguida. Ralf ya estaba levantado cuando he ido a visitarlo y quería irse al cuartel. Sin embargo, hay algo en la composición de su plasma sanguíneo que me preocupa.

—¿De qué se trata?

—Aún no estoy muy seguro. Te daré mi opinión cuando disponga de las nuevas pruebas, descuida.

—De acuerdo, no dejes de hacerlo.

—Bueno —Amaranta se levantó con desgana—, me vuelvo a la comandancia. ¿A qué hora quieres salir?

—A la cinco de la mañana.

—Está bien. Os mandaré las ropas de campesinos.

—Amaranta —le dijo Macondo al acompañarla a la puerta después de que ella hubo recogido todas sus cosas—, me gustaría de que no vinieses con nosotros porque puede resultar peligroso.

—Es posible, pero iré. Conozco la ciudad muy bien y te seré útil. No temas, no te defraudaré.

—No se trata de eso, es que…

—Por favor, no me trates como a una chiquilla. No lo resistiría. Además, soy coronel de mi ejército y no es por casualidad. ¡Iré!

—Está bien, está bien… ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

—No hace falta. Adiós… ¿vendrás a verme esta noche?

—No te lo puedo decir. Hay mucho trabajo…

—Claro, claro.

—Amaranta —Macondo la hizo volverse hacia él—, ten paciencia conmigo. Mira, te prometo que cuando hayamos rescatado a los hombres podremos dedicarnos a construir nuestro futuro.

—¿Me lo prometes?

—¡Sí…!— el europeo la besó a conciencia, tratando de acallar del todo el conato de protesta, sin preocuparse ya de la presencia real de los soldados que habían salido a despedirse y ahora no sabían dónde esconderse.

—Macondo…

—Leugim, Solrac… Seguir con las preparaciones. Volveré enseguida.

—¡Bien!

—¡A la orden!

—Macondo…

—¡Vamos, te acompaño!

Y por segunda vez en aquel día se encaminó hacia el Cuartel General.

 

3

—¿Qué te parece amigo Solrac? ¡Nos dice que sigamos preparándolo todo mientras él se divierte!

—¡Déjalo, Leugim! Hace mucho tiempo que no le veía tan centrado, y eso está bien.

—No, no, si la lo dejo, ya. Lo que pasa es que tú no lo conoces como yo… ¡Me temo que todavía siga enamorado de su mujer!

—¿Cómo lo sabes?

—Yo, la conocía. En más, también es amiga mía!

—¿Ah, sí?

—¡Sí, y sin chanzas! Todos éramos miembros del mismo grupo de estudio en la universidad. Y ella, aparte de ser guapa, destacaba por absorbente y mandona. Siempre era el centro de todos los grupos, de todas las fiestas… Era una de esas mujeres que se saben bonitas pero que, a la vez, son esclavas de su belleza y no saben interpretar un papel de segunda actriz. Y como por otro lado, el fiel y bueno de Macondo empezaba a destacar también, era lógico que sus caminos se encontrasen.

—Pero él es demasiado listo para no darse cuenta de que le tendían una trampa.

—No es tan fácil. Roma es o era entonces una joven muy sutil. Una sonrisa, un gesto, un roce, un buen  movimiento de ojos o una súplica de ayuda no se pueden identificar como armas de caza. Si su ansia de dominio hubiese sido muy manifiesta, no ya nuestro capitán, sino cualquiera de nosotros se habría dado cuenta y puesto en guardia. Pero aquella mujer sabía aprovechar bien las debilidades del sexo contrario… Mira, te confesaré que yo mismo estuve deslumbrado por ella. Tanto es así, que en un momento, Macondo y yo, tuvimos que repartirnos como amigos la zona de influencia entre aquellas mujeres… Después de ponderar las cualidades de varias de las chicas del grupo, acordamos que él intentaría ligarse a Roma y yo a otra mujer que, por aquel entonces, me gustaba también. Una vez llegados a este acuerdo, me encargué de anunciar a los otros jóvenes que Roma era un coto privado. Y él hizo lo mismo con mi chica… El resto lo puedes adivinar con facilidad. Como por casualidad, aunque íbamos en grupo, los dejamos solos en muchas ocasiones hasta que, un buen día, desaparecieron de una fiesta en pleno apogeo y cuando nos dimos cuenta, supusimos que la suerte ya estaba echada… Sí, se casaron a los tres meses de noviazgo y al cuarto ya me enteré de la primera dificultad.

—¿Y eso? ¿No se entendían?

—Sí, sí. Lo que sucedió es que ella le pidió que dejase la carrera espacial.

—¡No!

—Sí, como ya te he dicho, Macondo despuntaba de tal forma en nuestra facultad que, sin ir más lejos, consiguió llegar a ser el número uno de la promoción del ochenta y cuatro. Así que, no veas cómo se puso…

—Entiendo… Por cierto, vi su nombre reflejado en el cuadro de honor del DEE dos años más tarde y ya era casi la leyenda que es ahora… Debió resultar duro que su mujer no le dejase seguir con la carrera que era el objeto de su vida… ¿Por qué lo haría?

—Por tres motivos cuándo menos: Primero porque ella era absorbente y no quería compartirlo con su profesión. Ya sabes lo delicada y esclava que es nuestra existencia y ella no estaba dispuesta del todo a tener un marido de permisos… Segundo, porque era muy dominante, como ya he dicho antes, y quería hacer saber a todos que era ella quién dirigía la nave del matrimonio y tercero, porque era una mujer dura y poco comprensiva que trataba siempre de cercenar las aspiraciones más elementales del capitán. Se sabía que cualquier deseo, por pequeño que fuese, era boicoteado por ella una y otra vez, poniéndole en ridículo y humillándole públicamente cuantas veces podía… Ya sabes el refrán que solían contar nuestros abuelos.

—¿Cuál?

—Aquel que dice: «Si una mujer te pide que te tires de un tejado abajo, ruega a Dios que sea bajo.» Así, muy pronto, el malestar del capitán era tan evidente que todos los del grupo nos dimos cuenta de que la pareja no funcionaba. Lo demás, ya lo sabes.

—Sí, él no abandonó su carrera y los vuelos y ella pidió y consiguió el divorcio.

—Cierto, pero a él le ha quedado un resquemor de una culpabilidad, cómo si su fracaso matrimonial fuese culpa suya cuando sabemos que la marcha de una pareja en cosa de dos. Además, creo que él le ha sido fiel en todo momento… Bueno, quizá debamos exceptuar esta noche, ¿no? Tiene muy arraigada la vieja idea del amor y el binomio matrimonial. No puede concebirlo como algo que huela a papel roto o mojado. Lo natural, dice él, es que dure toda la vida.

—Pero eso nos ideas del siglo dieciocho.

—No creas. En el Siglo XX aún habían países en la Tierra que constitucionalmente no querían admitir el divorcio. No, la cuestión base es la educación de la pareja en el campo de la comprensión y respeto mutuos. Por otro lado, existe una moral de siglos que afirma que el hombre y la mujer dejarán a su padre y a su madre y serán una sola carne; es decir, un tono armónico, completo. Es cómo si el buen estado natural del hombre fuese el estar casado; cómo si para conseguir los ciento ochenta grados de un ángulo llano, un supuesto matrimonio ideal, necesitásemos por fuerza el complemento de las mujeres. Y conste que no creo en la superioridad de un sexo sobre el otro, esto ya hace algunos siglos que está superado, como sabes, sino que afirmo que ambos, hombre y mujer, se subliman y aún ganan cuando están unidos, fusionados en una única cosa… ¡y conste que cuando digo esto, digo algo más que una simple firma en un papel delante de un juez o de un servidor de una iglesia!

—¡Vaya discurso, me has dejado impresionado!

—Uno tiene su buena cultura… A veces, el color de la piel engaña.

—¡Oye, no te pases! Aquí no tiene que ver para nada el problema racial. No aproveches la ocasión para llevar el agua a tu molino.

—¡Je, no seas susceptible!

—Olvídalo… Ya sabes que soy soltero y que me preocupa el casamiento precisamente por lo fácil que es separarse y dañar moralmente al hijo que puedas tener; pues, digan lo que digan todos los sociólogos modernos, es el que sale perjudicado en cualquier caso. Y coste que entiendo que el problema es algo menor, menos grave, que cuando la cantidad de hijos era potestad de cada pareja… Con todo, aunque ahora sólo se puede tener uno, el problema subsiste.

—Cierto. Pero por otro lado, si en un momento dado aparece la incompatibilidad de caracteres… está bien que uno pueda separarse. De lo contrario, la vida se volvería o convertiría en un infierno.

—Sí, sí… Por eso te digo que el matrimonio es muy complicado y más hoy que, sin pasar ante el juez, tienes todas las ventajas y ninguno de sus inconvenientes.

—No exageres… Oye, ¿Y si trabajamos un poco?

—Será lo mejor. Parecemos dos abuelos que se cuentan sus batallitas en un banco del parque…

 

4

Ya era noche estrellada cuando la División de Ingenieros entró en la capital estatal y se retiró a sus cuarteles.

Casi en seguida, el comandante fue llamado para poder informar a su Alto Mando, el cual, después de deliberar, llegó a la conclusión de que la nave se había ido por sus propios medios llevándose con ella sus graves problemas e, incomprensiblemente, olvidaron al regimiento que había desaparecido. Tal vez la dura burocracia era de nuevo la culpable del despiste. Igual estaban durmiendo todos en sus dorados destinos… y no merecían un solo minuto de su atención. De todas formas decidieron aprovecharse de aquella ventaja para apretar las clavijas a los prisioneros. Se fueron en busca de Nauj, que ya estaba mucho más calmado, y le hicieron notar que su querido capitán le había traicionado, que estaba solos y que lo mejor que podía hacer era confesar si tenía o no alguna relación con el ejército guerrillero. Claro, todos ellos ignoraban que el asiático sabía que la nave no sólo no se había ido, sino que estaba aparcada en lugar seguro.

Y también él quiso sacar buen partido de sus preciosos conocimientos:

¡Aparentó estar más idiotizado de lo que en realidad era o estaba e ignoró olímpicamente a sus interlocutores!

¡Hizo cómo si la cosa no fuese con él…!

Al rato, lo devolvieron a la celda tal y como había venido y sin haber conseguido su propósito.

En ella, y tumbado en su camastro, aguardó a que se restableciera el silencio en el pasillo, notando, casi con placer, que no sacaban de la suya a su amigo Ocram para un nuevo interrogatorio. Tal vez pensasen que no estaba en condiciones para poder hacerlo después de la sesión agotadora del Rayo Provocador…

Pero Nauj estaba preocupado.

El se conocía y sabía que no podría aguantar muchas más como la de aquella tarde sin volverse loco. Aún se le revolvía el estómago al pensar en la primera… Sus efectos habían pasado, pero había necesitado varias horas para conseguirlo y por lo que sabía, su compañero no había tenido tanta suerte. Antes de ser llamado para declarar intentó ponerse en contacto con él, pero no lo consiguió.

Más tarde lo volvería a intentar.

También quería hablar con Macondo y explicarle sus nuevos problemas; sobretodo, su indefensión ante de los malignos efectos del Rayo Provocador…

 

5

Cuando Macondo volvió a su casa por segunda vez en aquella mañana, se encontró a sus hombres entregados al trabajo ultimando los preparativos para la acción del día siguiente. El capitán quiso saber, una vez más, si los «ojos espías» estaban ajustados y a punto y al recibir la décima respuesta afirmativa, extendió el mapa principal de la ciudad y señaló las dos cuadrículas que quería cubrir.

Leugim tomó nota, hizo algunas correcciones en todos los aparatos y calculó la distancia máxima a que debían colocar el receptor. Después del cálculo, con un compás, trazaron su radio de acción dejando que la circunferencia pasase por encima de algunos pueblos ubicados en la periferia de la capital.

—Bien, Amaranta nos dirá cuál debemos escoger para estar seguros.

—¿Es que también va a venir la muchacha?- preguntó Leugim, como quien no quiere la cosa.

—Sí, conoce la zona muy bien y…

—Pero se trata de una expedición muy peligrosa– terció Solrac.

—En efecto. Pero me ha insistido mucho… Además –añadió, más para convencerse a sí mismo que a sus dos hombres—, no es la primera vez que va a entrar en la ciudad y siempre lo ha hecho con éxito.

—¡Ya!

—¡Bueno…!

—¡Qué no se hable más!

—Como quieras.

Pero cuando Solrac salió rápido de la estancia impelido por unas inoportunas necesidades fisiológicas, Macondo se acercó a Leugim, y le dijo en voz baja:

—Como favor personal te lo pido, no quites los ojos de Amaranta por si algo va mal.

—Descuida, lo haré. Vamos, pensaba hacerlo de todas formas.

—Eres un buen amigo.

—Lo sé, y por eso debes dejarme que te dé un consejo.

—Venga.

—Supongo que habrás sopesado los problemas de celos y de convivencia que pueden surgir. Ese teniente enfermo puede ser de cuidado.

—No puedo tener en cuenta nada de lo que me dices. Sólo sé que ya la quiero… —y añadió al ver la incrédula mirada del africano—: Bueno, que la estoy empezando a querer.

—Eso está pero que muy bien. No sabes lo que daría porque encontrases un amor verdadero, un amor que te quitase el mal sabor de boca… ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí —pero no dijo más. Se quedó pensativo al ver entrar a Solrac más aliviado y cambió de tema. No, no lo hizo por nada especial. Tampoco tenía nada que ocultar al oceánico, pero por el momento, cuántos menos supieran aquello, mejor—: No podemos ni debemos fracasar. Hemos perdido mucho tiempo y debemos rescatar a nuestros amigos enseguida, hacernos con el combustible e intentar llevar a cabo nuestra misión original.

—Desde luego… Capitán, ¿y no deberíamos enviar un mensaje a la Tierra?

—Mira, no estamos tan apurados, y hasta pienso que podremos salir solos de la situación. Ya nos arreglaremos.

—Sin embargo, yo creo que Leugim tiene razón… ¿No estarán extrañados por nuestro silencio?

—Tal vez. Ya sé que es preceptivo comunicarse con el DEE al llegar a cada destino, pero nosotros no lo hemos hecho. Por otro lado sólo somos una más de otras tantas tripulaciones en vuelo y de momento somos un número para ellos. Es posible que algún día de estos, alguien se de cuenta de que el Eolo IV debería de haber llegado a su destino y comunique al mando la falta de transmisiones. Sin embargo, no creo que importe a nadie si lo hacemos en cualquier otro rato de los próximos diez días. Así que, tranquilos, tenemos suficiente experiencia para saber que nosotros no importamos mucho allá abajo.

—Hombre…

—Alguien se acordará, digo yo.

—Era un decir…

Entonces llamaron a la puerta exterior interrumpiendo lo que parecía ser una conversación normal, inconsecuente, hecha para pasar el rato… Cuando reaccionaron, Solrac se adelantó a abrir… ¡Era la ropa enviada por Amaranta!

Durante la siguiente hora se la pasaron probándose una y otra vez los pantalones, las camisas, las chaquetas y hasta las gorras en un ambiente bastante festivo y poco acorde con las circunstancias, pero que hablaba bien a las claras del consenso y camaradería que existía entre los tres amigos.

Cuando estuvieron disfrazados a gusto de cada cual, no los hubiera podido reconocer si su madre.

 

6

Durante la comida, el padre de Amaranta, no dejó de notar cierta euforia, cierto aire de despiste, en los gestos y ojos de su hija. Pensó en que debería hablar con ella algo más tarde, tan pronto como terminara de cenar con Siul y con dos ministros más.

El titular de la Guerra, que se había dejado influenciar por sus oficiales más jóvenes, estaba proponiéndole que declarase la conflagración total apoyado por la fuerza de la nave de la Tierra. Naturalmente, el ministro del Interior y el de Finanzas, que eran los otros dos comensales, le estaban apoyando sin tapujos.

—Créame, señor. ¡Creo que es el momento adecuado! Los terrestres están demasiado ocupados en rescatar a sus amigos para darse cuenta de la envergadura de la operación que podría abarcar a todo el planeta.

—No debemos llevar a cabo ninguna acción bélica sin contar con la buena opinión del comandante extranjero —mediaba el Presidente con cierta suavidad—. Es más, lo que me proponéis no es ético ni correcto. Parecemos un grupo de conspiradores… Señores, amigos, nunca hemos actuado apoyándonos en gestiones, hechos y materiales ajenos y no vamos a hacerlo ahora.

—Señor, nuestros jóvenes guerreros están muy oxidados y quieren desentumecerse. Nuestros contactos entre el enemigo nos hablan de que la fruta está madura, qué sólo hace falta recolectarla. Por otra parte, nuestros teóricos están afónicos de tanto gritar ¡paciencia! y hasta nuestras mujeres quieren dejar de ser topos y salir limpiamente a la luz de Thuban.

—Me parece natural, pero esperaría un poco… Mi larga experiencia me dice…

—Señor Presidente, creemos que debería convocar al Consejo Nacional y que decida la mayoría.

—Está bien, está bien. Pero lo haremos al volver de la escaramuza que vamos a iniciar  mañana.

—De acuerdo.

 

7

A media tarde llevaron a Solrac todos los análisis que había pedido.

Dio las gracias al portador y se enfrascó en su lectura y en calibrar las cantidades que aparecían en ellos.

El biólogo estaba algo inquieto, aunque deberíamos decir interesado…

Entretanto, Leugim, intentaba hablar con su amigo Nauj, pero hasta el presente aún no lo había conseguido. Y aunque insistía una y otra vez, el asiático no le respondía.

—¡Qué raro! —opinó Macondo, que estaba a su lado—. Ni una señal siquiera, ni una reacción… No es normal.

—No, ¿le habrán descubierto la «pulga»?

—No lo creo. Los dos conocemos a Nauj y sabemos que se la habría tragado antes y que, en ese caso, el aparato se desintegraría sin dejar rastro a causa del ataque de los jugos gástricos. A falta de una cosa mejor, lo que puedes hacer es llamarlo de tanto en tanto.

—De acuerdo.

–¡Mierda!

—¿De qué se trata, Solrac? —preguntó el oficial terrestre muy interesado por el adjetivo anormal en el australiano, que ahora parecía más preocupado—. ¿Confirma tu tesis?

—Pues…

—Venga, no seas melón. ¿Qué pasa?

—Macondo… a esta gente se le licua la sangre cuando se eleva por el aire.

—Algo así me temía… Desde que estamos aquí, ¿habéis visto volar a algún pájaro?

—¡Cielos, no! —Leugim se unió al grupo murmurando por lo bajo—. ¡La triste verdad es que yo no he visto ni un solo pajarraco!

—¡Cierto! Como biólogo ya me había dado cuenta y por eso estaba intrigado… ¿Cómo puede haber un planeta sin aves?

—No lo sé aún —reconoció Macondo—, pero lo vamos a saber y lo que has descubierto puede ser la razón. Y una razón convincente. Lo que me plantea un problema con el que no contaba…

—¿Por qué lo dices?

—Por nada, por nada. Solrac, ¿puedes conseguir una especie de antídoto contra esa enfermedad tan rara?

—No lo sé. Además no dispongo ni el laboratorio ni el instrumental necesario.

—Por eso no debieras preocuparte. Leugim, ponme con nuestra amiga Amaranta.

—En seguida— manipuló unas cuantas palancas en el emisor y pronto estuvo al habla con el coronel, con la hija del Presidente.

—Amaranta, soy Macondo. ¿Podrías conseguirme un vale o permiso para que uno de mis hombres trabaje en el laboratorio de vuestro hospital y facilitarle todo el material que pueda necesitar?

—Pues, claro que sí. ¿Cuándo quieres empezar?

—Enseguida que volvamos.

—Sí, bien… ¡Eso está hecho! Macondo, quisiera hablar contigo.

—¿Sí…?

—No, ahora no.

—¿Qué pasa?

—Mañana te lo diré.

—Como quieras. Oye, ya que nosotros tenemos alguna dificultad con el idioma, ¿por qué no te interesas por Ralf y nos haces saber como sigue?

—Ya lo he hecho. El teniente ha sido dado de alta esta misma tarde y a las cinco de la mañana estará con todos nosotros.

—¿Sí…? ¡Estupendo!

—¡Adiós…!

—Amaranta…

—¿Sí?

Sus dos hombres le estaban mirando de reojo.

—¡Hasta mañana!— pensó mejor.

—¡Hasta mañana…! Corto y cierro.

—¡Vaya! —pinchó el africano—. ¿Así que vendrá el teniente enamorado…?

—¡Éramos pocos…!

—¡A ver si os calláis los dos! Me alegro de que venga, es un buen elemento y puede sernos útil! Además, es un ejemplo vivo de que las alturas no influyen a todos por igual. ¡Al trabajo!

—Claro, claro…

—Macondo —Solrac trató de ser persuasivo cuando habló totalmente en serio—, no puedo garantizarte nada.

—Ya lo sé, pero hemos de intentarlo.

—Sí, ¿tienes algún plan o alguna idea, que no quieras que sepamos?

—Sólo es un proyecto…

—Si lo haces por esta gente, no merece la pena. Creo que sin volar son suficientemente felices, y si no lo han hecho en siglos, tampoco ahora necesitan hacerlo. Puede que hasta les resulte antinatural…

—Parece mentira que seas un científico.

—Pues…

—¿No pensarás llevarte a Amaranta?— ahora fue Leugim quien se atrevió a formular la pregunta que les quemaba los labios a los dos.

—Bueno… es una posibilidad.

—¡La matarías!

—No, porque no la altura no les afecta a todos por igual, recordar el caso de Ralf… Además, por eso quiero que Solrac intente encontrar el remedio que evite el peligro.

—Haré lo que pueda.

—Estoy seguro.

 

8

El alto mando de la V División revolucionaria se enteró aquella misma tarde de que el Gobierno Central estaba aplicando el Rayo Provocador en varias personas, entre las que se encontraban nuestros amigos, y rápidamente hicieron dos cosas: Avisar a la capital subterránea y a los contactos que tenían en el interior del penal.

En aquellos momentos, Aicila estaba sentada delante del Comandante retorciéndose las manos de angustia en el sótano de la casa abandonada que les servía de centro de operaciones:

—¿Qué podemos hacer?

—Bastante poco. Si pudiéramos sabotear las estaciones eléctricas o alguna de las instalaciones del penal aunque fuera por unos días… Mañana vendrá una de nuestras patrullas con el resto de terrestres y necesitamos tiempo. ¡Hemos de parar ese absurdo programa antes de que sea demasiado tarde y ellos se queden locos o idiotizados!

Luego, el oficial llamó nerviosamente por interfono:

—¡Sargento! ¡Sargento de guardia!

—¡A sus órdenes!— el suboficial se cuadró firmemente tan pronto entró en el despacho como por arte de magia.

—¿Tenemos algún electricista o algún técnico del ramo electrónico entre los infiltrados del penal?

—Lo averiguaré enseguida, señor— y desapareció por donde había venido.

—Todo estaba preparado para que mañana tuviésemos un éxito extraordinario, guías, controles, atentados, todo, todo, y ahora sale este imprevisto… ¿A qué hora entra tu turno a trabajar?

—¡Oh, para la cena!

—Ya no falta mucho. Es mejor que te marches.

–¡Sí, señor!— la chica se levantó.

—Te informaré de lo que acordemos.

—¡Gracias, señor!

—¡Ah! —la chica se paró en el mismo dintel de la puerta—. Gracias por tu información. Saluda a tu querida madre de mi parte… ¡Os estamos agradecidos a las dos!

—Hacemos lo que podemos. Aunque mi hermano hizo más que nosotras…

—¡No! Todo es igual de importante para la causa. ¡Hasta la vista, y cuídate!

—Lo haré, adiós.

—Adiós, Aicila —el sargento se cruzó con ella en la puerta del pequeño despacho—. Es una buena chica, ¿verdad mi comandante?

—Sí y muy fiel… ¿Has encontrado algo?

—Afirmativo. Uno de los varios ingenieros de la sala de proyección es de los nuestros.

—¡Estupendo! ¡Pues qué se pongan en contacto con él lo antes posible y vean lo que se puede hacer!

—¡A la orden!

 

9

Cuando Amaranta lo supo ya no pudo esperar más y se hizo llevar a casa de Macondo a pesar de que se habían despedido varias veces en aquel mismo día. Pronto, el jeep neumático frenó de forma brusca ante la cueva que ocupaban los terrestres alertándoles con sus chirridos.

—¿Qué diablos…? —Leugim salió a la calle como una bala y casi choca con aquella hermosa mujer que venía jadeando—. ¡Amaranta…! ¿Qué pasa?

—¡Vaya disfraz! ¿Dónde está el capitán?

—Aquí —Macondo cogió las manos de la chica casi en la misma puerta de la estancia—. ¿Qué ocurre?

—¡Algo muy grave! ¡Ya sabemos que están aplicando el Rayo Provocador a tus hombres!

—¡Dios mío!

—¡Malditos!

—¡Vamos enseguida!

—¡Un momento, un momento! —el oficial tuvo que gritar para calmar a sus hombres—. ¿Cuándo está previsto que les apliquen más sesiones?

—¡Si siguen la costumbre, mañana mismo!

—¡A ellos no se la darán porque nosotros estaremos allí! Leugim, intenta ponerte en contacto con Nauj de nuevo.

—Sí. Por eso no habrá podido contestar antes —masculló mientras manipulaba ágilmente el transmisor—. Al parecer, los efectos de ese rayo son definitivos… A ver: Leugim llamando a Nauj… ¡Leugim a Nauj! ¡Responde ya, chino condenado! ¡Leugim a Nauj…! Cambio…

—¡Nauj, al habla!

—Macondo, lo tengo, lo tengo!

—¡Nauj, muchacho…! ¿Cómo estás?

—Bastante bien.

—Sabemos lo del rayo y…

—¡Ah! ¿Ya te has enterado? Pues, es un consuelo. Oye, mira, ese trasto es muy demoledor. No sé si podremos aguantar muchos días.

—No será necesario. ¿Y Ocram?

—No he podido hablar con él. Como lo han llevado a la sala de proyección detrás de mí aún debe estar atontado. ¡Es temible! ¿Te imaginas que quieren que odie a nuestro teniente?

—¿De veras?

—Sí, ¡hasta la muerte! Y casi lo han conseguido con una sola sesión.

—No te preocupes. Mañana estaremos en la ciudad y os liberaremos antes de que puedan haceros más daño.

—Me parece de perlas. ¿Cómo están los chicos?

—Te echan de menos.

—Pues, ¡hasta mañana!

—¡Hasta mañana! —aunque todos sabían que no iba a ser tan sencillo—. Oye, una cosa más.

—¿Sí?

—Lo primero que haremos al llegar ahí es enviaros un «ojo espía».

—¡Buena idea!

—¿Tu celda tiene alguna ventana?

—No, ¡qué va! Pero el «ojo» podrá entrar por la trampilla del acondicionador de aire o por la tronera de la puerta. Desde luego, lo tenéis difícil.

—No te preocupes. Disponemos de planos de la cárcel y de sus muchos detalles. ¡El «ojo» entrará!

—Estupendo Macondo… ¡Tengo que dejar de transmitir! Oigo rebullir a Ocram en su celda y quiero hablar con él.

—De acuerdo.

—¡Hasta mañana, pues!

—¡Adiós…!

—¡Ah, y tenerme informado de todo lo que pase!

—Descuida, así lo haremos. ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches!

Macondo devolvió el micrófono a Leugim, el cual giró el conmutador:

—Bien, los sucesos se precipitan… ¡Ya quisiera estar allí!

—Estaremos, Leugim. Gracias por avisarnos, Amaranta… Oye, ¿quieres quedarte a cenar con nosotros?

—Pues…

—¡Claro que se queda! Sentaos allí los dos que nosotros lo prepararemos todo.

Y mientras Leugim y Solrac desaparecían con rapidez hacia la cocina, nuestra pareja se sentó en el tresillo de la sala de estar:

—Antes tratabas de decirme algo —empezó a decir el capitán, mientras retenía las manos de Amaranta entre las suyas—. ¿De qué se trata?

—Macondo, he asistido a una comida de trabajo con mi padre y sus ministros y han acordado proponer al Consejo la guerra total.

—¿Están locos? Tenemos que impedirlo. ¿Cuándo han previsto celebrar ese pleno?

—Mi padre ha conseguido aplazarlo hasta la vuelta de nuestra patrulla.

—Menos mal. Procuraremos evitar el derramamiento de sangre.

—Me parece que…

—¡La cena está lista!

—¿Tan pronto?

—¡A la mesa!

—Ya hablaremos… ¿Vamos, Amaranta?

—Sí, y no seas duro con ellos. ¡Han trabajado de lo lindo!

Todos se reunieron riendo alrededor del mueble que les hacía las veces de mesa central y en el que unos platos humeantes auguraban una velada excelente. Pero, antes de que pudiesen empezar a cenar, llamaron a la puerta:

—¿Se puede?

—¡Ralf…! Adelante, adelante. ¿Cómo estás?

—Bien del todo, gracias. ¡Ah! ¿Ya vais disfrazados?

—Sí, no hemos querido dejar nada al azar.

—Ya…

—Bueno, la verdad es que nos hemos probado la ropa y no hemos tenido tiempo de quitárnosla.

—¡Ah…! Amaranta, ¿estás aquí?

—Ya lo ves… Sólo he venido a traer unas órdenes y… por cierto, me alegro de que ya te encuentres bien.

—¡Gracias…!

—Solrac, ¡una silla para el teniente!

—Enseguida.

—Llegas a tiempo de cenar con nosotros.

—No quisiera molestar…

—No lo haces. Además, estábamos ultimando todos los detalles de mañana y nos puedes ayudar.

—Bien, en ese caso acepto complacido. Amigo Solrac —preguntó mientras se acomodaba a gusto—, ¿has podido saber lo que me ha pasado?

—Pues yo…— el oceánico miró a Macondo con la cuchara sopera en la mano.

—Habla sin temor.

Solrac no se hizo de rogar y a medida en que avanzaba en su exposición notó como Amaranta palidecía a ojos vistas y adivinó más que vio como una mano de Macondo estrechaba otra de la muchacha:

—¡…Eso es todo!

—Pues, ¡qué bien! ¡Tanto que me gusta volar en vuestra cosmonave…!— confesó el teniente medio dolido y medio esperanzado.

Pero la secreta alegría le duró poco:

—Tenemos el propósito de estudiar y anular ese peligro para que puedas hacerlo todas las veces que quieras— dijo Macondo.

—Estupendo, estupendo —Ralf pareció darse cuenta de que Amaranta tampoco estaba cómoda—. Mi coronel, ¿te encuentras bien?

—Sí, sí, no es nada.

Ahora el teniente iota ya no tuvo ninguna duda. Notó y hasta comprendió que el dios del amor había pasado por allí y que él había perdido la batalla. Y, curiosamente, no le importó. Quería que ella fuese feliz y parecía que podía conseguirlo con aquel terrestre. Si, bien, ¡eso era lo que importaba! El iba a cuidar de ella hasta que el capitán… ¡Ya no podía hacer otra cosa! Claro que si él la hacía daño…

La velada transcurrió sin más incidentes que señalar y todos se retiraron muy pronto porque debían madrugar. Macondo quiso acompañar a Amaranta, pero ella insistió en que debía descansar y aceptó la oferta de Ralf, el cual, iba hacia su cuartel y en su misma dirección.

 

10

El ingeniero iota afincado en la sala del Rayo Provocador se enteró de lo que esperaban de él a altas horas de la noche. Las señales del extraño reloj de muñeca que no se quitaba ni para dormir, lo habían despertado.

Por eso supo que le necesitaban.

Jamás se usaba aquel sistema de convocatoria salvo en los casos de mayor gravedad…

Se vistió rápidamente aunque faltaban dos horas para empezar su servicio y una para que terminase el toque de queda. Así que cuando abandonó la buena seguridad de su casa, lo hizo tomando toda clase de precauciones. A pesar de todo, una mujer, camuflada convenientemente en otro portal de su misma calle, lo descubrió y lo siguió durante un buen trecho. Y cuando el ingeniero y su ágil pero silenciosa perseguidora llegaron al lugar de la cita, ya estaba amaneciendo y las sombras dejaron de ver o imaginar espías. La mujer de los ojos cansados vio con suma claridad como el hombre se mezclaba con varios transeúntes que iban a sus ocupaciones con la cabeza baja y sin mirar más que en la dirección que llevaban. Parecían burros con orejeras… No, no había alegría en ninguno de ellos por cuanto el fatalismo deja poca opción a las demostraciones jocosas. Así, serios y cabizbajos se cruzaban o sobrepasaban a nuestro hombre sin darle o concederle ni un momento de su atención.

—»Mucho mejor»— se dijo la mujer cuando, por la razón apuntada, se acercó más a su perseguido.

Luego, desde la distancia ideal, vio como se sentaba a descansar en un banco determinado del parque y como, disimuladamente, cogía el mensaje que ella misma había pegado horas antes en su parte inferior.

El hombre, ni siquiera echó una ojeada a su contenido. Se lo guardó sin más en uno de sus bolsillos mezclado con el pañuelo. Todavía se quedó sentado un rato más, mirando a un lado y al otro con un cierto disimulo. Luego, transcurrido un tiempo prudencial, se levantó y empezó a caminar en la dirección contraria a la que había seguido hasta entonces.

Entonces, la madre de Aicila, que no era otra la mujer de los ojos cansados, dio por terminada su misión ya que se había asegurado de la buena recepción del mensaje.

Ahora ya podía volver a sus ocupaciones.

Mientras lo hacía, iba pensando en la cara que pondría el ingeniero cuando leyera el billete y se entrase de lo que le pedían:

¡Nada menos que inutilizar el Rayo Provocador!

 

11

Dos horas y media antes, la cueva casa donde estaban los terrestres hervía de actividad.

Hombres y mujeres cargaban sus pertenencias en el convoy especial que iba a llevarles bajo tierra hasta un pueblo cercano a la capital del Imperio.

Macondo había decidido que él y sus hombres llevarían sus trajes de campaña debajo del disfraz de aldeanos que tan bien les había sentado el día anterior. Los uniformes del DEE estaban concebidos para ser útiles en todo momento, aun en los más extremos, porque acomodaban muy bien sus armas, municiones y pequeños pertrechos bélicos. Y como no quería correr ningún riesgo, los llevaría consigo por lo que pudiera pasar.

Sus hombres estuvieron de acuerdo.

Pronto, el convoy estuvo listo para la marcha y el propio Siul fue a despedirles con ademanes y gestos generosos. Luego, en un aparte que tuvo con Macondo y Ralf, les entregó un sobre que contenía las últimas instrucciones, los mapas, claves, contactos y longitud de onda a utilizar para hablar con él y con toda la base. Era un sobre que cumplía con todas las reglas clásicas del espionaje militar, en cuyo adverso se podía leer con claridad: «Cebra IV. Secreto. Altamente peligroso. Romper o quemar en caso de necesidad.» Después, tras desearles buena suerte, les dijo que quedaba preparado y a punto para cualquier eventualidad y que había alertado a todos los fieles a la causa iota que se iban a encontrar a lo largo de la ruta. Qué el comandante jefe de la V División tenía órdenes concretas de ponerse a su servicio. Que debido a la real importancia de la misión, y para no ser menos, Ralf era ascendido al empleo de capitán…

El ministro, para corroborar sus palabras, entregó al sorprendido teniente el despacho y todas las insignias correspondientes, explicando que todo se debía al éxito obtenido en su última aventura:

¡El rescate del vehículo espacial!

Sin embargo, Macondo comprendió que la verdadera causa era la de conseguir que Ralf no se sintiera inferior a su propio grado. Y hasta sonrió de oreja a oreja mientras le felicitaba condescendientemente:

—¡Vaya, hombre! ¡Enhorabuena!

—Bien, eso es todo —concedió el ministro de la Guerra—. ¡Tenerme informado al minuto de vuestros pasos!

Macondo sabía lo que quería decir gracias a las noticias e informaciones dadas por Amaranta el día anterior.

—De acuerdo, lo haremos. Ralf, por favor, da la orden de marcha.

—¡En seguida!

El primer vehículo arrancó a una sola señal del capitán iota, mientras el coronel Amaranta y los tres terrestres se acoplaban en uno de los del centro. Así que el convoy, primero lentamente y más rápido después, alcanzó pronto su velocidad máxima de crucero.

Atrás quedó Siul y su Estado Mayor y atrás quedó la ciudad subterránea y su aparente seguridad…

¡La aventura empezaba para bien o para mal!

 

12

El ingeniero de la sala de mando del Rayo leyó dos o tres veces seguidas la nota del mensaje sin podérselo creer del todo. Enseguida, rompió el papelito en múltiples pedazos y los echó en la taza del aseo. Había entrado en un urinario público que le venía de paso en su marcha hacia el penal. Luego tiró de la cadena hasta estar seguro de que el último de los trocitos había desaparecido sifón abajo.

—No, no puedo creerlo— murmuró nerviosamente.

Los ocupantes de los escusados vecinos, le miraron por encima de las tablas sin prestar el menor interés aunque, tal vez, no pudieron dejar de pensar en su aparente y duro abandono mientras se sacudían las últimas gotas.

—»Sin embargo —se dijo consigo mismo nuestro buen hombre—, esperan que lo haga y no puedo ni quiero  defraudarles. Hay demasiados intereses en juego y esos dos hombres deben ser importantes. Además —pensó más animado—, creo que puedo hacer el sabotaje sin que se den cuenta enseguida.»

Salió de su pequeño cubículo y se encontró con uno de sus vecinos que le estaba esperando:

—¡Ánimo, compañero! No se preocupe, el no poder mear es pasajero— y dándole un pequeño golpe en el hombro desapareció.

El ingeniero se quedó algo confuso porque no conocía al hombre ni se esperaba una salida tan poco corriente. A lo mejor notó que él no se había servido del urinario. En fin, igual era un loco de los muchos que corrían por aquellos días. Así que se encogió de los hombros y salió a la calle dispuesto a llegar a tiempo a su lugar de trabajo.

 

13

Aquella mañana, como un peldaño más de la escalada de atenciones producida por la inminencia de los Juegos, a Nauj y a Ocram, las cantineras les sirvieron el desayuno en las celdas. Bien es verdad que las dejaron estar con ellos pocos minutos, y bien vigiladas, pero la novedad no dejó de resultar positiva. Hubo una mujer para cada uno de ellos y, naturalmente, Aicila tuvo especial interés en servir en la galería donde estaban emplazadas las celdas doscientas catorce y quince… Y en la que ocupaba el teniente Ocram se entretuvo lo suficiente para, incluso, hacerle la cama, mientras que el terrestre la dejaba hacer quieto y en silencio maravillado por la exuberante juventud de la mujer iota.

Tanto es así que intentó hablar con ella a pesar de las feroces miradas del guarda de turno. Pero, a pesar de que trató de hacerlo en varias ocasiones, no consiguió nada positivo.

«—Es natural —pensó—. no me entiende o a lo mejor es que tiene miedo de hablar delante de este animal.»

Entonces, convencido de la inutilidad de su gesto, se contentó con mirarla de pie, apoyado en la pared, con los brazos cruzados… Y lo que vio tuvo la virtud de intrigarle una vez más: Ella, de espaldas a la puerta y por lo tanto fuera del alcance de cualquier mirada indiscreta, estaba golpeando la almohada cómo para hacerla más tullida… En un momento dado, deslizó un papel doblado entre los pliegues de la funda.

Después, cuando Ocram terminó de desayunar y ella de limpiar, recogió la bandeja que le tendía el hombre y al hacerlo, rozó sus manos en un intento de robarle una caricia. Aquí el americano estuvo listo y  cogió una de las suyas tratando de retenerla. Entonces, en esa postura, se miraron durante unos segundos eternos: él decidido, ella amorosa y tal vez con un mohín de pena en sus carnosos labios. El teniente deseó disponer de tiempo e intimidad para poder tranquilizarla, pero ella, hábilmente, retiró la mano y se llevó el servicio sin mirar ni una sola vez hacia atrás…

¡El funcionario cerró la compuerta detrás de ella, dejando helado a nuestro americano y gustando de una  extraña sensación de inquietud e impaciencia! Corrió hacia la puerta acorazada en un intento de seguir a la muchacha, aunque sabía que no podría conseguirlo, pues por la parte interior no tenían ningún saliente, nada, nada, incluso las gruesas bisagras estaban bien escondidas en los muros laterales… Apoyó las palmas de las manos en la lisa superficie en un gesto de impotencia… Bueno, pero ahora, al menos, ya tenía por qué luchar.

Precisamente, entonces, oyó un sonido que lo puso en guardia:

¡La mujer estaba atendiendo ahora a Nauj…!

¡Un fino pinchazo de celos le atravesó la espina dorsal! ¡Rayos! ¿Qué significaba aquello? Uno no podía ni debía ser emocional. A la menor concesión en ese terreno, uno lo pasaba bastante mal. Decidió sacudirse de encima aquel sentimiento, pero la cara de la chica, el contacto de su mano y el perfume de su pelo le vinieron a la memoria y no lo consiguió. Empezaba a engrosar el pelotón de los miles de enamorados que constituyen la sal del mundo. Bueno, la verdad es que aquel sentimiento tampoco le desagradaba tanto… ¡Hasta esbozó una sonrisa cuando se tumbó en la cama y hurgó distraídamente en la funda de la almohada! Lo cierto es que se sentía más humano que nunca. Y muchos de los complejos que había tenido o cobijado hasta el presente, desaparecieron…

Pero cuando encontró el papel, volvió a ser el acerado hombre del DEE. Se sentó justo en el borde de la cama teniendo la precaución de situarse de espaldas a la puerta y, tras desdoblarlo, lo leyó:

«—Hemos inutilizado el Rayo Provocador, pero interesa disimular los efectos del sabotaje… ¡Suerte! ¡Estamos muy cerca de vosotros! Iota V División.»

Ocram se alegró y lo hizo más por Nauj que por él. No se podía quitar de la cabeza aquella mirada de odio que le había dedicado la tarde anterior. No, no. El asiático no aguantaría mucho antes de volverse loco. No es que él no hubiese sentido los efectos del famoso Rayo, sino que, por conocer sus causas, podían contrarrestarlos mejor. Por ejemplo: Sabía que los drogaban en la comida, horas antes de cada sesión; pues bien, no comería o lo haría lo menos posible. Después, y dado que no podía evitar las imágenes del proyector, intentaría no pensar en lo que le hacían escuchar, tal y como había hecho la primera y más grave sesión; además, como ahora ya sabía el verdadero peligro del invento, se superaría a sí mismo… No, no, la verdad es que no le gustó ninguno de los efectos que sintió y experimentó. ¿Qué querían conseguir con todo aquello? ¿Qué odiase a todos los que iban vestidos de azul? ¡Estaban listos! Con él no podrían. No en vano tenía una de las mentes más frías y analíticas de la Tierra. En esto tenía una cierta ventaja respecto a su compañero asiático, pues si Nauj tenía un cerebro investigador, él lo tenía lógico y en un grado fuera de lo común. Incluso, tenía la suerte y la habilidad de concentrarse en sí mismo de tal forma que podía aislarse de todas las influencias no queridas del exterior. Sólo que la aplicación del Rayo le sorprendió al principio y en parte no pudo evitar sus efectos, pero cuando se dio cuenta de lo que se trataba, se encerró en su interior y ni el poderoso haz pudo con él, cosa que el creador del mismo no tuvo en cuenta jamás.

Luego estaba lo del mensaje… ¿Así que había gente que los estaba ayudando?

«—Bien —pensó—, debo prevenir a Nauj para que haga la misma comedia y les siga la corriente.»

Dio los consabidos toques exploratorios en la pared más adecuada y recibió la respuesta al momento.

 

14

Todos los vehículos neumáticos avanzaban ahora a toda velocidad bajo tierra, devorando kilómetros en silencio total. En uno de ellos, situado ya en el centro de la línea de vanguardia, Amaranta, los tres terrestres y Ralf, que se les había unido, iban cambiando unas ideas e impresiones sobre los acontecimientos que ya se veían venir a pasos agigantados; porque el riesgo, aunque pequeño (las giras e incursiones como la que estaban llevando a cabo eran un ejercicio bastante normal del ejército iota), no dejaba de preocupar al capitán terrestre por muchas y varias razones: Temía por la muchacha, por sus compañeros encarcelados y por ocultar la negra cara de Leugim. En aquel planeta, donde casi todos los rasgos faciales eran marcadamente semíticos, una faz de ébano no dejaría de llamar la atención. Claro que iba bien camuflado, como todos, pero debería hacerlo aún más si quería pasar bien desapercibido… Macondo se dijo que, al igual que allí, en el origen de la Tierra no debió de haber ninguna diferencia en la piel de los hombres. Tal vez el tiempo, el clima, el ecosistema y la alimentación habían sido los agentes motores de las varias pigmentaciones de la piel humana. ¿No era cierto que, después del cuarto cataclismo, en las grandes ciudades recuperadas, esas diferencias básicas tendían a desaparecer? Pues cuando, originalmente, el hombre vivía en una misma comunidad debió de ser igual.

Ahora bien, ¿el color de la cara de Leugim era lo que le inquietaba más? No, ya hemos dicho que no. Miró de reojo a la muchacha y una cierta inquietud le invadió todo su ser. Había hecho mal en permitir que aquella chiquilla se enamorara de él. Sí, tal vez pudo haberla desengañado cuando aún estaba a tiempo, pero no lo hizo por vanidad varonil. Ahora era muy tarde y no podía hacerlo sin causar un cierto daño… Además, cerebralmente, quería amarla, necesitaba amarla, quería encontrar en ella aquello que tanto había echado a faltar, todo lo que hasta entonces le había sido negado… Se sentía incompleto sin una mujer y Amaranta llenaba con creces el vacío moral de su vida. Por fin tenía un motivo para vivir, una esperanza para el futuro… pero, ¿tenía derecho a manipular su amor? No lo sabía bien, pero de momento a él le tocaba protegerla aun a costa de su vida…

La volvió a mirar mientras dormía tranquilamente en el asiento contiguo al suyo, mientras apoyaba la cabeza en su hombro…

¡Si al menos la amara ya con el corazón…!

 

———

CAPÍTULO SÉPTIMO

SÉPTIMA NOCHE

  1

Al filo del mediodía, después de la sesión diaria de la arena, la puerta de la celda de Ocram se abrió de nuevo…

¡Esta vez para dejar paso a un religioso!

El duro americano se quedó sorprendido porque tenía la mente en blanco. Era una de esas horas tontas en las que uno se deja arrastrar por mil pensamientos irrelevantes y que, en realidad, no piensas en nada. Aún notaba en su piel los cálidos rayos de Thuban y su estómago ya estaba generando jugos gástricos que debían triturar la inminente comida… Por ello, o por lo insólito de la visita, sólo atinó a balbucear una interjección en respuesta al saludo del raro visitante que había sido hecho en un buen inglés, en su propio idioma materno.

—¿De qué te asombras terrestre? Debieras imaginar que represento a un Dios universal —el reverendo iba vestido con traje de calle en el que el alzacuello blanco sobresalía por sí solo y estaba tocado con un extraño sombrero. Y claro, enseguida quiso aprovechar la ventaja conseguida por lo inesperado de su aparición—: ¿Puedo sentarme?

—Por favor, claro que sí— Ocram señaló la banqueta con un gesto. Ya estaba en guardia. Poco podía imaginar su interlocutor que delante suyo tenía la mente más despierta que había conocido jamás.

—Gracias. Hijo, se acercan momentos difíciles en los que te será necesario poner tu alma en paz con Dios.

—¿En paz con Dios? ¿Qué Dios?

—El que ha hecho tu planeta y el mío, tu Sol y mi Thuban.

—¡Bah, no me digas! ¡Eh! ¿Puedo tutearte, verdad? Los planetas, el tuyo y hasta el mío, se crearon gracias a una explosión en los sistemas estelares respectivos.

—No puedo demostrarte lo contrario. Sin embargo, si fue como dices, se me ocurren dos preguntas cuando menos.

—Veamos.

—La primera de ellas es bien simple: Dime joven amigo, ¿a qué temperatura piensas que pudieron escindirse de sus correspondientes estrellas?

—A miles de grados…

—Bien. ¿Y acaso crees que con esas condiciones puede generarse vida de la nada y vida tan abundante como la que hoy conocemos? En otras palabras, ¿puede crearse la vida de la nada en las adversas condiciones que tendría ese caldo surgido de una eclosión nuclear? Yo creo que no. Todos sabemos que la más pequeña unidad viviente que podemos concebir necesita como mínimo doscientas treinta y nueve moléculas proteínicas para ser viable. Y que, a su vez, cada una de esas moléculas está formada por más de veinte aminoácidos diferentes, sin olvidar a las encimas, que la vida más sencilla necesita en un número considerable. Además, todo ello ha de combinarse no sólo con arreglo a una secuencia determinada, sino teniendo en cuenta de que todo el encadenamiento ha de ser de la misma naturaleza… ¿No te parece que una casualidad sobre otra es demasiado irrealizable para ser creíble?

—Pues…

—Sin embargo, si pensamos que la vida ha sido creada por un Ser superior, exterior al caos, todas las dificultades desaparecen de golpe, todo encaja en su sitio y ya nada desentona.

Ocram no se maravilló para nada por el lógico y juvenil planteamiento del servidor del Señor, sino porque esta conversación tenía lugar a muchos años luz de la Tierra.

—Bueno. Me estás planteando unos hechos y problemas que difícil solución. Además, hemos de tener en cuenta de que las razones evolutivas de la vida son claras, pero no se pueden demostrar  por el momento.

—Tenemos tiempo…

—No es cuestión de tiempo… Escucha, siendo pequeño, cuando todavía estaba estudiando la enseñanza general básica, acostumbraba a ir de vacaciones estivales a una gran granja propiedad de los padres de un amigo –aquí, Ocram, no pudo evitar un cierto pinchazo de pesar—. Bien, pasaba que cada día después de comer, mi amigo y yo, nos juntábamos con los criados a la sombra de un fresco patio y tratábamos de compartir con ellos la poca cultura que teníamos por aquel entonces. Un día de los tantos que estábamos hablando de astronomía, nos pusimos a justificar la existencia de las estaciones, días y noches, con los más elementales argumentos y datos conocidos… Recuerdo que se me ocurrió decir: Cada vuelta que da la Tierra alrededor del sol… Un momento —me interrumpió uno de ellos—. Os agradezco lo que nos habéis dicho y vuestro esfuerzo en enseñarnos, pero esto es demasiado. Todos nosotros vemos salir el sol por el este cada día y ponerse por el otro lado. De manera que es la estrella la que da vueltas alrededor de la Tierra y no al revés… Mi amigo y yo nos sonreímos y tratamos de reforzar nuestras tesis con citas de Galileo, Hooker, Newton, etc., pero no hubo manera. Ellos veían salir el sol por el este y ponerse por el oeste. Era su evidencia y no pudimos convencerlos. Tuvimos que dejarlo y hablar de otra cosa más ligera y menos comprometida.

—Me quedo con la copla. Es muy posible que yo mismo carezca de la educación necesaria para rebatir tus buenos argumentos, pues reconozco que no alcanzo ni tu nivel ni tu cultura. No soy un científico, es verdad. Pero tengo una razón que se me antoja suprema.

—¿Y…?

—¡Yo tengo fe!

—¿Fe? ¿Qué es la fe?

—¡La certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.

—¡Ya!

—De ahí que la naturaleza de Dios no se puede medir sólo con la inteligencia humana. Son cosas de distinta esfera, causas de diferentes escalas de valores. Así que comparar a Dios con el pobre hombre es, así lo pienso, como comparar el día con la noche, por decir algo claro y medianamente coherente. No hay opción. El uno es el Creador y el otro el creado. Esa es la diferencia. No, no podemos definirlo con nuestra mente porque es infinito y cuando lo hacemos sólo nos aproximamos a nuestra ideal finito, caduco y mortal. No podemos encajonar ni a Él ni a su creación mediante unas frases más o menos brillantes, más o menos acertadas, si no queremos parecernos a los criados de tu cuento. De manera que en Dios vivimos, nos movemos y, si me apuras, somos. Por eso necesito la fe. ¡Sólo con ella podemos completar lo que no llegamos a entender con la razón!

—No me digas. Bien, vamos a suponer aunque sea por un momento que exista, que el Todopoderoso sea un Ente vivo y cercano a todos los hombres, ¿cómo se explica que pueda permitir las desgracias del universo? Piensa que tenemos todo un rosario de ellas: Enfermedades, muertes muy violentas, terremotos, pestes, vejaciones, fricciones, dictaduras, volcanes, cataclismos, plagas, guerras, etc., etc. Dime, ¿todo este programa encaja con la idea de tu Dios justo y misericordioso?

—Vayamos por partes, por favor. Sí, sé que es muy difícil asociar a Dios con ese tipo de desgracias humanas. Pero debemos pensar que éstas son más fruto del pecado de la humanidad que una negligencia por parte divina. Dicen los escritos antiguos: «Dios contiende con los moradores de este mundo porque no hay verdad, ni misericordia, ni conocimiento de El en todo el universo.» Las mentiras, los hurtos y los adulterios de todas clases prevalecen y los homicidios se suceden uno tras otro. Con todo lo cual el planeta se enlutará y desaparecerán sus moradores. Las bestias del campo y aun los peces del mar se extinguirán porque el hombre ha destruido la ecología y el entorno, ha contaminado los mares y los ríos… Nuestro propio Rayo Verde es una prueba fehaciente de lo que estoy diciendo. Sin arbustos, hierbas y árboles, la erosión pronto fabricará un desierto donde antes había un vergel, y así morirá la vida… ¿Cómo podemos culpar a Dios de lo que hace el hombre? Por otro lado, en verdad, se nos ha dado el dominio sobre los animales, pero ninguno de nosotros puede domar su propia lengua y esto es un veneno mortal de no ser parado a tiempo. Con ella bendecimos a Dios y con ella maldecimos a los hombres que están hechos a su semejanza.

—Sí, sí, pero no me has dicho el por qué Dios permite el mal.

—No, no lo permite. Dios ha hecho al hombre libre, por lo tanto no puede inmiscuirse en sus decisiones. De alguna manera, se autolimitó. Por esa razón, el hombre recoge todo lo que siembra. ¡La falta de amor en el universo es la causa de todas nuestras desgracias!

—Pues, ¡qué bien!

—Precisamente, lo dicho habla a favor de la justicia de Dios. Todos sus actos son justicia; es más, pienso que aun Él mismo lo es en esencia y en la práctica. Claro que para pensar así necesitamos un elemento nuevo.

—¿Cuál?

—¡La fe! ¡Sólo con ella se puede entender la justicia de Dios!

—No sé…

—De todas formas, tenemos que alabarle por su misericordia ya que la misma justicia divina nos hace ver hasta dónde ha llegado su amor.

—¿Ah, sí? ¿Y hasta dónde ha llegado si puede saberse?

—Al punto de darse a sí mismo para salvarnos a todos. Veamos, en una ocasión, dijo: «Cualquier alma que peque, morirá.» Entonces, como todos nosotros hemos pecado, ¡todos estamos destituidos de su gloria!

—Pues, ¡vamos listos! Así estás condenando a toda la humanidad.

—Sí.

—¿Y no hay nada más?

—Sí, gracias al cielo, sí. Tan pronto como tuvo conciencia del pecado del hombre, si puedo hablar así, se planteó la cuestión de salvarlo.

—¿Cómo pudo hacerlo?

—Verás, si hubiera habido un justo para morir por los demás, tal vez se podría haber conseguido.

—Vamos a ver, ¿tú crees que de existir alguno hubiera beneficiado a la justicia del Señor?

—No. Por eso no podía mandar a ningún ser creado por Él.

—Además, has dicho que no hay ningún justo…

—Otra verdad.

—¿Y?

—Pues no tuvo más remedio que darse a sí mismo en la persona de su Hijo.

—¿?

—Sí, de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en El crea, no se pierda, más tenga vida eterna.

—¿Lo crees posible?

—Sí. Y tú también deberías creerlo.

—No sé, me parece una doctrina caduca.

—Al revés, es todo lo contrario. Tendrá vigencia mientras haya un ser humano por salvar… Aunque para hacerlo es necesario que exista el arrepentimiento. Dios es santidad y no puede perdonar al pecador si éste no se arrepiente y cree que Cristo murió por él. Dice en su Palabra: Volverán y se sentarán bajo mi sombra y serán vivificados como el trigo, y florecerán como la vid y su olor será como el del vino ajeno. De manera que el hombre debe volver en busca de sus orígenes y mirar al cielo.

—Es posible que tengas razón… De todas formas, aún me preocupa una cuestión.

—Dime.

—¿Cómo encajas tú, un hombre que dice tener amor y misericordia, en una sociedad opresora? No es lo mismo predicar que dar trigo, ¿verdad?

—No. Yo trato de vivir lo que predico… Mi situación la defino así: En unos días como los que vivimos, se crean situaciones que necesitan de misericordia y es eso estoy; este es mi ministerio, mi servicio y, tal vez, mi cruz. Trato de ser justo y ayudar en lo que puedo a todos los que acuden a mí en busca de un poco de sosiego, paz y perdón. Se acercan momentos difíciles para ti y quisiera ayudarte —se levantó con pesar—. Los vivos no son nada amigos de los muertos y por eso, porque en el Hijo de Dios estamos unidos en la distancia, quisiera que me considerases amigo tuyo y que me utilices en cualquier caso en que lo necesites.

—Gracias, lo pensaré.

—Y harás bien. Por lo demás, no me agradezcas nada. El hecho de que me hayas dejado compartir tu tiempo ya es un pago para mí. Además, no puedo olvidar que nuestro gran profeta predicó primero en la Tierra según los libros más antiguos.

—¿Cómo?

—Te lo explicaré otro día, si me lo permites. Ahora tengo que marcharme, pues voy a visitar a tu compañero.

—De acuerdo.

—Adiós, ¡hasta pronto!— dio tres golpes en la superficie de la puerta y ésta se abrió franqueándole el paso y dejando solo al joven terrestre en medio de la verdosa semioscuridad de la celda.

Claro que el religioso no lo había convencido, pero no sería justo ignorar que estaba impresionado gratamente por aquella conversación tan informal e insólita. Además, en el fondo del corazón sentía como un escalofrío que cantaba al Dios vivo. Nunca le había pasado algo igual y un cierto sabor amargo le irritaba la garganta. No, ante la posibilidad de su propia muerte, no podía despreciar las palabras de consuelo, aunque estuviesen envueltas en creencias caducas o superadas en el tiempo. Ante la firme perspectiva de una muerte cercana, no podía echar en saco roto la idea de un Dios misericordioso, amoroso, cercano y justo. Tendría que considerarlo, pues no podía engañarse a sí mismo. El gusto de la muerte le daba una inquietud que no había sentido casi nunca. Se encontraba desnudo y desamparado… y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Desde luego, no podía tomarse a la ligera un asunto como aquel. No, no era miedo a un posible castigo. Era más bien un deseo de estar en paz con Dios… Sí, sí, volvería a hablar con aquel hombre… Valía la pena intentarlo pues recibía sin cesar unas buenas y hermosas vibraciones…

 

2

En aquel mismo momento el Comandante en Jefe de la V División Iota, estaba reunido con sus colaboradores íntimos en la sala de juntas y actos sociales del cuartel camuflado en la parte trasera de un edificio situado en la calle que ya conocemos.

—Sincronicemos los relojes, señores —estaba diciendo el militar—. Es importante que todas las cargas de Goma Cinco estallen al mismo tiempo en los diferentes barrios de la ciudad. Hemos de crear un ambiente informal para que la policía local se olvide de lo que pase en las puertas de entrada a la capital. Ya sabemos que la expedición de rescate acaba de llegar al último pueblo del norte y no puede esperar. ¡Adelante, y buena suerte a todos!

Uno a uno, aquellos bravos hombres dejaron sus sillas, saludaron y salieron a la calle desparramándose por toda la ciudad:

¡El plan Helios seguía una marcha imparable!

—Yo también me voy —dijo Aicila a su Comandante—. Es casi la hora de comer y quiero estar en la cantina.

—Bien. Debes estar alerta por si necesitamos más ayuda en el interior del penal. Tal vez tengamos que movilizar a todos nuestros colaboradores.

—De acuerdo. Sabes que a una orden tuya puedo montar un motín en cada galería hasta convertir la comuna en un caos.

—Lo sé. ¿Cómo está tu madre?

—¡Oh, está bien! La he dejado reclutando unas vecinas para dar un escándalo en el mercado municipal si fuese necesario.

—¡Estupendo! Cualquier tipo de ayuda nos puede venir de perlas. Todos los periódicos de la capital han lanzado proclamas en clave para que los nuestros estén a punto. Pero siempre viene bien contar con triunfos en la manga…

—Desde luego —la buena chica se levantó también y se despidió—. ¡Hasta luego!

—¡Adiós! Y no te expongas demasiado.

—Tendré cuidado… De todas formas hoy es un gran día, un día que hemos estado esperando cuarenta años.

—Cuidado, aún no sabemos si será el definitivo.

—Lo sé, lo sé. Sólo vienen a rescatar a sus amigos de la Tierra; pero estoy segura que si hoy tenemos éxito, ellos nos ayudarán a intentar cosas mayores.

—Yo también lo creo así. ¿Has oído hablar de su enorme y poderosa máquina voladora?

—Sólo sé lo que se dice por ahí.

—Es difícil de creer que una cosa más pesada que el aire pueda desplazarse por el cielo. Debe ser como uno de nuestros vehículos neumáticos, pero con un colchón de aire mucho más fuerte y alto. Pues de otra forma no me lo explico. Tengo ganas de ver a Ralf para que me cuenta su experiencia… ¡Creo que fue total!

—Tengo que irme.

—Claro, claro, perdona.

—¡Quedo a  tus órdenes!

—Venga, Aicila…, ¡cuídate!

—Lo haré. ¡Adiós!

El Comandante la vio salir y se enfrascó en sus propias preocupaciones, que eran muchas y muy variadas. Helios significaba la libertad para los dos cautivos terrestres, pero, secretamente, también quería significar un paso más hacia la destitución del Dictador… ¡Aicila había dado en el clavo!

 

3

Los vehículos que formaban la patrulla Cebra IV se pararon a dos kilómetros de la ciudad. Cuando lo hicieron, aún estaban bajo tierra y lejos de los rayos de Thuban…

Lo primero que hicieron los guerrilleros fue camuflar los todo terreno en un oscuro recodo de la cueva término. Luego, los cubrieron con redes de camuflaje y mantas. A continuación, echaron y esparcieron grava y arena, por el suelo de los alrededores hasta que las huellas quedaron borradas a gusto del capital Ralf.

Luego, descansaron y desayunaron, pero muy alertas, sin descuidarse un segundo.

Macondo estaba muy decidido a dejar que Ralf guiase a la patrulla hasta la ciudad y la cárcel sin ningún tipo de interferencia por su parte, pues por algo estaban en su terreno. Claro que, si las cosas se torcían, asumiría el mando y la iniciativa. Miró a los que estaban sentados en cuclillas a su alrededor, comiendo a la luz verdosa de las pequeñas lámparas autónomas, y pensó en que formaban un grupo de combate formidable. No le importaría nada quedárselos bajo su mando…

¡Ninguno daba la impresión de estar preocupado! Todos sonreían y hasta se habían bromas entre sí; aunque eso sí, sin descuidar la guardia de zona. Parecían invencibles y prometían futuras victorias. Si no fuese por la presencia de Amaranta, a quien ahora quería hacer su mujer, estaría tranquilo y en su elemento. Claro que habían más mujeres allí, pero era sólo ella quien le preocupaba. ¿Se estaba volviendo egoísta? No, pero habría sido mejor dejarla en la seguridad de la ciudad subterránea. Pero como la cosa ya no tenía remedio, tendría que aceptarla. El se conocía y sabía que no antepondría la seguridad de la mujer a la de la patrulla, pero mejor sería que las circunstancias no lo pusieran a  prueba…

Una orden del capitán iota le sacó de sus rancias y duras cavilaciones. A los pocos minutos, todos estaban andando por un laberinto de galerías y túneles siguiendo de cerca al guía local que ahora se había puesto delante de la expedición. A una señal de éste, Ralf se acercó a Macondo, y le dijo:

—Hemos llegado. ¡Vamos a subir!

—Enterado —el capitán terrestre no tardó en alertar a sus hombres, aunque ya todos tenían las armas en la mano—. ¡Ha llegado la hora! —luego dijo a Ralf—: ¡Adelante, te sigo!

Los dos iniciaron la subida por la chimenea de la gruta, siendo imitados por todos los demás sin tomar ninguna disposición especial, a no ser que llamemos así al hecho de que Leugim se pusiese detrás de Amaranta cubriendo sus espaldas como la segunda piel y que Solrac cerrase la columna.

Cuando Ralf llegó cerca de la superficie, dio tres golpes en una tapa de metal que quedó encima de su cabeza, siguiendo una cadencia especial y las veces que fueron necesarias, hasta conseguir que ésta se abriese por el exterior.

Una vieja cara cubrió interrogativamente todo el vacío rectangular:

—¡No importa el camino…!

—Sí, lo importante es llegar… ¡Suban!— y el anciano se retiró para dejarles paso.

Cuando estuvieron todos arriba pudieron descubrir que estaban en una bodega llena de botellas y barricas de vino. Y mientras varios expedicionarios volvían a tapar la trampa disimulándola después debajo de una docena de cajas, Amaranta explicó a Macondo la situación:

—Estamos en la bodega de una casa de campo de las afueras del pueblo más cercano a la capital. De aquí, saldremos esta tarde camuflados entre la caravana que abastece a la ciudad con normalidad.

—¡Magnífico! ¿Y ese hombre?

—¿Quién, el bodeguero? Al igual que su familia y muchos otros de este pueblo, es de toda confianza. Pertenece a ese pequeño grupo de hombres que han consagrado sus vidas y haciendas a luchar contra el Dictador. Casi todos sus jóvenes hijos están peleando en nuestro ejército, tras pasar por la EAM. Por eso verás a muy pocos de ellos.

Macondo sintió una llamada en su atención y enseguida entendió el por qué había tanta mujer en la patrulla. ¿Así que era eso? Aquellos guerreros sabían hacer bien las cosas. Sí, una alta concentración de varones jóvenes sin duda habría desentonado y llamado enseguida la atención del enemigo… Por eso no dejaría nunca de admirar la estrategia que genera la necesidad.

Siguieron todos a aquel anciano y después de subir los pocos peldaños de la escalera salieron a un gran almacén distribuidor de vinos y licores que camuflaba cualquier otra actividad.

Allí ya les estaban esperando otros aldeanos que les saludaron con efusión.

Entonces, y como siguiendo un plan bien preconcebido, Amaranta, como oficial de más graduación, empezó a dar órdenes:

—¡Comunicar al Comandante de la V División que hemos llegado!

—¡En seguida!

—¡Qué lo tenga todo preparado!

—¡A la orden! —dos guerrilleros apartaron unas cajas y manipularon la emisora que estaba adosada en una de las paredes del almacén—. ¡Bien, ya está! ¡Nos ha dicho que la expedición debe avanzar rápidamente, cruzar la puerta norte de la ciudad y no detenerse hasta llegar al Mercado Central!

—De acuerdo.

—¡Ah, también nos ha dicho que tanto en un sitio como en el otro habrá gente nuestra por si la cosa se complica!

—¿Es todo?

—¡Sí, mi coronel!

—Bien –ahora se dirigía al campesino que parecía llevar la voz cantante—, ¿a qué hora es la salida?

—Ahora mismo… si no están cansados.

—No lo estamos. Disimular el material entre las hortalizas —y señalando los equipos que fueron cogidos al momento, añadió—: Ralf, deberías saber donde los colocan.

—Sí, ¿vienes Leugim?

—No. Qué vaya Solrac. Yo tengo trabajo.

—A mí me es igual. ¿Vienes tú?

—Claro, claro— el oceánico se plantó a su lado y los dos siguieron al grupo que llevaba el material, mientras que los demás se sentaban sobre las cajas, o sobre dónde podían, intentando descansar. Macondo, por su parte, miraba desde la ventana como la caravana de grandes camiones estaba siendo acondicionada hasta su último detalle. Luego observó, aparentemente distraído, como Leugim montaba un «ojo espía» y luego lo dejaba bien camuflado en un rincón del almacén. Se trataba de una unidad receptora de alta potencia. Sí, era un buen lugar. Estaban en terreno amigo y desde allí podían cubrir toda la superficie de la ciudad capital. Esperaba que su uso pudiera ser beneficioso para sus fines debido a que desde la retaguardia se podría comprobar todo lo que estaban haciendo y acudir en ayuda si era preciso.

Al cabo de cierto tiempo entró Solrac y les avisó de que todo estaba listo.

—Bien, ¡adelante!

Salieron al exterior y todos respiraron a placer el aire puro.

Macondo, de un vistazo y como siempre, vio que no había nadie en la calle a excepción de los componentes de la expedición. Todas las ventanas y puertas estaban atrancadas… Subieron en extraño silencio a los camiones, ocupando el lugar que cada uno de ellos tenía adjudicado de antemano, pero no antes de que Ralf explicase al terrestre la razón de la falta de vecinos:

—Todos han sido bien aleccionados por la resistencia y ninguno tiene madera de héroe.

—¿No tenéis miedo de que alguno se vaya de la lengua?

—No. Las comunicaciones están en nuestras manos y tenemos las simpatías y apoyos ganados. Los habitantes de este pueblo han sido escogidos de todos los puntos del planeta y acoplados aquí de buena voluntad. No, por ese lado no hay peligro. El riesgo empezará realmente a partir de ahora. ¿Nos vamos?

—Sí, sí, de acuerdo.

Pero mientras subía a su camión, Macondo se dijo que aunque el capitán local tuviera razón, él llevaba un as en su manga cuya existencia no revelaría hasta que no fuese absolutamente necesario…

A una orden del jefe de los aldeanos, la larga caravana se puso en movimiento.

En cada vehículo iban dos guerrilleros disfrazados y un granjero auténtico que era quien iba conduciendo.

A medida en que se acercaban a su destino, nuevos camiones se fueron uniendo a la columna. Todo fue bien hasta llegar a un cruce de carreteras en donde había un control del Imperio central. La soldadesca enemiga los revisó uno a uno, pidiendo la carta de transporte y la documentación del vehículo y hasta miraron por encima todas las cargas. Macondo cogió la mano de Amaranta que estaba a su lado, entre él y el conductor del camión, y con la otra acarició su arma. En caso de ser descubiertos sabía como hacerles desear no haberlos parado nunca. Pero no ocurrió nada. Era normal que en la época de los Juegos de Primavera, las largas caravanas de transportes llevando provisiones convergieran hacia la capital. Por eso, la rigidez de la vigilancia se había ablandado un poco y miraron el convoy ligeramente, tan solo para cubrir el expediente. Pero aún faltaba el control de la puerta de la ciudad, normalmente más riguroso…

Cuando el vehículo que iba en cabeza inició la marcha, todos respiraron más tranquilos.

Por fin, aproximadamente a las dos del mediodía, vieron las murallas de la capital del Imperio.

Amaranta cogió el transmisor, que había camuflado en su asiento, y llamó:

—¡Atención V División! ¡Atención V División…! ¡Aquí la Cebra IV…! ¿Me reciben?

—¡Sí Cebra IV, alto y claro!

—¡Estamos en el camión número quince de los que están entrando en la ciudad por la puerta norte. Al ritmo que están llevando la inspección tardaremos un cuarto de hora en pasar. ¡Actuar de inmediato!

—¡Recibido…! ¡Buena suerte! Cierro.

 

4

—¡Sargento! —el comandante de la V División gritó más de la cuenta—. ¡Sargento, venga enseguida!

—¡A la orden!

—¡Ya es la hora! Comunique a transmisiones que pase el aviso a todos los contactos de Helios para que activen las bombas para que estallen a las catorce y veinte en punto.

—¡Sí, señor!— y desapareció por la puerta con la misma rapidez con que había aparecido.

—Bien, ¡ha llegado el momento! Ya se han terminado las teorías. ¡Vayamos a poner nuestro granito de arena!– se dijo a sí mismo el oficial en jefe de la V División. Sacó una botella del cajón de la mesa y se sirvió un buen trago. A continuación se acercó al armario, sacó su guardapolvos y se lo puso. Abrió su armero con cuatro llaves y cogió un fusil de rayos con mira telescópica, lo cargó, todo ello muy tranquilamente, y lo escondió en un receptáculo especial que llevaba al efecto en el sobretodo. Por último, asió el sombrero, dio una última mirada a la estancia y salió del despacho.

Dejó a un capitán al mando de la central y saliendo a la calle aún pudo oír como su segundo le deseaba suerte.

Desechó dos autobuses antes de subir al que de verdad le interesaba y en diez minutos estuvo frente al penal.

Consultó su reloj y comprobó que había llegado bien, a tiempo. Se acercó al portal escogido y apretó un botón del portero electrónico:

—¿Sí…?

—¡No importa el camino!

La puerta se abrió dando un chasquido y nuestro hombre subió las escalerillas de dos en dos hasta llegar al rellano del ascensor. Allí lo tomó y apretó el último interruptor. Al llegar al último piso, salió y subió los pocos peldaños de la escalera que iban a la terraza superior del edificio. Se acercó con precaución al muro de concreto de un metro de altura que hacía las veces de barandilla, y miró hacia exterior. Enfrente, al otro lado de la calle, la figura del penal se erguía como símbolo de la represión estatal. El Comandante lo tenía muy visto para andar perdiendo el tiempo en la observación de sus detalles arquitectónicos. Bástenos saber que era un edificio de planta hexagonal, rodeado de altos muros de roca y ladrillo y que, cada vértice, estaba jalonado por una torre, en cuyas cúpulas estaban girando unas extrañas bolas luminosas.

¡Ese era su objetivo!

¡Se había propuesto destruir los conductores del Rayo Paralizador!

Cada una de las seis bolas que habían podía inmovilizar a un ejército completo. Por eso, eran una de las armas defensivas más temidas del penal que servían tanto para aplacar manifestaciones como para controlar los posibles desmanes de los reclusos en el patio de arena.

Las almenas de la muralla estaban llenas e infectadas de soldados enemigos, pero a él no le importaban. Tenía bastante tiempo. Sacó con un cierto mimo el fusil de su estuche, lo cargó de nuevo y se dispuso a esperar. Sabía que no podía fallar ni uno solo de sus disparos… Por eso dispararía primero a las dos torres más lejanas, pues las restantes serían más fáciles de alcanzar a pesar de que pudieran estar devolviéndole el fuego.

Así, los minutos fueron pasando lentamente y aún tuvo un pensamiento para sus hombres que, en aquella hora, estarían acariciando nerviosos los botones de mando de sus detonadores a distancia. También tuvo tiempo de pensar en Aicila que estaría tensa en la cantina del penal esperando la señal, en el ingeniero de cabina del Rayo Provocador, en la mujer de los ojos cansados… ¡Todos y cada uno de ellos se merecían tener mucho éxito en sus respectivas misiones!

¡Treinta segundos!

El Comandante apuntó con tranquilidad a la primera bola y se mojó con la lengua los resecos labios!

¡Veinte segundos…!

Pensó también que, en aquellos momentos, la parte de la caravana donde iban los primeros expedicionarios de Cebra Cuatro habrían pasado la puerta principal y estarían camino del mercado.

¡Diez segundos…!

Aplicó el ojo al visor y rodeó el gatillo con el índice de su mano derecha.

Disparó a la hora en punto y sin concederse tiempo para comprobar los resultados, apuntó de nuevo a la segunda esfera e hizo fuego. Al unísono, diez bombas estallaron en otros tantos puntos de la capital estatal creando un caos sensacional entre las fuerzas del orden. Cualquiera que hubiese estado tranquilo e imparcial, habría podido ver y comprobar que los artefactos habían estallado en zonas lo bastante deshabitadas como para hacer daño, pero nadie lo estaba ni lo era.

 

5

Automáticamente, al sonar de las alarmas, se cerraron las puertas de acceso a la ciudad… Los que estaban allí se quedaron protestando de forma desacostumbrada y los que tuvieron la suerte de encontrarse dentro de los muros, colaboraron en el alboroto. Tanto es así que, entre unos y otros, crearon un clima tan infernal que los guardias no sabían donde acudir para ser más eficaces.

¡La ciudad entera parecía haberse vuelto loca!

Muchos de los que volvían de sus trabajos o iban a sus ocupaciones se juntaban en lugares y puntos convenidos y sacaban a relucir pancartas, papeles y banderolas de protesta. Las tiendas y mercados iban cerrando uno tras otro y las mujeres salían de sus casas haciendo sonar las cacerolas, tapas y pucheros, alborotando la vía pública. Los colegios ya no abrieron por la tarde y madres, niños y jóvenes se unieron a la algarada general a medida en que se iba conociendo el motivo de la revuelta. El personal que trabajaba en los bancos y lugares públicos, salieron a la calle también por ser su hora habitual de cierre.

Así que, los unos por ignorancia, los otros por curiosidad y los más empujados por su conciencia, convirtieron la calle en un foro popular en el que cada cual hablaba de sus asuntos y problemas. No faltaron a la cita los obreros manuales, mecánicos, albañiles, carpinteros, pintores y demás oficios tan dignos y buenos como los citados. ¡Ya nadie parecía querer negarse a participar en una algarada espontánea que habían estado esperando cuarenta años! Cientos de llamadas, falsas o no, hicieron salir a todos los bomberos de sus cuarteles, a la policía de sus comisarías, al ejército de sus duros acantonamientos y a las fuerzas de choque contra disturbios de sus escondrijos…

 

6

El camión ocupado por Amaranta y Macondo entró en uno de los muelles del mercado principal y fue engullido en un enorme tinglado totalmente vacío de gente.

Saltaron del mismo y mientras el chofer lo llevaba a su destino del fondo del almacén, se situaron al amparo, abrigo y seguridad de unos grandes bultos estibados a lo largo de uno de los muros.

Enseguida, el segundo camión hizo lo propio y así uno tras otro hasta que toda la patrulla de combate estuvo reunida y a punto.

¡La primera fase de Cebra IV había sido un éxito!

En el almacén, mientras todos descansaban un poco, no se veía a nadie pero sabían que eran observados y que serían ayudados en el acto si era preciso.

Y entonces, por la radio de campaña, se enteraron de muchas cosas más:

¡Qué mucha gente se había lanzado a la calle sin miedo, dispuestos a todo; qué había guerrilleros preparados en los distintos puntos neurálgicos de la urbe; qué el penal estaba siendo atacado con éxito al quedar mermadas sus defensas a las primeras escaramuzas y qué, además, estaba a punto de iniciarse un motín en su interior…!

¡Eran momentos difíciles!

Macondo celebró una reunión de urgencia con Amaranta y Ralf, a la luz de las noticias que llegaban, y decidió que era una pérdida de tiempo ir al Cuartel secreto de la División y tratar de dirigir «ojos espías». No valía la pena arriesgarse tanto para conseguir tan poco y como, por otra parte, la situación les era propicia, debían ir clara y directamente a penal a rescatar a sus hombres.

Tras ciertas vacilaciones, sobre todo por parte de Ralf que veía en ello un cambio de consignas y una rotura de planes, todos estuvieron de acuerdo. Pero la verdad es que no protestó sólo el capitán iota, pues cuando dijeron el cambio a la jefatura guerrillera de la ciudad imperial, al oficial superior que había dejado el Comandante, se puso nervioso también. La improvisación no podía beneficiar a los iotas. No, los planes estaban hechos para cumplirse, para pensarlos bien y ejecutarlos mejor. ¿Quiénes eran aquellos extranjeros para improvisar así…? Además, él tenía sus propias órdenes… Mas, al final, tuvo que ceder ante la insistencia de los mandos de la patrulla. ¡No, no estaban preparados para aquel cambio de planes, pero no tuvo más remedio que estar de acuerdo y prometer toda la ayuda necesaria…

—Bien —terminó Macondo, al conseguir el apoyo logístico local—, ¡llevarme hasta el maldito penal!

 

7

Nauj estaba atado de nuevo en el sillón central de la sala del Rayo Provocador y había empezado ya a ver la cinta o película distorsionadora del día, cuando empezaron los disparos contra las esferas de las torres. Pero allí nadie se inmutó. Estaban muy acostumbrados a atentados más o menos importantes y siempre habían sido abortados de raíz. Además, aquello no era de su incumbencia y menos su problema. ¡Ya se encargarían los soldados pues para eso estaban y para eso se les pagaba!

El asiático se había rebelado aparentemente de forma natural y hasta había luchado a brazo partido con sus guardianes antes de dejar que lo inmovilizasen. Incluso, tuvo especial cuidado en aparentar que estaba drogado por lo que su forcejeo fue más teatral que real. Así que allí estaba. Sentado y tragándose la supuesta maldad de los hombres colorados. En un momento dado se preguntó en qué podía consistir el sabotaje que le había dicho Ocram. El no observaba dada anormal… Así que se dispuso a mentalizarse para contrarrestar los malignos efectos de la proyección tal y como le habían enseñado. A ver si podía conseguirla… De pronto, se dio cuenta: ¿Cómo es que podía pensar tranquilamente? Claro, ¡no oía ni palabra! ¡Ni un sonido, nada! ¡No oía nada a pesar de que tenía bien colocados los auriculares como el día anterior…! ¡Aquello era! ¡Las sesiones del Rayo sin sonido no eran nada, no servía para nada! ¡Lo que estaba viendo era una película sosa, aburrida y desangelada…!

Nauj sonrió abiertamente y se dispuso a pasar el rato lo mejor que pudiera.

 

8

En efecto, el sagaz ingeniero sólo había escamoteado los cables de sonido del casco del sillón, pero aún estaba temblando por su atrevimiento… Y lo peor del caso es que no podía abandonar su puesto porque no quería aparecer como sospechoso. ¡Aguantaría hasta el final de la sesión si fuese preciso! ¡Era su contribución a la revuelta! Apretó los dientes para evitar el castañeo y se enfrascó en sus inoperantes controles.

 

9

El capitán que la Quinta División trató de localizar a su comandante, pero no pudo conseguir una respuesta a través de su intercomunicador. Así que decidió enviar un correo personal a sabiendas del tiempo que perdería. ¡No tenía otra opción…!

¡Estaba arrepentido de haber aceptado el cambio de los planes y quería que su superior inmediato le librase de la responsabilidad!

Llamó al sargento y le dio las órdenes:

—Hay que localizar al Comandante cueste lo que cueste, ¡Andando, envía a alguien de confianza!

—Podemos avisar a la madre de Aicila, señor. Vive en el mismo barrio de la cárcel.

—¡Estupendo! ¿Sabes dónde está el jefe?

—¡Sí, señor!

—Pues, ¡andando!

—¡Enseguida, señor!— el suboficial saludó lo mejor que pudo y dio media vuelta.

—¡Ah, una cosa más!

—¿Señor…?

—Pide permiso al mando del Ejército Central para editar la declaración de una alerta roja.

—¿Alerta roja, señor?

—¡Ya lo has oído! ¡Que me confirmen su aceptación o reparos inmediatamente! ¡Andando!

—¿Y si no me hacen caso?

—¡Habla con Siul en persona si es preciso!

—¡Sí, señor! ¡Ahora mismo haré que envíen el despacho, señor…!

La sala de transmisiones se convirtió pronto en un raro infierno en que todos los teletipos funcionaban en uno u otro sentido, enviando o recibiendo mensajes en clave, y con extraordinaria rapidez.

—El plan Helios se está desorbitando —murmuró con rabia el sargento mientras marcaba el número telefónico de la casa de Aicila—. ¡Estos terrestres están locos como las cabras! ¿Cómo pretenden asaltar una fortaleza que tiene fama de inexpugnable? Me parece que su loco plan está abocado al fracaso… No sé, mas si fuera por mí trataría de impedirlo… pero, ¡allá cada cual!

—¿Sí…?— dijo la voz al otro lado de la línea.

—¡Aquí el Sargento Mayor de la Quinta División!

—¿Y qué quiere…?

—¡Por todos los diablos verdes! Es verdad. No importa el camino…

—¡Ah! Dime, sargento.

—Menos mal. Anda, corre a la azotea de la casa número cuarenta y dos de tu calle y encuentra a el Comandante. Cuando lo consigas le dices que se ponga en contacto con nosotros enseguida pues es muy urgente… ¡Corre!

—¡Voy volando!

—¡Una cosa más, me han dicho que te cuides porque hay mucho peligro!

—¡Gracias, lo haré! Pero ya sabes que no me importa el riesgo si puedo servir a nuestra causa. Sargento…

—¿Sí?

—Todo este ruido, ¿significa que ya ha llegado la hora?

—Pues, yo no lo sé. Pero me imagino que sí… ¡Corre, por Dios!

—¡Voy, voy…! ¡Hasta otra ocasión! Oye… si hay lío, ¿me prometes cuidarte también?

—¿Eh? Sí, claro, claro…

—Vale, ¡adiós!

—¡Adiós!— el sargento oyó con mucha claridad el ruido que cortaba la comunicación y corrió al despacho del jefe superior tremendamente desorientado por la última parte de la conversación telefónica. Mas no tenía tiempo para sacar conclusiones. Si lo que acababa de empezar mal terminaba bien, ya vería… Además, aquello de la alerta roja no le había gustado nada de nada. Había tenido que insistir tres veces al hacer la solicitud porque el oficial de enlace no daba crédito a sus oídos…

Cuando entró en la sala, encontró al capitán paseando de un lado a otro como un gato escaldado y enjaulado. Y como quiera que la cosa no estaba para rositas, le contó de golpe el resultado de todas sus gestiones.

—¿Manda alguna cosa más, mi capitán?— terminó el sargento por quedar bien.

Su superior se lo quedó mirando con una cierta irritación:

—¿Alguna sugerencia?

—Pienso, señor, que debiéramos provocar el motín en la prisión para ayudar más a desestabilizar el ambiente…

—¡Eso debe decidirlo el Comandante!

—Pero, no está.

—Cierto, cierto —y tras unos momentos de silencio en el que el oficial barajaba sus opciones, añadió—: ¡Envía a la zona del penal a todos los hombres armados que tenemos ahora a nuestra disposición!

—¡Sí, señor!

—¡Yo mismo los mandará!

—¿Señor…? ¡Sí señor!— y se dispuso a salir de la sala para cumplir las órdenes.

—¡Una cosa más! —el sargento se paró en seco—: ¡Ya puedes provocar el motín!

—¡Sí, señor! ¡Estupendo, señor…!— y dando un seco y poderoso taconazo abandonó el despacho.

 

10

Siul estaba comiendo cuando recibió la petición de alerta roja.

Y se quedó mirando el télex que le había traído el oficial de transmisiones que ahora estaba plantado como un pino delante suyo sin saber qué hacer con las manos.

El ministro de la Guerra no daba crédito a lo que estaba leyendo:

—¡Alerta roja!

—¡El mando de la V División pedía la guerra total…!

¿Qué estaba pasando? ¿Cómo es que Ralf aún no le había dicho nada…?

Por eso decidió marchar en persona a la Sala de Mando. Quería averiguar lo que no podía leer entre líneas…

Todo el Cuartel general hervía de actividad. Los pasillos y las salas de acceso estaban abarrotadas por soldados de ambos sexos que pugnaban por enterarse también de las últimas noticias, aunque lo único que conseguían era dificultar la labor de los que estaban de guardia.

—¡Eh, abran paso, abran paso! —iba gritando el oficial de transmisiones corriendo delante del ministro—. ¡Retírense a sus acuartelamientos! ¡Es una orden! —pero lo único que conseguía es que les dejasen paso por un momento para volver a cerrar filas después.

Cuando llegaron por fin a la gran sala, dos especialistas estaban trazando la situación de la capital en un enorme panel transparente. El oficial de guardia se cuadró al ver al ministro dando ejemplo al resto de los ocupantes de la estancia.

—Descanse, coronel. ¡Qué todos continúen con su labor o trabajo!

—¡Sí, señor! —el oficial dio la orden a los hombres de su entorno y las máquinas zumbaron nuevamente— ¿Cuáles son las órdenes, señor?

—En primer lugar, pida confirmación de este mensaje.

—¡Enseguida!— y señaló al oficial de transmisiones que corrió a cursar la orden al servidor de la terminal

—Ahora, quiero que convoque en el acto al Alto Mando Conjunto del Ejército —siguió diciendo Siul al coronel—. ¡Quiero ver a los generales aquí mismo, ya!

—¡Sí, señor!

—¡Ponme con el señor Presidente!

—¡A la orden!

Cuando el padre de Amaranta supo lo que pasaba quiso convocar también al Consejo General del Estado.

—He mandado llamar al Mando Estratégico, señor.

—Muy bien. Pero avisa a los ministros civiles. Los quiero a todos en el Salón Rojo dentro de quince minutos.

—¡Allí estaremos, señor!

—¡Hasta luego!— el ministro oyó bien como el Presidente colgaba el aparato, cortando la comunicación. Luego se volvió al nervioso coronel:

—¡Ya lo has oído, adelante!

—¡Bien, señor…!

Mientras el pobre oficial corría a comunicar en persona la orden, el de transmisiones le dio al ministro el nuevo télex en que se confirmaba la petición de alerta máxima.

–Me marcho al salón Rojo. Traerme la situación exacta de todas nuestras fuerzas y cualquier cambio que pueda surgir a última hora.

—¡Sí, señor!

 

11

El Comandante de la V División pudo destruir cuatro de las seis torres antes de ser descubierto.

 

12

Los mandos del Penal tuvieron conciencia de que eran atacados desde la destrucción de la primera torre.

El oficial de servicio en la Sala central de Informática vio sorprendido como se apagaba súbitamente una de las seis luces del principal cuadro sinóptico que señalaba el funcionamiento de toda la cárcel. Casi sin podérselo creer del todo, accionó la alarma y varios soldados corrieron a sus garitas y pasillos de la muralla para reforzar a los que ya estaban de guardia.

Por su parte, el Gobernador de la fortaleza, pidió unos refuerzos al ministerio correspondiente tan pronto como la oyó. Pero el máximo responsable local tenía sus propios problemas, ya que todas las dotaciones de las fuerzas antidisturbios iban de un lado al otro de la ciudad sin ver o encontrar enemigos visibles. Tan solo se encontraban con grandes concentraciones de personas normales que, de alguna manera, dificultaban su tarea… La verdad es que la masa se disolvía antes de que los guardias llegasen al contacto físico y se volvía a unir cuando habían pasado. Alguien les avisaba a tiempo, consiguiendo que aquellos cuerpos de elite, preparados para la represión, estuvieran cada vez más nerviosos al no poder desahogarse en la gente. Por eso, sus propios mandos tenían cada vez más dificultades en dominarlos y enviarlos a cualquier lado de la urbe en el que eran requeridos. Y si no encontraban pronto a aquellos alborotadores que estaban provocando las algaradas, tendrían que volver a sus cuarteles con las manos vacías.

No obstante, el ministro prometió ayuda al penal:

—Le enviaré dos de mis escuadras cuando pueda— pero, inexplicablemente, no alertó a la totalidad de la guarnición de la urbe por creer que la alarma carecía de fundamento o se trataba como siempre de alguna pedrada aislada.

El gobernador del penal no protestó por estar también convencido de que aquella molestia, o lo que fuese, iba a estar solucionada en un momento muy corto. Pero cuando le comunicaron la destrucción total de la segunda torre, se puso nervioso y quiso asumir en persona las operaciones de represalia:

¡Mandó todas sus fuerzas a la muralla…!

Por eso, cuando estalló el motín en el penal, le cogió en falso, absolutamente desprevenido.

 

13

Los centinelas de la muralla que daba a la calle de Aicila, vieron los disparos que hacía el Comandante desde la azotea de una casa de la acera de enfrente y en unos pocos segundos mal contados ellos también empezaron a disparar.

Entonces, el hombre, tuvo de refugiarse tras el muro de concreto:

—¡Maldita sea! —murmuró entre los dientes. Allí sentado e inmóvil, y sin poder hacer nada, veía pasar los rayos por encima del muro y hasta sentía sus impactos en el mismo —. ¡Tengo que salir de aquí y aún no he podido terminar mi trabajo…!

Cogió el transmisor de campaña para informar a la base, pero antes de pronunciar palabra alguna, uno de los rayos disparados alcanzó y fundió la antena retráctil, con lo que la inutilizó. Lanzó el inútil aparato lejos de sí y empezó a retirarse en zigzag por la terraza usando como protección chimeneas y claraboyas.

Sabía cuál era el mejor camino de retirada por tenerlo estudiado desde mucho antes. Sólo tenía que llegar a la terraza vecina y desaparecer por el hueco de la escalera hasta alcanzar el piso franco habilitado al efecto. Al llegar borraría todos los rastros de su oficio para convertirse en un ciudadano más, aparentemente lleno de terror ante la posibilidad de ser objeto de represalias. Pero tenía que darse prisa porque los haces de rayos que aún estaban operativos empezaban a barrer la zona palmo a palmo, ladrillo a ladrillo. Si le alcanzaba uno estaría perdido:

¡Quedaría a merced de la fría soldadesca que ya estaba atravesando la calle gritando palabrotas!

En aquel momento apareció la mujer de ojos cansados por la puerta de la escalera y uno de los rayos la alcanzó de lleno bañándola totalmente con su seca luz azulada. La madre de Aicila se quedó inmóvil, componiendo la misma figura que estaba dibujando en el momento de producirse el duro impacto: ¡La boca abierta, una pierna adelantada, la mano extendida…! El Comandante rebelde no pudo evitar un estremecimiento mientras mascullaba por lo bajo una interjección intraducible del todo. ¡Sólo faltaba aquella complicación…! ¡Por el carruaje volador del padre Enoc! ¿Qué hacía aquella mujer en la azotea? ¿No había dejado dicho que no quería a nadie…? Ahora bien, si a pesar de todas sus órdenes ella estaba allí, algo muy grave debía de estar ocurriendo. Mas, lamentablemente, fuese lo que fuese, ahora mismo no estaba en condiciones de desvelar su secreto o de informar de nada. ¡Y él incomunicado y con la radio rota…! De todas formas no había tiempo para lamentaciones. ¡Había que actuar rápido y en la dirección correcta! Los soldados estaban entrando en los portales de las casas… ¡y no tardarían en presentarse allí! Calculó que la ráfaga que había paralizado a la madre de Aicila barría la superficie cada treinta segundos justos… ¡Pues tendrían que ser suficientes! Y lo serían mientras fuese avanzando en una dirección paralela al mismo. Por eso, justo cuando el rayo se desplazaba hacia la derecha en su movimiento pendular, en abanico, saltó de su último refugio sin hacer caso de los disparos normales de la muralla y corrió hacia la mujer, a quien cargó como un saco de patatas, y con ella a hombros atravesó la azotea, saltó el pequeño muro divisorio y se coló como un gato en la casa vecina en el preciso momento en el que el Rayo Paralizador iniciaba su movimiento de retorno.

Tras la seguridad de la puerta de la escalera, descanso unos segundos, no muchos. Luego bajó un piso en cuyo descansillo tenía preparado el ascensor. Se introdujo en el mismo y marcó el número adecuado.

Pronto estuvo delante la puerta de la vivienda que le interesaba. A una señal convenida, ésta se abrió y unas manos amigas le hicieron pasar bruscamente al interior.

—¡Cuidar de ella! —dijo, dejando en el sofá su preciosa carga—. ¡La han alcanzado con el Rayo…

—Pero…

—¡Rápido! —ordenó a la pareja, dueña del piso—. Luego investigaremos el por qué de su presencia. Ahora hay que actuar rápidamente porque los soldados no tardarán en aparecer. Acostarla en una cama y la haremos pasar por mi madre enferma. Voy a cambiarme de ropa.

—Enseguida.

Unos segundos después, la vivienda hervía en actividad preparando el escenario para la inminente visita de las fuerzas de orden público.

 

14

A las dos de la madrugada, uno de los soldados iotas destinado a la guarnición de la nave terrestre, se llevó la sorpresa de su vida:

Estaba de guardia en el puente central de mando, medio dormido, amodorrado por el silencio de la oscura sala, cuando uno de los vídeos del teletipo empezó a funcionar.

—Zip, zip, zip— aquel cabezal martilleaba las letras sin misericordia mientras nuestro hombre trataba de descubrir el objeto de aquella inesperada e insólita perturbación. Al poco rato se acercó al aparato atraído por su singularidad y sonido (el mensaje estaba siendo impreso también), comprobando que la cara con casco que le miraba de hito a hito le era totalmente desconocida.

—¡Oficial de guardia! —gritó—. ¡Oficial de guardia!

El aludido entró en la sala atropelladamente.

—¿Qué pasa?

—¡Un mensaje, señor! —y señaló el aparato grisáceo con su tembloroso dedo índice—. ¡Están trasmitiendo…! ¿Qué hacemos?

—No lo sé. No lo entiendo y tampoco sé quien es ese tipo del casco espacial que parece cabrearse por momentos. Voy a buscar al capitán. ¡No te muevas ni toques nada!

—¡Bien, señor! ¡Hasta luego, señor!

El oficial desapareció por la puerta de la cabina para volver un poco más tarde acompañado por el capitán de guardia, el cual llevaba un pequeño y eficaz convertidor idiomático. Situados delante de la corta pantalla, los tres trataron de ver a través del cristal líquido…

—¿Quiénes son ustedes?

—Pues…

—¿Me entienden o no?

—Sí… sí, nosotros somos enocianos… ¡amigos! Ahora le estamos entendiendo a través de nuestro convertidor…

—Bien… ¿Dónde están Macondo y sus hombres?

—¡Están cumpliendo una misión!

—¿Están bien?

—Hasta lo que podemos saber, sí… ¿Quién es usted?

–Soy el Comandante del Eolo III en ruta hacia la Tierra. Estoy bastante cerca de vosotros y al detectar las señales automáticas de la aeronave he querido saber lo que está pasando… ¿Estáis seguros de que Macondo no quiere ayuda?

—Creo que no. De todas formas yo no soy quién para valorarlo. Se dicen tantas cosas…

—Está bien. Cortar el papel con el mensaje escrito y hacérselo llegar antes de dos días terrestres. Durante ese tiempo estaré por los alrededores del planeta y al alcance de su posible llamada. Después no podré volver por falta de combustible. Así que él sabrá lo debe hacer… ¿Me habéis entendido?

—¡Sí, señor!

—¿Podréis darle el mensaje?

—¡Lo intentaremos!

—Otra cosa, ¿por qué vais armados?

—¡Estamos en guerra con el Dictador!

—¿Dictador? ¿Hay un dictador en ese planeta?

—¡Sí, nos ha estado esclavizando durante cuarenta años!

—Ya, ya… Ahora sé lo que está haciendo Macondo. Oíd, escucharme atentamente: ¡Es muy importante que le deis mi mensaje porque lo más seguro es que necesite ayuda!

—Se lo daremos.

—Bien, ¡gracias y hasta la vista!

Y el aparato enmudeció.

El capitán arrancó el papel impreso y ordenó al soldado que parecía una estatua de piedra:

—¡Llévalo corriendo al Cuartel General! El ministro de la Guerra sabrá qué hacer con él.

—¿No debemos dárselo al capitán terrestre?

—¡Obedece! ¡Siul lo decidirá!

—¡A la orden!— y desapareció a trompicones por la corta escotilla.

 

———

CAPÍTULO OCTAVO

OCTAVA NOCHE

  1

Siul ya sabía de la existencia del mensaje cuando fue a despedir a Cebra IV. Lo dudó mucho, pero imaginándose que Macondo se enteraría de una manera u otra, lo metió en el sobre secreto que entregó a Ralf antes de que se fueran.

Así no podrían acusarlo de no colaborar y, a lo mejor, cuando lo abriesen, sería demasiado tarde.

Pero entonces ya sería otro asunto.

 

2

Aicila leyó dos veces la rara nota que le había dado el pastelero oficial del penal.

El mensaje estaba escrito en el dorso de una ajada factura… Sólo eran cuatro garabatos mal hechos. En que la había confeccionado había puesto el papel carbón al revés y los números de los precios se habían grabado también en el dorso. En otro momento, la chica no habría hecho caso del error puesto que podría tratarse de un defecto ocasional sin mayor importancia, pero aquel día había dos cosas que la habían puesto en guardia:

Primero, que no esperaba aún al repostero y segundo, que le habían advertido de la posibilidad de su visita al estar despachando con el oficial en jefe de la V División Iota.

Ahora sólo le faltaba recibir la confirmación. Si antes de dos horas, el lechero le traía una caja de botellas de leche semidesnatada perfectamente precintada, era muy buena señal. Y si además las botellas fuesen de un litro, mejor. Y si al abrirlas, encontrase vacía una de ellas a pesar de tener colocada la cápsula de cierre, ya no tendría ninguna duda:

¡Habría que actuar y actuar de inmediato!

Sin embargo, la primera hora pasó sin pena ni gloria. Pero, a cada segundo transcurrido, estaba más nerviosa. ¿Se habría equivocado? Eran tantas las ganas que tenía de que fuese cierto lo que esperaba que estuvo a punto de traicionarse varias veces ante el funcionario de turno que guardaba el orden en la cocina y aledaños. ¡Hasta llegó a fregar una y otra vez los mismos platos y a doblar varias veces las servilletas…!

Al fin llegó.

Un empleado trajo una caja de botellas de leche, de un litro de capacidad cada una de ellas y la dejó encima de la barra del bar de la cafetería.

—¿Quién firma esto?— gritó, blandiendo el albarán.

Aicila corrió a su encuentro, ganando por interés y por piernas a la acción de su compañera de turno que ya se movía y se hizo cargo del codiciado cargamento ante la pasividad de su amiga que no relacionó aquella rapidez con nada especial.

La hija de la mujer de ojos cansados hizo un garabato en el papel, dio las gracias al portador y se dispuso a guardar las botellas en una pequeña nevera que tenían al lado de la barra, a su disposición. Abrió la caja casi febrilmente encontrando con que las ocho primeras botellas estaban llenas; pero cuando cogió las que hacían nueve y diez, el corazón le dio un vuelco porque por el peso había notado que una de las dos estaba vacía.

Efectivamente, la primera de ellas le quemaba los dedos a pesar de llevarlos enguantados. La levantó a la altura de los ojos para cerciorarse de la ansiada realidad, incluso la destapó y ya no tuvo ninguna duda:

¡Aquella botella no tenía ni una sola gota de leche!

Así que guardó el resto de las botellas en la nevera, tiró a la basura la caja y el envase vacío y le dijo a su amiga y compañera que la dispensara un momento pues iba al servicio.

Cuando salió casi corriendo del comedor, las piernas le hormigueaban ligeramente.

 

3

En el Instituto Superior de la Lengua, en la capital, varios académicos estaban estudiando la lengua terrestre con interés científico. Y en la medida en que avanzaban en su clasificación y aislaban sus raíces se pasmaban a causa de su naturaleza. ¿Cómo era posible que muchas de sus palabras tuviesen su misma base etimológica habiendo sido pensadas, habladas y deformadas en dos mundos distintos y separados entre sí por cientos de miles de kilómetros?

Nadie tenía una respuesta satisfactoria a esa clase de pregunta, pero tras varias sesiones todos estuvieron de acuerdo en que tenían muchos rasgos arameos y era tan antigua o más que su propia lengua enocita.

Por eso acordaron interrogar a los prisioneros. Tal vez ellos pudiesen aclararles los puntos oscuros que tanto les inquietaban… Hablarían con el ministro del Interior cuanto antes pues sabían que disponían de poco tiempo antes de que fueran idiotizados del todo por los políticos carniceros. ¡Qué poco les importaba la ciencia! ¡Cuántos cerebros habían eliminado ya con su intolerancia! ¡Cuántas plumas eminentes habían silenciado a lo largo de cuatro lustros…!

 

4

El Salón Rojo de la Sala principal era una habitación oval que, como el resto de oficinas de la ciudad subterránea, estaba decorada austeramente.

¡No había ni un solo cuadro en las paredes!

Sólo el resto de un pendón estaba sujeto a la roca viva, encima del sillón presidencial. En la actualidad estaba descolorido y roto, pero en su tiempo, cuatro barras rojas habían corrido de arriba abajo sobre un campo amarillo…

El mobiliario era más bien duro, castrense y hasta rígido:

¡Una mesa central, de la misma forma geométrica de la gruta, y dieciséis sillas, dieciséis escaños de otros tantos ministros!

Todas estaban ocupadas.

El Presidente, sentado algo más alto que el resto de los consejeros, estaba atendiendo las explicaciones que daba el especialista interpretando los signos que otro servidor iba colocando al otro lado del panel trasparente. Aquéllos hablaban de fuerzas, objetivos, máquinas, posibilidades, amigos, colaboradores, etc., y eran digeridos fríamente. El padre de Amaranta sostenía en sus temblorosas manos el télex en que se solicitaba la alerta roja… Parecía que aquella vez no había escape posible. No podía detener por más tiempo a sus ministros, eso era evidente. Miró, uno a uno, a los hombres que lo rodeaban y vio caras duras por cien contratiempos, por cien golpes. Los había que tenían el galardón de presos políticos pero que, sin embargo, estaban resabiados física, mental y hasta psíquicamente. Otros habían conocido la represión en carne propia o en la de sus familiares. Los más habían sido desprovistos de tierras y haciendas por sus ideas políticas y los menos habían nacido a la luz de las cavernas y a salvo en los cráteres, simas y chimeneas de desaireación, pero aún no conocían la luz de Thuban.

En un momento dado, aquel especialista cerró la boca y todos miraron al Presidente:

¡Sí, era hora de tomar una decisión!

Pero antes de pasar a votación un asunto cuyo resultado sabía de antemano, quiso prevenirles de lo que significaba la guerra total:

—De acuerdo, ¡vamos a votar! Sólo quiero recordar que una guerra como la que se avecina es algo muy poco ético y, desde luego, criminal. Sé que la razón nos asiste, pero van a morir muchos hombres y mujeres inocentes y cuando eso ocurre se pierde la razón inicial fácilmente. ¡La guerra no está justificada en ningún caso! Y en el nuestro, el precio que vamos a pagar será caro, pues me imagino que no habrán vencedores ni vencidos. Además, debemos recordar que la sangre engendra más sangre… Por otra parte, ¿qué les diremos a las madres que tengan que enterrar a sus hijos? ¿Qué les diremos a las mujeres que vean como se pudren en el campo los cuerpos de sus hombres por no haber tenido tiempo ni para enterrarlos? ¿Qué les diremos a los hombres que sean testigos de cómo los rayos letales destrozan a sus mujeres y a sus hijos? ¿Daremos una medalla a ciertos supervivientes? La guerra total se generaliza sin normas y convierte a los humanos en animales incapaces de respetar ni vidas ni haciendas. ¡Todo está permitido! ¡Todo está justificado! Lo importante es matar basándose en una extraña ley de la supervivencia. Además, los mejores soldados son los más criminales. Aquéllos de todos que no hagan ascos ni tengan escrúpulos son los que irán en vanguardia. Luego, a continuación, pasarán los que tienen carta blanca y los que se tomarán la justicia por su mano ensañándose en culpables y hasta inocentes, haciéndoles responsables del oscurantismo de los cuarenta años. Después vendrán las temidas represalias: serán denunciados todos aquellos que tienen negocios, tierras o mujeres apetecibles, para así poder robar, poder incautar, lo que querían o ansiaban los denunciantes… ¡Siempre ha sido así y así seguirá! Mientras exista un hombre, la maldad será la dueña del universo. Pero sin embargo, quiero que recordéis que el hombre no ha sido creado para destruirse, sino para reinar sobre la creación, para convivir con sus hermanos y hasta para amar a sus semejantes…

A estas alturas del discurso, todos le miraban ya como si estuviera loco o alucinado.

—Por eso me gustaría considerar si existe otra posibilidad que no sea la guerra total— terminó el mandatario con una especie de suspiro.

—No la hay, señor Presidente.

–Desgraciadamente se necesita una acción de fuerza para erradicar una dictadura.

—Tal vez el diálogo, las buenas palabras…

—No, señor. Llevamos cuarenta años hablando.

—Tal vez el Dictador se muera pronto…

—Llevamos mucho tiempo acariciando esa idea, señor.

—Pero…

—Debemos aprovechar la petición de esta alerta roja, señor. El enemigo está desperdigado y tenemos informes de que el descontento se ha adueñado en todo el planeta. Créame señor, ¡es el momento justo! Además, tenemos la ayuda de los terrestres…

—¡Está bien, Siul! —concedió el Presidente sin ver otra salida—. ¡Votemos y que sea lo que Dios quiera!

Siul, viendo llegado su momento, se levantó:

—¡Los que estén a favor de declarar la guerra total que levanten la mano!

Luego contó y recontó dieciséis brazos, uno tras otro, contando el suyo propio.

—Los que estén en contra…— aunque todos sabía lo que iba a pasar:

En efecto, el Presidente levantó su cansada mano y el secretario anotó el suceso.

—De acuerdo, Siul. Dé las órdenes oportunas— y se tapó la cara con las manos.

—¡Sí, señor!

 

5

Aicila se encontró en la cuarta galería con el trasiego de presos en su ir y venir a las distintas sesiones del Rayo Provocador. Allí, en un recodo concreto, se quedó quieta, como no queriendo molestar, esperando…

Muchos de los funcionarios que la vieron no le prestaron mucha atención porque la conocían muy bien o porque estaban acostumbrados a que todo el personal empleado deambulase a sus anchas por los pasillos de la zona. ¡Todos eran de confianza y probados adictos al Régimen! No en vano habían pasado por los interrogatorios políticos antes de ingresar y si ellos, que eran los listos, pensaban o consideraban que eran de fiar no iban a llevarles la contraria. Además, estaba el factor vivo de que todos los reclusos se encontraban tan idiotizados que ya no podían responder al estímulo natural de ver una muchacha joven y agraciada en el pasillo, y si era cuestión de reconocer, ya no podían hacerlo ni con su propia madre.

Entretanto, Aicila estaba muy ocupada en ver a un grupo especial, a un grupo que estaba esperando.

¡Pronto los descubrió!

Los cuatro presos iban andando pasillo adelante, bien flanqueados por dos fornidos funcionarios; pero, la verdad es que tanto unos como otros lo hacían ajenos al raro encuentro que se les avecinaba.

Ella, al verlos, abandonó su relativo escondite y avanzó decididamente hacia el grupo, aunque tenía los nervios en tensión. Al cruzarse con ellos, saludó de forma especial:

¡A los soldados les pareció que el gesto estaba preñado de  promesas, a los reclusos de esperanza!

Sobretodo, a uno de ellos: Aquella uve invertida, hacia abajo, formada por los dedos índice y corazón de la mano que no saludaba… ¡le galvanizó!

Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior de su mono, y preguntó:

—¿Puedo fumar? —el funcionario aludido hizo un gesto afirmativo—. ¿Me da fuego, por favor?

Todos se pararon.

El hombre sacó su encendedor y acercó la llama a la punta del cigarrillo que el recluso mantenía en su boca. Estaba confiado y quería ser amable con aquellos que iban a morir muy pronto… Por eso, la aguja envenenada que salió de la cerbatana disimulada en el cigarro del preso, le alcanzó profundamente en la garganta.

Lo que siguió, pasó en décimas de segundo:

Aicila se volvió y disparó sobre el otro carcelero que cayó al suelo sin exhalar un quejido. Después, el filólogo, que era quien había usado la cerbatana, y la muchacha se abrazaron ante la complacencia de los otros tres reclusos que parecían no creer lo que estaban viendo. Miraron hacia un lado y hacia el otro y comprobaron que no había nadie más que ellos mismos. Pero sabían que pronto no se podría dar ni un paso en aquel corredor, así que se encararon con la muchacha:

—Bueno, ¿qué hacemos?

Aicila, mucho más tranquila, les dijo:

—¡Ha llegado el momento!

—El momento, ¿de qué?

—¡De la libertad! ¡Sois libres, andar, correr y hacérselo saber a todo el mundo.

—Pero, estamos desarmados…

—Lo tenemos todo previsto —y sonrió cuando se levantó la bata uniformada para enseñar un bolsillo disimulado en su forro interior y sonreía aún cuando extrajo de él los tres tubitos que dio a los hombres que ahora no dejaban de mirarla con una cierta admiración—. Aquí están las armas, aunque debéis recordar que sólo tenéis diez agujas por cerbatana. Separaos y marchar cada uno por una galería distinta y tratar de provocar un motín. No tengáis miedo ya que serán muchos los que os secundarán. Muchos están prevenidos y con ganas de acabar con esta situación. Eliminar con las agujas a los guardianes de las puertas que no quieran colaborar y abrir las celdas. Y por vuestra seguridad y la de todo el plan, tenéis que ser rápidos. Así que, ¡andando!

—¡Vaya con la cantinera!

—¡Estamos con vosotros!

—¡Lo conseguiremos!

—También quiero que sepáis que nuestras fuerzas están atacando el exterior del penal y que, pronto, todas las puertas exteriores estarán cerradas por las alarmas… ¡así que debéis abrirlas también para que puedan entrar las fuerzas de choque!

—No temas, conocemos nuestro oficio y no os vamos a defraudar —parecían reconocer la natural autoridad de la muchacha—. ¡Por conseguir la libertad somos capaces de todo!

—¡Sí, ya teníamos ganas de sacudirnos de encima a estos…!

—¡Venga, vámonos!

—¡Qué tengáis suerte!— exclamó Aicila a guisa de sincera despedida al verlos largarse y desaparecer por tres direcciones.

—Los conozco y sé que son buenos hombres —dijo el que se puso en contacto con Ocram en aquel salón recreativo—, no nos fallarán. Por esa misma causa los hemos escogido y preparado. Ahora, sigamos con el plan previsto.

—Bien.

Despojaron a los funcionarios de sus uniformes y se los pusieron encima de los suyos, luego se apropiaron de sus armas y después de apartar sus cuerpos hasta un rincón bien disimulado, avanzaron decididos hacia las celdas doscientas catorce y quince.

Pero al llegar a la puerta de paso a la galería que les interesaba, la encontraron bien cerrada. La chica llamó poniendo su mano ante la célula fotoeléctrica que debía identificarla, consiguiendo que apareciese el servidor del paso, el cual no sospechó de la autenticidad de los que parecían ser compañeros que querían gastarle una broma.

La reja se abrió dando un seco chasquido y así se quedó porque el celador ya no pudo cerrarla. Los dos guerrilleros la habían franqueado y en décimas de segundo se habían presentado en la garita de mando y lo habían puesto fuera de combate con una de las agujas drogadas que aún les quedaba. Inmediatamente después manipularon todos los sensores que abrían a distancia las puertas de las celdas de la galería. Pronto, los presos que aún quedaban en ellas, salieron al pasillo a medida en que iban venciendo su desconfianza. Aquello no era normal, pero parecía tan bueno…

Lo primero que hizo Ocram al salir de la pequeña celda fue comprobar si su amigo Nauj estaba en la suya, pero no lo encontró. Así que se marchó corredor adelante, bien confundido con el resto de los condenados, pero algo preocupado. Pronto se topó con Aicila y el filólogo que despojados del uniforme penitenciario, estaban armando a los reclusos que iban saliendo de sus cubículos con los pertrechos del arsenal de mando.

—¡A las murallas! ¡Ir todos a las murallas para ayudar a los que atacan el penal por el exterior…! ¡Vamos, vamos!

—¡Rápido, rápido, que no tenemos todo el día!

—¡Aicila!

—Hola teniente, ¿estás bien?

—Sí, pero, ¿qué pasa?

—Luego te lo explicaremos.

—De acuerdo. ¿Sabes algo de mi compañero?

—No.

—Debe estar en la sala del Rayo— sugirió el hombre que estaba con la muchacha al ver que ya no salía nadie más de la galería que acababan de liberar.

—Es posible, ¡vamos!

Pero mientras tanto, las pocas cámaras automáticas de televisión que todavía estaban enteras se volvían locas barriendo ángulos y pasillos sin dar mucho crédito a lo que estaban filmando. Pero la información que recibían no sólo se perdía en los vídeos que nadie iba a ver, sino que no era nada comparado con lo que aún iban a grabar…

Y cuando el trío de nuestros amigos comenzó a avanzar a toda velocidad hacia la central del Rayo Provocador, el tumulto del motín crecía sin cesar y todos los disparos se estaban generalizando. La hora de la precaución se había acabado y ahora era la de una batalla campal, abierta y con toda su crudeza… En aquel momento, sacaban a Nauj de la sala y lo hacían con muy pocas precauciones por creer que el terrestre estaba afectado realmente por la sesión. Así que, los guardias estaban más atentos a los inquietantes sonidos que iban creciendo cada vez más que al peligro real. Y aquello les perdió. De pronto, vieron a Ocram y a sus dos acompañantes que avanzaban por el extremo del corredor en dirección a ellos. Intuyendo lo peor, se parapetaron en sendos recodos y se aprestaron a disparar para vencer caras sus vidas y se equivocaron de nuevo, pues se dejaron al asiático a sus espaldas.

No pudieron disparar jamás. El ágil amarillo los dejó sin sentido en el acto con dos saltos bien dados y dos llaves de lucha libre.

Lo que siguió era de esperar. Los cuatro se abrazaron emocionados y más al comprobar que los posibles daños mentales recibidos no eran de importancia.

—Debemos darnos prisa —estaba diciendo el filólogo, tras recuperar el aliento—, pronto se moverán todas las fuerzas antidisturbios y las de represión y no podremos hacerles frente. Debemos aprovechar este momento puesto que parecen estar aletargados por la sorpresa. Ahora que el motín está en su apogeo, debemos escapar.

Pero Ocram quiso saber la situación exterior.

—Por lo que yo sé —dijo ahora la chica—, vuestro capitán ha entrado en la ciudad y viene hacia aquí.

—¡Eso es una buena noticia!

—Además, la capital está revuelta y se ataca el penal desde la calle tratando, sobretodo, de destruir las torres de los Rayos Paralizadores contra las que no tenemos nada que hacer con nuestras armas convencionales. De todas formas, es una situación para escapar. Mi amigo y compañero tiene razón.

—Bien, ¿y cómo lo haremos?

—Conocemos un pasadizo que nos llevará fuera de estos muros y, desde allí, será fácil llegar a nuestro refugio del Cuartel General.

—Pues, ¡vamos! —Nauj cogió uno de los dos rifles caídos, y aseguró—: ¡Esta vez no me cogerán vivo!

—Desde luego, desde luego— y el americano le dio una palmada al hombro después de imitarle y coger la otra arma.

Así, los cuatro amigos, formando una piña, empezaron a avanzar otra vez. El filólogo iota delante, marcando el paso, Ocram y Aicila después, cogidos abiertamente de la mano, y Nauj cubriendo las espaldas del grupo romboidal con el arma a punto. Pero, a pesar de estar en tensión y a vuelta de todo, no se esperaba el gesto del americano y la chica… «¡Vaya!” —suspiró, se alegraba por él.

¡Las circunstancias hermanan más que la sangre!

Dos hombres, compañeros de más de cien aventuras, con diferencias de grado y carácter, por fin habían dado con el denominador común que los había unido…

 

6

A una señal de Amaranta, cuatro guerrilleros salieron del tinglado comercial y tras unas ligeras vacilaciones pararon a cinco de los pocos coches que pasaban por la zona. Después, hicieron otra a Solrac que estaba apostado en la penumbra de la puerta del almacén, y éste la trasmitió al resto de la patrulla.

Todos ocuparon los vehículos en segundos y obligaron a los sorprendidos conductores a avanzar rumbo al penal estatal. Mientras iban hacia allí, Macondo dio una orden a sus hombres, los cuales extrajeron de sus equipos una especie de pistolas de señales y las revisaron una vez más ante la intrigada mirada de Amaranta que trataba también de no perder de vista al conductor. Ralf, por su parte, queriendo aprovechar al máximo el tiempo muerto, rasgó el sobre que le había dado Siul para enterarse de su contenido pues, debido al cambio de planes, ya no tenía objeto tanto secreto. Pero lo primero que le llamó la atención es que dentro de aquel sobre habían otros dos mucho más pequeños mezclados entre mapas, notas e indicaciones. Uno de ellos decía: Capitán Macondo, y el otro: Capitán Ralf, estrictamente confidencial. Despreció el resto de papeles y viendo que nadie reparaba en él en aquellos momentos, abrió su legado y leyó para sí:

—»Querido Ralf, necesitamos manipular tu patrulla en nuestro provecho. De manera que debes cumplir nuestros objetivos por encima de todo. No me importa que ayudes a los terrestres si con ello salimos beneficiados. Tuyo, Siul.»

El nuevo capitán estaba blanco como una pared cuando empezó a romper el despacho en pedacitos y a tirarlos por la estrecha ventanilla del vehículo requisado. ¡Menuda papeleta! La verdad es que a él no le iba nada la política; pero, nada de nada. Lo que le decían no era honesto ni honrado… Pero era un soldado  y se debía a su superior… ¡No tenía más remedio que obedecer en todo! Vería en qué acababa la cosa. Guardó el resto de despachos en lugar seguro y llamando la atención del capitán Macondo, le entregó el mensaje que iba dirigido a él no sin haber sentido la tentación para abrir el sobre.

—¡Ah, gracias! ¿Quién te lo ha dado?

—Estaba… estaba en la valija de la patrulla que…

—¿Había algo más de interés?

—No… no, nada— y pareció quedar impresionado por lo que veía a través de la ventanilla que tenía a su lado.

—¿De qué se trata?- preguntó Leugim a su capitán.

—Aún no lo sé. ¿Cuánto falta para llegar al destino?

—Un cuarto de hora, más o menos, Leugim —informó Amaranta que no dejaba de mirar al impresionado chófer a la fuerza—. ¡Cuidado…! —le gritó ahora—. ¡Rápido, gira a la derecha! Ahí delante tenemos una manifestación que nos podría cortar el paso. Vamos a dar un rodeo, ¡de prisa!

El conductor giró de forma tan dura y brusca que todos se apelotonaron contra la pared contraria, aplastados por la fuerza centrífuga… pero la muchacha estuvo lista y su pistola no se movió ni un ápice de la cabeza del dueño del coche.

—Tranquilo, tranquilo…

—¡Vaya!

—Amaranta, nos vas a matar antes de la hora.

—No seas guasón, Leugim.

—De acuerdo, monada.

—Coronel, para ti coronel.

—No te enfades…

—Venga, no pelearos.

—De acuerdo, Macondo.

—¡Eh, capitán! No te preocupes por el desvío, te aseguro que ganaremos el tiempo perdido.

—¿Eh? ¡Ah, perdona!— ya había abierto aquel sobre y estaba vivamente intrigado con su contenido. El informe del vídeo teletipo bailaba en su mano…

Solrac, el biólogo de la tierra, que estaba mirando por encima del hombro, preguntó:

—¿Qué pasa?

—Aún no lo sé. Estaba en un sobre que me acaba de dar Ralf…

—¿Lo vas a leer?

—¡Claro! Veamos: «Esoj, comandante del Eolo III al jefe Macondo. Saludos…»

—Pero, bueno —hasta Leugim se interesó—. ¿Qué quiere ese fulano?

—Calla un momento, por favor.

—Perdona. No he dicho nada… ¡Ya sabes lo que pienso de ese engreído!

—Lo sé.

—¡Me pasé seis meses a la sombra por su culpa!

—¡También lo sé, pero calla de una vez!

—Es…

—¡No seas plomo, paliza!— Solrac le propinó un cachete que si lo llega a tocar lo deja sin sentido.

—Está bien, está bien. Siempre me toca ceder a mí.

—¡Ya vale! —Macondo le lanzó una mirada asesina, pero el astrónomo Leugim estaba mirando hacia la ventanilla contraria. Parecía como si las calles llamasen la atención de nuestros hombres de un tiempo a esta parte… «No me conviene ser duro con él», pensó Macondo, «pero tengo que guardar todas las formas… Bueno, volvamos a lo que parece ser más importante»—. ¿Puedo seguir?

—Claro…

—Por mí…

—Pues, continúo: «He captado las señales de tu nave y me ha extrañado encontrarte lejos de tu ruta. ¿Necesitas algún tipo de ayuda? Ya sabes querido que puedes contar conmigo. Estaré en órbita dos días, después tendré que volver a la Tierra por falta de combustible. Bueno, espero que recuerdes cómo localizarme… ¡Ah! ¿Quieres algún mensaje especial para la base? Compréndelo, tengo que informar aunque no quiera.»

Esta vez fue Solrac el que interrumpió la lectura normal del mensaje:

—¡Será…!

—¡Lo dicho! —remató Leugim, viéndose ayudado—. Ese monigote lleno de latón es el típico fulano que sube al cielo en las espaldas de sus superiores. Así, si equivoca la puerta, siempre puede decir que no ha tenido ninguna culpa.

—¡Sí, ése por medrar es capaz de pisar a su madre!

—No os paséis, que ahora está cumpliendo con su deber.

—¿Es su deber ejercer de chivato?

—Tú le tienes manía.

—¿Yo?

—¡Los dos!

—Pero…

—Yo…

—¡A callar los dos!— Macondo sabía muy bien las buenas intenciones de sus hombres y la ligera sorna con que jalonaban sus palabras, pero estaba barajando todas las posibilidades de una ayuda desde el aire…

Y entonces Amaranta gritó:

—¡Alto! Creo que debemos bajar aquí. Estamos a dos manzanas del penal y no podemos avanzar más metidos en estos turismos. Bajemos…

—¡De acuerdo! ¡Todos al suelo!

El automóvil paró bruscamente es la esquina de una de las calles y las tres portezuelas se abrieron a la vez para dejar paso a todos sus ocupantes.

Los demás coches les imitaron al momento.

En los dos segundos siguientes, todos se refugiaron en los portales próximos esperando órdenes… Pero Leugim, antes de hacer lo mismo, ordenó al chófer que aparcara el vehículo para no llamar la atención y, luego le quitó las llaves:

—Lo siento, chico. Vete a casa a buscar otro juego y así no tendrás la tentación de usarlo enseguida para avisar a alguien.

Mas, el asustado conductor, al verse libre, corrió como alma que lleva el diablo, desapareciendo entre el gentío para irse por donde había venido… Por su parte, los otros cuatro conductores, no se hicieron de rogar cuando les instaron a que pusieran tierra de por medio. También les fueron incautadas las llaves de contacto y también se convirtieron en alegres peatones.

Macondo estaba preguntando a Ralf:

—Aparte de las seis torres que me habéis dicho, ¿qué otras defensas tiene el penal?

—Sin tener en cuenta a todos los funcionarios, muy bien armados por cierto, se sabe que lo defiende un regimiento especial. Pero, una vez más, considero mi deber llamar tu atención sobre las torres del Rayo Paralizador. Si nos las destruimos, jamás lo conseguiremos.

—No te preocupes.

—¡Un momento! ¿No oís?

—¡Disparos!

—¡Sí, son disparos de rayos!

Ralf abrió su intercomunicador y se puso al habla con el cuartel de la Quinta División y gracias a la amabilidad del sargento de guardia se enteró de las últimas decisiones del capitán.

—El Comandante está tratando ya de destruir las torres que tanto nos preocupan y el Capitán ataca el exterior del penal con todas nuestras fuerzas.

Macondo reaccionó inmediatamente:

—Pues, ¿a qué estamos esperando?

—¡Adelante, adelante…!— Amaranta y Ralf avisaron al resto de la patrulla con elocuentes signos y empezaron a correr por las aceras cubriéndose los unos a los otros al modo y manera terrestres, aprovechando cualquier corto saliente para guarecerse. Así, quioscos de periódicos, cabinas telefónicas, armarios de semáforos, columnas de propaganda e, incluso, árboles, jugaron a su favor… ¡a favor de la libertad!

Era curioso, y hasta armónico, ver como aquel grupo de buenos aldeanos armados hasta los dientes avanzaban siguiendo los pasos de ballet que parecía trazar un fiel maestro invisible… La gente, cada vez en menor cantidad, les dejaba hacer con cierta complacencia. Hasta hubo algunas personas que no pudieron evitar aplaudir ante el espectáculo que no habían visto jamás en su existencia… ¡Ya era hora de que alguien se enfrentase con el Régimen imperante con el pecho descubierto! Porque todos ellos adivinaban las intenciones de aquellos bailarines que avanzaban hacia el correccional refugiándose de aquella forma y tomando todas las esquinas. Claro, había gente para todo. Como siempre. Desde los que animaban con firme calor y advertían de alguna posible concentración de tropas o de policía antidisturbios, hasta los que se inhibían con un encogimiento de hombros… Pero, ¡nadie levantó la voz en contra ni nadie trató de impedir su avance!

Por su parte, Macondo, estaba preocupado. Juzgó que, en aquellas condiciones, con tanta persona civil por los alrededores, iba a ser difícil atacar el penal sin causar víctimas inocentes… Y, para colmo de males, Leugim, desde la acera opuesta, le señalaba la cabeza de una gran manifestación que avanzaba hacia ellos ocupando toda la manzana.

Y tomó una decisión:

Hizo una señal a Ralf, que comandaba el pelotón de la acera opuesta y para dar ejemplo se empezó a quitar el disfraz de pueblerino que, hasta aquel momento, le había sido tan útil.

Al poco rato le imitaron todos dejando al descubierto sus propios uniformes.

Entonces sí que la gente se maravilló de verdad:

¡Tres altos hombres plateados de los pies a la cabeza avanzaban rodeados de una patrulla iota!

¡Aquello no se veía todos los días!

Por eso, la cabeza de la manifestación se paró en el acto sin saber qué hacer ni a dónde ir… Evidentemente, los hombres y mujeres tan armados eran amigos. Entonces, ¿cómo poder ayudarles?

Macondo habló con Amaranta y ésta envió a dos de sus mejores hombres para intentar desviar la manifestación. El capitán terrestre quería tener el campo libre para la acción que iba a desarrollarse en los minutos siguientes. Por eso vio con bastante satisfacción como los guerrilleros iotas convencían a los duros dirigentes de la muchedumbre y les hacían seguir hacia el palacio imperial por una calleja adyacente. Cuando la vía quedó libre al fin, lo más libre que podía quedar, echó un vistazo a Leugim y le señaló a Amaranta. El africano, a su vez, le hizo una clara señal de enterado. No la perdería de vista ni un momento… El terrestre gruñó satisfecho y miró a Ralf, que tampoco se había perdido detalle del raudo intercambio de miradas y señales, aunque ya no daba importancia ni a unas ni a otras, el cual, a su modo, le hizo saber que estaba listo. Se giró hacia atrás y también Solrac le hizo saber que estaba preparado uniendo los dedos índice y pulgar de su mano derecha:

—¡Adelante!— el grito de Macondo fue secundado por el brazo derecho extendido indicando la dirección a seguir.

Rápidamente, todos corrieron los pocos metros que les separaban del final de la calle y giraron la esquina:

¡En medio de la plaza estaba el penal!

 

7

Cuando el capitán de la Quinta División y sus hombres llegaron a la zona de la cárcel decidieron  en primer lugar destruir las odiadas y temidas torres defensivas. Por eso convergieron en abanico por cuatro de las seis calles que desembocaban en la plaza.

Los que se encontraron con las esferas destruidas por los certeros disparos de su jefe cambiaron de objetivo y empezaron a ametrallar a los soldados del Imperio que hervían subidos a las torres y murallas y en los registros sistemáticos de las casas vecinas. Pero el capitán no tuvo tanta suerte. El y su grupo desembocaron en la calle que estaba protegida por las dos torres intactas, cuyos rayos barrían toda la zona impidiéndoles avanzar como hubiera sido su deseo. Por eso se parapetaron como pudieron en los portales de las casas, pero había que hacer algo y, ¡pronto! Dio una orden a su mensajero y a través de él se enteró de que el resto de las escuadras, al parecer, no habían tenido sus problemas. Así que les mandó que avanzaran hacia su zona desde los ángulos que ocupaban y que tratasen de destruir las dichosas esferas. Luego, a continuación, y a la espera de que cambiasen las malditas circunstancias, ordenó a seis de sus ávidos hombres que entrasen en el penal por el túnel secreto.

¡No podía hacer nada más!

 

8

En aquellos momentos llamaban desaforadamente en la puerta del piso franco. El hombre, retorciéndose ambas manos, miró a su mujer y al conseguir su aprobación, fue a abrir sintiendo como le flaqueaban las piernas.

Cuando consiguió hacerlo se encontró con dos soldados armados de arriba abajo:

—¡Inspección…!— y le apartaron de un empujón.

—Pasen, pasen…

Y mientras el uno cubría toda la habitación con su arma, el otro preguntaba:

—¿Habéis visto por aquí a un guerrillero?

—¿Un guerrillero?— la mujer puso toda la ingenuidad de que fue capaz al devolver la pregunta.

—¡Eso he dicho!

—Pues… no.

—¡Tú! ¿Cómo es que no estás trabajando?

—Es que estoy de baja…

—¿Quién es esta mujer?– preguntó el que llevaba la voz cantante al descubrir a la madre de Aicila a través de la entreabierta puerta de la alcoba.

—Es mi madre— dijo la chica.

—¿Qué tiene?

—Está enferma.

—¡Esto parece un hospital –masculló el que estaba de guardia, y añadió—: ¿Tú, que opinas?

Pero antes de que su compañero pudiera articular una oyeron correr el agua en el cuarto de baño, por lo que los dos se volvieron como un rayo en aquella dirección:

—¿Quién está ahí?

—Es mi hermano que se está duchando— atinó a decir ahora el dueño de la casa.

—¡Ya!

—¿Y por qué no trabaja

—Ahora se iba…

—¡Eh, tú! ¡Sal de ahí!

—¿Quién, yo?— gritó a su vez el Comandante dentro del cuarto de baño.

—¡Sí, y sal con los brazos en alto!

—Pero, ¿qué pasa? —abrió la puerta del todo y salió al salón totalmente desnudo a excepción de una toalla que le cubría lo indispensable y que se sujetaba a la cintura con una de las manos—. ¿Es qué uno no puede ducharse en su casa?

—No te hagas el gracioso con nosotros. ¡Venga, enseña la documentación!

—La tengo en el pantalón, voy a buscarla.

—¡Quieto…! ¿Dónde tienes el pantalón?

—En el baño.

—Bien— y después de asegurarse que su compañero se quedaba vigilando, el que llevaba la voz cantante entró en el servicio y enseguida encontró lo que buscaba, mas al comprobar que no había nada anormal en los papeles, salió y tiró carnet, cartera y prenda a los pies del oficial sin adivinar que éste, además de la toalla, empuñaba una pistola por lo que pudiera pasar.

Pero no hubo necesidad de emplear la violencia, pues cuando iban a comprobar las documentaciones que les tendían los dueños de la casa sin habérselas pedido, entró gesticulando otro soldado y les comunicó a gritos que la guerrilla urbana estaba atacando la fortaleza.

Salieron los tres del piso sin despedirse y el oficial iota cerró la puerta tras ellos y se apoyó en su hoja respirando profundamente.

Cuando recuperó el ritmo normal, dijo:

—Voy a vestirme. Tengo que ver quién es el que está atacando el penal despreciando sus defensas —en efecto, pasados unos minutos estuvo listo, armado y cubierto por el guardapolvos—. ¡Adiós! ¡Cuidar de esa mujer, por favor! Se despertará dentro de una hora y no sabrá lo que le ha pasado. Así que le decís que se vaya a su casa por su propio bien, ¿comprendéis?

—Sí…

—Pues, ¡adiós de nuevo y gracias por todo!

—¿Puedo ir con usted, mi Comandante?— preguntó el hombre a quien el miedo parecía haberlo dejado del todo.

—Es mejor que te quedes y cuides de las mujeres.

—Como mande…

—Lo dicho. ¡Hasta la vista…!— el oficial salió del piso, del rellano, de la escalera y del propio edificio, pero tuvo que refugiarse inmediatamente en el portal del mismo porque los disparos cruzaban la calle de un extremo al otro.

Desde su puesto de observación vio al capitán y a sus hombres parapetados en la esquina tratando de dar o responder al fuego bien organizado de las defensas de la cárcel. También vio desde allí una de las torres de rayos que habían quedado intactas de su ataque de la azotea. Pacientemente, armó su fusil semiautomático, apuntó y disparó: ¡El impacto destrozó la esfera de cristal en mil pecados!

Aquella maniobra y la explosión que siguió no pasaron desapercibidas para el capitán y las escuadras que aún estaban inmovilizadas. Y tanto uno como los otros se alegraron de que, al fin, hubiera alguien que les ayudase. Ya era hora de que algo les saliese bien. Por fin, con una torre menos, empezaron a ver alguna salida a aquella situación insostenible, pues hacía mucho rato que los disparos de los defensores los tenían clavados, quietos e impotentes. ¡Ahora podrían empezar a moverse! ¡Ahora sólo había que centrar toda su atención en la única bola que aún se mantenía intacta y que seguía barriendo la zona implacablemente!

De pronto, por el otro extremo de la calle, apareció la patrulla de nuestros amigos entrando de lleno en el campo de tiro del Rayo Paralizador.

—¡Maldición!— exclamaron a la vez los dos oficiales, el comandante y el capitán, cada uno desde su sitio, desde su escondrijo, pero tuvieron que reconocer maravillados que el jefe terrestre sabía lo que se llevaba entre manos. Los dos vieron como los hombres de los claros uniformes plateados hacían maniobrar a los iotas hasta ponerlos a cubierto.

Aun así, el comandante de la V División se vio obligado a advertirles del peligro principal e hizo desesperadas señas al segundo oficial, el cual, comprendiendo el mensaje, cogió el megáfono, y gritó:

—¡Eh, vosotros! ¡Cuidado con la esfera de la torre…!

Pero tuvo que callarse porque, casi al mismo tiempo, un hombre plateado salió del portal de la vivienda donde se había refugiado y el rayo que generó su extraña arma desintegró la temida y peligrosa esfera. Mas, el intenso fogonazo, de un rojo muy vivo, cegó momentáneamente al capitán iota que no estaba acostumbrado a la riqueza de aquel espectro

—¡Hurra!— gritaron al unísono cincuenta gargantas.

Amaranta y Ralf felicitaron muy efusivamente al europeo, autor del disparo que había eliminado la superioridad de la defensa del penal, y éste, sin pérdida de tiempo, pidió al novato capitán iota que obligase a todos los guerrilleros a mantenerse en un segundo plano mientras él y sus dos hombres se encargaban de la sorprendida guarnición.

Sin creérselo del todo, y después de recabar la viva y preceptiva aprobación de la coronel Amaranta, Ralf, dio aviso a la V División y a sus propios hombres a través de su radio transmisor.

 

9

Pero el Director de la ciudad penitenciaria pudo por fin convencer al ministro del Interior de que la cosa iba en serio. Que no solamente le atacaban desde el exterior y destruido sus principales defensas, sino que el motín que padecía alcanzaba ya grandes proporciones.

Entonces comprendieron a la vez los dos funcionarios que el verdadero objetivo de la revuelta ciudadana era el recinto penal y que las alteraciones de orden público no habían tenido más objeto que dividir las duras fuerzas de represión y desviar la atención de los altos mandos de las mismas.

Pero ya era tarde.

A pesar de que el responsable de la cartera de Interior diera las órdenes pertinentes, ya era tarde. Por más que todas las fuerzas que el Estado había puesto a su mando convergieran en la zona, ¡ya era tarde!

Y era tarde porque cometió otra equivocación:

¡No quiso explicar al ministro de Defensa el verdadero alcance del levantamiento y por eso no fue alertada la guarnición de la ciudad…!

 

10

En aquellos momentos, los seis hombres enviados por el capitán de la V División estaban levantando la tapa de la alcantarilla adecuada y, uno tras otro, desaparecieron tragados por la oscuridad del túnel y del pasadizo ante la indiferencia de los ocasionales transeúntes que atinaban a deambular por allí.

Luego, avanzaron por las aceras laterales de la cloaca mayor perfectamente preparados y a punto, despreciando al penetrante olor que desprendían los deshechos de la ciudad. Pero, a la vuelta de una esquina cerrada, vieron avanzar unas luces que zigzagueaban hacia ellos y se parapetaron en el acto, esperando sorprender a los que las llevaban…

Todo se desarrolló con inusitada rapidez: Cuando el filólogo, que iba el primero, dobló la esquina, sintió como le era arrancada la linterna de un manotazo, la cual cayó a la corriente forzando un chapoteo. Y antes de que pudiera protestar o avisar a sus compañeros, notó el frío cañón de un subfusil que se apoyaba en su nuca y le obligaba a aplastar su cara contra el moho del muro. ¡Por eso no pudo gritar! ¡Y por eso le pasó lo mismo a Ocram y a Aicila!

Ninguno de los tres vio a sus atacantes expertos en la lucha en la oscuridad… Pero al asiático no iban a poder sorprenderle así: Como ya sabemos, Nauj iba vigilando la retaguardia tratando de comprobar si eran seguidos y por eso estaba alerta desde las uñas de los pies hasta las puntas de los pelos de la cabeza… En un momento dado, dejó de oír los pasos de sus compañeros… Se paró aguzando el oído e, incluso, dejó de respirar un momento. Nada. No oía nada… ¡Sólo el murmullo de la corriente! Y se escamó. Como estaba cerca de la esquina por la que habían desaparecido sus amigos, alumbró a diestro y siniestro tratando de ver alguna señal de su paradero, pero no fue capaz de ver nada. El nombre del teniente le quemaba la garganta, pero de su boca no salió ningún sonido. Se agachó y tiró la linterna encendida por delante suyo, haciéndola avanzar dando tumbos por el suelo. Cuando llegó a la esquina varios disparos la destrozaron y la hicieron rebotar muchas veces contra el muro y la acera, hasta que se apagó y la oscuridad fue total.

Al primer disparo, el asiático se había deslizado en las sucias aguas del torrente esperando acontecimientos. Y allí se estuvo quieto, con el arma a punto y el agua al cuello…

Ocram, creyendo que habían alcanzado a su compañero, no pudo evitar el grito:

—¡Maldita sea!

Los seis guerrilleros atacantes se quedaron de una pieza al oír la interjección gestada en un idioma desconocido y algo debió de vibrar en sus cerebros ya que encendieron las luces convirtiendo la cloaca en una especie de árbol navideño, pero lo que vieron aún les sorprendió mucho más:

¡Dos funcionarios y un prisionero!

—¿Quiénes sois vosotros?

La vigilancia se hizo más relajada y hasta les permitieron volverse. Entonces, la sorpresa fue de nuestros amigos al ver los uniformes iotas:

—¡Guerrilleros!— exclamó el filólogo, incrédulo.

—Sí…

—¡No habéis contentado a nuestra pregunta!

—Somos amigos.

—Pero, ¿no me conocéis? —Aicila se plantó delante de un gran foco de luz—. ¡Acabamos de libertar a los dos terrestres!

—¡Por el padre Enoc!

—¡Por todos los diablos! —bramó el americano, saltando un poco hacia delante—. ¡Basta de charla! ¡Habéis matado a mi amigo! ¡Nauj…! ¡Nauj…! —y corrió desandando el camino, pero al doblar la esquina no vio nada—. ¡Nauj! ¡Amigo! ¿Dónde estás?

—¡Estoy aquí!– gritó el asiático a su vez.

—¿Dónde?

—¡En el río…! ¡Ayúdame! ¿Qué ha pasado?

—Hemos encontrado una patrulla del exterior.

—Pues, ¡qué bien!

—A ver, ¡vosotros alumbrar aquí! Aicila, por favor, diles que alumbren aquí.

Pronto, unos y otros, estuvieron alumbrando la zona y los rayos de las linternas convergieron en la cabeza del oriental que brillaba de forma especial al estar bañada por las sucias aguas que la envolvían.

—Pero, ¿se puede saber qué haces ahí?

—Lo dicho, mi teniente. ¡Dándome un baño de espuma!— exclamó jocoso mientras asía las manos que le tendían.

—¡Uf —exclamó el oficial mientras le daba unas cariñosas palmadas—. Hueles, pero que muy bien.

—¡Muy gracioso!

—¡Oír! ¡Escuchar los dos! —ahora le tocaba el turno de voz a Aicila—. ¡Me han dicho que vuestro comandante está arriba, en la calle!

—¿Qué?

—¡Macondo!

—¡Vaya!

—¡Vayamos a verlo!

—¡Sí, vamos enseguida!

Y trotaron alegremente tras la patrulla iota que ahora volvía sobre sus pasos.

 

11

La totalidad del ejército rebelde convergía hacia la capital usando el plan hexagonal de la guerra total.

Y por el momento, las predicciones fatalistas del señor Presidente no se estaban cumpliendo. Casi todas las guarniciones provinciales se habían rendido sin disparar un solo tiro. Y es que la mayoría estaban desgastadas, sin moral y con los mandos podridos. ¡Sólo hicieron falta algunas docenas de detenciones y el cambio de produjo sin rupturas demasiado bruscas!

El problema estaría en la capital donde durante años el centralismo había fortalecido una dictadura que se nutría del poder como un pulpo voraz y dañino. Allí se habían juntado todos los aduladores y creadores teóricos del Régimen imperante. Todos estaban cobijando la serpiente que iba a devorarles en su vómito sin remedio, pero, mientras colease, la iban a proteger. Claro que por aquel entonces si no estaban dormidos estaban satisfechos en su propia bajeza e inmundicia… Tenían mucho poder y la guarnición de la ciudad estaba bien escogida, invencible… ¡Legionarios, asesinos, mercenarios y ladrones…! El poder civil estaba podrido. Los funcionarios y adláteres corrompidos. La justicia inoperante admitía cohecho… De manera que todo dependía de la rapidez con que actuase la sedición.

El ejército iota lo sabía y corría a toda velocidad hacia la capital desde todos los puntos cardinales del planeta.

Por todas partes eran vitoreados y reconocidos como los libertadores. Por todas partes eran alimentados, ayudados y mimados…

Siul, ministro de la Guerra, general en jefe del ejército guerrillero y director general de la EAM, era informado puntualmente de las escaramuzas, avances y conquistas. Pero era realista y sabía que las verdaderas dificultades empezarían en el asedio a la capital. Por suerte, lo sabía por Ralf, su temida guarnición no había sido alertada aún.

¡Las próximas horas serían decisivas!

 

12

Macondo pensó que ya era hora de usar la carta que guardaba en la manga.

Hizo una señal a Solrac y éste, apuntó su extraña arma hacia la puerta principal del penal:

¡El intenso fogonazo no se hizo esperar y décimas de segundo más tarde la puerta desapareció atomizada!

Todos, sitiados y sitiadores, se quedaron de una pieza… ¡Las armas terrestres rivalizaban con mucha ventaja con las del Dictador!

Una vez más, los iotas presentes gustaron la posibilidad de alcanzar una victoria total, definitiva.

—Ralf —ordenó Macondo—, usa tu megáfono para intentar que se rindan los funcionarios de la cárcel y la guardia que los protege.

—¡Enseguida!— y articuló a gritos en su idioma lo pedido por el capitán terrestre; pero, una granizada de balas y rayos acuchillaron la zona que estaba ocupando.

Al ver la respuesta, los tres amigos, los tres hombres vestidos con los trajes plateados del DEE, lanzaron sus armas contra unas zonas concretas de las murallas que también se volatilizaron en el acto.

—Bien, ¡adelante!— Macondo, dueño de la situación, hizo las consabidas señales de avance pactadas algo antes y los guerrilleros del Cebra IV y de la V División entraron en la cárcel lanzando gritos espeluznantes.

Al poco rato se toparon con los reclusos que casi tenían controlada la situación. Así que aún lograron provocar la rendición de decenas de funcionarios.

En un momento de respiro, los tres terrestres, Amaranta, Ralf, el Comandante y el Capitán iotas, se juntaron en un punto concreto y conocieron por fin. Abrazos, apretones de manos y otros saludos se entrecruzaron mientras eran vitoreados por todos los soldados leales y los reclusos agradecidos.

Pronto, unos y otros, supieron la situación de la ciudad por las informaciones que les iban llegando por todos los conductos y canales.

—De acuerdo, ¡muchas gracias! Luego veremos cual es la estrategia que debemos seguir —dijo Macondo en un aparte—. Ahora lo que nos importa es salvar a nuestros compañeros. Ralf, ya sabes en que celdas están. Coge a tus mejores hombres y trata de ponerlos en libertad. Tú, capitán, mientras tanto, localízame al director del penal y tráelo aquí. No, no lo matéis. Debe ser juzgado por sus crímenes y hemos de darle la oportunidad de defenderse, ¿de acuerdo?

—¡Sí, señor…! ¡Enseguida, señor!— el oficial miraba a su superior, el cual le dio permiso con una señal afirmativa.

Cuando ya iban a cumplir lo ordenado, se les unió un teniente que les informó de la reciente liberación de los dos terrestres y de que habían sido trasladados a un lugar seguro.

—¡Estupendo! ¿Dónde los han llevado?

—A un piso franco.

—¡Muy bien!

Amaranta creyó que había que felicitar al portador del mensaje:

—Habéis estado maravillosos.

—Era nuestro deber…

—Macondo, ¿quieres que vayamos a verlos?

—No, ahora no. Si están a salvo ya los veremos después, es mejor que descansen lo que puedan. Ahora conviene detener al Director antes que sea tarde…

Lo era. En aquel momento, se produjo en el patio un enorme griterío. Fuese lo que fuese, era evidente de que alguien se les había adelantado. El capitán terrestre salió al exterior y comprobó con pena que un grupo de reclusos había defenestrado al responsable del penal:

—Amaranta, creo que debes intervenir enseguida.

—¡Cierto! Esto ya es demasiado y debemos terminarlo —salieron todos de sus escondites, la ayudaron a subir a una improvisada e insegura tarima y asiendo el megáfono que le tendía Ralf, gritó—: ¡Atención! ¡Soy la hija del Presidente y el oficial de más alta graduación que hay por aquí! ¡Escuchar, todo el penal es nuestro! ¡Ya basta de asesinatos! ¡Debemos actuar siguiendo el plan previsto y demostrar que somos mejores que nuestros carceleros! ¡Hemos de actuar con justicia! —pero, por más que se desgañitaba, nadie le hacía caso. El griterío seguía siendo ensordecedor y no había manera de entenderse. Así que la muchacha miró a Macondo con impotencia, y dijo—: ¡No hay nada que hacer! ¡No puedo dominar el motín…! Así que creo que debiéramos ir a la sala central de megafonía e intentar pararlo desde allí. ¿Qué te parece…?

—¡Un momento!— el capitán de la Tierra hizo una nueva señal al australiano, el cual, apuntado al aire con una especie de pistola de señales, apretó el gatillo y una gran bola de fuego pareció dominar el cielo que cubría aquella área. Luego, se produjo una explosión tan ensordecedora que hizo caer al suelo a todos los presentes, excepto a los tres terrestres y a Amaranta, a quién Macondo había tenido la sana precaución de abrazar sin pudor alguno. Enseguida, el cielo se oscureció por completo mientras caían al suelo, hechos añicos, todos los cristales de los alrededores, creando de paso, una mayor confusión entre los iotas. Para postre, el espeso humo de la deflagración fue cayendo a tierra poco a poco formando una niebla tan impenetrable y tupida que no dejaba ver nada más allá del metro de distancia.

Cuando la luz de Thuban se abrió paso de nuevo y el humo hubo desaparecido, el cuadro que pudo verse fue indescriptible:

¡Guerrilleros, funcionarios, policías, presos y vecinos de ambos sexos, unos encima de otros, formaban grotescos montones humanos!

Pero lo más importante es que todos se habían quedado mudos y el silencio es total.

—¡Ahora! —dijo sonriendo el terrestre a la chica—. ¡Habla ahora y verás como te escuchan!

La pobre Coronel que casi no se tenía en pie, se llevó de nuevo el megáfono a los labios, y ordenó a la V División que se adueñase de la cárcel y de sus defensas. Que encerraran de momento a todos los funcionarios, no sin antes darles la oportunidad de colaborar con el Nuevo Orden y que todos los reclusos fuesen declarados libres inmediatamente para que hicieran lo que quisieran, pero que no podían salir del penal antes de que un tribunal, que se constituiría al efecto, revisara sus causas…

Se oyó algún murmullo de desaprobación, pero el eco del recuerdo de la extraña explosión estaba muy cerca y los tres diablos terrestres erguidos, amenazadores y bien visibles… Así que unos y otros empezaron a cumplir las órdenes…

El capitán de la División, con la aprobación de su jefe, organizó las guardias y la defensa, mientras que los otros oficiales, llevaban a cabo los más diversos cometidos.

Macondo, viendo dominada la situación, más tranquilo, convocó con urgencia a sus más fieles colaboradores en una de las enormes salas del patio. De nuevo, reanudaron la conferencia interrumpida por la muerte del Director de la penitenciaría. En un cierto momento, cuando estaban comentando la mejor estrategia a seguir, el capitán de la vieja Europa echó a faltar a Ralf y tomó nota mental del hecho. Por lo demás, nadie parecía darse cuenta de su ausencia… Se dijo que todo aquello debía investigarse a fondo… Cuando se volvió a mirar a los reunidos y a fijar su atención en lo que se estaba diciendo, hablaba el Comandante iota, el cual estaba explicando la situación de la ciudad con todo lujo de detalles para terminar dando a entender que lo más sensato sería atacar el centro neurálgico de la guarnición enemiga, ahora que estaba descuidada. Pero se le hizo ver que, una vez libertados los terrestres y seguros en el piso franco en el que él mismo había estado, la misión Helios había terminado.

Entonces, todos los componentes de la patrulla Cebra Cuatro empezaron a hacer planes para salir de la ciudad y volver, sanos y salvos, a las entrañas de las montañas, pues ya todos sabían que la Quinta División Iota era lo suficientemente fuerte como para garantizar la paz de la capital y esperar empresas superiores…

 

13

Ralf, por su parte, en un momento de descuido, se hizo seguir por varios de sus mejores hombres hasta la sala de transmisiones.

Allí se enteró de que todas las fuerzas de choque iotas convergían sobre la capital. Qué convenía terminar lo que parecía haber empezado tan bien. Qué debía seguir con las directrices recibidas y qué, en fin, debía atacar el palacio presidencial con todos los hombres disponibles para que las temidas y odiadas fuerzas enemigas se viesen obligadas otra vez a dividirse y, en consecuencia, a debilitarse.

El recién ascendido a capitán prometió hacer lo posible aunque puso en guardia a Siul del alcance de las armas de los extranjeros, pues había sido testigo fiel de cosas excepcionales. Su superior no le hizo ningún caso, como siempre, y Ralf, ya bastante molesto y cansado, sintiendo que no estaba obrando bien, mandó a uno de los suyos a colocar una bandera guerrillera en el punto más alto del edificio. Luego se reunió con el mando conjunto que aún estaba conferenciando, procurando pasar desapercibido del todo, pero la verdad es que no pudo conseguirlo, ya que Macondo y el Comandante de la V División le estaban mirando interrogativamente.

—Por ahí afuera todo está en calma —dijo el oficial regular a modo de disculpa—, el penal es nuestro…

—¿Y qué podemos hacer?

—Creo que debiéramos atacar el palacio del Presidente aprovechando la sorpresa.

—No, nosotros nos marchamos.

—Pero…

—Tenemos lo que queríamos, ¿no? ¡Nos vamos!

—Me he enterado de que el grueso de nuestro ejército avanza hacia aquí a marchas forzadas.

—Qué?

—¿Cómo? —Amaranta se levantó de golpe—. ¿Qué le ha pasado a mi padre?

—Nada. Creo que nada.

—¿Cómo que nada? El no quería…

—¡Yo…! ¡Yo tengo la culpa! —todos miraron al capitán de la V División, incluso su jefe— Creí que le había perdido, mi Comandante, y al ver la ciudad alborotada y revuelta he pedido a la Central una alerta roja y…

—¡Qué!

—No sé porque me han hecho caso… ¡La hemos pedido infructuosamente cientos de veces!

Todos se miraron sin saber qué hacer o decir, hasta que Macondo, dijo:

—Bien, ¡ya está hecho! Ajustemos la estrategia a las nuevas circunstancias. Creo que…

Una terrible explosión sacudió el local hasta sus raíces y la ciudad carcelaria pareció revivir de su aparente letargo.

¡Todo eran carreras, alborotos y disparos!

El soldado de guardia entró precipitadamente en la sala:

—Mi comandante en jefe… ¡el ejército Imperial, la potente guarnición de la ciudad, está atacando la cárcel!

 

———

CAPÍTULO NOVENO

NOVENA NOCHE

  1

—¡Estamos perdidos!— gritaron los iotas que estaban presentes en la reunión.

—No del todo— atinó a decir Macondo al fin, que no podía admitir una contrariedad sin analizarla.

—¿Es qué ignoras la potencia del ejército Imperial? —Ralf aprovechó la oportunidad para intentar llevar más agua a su molino—. ¡Esto era lo que temíamos que sucediera y lo que nunca debió de haber pasado antes de que todos los nuestros estuvieran aquí! —y miraba de forma acusadora al Comandante de la Quinta División Territorial.

—¿A mí no me mires! —saltó el oficial, dolido—. ¡He hecho lo que he podido! Además, no debemos extrañarnos de que vengan a por nosotros después del ruido que hemos armado. Creer lo contrario es una locura o una utopía. Es normal que hayamos despertado a la guarnición ¡y eso, los oficiales de información debieran de haberlo supuesto!

..—Sin embargo…

—¡Lo que no sé es porque han tardado tanto en aparecer!

—Yo creo que…

—¡Un momento! —Macondo interrumpió lo que parecía ser una dura discusión bizantina, sin final, entre un estratega teórico y un práctico en mil cien escaramuzas guerreras—. ¡Dejarme opinar porque, de algún modo, también somos responsables de lo que ha ocurrido!

—Adelante— concedió Amaranta.

—La situación es ésta: Somos los dueños del penal, pero no lo podremos ser por mucho tiempo más, lo cual es muy lógico. Por otro lado sabéis que tenemos el deseo de no causar daño a terceras personas, a vecinos inocentes, y lo hemos cumplido hasta ahora.

—Lo que significa que un enfrentamiento abierto con las tropas regulares del Estado no nos conviene en absoluto.

..—¡Exacto!

—¿Y qué vamos a hacer?

—Pediremos a Esoj que nos eche una mano.

—¿Eh?

—¿Quién?

—¡Ah!

—¡Será lo mejor!— Solrac alargó la mano y su amigo africano le entregó el transmisor especial de mala gana.

—¡Muy bien! Sube a lo más alto del edificio y dale las coordenadas. ¡Ah, y ten cuidado! ¿No hay nadie que le pueda acompañar para guardarle la espalda? –el Capitán de la Quinta División hizo una señal al centinela que había entrado corriendo; el cual, se cuadró al instante y salió a escape detrás del ágil tasmano. Macondo vio la escena complacido y luego se volvió hacia sus interlocutores—: ¡Ahora nos conviene resistir durante una media hora!

—¡Lo conseguiremos!— dijo Amaranta impartiendo algo de seguridad.

—De acuerdo, ¡vamos…!

—¡Un momento! —Ralf ya no se pudo contener—. Antes de exponer a los hombres a un combate desigual quisiera sugerir una idea.

—¿Y bien…?

—Hemos descubierto una galería llena de presos tratados con el Rayo Provocador; los cuales, están en una fase muy avanzada de tratamiento. Tanto es así que no han reaccionado ante nuestra presencia, ¡y parecían muertos vivientes! Por eso, creo que no nos será difícil lanzarlos contra el Imperio aún a pecho descubierto.

—Pero, ¿qué dices?

—Te olvidas de dos cosas —apuntó Amaranta—. Uno, qué están programados para matarse los unos contra los otros y dos, y principal, qué lo que debemos hacer con ellos es curarlos del todo, no asesinarlos.

—Los que digo ya están muertos. ¡Son como vegetales!

—Ni aun así.

—Pues creo que despreciamos un material gratuito que…

—¡Basta! Organiza la defensa con los guerrilleros que tenemos e incluye a todos los reclusos sanos que quieran colaborar.

—Pero…

—¡Es una orden!

—Lo siento Amaranta, pero tú ya no puedes dar órdenes. Tengo un despacho de Siul en el que te desautoriza y me nombra el máximo responsable de la operación hasta que él llegue.

El estupor pareció adueñarse de los ocupantes del salón pero pronto reaccionaron, al menos los que tenían poder disuasorio.

Leugim apoyó su arma en las delgadas costillas del iota, y exclamó:

—¡Mira precioso, ya me estás cansando! Amaranta es tu coronel y ella dará las órdenes, ¿de acuerdo? ¡Así que a obedecer como un buen chico!

—Pero…

—¡Ni pero ni nada!

—¡Déjalo Leugim —dijo Amaranta, muy afectada—. No vale la pena.

—¿…?

—¿Y mi padre? ¿Está bien mi padre?

—Desde luego, desde luego. No te preocupes, esto… es una medida transitoria.

—¿No le habréis hecho nada…?

—No, no. Por lo que sé se encuentra bien y preparándose para entrar en la capital con todos los honores en cuanto la conquistemos.

—Bueno —medió Macondo sin poderse contener—. esto es un asunto vuestro y ya veremos como se resuelve. Pero en cuanto a la defensa, Amaranta tiene razón. Así que Ralf, te ruego que la organices sin tener en cuenta a los enfermos mentales.

—Repito que yo soy el que…

—¡Un momento! —el comandante de la Quinta División tampoco pudo callarse—. Yo no he recibido ninguna orden especial de Siul y, por lo tanto, me responsabilizo de mis acciones. Vamos a hacer todo lo que ha dicho o dirá Amaranta y el terrestre, así que…

—¡Lo vas a sentir!

—¿Sí…? ¿Cómo? ¿Es que me van a degradar después de quince años de servicio en el frente? ¡No me hagas reír! Capitán —se volvió hacia su segundo oficial dando la espalda a Ralf despectivamente—, ¡sal afuera y mira lo que se puede hacer!

—¡A la orden, señor!— salió sin más, dando un ostensible taconazo.

—¡Gracias! —dijo Amaranta, agradecida—. No sé si os habéis dado cuenta, pero nos estamos comportando igual que los conejos de la fábula. ¡Salgamos también antes de que el Imperio nos sorprenda discutiendo si los perros son galgos o podencos.

—Desde luego, tienes razón.

—¿Cómo es que conoces esa rara fábula?— quiso saber Leugim.

—Es largo de contar; así que, de momento, sólo puedo decirte que es de un pensador nuestro muy famoso. ¿Es que tú la conoces también?

—Pues…

—Luego Leugim, luego. Deja el tema para Nauj.

—Sí, capitán.

—Bien, vamos a salir los tres— y Macondo señaló a los dos iotas ignorando de forma expresa al africano que no entendió la discriminación.

—Pero…

—Leugim, amigo, debes quedarte y usar tus ojos espías.

—¿Ahora?

—Sí. Envía uno por encima del penal y tenme informado de los movimientos de las tropas, ¿vale?

—Claro —añadió con un guiño al entender por fin—, pero necesito a alguien que me ayude.

—Bien, Amaranta puede hacerlo.

—¡Ah, no! ¡Lo que quieres es dejarme aquí!

—No, no. De veras. Nos serás más útil aquí que en las murallas o en los pasillos. Además, alguien debe poder informarnos de lo que vaya descubriendo Leugim.

—¿Y cómo?

—Con este transmisor— y el africano se lo puso en la mano.

—Si no hay más remedio…

—Buena chica… ¡Vamos! —y sin más salieron al patio donde la defensa se estaba organizando, por lo que aún no se podía adivinar un ganador claro. Todos los hombres y mujeres útiles empuñaban sus armas y a través de las troneras y boquetes de la muralla, enviaban una corriente de fuego hacia el exterior tratando de repeler los asaltos. Pero el Imperio tenía cañones y los sabía usar, por lo que pronto inclinaría la balanza a su favor de no ocurrir un milagro. Macondo y el Comandante se situaron detrás de un muro que daba a la calle del piso franco y evaluaban la situación… En un momento dado, y a la vista de que Ralf iba de un lado a otro, el capitán le dijo a su compañero ocasional—: No lo pierdas de vista; es un buen elemento, pero un poco raro.

—Descuida, ¿qué le pasa?

—Creo que es víctima de la política. Ya me he encontrado con algo similar en muchas ocasiones. Nos utilizan para que les ayudemos, para que les saquemos las castañas del fuego y luego, una vez desaparecido el motivo de su preocupación, tratan de borrarnos del mapa.

—¿Por qué?

—Es una cosa muy compleja… Tal vez porque al vernos ahora se acuerdan de su situación anterior y no pueden perdonar que les hayan visto suplicantes y embrutecidos por el odio y la opresión.

—¿Quieres decir?

—Sí, y ocurre sobretodo con aquellos gobiernos que usan mercenarios para conseguir sus fines.

—Por lo que tengo entendido, vosotros no lo sois.

—Cierto. Sin embargo, por el aspecto exterior nos pueden confundir. Con toda seguridad, muchos de vosotros estáis pensando que por no ser enocitas somos incapaces de comprender la problemática del planeta. Pero, mira, os equivocáis. Una de las misiones universales que hacemos consiste, precisamente, en derrocar dictadores allí dónde los haya. Y eso lo hacemos porque es nuestro deber… Después de nuestra gran guerra, y una vez abolidas todas las dictaduras terrestres, el Departamento del Espacio Exterior creó la sección de la cual dependo… ¡y aquí nos tienes! Es verdad que hemos venido aquí por accidente, pero al encontrarnos con esta forma de gobierno creímos tener la obligación moral de ayudaros a restablecer la democracia. Así que nosotros no os vamos a cobrar por hacer este trabajo.

—  —Estupendo.

—Pero, por otro lado, nos tendréis que aguantar hasta que hayamos cumplido nuestra cruzada y suministrarnos el combustible que necesitamos.

—Me parece justo… Mira, yo no entiendo a los políticos, es evidente.

—No los entiendes porque eres un soldado.

—Pues, ¡qué bien!

—Sí. Tú no me consideras enemigo porque me ves como a un igual.

—Será por eso. De todas formas quiero que sepas que esta vez no pasará lo que has dicho. ¡Yo me encargaré con todas mis fuerzas e influencia para que os trate con deferencia y se os agradezca la entrega.

—¡Gracias!

—¡Bah, no tiene importancia! Es mi deber… Es más, lucharé para que mi gobierno os reconozca públicamente su agradecimiento.

—No te pases.

—No, los favores no dichos no son favores. Os jugáis cada día la vida por nosotros y es lo menos que podemos hacer… Ahora, siento curiosidad por una cosa…

—Dime.

—¿No tenéis miedo a la muerte?

—No.

—Pues, mira, tampoco lo entiendo. Qué no lo tengamos nosotros es normal, estamos luchando por nuestra causa. Sin embargo…

—Ya te he dicho que, en cierta medida, también es la nuestra. Además, no se nace a la vida, sino a la muerte.

—¿Qué?

—Nada, déjalo.

—La verdad es que sois bastante extraños, pero repito que os estamos agradecidos ya que estáis intentando solucionar nuestro problema de gobierno implantando la democracia. Al menos, eso es lo que yo veo. Aunque a decir verdad, no sé lo que es mejor. Hemos estado tantos años así que nos va a ser difícil adaptarse a la nueva situación. Eso de que yo pueda oír en mi casa la música que quiera, pero no en el tono en que me gusta, también tiene sus inconvenientes.

—Es mejor eso que tener que oír sin rechistar la que te programan los demás.

—Indudablemente. Luego está la transición que pocas veces resulta incruenta y…

Un fuerte zumbido en el intercomunicador de Macondo les volvió a la realidad presente:

—¿Sí?

—¡Aquí Solrac, señor! ¡Misión cumplida…! Esoj aparecerá en cualquier momento y se pondrá en contacto contigo en el canal 118 MHz para recibir tu opinión.

—Estupendo.

—De todas formas, al explicarle nuestra situación, me ha dicho que las águilas no cazan moscas. ¿Sabes lo que ha querido decir?

—Mas o menos, no te preocupes. No tiene importancia. Oye, no te muevas de tu observatorio y avísame si lo ves aparecer.

—De acuerdo.

—Bien, hasta la vista, Solrac. Corto. ¡Atención, Leugim! ¡Atención Leugim! ¿Me recibes?

—¡Alto y claro!

—¿Cómo va eso?

—Tengo un «ojo» situado a seiscientos metros de altura y veo la escena admirablemente.

—¿Y bien?

—El mayor contingente de fuerzas enemigas está siendo concentrado al noroeste de la cárcel. Además, allí tienen situadas las baterías móviles. A mi juicio, ése debería ser el primer objetivo del Eolo Tercero. Aunque, la verdad sea dicha, están viniendo soldados a manadas… Pero, gracias a Dios, las compañías más rezagadas tienen verdaderos problemas para llegar a esta zona. Los particulares los acosan desde los balcones y azoteas tirándoles toda clase de objetos. Al parecer les han perdido el miedo y el respeto. Sinceramente, creo que la cosa está adquiriendo mal cariz para los intereses del Imperio. Si pudiéramos ayudarlos…

—Lo haremos, Leugim. ¡Y calla ya! Comandante, ¿dónde está situado el depósito local de plutonio?

—¿Qué? ¡Ah, el combustible! Está… está en la central atómica de la ciudad, en una especie de isla que hay en medio del río.

—¿Cómo la podemos identificar desde el aire?

—¿Desde el aire? Pues… Yo sólo puedo decir que tiene cuatro grandes chimeneas ovaladas y que se levantan formando un rombo… No sé si será suficiente.

—Por fuerza, no te preocupes. Leugim, ¿las ves? ¿Ves las cuatro chimeneas ovaladas?

—¡Un momento! Tengo que orientar este trasto.

—Están más al sur de donde nos encontramos— la voz de Amaranta se oyó muy bien a través del aparato.

—Sí, ya las veo. ¡Ahí mismo!

—¿Hay muchas fuerzas del Imperio a la vista?

—¡Yo no veo a nadie!

—Bien. Vigila la zona de la central y avísame también si hay cambios. No he de recordarte la importancia que tiene esa isla para nosotros.

—No, claro que no… Oye, en esa misma dirección, y más al sur, hay una gran construcción, de extraña arquitectura, que está rodeada de soldados, armas y máquinas, ¿qué puede ser?

—¡El palacio imperial!— dijeron a la vez Amaranta y el Comandante que estaba al lado de Macondo.

—Luego nos ocuparemos de él —la luz roja del aparato del europeo comenzó a lanzar unos largos destellos intermitentes—. Te dejo amigo mío porque me llama Solrac, pero mantén abierta la comunicación. Puede interesarme hablar con los dos a la vez.

—Enterado…

—¿Solrac? ¡Aquí Macondo! ¿Qué hay de nuevo?

—El tercer Eolo está sobre la ciudad.

—Bien. Sintonizar conmigo todos la ciento dieciocho. En cualquier momento se puede producir el contacto.

—¡De acuerdo!

—¡Es un placer cambiar de onda para oír la voz engolada de mi amigo!

¡Leugim…!

 

2

Lo primero que vio la madre de Aicila al volver en sí en el piso franco, fue a su propia hija y a la otra mujer que la estaban cuidando amorosamente, mientras que todos los hombres, los cuatro hombres, conversaban en voz baja en el pequeño comedor. Y mientras madre e hija se contaban las últimas experiencias, los varones hacían planes para intervenir en la lucha de forma activa.

—¿No tenéis un transmisor?— preguntó Nauj, después de un corto momento de silencio.

—No, aquí no— respondió el dueño de la casa.

—Está bien, está bien. Tendremos que contactar con ellos personalmente. Nuestro capitán tiene que saber la cantidad y calidad de las fuerzas que se le oponen.

—A estas alturas ya debe saberlo —medió Ocram—. Si no, no tiene explicación el torrente de fuego que envían desde la cárcel… Bien, ¿qué podemos hacer nosotros?

—No mucho, es cierto. Mi teniente, creo que le seremos más útiles allí que si nos quedamos aquí encerrados como simples conejos. ¿Por qué no volvemos por el pasadizo?

—Porque las calles son del Imperio en estos momentos —terció el filólogo iota—. No llegaríamos con vida ni a los alrededores de la entrada. Y muertos tampoco serviríamos de mucho. Además, imaginar lo que podía pasar si ellos descubriesen el túnel.

—Sí, entrarían en el penal y les atacarían por la espalda.

—Tienes razón. Ahora veo que era una mala idea. De todas formas, creo que debiéramos hacer algo.

—Evidentemente, pero ¿qué?

—¡Eh, mirar!— Ocram se había levantado y señalaba al cielo a través de la ventana.

Los tres hombres se le unieron en un santiamén a pesar de que podían ser vistos desde la calle.

—¿Qué es eso?

—¡Una nave espacial!

—¿Es la nuestra?

—¡No, mira la matrícula…! ¡Es el Eolo Tercero!

—¿Qué hace aquí?

—Sea lo que sea, es la primera cosa sensata que Esoj ha hecho en su vida. Bien, salgamos a la calle y echemos una mano.

—Teniente, eso me suena a música.

—No sé lo que pasa, pero quiero acompañaros— dijo el filólogo.

—Y yo— remató el dueño de la casa.

—Te lo agradezco, pero alguien tiene que quedarse aquí para proteger a las mujeres.

—Si os empeñáis…

—¡Será lo mejor!

—Parece que mi sino es la retaguardia…

—¡Hasta la vista!

—Tener cuidado…— y cerró la puerta del piso detrás de los tres hombres armados hasta los dientes.

Cuando Aicila se enteró quiso acompañarles, pero el hombre lo impidió haciéndole ver lo inútil de su empeño. Además, quiso que se quedase con él para defender la casa de cualquier posible asalto. Así que la muchacha, más o menos convencida, se limitó a mirar por la ventana preparándose para ser una espectadora de excepción de la batalla que iba a desarrollarse en la calle.

 

3

—¡Esoj a Macondo…! ¡Esoj a Macondo! ¿Me oyes bien? Cambio…

—¡Aquí Macondo! Sí, te oigo alto y claro. Amigo, ¿cómo estás?

—¡Vaya! ¡Muy bien, gracias! ¿Y tú?

—Bien, no me puedo quejar…

—¿Jugando a la batallitas, verdad?

—Pues…

—¡Sí, eres muy capaz!

—Es que al aburrimos inventamos los problemas— medió el africano, sin poderlo evitar.

—¡Silencio, Leugim!

—¡Ah! ¿Está por ahí mi querido teniente negro? ¿O ya no es teniente? Pero si le hacía en la jaula…

—¡Vete al…!— el astrónomo se mordió los labios ante la sorprendida mirada de Amaranta.

—¿Esoj…?

—¡Sí, oye Macondo —siguió diciendo el orgulloso terrestre sin hacer demasiado caso de aquel conato de interjección de Leugim—. Manda recoger el «ojo espía» que he detectado aquí arriba y te lo guardas en el bolsillo. ¡Estando yo aquí no necesitas nada más!

—…

—¿Me recibes?

—Sí, sí, estoy aquí —Macondo miraba al infinito con ojos muy duros al contestar y no pudo ver la perplejidad que se pintaba en el rostro del Comandante, que no entendía la intención de la rara conversación de los dos «amigos»—. Leugim, ¡no interrumpas más!

—¡A la orden!

—Así me gusta. Bueno, ¿cuál es tu problema?

Macondo amplió bien el informe de Solrac y le puso en antecedentes con todo lujo de detalles, pero se calló la existencia del depósito de plutonio y la importancia que tenía para él.

—Creo que primero debieras sacarme de aquí— terminó.

—¡Tenlo por hecho! ¿He de ser expeditivo?

—Procura que no haya derramamiento de sangre.

—Sigues igual de blando, ¿eh?

—¡Es mi problema…! ¡Despierta ya que esta gente está destrozando el penal!

—Enseguida, enseguida. Ahora mi tripulación me enseña la enorme cantidad de fuerzas que os tienen cercados. ¡Debéis haber hecho algo gordo para interesar a tantos enemigos! Además, veo a otro ejército que se acerca a la ciudad a toda leche.

—¿Está muy lejos?

—¡Un momento! —tras unos segundos de espera, en los que debió estar consultando, continuó—: A un centenar de kilómetros, tal vez.

—Bien. Pues mira, tenemos que darnos prisa… ¡Ah, y no intentes nada contra esos que vienen! En principio, son amigos nuestros.

—Si tú lo dices… ¡Ah, una cosa más! ¿Sabes que no he encontrado señal de naves aéreas por aquí? A excepción de la tuya, que está «escondida», y la mía no hay vestigios de nada más. ¿Qué significa?

—Pues, ¡qué en este planeta no vuela nada! Luego te lo explicaré…Ahora lo que debes hacer…

—¡Venga ya! —chilló Leugim de nuevo—. ¡Por una vez en tu vida haz algo positivo!

—Pero…

—¡Estás perdiendo la oportunidad más buena de tu vida!— remachó también Solrac desde su posición.

—¡Callar los dos, por favor! —Macondo ya empezaba a evidenciar muestras de cansancio—. Esoj, lo que tengas que hacer, ¡hazlo!

—Bueno, bueno, la verdad es que no se puede hacer una broma con vosotros. ¡Observar!

Todos, cada uno en su puesto, miraron al cielo:

La nave, brillante como la plata, era ya visible a simple vista. Enseguida, se abrió una pequeña escotilla y un haz de luz descendió hasta tocar el suelo ante el religioso estupor y miedo de atacantes y defensores…

 

4

Detrás del grueso del ejército que avanzaba a toda velocidad hacia la capital central, iba el Alto Mando de los guerrilleros que también lo hacía a buen ritmo y tomando menos precauciones a medida que pasaba el tiempo y encontraba menor resistencia. En él, aparte de Siul y su séquito, venía el Presidente, el cual, muy a última hora, se había convencido de la utilidad de unirse a la expedición.

En efecto, a medida que avanzaban a través de las ciudades recién conquistadas, era aclamado por el pueblo que sabía de su precaria existencia. Así, un poco como no creyéndoselo del todo, iba viendo cómo le aceptaban a diestro y siniestro y cómo le recibían en su nuevo papel de salvador esperado… Pensó con bastante tristeza que aquella energía debió haberse canalizado mucho antes con el mismo fin. No, sus fuerzas de información en el exterior no le habían hablado nunca de aquella hambre de libertad; aunque él, desde su puesto de privilegio, debió de haberlo supuesto. Es verdad que un pueblo que está bajo una dictadura prolongada se convierte por sí solo en algo amorfo, sin alma y sin decisión propia… Sonrió con amargura al pensar que la gente parecía encontrarse cómoda con aquel estado de cosas… Claro que habían habido voces contrarias y disconformes, pero habían sido necesariamente solitarias y poco influyentes en la masa media del planeta. Además, hasta ahora, el Dictador se había dado verdadera maña en detectarlas y acallarlas de raíz ante la indiferencia general…

Pensó que, tal vez, no valía la pena intentar cambiar aquella situación, pero el recuerdo de su propio pueblo subterráneo le daba más fuerzas para llegar al final. ¡Sí, libertaría al planeta e implantaría la democracia…! Luego, se retiraría a las altas montañas y gozaría de una paz que jamás debió perder. Ya estaba saboreando el momento. Veía con fruición la hora en que, retirado, se le acercaba la muerte… ¡Había cumplido con lo que creía que era su deber y tenía la conciencia tranquila!

Además, estaba su hija. No sabía porque, pero su fresca imagen se le coló en el pensamiento. Era muy egoísta excluyéndola de sus planes… Debía luchar también por su felicidad. Aunque aquello era más difícil de plasmar que sus propios planes, estaba seguro. Pobre Amaranta, se había enamorado de aquel terrestre que iba de paso y fuese cuál fuese el desenlace, ella saldría perjudicada… Tal vez pudiera conseguir que se quedase en el planeta… ¡Sí, era una posibilidad! Y se volvió a ver en las montañas, sentado en el porche de su casa sabiendo que la pareja paseaba feliz por los alrededores, y sonrió… ¡Sí, aquello podía ser su máxima aspiración! Ahora sí que el cuadro encajaba perfectamente. Intentaría hablar con Macondo en la primera oportunidad que se le presentase. Era un buen hombre y confiaba en que no fuese capaz de hacer daño a su querida hija, al menos a sabiendas… ¡Ya vería cómo se las iba a arreglar para convencerlo! Sí, claro, cabía una posibilidad. Si su Amaranta jugaba bien sus triunfos de mujer, podría quedarse… Se sonrió de nuevo al pensar en el dicho popular que decía: «Si una mujer te pide que te tires de un tejado abajo, ruega a Dios que sea bajo». Así confiaba que ella podría ablandar el carácter aventurero del terrestre y conseguir que le entrasen ganas de formar un hogar y echar el ancla.

Mas reconfortado con esta bucólica idea, se dijo que ahora importaba el presente y que la situación no se le escapase de las manos… Pensó que debía tener especial cuidado con Siul, a quien el protagonismo actual parecía habérsele subido a la cabeza. Menos mal que a su alrededor tenía personas de su más absoluta confianza y sabía por ellas que el ministro de la Guerra empezaba a extralimitarse bastante en sus funciones… Aunque no sabía aún si era a causa de su fuerte celo en el castrense cumplimiento del deber o por hambre personal de poder. ¡Ya veríamos en qué acababa la cosa!

De momento lo necesitaba y no podía permitirse el lujo de desprenderse de él.

¡Había que dar tiempo al tiempo y, de momento, vigilarlo de cerca!

 

5

Los tres hombres armados con unos fusiles de rayos del Imperio se parapetaron en el dintel de la casa que querían abandonar, frenados por el extraño haz de luz que emitía la nave del cielo.

Ocram y Nauj sabían lo que significaba aquello y se alegraron, pero el filólogo que estaba con ellos no salía de su asombro:

—¿Qué es eso?

—No tengas ningún miedo, es un simple conductor de hologramas.

—¿El qué?

—¡Calla y observa!

Cientos de plateados soldados armados con las armas más sofisticadas parecían bajar a tierra a través del rayo lumínico… Y al tocar el suelo, se alineaban en escuadras y regimientos, formando una legión que parecía no tener fin. Luego, como por arte de magia, y con las armas en posición de disparo, empezaron a avanzar desfilando hacia los aterrados soldados del Imperio.

Por su parte, el fiel mando iota del interior de la cárcel, también estaba sorprendido con el fenómeno. Pero ahí no quedó todo. Su sorpresa creció al punto al oír las secas explicaciones que daba Macondo en su propio idioma a través de la megafonía interior del recinto:

—No tener miedo —decía—. Son fotografías en relieve de imágenes grabadas y aunque parezcan soldados reales no lo son. Es una buena estratagema para impresionar a los enemigos y no causarles ningún daño. ¡Mirar…! ¡Mirar la calle! ¡La fortaleza del Dictador y de su Imperio empieza a resquebrajarse! ¡Sus invencibles soldados se rinden…!

En efecto, todos los presentes lo vieron. Unos pocos soldados al principio y muchos otros después empezaron a abandonar sus posiciones y a avanzar hacia ellos con los brazos en alto pese a que, muchos de sus mandos, les conminaban a resistir.

—¡Atención! —seguía diciendo Macondo a través de su teléfono portátil, porque el gran griterío y la alegría de los sitiados habría abortado cualquier otro sistema y más el empleado hasta aquel momento—. ¡Leugim, Solrac, venir aquí a escape!

Mientras llegaban sus hombres, aprovechando la espera obligada, explicó su plan al Comandante de la V División.

—De acuerdo, estaré preparado— dijo éste, y salió al trote de la cabina radiofónica.

Casi chocó con los dos terrestres y la propia Amaranta que también acudían a escape.

—¿Qué mosca le habrá picado al Comandante?— quiso saber Leugim.

—Va a preparar a todos sus hombres para la fiesta que se avecina. En cuanto a nosotros, vamos a salir a la calle y después de mezclarnos con los hologramas, guiaremos a los que se rindan hasta este patio. Así, cuando entren, el Comandante los hará prisioneros con toda comodidad.

—¡Enterado!

—¡Estupendo, será como hacer de pastores!

—Sí, él los acomodará de la misma forma que se hace con las ovejas en un redil.

—¿Es que no os podéis tomar la vida en serio?

—Perdona, capitán.

—Estamos listos para salir.

—Pues, ¡vamos!

Amaranta, que esta vez quería hacer algo positivo, dijo:

—¿Puedo acompañaros?

—¡No, no! Mira, tenemos que aprovechar la ventaja de nuestros uniformes plateados, ¿comprendes, verdad? Así que quédate aquí, por favor, y procura que nadie se vaya o se desmadre, ¿de acuerdo?

—¡Está bien, pero ten cuidado!

—Lo tendré, te lo prometo. ¡Hasta luego!

Los tres hombres salieron por un boquete de la muralla y convenientemente situados entre la fantasmal soldadesca tardaron poco rato en trasladar a todos los embobados e inoperantes atacantes al patio del recinto carcelario. Allí, que ya los estaban aguardando, eran bien desarmados y encerrados en los grandes calabozos generales en espera de acontecimientos.

Ocram y Nauj, que habían sido testigos de la maniobra desde su privilegiada situación, corrieron, al encuentro de sus queridos amigos atravesando impunemente cientos de imágenes de plata que aún seguía enviando Esoj.

El abrazo general fue emocionante y de los que hacen historia. Las duras experiencias vividas en los últimos días habían hecho de ellos un grupo más compacto, real y homogéneo de lo que habían sido jamás. Claro que la mayoría ya lo formaban mucho antes; pero es que, ahora, hasta el rebelde y eterno disconforme había abandonado su postura y un poco por el amor que sentía por Aicila y otro poco por pensar que nunca saldría con bien de la aventura, habían hecho el milagro. En efecto, Ocram era y parecía otro hombre y repartía abrazos y besos como si se fuesen a terminar de un momento a otro.

Todos aceptaron la nueva situación con gusto.

Por su parte, la hija del Presidente y la mujer de los ojos tristes, dejaron sus respectivos destinos y corrieron a fundirse en aquel grupo que se abrazaba una y otra vez formando una piña en el centro de la calle. Con la adición de las mujeres, el grupo ganó viveza y alegría; sobretodo, cuando se hubieron hecho las oportunas presentaciones y los besos corrieron por las mejillas enjugando alguna que otra lágrima…

Desde luego, unos y otras, estaban viviendo momentos inenarrables, cómo los que afloran en el desierto después de una tempestad y no se daban cuenta de que varios centenares de ojos los estaban mirando sin saber que hacer. Luego, sus dueños, casi sin quererlo, irrumpieron en mil vivas y gritos ensalzando a los terrestres sin cuya ayuda no habrían podido llegar tan lejos. Hasta Macondo, siempre frío e inmutable, se dejó arrastrar por la alegría general y con sus brazos rodeó los hombros de Amaranta atrayéndola hacia sí. Ella no sólo no se lo impidió, sino que se aplastó lo que pudo en el pecho varonil. Luego, se miraron a los ojos, ajenos al mundo que los rodeaba, y no pudieron evitar que un vivo y prolongado beso celebrara la victoria.

Las palmadas y risotadas de sus hombres les hicieron volver en sí al tiempo de ver como Ocram no perdía el suyo y se fundía también con Aicila en un cálido abrazo con la complacencia de sus amigos y conocidos y la sorpresa de la mujer de los ojos cansados.

Allí debieron de haberse parado todos los relojes del universo y el paraíso hubiese sido de nuevo una realidad, pero Macondo, cuyo sentido del deber aún tenía prioridad, se acordó de Esoj y, muy a pesar suyo, pidió a Solrac su intercomunicador y habló con él:

—Te estoy muy agradecido, comandante. Sin tu ayuda no lo hubiéramos conseguido.

—Desde luego, desde luego. ¿Quieres algo más?

—Pues…

—¡Ah, espera, espera! Me comunican que las fuerzas que venían hacia aquí han llegado a las murallas de la ciudad.

—¿Ah, sí? —todos los que estaban cerca del capitán de la tierra aguzaron los oídos, pero era muy difícil entenderse en medio de aquella algarabía—. ¿Qué pasa? ¿Es que encuentran resistencia?

—No, no lo parece. ¡Hasta les han abierto los portones…! ¡Sí, están entrando a borbotones en la capital.

—¡Estupendo, es una buena noticia! Bueno, gracias de nuevo.

—¿Estás seguro de dominar la situación?

—¡Sí!

—¡Está bien! Me moveré un poco por ahí fuera por si me vuelves a necesitar, pero si no me llamas en doce horas me marcharé.

—Enterado.

—¿Me llamarás?

—Sí, si te necesito te llamaré.

—Bien, nos veremos allá abajo, en la Tierra.

—Descuida… ¡Ah, recuérdame que te pague unas copas!

—Lo haré. No obstante, quiero que entiendas que debo informar de que te encuentras fuera de ruta. Ya te dije…

—Lo sé, lo sé. No te preocupes. Cumple con tu deber.

—¡Sabía que lo entenderías!

—¡Cerdo!— cuatro manos taparon la boca de Leugim pero no pudieron evitar el exabrupto.

—¿Decías algo?

—No, no. ¡Feliz viaje!

—¡Ah, gracias! ¡Hasta la vista! Corto y cierro.

Macondo recogió la antena del aparato mientras miraba evolucionar al Eolo III en lo alto del cielo hasta perderse en el horizonte.

Luego se encaró con Leugim:

—Mira que eres…

—Lo siento, capitán. ¡Me cae muy gordo!

—No me lo jures. Pero, ¡ten cuidado porque tu carácter te jugará algún día una mala pasada!

—Sí, tendré que mejorar…

—Eso espero. Bueno, ya está bien, ¡vamos a movernos! Amaranta, muchachos, ¡despertar! —hizo una clara señal al Comandante de la V División, el cual se le acercó al trote—: ¡Requisa unos cuantos vehículos y organiza dos columnas bien armadas!

—¡Sí, señor! ¿Qué debo hacer con ellas?

—Apoyados por una iremos al Palacio Presidencial, pero me interesa más que la segunda se desplace rápidamente hacia el depósito de plutonio y que lo conquisten intacto… ¡No quiero ni una hecatombe ni un suicidio! ¿Entendido?

—¡Sí, mi comandante!

—¡Venga…!

—Dejaré también una buena guardia en el penal y enviaré al capitán a conquistar la isla del río. Es muy competente. Luego yo les acompañaré porque no me perdería el asalto de Palacio por nada del mundo… Por cierto, hace un momento he visto salir a Ralf y a sus hombres por una de las puertas traseras…

—¿A Ralf? —preguntó Amaranta—. ¿Dónde puede haber ido?

—No lo sé, mi coronel. Aunque creo que ha tomado una dirección que bien podría ser la de la Plaza de Poniente.

—¿Se habrá vuelto loco?

—Un poco raro sí que está…

—¡Venga, no perdamos más el tiempo! —interrumpió el capitán terrestre—. ¡Tenemos que impedir que cometa una tontería!

—Enseguida voy a por los coches…

 

6

Ralf, desde su parapeto del Penal, había sido testigo de las efusiones del europeo para con Amaranta y a pesar de saber desde hacía tiempo que no tenía nada que hacer para reconquistar aquel baluarte, sintió la punzada de los celos en el centro mismo de su corazón. Sabía que la muchacha estaba perdida para él, pero aún no se había acostumbrado a la nueva situación… Y un poco cómo para pensar en otra cosa, dio las órdenes con tristeza e inició la marcha hacia el deber que le había dictado Siul… ¡Al fin y al cabo, el ejército era tangible! ¡Era un soldado y aquella acción podría comportarle algún galón más…! ¡Y eso era lo que importaba! Ninguna mujer se merecía que él sufriera por ella. ¡Sí, aquel pensamiento le hacía bien! Siul no lo traicionaría nunca y su lealtad incondicional podría resultarle beneficiosa a corto plazo. ¡Sí iba a hacer el trabajo a conciencia y no tenía importancia si para ello debía traicionar a sus amigos! ¿No le habían fallado y traicionado primero a él? Así que dio la orden de marcha sin un temblor en la voz…

Pero cuando salió por la puerta trasera del recinto tuvo la impresión de hacerlo como un ladrón o, cuando menos, como una persona despreciable que traicionaba a unos amigos que sólo habían tenido atenciones para él… ¡Se sintió mal y maldijo el momento en que había aparecido la nave extranjera y su capitán…! Claro que, gracias a él y a los suyos tenían la posibilidad de ser libres por primera vez en cuarenta años.

Ralf sentía que debía pagar un precio demasiado alto por la libertad, ¡y esa sensación le amargaba hasta el punto de impedirle pensar con claridad!

Así que procuró olvidar aquellos pensamientos y prestar mucho más atención a la acción que estaba a punto de emprender, no fuera a darse el caso de que fracasara también.

Pero la verdad es que, por unas cosas u otras, fueron avanzando hacia el palacio del Dictador sin tomar las debidas precauciones…Tal vez andaban distraídos por el hecho de que eran reconocidos y aclamados por la gente que ya empezaba a salir de la seguridad de sus hogares e invadía la calzada. ¡Todos querían tocar a los héroes y tener algo que contar a sus nietos…! Los guerrilleros, mientras, iban respondiendo a los saludos alborozados por aquello que a nadie le amarga un dulce. ¡Tanto tiempo esperando aquello que ahora no podían creer que fuese cierto! Recibían palmas en la espalda… ¡Les daban pan, agua, fruta, vino… y ellos iban comiendo sobre la marcha! ¡Sí, valía la pena haber esperado tanto tiempo!

Ralf sonrió porque, al menos, había alguien que se lo pasaba bien en aquella expedición. Iba erguido al frente de su pelotón por el centro de la calle, sin desviarse ni un solo milímetro ni a derecha ni a izquierda, rígido, marcial y aguerridamente, cómo si estuviese desfilando… La única concesión que se permitía era corresponder con las dos manos a los efusivos saludos de los vecinos que cada vez eran más numerosos.

Y aquello le perdió:

¡Un francotirador del Imperio le traspasó el pecho de un balazo!

Aun antes de que Ralf cayese al suelo, la gente que le había aclamado hasta entonces huía despavorida hacia la aparente seguridad de los portales de sus casas. Por un momento, el estupor paralizó a los hombres del capitán, pero reaccionaron rápidamente: Tiraron lejos de sí los cestos y cántaros con los que se habían deleitado y en pocos segundos descubrieron y eliminaron al tirador del tejado. Luego, corrieron al centro de la calle y arrastraron el cuerpo del capitán hasta una de las aceras y allí le reconocieron para intentar averiguar la gravedad de las heridas, pero muchos comprendieron que no hacía falta. El infortunado capitán, su capitán, estaba muerto… ¡y en paz! Sí, su cara estaba tranquila y en paz. Ya no había tristeza en sus ojos y una sonrisa parecía aflorar de sus labios. Al final no había tenido tiempo de traicionar ni a su Presidente ni a sus queridos amigos. Además, tampoco había desobedecido a sus superiores… es más, ¡no iba a vivir lo suficiente como para ver a su querida Amaranta en brazos de otro hombre! Era feliz…

Sus soldados, mientras tanto, se miraron unos a otros sin saber qué hacer ni qué decisión tomar hasta que, al final, optaron por desandar el camino y volver al penal.

Hicieron unas parihuelas con dos fusiles y una manta y acomodando en ellas el cuerpo de Ralf iniciaron la marcha cabizbajos, aunque tomando las debidas precauciones.

¡El silencio da más gloria que el aplauso!

Y al poco tiempo se toparon de frente con la patrulla motorizada de Macondo que avanzaba hacia ellos a toda velocidad. Cuando supieron lo ocurrido, todos lo sintieron sinceramente. Sobretodo Amaranta, que no pudo evitar los sollozos que le amenazaban con romperle el pecho. Saltó del vehículo en el que iba, se agachó y cerró los ojos de Ralf, acariciando su pelo y sus mejillas… ¡Qué giros tan imprevisibles da la vida! Sabía que aquel soldado la había amado, qué le había importado más amar que ser amado, y allí estaba: ¡Inmóvil, sonriendo, en paz! ¿Aquello era muerte…? Un profundo suspiro liberó la presión acumulada en su pecho al sentir las reconfortables manos de Macondo apoyadas en sus hombros. Se mordió los labios lamentando haber demostrado debilidad delante de sus hombres, pero ninguno se lo reprochó. Al contrario, sentían más admiración. ¡Un jefe que sabía llorar era humano y auguraba un buen trato! Ella miró temerosa al capitán terrestre, pero tampoco encontró reproche en sus ojos, sino aprobación. ¡Y amor…! Más entera, se volvió hacia los soldados que llevaban al capitán caído y les dio unas órdenes concretas de trasladar el cuerpo a un lugar seguro en espera de que todos pudiesen rendirle los honores que se merecía. Después, acopló el resto de la patrulla en su propia columna y emprendieron la marcha más alertas que nunca.

Otra vez las gentes, aunque más cautelosas que antes, les volvieron a aclamar cada vez más, a medida en que se acercaban al palacio del Dictador.

Poco a poco, aquella muchedumbre, al no aparecer más resistencia, pudieron exteriorizar su alegría y avanzar, a su vez en paz, en dirección a la plaza de Poniente y a los jardines adyacentes.

Sin más dilación, la columna armada llegó a la plaza propiamente dicha a través de una de las calles radiales que nacían en la misma y se encontraron con la enorme sorpresa de que estaba totalmente vacía, desierta… ¡No había ni un alma! Las piedras que habían sido testigos de las grandes manifestaciones, ¡estaban mudas! Aquellos muros que habían vibrado con los vítores estentóreos de los partidarios del Dictador, ¡estaban fríos! Las ventanas de palacio, muchas veces abiertas, ¡estaban cerradas a cal y canto…! ¡Hasta la puerta principal estaba reforzada!

Pero, ¡no había un alma!

Por no haber, ¡no había ni los habituales soldados de la guarnición!

Macondo mandó parar el convoy y despachó con Ocram:

—¿Qué opinas?

—¡Qué es muy extraño y qué no me gusta nada!

—Sí…

—¡Atención, capitán!— Nauj les hizo escuchar una especie de fragor lejano que se estaba propagando por toda la urbe y que parecía crecer en intensidad por momentos.

–¿Qué es eso?

—¡No parece lucha!

—No, desde luego. Sabemos por Esoj que el ejército iota ha entrado en la ciudad con muy poca resistencia y no es lógico que la haya encontrado ahora mismo en medio de la capital.

—Entonces, ¿qué es eso?

..—Yo creo que es el rumor que produce una multitud avanzando.

—¡Eso debe ser!

—¡Eh, mirar!— Ocram señaló el final de la calle que ellos mismos ocupaban y todos pudieron comprobar como el compacto gentío avanzaba vociferando.

—Lo que tengamos que hacer, hagámoslo pronto —dijo Macondo—, porque dentro de poco la masa nos arrollará y no quiero pensar lo que pasará si la guarnición pretoriana de palacio se resiste y los tenemos que sacar de uno a uno.

Todos saltaron fuera de los coches y a una señal del capitán terrestre se desplegaron a lo largo y ancho de toda la plaza para que se pudiesen cubrir unos a otros en la acción subsiguiente. Luego pidió a las dos mujeres que se habían quedado con ellos por voluntad propia, que se resguardasen detrás de los vehículos, pero encontró tanta resistencia que bien pronto desistió de ello. Hizo otra clara señal a sus hombres, esta vez más convencido, miró a su alrededor y lo que vio debió de satisfacerle por lo que apoyándose en la capota del automóvil que había abierto la marcha, apuntó con su extraña pistola hacia la puerta principal del Palacio que estaba aún a doscientos metros de distancia:

¡Y otra vez aquel rayo cruzó el espacio en décimas de segundo y destrozó las hojas de acero como si fuesen de papel!

Nada, el impacto no provocó ninguna señal de vida…  ¡Y ninguna reacción!

Encogiéndose de hombros, hizo subir a las dos mujeres y a sus cuatro hombres en dos de los autos que tenía a su disposición, y ordenó ponerlos en marcha.

Miró al Comandante de la V División, el cual entendió perfectamente lo que quería decirle ya que, después de hacerle un ademán preñado de deseos de suerte, apuntó su rifle hacia el palacio y esperó.

Después, Macondo, saltó al asiento del primer coche y partieron a toda velocidad en dirección a la inexistente puerta cuyos rotos goznes aún estaban humeantes.

¡Iban directos, en línea recta, hollando las losas…!

Muy pronto franquearon el enorme dintel sin encontrar resistencia alguna, por lo que avanzaron en claro abanico engullidos por la oscuridad del patio. Así fue como los guerrilleros y sus amigos terrestres tomaron las defensas del Palacio sin disparar un solo tiro y sin tener una sola baja.

 

7

El Presidente se enteró de la caída de la capital a muy pocos kilómetros de sus murallas y se alegró de haberse equivocado en sus negras predicciones. Reconoció que la ayuda exterior había sido muy decisiva y hasta definitiva. Sobretodo, el terrible miedo que había provocado aquella aeronave desapareciendo en el fondo del cielo sin dejar rastro. Sí, aquel ingenio tenía que haber sido disuasorio y, tal vez, había contribuido a la incruenta conquista de la plaza… Sabía el sentimiento del pueblo, acerca de todo lo que volaba y el significado que cabría atribuir a aquel hecho. Recordaba muy bien sus propias fuentes religiosas y como estaba escrito en los anales: de la misma manera, había venido al planeta el padre Enoc anunciando la existencia del Dios Trino. Tal vez ahora, al ver la nave, sus conciudadanos, creyeron que estaba a punto de volver de nuevo con su carro de fuego…

Sin embargo, la imagen que tenía de la Deidad y de su embajador no cuadraba muy bien con la idea que estaba elaborando en su mente, pensando en su interior. Ellos, y sobretodo él, sabían que Dios había sido presentado como un Ente amoroso y que su buen Nombre no infundía pavor. Qué Dios no era un Dios de confusión y guerra, sino de paz.

¿Sería que, en sus conciencias, se daban cuenta de que no se habían portado bien con el espíritu de la predicación que les había legado el Profeta y que, ahora, tenían miedo de que se les pidiese cuentas? Desechó la idea. Su Dios, el Dios que había sido predicado, era un Dios de paz, no de venganza. Hacía miles de años que aquel Patriarca había señalado muy claramente hacia delante, hacia un momento de la historia, en donde el Hijo de Dios bajaría al planeta a morir ignominiosamente en una horca para salvar de la muerte y perdición eternas a todo aquel que tuviese la suficiente fe para creerlo. ¡Eso era un Evangelio de amor, no de miedo! Claro que el Patriarca también había anunciado que Dios bajaría de nuevo al suelo rodeado de sus ángeles a recoger a los suyos en medio del clamor de los infieles que se habían quedado sin salvación por no haber aceptado a su Hijo Unigénito como a su único y suficiente Salvador. ¿Se trataría de eso? ¡No, no lo creía! La nave había desaparecido hacía rato y él no notaba nada especial. Además, no se había escuchado ni trompetas ni timbales, y no había visto a ningún ángel… No, aquella visión tenía que ser motivada por alguna otra causa que ahora no podía intuir, pero ya lo averiguaría.

Lo positivo de todo aquello es que su influencia se había hecho sentir entre los soldados del Imperio que se rendían a cientos sin causar más molestias que sorprender a los mandos guerrilleros que no habían previsto para nada aquella eventualidad. Gracias a Dios, estaban poniéndose rápidamente a la altura de las circunstancias, pues al ver su actitud pacífica los dejaban volver a sus casas, aunque las armas requisadas formaban verdaderas montañas en las calles y plazas.

Cuando llegó con toda la parafernalia de su séquito a las murallas propiamente dichas le informaron que los de la Tierra y su hija habían entrado ya en el palacio imperial y que Siul les estaba siguiendo los pasos muy de cerca.

Entonces, ordenó aumentar la velocidad de su propio convoy.

 

8

Cuando las dos chicas y los cinco terrestres saltaron de sus vehículos en el fondo del patio, se encontraron con una escalera de mármol, ricamente ornamentada, pero sin vigilancia.

Y la enfilaron sin dudar.

En el rellano del segundo piso se encontraron con alguna resistencia. Pero, la verdad es que fueron disparos sin decisión, casi protocolarios, aunque disparos al fin.

Por eso, nuestros hombres, saltando y girando sobre sí mismos como peonzas, como solían hacer en situaciones semejantes, se parapetaron muy bien donde buenamente pudieron… Algo después, Macondo, que estaba detrás de un gran tiesto que limitaba el extremo de la barandilla de la escalera, indicó a Ocram la dirección de los rayos y éste se aprestó a cubrirlo tan pronto como fuese prudente y necesario. Sabía lo que su capitán iba a hacer, y estaba al tanto. Preparó su propio fusil cósmico, sacó el seguro y se mentalizó a disparar en dos segundos… Pero antes de que lo hiciese, e incluso antes de que el capitán saliese de su refugio, alguien abandonó el suyo y en dos grandes zancadas se plantó en la pared frontal.

Era Solrac, el tasmano. Todos le vieron bien. Aplastando su espalda contra la fría pared avanzó hacia la puerta entreabierta de dónde habían salido los disparos y lanzó un objeto en el interior de la estancia contigua.

Al instante, una humareda llenó la habitación y obligó a salir a tres hombres con los brazos en alto.

..¡En seguida fueron rodeados y desarmados!

Sin embargo, aquellos hombres no eran soldados. No sólo no llevaban uniforme, sino que no tenían ni el porte ni las trazas de aquéllos. Mas, no obstante, Aicila quiso saber quiénes eran, y preguntó:

—¿De dónde salís vosotros?

..—Pues…

—¿Y dónde está el resto de la gente que se supone debiera guardar el Palacio?

—¡Nosotros somos todo lo que queda del gobierno del Imperio!

—¿?

—¡Todos han huido creyendo que ha llegado la hora del juicio final!

—¿?

—¿Qué dicen?— quisieron saber muchos.

Amaranta y Aicila lo tradujeron a dúo y luego la primera se encaró con los fantasmas, bastante escamada y con cara de pocos amigos:

—¿Decís que sois del gobierno del Dictador?

—Sí.

—Pues, ¡no os conozco!

—¡Ni yo! —ratificó su compañera bastante mosca—. Y me precio de conocer a todos los ministros del Régimen y a todos los chupatintas que los rodeaban.

—Hemos sido nombrados esta misma mañana, hace solo un momento. Nosotros somos Mantenedores del Imperio, Coordinadores de los sacros intereses de nuestra Nación y guardianes personales del Benefactor de la Patria.

—¡Ah!

—Pues, ¡qué bien!— dijeron Nauj y Leugim casi al unísono cuando Aicila tradujo la respuesta del trío.

—Sencillamente conmovedor— dijo Solrac, a su vez.

—¡Escuchar…! —dijo a gritos el teniente Ocram, tratando de llamar la atención de sus amigos—. ¿No oís?

—Sí… La gente está llegando a la plaza y pronto invadirá el Palacio.

En efecto, en el exterior, la multitud, que ya empezaba a llenar la plaza, se desgañitaba en contra del Dictador y a favor de la nueva época que parecían adivinar… Era lo de siempre. Amparados por el anonimato y la masa podían hacer una barbaridad. Era cuestión de tiempo…

Macondo, más realista que los que gritaban en la calle sin obedecer a las fuerzas del Comandante de la Quinta División, tuvo que intervenir:

—Amaranta, ordénales que nos indiquen donde está el Dictador.

La chica tradujo la pregunta.

—¿El Dictador…? ¿Quieren ver a su Excelencia?— dijo uno de ellos a los otros con una cierta sorna y una mueca que quería ser una sonrisa, iluminó sus rostros.

—¿De qué se ríen estos monos?— preguntó Leugim a Nauj.

—A lo mejor hemos hecho un chiste sin querer.

—¡Vamos a verlo! —Solrac apoyó su arma en las costillas del que había llevado la voz cantante mientras le animaba con entrecortadas palabras en su idioma—: Tú llevar ante el Dictador, ¡ya mismo! ¿Comprender?

El aludido no se hizo de rogar nada de nada y respondió afirmativamente con reiteradas señales de cabeza, a la vez que exclamaba:

—¡Ven, tú seguir…!

 

9

El Alto Mando Iota, a cuya cabeza estaba el ministro Siul, entraba ya en los barrios elegantes de la ciudad. Pero su rápido avance estaba empezando a ser puesto en entredicho a causa de la gente. ¡Lo que no habían podido evitar los soldados del Imperio, lo estaba consiguiendo los civiles!

Él recibía informes constantemente: De la localización y avance del Presidente, de la situación de las tropas, de las importantes victorias que iban consiguiendo… De todo, ¡y no le convenía pararse! ¡En absoluto! No, aquel retraso iba muy mal para sus planes. Y para postre, del único que no recibía noticias era de Ralf a quien había mandado como punta de fecha para ser el primero en conquistar el Palacio. ¡Qué raro! Y a pesar de que sus fuerzas topaban con menos enemigos, de que el Padre de Amaranta aún estuviese lejos y de que ya tenía en su poder a todos o casi todos los ministros del Imperio, le intranquilizaba el hecho de no saber nada del joven capitán iota.

No le gustaba nada el giro que habían tomado de golpe los acontecimientos y el silencio que no había previsto. Y aún le gustaba mucho menos saber lo que podría pasar si el despacho que tenía Ralf caía en manos fieles al Presidente. El escrito de su puño y letra, podía convertir para él las cañas en lanzas… No podía permitirse el lujo de dejarlo caer en manos enemigas… Mal interpretado, el documento, podría acarrearle muchos disgustos… Así que mandó al chofer de su «todo terreno» que abandonase la cabeza de la columna y se dirigiese en línea recta al palacio del Dictador. Y cuando su oficial de enlace quiso seguirlo, le ordenó dar media vuelta y hasta encabezar en su nombre el ejército libertador.

¡Lo que tenía que hacer, debía hacerlo solo!

Pero se marchó tan imbuido en sus pensamientos que no vio como otro jeep le seguía a prudente distancia.

Si hubiera visto al conductor, lo habría reconocido de forma inmediata porque era un hombre de confianza del padre de Amaranta y tal vez hubiera vuelto a ocupar su puesto en la cabeza de la columna, pero no lo vio y los dos autos zigzaguearon por callejas de segundo orden rumbo a su destino.

 

10

Cuando el grupo de Macondo llegó al último piso del palacio Presidencial empezaron las sorpresas de verdad:

Al abrir las puertas de aquella planta, se toparon con una capilla lujosamente ornamentada hasta en sus más vivos y pequeños detalles… Tapices suntuosos vestían unas paredes en las que no había siquiera un pobre ventanuco que pudiera ofrecer una opción a airear el malestar y la angustia… Los sillones y reclinatorios estaban tapizados en oro y una enorme alfombra, cuajada con miles de flecos del mismo metal, recorría su espina dorsal. Aquella especie de cripta tenía fuentes de agua bendita forjadas en plata maciza y las hornacinas que decoraban todos los laterales tenía incrustaciones de piedras preciosas… En el altar del fondo, los metales nobles, los finos brocados y las sedas lo cubrían todo hasta la saciedad.

Encima del altar, a los pies de la dura cruz, había un trozo retorcido de un extraño metal que nuestros hombres identificaron inmediatamente:

¡Un trozo desgarrado de su propia nave espacial!

Pero las preguntas no salieron de los labios de nadie ya que vieron, además, un poco hacia la izquierda, en el lado del Evangelio, un palio de caoba que cubría un sillón vacío del mismo material, en cuyo respaldo estaba grabado el escudo nacional.

¡Aquel sillón parecía dominarlo todo!

La verdad es que habían cosas para estar bien mudos… ¡mudos y atónitos! Aquella capilla, aquel altar y la pesada influencia del duro Dictador, eran lo último que pensaban encontrar.

Mas, antes de que se rehicieran, su sorpresa subió al punto al oír la voz:

—¿Qué buscáis aquí?

Levantaron la mirada como autómatas hacia el púlpito y descubrieron al sacerdote que había hecho la pregunta.

—Éstos quieren ver al Padre de la Patria— dijo uno de los forzados guías.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué vienen armados?

—¡Son los libertadores!

—¿Libertadores, de qué? ¿De quién? ¿Qué es lo que van a libertar? ¿Te han dicho que libertar a un pueblo sin que éste lo quiera, es una nueva forma de esclavizar? —Ocram se había ido acercando al entarimado andando por entre los asientos hasta llegar casi debajo del orador—: ¿De qué se queja el pueblo? ¿No es verdad que es feliz teniendo la paz y la tranquilidad aseguradas? ¿No les hemos dado pan y trabajo? ¿No hemos hecho gigantes realizaciones para garantizar su bienestar?

—Pues…

—¿No hemos aumentado su nivel de vida hasta estratos jamás soñados hace cuarenta años? ¿Qué es, pues, lo que piden?

—¡Libertad! —gritó Macondo que, al igual que los demás, entendió la parrafada porque el sacerdote hablaba usando un convertidor idiomático portátil—. ¡Libertad de decidir por sí mismos qué comerán, qué vestirán, dónde trabajarán y dónde vivirán! En una palabra: ¡Quieren ser dueños de su futuro!

—¿Sí…?¿Y cómo sabes tú que quieren eso? ¿Has hecho un referéndum nacional para saber lo que quiere y hasta necesita la mayoría? ¡Nosotros sí!

—Pudo estar amañado.

—¿No será que representáis a una minoría y que queréis imponer vuestro concepto de libertad?

—No, nosotros queremos conseguir…

—¡Lo único que vais a lograr es desestabilizar el planeta con lo cual empezarán la delincuencia, el terrorismo, las huelgas, los paros y la guerra!

—Habrá que educar al pueblo, pues la educación es la base…

Pero el cura castrense continuaba hablando sin hacer caso del intento de diálogo de Macondo:

—¡Nosotros pensamos y actuamos por ellos!

—¡Basta de cháchara! —el teniente Ocram emergió justo detrás del servidor de la Iglesia Oficial y le intimidó con el cañón de su fusil—: Por última vez, ¿sabes dónde está el Dictador?

—¡Sí!

—Pues, ¡llévanos hasta él!

—Y si no lo hago, ¿qué…? ¿me matarás? —el religioso se volvió hacia el americano mientras preguntaba—: ¿Este es vuestro concepto de libertad?

—¡No digas chorradas…! ¡Vaya! ¡Vaya! ¿Eres tú…? Debí imaginarlo.

—¿Le conoces?— quiso saber Macondo desde abajo.

—Sí, vino a confesarme cuando estaba en aquella celda de castigo. Parece ser que estás en todas partes, ¿eh?

—Procuro hacer el bien donde se me necesita.

—De acuerdo, pues, ¡vamos allá! Como hemos de ver a su Excelencia el Dictador, te necesitamos como traductor. Así que llévanos ante él. A lo mejor no te lo creerás, pero tenemos ganas de verle la cara.

—Lamento tener que desengañarte, pero no lo vais a ver.

—¿Por qué? —todos estaban vivamente interesados en la conversación sostenida en el púlpito. Sólo los tres guías que habían capturado algunos pisos más abajo parecían estar pasándoselo bien—. Hermano, hemos andado mucho para llegar hasta aquí y queremos verlo, así que…

—No te enfades —el hombre de Dios dejó escapar un fino suspiro, cómo disculpándose—, pero tengo que decirte que no lo puedes ver ni tú ni nadie.

—Te vuelvo a preguntar, ¿por qué?

—¡Por qué está muerto!

—¿Qué…?

—¡Hace más de cinco años que está bien muerto y mejor enterrado!

 

———

CAPÍTULO DÉCIMO

DÉCIMA NOCHE

  1

—El salón del trono está vacío —siguió uno de los guías ante el estupor del grupo—. Hemos mantenido su imagen de forma artificial para no desmembrar el planeta. ¡Él era la unión, la paz, el orden…!

—Entonces —interrumpió Macondo de nuevo, que ya era dueño de la situación—, si no hay dictador no puede haber dictadura y como quiera que los iotas sublevados parecen dominar la situación, ha desaparecido la razón que nos retenía en este lugar. Ha partir de este preciso momento ya podemos hacer planes para volver al espacio.

Cada uno de los presentes reaccionó a su modo, como cabía esperar, pero Amaranta experimentó un pinchazo en el corazón y se dijo que era hora de hacer algo.

 

2

Cuando Siul, el ministro de la Guerra, llegó justo a las estribaciones de la famosa plaza de Poniente, se quedó bloqueado y le fue imposible avanzar un solo paso más. Su coche quedó materialmente engullido y frenado por la furiosa muchedumbre y ni sus promesas ni sus amenazas lograron hacer nada. Entonces se enteró por un soldado que los terrestres se le habían adelantado y que estaban dentro del palacio presidencial. Estuvo unos minutos sin saber qué hacer, desorientado por las muchas cosas que estaban pasando, pero sobretodo por la falta de noticias de Ralf… De pronto, ordenó a su chófer que marchase volando a la planta de plutonio.

¡Quizá estuviese aún a tiempo de recuperar su ventaja!

Iba a enseñar a todos aquellos terrestres entrometidos y a aquellos necios vociferantes de la plaza quién era Siul…

Cuando el vehículo pudo arrancar y dirigirse a su nuevo destino, el otro, aquel que lo había venido siguiendo, hizo lo propio.

 

3

—Aún queda mucho trabajo para hacer, querido Macondo —apuntó Amaranta—. Ante todo debemos restablecer el orden.

—Claro, claro, tranquila. No pensaba irme así como así. ¿Qué ventana que da a la plaza es la que usabais para sacar el muñeco del Dictador a la hora de los discursos?

La chica tradujo la pregunta rápidamente.

—Es una de las que hay en este piso, al fondo —dijo el que parecía llevar la voz cantante y la autoridad del grupo de prisioneros—. Comprenderéis que, debido a las raras circunstancias, no podíamos correr el riesgo de que se le viera demasiado bien.

Una de las dos mujeres hacían las veces de traductora simultánea.

—De acuerdo, lo comprendemos. ¡Llevarnos allí!

—¿A la ventana?

—¡A la ventana!

—Lo que queráis. Ya todo está perdido…

—No lo creas. Ocram, trata de que tu amigo religioso nos acompañe.

—Ya lo has oído —el americano empujó suavemente al sacerdote con la punta de su arma—. ¡Vamos a bajar!

—Está bien, está bien. ¡No soy sordo!

—¿Que se te ha ocurrido, capitán?— quiso saber Leugim mientras esperaban que bajasen del púlpito el cura y el soldado.

—Enseguida lo explico… A ver, Nauj y Solrac.

—¿Sí…?

—¡Dime…!

—Volver abajo, y atravesar la plaza cueste lo que cueste hasta encontrar al padre de Amaranta y traerlo aquí.

—¡Enterado!

—¡Enseguida!— y desaparecieron escaleras abajo.

—¡Pedir ayuda al Comandante…!— pero la coronel iota no estuvo segura de que la hubiesen oído. Aquellos dos hombres eran extraordinarios. No le desagradaba ninguno de los dos… Claro que ella sólo tenía ojos para el capitán terrestre. Por cierto, habría que ir pensando en seguir una estrategia especial, ahora que parecía estar cercana su marcha… Ya vería… Tal vez adoptase el plan elaborado por Aicila. Lo que sí era evidente es que tenía que forzar los acontecimientos si quería conseguir algo que fuese positivo. A veces, al amor hay que darle un empujoncito…

Por aquel entonces, Ocram y el sacerdote habían bajado del púlpito y, mientras caminaban detrás del grupo, iban considerando los pormenores del plan que Macondo iba explicando a grandes rasgos. Una vez más, el americano tuvo que reconocer la superioridad de su capitán, pero esta vez lo hizo sin envidia. No era que aquel sentimiento estuviese muerto y enterrado en su corazón, sino que estaba siendo superado al fin por el orgullo que sentía de formar parte de la tripulación. Claro que tampoco tenía por qué pregonarlo, pero la verdad era que se sentía más contento y, de alguna manera, más persona mientras iban andando por las estancias de la última planta del edificio gubernamental.

El sacerdote, casi ganado por la nueva y actual causa, iba diciendo:

—Sí, el plan es prácticamente realizable… Aunque tal vez debamos añadir algunos pequeños retoques. La Iglesia podría secundarlo si se nos permitiese seguir al frente del Departamento de Educación y Bienestar Social…

—Pues, ¡qué bien!

—Todo tiene un precio. Habéis de saber…

—¡Silencio! —interrumpió Macondo. Habían llegado ya al salón que buscaban—. Estoy recibiendo una señal de mis hombres… ¿Sí? Dime Solrac, dime, sí, te recibo con unas interferencias…

—Estamos a la puerta del Palacio y no podemos pasar. Sí, un cordón de guerrilleros se las ve y se las desea para detener a la muchedumbre que quiere entrar a toda costa.

—Está bien. ¿Y el Comandante de la V División?

—¡Es imposible saber dónde está!

—¡Vamos a ayudaros! Cambio…

—¿Cómo?

—¡Saldremos al balcón para llamar la atención del gentío. Cuando todos miren hacia arriba, intentar cruzar la plaza.

—De acuerdo. ¡Cambio y fuera!

Tras cerrar su intercomunicador, el capitán terrestre se encaró con el sacerdote y le pidió que se acercara:

—¡Ven aquí, a mi lado! Vamos a abrir el balcón y quiero que estés conmigo, arropándome. En cuanto a vosotros tres —señaló a los tres funcionarios que ahora parecían estar interesados realmente en el cariz que tomaban los acontecimientos—, vais a realizar lo mismo que siempre habéis hecho, ¿verdad?

—Sí, sí, desde luego— dijeron con la cabeza, ojos y boca cuando Amaranta les tradujo la orden del europeo.

—¡Así me gusta, pero tener cuidado! —siguió diciendo el capitán terrestre—, al menor movimiento sospechoso no podréis contar a vuestros nietos lo que vais a ver.

No hizo falta traducción alguna. Los tres sirvientes recién estrenados fueron y abrieron una hornacina disimulada en la pared y extrajeron de ella un sillón ricamente vestido en el que estaba sentado un muñeco con el torso erguido y vestido de general.

—¡Vaya truco tan sucio!— dijo el flemático Ocram.

—Pues si que nos tenían engañados —reconoció, Aicila, a su vez—. ¡Y se parece realmente al Dictador!

—Es natural. Debía ser algo así porque teníamos que dar el pego, no queríamos que la gente se diese cuenta del engaño a pesar de la distancia— señaló el sacerdote.

—¡Venga, que no tenemos todo el día!— exclamó el negro Leugim, que ya estaba abriendo el balcón de par en par.

El apagado rugido de la gente se hizo más real, más tangible.

Macondo hizo señas inequívocas a los portadores del muñeco y todos salieron al exterior.

Y entonces, se hizo el milagro:

¡El gentío calló inmediatamente y el duro silencio se hizo espeso, agobiante!

El capitán terrestre, consciente de la oportunidad, habló al oído de Amaranta:

—Ahora es el momento adecuado… Habla a tu pueblo, di lo que sientes y piensas mientras encontramos a tu padre. Necesitamos ganar tiempo, ¡venga, venga, adelante! No nos hagas quedar mal.

La muchacha, contagiada por la energía de Macondo, se acercó resuelta a los improvisados micrófonos que los servidores habían conectado a toda prisa con el sistema de megafonía de la plaza, siguiendo con el plan elaborado por el terrestre:

—¡Enocitas…! ¡Soy Amaranta, la única hija de vuestro Presidente de derecho que ha tenido que vivir y crecer en la clandestinidad durante cuarenta años por oponerse al Dictador! Por fin, hoy, hemos conseguido llegar hasta aquí para poner todas las cosas en su sitio y derrocar la tenaz dictadura… ¡Mirar, mirar —y señaló al muñeco con la mano levantada en forma de saludo—. ¡El Dictador es un ser inanimado! ¡Un hombre de cartón piedra con dos muelles y cuatro botones! ¡Es un muñeco! ¡Enocitas, con él os han tenido engañados miserablemente…!

El rugido de la plaza ahogó todo intento de seguir con el parlamento.

Así que, a una clara señal de la muchacha, los sirvientes cogieron muñeco y sillón y los hicieron volar por encima de la barandilla sin dificultad. Pero los objetos no llegaron a tocar el suelo, pues cientos de manos los recibieron, los voltearon y los destrozaron.

El polvo fue aspirado por cientos de gargantas, cientos de conciencias…

En aquel momento, en un extremo de la plaza, se oyeron con claridad los vítores que daban la bienvenida al real, al auténtico Presidente; el cual, por fin, había contactado con los terrestres, con la realidad y con la oportunidad de la ocasión. Le faltaban brazos para apretar manos, bocas para repartir sonrisas y gestar promesas…

Poco a poco, el gentío le abría paso a codazos, a gritos, a empujones… pero, respetuosamente. La verdad es que la plaza parecía un nuevo mar Rojo ante la presencia, siempre querida y anhelada, de aquel Moisés de pelo cano.

Lo cierto es que, franqueado por Solrac y Nauj, el anciano avanzaba por el recién abierto pasillo humano muy emocionado, tratando de corresponder a todos los saludos y peticiones de su querido y pueblo. ¡Es digno de ver cómo un país, largamente amordazado, recupera su estima de pronto! Voces enronquecidas por la terrible emoción del momento se desgañitaban gritando claras consignas tratando de aupar al Régimen que jamás debieron perder. ¡Todo era alegría! ¡La gente se besaba y abrazaba aun sin conocerse! ¡Se intercambiaban frases llenas de parabienes y se intuían promesas de una vida mejor!

Mas, para los dos terrestres, aquella era una situación explosiva y empezaba a tomar mal cariz:

¡No podían avanzar en la dirección deseada… y ya se disponían a usar todas sus armas como medio disuasivo, cuando por suerte fueron descubiertos por el Comandante de la V División; quién, a fuerza de puños, llegó hasta el trío y los condujo sanos y salvos hasta la puerta principal del Palacio.

Mas cuando llegaron a ella, los cuatro estaban rotos, exhaustos y sudorosos. Desde allí se trasladaron en un santiamén al último piso gracias al ascensor directo que les indicó uno de los pocos guerrilleros que guardaban el patio.

En el mismo momento de llegar al balcón, Amaranta había conseguido un relativo silencio a fuerza de gestos, y estaba diciendo:

—¡Vamos a restablecer las libertades perdidas y a tomar medidas especiales para que jamás vuelva a implantarse una dictadura…! —los vivas y aplausos parecieron arreciar y entonces ella descubrió a su padre inmediatamente detrás suyo, un poco a la derecha, y tratando de darle la alternativa, gritó—: ¡Enocitas, aquí está vuestro Presidente!

El cansado anciano se adelantó hasta tocar la barandilla y levantando los brazos en uve, exclamó:

—¡Ya estoy aquí!

Lo que siguió fue indescriptible: Banderas, cabezas y brazos en alto se movían imitando a un mar embravecido; las voces y las vivas enronquecidas hacían las veces de espuma que liberaba toda la energía de aquél y los besos, abrazos y demás tipos de efusiones entre los hombres y las mujeres que jamás se habían visto antes, las gaviotas que se crecían en sus crestas…

Lo cierto es que el nombre del Presidente corría de boca en boca ligándole e identificándole en lo alto de la cúspide del Estado.

Cuando el entusiasmo se calmó lo suficiente como para que fuese audible algo de su posible alocución, el padre de Amaranta, continuó:

—¡Vamos a declarar una semana de fiesta nacional en la que la comida, la bebida y los gastos correrán por cuenta del Tesoro…!

Gritos y ¡vivas!

—¡Convocaremos las elecciones generales cuanto antes para consolidar la democracia que hemos restablecido con la ayuda de los terrestres plateados que han venido en un Carro de Fuego…!

Gritos y ¡vivas!

—¡El pueblo subterráneo saldrá de nuevo a la luz de Thuban y vivirá en paz con todos sus hermanos de la superficie… y así construiremos una nueva economía y una nueva forma de vida…!

Gritos y ¡vivas!

—¡No habrá represalias para nadie que no esté preso por delitos de sangre!

Mas gritos y ¡vivas!

—¡Repito que todos juntos moldearemos el futuro…!

Un griterío ensordecedor le impidió seguir hablando, por lo que se limitó a sonreír y a saludar incansablemente. Cuando al fin pudo seguir, terminó su alocución, diciendo:

—¡Ahora ir en paz a vuestros hogares… ¡y que empiece la fiesta!

Empezó a retirarse del balcón, pero tuvo que volver a saludar a los ciudadanos una y otra vez, tantas como fue requerido, hasta que, agotado, se dejó llevar hacia el interior guiado por amorosos brazos. Por fin se marcharon todos de la ventana felicitándose unos a otros: Amaranta besaba sin cesar a su padre y a Macondo, a los dos de forma alternativa, sin exteriorizar ningún tipo de rubor, y Aicila a Ocram. Pero los otros hombres también quisieron besos; así que las mujeres, tuvieron que complacerlos besando o dejándose besar.

Cuando se reunieron en una de las dependencias del último piso del Palacio, formaban un grupo feliz.

Luego tuvieron que volver a poner los pies en el suelo para tratar de resolver los problemas que aún tenían por delante: El Comandante quiso saber que tenía que hacer con aquel sacerdote, con los tres únicos funcionarios que quedaban en el Imperio, con las tropas que se rendían sin cesar, con Siul…

Entonces, el Presidente, descansando al fin en un sillón alto, mullido y confortable, dijo que debían empezar por el principio e hizo saber a los cuatro prisioneros que eran libres de ir a dónde quisieran.

Ante aquella magnanimidad, uno de ellos, dijo:

—No tenemos a quien servir. Así que, si nos lo permite, quisiéramos ponernos a tus órdenes.

—Yo no necesito a nadie que cuide de mí, pues mi vida va a ir por derroteros que ahora no vienen a cuento, pero si queréis servir a nuestro pueblo, os vamos a necesitar para organizar todo esto.

—Estamos de acuerdo. ¡Muchas gracias!— y salieron los tres de la estancia haciendo mil reverencias y sin dar la espalda a la presidencia.

En cuanto al sacerdote, que no sabía qué hacer con las manos, le dijo:

—Creo que también tú puedes servir al pueblo, pues hay mucha gente que te necesita. Ahora tienes la oportunidad de demostrar lo que vales y gozar del verdadero sacrificio.

—Pero…

—No te preocupes —dijo Macondo, tratando de ayudar—, se te tendrá muy en cuenta para enfocar la enseñanza y adaptarla a las nuevas libertades…

—Gracias… gracias. ¿Y el bienestar social?

—Lo decidirá el nuevo Gobierno —terminó el Presidente—. Primero habrá que cambiar la imagen y el contenido de ambos programas, ¿no crees?

—Pero os puedo ayudar.

—¡Está bien! Sopesaremos tus argumentos y sin son positivos, a juicio de la mayoría, los aplicaremos. De todas formas mantendremos la promesa de Macondo y tendrás una colocación digna para que puedas regenerarte por el trabajo.

—No esperaba menos de usted. Sí, tenían razón los que hablaban de su gran benignidad… ¡Buenas tardes!— y salió de la habitación sin dar la espalda ni una sola vez al grupo de amigos.

—¡Uf! —suspiró el padre de Amaranta al estar solos—. Voy a tener que emplear toda la paciencia de que sea capaz para llevar adelante a esta gente.

—Podrás con todos ellos, papá— dijo su hija, besándole una vez más.

—Gracias por tener tanta confianza en mí, pero cuando esté todo encarrillado y en paz me jubilaré y me retiraré a descansar a las montañas…

—¡Papá…!

—Tranquila hija, aún me queda mucho trabajo para hacer. Comandante…

—Señor…

—Hasta que aparezca el ministro de la Guerra y nos aclare ciertas circunstancias, estás al mando de todo el ejército. Tú mismo haz redactar el documento adecuado y tráemelo a la firma.

—¿Señor…?

—¡Ah, localiza a todos mis ministros y diles que mañana por la tarde tendremos una reunión urgente del gabinete!

—Señor…

—¡Y qué no dejen de asistir!

—¡Sí, señor!— y ya iba a salir cuando Macondo le cogió por el brazo y le dijo en un aparte:

—Te felicito, pero acuérdate de la charla que tuvimos en el penal.

—La tengo en cuenta.

—Está bien. Por favor, entérate de lo que ha sido del fiel capitán que enviaste a la isla donde está guardado el plutonio.

—Descuida. Sé que ese material es muy importante para vosotros. Voy a investigar y tan pronto sepa algo te lo diré inmediatamente— terminó, y salió de la estancia.

 

4

Siul se encontró con la desagradable sorpresa de que los soldados de la Quinta División, apostados en la boca del puente que unía la isla con la capital, le impedían el paso.

Entonces se dio a conocer con la esperanza de que aquello allanaría todas las dificultades, pero se equivocó. Los soldados del capitán se sabían muy bien la lección y no obedecían más órdenes que las dadas por éste. Ante la insistencia del ministro, el sargento de guardia informó a su superior de lo que pasaba:

—¡Aquí hay un gordo militar lleno de chatarra que dice ser ministro y que quiere entrar en la isla a toda costa!

—¿Qué viene a hacer?

—¡No lo sé mi capitán, pero…!

Siul arrancó el intercomunicador de las blandas manos del suboficial y voceó a través de él:

—¡Capitán, soy Siul, el ministro de la Guerra! ¿Has oído hablar de mí?

—Sí, algo…

—Pues, ¡escucha bien! ¿Tienes en tu poder la planta de plutonio?

—¡Sí, señor!

—Bien, vale. Oye, no permitas que nadie se acerque al almacén ni al redactor sin una orden personal mía, ¿de acuerdo?

—Pues…

—¡Obedece y te recompensaré!

—¡Está bien!— contestó el capitán de la Quinta más para quitárselo de encima que por otra cosa.

—¡Señor, señor…!— el chofer de Siul se acercó corriendo y explicó de forma entrecortada todo lo que había pasado en la plaza de Poniente.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la radio del vehículo… Ahora mismo el Presidente está haciendo un discurso.

El pobre Siul pensó que últimamente siempre estaba en el sitio equivocado y que ya era hora que se sumara a los vencedores:

—¡Estupendo…! Volvamos allá a ver si ahora nos dejan pasar de una vez. Y tú —dijo al sargento al devolverle el aparato—, vigila bien todo esto hasta que vuelva.

—¿?

Todo el cuerpo de guardia pensó a la vez que si aquel era el ministro que debía mandarlos, estaban listos.

Pero el hombre estaba vivamente preocupado para darse cuenta de medias miradas, suspiros y hasta sutilezas. Se daba cuenta de que estaba perdiendo el tren de la victoria y no le hacía ninguna gracia. Además, por el camino se enteró por fin de que Ralf había muerto y de que, incluso, en aquellos precisos momentos, llevaban su cadáver a la capilla ardiente que habían levantado en Palacio.

—¡De prisa, de prisa —instó a su fiel conductor—. ¡Hemos de llegar cuánto antes!

 

5

El Presidente a su vez, recibió el justo informe de las andanzas de Siul por la radio del jeep que seguía al aún ministro y sus raras idas y venidas le desorientaron… Sin embargo, dio órdenes a su oficial de enlace para que no lo perdiera de vista.

Macondo, que estaba tomando café del bueno a su lado, junto a sus hombres y Amaranta y Aicila, no dejó de notar cierta inquietud en la conversación del padre de la coronel iota. Por fin, preguntó:

—¡Qué pasa con Siul?

—No lo sé bien, pero tengo la impresión de que ha venido haciendo política por su cuenta. Por eso, debemos estar prevenidos pues aún no sé si lo que maquina es contra vosotros o contra mí.

En aquel momento entró un soldado después de haber pedido y obtenido permiso y se puso a hablar con la coronel Amaranta sin referir la visita de Siul.

—Me explica que el capitán de la Quinta División ya ha conquistado la planta de plutonio y que está a la espera de instrucciones— tradujo ella, al momento.

—¡Estupendo! Mañana empezaremos a trasladar un poco de material hasta nuestra aeronave… Dile al capitán que le estamos agradecidos y que haga preparar un vehículo de la planta para que pueda llevarlo sin peligro hasta el volcán.

—Enseguida— la oficial lo tradujo y el soldado se fue tras dar un taconazo.

—Bueno, supongo que contamos con su permiso.

—Ya lo sabes —dijo el padre de Amaranta—. Es lo menos que podemos hacer por quiénes nos han ayudado tanto… Sí, no me interrumpas, por favor. Ya sé que lo consideráis un deber, pero eso no rebaja ni desmerece la ayuda que dais. Bien, bien, creo que ahora nos conviene descansar. Mañana, forzosamente, será un día movido para todos nosotros… ¡Ya sabéis dónde están vuestras habitaciones! Amaranta, hija, ves a descansar.

—En seguida lo haré, papá. ¡Buenas noches!

—¡Hasta mañana, hija! ¡Adiós a todos!— y se fue rodeado por la oleada de saludos y parabienes de los presentes.

—Yo, si no me necesitáis —empezó a despedirse Ocram—, voy a casa de Aicila. ¡Quiero ver a su madre y comprobar como sigue…!

—Es natural. Puedes irte, aunque mañana…

—¡Vendré pronto!

—Bueno, tampoco hace falta que corras. Has pasado por momentos muy duros y necesitas dormir. Además, somos bastantes para lo que hay que hacer.

—Bien, ¡buenas noches!

—¡Qué descanses!— Leugim guiñó el ojo al joven del este americano, pero no fue lo suficientemente rápido.

—¿Qué significa esa mueca?— quiso saber Aicila.

—¿Mueca…? ¡Yo no he hecho ninguna! ¿Habéis visto si yo he hecho alguna mueca?

—Ya hablaremos a conciencia tú y yo— dijo el teniente de forma festiva, efectivamente estaba cambiado.

—Vale.

—¡Adiós!— las dos mujeres se besaron y también se intercambiaron algunos gestos de complicidad que sólo entendieron ellas.

Cuando la pareja hubo cerrado la puerta, ni Nauj, ni Leugim, ni Solrac, hicieron ningún esfuerzo para imitarlos y dejar el campo libre al capitán Macondo. Es más, se arrellanaron en sus respectivos sillones y trataron de servirse un poco más de licor.

—Y vosotros, ¿no tenéis sueño?

—¿Nosotros..? Yo pues más bien, no… ¡Eh, ahora que me acuerdo! —Leugim se dio un golpe en la frente con la palma de la mano—. Tengo que hacer muchas cosas esta noche. ¡Ea, venga, vámonos! —y lanzó un codazo a Solrac que casi le hizo tirar el contenido de la copa.

—¡Si serás…! ¡Ah, yo también recuerdo que tengo que revisar mis apuntes sobre la enfermedad del planeta— el cronógrafo se levantó del todo tratando de arrastrar a los demás.

—Pues, yo no tengo nada que hacer— dijo el chino.

—¿Qué no? Mira —Leugim, ya levantado, sacó del bolsillo el mensaje que le había dado Macondo en la cueva—, he guardado este buen regalo para ti. ¡A ver si lo identificas y lo traduces esta noche!

—¿Está noche? ¡Estás loco! —pero su curiosidad pudo más que su despiste—. ¿A ver…? Parece interesante… Sí, creo que está escrito en arameo antiguo…

—¿Estás seguro?— preguntó Macondo, a su vez, al seguir complacido el juego del africano.

—Yo diría que sí. De todas formas voy a estudiarlo y si no consigo descifrarlo, mañana me acercaré a la Biblioteca Nacional con tu permiso, ¿de acuerdo?

—Pues, claro que sí, amigo. Sin embargo, mañana por la mañana os quiero todos aquí a las ocho. Nos repartiremos el trabajo y te prometo que encontraremos tiempo para que hagas las consultas que necesites.

—¡Muy bien!

—¡Hasta mañana!

—¡Adiós…!— y salieron los tres dejando a la pareja para que disfrutase su soledad.

—Tengo que confesar que quiero a este Leugim un poco más cada día— dijo Amaranta, arrullándose en el pecho de Macondo.

—¡Je! No te fíes de él. Es un tunante, pero le guardo una sorpresa que no se la espera.

—¿De qué se trata?

—¡Ah, no tiene importancia! ¿Cenamos o…?

—¿Tienes hambre de verdad?

—No…— y la cogió en brazos.

Pasaron toda la noche en una gran habitación habilitada urgentemente al efecto e hicieron el amor como si se tratase de la noche del fin del mundo. La mujer, Amaranta se entregó con la intensidad del condenado que pide la última gracia y él la poseyó como si fuese lo último que valiese la pena. Pero, hicieron bien. A lo mejor aquella era la última ocasión en que pudiesen estar juntos… Tal vez los dos tuvieron el mismo presentimiento, tal vez sintieron el mismo temor, pero lo cierto es que, al clarear el alba, Amaranta llevaba en su vientre la semilla del terrestre…

 

6

También aquella noche, en el acuartelamiento, Siul tuvo conciencia de la muerte de Ralf al toparse, sin quererlo, de la capilla ardiente que se había erigido en el patio de armas del cuartel por deseo expreso de Amaranta, quien había mandado sacar el cuerpo del Palacio por ser más propio.

A través de los soldados de guardia quiso saber cómo había sucedido todo y ante la ignorancia y el pesar que demostraron, se interesó por el petate del capitán iota con la excusa de llevárselo a sus familiares. Entonces, los guerrilleros le informaron de que el oficial de enlace del Presidente, un comandante, se le había adelantado con el mismo fin. Chasqueado y asustado se dirigió al Palacio para enterarse de que el jefe de la V División estaba al mando de las fuerzas armadas y que no podría despachar con el padre de Amaranta hasta el día siguiente.

Así que se retiró, ahora preocupado en realidad, a una estancia de rango muy inferior a la que creía merecer, intentando descansar y prepararse mentalmente para lo que le pudiera suceder tan pronto como amaneciera.

Pero, no pudo dormir…

Por aquel entonces ya sabrían de su intento de sedición.

Y en plena madrugada, cansado y desesperado, tomó una decisión:

Se levantó de la cama, se puso el uniforme de gala, el de las grandes solemnidades, se colocó sobre el pecho sus cruces, medallas y menciones honoríficas y sonriendo tristemente, ¡se disparó un tiro en la sien derecha!

Fue un lujo innecesario porque el documento que había escrito con su puño y letra, y que tanto le preocupaba, lo había roto Ralf en el coche mientras iba con Macondo a liberar el Penal y el resto de la mochila no contenía nada comprometedor.

El espíritu del hombre es capaz de todo…

 

7

Al día siguiente, el anunciado Consejo de Ministros que se celebró fue, de entrada, tormentoso como pocos. Pero el Presidente ya estaba decidido a no mostrar ninguna debilidad más y a amalgamar totalmente el poder hasta que fuese posible la celebración de las elecciones libres en todas las nacionalidades del planeta.

Por eso, la violenta muerte de Siul, fue una nota sin trascendencia para el Consejo. Muchos habían intuido lo que había tratado de hacer y nadie lo apoyaba ya… ¡Si tenía pocos amigos en vida, tenía menos estando muerto! Así que se limitaron a aprobar una moción que cubriera un entierro discreto… ¡y nada más! ¡Siul ya era historia!

A continuación se ratificó al Comandante de la V División como Ministro de la Guerra y se le invitó a participar en el Consejo a partir de aquel mismo momento.

Después, tras aprobar un aumento de grado para Ralf y un funeral servido con todos los honores de ordenanza, fue él quien propuso, adelantándose al resto del Gobierno, la concesión y entrega pública de la Gran Vara del Padre Enoc con distintivo blanco y hojas de roble, la máxima condecoración del planeta, a nuestros cinco terrestres por su contribución a la liberación del mismo.

La moción fue aprobada por mayoría absoluta y después se pasó a otros asuntos…

 

8

A aquella hora, también reinaba mucha actividad en la habitación de Macondo.

Ocram, al marcharse cada cual a cumplir con sus duros trabajos respectivos, se presentó voluntario para vigilar y encauzar el traslado del plutonio desde la planta local de conversión hasta la nave y, naturalmente, se llevó a Aicila con la excusa de servirse de ella como traductora.

El capitán le dio el necesario permiso sonriendo, pero les recomendó que volviesen a Palacio lo antes posible. Para ello debían limitarse a vigilar bien la carga y el peso del material pues no tenían tiempo de acompañarlo hasta la lanzadera. Más tarde, cuando fuese el momento, deberían cuidarse de que lo almacenasen en la sala del reactor y lo dejasen listo para ser usado como comestible. También le dijo a Ocram en un aparte que quería poder marchar a cualquier hora del día o de la noche, pues sabía que él tenía preparada la derrota que les haría recuperar la ruta perdida… ¡y poco o nada les retenía allí!

El teniente asintió con un gesto inapreciable de cabeza y cuando la pareja se fue con los soldados que debían cubrir el traslado del material, Amaranta no pudo dejar de exclamar:

—Son tal para cual, ¿no crees…? ¿Qué va a ser de ella cuando os vayáis?— pero en realidad también preguntaba por su suerte.

Macondo lo comprendió así:

—Es un problema que deben resolver por sí solos. De todas formas, y tal como están las cosas, sería letal para Aicila, o para cualquiera de vosotros, si pretendiera volar. Ya sabes lo que quiero decir…

—¿Te refieres a la enfermedad del vuelo?

—Sí.

—Pues, mira. He pensado mucho en ello porque también quiero ir contigo.

—Amaranta…

—Nada. Ahora mismo estoy esperando las conclusiones de Solrac.

—Amaranta, querida. Deberías considerar tu decisión.

—¿No me aceptarían en la Tierra?

—Sí, desde luego. No se trata de eso… Como todos los que llegan allí por primera vez, deberías pasar por un tratamiento preventivo que no tiene ninguna dificultad y podrías integrarte en la sociedad con todo merecimiento, pero…

—¿Ya no me quieres?

—¡Claro que sí!

—¿Tienes miedo de compararme con tu mujer?

—¡No, ya no me acuerdo de ella!

—Sé que no es verdad, pero si me concedes el tiempo suficiente, ¡lo conseguiré!

—Amaranta, sabes que yo quisiera llevarte y que haré lo imposible por conseguirlo, pero ahora aún no sé si podrás resistir el vuelo. Además, debes tener en cuenta que es posible que no vayamos a la Tierra todavía porque hemos de terminar nuestra misión original. Es decir, todo está en contra. De todas formas, quiero que sepas que si ahora mismo no puedes venir conmigo, volveré a buscarte con los medios y medicinas suficientes.

—Debes intentarlo… Me imagino que yo puedo ayudarte en tu gestión espacial por las noches de la espiral. Aún no sé cómo vuestro Alto Mando no ha caído en la cuenta de que necesitáis mujeres para llevar a cabo esos viajes tan largos y empresas tan arriesgadas.

—Pues…

—Lo que sí sé es que no voy a dejarte ni de día ni de noche; así que, me enrolaré en el DEE y hasta conseguiré ser de tu tripulación.

Macondo sonrió al abrazarla y comprender que ella no caería en los mismos errores que su exmujer, pero era muy difícil que sus jefes la dejasen ir con él. Lo sentía por Ocram y por él mismo… Claro que el teniente le había dicho que se quedaría en aquel planeta con Aicila si no podía llevársela. Desde luego era un problema difícil, pero permitir que se embarcasen sin más ni más, y sin saber si podrían superarlo, ¡era un crimen! En cualquier caso, iba a esperar el parecer de Solrac, quien, ahora mismo, estaba en el Hospital Principal de la misma capital luchando por encontrar una solución.

La llamada por el vídeo teléfono vino a salvarles de la tirante situación que ninguno de los dos se atrevía a enfocar de frente, aunque ambos sabían que, aparte de Solrac y de su estudio final, los dos habían tomado ya una decisión al respecto.

El que llamaba era Nauj:

Después de la reunión que habían tenido a las ocho de la mañana en la sala de Macondo, había demostrado un interés muy especial en estudiar las raíces del idioma del planeta puesto que, aquella noche, no había podido aún descifrar el escrito de la cueva. Por eso quiso ir a la Biblioteca Nacional tan pronto como hubo llevado a cabo todos los trabajos ordenados y distribuidos por Macondo.

Amaranta, previendo que el asiático podría tener alguna dificultad en hacerse comprender por los cerrados y duros funcionarios del centro cultural, apuntó la posibilidad de requerir los servicios del filólogo que habían conocido en la cárcel, pues era uno de los mejores de la capital. Nauj aceptó complacido la sugerencia y una vez localizado y explicado lo que se quería de él, se fueron los dos a la biblioteca. Y allí, en la sala de códices, rollos y escritos antiguos pasaron mucho tiempo ocupados en descifrar el texto de la caverna y transcribirlo al idioma moderno.

—¡Capitán! —decía Nauj en aquellos momentos a través de la vídeo conferencia—. ¡Lo que copiasteis de aquella fría pared es una frase que parece una clara premonición sobre tu persona…! ¿Te la leo?

—Hombre, ¡claro!

—Atiende, dice así: “Tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu heredad en el fin de los días.” ¿Qué te parece?

—Sí, es extraño. Pero, ¿por qué dices que tiene que ver conmigo?

—¡Je! Bueno, pues, la cita es del libro de Daniel.

—¿De quién…? ¿No será…?

—¡Sí, es del Antiguo Testamento bíblico, ya sabes!

—¡Extraordinario!

—Pues, eso no es todo. Hemos encontrado un códice que contiene el libro mosaico del Génesis, bastante bien conservado y parece escrito en el mismo idioma de la frase copiada.

—Ya, por eso habéis podido traducirla.

—Claro. Como quiera que me sé de memoria el primer versículo del libro que dice: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”, nos ha servido de mucho para aclarar la nota y determinar sus ancestros…

—¿Y?

—¡Estoy en situación de asegurar que somos hijos de una misma creación!

—¿Estás seguro?

—¡Sí, y aún hay más! Mi compañero, el filólogo, me ha llamado la atención sobre el fiel capítulo cinco, versículo veinticuatro… ¿Sabes que dice?

—Pues, de memoria, no…

—Ahí va eso, que dice: “Caminó, pues, Enoc con Dios y desapareció, porque Dios lo llevó consigo.” ¿Eh, qué tal?

—Pues…

—Esta gente pretende creer que cuando Enoc se fue o desapareció de nuestra Tierra en un carro de fuego vino a profetizar aquí el advenimiento de Cristo y a predicar su plan de salvación. Y dejó tanta huella que los dirigentes de aquella época pusieron su nombre al planeta y ellos se consideraron “enocitas”.

—Sí, eso explicaría muchas cosas.

—Además, he descubierto que tienen muchas leyendas basadas en nuestro patriarca, de las que sobresale una por derecho propio, pues habla de una segunda venida acompañando al Hijo de Dios en la misma nave de fuego. Por eso, al ver los revoloteos de la nave de loco de Esoj, el Imperio se rindió sin lucha. No hay otra razón. ¿Qué te parece?

—¡Qué es posible! Mira, recoge toda la información que puedas para nuestro centro de datos terrestre.

—De acuerdo.

—Oye, estamos invitados a una fiesta celebración con el Presidente y el Gobierno en pleno. ¡Así que no faltes y procura estar a tiempo!

—Enterado. Voy a quedarme aquí un rato más, pero no te preocupes, no faltaré.

—Pues, ¡hasta luego!

—¡Adiós! ¡Adiós, Amaranta…! ¿Se sabe ya algo de los estudios de Solrac?

—¡No, aún no!

—¡Adiós, Nauj! —se despidió también la chica—. ¡te felicito por el éxito de tus averiguaciones!

—¡Bah, no tiene importancia…! Macondo, voy a solicitar permiso al director del centro para que me deje grabar todo lo necesario.

—¡Bien! Nauj, lo que has descubierto dejará estupefactos a los terrestres que han tratado de monopolizar a Dios a lo largo de las eras.

—En efecto. ¡Hasta la vista!

—¡Adiós… y no tardes!— pero la pantalla ya se había apagado.

—Parece muy interesado en su trabajo— dijo ella.

—Sí, aunque lo suyo es la antropología no deja de bucear en otros campos afines…

A pesar de que se extendieron en considerandos acerca del origen del planeta y la fuerte influencia que pudo haber tenido el patriarca Enoc en la evangelización del mismo, estaban realmente pensando en Solrac y en el resultado de sus investigaciones.

¡Se estaba acercando la hora para la recepción oficial y el oceánico no había dado señales de vida!

Quién sí llamó, y muy excitado por cierto, fue Leugim y lo hizo a través del intercomunicador:

—¡Atención, Macondo! ¡Atención, Macondo! Aquí Leugim, ¿me recibes? ¡Cambio!

—¡Hola! ¿Por qué estás tan nervioso?

—¡Estoy en la sala de Física de la Universidad Central y he hablado con varios sabios…!

—¿Y?

—¿Les he expuesto nuestro problema!

—¿A qué problema en concreto te refieres?

—¡Vamos, capitán! ¿Cuál va a ser? ¡El de las mujeres! ¡Las nuestras! —la pareja pareció interesarse en el acto por el torrente de palabras que vomitaba aquel aparato electrónico—. Hemos llegado a la conclusión de que Ralf y sus hombres se pusieron enfermos porque viajaron en la nave sin cascos presurizados, ¿me explico?

—¡Muy mal!

—Sí hombre, si. Mira, ellos siempre estuvieron respirando su atmósfera ambiente.

—Pero nosotros también lo hicimos y no nos pasó nada.

—¡Tranquilo, tranquilo, ya lo tengo en cuenta! Recuerda que nuestra sangre es algo diferente… Con permiso de Solrac, ¡creo que tengo la solución!

—Venga…

—¿Estás seguro de querer saberlo?

—¡Habla ya, condenado!

—¡Ya voy, ya voy…! Si ponemos a nuestras mujeres en cabinas estancas durante el vuelo celeste y mantenemos la presión atmosférica igual a la que soportan al nivel del suelo, ¡no pueden correr peligro!

—¡Rayos, es cierto!

—¿De verdad? ¿No estarás bromeando?

—¡No Amaranta, no! Mas tarde, en la Tierra, podríamos regenerar vuestra sangre… ¡y listo!

—¡Gracias a Dios!

—Muy bien, Leugim. ¡El plan es realizable!

—¡Sí, ya lo sabía! Además, para estar seguros, podemos simular las condiciones de vuelo en este laboratorio. Mira, tienen centrifugadoras, compresores y túneles de viento. ¡No sé por qué, pero el caso es que aquí hay más material que en muchas universidades de la Tierra! Así que si la cosa no fuera lo bien que esperamos, siempre estaríamos a tiempo de cambiar de programa…

—¡Estupendo! Mira, durante la recepción oficial de hoy podremos ultimar los detalles y poner manos a la obra.

—Está bien, ¡hasta pronto!— y cortó la comunicación.

—Parece que podrás venir conmigo— dijo Macondo.

—Iba a ir de todas las maneras —le contestó Amaranta, sonriendo—. Incluso, iba dispuesta a colarme de polizón. Aicila y yo habíamos elaborado un plan en ese sentido.

—¿Habrías sido capaz?

—¡Claro, no iba a dejarte marchar solo!

—Pero, hubieras podido morir.

—¿Qué me importa la vida si no es para quemarla a tu lado? Además, confío en ti y en tus hombres y sabía que encontraríais una solución. No, no podía hacerme la idea de verte marchar tal vez para siempre. A pesar de que hoy nada es nada, necesitamos algo por qué luchar… ¡y me estoy refiriendo en concreto a nosotros dos! Aquí, en mi planeta, se ha cerrado una curva de la espiral, se ha anulado una dictadura, y la historia analizará tu gestión, pero intuyo que otra, u otras, se están abriendo en algún lugar del universo estelar y quiero ayudarte con mi amor a conseguir el bien para cada uno de esos ciclos periódicos de gobiernos sin libertad… En cierta ocasión te pregunté cómo es que Dios permitía las desgracias en el mundo y cómo dejaba que un hombre esclavizase a los demás, ¿recuerdas?

—Sí.

—Hoy sé que no es el Señor, sino el hombre el que ha embrutecido y ensuciado la Creación.

—Sí, en efecto. La pregunta del millón que deberíamos hacernos, es: ¿Por qué hemos causado tanto daño en las galaxias?

—Eso es. ¡Hoy sabemos que el pecado del hombre ha sido el catalizador de males y desgracias!

—Sí otra vez.

—Pues bien, ¡quisiera visitar mundos demostrando a las gentes que Dios, a pesar del pecado, nos ama a todos y a cada uno de nosotros! ¡Y eso sólo lo puedo hacer contigo!

—Claro… Oye, me parece admirable la idea que tienes de Dios.

—¿Es que alguien puede saber de verdad del por qué Dios nos sigue amando a pesar de que le hayamos dado la espalda? ¿Por qué nos ha visitado? ¿Qué ha visto en nosotros para que nos tenga en su memoria?

—Buenas preguntas.

—Pues cada una de las respuestas hace que sea más sencillo amar que ser amado

—Sí, es cierto. ¡Sólo el amor permanece…! Oye, ¿te falta mucho?

—No, ya casi estoy —se estaban vistiendo para la fiesta y el ágape correspondiente en salones continuos, pero con las puertas de paso abiertas de par en par—. ¿Crees que debemos ir?

—Claro, no olvides que la fiesta es para nosotros.

—Sí, pero estoy tan bien a tu lado —Amaranta salió de su estancia luciendo un vestido largo que se ajustaba a su cuerpo como un guante y realzaba sus encantos de forma extraordinaria: Sus hombros, ahora, descubiertos, no eran sino el preludio del amplio escote que evitaba tener que imaginar nada. Luego, al andar, sus torneadas piernas salían a la luz a través de dos graciosos cortes laterales que iban desde la cintura a los pies…— No, no quisiera tener que compartirte con nadie! ¿Me sube la cremallera, por favor?

Y le dio la espalda para facilitarle las cosas.

—Encantado. Oye, ¿de dónde has sacado este vestido?

Macondo, luego de hacer lo que ella le había pedido, le había rodeado el vientre con sus dos manos y la estaba besando en los hombros, en la nuca, en las orejas… Ella, apoyadas las suyas sobre las de él, inclinaba la cabeza hacia atrás y se sentía feliz:

—¿Te gusta?

—Demasiado. ¡Me parece que no vamos a ir a ninguna parte!

—¡No seas tonto! —al fin pudo zafarse del estrecho abrazo y girar sobre sí misma—. Oye, ¡tú tampoco estás nada mal! Ese uniforme de gala te sienta de maravilla. ¡Cuidado con mirar a otras mujeres!

—No tengas miedo. ¡No tengo ojos más que para mirarte a ti!

—¡Ya me cuidaré yo de que así sea…!

El timbrazo de la puerta los sorprendió en un nuevo y cálido abrazo… ¡Sí, Macondo había decidido para bien o para mal que se la llevaría hasta el fin del mundo!

Los dos barbudos guerrilleros se cuadraron al dejarlos pasar por el dintel de la puerta y, además, los escoltaron hasta la gran sala en donde iba a tener lugar el ágape conmemorativo de la victoria.

Allí estaban todos:

Las fuerzas vivas de los militares y los políticos… Los profesionales de los medios de comunicación del Estado, escritores, periodistas, sabios, pintores, científicos y una nutrida representación del resto de las artes, las letras y las ciencias… También asistían amplias comisiones del pueblo llano y hasta de los sindicatos, cuyos miembros no podían estarse quietos e iban de un lugar a otro, viéndolo todo, tocándolo todo… Así, de alguna manera, todos los estratos sociales del planeta estaban representados y engalanados con sus mejores vestimentas: Las medallas y las bandas honoríficas brillaban por doquier, mientras que las joyas y piedras preciosas se crecían en los puntos estratégicos de sus dueñas…

Y en el centro, en medio de la enorme mesa, estaban los terrestres rodeados de un halo de fama y misterio. Las mujeres jóvenes se habían disputado su proximidad en el aperitivo inicial, con la salvedad de Macondo y Ocram, claro está, cuya dependencia de Amaranta y Aicila había sido muy marcada por éstas y respetada por todas. Pero, el resto, parecía estar a sus anchas entre admiradoras contando su viva versión de los hechos con todo lujo de detalles.

Pero no adelantemos acontecimientos, ya que la pareja principal aún no había llegado a la enorme estancia cuyo ambiente parecía tan festivo y sano… Ocram y Aicila destacaban a su vez en su propio grupo. Grupo que estaba compuesto además por la madre de la muchacha, ya restablecida del todo, por el recién nombrado ministro de la Guerra y por el padre de Amaranta. Todos tenían las copas en la mano y estaban ensimismados en sus propias bromas y conversaciones…

De pronto, las voces se apagaron y todas las miradas convergieron en la entrada principal del salón:

Así, de esta forma, ¡Amaranta y Macondo tuvieron un recibimiento apoteósico!

Todos se acercaron a saludarles, todos querían ser los primeros en agasajarles…

Ocram, entre apretones de manos y palmadas en la espalda, informó a su capitán que el raro plutonio estaba en camino hacia la nave. Luego, Solrac le hizo saber por señas que quería hablarle. Pero como estaba bastante separado, Macondo le contestó por el mismo conducto que aguardase hasta tener mejor ocasión.

Mientras estaba hablando con Ocram, Amaranta hizo un aparte con Aicila y le comunicó las buenas nuevas, pero la novia del teniente americano ya estaba al corriente. Es más, dijo que iban a empezar muy pronto el régimen de aclimatación…

Y como no podían seguir hablando debido a tener que atender a tanto invitado, quedaron en verse en la sala habitación de Macondo precisamente cuando éste hacia lo propio con Ocram, indicándole la necesidad de que invitase también a todos sus compañeros.

La recepción transcurrió de forma sana y placentera y a los postres, licores y cafés, el Presidente, después de un discurso cargado de significado, condecoró a cada uno de los terrestres. El capitán Macondo, como oficial de más alta graduación, tuvo el honor de agradecer públicamente tanta deferencia. Hecho lo cual, y aprovechando la buena ocasión, dijo:

—Si me lo permiten, quisiera corregir una injusticia que se hizo en la persona de uno de los míos —mientras hablaba se sacó una estrella del bolsillo del pantalón—. En una ocasión este distintivo fue arrancado en público de la manga del teniente Leugim; y ahora mismo, también en público, quisiera devolvérsela. Teniente…

El africano se levantó, ruborizado hasta las orejas si los negros pueden ruborizarse, y mascullando interjecciones se acercó al capitán y permitió que le colocase el latón en medio de una atronadora salva de aplausos. Y mientras volvía su sitio con la vista y la cabeza gacha, recibió los parabienes y golpecitos en la espalda de los comensales que le impedían la retirada. A pesar de todo, no dejó de observar, desde luego, que Ocram fue uno de los que le felicitaron más efusivamente y eso, para él, sí que tenía valor. Aquel antagonismo inicial que les había separado, había desaparecido de forma definitiva, lo que no dejaría de ser una ventaja para toda la tripulación. Por fin, cuando se sentó, recibió un enérgico codazo de Solrac al ver que no seguía con la mofa, puesto que le había recibido en posición de firmes y saludándole de forma reglamentaria. Pero el negro no se hizo rogar y, con disimulo, le lanzó un zarpazo que, de tocarlo, lo hubiera enviado al reino de los sueños para todo el resto de la velada… claro que el tasmano era muy ágil para su gusto.

El resto de la enorme fiesta transcurrió sin otros incidentes dignos de mención a no ser que, en un momento dado, el padre de Amaranta, se interesó por los planes inmediatos del capitán. Macondo de hombre a hombre, de presunto yerno a suegro, le explicó que sus intenciones no eran otras que casarse con su hija y llevársela al espacio ahora que existía la posibilidad de poderlo hacer sin peligro para su integridad.

Mientras hablaban, el europeo vio por el rabillo del ojo como la mujer se acercaba a ellos interesada al verlos juntos y en animada conversación, pero cuando llegó al rincón que habían escogido los dos para lograr un poco de intimidad, prácticamente ya estaba todo decidido.

Su padre la recibió con los brazos abiertos y Amaranta, adivinando la causa real, le besó en ambas mejillas con efusión.

—“¡Adiós a la idea de retirarme a las montañas rodeado de nietos! —pensó el Presidente—. Pero tal vez esto sea mucho mejor, pues aparte de morir con las botas puestas, sirviendo a mi país, ella será feliz.”

Luego, añadió en voz alta:

—¿Cuándo queréis celebrar la boda?

—¡Cuánto antes!

—Y tú, ¿que dices?

—Lo mismo que ella. Hemos perdido mucho tiempo y debo volver a mi trabajo entre las estrellas.

—Claro. ¿Os parece bien la semana que viene?

—¡Sí!— contestaron a dúo, aunque en la afirmación de Amaranta se notaba una cierta preocupación por el plazo. ¡No iba a tener tiempo de prepararlo todo como era su deseo, pero comprendió las razones de Macondo!

Mas, dijo:

—Papá, he hablado con mi amiga Aicila y por ella sé que Ocram también quiere casarse antes de marchar… ¡Creo que podríamos organizar una doble boda!

—Lo que quieras.

—Haremos otra gran fiesta.

—Yo quisiera una ceremonia sencilla.

—¡Espera, espera! Ya que no podré gozar de vuestra compañía, al menos de una forma continuada, dejarme la organización a mi cargo. Tu querida madre habría querido que este día fuese el más importante de nuestras vidas y no puedo defraudar su memoria. Así que, si no tenéis más inconveniente, dejarme hacer tal y como ella lo hubiera hecho.

—Está bien.

—Está bien, papá.

Luego, el anciano Presidente, llamó la atención de todos los presentes y les dio la noticia, por lo que enseguida, volvieron a prodigarse los parabienes y felicitaciones entre los asistentes, aunque esta vez sus receptores fueron las dos parejas de enamorados…

Cuando por fin se retiraron a sus habitaciones, Macondo estaba cansado de tanta fiesta y boato. Estaba visto que nunca se acostumbraría a la vida cortesana… Y se acostó vestido encima de la cama tratando de ordenar bien sus pensamientos mientras oía como Amaranta se movía en la cocina prepararlo algo para cuando viniesen sus amigos. Lo último que recordó antes de dormirse es que tenía el convencimiento de que ya no podría vivir sin ella. Es curioso, él que siempre había creído que nunca podría olvidarse de Roma, no la echaba a faltar en absoluto. Es más, ya no sentía nada de nada cuando ocasionalmente pensaba en ella. ¡Roma pertenecía al pasado y a un pasado muy lejano…! Pero, ¿qué era aquello? ¿Es que el amor no era eterno o es que no la había amado nunca…? La verdad es que no se sentía con fuerzas para tener un coloquio mental sobre el tema; aunque le bastó con saber que, al final, el amor que sentía por Amaranta era más vivo, real, fresco y consciente. ¡Jamás pensó en volverlo a sentir cuando estaba firmando el acta judicial por la que concedía la libertad a su exmujer! Pero allí estaba. Lo que empieza bien, acaba bien. Se sentía a gusto, completo, feliz. Sí, decididamente, haría lo imposible para llevarse a Amaranta consigo y no iba a dejarla ni en la Tierra ni en ningún otro planeta del universo entero a pesar de que pudiese contravenir las ordenanzas…

¡Era ya parte de sí mismo y así debía seguir hasta el fin de los tiempos!

 

9

Cuando despertó oyó bullicio en el salón comedor y al salir vio que estaban todos, de pie o sentados, con una copa en la mano:

—¡Buenas noches! Perdonar…

Amaranta corrió a darle un beso mientras los demás se reían a gusto.

—¡Vaya! —dijo Leugim a Solrac, lo suficientemente alto para que todos se enterasen—. Parece que el capitán está muy cansado estos días.

Todos volvieron a reírse más por efecto que causó la puya que por la misma en sí. Por eso, la mirada que le dedicó Macondo era de las que llenan las fosas de los cementerios.

—¡Ya está bien de cachondeo! —el capitán cogió la copa que le entregaba una de las mujeres y se arrellanó en su sillón preferido—. Solrac, ¿tienes algo que decirnos?

—Sí, sí, hemos estado comentado la idea de Leugim y creemos poder aplicarla. Así que hemos pensado que cuando Ocram vaya mañana a la nave para supervisar el acondicionamiento del plutonio, se llevará a Nauj con el fin de preparar las cámaras presurizadas; es decir, si tú no tienes nada que objetar.

—Os habéis vuelto todos muy modosos de golpe. Claro que estoy de acuerdo. Debemos tener la nave lista para marchar en cualquier momento después de la boda… ¡Ah, teniente!

—¿Qué teniente…? Recuerda que ahora somos dos— dijo Leugim lentamente.

—Me refiero a Ocram, ¡está claro!

—Hombre, ¡gracias!

—Ya hablaremos tú y yo más tarde.

—Sí, mi capitán.

—No le hagas caso. Dime, ¿qué querías?

—Cuando llegues a la nave, envía un cable a la Tierra para explicar nuestras andanzas a grandes rasgos…

—A estas horas lo sabrán todo —interrumpió el africano, mordaz—. ¡Esoj no tiene pelos en la lengua!

—¿Quieres callarte? Ocram, pregunta también si hemos de ir a nuestro primer objetivo o volver a la base.

—Claro, lo haré con mucho gusto. Sé que es un tema que te preocupa y tal y como quedamos el otro día, llamaré en cuanto llegue al Eolo Cuarto.

—¡Vamos a preparar algo para picar!— dijeron las mujeres en el preciso momento en que la conversación parecía languidecer, y se fueron dejando a los hombres con sus problemas.

Así, cuando Macondo las vio salir, se encaró con el oceánico:

—¿Que has descubierto?

—Pues…

—¡Venga, explícate sin rodeos y con claridad!

—Pues, poca cosa más… Mira, estoy totalmente seguro de que el problema tiene como base a la gravedad y a la sangre de los habitantes del planeta.

—¿Y…?

–—a solución es sencilla y no hace falta esperar a estar en la Tierra… ¡Propongo cambiar su sangre de manera inmediata, incluso antes de la boda! Claro que necesitaré donantes…

—¡Cuenta conmigo!

—¡Y conmigo!

—¡Y con todos!

—Está bien. Podemos ayudar los cinco, puesto que será necesario. Mañana mismo haremos una prueba por si hay algún rechazo y si va bien, empezaremos enseguida.

—De acuerdo.

—¿Las tienes que vaciar como si fueran una botella? Quiero decir, ¿hay que sacarles toda la sangre?

—No hombre, no. Debemos conseguir que la suya se equilibre a la nuestra hasta el punto en que las cantidades de sodio y potasio sean las mismas. Algo más tarde las someteremos a sendos bombardeos de iones en los raros reactores del Hospital Central para consolidar la rápida asimilación de las transfusiones. Y en caso de no poder terminar el programa, lo podremos reanudar en la nave… Espero que todo nos vaya bien y que no tengamos que recurrir a los susceptibles laboratorios de la Tierra, ¿me explico?

—Perfectamente, ¿alguna cosa más?

—Por mi parte, no.

—Y tú, Nauj, ¿tienes algo que decirnos?

—Pues… a mí me queda mucho por aprender.

—Ya.

—No, en serio, quiero decir que iniciado en los principios de la lengua local, ya la hablo con soltura y hasta con perfección, si me permitís cierta modestia y si hago caso de la opinión del filólogo que tanto nos ha ayudado, pero me faltan horas para abarcar tanto conocimiento. Mirar, no puedo bucear en el origen del idioma iota, pero sus raíces no difieren de las nuestras… ¡Supongo que será debido a que tienen el mismo principio!

La entrada de las mujeres llevando bandejas de canapés y bocadillos, cortó la seria conversación, la cual, mientras picoteaban, se hizo como más banal e intrascendente.

 

10

Durante los tres días siguientes, la actividad de todos los terrestres fue demencial:

Macondo estuvo presente en la restauración del llamado Parlamento democrático, en la ratificación del Gobierno de Concentración Nacional, compuesto por varios antiguos ministros y nuevos personajes de todas las tendencias, además, fue testigo ideal de las primeras deliberaciones del mismo. Así, oyó muy complacido como el padre de Amaranta pedía que el poder ejecutivo recayese sobre el gobierno en pleno y no sobre él, u otra persona que le pudiera suceder, para evitar la posibilidad de que fuese dominado o ejercido por un hombre solo.

La moción fue aprobada por unanimidad.

También se acordó celebrar elecciones libres en el plazo máximo de dos años y, en ese sentido, se fomentaría la creación de partidos de distintos y variados espectros para que toda la gente pudiera acostumbrarse al juego trascendental de la política.

El capitán terrestre tuvo interés en insinuar estas ideas e, incluso, en calidad de observador autorizado, propuso enviar expertos de la Tierra para que les ayudasen en la restauración político nacional, en la repoblación forestal, en fertilizar los campos y en descubrir fuentes de riqueza que fuesen capaces de conseguir un mejor nivel de vida para todos los enocitas sin distinción.

Todos estuvieron de acuerdo… El ambiente en general era distendido y alegre. Estaban estrenando libertad y eso no es algo que se haga todos los días. Así que rogaron a Macondo, oficialmente, que se pusiese en contacto con el Gobierno de la Tierra y les pidiese los observadores y técnicos que creyese necesarios, siempre y cuando se comprometiesen a no ingerir en los asuntos internos del Estado. Más tarde, cuando ellos mismos fuesen capaces de mejorar su mundo, pedirían el ingreso en la Sociedad de los Planetas y aportarían dinero, hombres y material al Departamento del Espacio Exterior…

 

11

Ocram, por su parte, la madrugada del primer día, había partido hacia la nave acompañado por Nauj y por dos de los guerrilleros de su confianza.

Habían utilizado un transporte de superficie hasta llegar al pueblo en el que habían salido al exterior cuando se dirigían hacia la capital. Allí, localizaron la falsa bodega y bajaron al túnel en el que habían aparcado y camuflado los vehículos especiales. Tomaron uno de ellos y a gran velocidad angular se desplazaron hacia el volcán… Tanto es así, que llegaron antes que el lento camión articulado de superficie que llevaba el material fusible.

Por eso tuvieron tiempo de preparar su recepción.

Y cuando la carga llegó por fin, la acondicionaron con grandes trabajos y, después, comprobaron su actividad en el reactor:

¡Todos los controles señalaban fusión máxima!

Por eso, el ansiado combustible había dejado de ser un problema.

Luego, mientras Ocram se dedicaba al intercambio de vídeo cables con la Tierra, Nauj tuvo tiempo de preparar las dos cápsulas especiales para el viaje de Amaranta y Aicila. Impulsado por una corazonada, preparó también sendas escafandras, trajes plateados y sus equipos, para que pudieran deambular por el interior de la nave durante los periodos de tiempo que toleraran sus organismos. Ajustó los dos cascos con la cantidad exacta de oxígeno, humedad y presión de Thuban y dio por listo su trabajo… Si sus cálculos eran adecuados, sólo tendrían que estar acostadas en las cámaras de vacío durante el despegue o el aterrizaje de la nave, y aun eso a causa de la falta de sillones adecuados.

Entonces, el teniente lo llamó con urgencia al puente y le entregó un claro mensaje de la Tierra que el teletipo había guardado almacenado en la memoria:

Iba dirigido al soldado de primera clase Nauj, del Eolo IV, y en él se comunicaba que una chica de ojos oblicuos se había presentado en el mando del DEE con una niña en los brazos asegurando que el antropólogo chino era su padre… También le preguntaban si estaba de acuerdo para anotar en su ficha el acontecimiento y de paso, qué cuándo podría presentarse en el Hospital Central para ver el ADN y hacerse la vasectomía. De todas formas, la eficiente policía de todos los astropuertos ya tenía sus datos antropomorfos para obligarle a cumplir la ley tan pronto como apareciese…

A Nauj, nada de esto le importó:

—“¡Qué se vayan al infierno con su control de natalidad!”

Entornó los ojos un momento recordando el jardín y su casita de madera y estuvo totalmente de acuerdo de cumplir cualquier ley con tal de reconocer aquella hija y volver a ver y estar con su madre.

Ocram le felicitó efusivamente tan pronto supo la noticia y cuando confirmó a la base Tierra la situación exacta de la nave, envió también la señal en clave de Nauj para reconocer a la recién nacida… Los dos sabían que, a partir de aquel momento, la niña y su madre quedarían bajo la protección del DEE en espera de su regreso, aunque después le cobrarían los gastos.

Luego informaron a la central de lo que había pasado y allí, después de comparar el informe paralelo de Esoj, les recomendaron elaborar un informe oficial completo, el cual debían presentar personalmente al alto mando del DEE tan pronto como fuese posible. Ocram comunicó que así lo harían, y ante su pregunta de si debían ir a cumplir la misión original se le contestó que aquella era aún la orden vigente para la nave Eolo IV y que, por lo tanto, debían obedecerla si no querían incurrir en desacato… ¡y de paso, provocar una mancha en el expediente de Macondo!

El teniente radió el enterado e hizo saber que harían su trabajo lo mejor que pudieran…

Después se atrevió a informar que iban a llevarse con ellos a dos mujeres en calidad de esposas:

El oficial que estaba ante el receptor de la Tierra soltó un exabrupto intraducible y pensó que aquella contingencia debiera estar prohibida, entre otras cosas y al margen de las normas, porque en el planeta habían cinco mujeres por cada hombre y si algún terrestre quería casarse algún día debía hacerlo con una de ellas… Pero, al final, como aquel no era su problema, transmitió a su vez el enterado final añadiendo que comunicaría la extraña novedad al Jefe de Personal para que lo tuviese en cuenta a todos los efectos. Luego, a regañadientes, felicitó a Ocram y le rogó que hiciese lo propio con Macondo. Y tras recordarle la necesidad que tenían de contactar con la base más a menudo, cortó la comunicación.

Seguidamente, Ocram usó la radio normal para informar a Macondo de toda la conversación sostenida con el Alto Mando terrestre y éste, al enterarse de que todo estaba en orden, les ordenó regresar a la capital.

 

12

Cuando Ocram y Nauj llegaron a la ciudad se enteraron de que las mujeres habían respondido bien al tratamiento de sodio y potasio, al bombardeo de los iones y que, en consecuencia, no había signo alguno de rechazo en la transfusión sanguínea.

Es más, los estaban esperando a los dos para que aportasen su propia cantidad.

Pronto estuvieron todos juntos y descansando.

Se pasaron el tiempo felicitando a Nauj por su reciente paternidad y comentando su propio futuro… Así, se barajó la posibilidad de que, en un viaje más o menos próximo, pudieran llevarse al padre de Amaranta a su casa de la Tierra, ya jubilado de la política, para que, de alguna manera, pudiera terminar sus días al lado de su hija y de sus fieles amigos. Todos se alegraron de realizar el sueño de aquel hombre… ¡aunque fuese distinto el decorado de las montañas!

Cuando el Presidente se enteró de aquel plan, aceptó enseguida y se interesó por el tratamiento a seguir.

Cuando volvieran por él, ¡estaría preparado!

 

13

La boda de las dos parejas fue un acontecimiento que sería recordado durante mucho tiempo en la prensa del corazón y en los anales sociales de la capital:

Las novias lucían galas confeccionadas al efecto y los galanes, sus impecables uniformes plateados de las vivas y doradas estrellas adornados con las condecoraciones de cada cual. Después de la ceremonia, sólo civil, y por deseo expreso de Amaranta, hicieron una visita al archivo necrológico en donde se guardaban las cenizas de Ralf y tuvieron un pensamiento en su memoria. A ella le era difícil olvidar el amor de aquel hombre y una fugaz lágrima le empezó a resbalar por la mejilla… Pero no llegó a perderse porque fue restañada a tiempo por un beso de su flamante marido…

Luego, poco a poco, la hizo salir del tanatorio museístico y subieron al vehículo que los llevó sin más paradas al lugar acordado para el banquete nupcial donde todos les estaban esperando desde hacía mucho rato.

 

14

El día escogido para la partida amaneció gris y anodino, aunque este hecho no debió de importarles demasiado por cuanto todos estaban ya en el volcán despidiéndose y ultimando detalles.

Por fin, después de varias idas y venidas, la nave estuvo lista y a punto de ser usada…

Entonces surgió el problema de la madre de Aicila que, enterada de que tal vez volviesen algún día para recoger al Presidente, quiso que Ocram le prometiese lo mismo… Cuando lo consiguió, pareció estar tranquila, y aún más cuando oyó decir al padre de Amaranta que estaría bajo su protección personal mientras no viniesen a buscarlos a los dos. Entonces, se sumó a la despedida general.

Cumplidos todos los requisitos, las dos mujeres y los cinco terrestres subieron a la lanzadera espacial, yendo Macondo en el último lugar como era normal y preceptivo: Retiró la escalera, cerró la puerta exterior, se colocó el casco, encendió la luz verde y la compuerta interior se abrió dejándole pasar. Ya dentro de la cámara, accionó el pulsador que la cerraba herméticamente…

Amaranta y Aicila aún tuvieron tiempo de saludar a sus familiares a través de las troneras laterales, pero cuando el capitán llegó a su altura, las obligó a acostarse en sus cámaras, ajustó los mandos y se aprestó a la partida.

Leugim cerró todas las compuertas.

Luego accionó los potentes compresores para conseguir la adecuada presión de la cabina de mando y cuando las agujas revelaron el dígito adecuado, hizo un vivo signo de suerte a las mujeres, a sus compañeros… ¡y se sentó en su propio sillón!

Todos sincronizaron los relojes con los números del panel central.

El despegue tendría lugar a la hora menos cincuenta minutos, tiempo indispensable para que se alejasen todos los que les habían ido a despedir.

Pero ellos no iban a descansar:

Cada uno en su sillón estaba enfrascado en su propio trabajo.

La hora menos cuarenta minutos…

Se repasaban datos, se barajaban cifras.

La hora menos treinta minutos…

Macondo ordenó situar la derrota en la bitácora. Al cabo de unos segundos, Ocram contestó:

—¡Ya! Cero grados, doce minutos y catorce segundos de latitud este con relación a la estrella Polar del sistema central. ¡Derrota fija!

—¡Confirmado, capitán!— aseveró Leugim.

La hora menos veinte minutos…

Macondo miró con calma a su alrededor y encendió los motores liberando la primera energía.

La hora menos diez minutos…

Los duros decibelios burbujeaban en el volcán incapaz de retener tanta potencia.

La hora menos cinco minutos…

Entonces Macondo ordenó situar los sillones en posición de despegue con lo que se accionaron los cinturones de seguridad inmovilizando sin piedad sus cuerpos, haciendo que se encogieran corazones y se bloquearan mentes…

¡A la hora en punto, Macondo, tras dedicar una mirada a la cápsula que contenía el cuerpo de Amaranta, soltó el freno y con mano firme dirigió la nave hacia las estrellas, hacia el posible encuentro con otra noche de la espiral galáctica…!

 

 

 

 

081573

  Barcelona, 8 de diciembre de 2000

———

ÍNDICE

Primera noche 1

Segunda noche 7

Tercera noche 15

Cuarta noche 23

Quinta noche 31

Sexta noche 40

Séptima noche 48

Octava noche 58

Novena noche 65

Décima noche 75

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FICHA TÉCNICA:

MACONDO.

Europeo.

Capitán y comandante del Eolo IV,

cosmonave de la Tierra.

Divorciado de Roma.

Casado con Amaranta, hija del Presidente de los

enocitas en el exilio.

OCRAM.

Americano.

Teniente del Eolo IV.

Matemático.

Navegante casado con Aicila,

hija de una guerrillera iota.

LEUGIM.

Africano y negro.

Teniente.

Astrónomo

NAUJ:

Asiático.

Piloto responsable del vídeo y de las transmisiones

de la nave.

Antropólogo.

Informático.

Soltero, pero padre de una niña china.

SOLRAC.

Oceánico de Tasmania.

Cronógrafo.

Biólogo.

Aspirante a médico.

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LAS NOCHES

DE LA

ESPIRAL

081573

bou14

8.12.2000