6.1 LOS LAMENTOS

Seis de enero

Sal. 48

No hay día en que no nos lamentemos por alguna cosa. Los hacemos por todo: por las noticias que oímos, leemos o vemos, por el trabajo o por la falta de él, por la suerte, por la familia… ¡por todo! Sin embargo, cuando uno tiene la oportunidad de respirar hondo, cuando uno se para oír, se mira hacia sí mismo, puede pensar y descansar en Dios; mejor, cuando uno se para y respira, piensa en Dios.

De manera que sabiendo donde está el descanso, el oasis, no tenemos excusa si no vamos en su busca, si no nos desconectamos de la servidumbre del mundo. Es un hecho real que muchos de nosotros vamos a nuestra iglesia a descansar, a respirar hondo, a oxigenarnos, a cargar las pilas… Eso está bien. Pero mientras participamos en el culto debemos pasar de los trabajos, olvidarnos de nuestros problemas, superar todos los tragos amargos y hasta ignorar nuestros más recientes fracasos. Estamos en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo, en la ciudad del gran Rey, y debemos dedicar nuestro tiempo real a alabarlo y a ponernos a sus pies para que su voluntad sea manifiesta, entendida y practicada en nuestras vidas.

Cuando uno repara en las bendiciones del Señor llega a pensar que tiene un buen aliado. Sí, en efecto, sin tener derecho a nada, Dios Padre guarda memoria de nosotros y nos bendice, prospera y protege. Cuando pensamos en Él, vemos su justicia, v. 10, que es todo lo contrario de lo que vemos cada día en esta tierra; cuando reparamos en sus obras y en lo que ha sido capaz de realizar en nosotros, ningún lamento puede desanimarnos hasta el punto de creer que estamos solos y abandonados. Sabemos que el Señor nos guiará hasta más allá de la muerte física, v. 14; entonces, ¿tenemos derecho a lamentarnos? Si sabemos también que nadie ni nada nos puede separar de su amor, Rom. 8:35-39, ¿aún tenemos derecho a lamentarnos?

Otra razón de peso que debiera bastar para no lamentarnos es el hecho de saber que el Señor quiere que vivamos, Eze. 18:32, y que lo hagamos sin lamentos. No podemos decir que ya estamos a salvo de cualquier mal irreparable y caminar como si fuésemos vulnerables a las desgracias, a las zancadillas de los demás y a los vaivenes de la fortuna. Es verdad que mientras estemos en este valle de lágrimas nos puede alcanzar el desánimo, la apatía o la inseguridad, pero no al precio de lamentar nuestra suerte o un posible abandono divino. Dios nos cuida, nos quiere bien y si andamos en su voluntad nos bendecirá, por lo que no tenemos ningún derecho a lamentar nuestro estado.

Debiéramos revisar, pues, nuestro enfoque de las cosas de cada día y no sólo para dar ejemplo. Somos los primer beneficiarios del plan del Señor para el mundo y debemos dar testimonio de que vivir como El quiere es una buena manera de hacerlo y que, además, es la única que acepta. Las rosas las da el rosal y aunque existen de plástico o de cualquier otro material, sólo las auténticas son naturales. No nos engañemos. El mundo, al que intentamos traer a los pies de Jesucristo gracias a nuestro testimonio, no se merece ser testigo de nuestros lamentos, no puede cogernos en un renuncio sin sufrir un desengaño. Somos cristianos alegres que sabemos bien quiénes éramos sin Dios y a dónde nos dirigimos con Él y no podemos lamentarnos por el roce de las piedras del camino de la vida eterna.