CON UN MISMO COMÚN DENOMINADOR

 


La primera versión de esta novela se terminó

de escribir el 10 de septiembre de 1964

para concursar en el premio literario

Elisenda de Montcada

de la revista Garbo,

y llegó a ser finalista.

Revisada en Alicante el 7 de octubre de 1984.

Revisada nuevamente en Barcelona

el 14 de mayo de 1986

para el concurso internacional de novela

de la Casa Bautista de Publicaciones,

con el tema:

«Temas de actualidad hispana.»

Revisada otra vez en Barcelona

desde el 1 de septiembre de 1988

al 17 de julio de 1989.

Copia electrónica (existen dos versiones más,

a saber: 110497 de octubre de 1984

y 110882 de julio de 1989).

111574

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«…a Carlos, al gran hombre que, sintiéndose parte de UN MISMO COMÚN DENOMINADOR, colabora con ahínco en mantener la paz y la democracia en un Estado que lo acepta sin tener en cuenta las circunstancias pasadas.»

 

 

 

 

Barcelona, 16 de abril de 2000

———

PRIMER NUMERADOR

 CARLOS

  1

La calleja no tenía nada de extraordinario, como no fuese el hecho de que servía de unión a dos de las calles más típicas de la ciudad.

A una de ellas, a la principal, la saludaba con un gran y ornamentado arco de piedra caliza repleto de unas figuras trazadas a cincel que quizá sirvió en su día para lucir y embellecer la entrada de la calle vecinal, pero que ahora sólo conseguía dar al conjunto un aspecto de vaguedad y vulgaridad muy corrientes. Claro que, por decir algo en su defensa, aquellos engendros parecían estar hechos en los ratos de ocio de un artista mediocre. Esto, unido al hecho de que estaba sucio y mal cuidado, ya nos puede dar idea del abandono en que se encontraba y del poco interés de los vecinos por mantener el orgullo original de blasón del barrio. Desde luego, falta decir que el arco estaba ubicado a una altura considerable y que, por lo tanto resultaba inaccesible para los medios normales de limpieza. Quizá lo pusieron así para dejar entrar los carros y galeras de los cuatro ricos del barrio portuario… Además, ya no era o pertenecía a ningún ciudadano en particular, sino al real Ayuntamiento y entre la desidia de unos y la impotencia del otro, al conjunto arquitectónico del siglo XVI dejaba mucho que desear.

No obstante, con buena vista y sin nada de bruma del cercano puerto, aún podían adivinarse, entre las figuras medio borradas por la erosión, a una que sobresalía por derecho propio en el mismísimo centro del arco:

¡Era una especie de estatua alegórica compuesta por una cabeza y un torso desnudo de mujer, cuya alada espalda parecía retar orgullosamente al aire cargado de humedad, salitre y yodo!

A lo mejor, el artista quiso simbolizar con ella el espíritu movedizo, marinero, aventurero y volátil de los habitantes del barrio… Tal vez quiso rememorar muchas glorias pasadas contagiado por el cercano monumento a Colón o las Reales Atarazanas…

No lo sabemos.

Una vez franqueado el arco en cuestión, no sin recelo, la verdad, pues parece que vaya a caerse de un momento a otro encima de nuestra cabeza, nos encontramos en una estrecha calleja, medio emparedados por la proximidad de las fachadas mugrientas, descorchadas, torcidas y sucias que se levantaban hasta un cielo medio gris, altamente polucionado.

Lo primero que nos llama la atención es su pavimento, bien formado por grandes losas apizarradas que siguen caprichosamente unas líneas más o menos geométricas, las cuales están salpicadas de trecho en trecho por modestos, baratos y vulgares adoquines, como dando la impresión de que el que hizo las reparaciones le tenía sin cuidado la originalidad del firme primitivo. Luego podremos comprobar que las casas, erigidas en el límite mismo de la calzada, sin el consuelo de acera alguna, eran tan viejas como el arco que las unía y hermanaba por el extremo narrado… En aquel momento, a aquella hora, aparecían destartaladas y ni siquiera la pátina de sus paredes de piedra, ladrillo y hasta adobe, según fuesen los pisos, podía disimular la sensación de ahogo, angustia, miedo y claustrofobia que uno sentía al adentrarse en la calle. Tal vez influyera el hecho de que era sinuosa y estrecha y que el horizonte se perdía fácilmente entre la ropa tendida y los viejos cables eléctricos de la primera generación que la cosían una y otra vez.

Si uno presta la debida atención al murmullo casi irreal e indescriptible, puede adivinar que tras las duras y pétreas corazas, viven y respiran cientos de seres humanos que se mueven por sus estancias a la manera de las abejas de un panal.

El enjambre de hombres y mujeres, formado por gentes de todas las provincias y regiones del Estado, y aún de todas las razas más conocidas, se preocupaba bien poco del aspecto exterior de sus moradas, porque cada uno procuraba vivir su vida ajeno por completo a la de los demás. Claro que, como también hay que vivir de las apariencias, todos habían colaborado en adornar lo mejor posible los estrechos y mugrientos portalones que daban a la calle. Y es que una cosa en la necesidad y otra muy distinta el prestigio comunitario…

Por eso, las puertas de algunas casas, otrora señoriales, estaban cubiertas de guirnaldas, luces y cintas, vestidas de fiesta, recién lavadas, con los picaportes y clavos niquelados, y las gateras blanqueadas.

La gente menuda, criada en la calle, manifestaba su alegría con un bullicio extraordinario, bullicio que adquiría un carácter ensordecedor y agobiante en determinados momentos. Aquí, un zagalillo sin pantalones, correteaba entre los viejos adoquines importándole bien poco si al hacerlo arrastraba su sucia humanidad. Más allá, otro completamente descalzo, se entretenía en arrancar las hierbas que crecían a lo largo de la calzada a despecho de los municipales. Detrás de ellos, dos más, estaban peleándose formando un confuso montón de piernas y brazos. Sus gritos de dolor o triunfo, según viniesen de uno u otro contendiente, se confundían con los de ánimo que lanzaban los numerosos espectadores de su misma edad. Aún otro y otro más, vestidos con pantalón de un solo tirante, sin camisa y con la cara sucia a más no poder, se paseaban por la calzada armados con sendos tiradores artesanos buscando la diana ideal que les sirviera de diversión y entreno. Algunos de ellos, por el contrario y para variar, se complacían en mirar los objetos que exhibían las pocas tiendas que se atrevían a abrir y negociar en la calleja. Éstas, que sólo eran tres o cuatro, desde tiempos inmemoriales exponían parte de sus raras mercancías al aire libre, acaparando el poco espacio de que disponía una calle tan estrecha. De manera que los frutos que no se vendían o que no eran substraídos por las ágiles manos de los zagalejos, se quedaban bien expuestos al sol, al polvo o a la lluvia durante todo el día. No era de extrañar, pues, que apareciesen frutos podridos o tarados en la superficie de los canastos y que un enjambre de moscas colaborase a la sordidez general.

Los estridentes pitos de los niños llegaban a asustar a alguna que otra mujer más o menos desprevenida… y a todas las moscas. Las unas perdonaban porque aquel era un día de fiesta; las otras, pasado el primer momento, volvían al objeto de su atención alimenticia como si nada hubiera ocurrido.

Desde luego, la calleja no podía ocultar lo que estaba sucediendo:

En los balcones, hoy también engalanados, se podían apreciar varias macetas con plantas y flores distribuidas de una forma casi curiosa: ¡Iban creciendo en calidad y cantidad a medida en que los pisos estaban más altos, más lejos del pavimento de la calle, como si quisieran indicar que sus dueños trataban de purificarse a medida en que se acercaban al cielo! Aunque la verdadera razón era muy distinta. Los tiestos de los balcones inferiores no podían prosperar para nada porque estaban al alcance de la chiquillería que les obsequiaba, una y otra vez, con certeros disparos de tirachinas. Con todo, las había de claveles, violetas, hierbas aromáticas y hasta un rosal que, creciendo en lo más alto de un tercer piso, se abría y desparramaba de balcón en balcón por toda la fachada. Claro que aquella planta servía de excusa para entablar un sin número de discusiones, pues su dueño quería evitar a toda costa que sus vecinos se beneficiasen de las flores que crecían cerca de sus ventanas y al alcance de sus manos. El uno argumentaba su propiedad, los otros su derecho por crecer en sus respectivas jurisdicciones. Lo cierto es que aquél y éstos expresaban de esta forma el espíritu pendenciero que era la característica de todos los habitantes de la calleja y aun de todo el barrio.

A pesar de todo, no era extraño ver algunas fachadas cubiertas de un fuerte verde. Hasta las había engalanadas por copiosas enredaderas que disimulaban en parte su deterioro. Aunque, eso sí, insistimos, todos los arbustos y plantas crecían a partir de cierta altura, aquella que ya no alcanzaban los proyectiles de los chicos. Plantarlas más abajo por distracción o tozudez del dueño, era una fatal y enorme equivocación ya que no llegaban a desarrollarse jamás.

Los faroles, por su parte, estaban incrustados en las paredes como si fueran parásitos y aunque habían sido colocados a una distancia medida entre uno y otro, no estaban lo suficientemente cerca como para que sirvieran de bastante cosa. Tan pronto desaparecía la luz diurna empezaban a brillar algo mortecinamente, un poco como por caridad y otro poco por milagro. Claro que no podía ser de otra forma porque estaban sin cristales y muchos… ¡sin bombillas! Es verdad que le levantaban a respetable altura, pero no lo suficiente como para evitar las continuas y certeras pedradas de que eran objeto. Y como quiera que el amperaje aplicado a las lámparas sanas tampoco era muy abundante, el resultado era que muchas noches la calle dormía a oscuras o poco menos.

Por aquella calleja perdida en el barrio más bajo de la ciudad, no pasaba otro transporte rodado que el carro manual que abastecía a los colmados y a las tiendas de ultramarinos. Primero por la estrechez de la calzada que ya hemos comentado y segundo, porque el pavimento estaba levantado en muchos puntos. Además, de trecho en trecho y a ras de suelo, había unas grietas naturales por las que se filtraba el agua de lluvia hacia la cloacas. Aunque debemos decir en honor a la verdad, que gran número de ellas estaban tapadas por piedras y barro seco que habían puesto en su día muchos zagalejos jugando a presas y pantanos. Por otra parte, aquel taponamiento improvisado les beneficiaba cuando jugaban a las finas canicas, ya que de esta forma no perdían ninguna y hasta les iba bien para patinar y para jugar al fútbol. Pero entre unas cosas y otras, lo que realmente conseguían es que cuando llovía, y lo hacía a menudo en muchas épocas del año, la calle se inundaba impidiendo la circulación normal de los vecinos como no fueran muy emprendedores o imprudentes. Y es que para colmo de males, las cloacas eran incapaces de canalizar y evacuar toda la corriente que les llegaba de la ciudad alta. Por eso no era de extrañar que por cualquier tormenta, aun la más pequeña, las alcantarillas escupiesen sus entrañas en la calle a través de las tapas de registro y las grietas del firme que no habían sido taponadas. En esas ocasiones concretas se paraban, se paralizaban las transacciones, los juegos y hasta las vidas. Los más aguerridos o los que tenía más necesidad, trataban de salir de sus casas a través de unos tablones que colocaban en las ventanas de los primeros pisos, pero todos, sin excepción, cerraban balcones y portalones para evitar que el mal olor impregnase sus aposentos. Al fin, cuando toda aquella marea putrefacta desaparecía por sus propios medios, los chicos volvían a jugar a pantanos, canicas, patines y fútbol…

En el extremo contrario al ocupado por el arco que ya conocemos, en la misma desembocadura de la calleja en otra igualmente típica de la ciudad y a la altura de una primera planta, aparecía un cartelón carcomido por la mano inexorable del tiempo, que rezaba:

Calleja del Aire

Distrito Quinto

Manzana Sexta

  Por esa sencilla razón, cuando alguien ajeno a la misma argumentaba en presencia de alguno de nuestros vecinos que aquella no era siquiera una calle, se entablaba una enorme discusión. Discusión que terminaba trágicamente en pelea si el ofensor no era listo.

En lo que sí estaban todos de acuerdo, era en que la calle hacía las veces de frontera del barrio bajo de la ciudad portuaria. Ya casi no habían más viviendas hasta el mar. De ahí que no era extraño el hecho de que sus habitantes tuviesen tan marcadas diferencias con el resto de la ciudad:

Los había que se sabían moradores de un barrio bajo y actuaban como tales y los había que trataban de eludir aquella fama nefasta y luchaban con todas sus fuerzas por conseguir que la calle se despegase de aquel núcleo ciudadano cuyo honor les pesaba como una losa. A éstos últimos se les conocía porque las fachadas de sus casas estaban blanqueadas con alguna pulcritud y porque su atuendo, si no rico, era correcto y aseado. Y por la falta de palabrotas en sus conversaciones… Por el contrario, a los primeros se les conocía a distancia por que poseían, precisamente, unas cualidades contrarias a los anteriores:

¡Creían en su baja condición y hasta se regodeaban en su estado!

Eran los que siempre llenaban la única taberna de la calle.

El bar se abría aproximadamente en la pared del centro de la misma y era uno de los sitios donde se acordaban, plasmaban y realizaban todas las pasiones conocidas por el mundo entero. Nada más atravesar la puerta estilo oeste del tabernucho, uno se encontraba en otra galaxia. Allí, todas las jugadas sucias y los acuerdos sexuales se llevaban a cabo rodeados por el tufo que desprendían los eternos fumadores y los vagos de oficio. Camareras de pocos escrúpulos trataban o se dejaban tratar con mucha grosería por aquellos hombres que eran incapaces de abandonar el local si no era para irse a dormir… y no siempre. Se servía y bebía un vino malo y adulterado. El alcohol de todo tipo y procedencia corría sin cesar por entre muchas mesas a un ritmo vertiginoso, recibido casi siempre por caras agrias y rostros sin alegría. Aquí y allí se veían tipos dominados por el vicio, incapaces de aguantar su cuerpo, que apoyaban la cabeza y los brazos sobre la arrugada y grasienta superficie de las mesas. Los había que aún pedían vino a base de muecas, rugidos y gestos, siendo atendidos en el acto después de anotar el triple de su valor. Y con igual velocidad desaparecía por aquellos gaznates muy atacados por una sed insaciable.

Había hombres de todas clases:

Trabajadores a horas, vagos, carreteros y perdonavidas, pequeños delincuentes, rateros y toda su vasta gama de sucedáneos… No faltaban tampoco las mujeres corrientes que trataban de esconder su amargura y desencanto detrás de los vapores alcohólicos y, mientras tanto, velar armas junto a sus maridos para evitar los retorcidos pensamientos. Hombres honrados tal vez, pero dolidos y desesperados por no ganar el suficiente dinero para poder mantener a sus dolidas familias, se lanzaban al camino incierto de la bebida y del vicio, dilapidando sus cortos haberes y sueldos sin darse cuenta de que si antes no alcanzaban a cubrir sus necesidades, menos lo podrían hacer luego. Bebiendo se creían a salvo de los mordiscos de la conciencia pensando zafarse de paso de toda su responsabilidad social. Otros, acudían a las prohibitivas mesas de juego soñando ganar lo perdido en la bebida o en el vicio. Y aún otros, que se apostaban todo lo poco que tenían creyendo ganar una fortuna pasajera que les sacase a flote o les permitiese cambiar de vida. Pero, unos y otros, cuál cándidas palomas, iban a caer en los afilados picos de los jugadores profesionales, los milanos del vicio…Más tarde, no era nada extraño ver a alguno de aquellos desgraciados pidiendo vino para olvidar lo que había sucedido, creando así un círculo vicioso del que raras veces podían escapar hasta que se quedaban sin el último céntimo.

Al filo de la medianoche, cuando el ambiente empezaba a estar cargado, se iniciaban las canciones acompañadas por el sonido producido por el golpear de los vasos y copas sobre las mesas y el mostrador. Y si el retoño de alguno de aquellos desgraciados entraba en su busca empujado por su madre, era recibido con una sonora bofetada que le hacía rodar por el suelo en medio de una carcajada general.

¡Nadie podía interrumpir aquel coro de lamentos…!

Aquel día, entre éstos y otros muchos incidentes, el dueño del tugurio no cesaba de repetir:

—¡Beber! ¡Beber! ¡Qué para eso es fiesta!

Cierto. Aquella noche era la víspera de un día festivo.

Era la víspera de San Juan. ¡La verbena! ¡La verbena por excelencia y una de las fiestas importantes de la ciudad!

La calle del Aire, como tantas otras, justificaban aquellos excesos a la salud del Santo.

Cintas de papel de varios colores colgaban de balcón a balcón y guirnaldas de las formas más diversas lo cubrían casi todo a modo de mortaja… Sí, ni los papelillos, ni los farolillos, ni las bolas de cristal servían para nada cómo no fuese para darnos a conocer la hipocresía de sus dueños, huéspedes y realquilados. La fiesta tendría que haberse celebrado dentro de las casas pero, claro, aquello no era posible primero porque las despensas estaban ya vacías; segundo, porque en las aún quedaba alguna cosa no era suficiente ni para engañar a la persona más optimista y tercero, porque allí dentro nadie podría verles y valorar su respeto y adoración al Santo. Aquello de que un favor no dicho no es favor y que al santo debe vérsele bien la santidad, eran definitivos. ¡Todos debían ver su sacrificio! Aquella tarde se habían gastado todo su dinero ahorrado en cohetes y petardos, sombreros, confeti y disfraces, anhelando hacer ver a los demás, en su mutuo engaño, que veneraban al Santo cómo el que más y que disponían de los fondos necesarios para festejarlo como era debido.

¡Era la verbena!

Pero no se daban cuenta aún de que cada petardo que quemaban se llevaba el esfuerzo del padre, la lágrima de la madre y el suspiro del hijo. Que con cada explosión de estrellas se iban también sus ilusiones…

Sólo lo pasaban bien en algunas casas. Eran aquellas cuyos dueños tenían tiendas y que habían podido robar más o menos solapadamente a sus convecinos en sus minicompras diarias. Habían dispuesto mesas preparadas para atacarlas con la llegada de la noche donde, de forma especial, tratarían de divertirse, aunque sólo conseguirían, y eso lo sabían todos, un funesto cansancio físico y moral producido por el amargor del pecado y el vacío de sus espíritus. Cuando llegase el temido amanecer que los iba a enfrentar consigo mismos, no podrían mirarse a ningún espejo…

Las mujeres públicas, mientras tanto, ya habían salido y empezado su habitual ronda callejera en espera de que algún esclavo del sexo las necesitase… Iban vestidas con sus mejores galas: Collares falsos, trajes apedazados, zapatos remendados, sombrerito berbenero y conciencias amordazadas…

—¿Vienes?— ensayaban una y otra vez con un poco de desgana, tratando no obstante de llamar la atención a los hombres que se ponían a su alcance. Las había que sentían en su corazón el escozor de una existencia mejor, pero se sabían impotentes para salir por sí mismas del profundo cieno por el que deambulaban diariamente y esperaban una especie de milagro externo, milagro que llegaba muy pocas veces a manos de algún solterón sin aspiraciones. Otras aguardaban su posible redención en forma de arrepentimiento religioso y perdían el tiempo mucho más. Y todavía existía otro tipo de mujeres que confiaban en su propia voluntad y en el hecho de poder retirarse justo a tiempo con los beneficios indispensables para ir viviendo sin trabajar y sin chulos que mantener. Claro que la realidad era muy distinta. Las timoratas que exponían sus anhelos eran objeto de burla por parte de sus secas compañeras, que en su día también sintieron las mismas punzadas de la conciencia, obligándolas a guardar para sí aquellos planes en espera de una ocasión mejor. No es raro, pues, que con semejantes maestras y la pobre rebelión inicial, se convirtieran a su vez en auténticas profesionales aun a costa de hundirse cada vez más en el inagotable cúmulo de bajezas humanas. Pero sería necio afirmar que no había humanidad en la mayoría de ellas. ¡La había y a veces en términos que sorprendería a los juristas más destacados! Sólo que a cada paso que daban en su lucha contra la vida cruel, la sociedad las iba agachando hacia el polvo de la calle de la que no podrían levantarse de no mediar la casualidad y aun en ese supuesto, gracias a un esfuerzo extraordinario que casi siempre conseguía arrancar algunas tiras de piel en el intento.

Desde luego, todas sentían el mismo reparo y vergüenza al atravesar el arco de piedra en su deseo de alcanzar las calles más típicas en las que practicar mejor su comercio. Por eso, la mayoría de las veces que se veían precisadas a ello, iban por el otro extremo de la calzada aun a riesgo de perder su precioso tiempo.

No, no es que tuvieran miedo del arco y de su conjunto alegórico, era un motivo más simple el que justificaba su actitud:

A unos pocos metros de esa salida se abría la puerta de la casa del señor Juan. Y allí, justamente en el umbral, aparecía siempre el hombre que provocaba sus temores. Sentado la mayoría de las veces, voceaba su mercancía con voz pausada y característica a la vez que invitaba a sus posibles compradores a que se detuvieran un poco a comprobar la sugestiva numeración de sus cupones. Algo había en aquel ciego que obligaba a las mujeres de la vida a cambiar de itinerario para no cruzarse con él. Conocía las pisadas de todas, y cuando las oía pasar junto a su banqueta a pesar de que trataban de hacerlo de la forma más disimulada posible, siempre tenía a punto una voz, una palabra de exhortación que las exasperaba. Sabían que tenía razón. Y algunas veces, las menos es verdad, sus palabras de consuelo llegaban al fondo de sus almas, aportando un poco de miel con que suavizar la continua resaca de su vida.

Claro que no sólo ellas se aprovechaban del ciego, lo hacían también sus convecinos que se beneficiaban de su saber y buena voluntad.

A nadie negaba una sonrisa.

Si pudiéramos hablar figuradamente, diríamos que él era la única luz de la calleja.

¡Calle del Aire…! ¡Qué paradoja! Sus necios y miserables habitantes eran los raros ciudadanos de aquella nueva Sodoma que resurgía en la historia; mejor, que nunca moriría ni desaparecía por más que dos mil terremotos intentasen borrarla de la superficie de la tierra. Entre ellos se maldecían y se ultrajaban hasta lo indecible y no había pecados inventados por la carne del hombre que no se practicasen allí. Sólo el «Tío Juan», como le apodaban algunos, y su hija, hacían las veces de la sal que evitaba o impedía la descomposición total de la calle.

En aquel momento, y como casi siempre, nuestro buen hombre ya estaba sentado en su banqueta voceando la diaria mercancía:

—¡Veinte iguales…! ¡Aún me quedan veinte iguales para hoy…! ¿Quién quiere esta suerte? ¡La «niña bonita»…! ¡Sí, tengo la «niña bonita», y el «ruiseñor», y el «zapato», y la «codorniz»…! ¿Quién quiere llevarse la suerte?

Generalmente vendía pronto su lote entre los vecinos porque estaban acostumbrados a jugar al azar tentando a la diosa Fortuna. Por otra parte, bien es verdad, el ciego era respetado por aquel amplio sector de personas que querían un barrio y una vida mejores y la bondad de aquel disminuido físico les llenaba de orgullo. Y es que nuestro hombre transpiraba por su cara esa paz especial que sólo pueden experimentar aquellos que lo están con Dios y consigo mismos. Sin embargo era una paz extraña para aquellas latitudes. Claro que él no notaba nada. Era así, demostraba ser así, porque amaba al prójimo. Su casa era un refugio dónde acudían toda clase de desesperados en busca de sosiego, de comida o, simplemente, del consejo que necesitaban. Cuando se iban, pasado el peligro, se llevaban consigo las inevitables palabras del ciego que resultaban ser de reproche o guía, según conviniese. Y ninguno era capaz de enfadarse con el señor Juan, pues sabían que el hombre obraba sinceramente al dedicar su vida a conseguir el bien ajeno.

Pero aquella tarde se encontraba algo triste. Se hacía de noche con mucha rapidez y aún no había vendido todos los boletos y números que necesitaba para vivir; aunque, la verdad es que aquel no parecía ser precisamente el motivo principal de su melancolía. Le preocupaban sus vecinos. Mucho. Sabía que aquella noche abusarían de sus cuerpos hasta la saciedad olvidándose por completo de sus espíritus. Ya había pasado otras veces. Durante noches como aquella, la calleja hervía: Se dejaban sentir gritos y lloros, risas y hasta cantos, destapar de botellas y chocar de copas, jadeos, peleas… Pero a medida en que el amanecer ganaba terreno a la oscuridad, el silencio aumentaba y era entonces, y sólo entonces, cuando el hombre podía dedicarse a descansar entregándose en brazos de un sueño bueno, sano y reparador. Y cuando el sol estaba lo suficientemente alto, se despertaba lleno de paz al contagio de la dulce voz de su hijita de ocho años que le pedía el primer alimento del día. ¡Qué satisfacción sentía al darle el pan ganado con su honorable sudor! ¡Cuántas veces había intentado convencer a sus vecinos para que le imitasen y olvidando sus orgías se reuniesen con sus familias! Pero era inútil… Ellos querían vivir su vida diciendo que sólo se vive una vez y que la querían disfrutar intensamente, hasta embotar sus sentidos si era necesario.

Pero el verdadero choque de ideas tenía lugar cuando él les hablaba del Señor. Entonces, no sólo se rebelaban llenándole de duros improperios, sino que llegaban a proferir blasfemias dignas de la peor escuela. ¡No querían saber nada de aquel Dios que les había abandonado a su suerte! En el mejor de los casos le indicaban que los dejase tranquilos y le volvían la espalda sin preocuparse por dejarle con la palabra en la boca… Claro, a lo mejor identificaban a Dios con aquellos de sus servidores que los engañaban  siguiendo la doctrina de «predicar y no dar trigo», tal vez estaban desengañados por la conducta que observaban en aquellos dirigentes que profesaban la religión de sus padres o tal vez porque su conjuro les traía recuerdos que no querían desempolvar. ¡Lo cierto es que esto era lo único que tenían en contra del ciego! Y hasta hubieran firmado gustosos mil y un documentos si con ello consiguiesen hacerlo desaparecer. Y es que no hay peor enemigo que aquel que nos reanima la conciencia…

Sin embargo, no levantaban ni un solo dedo contra él porque todos sus dichos y hechos concordaban y pasada la primera sensación de repulsa, sólo le exteriorizaban palabras de agradecimiento.

Para el ciego la cuestión no era tan simple. Él se decía una y otra vez que debía continuar dando su testimonio sin que le desanimasen los aparentes fracasos. ¿Dónde estaba el error? Aquel hombre no lo sabía. De lo que sí estaba seguro es que no debían importarle las continuas y repetidas negativas de sus huéspedes ocasionales. Él debía seguir en su puesto advirtiendo a cada paso que la justicia firme de Dios Padre se cumpliría pese a todas las palabrotas que se pudiesen articular en su contra. Y que serían ellos los que en su día se convertirían en fiscales de sus obras y que sólo podrían ganar aquella causa los que lograsen ser defendidos por Jesucristo, el Abogado Universal de la corte del Juez Supremo y Eterno.

Cuando el ciego pensaba en la triste posibilidad de que aquellos que había conocido bien pudiesen perderse para siempre, sentía una gran amargura en lo más profundo de su alma. Sin embargo, ¿qué hacer? Amaba a todos ellos y su verdadera dicha sería que cada uno reconociese sus pecados, que se sintieran impotentes para escapar de sus garras y que se acercasen a Jesús, el único Médico divino capaz de sacarles del fatal marasmo en el que estaban inmersos. ¿Qué podía hacer, pues? Porque que se vayan a condenar aquellos que no conocemos, duele, pero que se pierdan los que nos visitan, los que nos conocen, los que se han relacionado alguna vez con nosotros, duele mucho más… Cuando se quedaba solo y pensaba en estas cuestiones, se decía que sólo podía hacer una cosa, lo que sabía: ¡Predicar el Evangelio y orar! Decir a todo el mundo que la sangre de Cristo puede perdonar los pecados y que para ser salvo y vivir eternamente, bastaba con creer que Él murió en la cruz ocupando nuestro lugar. Qué a pesar de que los hombres no se lo merecían, dejó el cielo, se hizo humano, murió y resucitó para que todos nosotros sin excepción pudiéramos redimirnos… Y luego, dejar el resultado de su predicación en las manos de su Dios.

¡El sólo podía sembrar…! ¡El resto era cosa de Dios!

Sin embargo, aquella sombría tarde del mes de junio (hasta el cielo se había cubierto de nubes como queriendo ocultar su rostro a los excesos humanos), él sabía lo que duele el no ver los resultados inmediatos de la gestión de uno. Y pese a que soplaba una brisa marina, sudaba de congoja. Se daba cuenta de que si Dios creyese oportuno acabar de nuevo con la vida en la Tierra y establecer de forma definitiva su Reino celestial, muchos de los que se consideraban sus amigos no lo seguirían por el Camino Eterno.

—Cada uno dará cuenta de sí— hubo de convenir al fin, comprobando su impotencia ante el hecho de que sus pobres pensamientos pudieran convertirse en realidad.

Y entonces, oró.

Oró intensamente, pidiendo a Dios un poco más de tiempo para dar otra oportunidad de arrepentirse aunque sólo fuera a uno de aquellos miserables pecadores.

Aunque la cosa no estaba para echar las campanas al vuelo, ni tener esperanzas excesivas, ya que desde su puesto de venta en la calle oía el fragor que despedía el tabernucho de marras: ¡Gritos y carcajadas, chillidos e interjecciones gruesas…! Una mujer estaba cantando un cuplé con la voz oxidada mientras era acompañada por una música tan ácida y desafinada que hasta dolían los tímpanos… Un hombre juraba a voz en cuello por todos los dioses del Olimpo… Pero un ruido de cristales rotos se elevó por encima del rugido general para terminar siendo coreado con grandes aplausos y sonoros gritos…

De pronto, los sonidos llegaron hasta el ciego con mayor claridad:

—Alguien ha abierto la puerta pendular para salir o para entrar… ¡Dios quiera que si sale no vuelva otra vez!

El hombre que acababa de salir, estuvo algo tentado en volver atrás, pues se encontraba en la calle casi sin darse cuenta. Por eso, durante unos instantes, dio algunos pasos desorientado, intentando encontrar la puerta que le devolviese a la segura penumbra del local que había abandonado. Un vidente se habría percatado en el acto de que estaba materialmente borracho; pero el ciego, como siempre, tuvo que adivinarlo sólo por su inestable avance al caminar. Y es que aquel hombre, tal vez sin querer, se estaba dirigiendo hacia la estrecha salida de la calleja y, en consecuencia, hacia él. En su avance, tropezó con una mujer bastante despistada que lo llenó de improperios, pisó a uno de los niños que le lanzó una pedrada y se topó con un perro vagabundo a quien, tal vez a causa de una escondida venganza, propinó un cruel puntapié en las costillas que le hizo huir calle adelante como alma que lleva el diablo.

Al parecer los estridentes chillidos del animal hicieron mella en nuestro sujeto, puesto que se sentó justo en el pavimento riéndose a mandíbula batiente y como estaba apoyado en la pared que se levantaba frente a la casa del invidente, sólo tuvo de enfocar la vista para sorprenderse hasta lo indecible… ¡Había un tío sentado tranquilamente en una noche como aquélla! ¿A dónde íbamos a llegar? Por eso, la primera impresión que tuvo de él fue que tal vez era de algún otro planeta sin poderlo precisar… Se frotó los ojos algunas veces y, por último, llegó a la viva conclusión que lo que veía tan veladamente era cierto: ¡Allí había un ser humano que no celebraba la verbena!

—»Seguramente no la festeja porque a lo mejor no puede —pensó—. ¡Allá él! ¡Yo sí que la voy a celebrar! ¡Y por los dos!»

Se levantó dispuesto a deshacer lo andado, camino de la taberna, con el buen propósito de encontrar una mujer que lo cuidase y con la que pudiera divertirse a gusto.

—¡Eso es lo que haré…!— ratificó guturalmente.

Ya había conseguido dar la espalda al ciego y al mundo que representaba, cuando una voz infantil lo dejó clavado en el sitio. ¡Qué enorme cantidad de recuerdos le trajo a su mente aquella vocecita…! De entrada, le produjo un efecto bienhechor pues mucha parte de los vapores alcohólicos desaparecieron como si se hubiera dado una larga ducha fría. Y si aún conservaba una cierta atrofia muscular, su raciocinio actuaba con toda claridad y a toda velocidad.

¡La voz pertenecía a una niña!

¡Estaba seguro!

Esperó inmóvil donde se había parado sin atreverse a dar la vuelta por miedo a romper el encanto que la voz había producido en su ánimo:

—Mira papá… —seguía la voz—. ¿Te gusta?

El borracho se volvió ahora con lentitud y se maravilló de nuevo ante la hermosura del cuadro que estaba viendo. Y una vez más se frotó los ojos para convencerse de que no estaba soñando debido a los vapores del alcohol. Al final, tuvo que admitir la realidad y las últimas reticencias se esfumaron de su cerebro. ¡Ya estaba sereno! ¡Aquello se parecía demasiado al revulsivo que su alma había estado esperando tanto tiempo!

Una mordaza de acero azul le atenazó la garganta al ver cómo la niña le enseñaba la muñeca a su padre:

—Mira, papá. ¿Te gusta?

—¡Claro que sí, hijita! ¡Es preciosa!— la clara voz del ciego resonó en los oídos de nuestro hombre con una perfecta sinceridad. Parecía estar viendo realmente la muñeca en las limpias manos de la niña y disfrutando del colorido de los vestidos con que ella la había engalanado.

—»¡Qué derroche de humanidad estoy viendo!»— pensó el ocasional testigo, y comenzó a llorar.

Y lloró con ganas.

Sus lágrimas, tanto tiempo retenidas, acudían a sus ojos de forma abundante y muy a su pesar, se reclinó contra la pared más cercana como si tratase de evitar que alguien interrumpiera su desahogo.

—»¿Cómo es posible que un ciego me enseñe a vivir en medio de la calle?”— se preguntaba.

Pensó en que aquel inválido tenía unos valores humanos de los que él carecía. ¡Era y parecía feliz a pesar de su desgracia! ¡Era más humano que él…! Amargamente comprendió que aquel ciego había encontrado en su hija una razón para su existencia, un objeto que valoraba y hasta justificaba su vida. Y él, pobre vidente, cuando fue abatido por la mano del destino, no quiso encontrar una solución para su problema aun a sabiendas de que tal vez existiese. Negó, una y otra vez, cualquier tipo de salida, toda posibilidad de remontarse… ¡Aquella era la ventaja y la lección del ciego! ¡Qué necio había sido al cerrar sus oídos a todo tipo de consejo! ¡El sí que había sido un ciego físico y moral! ¡Nunca quiso ver ni un solo resquicio de esperanza… y así le fue!

—Oiga, amigo —el hombre ciego que estaba oyendo sus sollozos, le interrumpió—. ¿Le ocurre algo?

El interpelado, en un último y duro acto de rebeldía, volvió la vista a todas las partes posibles, como tratando de convencerse de que estaban hablando con él. Y sólo cuando tuvo esa certeza, contestó en voz baja:

—No… nada. No es nada.

—Venga, venga a sentarse un rato a mi lado.

El otro obedeció en silencio siguiendo un impulso que tuvo por irresistible.

—Bien, me alegro que haya aceptado —continuó el ciego, al notar que el pobre hombre se sentaba junto a él, en el extremo del banco—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Me encuentro solo…— atinó a decir el interpelado.

—¿Y sus amigos? Me refiero a esos de la taberna, a las mujeres, a los pillos…

—¡No me satisfacen!

Ahora le tocó maravillarse al ciego.

—“Bueno, menos mal que es sincero» —pensó el tullido. Luego añadió en voz alta—: ¿Iba a perder una noche como esta abandonándose entre los vapores del alcohol?

—No tengo otro remedio. Bebo para olvidar las penas que amordazan el alma… Sí, ya sé que esto no se consigue bebiendo, pero algo hace. Por lo demás, mi conciencia me remuerde sin cesar… y me encuentro solo…

Y lloró otra vez.

Al ciego le entraron todos los males del mundo, mientras oía tararear a la niña dentro de la casa, ajena a todo lo que no fueran sus ocupaciones acostumbradas. También la canción infantil, o su contraste, hizo mella en el corazón del inválido. Tanto es así, que la desazón y la angustia le atenazaban la garganta impidiéndole respirar. Amaba a la humanidad por encima de todo y he aquí, uno de sus componentes lloraba junto a él a causa de su desamparo. ¡No podía dejar llorar a un hombre hecho y derecho! Pero, ¿cómo poder hacerle ver la gran diferencia que hay entre la felicidad y la desgracia? No lo sabía, mas aun así y todo no podía permitir que aquel hombre sufriese tanto. ¡Y menos a causa del remordimiento…! Se podía llorar de felicidad, pero de soledad… ¡Ah! ¿Acaso era el pecador por el que había intercedido hacía un rato? Tampoco lo sabía, pero de lo que sí estaba seguro es que fuese lo que fuese lo que le preocupaba a su nuevo compañero, era grave. Sí, aunque no lo pareciese, él sabía muy bien lo que significaba la soledad moral. Es la única soledad en la que lloran los hombres… Claro, ahora lo entendía muy bien. Aquéllos que se encuentran solos en medio de mucha gente, aquéllos que no atinan a ver ningún buen aliciente a la vida, aquéllos que se consideran abandonados por todos, qué no tienen ningún amigo sincero, qué creen que no son amados… ¡Ah, bien sabía nuestro ciego que la soledad sólo era motivada por algún pecado tan grande que había sido capaz de romper la estabilidad espiritual y la armonía del hombre con Dios!

Por eso sentía tanta pena en su corazón.

Aquel humano dolido y desgraciado seguía murmurando amargamente:

—He visto a su niña cuando le enseñaba la muñeca… Ella le ama… Sé que cada una de sus palabras estaba preñada de amor… ¡Usted no está solo a pesar…!

—Y usted tampoco —le interrumpió el señor Juan, cómo no queriendo oír nada acerca de sus limitaciones físicas—. ¡Ahora me tiene a mí!

Luego, olvidándose de sus boletos y de su jornal, siguió:

—Venga, entre en casa y descansará en ella tanto como quiera.

—Pero…— empezó a protestar nuestro hombre.

—¡Vamos! —le amonestó con un cierto cariño su nuevo interlocutor—. ¡Ayúdeme a entrar, por favor!

Se levantaron y traspasaron juntos el umbral de la puerta de la casa. El uno sabiendo lo que quería y el otro ganado por la personalidad del hombre ciego y, tal vez, porque quería mendigar también un poco de aquella humanidad que tanto le había maravillado. Una vez dentro, nuestro joven pudo contemplar a su gusto la sencillez de aquel bendito hogar: Sólo había una habitación visible y una pared de separación hecha con cortinas viejas, que tal vez diese a otra estancia similar a la que estaba viendo. Era una vivienda de 33 metros cuadrados, de los llamados «tercio de piso» que eran tan corrientes en el barrio por aquel entonces. En la primera sala se podía apreciar una pequeña cocina económica, una mesita, cuatro sillas, dos camas, una lámpara y un destartalado reloj de pared. Y en un rincón, una especie de pequeña casita con su puerta y todo para garantizar una cierta intimidad a la hora de ir al servicio. Todos los muebles estaban ajados, pero sin una mota de polvo y eso que vivir a nivel de la calzada era lo que menos les favorecía. Pero lo que más llamó la atención del acongojado visitante era algo que no se veía bien, que sólo se palpaba y respiraba: ¡Paz y felicidad! En efecto, el ambiente alegre de la vivienda se notaba hasta en los detalles más insignificantes. Aquel era un hogar feliz y haría bien en aprender todo lo que pudiera del mismo antes de marchar… Todo parecía extraordinario… Ahora mismo, cuando el ciego se hubo acomodado en una de las sillas, miró con especial atención a la niña que fisgoneaba en la cocina, y un nuevo nudo se le empezó a formar en la garganta… Pero ya no quería llorar más. Se sonó de forma exagerada y empezó a moverse de un lado para otro. Ella debió notar su nerviosismo, porque dejó la cocina, se acercó a su padre y le preguntó en voz baja:

—¿Qué le pasa, papá?

—Nada hijita, nada —le tranquilizó el hombre—. Es un buen amigo.

—¿Has terminado la venta?

—No, me he cansado de vender y cómo se hacía tarde…

—¡Hola!— fue el saludo de la niña al visitante, echando en olvido los cupones y negocios.

El hombre no dijo nada, pero le acarició el sedoso pelo en compensación.

—¿Quiere sentarse, señor?

—Sentiría causar alguna molestia, yo…

—No sea así, hombre —le atajó el ciego—, siéntese. No molesta en absoluto. Es más, si quiere puede quedarse a dormir por esta noche, ¿verdad hija?

—Sí. Tenemos una cama libre.

—Ya lo oye. De manera que no se hable más… Siéntese y póngase cómodo y mañana… ¡Dios dirá!

—¡Dios…!— repitió el visitante con una ligera sombra de reproche.

—Sí, Dios. ¿Usted no cree en Él?

El otro no contestó.

—¡Ah! Pues Dios es el motivo y la causa de la existencia del hombre —siguió el ciego no sin haber detectado un cierto mensaje en el mutismo del otro—, y el que contesta a la pregunta del por qué vivimos. A mi juicio, un hombre sin Dios es un hombre incompleto.

—Es posible, pero mire, yo no lo creo así —dijo, por fin, el huésped, sentándose frente al ciego, lo cual era una buena señal—. ¡Dios ha deshecho mi vida!

—¿Cómo puede decir eso? El no puede ser parte activa en los males que azotan a todos los hombres, pues se autolimitó en beneficio de la libertad humana. La causa de las desgracias del mundo es el pecado. Incluyendo las suyas…

En aquel momento, la pequeña les interrumpió, diciendo:

—Perdona, papá. La cena está lista.

—Muy bien, hijita, muy bien —luego dijo a su invitado—: Tan pequeña y ya sabe cocinar como una reina —rió con alegría—, aunque muchas veces, claro, tengo que echarle una mano, ya me entiende…

—Es natural…

—¿Qué pasa?

—Nada, nada.

—Me alegro. Ahora cenará con nosotros dos y se sentirá reconfortado.

—No sé si…

—Pues ya he puesto su plato en la mesa— apuntó la niña.

—¡Vamos!— el ciego se acomodó con habilidad en lo que parecía su puesto, siendo imitado al punto por su hija. Por unos momentos, ambos se quedaron mirando al visitante cómo tratando de vencer su última resistencia. Al fin se levantó y llevándose la silla que había estado ocupando, fue a sentarse en el lugar que le habían reservado. Pero cuando el anfitrión dio las gracias por los alimentos que iban a consumir, no pudo evitar que las lágrimas llenaran de nuevo sus mejillas.

La niña exclamó:

—Papá… ¡Está llorando!

—¡Alicia…!

—Sí, pequeña —dijo el hombre, más tranquilo—, lloro por mi pasado… He sido malo y ahora lo siento. Recuerdo un niño que ahora tendría más o menos tu edad y…

—¡Vamos, amigo, no se atormente más!— le rogó el ciego.

—¡Eso! —dijo, a su vez la chiquilla sonriendo, y trató de animarle para que probase la comida—. Por favor, pruebe esta sopa y dígame si le gusta.

El hombre despachó en silencio la sencilla cena que le supo a gloria. Por eso, les agradeció tanta atención:

—La sopa estaba buenísima y los huevos en su punto. Te felicito Alicia, eres una cocinera excelente.

Todos se rieron con ganas y con diversas intensidades. Y mientras tomaban una pieza de fruta no dejaron de hablar de cosas sin trascendencia consiguiendo apartar bastante la tristeza del corazón del visitante. El inválido, apreciando aquella victoria, dijo en un momento dado:

—Alicia, hija mía. Vamos a celebrar este encuentro por todo lo alto. ¡Ea, hoy es fiesta! Por favor, haznos un poco de café.

—¡Yo lo haré!— se ofreció el hombre con ganas.

Y ayudado por la niña, que le indicaba donde estaban las cosas, lo preparó hábilmente. Luego, los mayores lo tomaron con verdadero y sano deleite. Más tarde, Alicia se despidió para irse a dormir y tras hacer una pequeña oración se acostó en una de las camas. El visitante no pudo resistir aquella tentación y levantándose acudió a arroparla con un cierto mimo. Luego, sincera y vivamente maravillado exclamó, mientras acariciaba algunos rizos infantiles diseminados por la almohada:

—¡Tiene usted una hija preciosa… ! ¡Palabra!

Desde luego, el ciego era de la misma opinión.

—Tengo que estar reconocido a todos los que me ayudan para que así sea. Cada día viene una vecina que me la cuida bien. Juntas limpian la casa, hacen la compra, lo preparan todo… y la acompaña a la escuela. Y eso sin que me cueste un céntimo; bueno, alguna vez le doy un cupón… Sé que soy bastante querido en el barrio por la gente decente y es que hago mucho por conseguirlo. ¿Me comprende…? ¡El hombre sólo recoge lo que siembra!

—¡Tiene razón!

—¡Oiga! —le interrumpió el ciego, súbitamente—. ¿Por qué no me cuenta su vida? Se dice que las penas son más llevaderas si se comparten.

—Yo no querría…

—¡Ánimo, tal vez encuentre descanso para su alma!

—Sí, puede resultar… ¿No tiene sueño?

—Desde luego que no. Adelante, adelante…

Nuestro hombre no se hizo nada de rogar, pues ansiaba confesar sus problemas a alguien. Adoptó una posición más cómoda alrededor de la rústica mesa, y empezó a hablar:

—Me llamo Carlos…

 

———

SEGUNDO NUMERADOR

SONNIA

  1

«Corrían los albores del año mil novecientos treinta y ocho…

«Me hallaba en el frente de guerra, como tantos otros, luchando por no sé qué causa, aunque sin duda era ajena a mis creencias, ideales, sentimientos y hasta conciencia. Metido hasta el cuello en la sucia trinchera que momentos antes había ayudado a cavar con frenesí, tuve un segundo de respiro para pensar en lo precaria e irreal que era mi situación:

«Justo a mi lado, Roberto Deltell, apretaba su mosquetón nerviosamente; más allá, Puig y Reverté contaban sus municiones mientras miraban al vacío con una luz rara y extraviada… En el otro flanco, cómo cubriéndome, Roig y Montblanc, se rascaban la espalda el uno al otro, como monos… Todos sin excepción estábamos allí clavados con la misma posición cansina que denotaba bien a las claras el asco y el malestar interno que allí experimentábamos. Nuestras barbas eran ya de tres días, nuestros labios estaban resecos a más no poder y nuestros ojos, ya se lo he dicho antes, estaban cercados por una aureola de azul intenso y tan hundidos que parecían desaparecer en el fondo de nuestras caras cual jetas de una piara satánica.

«Pero, no quiero engañarle. A pesar de que este era el terrible cuadro que por aquel entonces podíamos ofrecer, estábamos alertas. A pesar del cansancio, el sueño, el dolor y hasta el hambre, escrutábamos la semioscuridad reinante tratando de que nada ni nadie vivo nos pudiera sorprender. Y a pesar de nuestra poca moral y mucha suciedad, taladrábamos la noche que cubría como con un manto de tinta la extraña cota que debíamos defender celosamente.

«Tenía unos compañeros extraordinarios que, además, eran muy buenos muchachos. Me constaba. Los había conocido seis meses antes en la Caja de Reclutamiento en la que habíamos coincidido…»

 

2

«Influenciado por mi tío, había ido aquel día a presenciar la marcha hacia el frente de dos de las quintas normales de soldados. Por ese motivo, los mandos de la Región, habían organizado un magno desfile militar a través de las calles más importantes de la ciudad. En una de ellas y apretujados por la muchedumbre contemplamos los dos el paso de las tropas que avanzaban llenas de optimismo hacia su duro destino. La gente a nuestro alrededor les vitoreaba alto, sin cesar, y nosotros, tal vez por simple contagio, terminamos los dos por imitarles. ¡Qué colorido y qué música! Hasta los niños lo pasaban en grande. Allí estaban… Los más, inmóviles, maravillados por la rara vistosidad de los limpios uniformes; los otros, a la inversa, saltando de alegría viendo las firmes manos que parecían agarrotar las armas. Y aún otros más, demostraban su nerviosismo tratando de imitar el redoble de los tambores y el agudo sonido de las trompetas…

«La verdad es que todos estaban más o menos a gusto, congratulados por la charada militar. Así, los mayores, aunque más solapadamente, también se dejaban arrastrar por el extraño influjo que producía aquella parada en su ánimos. Por otra parte, se ensayaban vítores una y otra vez cómo si la guerra ya estuviese ganada. Cómo si aquellos hombres, la flor y nata de Cataluña, se fuesen de excursión al campo… Y las mujeres despedían a sus hombres con mil besos imaginarios. Se iban sus maridos, sus novios, sus hermanos, sus padres… pero, ¿a dónde? Ellas, tal vez gracias a su intuición. no se mostraban ni tan alegres ni tan eufóricas. Más positivas, intuían que aquel abandono forzoso iba a resultar inútil y que, en el mejor de los casos, era el principio de su soledad. Sin embargo, haciendo alarde de aquella mezcla de sangres que corrían por sus venas, con una mano contenían unas lágrimas fugaces y con la otra, levantaban los pañuelos de colores a la altura de sus cabezas, trazando el adiós final.

«Mi tío, ahora he de reconocerlo, estaba entusiasmado. Claro que no lo exteriorizaba mucho porque estaba viendo el fastidio que traducía mi cara en aquellos momentos. Pero no se engañe, ni soy pusilánime ni puritano. Aunque debo confesarle que me aterra el olor a muerte. No el temor a morir, no, no. Era un sentimiento interno que se acerca mucho a lo que hoy siente un pacifista, ¿me comprende? Todas las armas me daban escalofríos, pero solamente por lo que representaban y por el mal que podía hacerse con ellas… Por eso, al rato de estar viendo el desfile no pude más y le propuse retirarnos de allí lo antes posible. El insistió en quedarse aduciendo que ya quedaba poco para el final. Así que tuve que hacer de tripas corazón y aguantar un poco porque tampoco quería contradecirle. Menos mal que pasó pronto el último músico abanderado… Y entonces sucedió algo extraño: ¡Me pareció que se llevaba con él la alegría de la multitud!

«En efecto, el silencio ocupó el lugar del griterío y la paz el del bullicio…

«Lo cierto fue que el gentío se disolvió rápidamente yéndose a sus moradas en grupos más o menos grandes comentando lo sucedido y la marcha bien informada del frente de batalla, de la retaguardia y de las reservas. Lo que no fue óbice para que muchos pies infantiles pisaran una y otra vez las mismas piedras que momentos antes habían soportado el peso de los aprendices de soldado. Y cuando alguno de ellos intentaba imitar el majestuoso paso militar, era atajado rápidamente por uno de sus mayores tan pronto como era descubierto. Otros niños, se ponían a jugar con el esparcido y pisoteado confeti, formando pequeños montoncillos de papel sucio para deshacerlos a patadas tan pronto como eran requeridos por sus padres. Entonces, corrían hasta sobrepasarles… y vuelta a empezar.

«Del desfile sólo había quedado eso… ¡nada!

«Por nuestra parte, volvimos a casa un poco cabizbajos, es verdad. Al menos en lo que a mí respecta. Ya le he dicho que no me gustaban nada las armas ni las guerras porque ni mi conciencia, ni mi humanidad, me permitían aprobarlas. Vamos, que no podía tolerarlas bajo ningún supuesto. Incluso me sentía a disgusto por el sólo hecho de enumerarlas o de hablar de un tema que las incluyera. Soy así y no puedo evitarlo. Por eso, aquella gratuita manifestación de fuerza, me había producido un cierto malestar. Claro que parte de esta opinión me venía dada o impuesta por el conocimiento que tenía de las secuelas o consecuencias que dejaban muchas luchas o contiendas: ¡Hogares destrozados, bienes desaprovechados y almas trastocadas…! Mi tío, que me conocía muy bien, me decía o preguntaba qué quién era yo para juzgar nuestra guerra si los técnicos afirmaban sin descanso que no había otra solución para salvar a la Patria. ¿Cómo no defender algo que es tuyo? Si los nacionales se habían levantado contra el Estado de derecho, ¿cómo no defenderlo hasta con la última gota de sangre? ¡Ah, en aquel tiempo yo creía que era mejor enseñar la otra mejilla…!

«Bueno, mire, me tengo por un hombre pacífico. Hasta el extremo que cuando hice el servicio militar normal, mis compañeros me apodaron «alma de cántaro.» ¿Qué, es gracioso, no? Pero a usted se lo puedo contar. Pasé aquellos meses con el corazón en la boca, con el alma en un hilo, horrorizándome con la sola idea de que la guerra pudiese estallar y ser llamado a filas. Pero para mi suerte no fue así. Al menos, al principio. Ya hacía algo más de tres años que había reanudado mi vida normal de civil y aunque tenía paz interior, no ocurría lo mismo con el país. Y la guerra, temida y odiosa, se hizo inevitable.

«Muchas madres sabían por experiencia el tiempo que hacía que había empezado:

«—¡Hola, señora Herminia! ¿Qué sabe de su hijo?

«—¡Ay, Carlos —solía contestar la portera de mi casa con tristeza—, ya hace cuatro meses que no sé nada de él!

«Siempre igual. No añadía ni quitaba nada. No, ningún comentario más. Pero yo sabía como lloraba su corazón por aquella separación forzosa.

«La cascada y dura voz de mi tío se sacó de nuevo de mi ensimismación momentánea:

«—Dentro de unos meses, muchas de las madres llorarán a sus hijos con los ojos, pues sentirán el corazón lleno de sano orgullo por haber contribuido a salvar la Patria…

«—¡Salvar! —pensé, con despecho—. ¡Qué palabra tan hueca si la aplicamos al contexto! ¿Salvar, de qué? Y, ¿de quién…? ¿Para eso las madres habían gestado a sus hijos nueve meses? ¿Para eso los habían traído al mundo con dolor? Creo que tendría que haber otra manera de salvar al país…

«—Oye, Carlos— comenzó de otra vez mi tío, al apreciar el mutismo. ¡Qué lejana me pareció su voz! Hay momentos en los que uno habla consigo mismo en tal intimidad que nos parece que no pertenecemos a esta tierra. Una tierra árida a causa de los mil problemas que creamos nosotros mismos. En esos instantes, cualquier intrusión del exterior nos causa una cierta extrañeza:

«—Dime— le invité no sin haber sentido agradecimiento, pues su interrupción me libraba de aquellos pensamientos que siempre terminaban por atormentarme.

«Entonces, mi tío estaba señalándome con el dedo índice un pasquín impreso a todo color pegado en la pared de la esquina en la que estábamos parados en espera de poder cruzar la calle:

«—¡Fíjate! ¡El gobierno ya pide voluntarios!

«Sí, en efecto. Tras las proclamas patrióticas de rigor, se solicitaban hombres con deseos de ir al frente de batalla con la promesa de recibir una buena paga.

«—Esto es mala señal —continuó diciendo mi sabio acompañante—. Aunque tal vez no quiera decir nada por ahora. ¿Tú que opinas?

«Yo no sé si le contesté mal o sólo me limité a emitir un gruñido, pero lo cierto es que mi acompañante se enfadó:

«—¡No se puede hablar contigo! Si estuviera en tu lugar correría ahora mismo hacia la primera Caja de Reclutas que encontrara y daría mi nombre a la nación.

«Pensé que a él le resultaba muy fácil hablar en aquellas circunstancias, pero del dicho al hecho… Además, ¿cómo iba a ir voluntario a un lugar al que odiaba de forma más o menos inconsciente? Por otra parte, y justo es decirlo, comprendía el razonamiento de mi tío, no puedo negarlo. Por otro lado, puede que a sus ojos pareciera un cobarde y aquello tampoco me gustaba. ¡Vaya lío! Así que no tuve más remedio que esbozar una sonrisa y apuntar aquella excusa:

«—Tío, ya he cumplido con la Patria haciendo el servicio militar sin cobrar un duro; además, con las obligaciones que ahora tengo comprenderás…

«Ahora fue él el que barbotó.

«—¡Qué difícil es que una generación comprenda la razón de otra mucho más joven!— me dije apesadumbrado en el momento en que ya veíamos el portal de nuestra casa.

«Él debió de llegar también a la misma conclusión porque me puso una mano sobre el hombro y me dijo, con toda la amabilidad de que fue capaz:

«—No me hagas caso.

«Le sonreí porque su caricia me hacía bien. Y así se lo dije mientras enfilábamos la escalera…

«—¡Adiós, señora Herminia!

«La portera esbozó su mejor saludo con un movimiento de cabeza.

«—Pobre mujer —pensé—, su hijo la tiene preocupada. ¿Y quieren que yo me vaya? ¿Para qué? ¿Para preocupar a la mía? ¡No, no, desde luego que no! ¡Al menos mientras pudiera iba a seguir de paisano y lo más lejos posible de cualquier tipo de guerra!

«Pero la presión era continua.

«Mientras sacaba la llave del bolsillo y abría la puerta de nuestro piso, mi tío atacó de nuevo:

«—¿Sabías que su padre murió en la guerra de Cuba?

«Desde luego que sí. Sabía, además, que su fiel marido había desaparecido en la Primera Guerra Mundial. Sí, sí, al estallar la conflagración estaba en Francia ejerciendo el comercio y así no pudo evadirse a tiempo del contumaz torbellino y pagó con su sangre el hecho de estar en el sitio equivocado por una burla del destino. Sí, el llamado esqueleto de la guerra se había ensañado de forma muy especial con la señora Herminia: ¡El padre, el marido… y ahora, el hijo!

«—¿Eres tú, Carlos?

«La voz de mi mujer que salía de la cocina, me alegró como siempre, terminando por licuar los últimos vestigios de los lúgubres pensamientos que atormentaban mi alma desde hacía horas.

«—¡Hola, mamá!— saludé también a mi vieja que estaba haciendo punto, como siempre que podía. Decía que le gustaba estar preparada para cuando vinieran los nietos… Nos besamos. Y mientras mi tío, después de encender su pipa sexagenaria, se acomodaba en el saloncito, junto a mi madre, me dirigí hacia la cocina y tras pasar la cortina que hacía las veces de puerta que la separaba del salón comedor, vi a Sonnia luchar a brazo partido con un guiso. Allí estaba. Llevaba un delantal de colores que le había regalado una amiga suya con motivo de nuestra boda y como estaba muy bien cortado y le caía graciosamente, ella no perdía ocasión para lucirlo. Me acerqué como un felino y la abracé por la cintura a la par que le besaba el cuello repetidas veces.

«—Tonto…

«Aquel reproche me sonó en los oídos como el más hermoso de los cantos primaverales de todos los pájaros juntos. Aflojé un tanto el estrecho abrazo a la que la tenía sometida y le permití volverse.

«¡Qué hermosa me pareció en aquel momento! Llevaba los brazos arremangados hasta más arriba de los codos, permitiendo ver lo bien torneados y sanos que eran. Tenía en su cara unas pocas y graciosas manchas de tomate que contrastaban notablemente con la finura natural de su cutis. En cuanto a su busto y resto del cuerpo, poca cosa le puedo decir. Tan sólo que gritaba bien a las claras los veintiún años que había cumplido hacía poco. Ahora, al volverse, me dedicó una sonrisa tan elocuente que me hizo olvidar de golpe todas las preocupaciones pasadas que me quedaban. ¡Qué hermoso es saber que somos amados! Tener la seguridad… Los ojos no engañan y ella me estaba sonriendo desde lo profundo de sus pupilas. Y cuando me ofreció su boca… ¿Qué podía hacer sino sellarla con la mía? Un segundo, dos, tres, cuatro… ¡qué se yo! ¡Estuvimos juntos, soldados, tal vez una eternidad! Porque, dígame, ¿qué es el tiempo sino una manera sutil y convencional de ver las cosas? Por eso, nuestro beso estaba situado por encima del bien y del mal y prescindía de cualquier consideración temporal. Así que habríamos seguido pegados el uno al otro de no haberse producido un seco y desagradable olor a quemado. Ella se volvió con presteza hacia su guisado y me lo señaló, estallando en una carcajada angelical:

«—¿Te acuerdas?— me preguntó.

«Claro que me acordaba. Unas escenas como aquella se habían sucedido de forma continua a lo largo y ancho de nuestro corto período de casados. Cuando pudimos servir la comida, o lo que quedaba de ella, mi madre y mi tío intercambiaron unas miradas preñadas de inteligencia.

«Y así fue como aquel día de domingo lo pasamos en familia. Pero había algo extraño en el ambiente. No podría decirle que era, mas la atmósfera estaba tan cargada que nos obligaba a adoptar espesos silencios o a iniciar secas conversaciones sobre temas baladíes. Era una de esas ocasiones que no sabes lo que pasa y que, incluso, estás nervioso sin motivo aparente…

«Fue al día siguiente cuando descubrí la razón que nos inquietaba:

«Volvía de mi trabajo habitual cuando percibí la silueta de mi mujer en lo más alto de la escalera, justo en el rellano donde se abría la puerta de nuestra vivienda. En principio, aquello no me inquietó demasiado porque estaba bastante acostumbrado a que me recibiese en aquel sitio… ¡Fue su cara…! La cara que conocía tan bien estaba desencajada, demudada y sin color…

«El corazón me empezó a saltar como un loco:

«—¿Qué pasa, Sonnia?

«Sus ojos estaban preñados de lágrimas cuando me dio sin decir palabra aquel telegrama azul del Ministerio de la Guerra. Entonces, el corazón se me aceleró mucho más y hasta noté como la sangre llegaba a mis sienes con cierta dificultad. Presa de nerviosismo que no traté de ocultar, abrí el comunicado allí mismo.»

 

3

Carlos cesó en su narración por unos momentos y se pasó la mano por su despeinada cabeza, cómo si quisiera reunir y ordenar sus pensamientos.

—¿Le llamaban al frente?— inquirió el ciego, con gran simpatía.

Su interlocutor dibujó un buen movimiento afirmativo con la cabeza, pero al darse cuenta de la inutilidad del mismo, musitó:

—Sí… Si aquel domingo hubiéramos salido de la casa después del desfile y comprado el diario como hacíamos siempre que íbamos camino de la iglesia, habríamos visto ni nombre impreso en las listas que el Gobierno mandaba publicar periódicamente. Pero ya le he dicho que no lo hicimos y como nadie me avisó, aquel telegrama, para el que yo no estaba preparado, aunque lo esperaba, casi me provoca un infarto.

—Lo siento. ¿Ha dicho algo de una iglesia?

—Después, después…

—Perdone, siga por favor.

—Nadie valora lo que tiene como aquel que está a punto de perderlo todo, se lo aseguro.

—Claro… ¿Y que pasó?

—Pues, verá…— Carlos, más calmado y más tranquilo, reanudó el hilo de su narración:

 

4

«En cuatro cortas frases me comunicaban que mi quinta era imprescindible en el frente y que debía presentarme en la Caja de Reclutas de forma inmediata si no quería incurrir en no se qué pena por prófugo. ¡Qué ironía! Yo que casi me había ofendido con mi tío por haber sugerido que me presentase voluntario y ahora tenía que ir a la fuerza.

«Cuando Sonnia supo en realidad de lo que se trataba, pese a haberlo sospechado con creces a lo largo de toda la tarde, no pudo reprimir sus nervios y me tocó hacer de consolador cuando estaba para que me consolasen. Y así fue cómo nos quedamos los dos en el rellano de nuestro piso sin saber qué hacer ni que actitud tomar… Ella, dando salida a unas lágrimas largo tiempo retenidas y yo, pobre de mí, acariciando sus cabellos en silencio. Pero mire, mientras la dejaba desahogarse apoyada en mi duro pecho, yo mismo iba ganando convicciones y fuerzas. Al parecer, a cada segundo que dejaba pasar, mi cacareada condición masculina iba resolviendo por sí sola el fondo y la base del problema y pronto estuve a la altura de las circunstancias; es decir, en las condiciones de afrontarlo como debía y se esperaba de mí.

«Mientras tanto, el telegrama se había caído en el suelo hecho un guiñapo… Recuerdo que estuvimos mucho rato sin decir nada ninguno de los dos. Bueno, ¿y qué? En aquella situación mal podrían quedar las palabras y eso que me esforzaba en buscar las que fuesen capaces de hacernos volver en sí. Mas, todo fue en vano. Y allí habríamos seguido largo tiempo a no ser por la portera que nos encontró en el transcurso de una de sus rondas. Así que, a pesar de todo, fui incapaz de salir solo del marasmo emocional en el que me encontraba. No me avergüenza reconocerlo. Aquello de mi fuerza varonil era un camelo. Seguía tan perdido como al principio y eso que mi disparatada mente trabajaba con cierta rapidez… Fue la señora Herminia la que rompió aquella atmósfera irreal y tensa…

«Al vernos abrazados así, de aquella forma, exclamó algo preocupada:

«—Sonnia, Carlos… ¿Qué pasa?

«Mi mujer, ya liberada de la tenaza, señaló el telegrama del suelo sin decir palabra. Algo hay en las mujeres que aun sin hablar se entienden a la maravilla. Nuestra portera se agachó presurosa y sólo le hizo falta echar una ojeada al arrugado papel para darse cuenta de la situación.

«—Lo siento— musitó, y lentamente continuó subiendo el resto de escaleras como si a cada escalón le crecieran las dificultades.

«Ya le he dicho que odiaba a la guerra. ¡Quizá más que yo! Al menos de una forma diferente. Es ese silencio, esos ojos, esa rebelión interna… esa impotencia. Desde luego, la verdad es que tenía muchos más motivos que yo para odiarla, pues lo que sabía justificaba ampliamente su actitud. Pero creo que había algo más. El sólo hecho de que también se me llevasen al frente la llenaba de mucha congoja, de una congoja fiel y sincera. Era una de esas mujeres que necesitan prodigar amor constantemente y desde que le faltó el hijo, Sonnia y yo habíamos ocupado en parte el objetivo de su ajada vida. Por ese motivo la habíamos invitado a comer con nosotros infinidad de veces. Además, se llevaba muy bien con mi madre y, lo que es más curioso, con mi tío. A éste le encantaba su presencia y muchas veces, ya en la sobremesa, mi mujer y yo habíamos intercambiado mil miradas y hasta palabras picarescas que tenían la virtud de sonrojar a fondo a los interesados. Es cierto que las contiendas y las guerras engendran rencor, dolor, odio, muerte y miseria, pero a veces, entre los fríos rescoldos de sus cenizas, aparecen cariños que prueban la indestructibilidad de la realidad humana.

«Mientras pensaba en todo aquello, reconocí la habilidad que tenemos los humanos para zafarnos, al menos de forma mental, de las obligaciones y más si éstas son muy desagradables. Así que, haciendo un duro esfuerzo para vencer mi apatía, volví a la realidad y guiando con cariño a Sonnia hacia la entrada de nuestro piso, cerré la puerta tan pronto hubimos entrado.

«—Carlos, ¿de quién es el telegrama?

«La voz de mi madre volvió a romper mi entereza y hasta me llenó de pesar. Me era difícil tener que explicarle que tenía que ir a la guerra. Siempre había tenido con ella un cierto temor a producirle algún daño y si podía evitarle problemas, mejor. Pero no tenía más remedio que decirle la verdad… ¡Ya debía saberla, pero quería oírmela decir a mí! Así que… Pero, milagrosamente, fue mi mujer la que me sacó del apuro. Se me adelantó y abrazando a la que me dio el ser, exclamó:

«—¡Mamá, se me lo llevan a la guerra!

«—Se me lo llevan…— pensé. Y me di buena cuenta de que el mundo de las mujeres resultaba muy particular. Así que juzgué oportuno ser más explícito:

«—Mamá… Ahora están llamando a los de mi quinta para reforzar el frente y…

«Tuve que volverme de espaldas tratando de no mirar de frente a sus ojos preñados con una pena inmensa. Pero tuve que volverme de nuevo cuando su mano se posó con suavidad en uno de mis hombros:

«—Hijo…

«—¡Lo sé madre, lo sé! Es que no quiero ir a la guerra… Ya sabes lo que pienso y…

«—Ni yo quiero que vayas —y añadió con una humildad extraordinaria—: El avestruz esconde su cabeza en la tierra cuando ve algún peligro creyendo que así podrá evitarlo. No, no me preocupa tanto el hecho de que tengas que ir al frente como el que no lo hagas preparado.

«Comprendí. Era inútil que me torturase tratando de solucionar aquello de acuerdo con mis principios. ¡No tenía opción! No podía aducir objeción de conciencia en un estado de guerra real. Tenía la obligación de ir y… ¡basta! Por unos momentos me vino a la mente la idea de huir a la vecina Francia pero, ¿qué sería de los míos? ¿Tal vez podríamos marchar todos? No, no podríamos pasar la frontera y si me cogían me fusilarían, con lo que el remedio sería mucho peor que la enfermedad. ¿Qué podía hacer, pues? Ya lo sé: Apelaría, protestaría… No, tampoco, yo no era más que un número entre tantos… Así que, sacando fuerzas de mi flaqueza, aseguré:

«—Sí que lo estoy, mamá. Iré, pero trataré de no usar las armas. Mi Dios está en contra de la muerte y no mataré a nadie por nada del mundo. Sí, sí, eso es lo que haré. Intentaré encontrar un servicio alternativo. ¡No temas, no te defraudaré!

«—Eso está mejor— afirmó ella, mientras se sentaba y continuaba su interrumpida tarea. Me daba a entender que mi aire decidido le había convencido, pero yo sabía lo que sentía en el corazón. Por eso tuve un presentimiento cuando iba a traspasar el umbral de mi alcoba, siempre abrazado a Sonnia. Me volví hacia ella para remachar mi argumento, pero lo que vi me dejó sin aliento: ¡Mi madre estaba llorando… en silencio! ¡A la mejor manera de las madres…! Mire, no sé si se dio cuenta de que la estaba mirando, pero lo cierto es que levantó su cabeza y me miró a su vez con ternura, los ojos preñados de lágrimas, los labios temblorosos… Mas no me dio la sensación de que lo hacía a causa de quedarse sin alguien que pudiera protegerla, no, sino por quedarse sin nadie amado a quien proteger, sin alguien a quien mirar…

«Lo cierto es que aquella mirada me llenó de congoja y hasta se me atascó la lengua y con ella, la idea que quería exponer. Nunca he sido muy fuerte en sentimientos como la entereza o la decisión y en aquella ocasión no iba a ser una excepción. La mirada llegó a mi corazón de forma tan directa que, desde aquel momento, supe que la amaba más y más, ¡y que la comprendía! Y lo que es más importante, ella me comprendía también. Y me alegré. Me alegré por no encontrarme otra vez con esa soledad moral tan temida por mí. En medio de aquella situación extrema, mi madre y mi mujer, las dos, no sólo me comprendían, sino que me lo hacían saber.

«Al día siguiente al mediodía decidimos invitar una vez más a la señora Herminia a comer con nosotros. Y como era lo acostumbrado desde hacía tiempo, mi tío fue el voluntario encargado de comunicárselo. ¡Aquella iba a ser mi última comida en casa…! Así que, a medida en que se acercaba la temida hora del desenlace, Sonnia y aun mi misma madre acusaban de forma visible toda la amargura que sentían en sus corazones. Menos mal que mi tío me animaba sin cesar con mil y una frases heroicas, tal vez para disimular su propia congoja. ¡No, no es lo mismo entregas ajenas que propias! En el fondo, yo sabía que también sentía mi marcha.

«—No te preocupes —me había dicho—. Cuidaré de la casa en tu ausencia y luego te recibiré con los brazos abiertos al volver lleno de gloria.

«—¡Así sea!— pensé. Pero siendo un pesimista por naturaleza mi mente estaba engendrando negativos pensamientos que no me estaban ayudando. Claro que, como ya se lo tengo dicho, intentaba por todos los medios a mi alcance que no se me viesen en la cara. Aquello de la estoicidad masculina no podía fallar. ¡Qué ejemplo de entereza iba a dar si no a mi mujer! Pero, poco a poco, lentamente, hasta aquel subterfugio me estaba fallando.

«Cuando Sonnia dijo que la comida estaba preparada, mi lucha interior parecía estar en todo su apogeo.

«Los cinco nos sentamos a la mesa.

«Cuando terminé la oración de gracias por los alimentos, mi mujer estalló por fin:

«—¡No puedo más!

«Llena de nervios se levantó de la mesa y desapareció corriendo hacia nuestra habitación dejándonos sin saber qué hacer en medio de un silencio denso y pesado:

«—Bueno, no hay para tanto —exclamé, en un tono que no convenció a nadie—. ¡Aún estoy vivo!

«—¡Buen muchacho! —concedió mi tío. Pero luego su reconocida experiencia le hizo continuar—: Anda, ve con ella.

«—Pero, ¿y la comida?

«—¡Al diablo con ella!

«—Sí, puede que sea lo mejor— y seguí a Sonnia contento por tener una excusa pasable para abandonar la mesa y la estancia. Pero aún tuve tiempo de ver como el hombre trataba de distraer a las dos amigas con unos juegos de manos muy hábiles. Si alguien podía quitar hierro en una situación límite, era él. Porque yo… bueno, usted ya me entiende… Yo sólo sabía que hay momentos en la vida en los que uno no encuentra ni explicación ni posibilidad de escape. Y que yo me encontraba en uno de ellos. Por eso, cuando entré en nuestra habitación, estaba saturado de pesar. De un pesar extraño si quiere, pero pesar al fin. Y me sentía incómodo, indeciso… ¡Ya no podía analizar nada! En aquellos momentos no sabía si sentía miedo hacia la conflagración o repulsión hacia todo lo que ella representaba. ¿Me comprende? Al fin reconocí casi sin esfuerzo que lo que realmente me dolía era el hecho de tener que abandonar a su suerte a toda mi familia. Quizá tendría que haber experimentado otros sentimientos que amenazaban con ahogar mi conciencia, pero el tener que dejarlos solos era lo que me producía el amargo dolor que sentía.

«—¿Por qué tienen que existir las guerras?— pregunté por enésima vez. Pero debí adornar la queja con tanto dolor y extrañeza que Sonnia se volvió hacia mí y me llamó con cariño. Obedecí en silencio y cuando llegué al sitio que ocupaba, cogió mi mano aprimiéndola con amor y me dijo señalando a la ventana:

«—Mira, ¡qué hermoso!

«Tenía razón. A través de la ventana entreabierta de la habitación se veía el mar azul verdoso, y tanto sus colores como las indolentes olas que se arrastraban hasta la playa para morir en la arena, nos estaban hablando de la vida, de la nuestra y hasta de la naturaleza entera. Varias gaviotas se arrullaban sin cesar, atreviéndose a besar la superficie del agua salada para elevarse hacia las alturas dejando atrás aquellos generosos estallidos de espuma que, como jalones, marcaban el punto exacto de su ágil contacto. El sol, en su cenit, supervisaba todo el conjunto como garantizando tanta alegría y dicha. Como le digo, toda la tierra hablaba de amor y felicidad. Todo había sido creado para el solaz y gozo humanos… En aquel instante dos gorriones, casi corroborando lo que estaba pensando, acertaron a pasar por delante de nuestros ojos hablando de amor con sus alocadas persecuciones y sus perfectos trinos…

«Me sentí más enamorado que nunca. Ya sabe que soy muy influenciable y la carga emocional del momento era tremenda. Me dejé acariciar la mano largo rato, insensible al tiempo, contemplando aquella belleza que hablaba de colores, de oxígeno, de música, de olor, de movimiento… Nunca había experimentado un abandono igual. Al final me zafé del abrazo de mi mujer y me la llevé en volandas a la cama en donde nos amamos como nunca antes lo habíamos hecho. Fue una posesión y una entrega animal, plena, completa. Todavía encima de ella, vacío, alisaba sus cabellos mientras la besaba en todos los salientes y rincones de su cara, incapaz de separarme de su cuerpo. Sus brazos rodeaban mi cuello con una cadena de amor en su último y desesperado esfuerzo por retenerme a su lado. Entonces miré otra vez cara: ¡Su rostro resplandecía tan fuerte y de forma tan especial que mis preocupaciones desaparecieron del todo, casi por completo! ¡Era cómo si nunca hubiesen existido…!

«Por fin me miró con una luz que aún no había visto brillar nunca en sus ojos:

«—Carlos…

«—¿Sí?

«—Si tengo un hijo tuyo mientras estés fuera de casa… ¿cómo quieres que le llame?

«Hoy recuerdo muy bien aquella escena: Rodé hacia un lado de la cama, como para no causarle daño alguno. Y es que su declaración, disfrazada de pregunta, me cogió tan de sorpresa que por unos momentos no supe articular palabra ni hacer ningún gesto. Fue una acción refleja para dar tiempo a mi mente a digerir la nueva realidad. Yo no sé como reaccionan otros padres cuando su mujer les dice que van a tener el primer fruto de su matrimonio. Pero lo cierto es que sentí una alegría tan infinita que me transportó al séptimo cielo y me hizo ser el más feliz de los mortales. Me vestí de prisa, viendo como mi torpeza alegraba a mi mujer y balbuceando incoherencias, la cogí por la cintura y la levanté por los aires.

«Y allí, abrazados en medio de la pequeña habitación conyugal, pasamos los momentos más felices de nuestras vidas…

«Después, dejando que ella se arreglase, salí gritando y corriendo hacia el comedor y a pesar de que noté que el bueno de mi tío no había conseguido levantar el ánimo de las mujeres, empecé a besarlas y abrazarlas con euforia. Quizá debieron pensar que estaba loco al oírme gritar como un energúmeno, pero la verdad es que se alegraron conmigo cuando les pude explicar lo que pasaba. Las dos salieron como exhalaciones hacia nuestra habitación para ver cual llegaba primero a besuquear a mi Sonnia. Ahora, eso sí, al verlas desaparecer, algo me dijo que no estaban tan sorprendidas como aparentaban.

«Mi tío, sí. El pobre ser estaba tan fuera de juego como yo mismo. Por fin me abrazó y me dedicó una palabras que no repito porque son demasiado gruesas y ahora no vienen a cuento. Mire, ¡hasta me invitó a fumar con un tabaco que guardaba como oro en paño en un escondrijo invulnerable!

«—¡Ya eres hombre, Carlos! —afirmó, paladeando el negro humo de su cigarro—. ¡Seguro que será varón!

«¡Qué sensación tuve! El sólo hecho de pensar en esa posibilidad, me llenó el pecho de bravura. ¡En aquellos momentos me sentía otro muy distinto! ¡Sí, era otro! ¡Qué lejos me parecían ahora todos los peligros, los aciagos pensamientos y las retorcidas preocupaciones! Yo nunca había sospechado que el ser padre cambiase tanto a los hombres… Me sentía el centro real de todas las miradas y atenciones y por primera vez en dos días supe que haría el papel que se esperaba de mí.

«Tal vez piense que exagero mucho; sin embargo, eso es lo que sentía.

«Pasamos el resto de la velada haciendo planes en un clima de verdadera alegría y cuando, a las cuatro, empecé a preparar el equipaje, hasta mi mujer parecía mucho más calmada y dueña de sí. Lo digo porque, bajo la severa supervisión de mi madre y de la señora Herminia, parecía disfrutar metiendo en mi maleta trastos y más trastos que se me antojaban inservibles.

«—Puede que lo necesites— argumentaba. Claro que para llevar todo aquello habrían hecho falta tres maletas y no una…

«De alguna manera nos pusimos de acuerdo y llegó la hora de las despedidas:

«Ni qué decir tiene que fue entonces cuando se desató el verdadero drama. Y la angustia, contenida durante tantas horas, afloró con toda su poder y fuerza. Para terminarlo de arreglar, los vecinos habían ocupado todos los rellanos de la escalera y me hablaban a la vez, dándome mil ideas, consejos, recomendaciones, sugerencias, deseándome la suerte de los vencedores… ¡Cómo si yo pudiese detener el camino de las balas! Claro que como no me tengo por desagradecido, puse cara de buenos amigos y estreché sus manos y abracé sus cuerpos… ¡Ya lo creo que me cuidaría…! Además, ahora tenía un motivo mejor para volver sano y salvo:

«¡Mi hijo!

«Me despedí de mi madre…

«Parecía calmada, pero noté en el fondo de sus ojos la angustia que embargada a su alma.

«Al darme el beso, me dijo:

«—Hijo, piensa mucho en Dios. Sí, cada día. Cómo te he enseñado… Cómo has aprendido… Quiero que sepas que no pasará una hora sin que interceda al Creador por ti. Pediré por tu vida, por tu salud, por tu conciencia…¡No nos defraudes! ¡No luches contra lo que has aprendido! Confía en Dios y El te ayudará siempre. Piensa que yo… que todos nosotros te necesitamos y que te queremos mucho… ¡Hijo, creo en ti!

«—¡Gracias mamá, no te fallaré..! Señora Herminia…

«—¡Adiós, Carlos! No nos olvides.

«—¡Nunca, de verdad! Sonnia…

«Aquí la cosa fue más difícil. Me abrazó en presencia de todos y lloró sobre mi pecho.

«—Tienes que ser valiente —le susurré al oído—, y cuidar de nuestro hijo.

«El sólo hecho de recordárselo, la reanimó:

«—Carlos… ¡Te esperaré siempre!

«—Yo…

«El bueno del tío colaboró a finalizar aquella interminable despedida, diciendo:

«—¡Vamos o llegaremos tarde!

«Había decidido acompañarme hasta la Caja de Reclutas en donde debía pernoctar aquella noche para salir al día siguiente hacia el frente tras formar parte de un desfile similar al que habíamos visto el domingo anterior.

«—¡Sí! —reconocí, aliviado—. ¡Adiós, adiós a todos!

«Miré hacia atrás y comprendí lo que debió de sentir la dura mujer de Lot. Me ablandé todavía más al ver como se llenaban de lágrimas los ojos de los míos.

«—¡Adiós! —repetí—. ¡Sonnia, mamá, no dejéis de venir a despedirme…! ¡Adiós!

«Los vecinos me saludaban al pasar:

«—¡Adiós, hombre…! ¡Adiós…!

«Empujones, apretones de mano, golpes a la espalda… ¡hasta me daban fruta para el camino!

«Cuando por fin pudimos salir a la calzada, me volví por última vez. Vi a mi Sonnia encaramada en la ventana de nuestro pequeño rellano haciéndome elocuentes señas con la mano.

«Le lancé un beso y traté de encontrarme a mí mismo.

«—Pues bien, ahora que estamos solos —empezó mi acompañante—, tengo que decirte que también siento que te vayas.

«—Lo sé tío, lo sé. ¡Gracias!

«Durante el resto del trayecto ya no hablamos más. Y le agradecí que respetara mi deseo de poner en orden todas mis ideas. Eso sí, pensé que a cada paso que dábamos me alejaba más de mi casa y me acercaba a mi destino… Uno, dos, tres, cuatro… Me puse a orar mentalmente y debo reconocer que, poco a poco, me fui tranquilizando creyendo que el Señor me iba a cuidar de forma clara y personalizada. Entonces, el corazón recuperó su ritmo normal. Las manos me dejaron de sudar y las piernas de temblar.

«Cuando vimos el edificio de la Caja ya estaba dispuesto a encararme con lo que fuera menester.

«La Caja de Reclutas de mi zona estaba habilitada en un enorme caserón que ocupaba toda una gran manzana. En conjunto, era un edificio mal cuidado y ruinoso y con la fachada sucia a más no poder. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser una fundición de hierro, pero sus negras y grandes paredes interiores aún hablaban bien a las claras de su glorioso pasado laboral. Para acabar de arreglar las cosas, estaba ubicada en una sombría calleja que iba a desembocar al mar (donde antes llegaban los barcos que traían los enormes lingotes y se llevaban el material manipulado), después de haber superado a dos talleres de forja y a una factoría de gas.

«Cuando doblamos una de las esquina de la calle en cuestión, tomamos contacto con la realidad al comprobar, no sin cierta sorpresa, que el cuartel habilitado parecía un hormiguero. ¡Todo aquello estar hirviendo! La razón era simple: Habían llamado a dos quintas a la vez, la mía y la anterior, y pese a que el motivo del encuentro dejaba mucho de ser alegre, los chicos que ya se conocían de antes se saludaban alborozados recordando los tiempos pasados de convivencia y camaradería. Los gritos y las alegrías no eran sino la válvula de escape de la presión de cada cual…

«Uno de los de mi reemplazo, me reconoció:

«—¡Eh, chicos! ¡Mirar, mirar quien llega…! ¡Es «alma de cántaro»!

«Fueron muchos los que se volvieron a la vez tratando de  verme entre los que esperábamos en el patio. Alguien debía de haberse ido de la lengua mucho más de lo conveniente… Luego, vivieron los cachetes, empujones y apretones de mano. ¡No en vano habíamos pasado juntos casi dos años de nuestra vida haciendo el servicio militar normal…!

«—¡Hola, Pérez! ¿Ya te has casado?

«—¡Quia! —contentó el que entre nosotros tenía fama de conquistador—. ¡Las mujeres no se fían!

«Un coro de carcajadas acogió la salida al tiempo de que mi tío comprendió que allí ya no tenía nada que hacer. Por eso se despidió:

«—¡Cuídate!— me dijo, dándome la mano.

«Nos fundimos en un fuerte y sincero abrazo y dio media vuelta, marchándose cabizbajo. Aquello me hizo pensar si no estaría algo equivocado respecto de él. Sí, no le habían gustado nunca mis ideas, pero ahora, su consternación parecía sincera.

«—En fin —pensé—, ¡qué sea lo que Dios quiera!

«Un golpe en el hombro me hizo tambalear impidiendo que siguiera con mis divagaciones.

«—¡Hola, bebé! ¿Vienes preparado? ¡Esta vez habrá jaleo de verdad!

«Me volví un tanto y miré con cierto detenimiento al alto mocetón, chocándome su aire provocativo. También noté con el rabillo del ojo, que todos sus compañeros nos veían esperando acontecimientos. No podía perder la ocasión, pues me jugaba en ella mi paz y mi respeto futuros…

«Así que me decidí a actuar aun a sabiendas de que iba en contra de mis escrúpulos:

«—Pues, empecemos— exclamé, y rápido como un rayo le lancé un gancho con tan buena fortuna que le alcancé de lleno en el mentón y obligándole a perder el equilibrio, le hizo caer en tierra. Tal vez le cogí desprevenido porque a lo mejor no se esperaba una reacción de aquel talante, dada mi proverbial pasividad, pero lo cierto es que se quedó allí con la boca abierta de par en par. Seguramente le habían achuchado contra mí para pasar el rato y ahora, al verse en tierra, no se lo podía creer.

«Todos sus compañeros se estaban riendo a mandíbula batiente hasta que, por fin, se acercaron y mientras unos iban a ayudar al enorme caído a ponerse en pie, otros me felicitaron por aquella inesperada victoria.

«Yo ni siquiera sabía que aquella reacción era la señal de que algo había cambiado dentro de mí.

«Cuando el muchachote acertó a entender todo lo que le había pasado, me dio la mano sin rencor porque era muy noble, mientras que el coro de ¡vivas! y ¡hurras! se hacía más intenso evidenciando que me habían aceptado entre ellos como uno más.

«—Me llamo Roberto Deltell y me he merecido el golpe… ¿amigos?

«—Claro que sí —le dije casi con alegría, contento de no seguir teniendo que demostrar nada—. Yo me llamo Carlos.

«—Lo sé.

«Chocamos las manos con fuerza e íbamos a continuar charlando, cuando se presentó un oficial en la puerta del patio, y nos gritó:

«—¡Reclutas! ¡Coger vuestros trastos e ir pasando de uno en uno!

«Así lo hicimos. Ya no tenía la sensación de encontrarme solo. Avancé hasta situarme en la cola, seguido por el tal Deltell que parecía no querer separarse de mi.

«Cuando llegamos a la altura de la mesa de aquel oficial registrador, me preguntaron:

«—¿Nombre?

«—Carlos Martín.

«—¿Nacido…?

«—En Barcelona.

«—¿Edad?

«—Veintisiete años, señor.

«—¿Casado?

«—Sí, señor.

«—Deja de usar tanto señor por el momento… ¿Dirección actual?

«—Atlántida, 120, 3º 2ª.

«—¿Arma?

«—Infantería.

«—¿Cómo terminaste el servicio?

«—Como cabo primera, señor.

«—¡Está bien, pasa!

«Me desplacé despacio hacia la mesa que estaba a su lado, y allí ya me dieron la ropa de campaña y el equipo completo. Mas tarde nos destinaron y resultó que Deltell también vino conmigo, aunque nunca supe si influyó la suerte o fue él quien pidió ser mi compañero. Lo cierto es que cuando nos enviaron a los vestuarios estaba contento a más no poder. Y así me lo dijo:

«—Me alegro que me haya tocado estar contigo. ¡Creo que vamos a hacer buenas migas!

«—Te lo prometo.

«Luego, mientras me cambiaba de ropa y enterraba la de paisano en el fondo de la maleta de cartón, sentía crecer la nostalgia en lo más hondo del pecho… Mi compañero debió de adivinarlo, porque me dijo con simpatía:

«—Duele, ¿verdad?

«—Desde luego— reconocí. Aquel muchacho no era tan torpe como aparentaba su corpachón. No, tenía madera. Cuando menos era muy sagaz y no podía negarle cierta dosis de sensibilidad. Decididamente íbamos a congeniar.

«A la sazón, estábamos confinados en un cuartucho con seis literas que ahora aparecían llenas de ropas y cosas de otros tantos hombres. Aquella oficina, habilitada como dormitorio, iba a hacer historia. Y como quiera que Deltell conocía bien a los otros cuatro, me los presentó mientras terminábamos de ordenar el bagaje:

«—Aquí, Puig.

«—¡Hola!

«—¡Tanto gusto!

«—Reverté, Montblanc y Roig…

«—¿Qué tal muchachos?

«—¿Eres «alma de cántaro», no?— preguntó uno de ellos, aunque nunca supe quien fue pues yo estaba peleándome con mi maleta.

“—¡Era!— se apresuró a puntualizar mi amigo Deltell.

“—No. Creo que en el fondo aún soy el mismo.

“Risas, cachetes y hasta apretones de manos sellaron el principio de amistad del que guardo tantos y tan buenos recuerdos.

“Cuando salimos de allí todos para ir a los comedores, parecíamos otros. Habíamos dejado con nuestra ropa de paisano aquellos problemas y preocupaciones que tanto nos habían embargado hasta la fecha. Incluso, y no me avergüenzo de decirlo, tarareábamos de alegría tal vez impulsados por esa volátil sensación que conlleva la sana juventud. Aquellos nuevos amigos, ataviados con uniforme de serie, eran como una nueva válvula de escape que nos liberaba de cada una de nuestras presiones particulares. ¡Aquellos relucientes correajes! ¡Aquellas crujientes botas! ¡Aquellos gorros orientados hacia todos los puntos de la rosa de los vientos…! No me haga caso, la verdad es que nuestro aspecto provocaba la hilaridad al más serio de los presentes. ¡Éramos carne de cañón, pero a nadie se le ocurría pensarlo! En aquellas horas nuestros corazones rebosaban salud y esperanza.

“Particularmente, como lucía los reglamentarios galones de cabo en el gorro y en la bocamanga e iba rodeado por los componentes de mi escuadra, que fingían un porte y una marcialidad que no sentían, me creía un general de cuatro estrellas. ¡Ay que ver cómo nos gusta el mando, el poder! Creo que se podría escribir todo un tratado sobre el tema… Le confieso que me olvidé del por qué estaba allí y no en mi casa y del terror cerval que había sentido siempre hacia cualquier tipo de guerra. ¡Qué necia es la humanidad que confía en su vanidad…! Atinó a pasar por allí un simple teniente y todo mi castillo se deshizo en el aire.

“Saludamos… Y cuando entramos en la antigua sección de modelistería ligeramente habilitada para ser comedor de la tropa, me hice los suficientes reproches como para obligarme a ser el que era. Así fue como se impuso mi cordura y al sentarme a la mesa ya había ganado la toda la batalla.

“¡La primera cena en el cuartel me supo mal! ¡Muy mal! ¡Cuánto eché de menos a Sonnia y a mi madre! De verdad, al recordarlas, una amarga nostalgia llenó mi alma hasta saturarla por completo… Mar tarde, cuando lo pude comentar con mis nuevos compañeros, supe que todos eran de la misma opinión.

“Puig, comenzó:

“—¡Puaf, qué potaje! ¡Cuánto me acuerdo de Adela!

“—¡Y yo de mi mujer!

“—¡Y yo de la mía!

“—¡Toma…! ¡Y yo de la mía!

“—¡Pues yo también la echo mucho de menos! –tuve que reconocer.

“—Pues, ¡yo no! —terminó Roig—. Bueno, quiero decir que no puedo acordarme de mi mujer porque no estoy casado— remachó con cierta picardía al notar nuestras miradas cargadas de reproche.

“Reímos de nuevo con ganas. Estaba visto que en aquel ambiente uno no podía encerrarse dentro de sí mismo por mucho tiempo… Al final, el apetito pudo más que nuestros recelos y cenamos.

“Aquella noche el toque de queda nos cogió a los seis en la cama contándonos nuestras respectivas aventuras, que no eran otra cosa que los sucesos más irrelevantes que habíamos protagonizado durante los tres años de larga separación. Cuando nuestras voces se convirtieron en un murmullo indeterminado les propuse:

“—¿Queréis que haga una oración por todos?

“—¿Qué?— gruñó casi sin querer el que ocupaba la litera superior derecha.

“—No fastidies— murmuró otro.

“—Yo creo que estaría muy bien —cedió Deltell—. No perdemos nada y tal vez lo podamos necesitar.

“—De acuerdo. Por nosotros puedes hacerla… pero que no sea larga, por favor.

“Y la hice. Claro que la hice. Creo recordar que oré con una reverencia poco corriente, y al final, tres de aquellos hombres me dieron las gracias.

“Al día siguiente, la metálica diana nos despertó muy temprano. Saltamos del catre de mala gana y empezamos a recoger nuestro equipo teniendo la sensación de que teníamos los minutos contados. Bueno, entiéndame. Lo que quiero decir es que nos dieron muy poco tiempo para recogerlo todo y prepararnos para la marcha. Así que, entre eso y el nerviosismo del momento, no dábamos pie con bola. Al rato, llevamos las maletas al patio para que las transportaran directamente a la estación, a aquel convoy especial que ya nos aguardaba. Inmediatamente después, nos hicieron preparar bien para el desfile: Repasamos las armas, estiramos los uniformes, enderezamos las mangas y gorras… Así, poco a poco, empezamos a ocupar todos los puestos: Y se formaron las primeras escuadras, los pelotones, las secciones, las compañías, los batallones y hasta el regimiento, con individuos como nosotros, de las quintas llamadas a filas el día anterior y otras que estaban aguardando destino.

“El coronel, su abanderado y su estado mayor ocuparon su lugar…

“Mis cinco hombres también. Los cinco formaban a mi lado, firmes, pecho salido, barbilla alzada, ojos al frente…

“El clarín gritó la orden y a ritmo, con marcialidad, la totalidad del regimiento empezó a salir al exterior de la enorme fábrica cuartel. Los primeros vítores revolvieron nuestra sangre y animaron nuestros legos espíritus. Pero comprendí a tiempo la realidad de aquel juego: ¡Qué bien estudiada estaba la marcha militar! ¡Sí, sus notas y su cadencia guerrera nos animaba…! ¡Nos animaba…! ¡Nos animaba…!

“Cerca del sitio donde días antes mi tío y yo mismo había contemplado otro desfile similar, vi a Sonnia y a mi madre. Un poco más lejos, al tío y a la señora Herminia… ¡Habían venido todos! Al verlos así, la mano que aguantaba el mosquetón se me iba tratando de dibujar el último saludo, el último gesto, pero me contuve al notar las inquisitorias miradas de nuestro oficial recorriendo las líneas. Pero sin embargo, las manos de ellos no tuvieron otro impedimento que la voluntad. De manera que se alzaron describiendo gestos y saludos en el aire, tanto es así que el beso de mi mujer lo noté en la misma boca… ¡Qué sensación más rara experimenté en aquellos momentos! Por una parte me causaba dolor el sólo hecho de pensar que dejaba a las mujeres sin protección, pero por la otra, al sentirme parte activa del conjunto vitoreado, me gustaba cantidad. Sin embargo, no sé, quizá fuese una sensación mía, pero me pareció que los aplausos de aquella multitud estaban más apagados y hasta menos unánimes que los del domingo anterior. Bueno, tal vez no. No lo sabía… Al final me contagié del entorno general y empecé a comportarme con la marcialidad y el abandono de mente y alma que esperaban mis superiores y deseaban los espectadores.

“Los problemas de cualquier soldado no cuentan en la guerra.

“Lo extraño es que me daba cuenta de todo. Y lo peor era que a cada paso que daba hacia una supuesta gloria futura (¿?), me alejaba de mi familia otro tanto. Por fin mi sentido común y mi anhelo de supervivencia, vencieron una vez más en la sorda lucha interior y empecé a reanimarme apenas hube traspasado el umbral de una de las puertas del la llamaba estación del Norte… Apenas había perdido de vista a mi querida familia… y a mi tío.

“Entramos allí en una recta y perfecta formación y tras romper filas e identificar los equipajes, ocupamos nuestros asientos en el tren.

“Justo en el momento en que nos estábamos deseando suerte los unos a los otros con fuertes apretones de mano, la máquina, tras un agrio concierto de pitidos, dio el brusco tirón.

“Con el vapor, la alegría se esfumaba y el silencio se adueñó de todos los vagones…”

 

5

“De aquello ya habían pasado seis largos meses.

“Las primeras escaramuzas contra el enemigo tuvieron la virtud de destrozar nuestros uniformes y rebajar nuestra moral hasta límites insospechados. Muchos de aquellos muchachos que vi reír el día del encuentro en la Caja de Reclutas habían dejado de existir y muchas de nuestras esperanzas e ilusiones, habían sido cercenadas por la realidad de la vida en las trincheras.

“Aquel era el balance de nuestro ejército…

“Desde luego, en la viña del Señor tiene que haber de todo, por eso, los más optimistas aún tenían la certeza de que la contienda se terminaría pronto de una manera o de otra. Pero lo cierto es que nuestro frente se encontraba totalmente inmovilizado muy tierra adentro y que no había manera de avanzar ni un solo paso. Y empezó a cundir el desánimo. Déjeme que se lo diga. Ya sé que parezco una persona negativa, que ve problemas y pozos por todos los sitios, pero es que es la verdad. Los que habíamos nacido frente al mar, lo echábamos de menos. Y más sabiendo que hacía quince días que no habíamos tomado un baño decente… ¡Je…! Me divertía comprobando la facha que tenían mis compañeros de armas. Claro que la mía no estaría mejor. Aquello era parte de la gloria que nos daba la guerra: ¡Hambre, sueño y… parásitos! Perdone otra vez. ¡Aquellas eran nuestras medallas! ¡De tres clases! ¡Les teníamos más miedo que a todos los enemigos que nos atacaban una y otra vez tratando de destruirnos!

“Con unas cosas y otras, aquellos primeros meses de experiencia guerrera fueron muy duros para nosotros. Y bueno, debo decirle que mi apodo recorrió en todos los sentidos las columnas de soldados. Sólo que esta vez el “alma de cántaro” tenía connotaciones de admiración. ¡Ya lo creo! La razón del cambio, si es que había alguno, se debía a un hecho singular. Verá: La misma impotencia que sentía por no poder ver una rápida solución al conflicto en el que estaba envuelto, me hacía sentir una rabia sorda,  salvaje y profunda, y creo que esa misma desesperación me obligaba a realizar unas pequeñas proezas que antes jamás habría soñado siquiera. Por otra parte, ahora debo reconocerlo, estaba el deseo de no querer borrar de la mente de mis hombres la buena impresión que se llevaron el primer día en que nos encontramos. De manera que mi escuadra era respetada y hasta emulada por el resto del regimiento. Luego, mis cinco compañeros, envidiados por la suerte que el destino les había deparado al darles la oportunidad de luchar codo a codo con “alma de cántaro”, el invencible cabo primero y sargento después. Ni que decir tiene que ellos eran los primeros que se hinchaban y enorgullecían de estar a mi lado. Por eso no cabían en su pellejo, por cierto, muy sucio como ya le tengo dicho…

“—¡Sargento “alma de cántaro”!— la voz me resultó lejana en aquella oscura y sucia trinchera repleta de hombres. Creo que hasta mascullé un gruñido al comprobar que el autor de la llamada no era uno de los míos.

“—¡Sargento “alma de cántaro”!

“¡Ah, olvidaba decirle, aunque se lo he insinuado, que me habían ascendido muy recientemente a consecuencia de una incursión que realizamos con mucho éxito entre el enemigo. Pero aún no me había acostumbrado a la nueva situación. Me perdía entre la burocracia y el organigrama de la compañía y eso que tenía un capitán como una casa y nos entendíamos perfectamente.

“—¡Sargento…!

“Por fin me volví:

“—Sin novedad, mi teniente.

“—El capitán quiere verte.

“—¡A la orden! —concedí, luego grité—: ¡Deltell, ocupa mi sitio!

“—¡Sí, señor!

“Cuando pasé por su lado le lancé un mojicón:

“—Eso de “señor” lo será tú.

“Estaba contento porque me había compenetrado muy bien con aquellos muchachos. Había sabido ganármelos, es cierto, pero es que eran especiales. De buena pasta, ¿me comprende? Creo que en aquel momento cualquiera de ellos habría dado su vida por mí persona. Así de claro. Los seis habíamos congeniado tanto que el nuestro era un caso comentado hasta entre los mandos. Por el contrario, la otra escuadra de mi pelotón aún no había traspasado la línea de la confianza, claro que hacía poco tiempo que les mandaba…

“—¿Da su permiso, mi capitán?

“—Adelante…

“—¡Se presenta el sargento “alma de cántaro”, señor!

“—Bien, Martín. Descanse.

“Extendió un arrugado plano sobre la mesa de campaña delante de sus tres jóvenes tenientes, pero comenzó a hablarme directamente a mí acerca de mi próximo objetivo de comando.

“—El “Batallón de la muerte” les abrirá paso hasta aquí mismo —terminó señalando un punto en el papel—. Nada más, después ya sabe lo que tiene que hacer.

“—¡Sí, señor!

“—Puede retirarse.

“—¡A sus órdenes!

“—¡Ah, y mucha suerte… muchacho!

“—¡Sí, señor! ¡Gracias, señor! Teniente…

“—Puede llevarse la escuadra que prefiera.

“—¡Gracias, señor! ¡A sus órdenes, señor!

“Salí de la tienda con la impresión de que el oficial había confiado demasiado en mí al adjudicarme una misión tan delicada y difícil. Tal vez mi fama empezaba a cobrarme dividendos y ya me estuviese dando la clave de mi propia mortaja. Aquella era una incursión real, seria y peligrosa, y aún no sabía hasta que punto iba a poner a prueba mis principios y mis ideales… Ya tenía una cierta experiencia y tenía miedo de lo que podía pasar. Además, sabía que, en determinadas circunstancias, cuando estamos avanzando empujados por el espíritu y la letra de la supervivencia, nos convertimos en animales… ¡Y yo no quería perder el dominio de mí mismo!

“—En fin —terminé por pensar con cierto orgullo en los hombres de mi escuadra preferida, ya la había elegido mentalmente para acompañarme—, ya veremos como salimos de ésta.

“Al llegar a la trinchera, Reverté fue el primero de la línea que me interrogó:

“—¿Qué? ¿Vale la pena?

“—Demasiado, amigo. Nos han largado ni más ni menos que la operación “biberón.”

“—¡Ya…! —Reverté, a su vez, se lo pasó a Puig pegando los labios en el oído que tenía más a mano—: ¡Tenemos en cartera la operación “biberón.”

“Puig pasó la noticia al que tenía a su derecha y cuando llegó a Deltell, el último de mis hombres en la trinchera, preguntó por el mismo conducto:

“—¿De qué se trata?

“Al llegarme la pregunta, y mientras me colocaba en mi puesto, en medio de ellos, les fui advirtiendo:

“—Mañana buscaremos un buen lugar y os lo explicaré. Ahora… ¡atención!

“Les señalé de forma significativa las líneas enemigas… Y otra vez volvieron todos a escrutar la obscuridad que la luna nueva nos regalaba… ¡Hasta las estrellas parecían haber huido de aquel campo de sangre!

“Más o menos hacia la medianoche vinieron a relevarnos y nos trasladamos a nuestra camuflada tienda agotados por completo y llenos de un cierto nerviosismo. Pero, aun así y todo, nos quedamos dormidos como troncos…”

 

6

Carlos hizo una pausa en su narración para decir:

—Voy a reavivar el fuego y a calentar el café que nos ha sobrado, ¿le parece bien?

El ciego consintió pensativamente con un gesto y tras un pequeño periodo de tiempo, dijo:

—Durante aquellos días, ¿no supo nada de su esposa?

—¡Ya lo creo! —exclamó su huésped, echando más leña en el fuego del sencillo hogar—. Siempre que podía me enviaba unas cartas tan largas que tardaba días enteros en poderlas asimilar del todo.

—Comprendo.

Carlos terminó de preparar el café sin otra interrupción y le dio una taza al ciego.

Ambos lo tomaron en silencio.

Circunstancia que les permitió oír los gritos de los que habían entregado su cuerpo a Baco a través de la frágil puerta de la calle.

Una voz se destacó entre las demás:

—¡Viva la verbena de San Juan…!

Y la respuesta:

—¡Viva!

Carlos, exclamó con tristeza:

—Cuando pienso que esas voces podrían haber sido la mía, le estoy más reconocido.

El ciego sonrió:

—Pero no lo son. Y eso ya no debe preocuparle.

—Sí, bueno… ¿Un cigarrillo?

—¡Gracias!

Carlos se lo encendió y tras inhalar unas bocanadas de humo azul, como para coger fuerzas, continuó hablando:

 

7

“La diana nos sorprendió en lo mejor del sueño…”

 

———

TERCER NUMERADOR

JAVIER

  1

“Nos enderezamos todos a regañadientes y salimos al exterior. Y la brisa de la mañana nos reanimó de tal forma que compensó en parte la falta de sueño que padecíamos.

“El sol luchaba por abrirse paso entre las nubes del este, tiñéndolo todo de un maravilloso rojo que contrastaba con la grisácea superficie de la tierra. Así, cada arbusto, cada mata y cada roca, proyectaban su propia sombra, cómo si de veras quisieran crecer, cómo si el bondadoso contacto solar fuera el ansiado estímulo que estaban esperando para demostrarnos la grandeza de su paz natural. Cómo si quisieran ser el punto de mira, perdone la expresión, de mis pobres reflexiones, cómo si quisieran ser testigos del abismo que había entre la creación humana y la divina…

“A pesar de que no oíamos el piar de los pájaros, como hubiera sido lo natural, desde la altura en donde estaba ubicado el campamento, podíamos apreciar fácilmente toda la hermosura del paisaje colindante. Así, aparte de las extensiones grises ya enumeradas que correspondían a zonas sin cultivas o monte bajo, habían otras que, por el contrario, presentaban el inconfundible verde de la vida rural y la riqueza. Lo lamentable del caso, lo antinatural, eran aquellas trincheras que habíamos cavado en los días anteriores siguiendo un trazado tortuoso y poco corriente para dificultar en lo el trabajo de la aviación enemiga. Los caprichos de cada teniente u oficial habían bastado para romper la ecología de la zona y menguar la economía de los pueblos de los alrededores. Desde la altura de mi observatorio, pensé que aquellos feos e irregulares cortes hechos en la tierra, se parecían a unas sanguijuelas que se ensañaban con su presas. Claro que la realidad era otra, como puede suponer. Estaban hechas de prisa y corriendo para protegernos del fuego enemigo y servirnos de base para nuestros contraataques. Por ejemplo, ahora mismo, varios de mis pobres acompañantes las ocupaban siguiendo la estrategia que les diese ventaja en lo que pudiera pasar. Menos mal que aquella noche habíamos disfrutado de una aparente calma debida en parte a que la víspera habíamos hostigado con denuedo al enemigo, obligándole a replegarse hacia su propio terreno, y en parte a causa de una enorme tormenta eléctrica que hacía inútil y peligroso cualquier movimiento guerrero. Por cierto, eso de haber hecho retroceder a nuestros oponentes, no era una cosa corriente desde hacía mucho tiempo, pero es que nada corriente. Al menos en lo que respecta a mi regimiento, noche tras noche conseguíamos un balance negativo… y volvíamos a hacer nuevas trincheras… pero más cerca del mar, cada vez más cerca del mar. Algunos comentaban por lo bajo que de continuar así, pronto las cavaríamos en la mismísima Rambla de las Flores.

“Desde luego, nuestros mandos no estaban ni tranquilos ni satisfechos con aquella marcha de los acontecimientos. Una de las pruebas más evidentes la teníamos en aquel sistemático retroceso, en las nuevas trincheras y en la guardia que tuvo que hacer nuestro pelotón toda la noche. ¡Antes bastaba con cuatro horas, incluso con dos…! Los soldados rasos, y yo me incluía entre ellos, no sabíamos una palabra del estado general de la contienda, así que no es de extrañar que cundiera la desmoralización entre las agotadas filas. Pero, a veces, corría la voz de grandes y gloriosas victorias conseguidas por nuestras fuerzas en otros sitios y lugares y un poco de ánimo nos recalentaba la sangre hasta que la lógica nos hacía ver que aquéllas eran más teóricas que reales… La verdad es que nuestro enemigo nos iba cercando poco a poco porque tenía más hombres y más material que nosotros… ¡Sí, creo que le ayudaban varias potencias extranjeras! Nuestro temor era que algún día pudiera cerrar del todo su tenaza de hierro a nuestras espaldas…

“Por eso íbamos retrocediendo.

“—Sargento, el café.

“La voz de Deltell me sirvió de excusa una vez más para zafarme de las garras de funestos pensamientos.

“—¡Bah! —pensé para justificarme—. ¡No puedo ganar la guerra yo solo!

“Luego añadí en voz alta:

“—¡Gracias, Roberto!

“Lo tomamos en silencio acompañado de lo que pudimos localizar en la cocina de campaña, puesto que por aquel entonces no andábamos demasiado sobrados de comida precisamente.

“Antes de terminar y tener tiempo para pensar, que es una mala afición en los campos de batalla, ordené:

“—Recoger el equipo y las armas, que nos vamos a ir muy pronto.

“—¿Cómo de pronto, jefe?— inquirió el enigmático Roig.

“—¡No lo sé…! Estoy a la espera de la confirmación de la partida. Por eso debemos estar preparados para irnos en cualquier momento de la mañana.

“—¿Vamos a ir todo el pelotón?

“—No, sólo esta escuadra. Como siempre. Ya he hablado con el otro cabo y, pese a su insistencia, ha comprendido que debe acatar nuestras órdenes y quedarse aquí. ¡Ya tendremos tiempo de desarrollar acciones conjuntas!

“—Me alegro.

“—Y yo.

“—Venga, ¡al trabajo!

“Cargaron al hombro las mochilas en silencio, aprestaron las municiones, engrasaron las armas… y, finalmente, la tienda se vino abajo y la plegamos con cuidado.

“Estábamos estibando las raciones, cuando se presentó ante nosotros el capitán y el teniente en persona:

“—Sargento —me avisó Reverté—, el capitán.

“—¡A sus órdenes!

“—¡Hola, muchachos! ¿Estáis listos?

“—¡Sí, señor!

“—Bien, me alegro. ¿Qué escuadra se lleva?

“—La primera, señor.

“—De acuerdo. ¡Saldrán enseguida!

“—¡Sí, señor!

“—No obstante sargento, aguarde mi señal.

“—¡A la orden, señor!

“Cuando los oficiales se marcharon a terminar su ronda por las líneas, me encaré con mis hombres:

“—Como veis no me ha dado tiempo para explicar en que consiste la operación “biberón”, así que lo haré sobre la marcha, durante el camino.

“Montblanc habló por todos:

“—No hace falta que digas nada. Te seguiremos de todos modos.

“Los demás asistieron con gestos significativos hasta que, por fin, Reverté preguntó:

“—¿No moriremos?

“—¡No moriremos ninguno!

“—De acuerdo, ¡gracias! ¿Cuándo nos vamos?

“—Ya habéis oído que debemos esperar la señal del oficial, pero estar tranquilos porque lo han previsto casi todo —repuse—. Dentro de un cierto tiempo nuestras tropas atacarán al enemigo con todos sus efectivos y nosotros nos escabulliremos en la confusión que se origine.

“—Bien.

“—¡Agrupaos junto a mí!

“Como haciéndose eco a mis palabras, el campamento empezó a revivir y en unos segundos todo fue bullicio y actividad. Los hombres se movían con rapidez cumpliendo cada cual con su trabajo. En un santiamén, las tiendas fueron plegadas, las ametralladoras preparadas y la última pieza de artillería que poseíamos, en posición. Después, cada uno ocupó su sitio. Esperando en silencio a que la suerte les deparase el hecho de poder contarlo cuando el sol volviera a caminar por el mismo sitio.

“Otra vez se nos unió el capitán, sólo que ahora vino con su asistente. Pero llevaba la misma cara. Algo sabía que no quería o no podía decirnos… En fin, fuese lo que fuese ya saldría a la luz…

“Hizo una señal en una dirección determinada… y el oficial artillero dio la orden: A su conjuro, una andanada de metralla cruzó los aires mientras las ametralladoras escupían sin cesar su terrible mensaje mortal. Todos los mosquetones libres de nuestra compañía se sumaron con rapidez a las dos fuentes mortales anteriores y entre unas y otros convirtieron aquel remanso de paz en un infierno. Claro, el enemigo contestó con ganas y con creces. Tan granado era su fuego y tan potentes sus armas, que sus balas acariciaban peligrosamente los picachos de las piedras que se levantaban a su nuestro alrededor y que hasta entonces nos habían servido de protección, en tanto que las nuestras sólo levantaban penachos de polvo a unos cien pasos de sus vanguardias. Pero lo importante era que entre unos y otros estábamos creando la justa confusión que tenía que conseguir que nuestra marcha pasase inadvertida.

“Por eso, en un momento dado, la voz del capitán hubo que esforzarse para hacerse entender. La verdad es que aún no sé como lo consiguió, pero lo cierto es que su orden se dejó oír a través y por encima de la batalla:

“—¡Es la hora, sargento!

“—¡Sí, señor!

“—Cuando lleguen al campamento B, me avisan. El buen capitán de aquella compañía ya tiene instrucciones para daros y os dejará el resto del material que necesitaréis en  la incursión.

“—¡Bien, señor!

“—¡Ah…! ¡Qué tengáis suerte!

“—¡Gracias, señor!

“Hice a mis hombres el gesto convenido y empezamos a retroceder…

“El llamado campamento B estaba enclavado a seis km al suroeste de allí. Y hacia él nos dirigimos porque era la primera parte de nuestro objetivo. Además, consistía, por así decirlo, nuestra retaguardia y la reserva de nuestro suministros. Por eso bordeamos las colinas circundantes, siempre hacia el sur y hacia el mar, tomando las máximas precauciones, pues no era extraño que nos topásemos con alguna de las patrullas enemigas y no queríamos ser sorprendidos, primero porque no podíamos perder tiempo y segundo, porque todos éramos necesarios para el buen desarrollo del plan encomendado.

“Por el camino de tierra, y en la medida en que el terreno lo permitía, les fui explicando los detalles que sabía de la operación que habían dado en llamar “Biberón.”

“—¡Rayos! —exclamó el siempre impetuoso Reverté—. ¿Todo eso es importante? ¿Para que quiere nuestro Estado Mayor ese olivar?

“—Ni aun yo mismo lo sé —repuse sinceramente—. Todos debéis recordar que el soldado de infantería no acostumbra a recibir ninguna explicación… Se le ordena avanzar y avanza. Se le ordena conquistar una cota y la conquista… si puede. Somos piezas de un inmenso tablero cuyos límites desconocemos, pero como estamos en el juego… ¡juguemos! ¿No os parece? Lo que vamos a hacer no tiene nada de practico a simple vista, pero forma parte de un todo y aunque todos perdamos de vida en el intento cumpliremos con nuestro deber.

“—¡Bravo! —bramó el guasón de Roig—. Ha sido todo un discurso.

“Reímos.

“Sin lugar a dudas éramos una de las escuadras más compenetradas del regimiento, ¿creo habérselo dicho ya, no?

“En esas, el fragor del combate se iba quedando lejos y el temor al peligro iba desapareciendo por momentos. Ahora estábamos avanzando por terreno conocido, local, que nos era propio, y este simple hecho restaba rigidez a la marcha; aunque, claro está, también se lo he dicho, caminábamos en fila india por lo que pudiera ser. Y no me equivoqué en cuanto al peligro aunque, justo es decirlo, reconocerlo, sí en cuanto al origen:

“Vino por el aire…

“—¡A tierra!

“Al oír la orden preñada de connotaciones de sorpresa y ansiedad, mis fieles hombres se dejaron caer como fardos de plomo y se parapetaron como pudieron.

“—¿Cómo diablos habrá podido pasar? —barbotó el buen mocetón de Deltell, señalándolo.

“—Debe estar haciendo un reconocimiento —opiné casi sin responder a su pregunta.

“Lo cierto es que, entretanto, el avión nos había visto y escupió una andanada de metralla que cruzando los aires buscaba enterrarse en nuestros cuerpos.

“—Nos tiene a su merced si no cambiamos enseguida de posición. Así que, ¡dispersaos todos —ordené—, y tratar de dispararle cuando haya pasado y esté dando la vuelta!

“Así lo hicieron, incluso yo. Paso a paso, centímetro a centímetro, avanzamos sobre los vientres, ajustándonos bien a las desigualdades del terreno. No obstante, cada nueva pasada del avión nos inmovilizaba más y más entre las grietas y aristas de las rocas, obligando a calarnos el casco de acero hasta el mismísimo cuello. Sólo cuando evolucionaba para regalarnos otra carga con el sol a favor, conseguíamos avanzar unos metros en dirección a una colina cercana que nos sugería un refugio mayor…

“Un agudo grito de dolor nos hizo volver la cabeza hacia Montblanc:

“—¡No es nada, no es nada! Solamente me ha rozado un hombro…

“El detalle terminó por colmar el vaso de mi paciencia, pues tuvo la rara propiedad de hacerme enojar de verdad. Jugándome el todo por el todo, ordené:

“—¡Ahora! ¡Al ataque!

“Y así fue como en aquella inverosímil posición, nuestros mosquetones escupieron la carga largo tiempo contenida y el avión, cogido por detrás y por sorpresa, justo cuando se elevaba después de la última andanada, no pudo obrar con rapidez y como resultado de los impactos, un humo negruzco empezó a salir de la carcasa de su motor.

“—¡Hurra!

“Cuando la máquina entró en barrena y cayó en picado para estrellarse en el suelo mucho más lejos de donde estábamos, pudimos atender al herido.

“—Si no es nada…— insistía.

“En efecto. Gracias a Dios, la bala sólo le había rozado la piel y aunque el hombro sangraba bastante, el hueso no estaba interesado para nada. No obstante, le curamos lo mejor que pudimos y después de recargar nuestras armas, proseguimos el viaje. Lo hicimos a buen paso, sin ocultar la alegría que sentíamos por haber realizado la gran hazaña. Naturalmente, todos los días no teníamos la oportunidad de derribar un aeroplano y mucho menos con armas tan inadecuadas. Claro que este detalle no nos impidió ser tan cautelosos o más que antes… Si había pasado un avión, podían pasar varios. De manera que extremamos las precauciones y aseguramos el avance cubriéndonos mutuamente. Mientras caminábamos rectos hacia nuestro destino, ni un solo momento dejamos de otear el horizonte. Le diré más, no rompimos nuestra formación hasta que Deltell, que abría nuestra columna en aquel momento, exclamó desde lo alto del promontorio que estábamos escalando:

“—¡Mirar!— y señalaba enfáticamente con su dedo hacia el pequeño valle del otro lado.

“Nos dimos prisa por llegar hasta allí y miramos hacia abajo con curiosidad.

“En el fondo de la hendidura y correteando por la pobre carretera vecinal, el coche que hacía las veces de correo avanzaba dando tumbos.

“—¡Es el nuestro!— gritó Roig, lleno de entusiasmo.

“—Vayamos a ver si tiene algo para nosotros— consentí.

“Bajamos atropelladamente por aquella ladera para salir al encuentro del vehículo.

“—¡Qué susto me habéis dado!— exclamó el conductor, cuando paró a instancias de nuestros aspavientos.

“—¡Hola, muchacho! —saludé—. ¿Llevas alguna cosa para nuestra escuadra?

“—No sé si debo…

“—¡Vamos! —le convenció Roig—. ¡Qué estamos en misión especial y no sabemos si nos volveremos a ver!

“—¡Está bien!

“—Buen chico —pensé, y luego dije en voz alta—: ¡Reverté, Montblanc…!

“—¿Sí?

“—Dar una vuelta por ese lado. No me gustan las visitas inoportunas.

“Obedecieron y cada uno se marchó en una dirección diferente mientras el correo rebuscaba en su valija.

“—¡Aquí hay una para Reverté…!

“—¡Dámela! —dije—. Yo se la daré.

“—¡Otra para Deltell…!

“—Mi mujercita…

“—Otra para Puig.

“—¡Bien por mi Adela!

“—Otra para usted, sargento.

“—Seguro que es de Sonnia.

“—¡Vaya! Aquí hay dos para Montblanc.

“—¡Abusón!

“—Dámelas, yo se las daré también.

“—Pues… ¡ya está todo!

“—¡Eh! —gritó Roig—. ¿Y para mí?

“—Otra vez será, hermano –terminó el correo con cierta picardía.

“—No sé por qué pero me parece que a tu Luisita no le gusta la infantería— pinchó Deltell.

“—¡Cállate! Mi novia tiene muchos aires…

“—Lo que quiere decir es que prefiere a ciertos aviadores terminó con delicada sorna el tranquilo de Puig.

“—¡Imbécil!

“—Vamos chicos, vamos —tuve que intervenir divertido por la comicidad de la cara de Roig—, que no tenemos para nosotros todo el día. ¡Venga, sigamos andando…! ¡Ah, y no abrir las cartas o llegaremos tarde a nuestro punto de encuentro —añadí el ver los inequívocos movimientos de ellos—. Guardarlas y cuando estemos en lugar seguro ya nos enteraremos de lo que nos cuentan nuestras mujeres.

“—Bueno. A juzgar por lo que abulta, la mía debe haber estado escribiendo todo el día— rió Deltell, mesándose la larga barba con evidente satisfacción.

“—¡Vamos!— ordené, viendo como me iban obedeciendo uno tras otro. Por eso, hice una seña a los hombres que había destacado como escuchas y empezamos a avanzar deslizándonos hacia el campamento B mientras el coche correo reemprendía su lenta marcha hacia el nuestro y, en consecuencia, hacia el frente.

“Muy pronto nos alcanzaron Reverté y Montblanc y pude entregarles su correspondencia. El primero de ellos, más impetuoso, abrió su boca para decirnos algo cuando un estridente silbido nos taladró los oídos:

“—¡A tierra! ¡Cuerpo a tierra!

“Nos dejamos caer otra vez al suelo como piedras al tiempo en que el terrible obús de mortero se estrellaba a unos doscientos metros de nuestra situación.

“—Parece que hoy es fiesta— exclamó Reverté, al tiempo que trataba de alcanzar la carta que había soltado al oír el grito.

“La siguiente granada hizo blanco por detrás nuestro.

“Fue Roig el primero que lo vio:

“—¡Mirar! ¡Han alcanzado al correo! ¡Pobre cabo…!

“En efecto. En la mitad de la carretera se podían apreciar los restos del coche que transportaba la correspondencia del regimiento. A la vista de aquella imagen quedamos en silencio por unos momentos, muy quietos e incapaces de reaccionar.

“Al fin Reverté estalló:

“—¡Malditos! ¡Esto es un crimen de guerra…! ¡El correo es sagrado!

“—No te martirices, pues no creo que quisieran destruirlo.

“—Entonces, ¿tú crees que esa peladilla iba destinada a nosotros?— me interpeló Deltell.

“—Seguro. El avión habrá radiado nuestra posición antes de abatirlo.

“—¡Diablos!

“—Sí, es posible…

“—Seguro. Eso debe haber sido— terminó por reconocer, creo que Montblanc.

“—Sí, porque eran disparos de mortero…

“—Entonces, ahora que han callado habrán enviado a una patrulla.

“—Claro… Sí, es posible. Así que, adelante… ¡y a toda marcha!

“Nos pusimos de nuevo en movimiento al tiempo en que caía otra bomba justo detrás de nosotros. Evidentemente estaban disparando a ciegas…

“Pasó otra larga media hora antes de que llegásemos al campamento B. Así que cuando por fin lo hicimos sin más contratiempos dignos de mención, estábamos sudorosos y llenos de polvo. Pero, ¡nos esperaban! Tanto es así, que tan pronto asomamos las narices por entre las tiendas, nos llevaron a presencia del capitán de la compañía:

“—Se presenta el sargento apodado “alma de cántaro”, señor. Operación especial.

“—¿La “gato montés”?

“—¡La “biberón”, señor!

“—¡Ah, bien…! ¡Sargento!

“Su ayudante entró en el interior de la tienda como una flecha:

“—¡A sus órdenes!

“—¡Qué atiendan a estos hombres inmediatamente!

“—¡Sí, señor!

“—Luego, avisa a todos los tenientes para que deshagan el campamento dentro de una hora. ¡Nos vamos!

“—¡A la orden, señor! Vosotros, seguirme.

“Nos despedimos del oficial de una estrella y tres barras y fuimos tras el sargento por entre las alineadas tiendas de campaña. Por fin se paró ante la puerta de una de ellas y nos la concedió ordenando que nos trajesen agua para beber y pan para comer.

“—Oiga, sargento —inquirió el guasón de Reverté—, ¿no podemos darnos un bañito?

“—Lo siento. Ni siquiera puedo prestaros una simple hoja de afeitar… Ya lo habéis oído, ¡tenemos una hora!

“—Comprendo…

“—Mi sargento —dijo otro—, en vez de agua, ¿no podría traernos un poco de coñac?

“—¡Está bien! Os traeré las dos cosas.

“—¡Muy bien, señor! —aplaudió Roig—. Eso es ser un buen sargento. Aunque el nuestro también lo es, ¿eh?— añadió al ver mi cara.

“—Desde luego, y bastante famoso —repuso aquel. Luego se encaró conmigo—: ¿Quieres venir? Te enseñaré todo el material y…

“—¡Vamos! —accedí, luego hablé a los míos—: Vosotros, leer las cartas de vuestras familias ahora que podéis y tú, Roig, ya que no tienes nada que hacer, ven conmigo.

“Obedeció sin rechistar, casi alegre por el solo hecho de poder acompañarme. Claro que se ganó un buen mojicón cedido gentilmente por Montblanc que era el que estaba más cerca de la puerta de lona:

“—¡Por cabezota, por rascalana y por no haberte casado aún!

“Y mientras el coro de risas se adueñaba del interior de la tienda, acompañé al sargento y al disgustado chico hasta otra similar que por aquel entonces estaba ocupada únicamente por un radiotelegrafista.

“Al verlo, aproveché la oportunidad:

“—¡Póngame con el campamento A, por favor!

“—¡Sí, señor!

“Mientras el soldado lo localizaba, mi compañero nos indicó el material que habían preparado para nosotros…

“—Tenéis tres radioteléfonos portátiles, ametralladoras y munición en abundancia. Estas son las órdenes que he recibido, lo demás corre de tu cuenta.

“—¡Así es! Gracias, amigo. Roig, recoge los transmisores y llévalos a la tienda. Luego haz que aquellos haraganes vengan a buscar el resto del material.

“—De acuerdo.

“Recogió lo indicado y desapareció como una centella gozando de antemano por hacer trabajar a los que se le habían burlado.

“—Bien —exclamó el otro—, tengo que irme a preparar todo lo demás. ¡Hasta luego!

“—¡Adiós… y gracias!

“—Sargento… mi sargento… ¡Ya lo tengo!

“Me volví con rapidez hacia el radio y le cogí el teléfono que me tendía:

“—¡Capitán Fortín al habla! ¿Me oís? Cambio.

“—¡Alto y claro, capitán! Soy “alma de cántaro.” Cambio.

“—Habla Carlos, te escucho…

“—Hemos cubierto el primer objetivo, señor.

“—¡Muy bien, muchacho, suerte!

“—Ha cortado, señor— me dijo el operador al ver mi cara.

“—Ya…

“Me quedé pensando en mi loca situación. ¡Suerte! Pero suerte, ¿para qué? Créame si le digo que en aquellos paréntesis mentales me sentía cansado de aquella vida de continuos sinsabores, de deseos defraudados y de ansias incompletas… Eran pensamientos que me asaltaban de golpe y cuando menos me lo esperaba… Y para postre, ya lo sabe, la conciencia se me sublevaba día a día; tanto es así, que a cada paso que daba en la dirección contraria a mis ideas, me remordía sin que la pudiera aplacar con razonamientos más o menos bien hilvanados. Mi problema no parecía estar resuelto con claridad ya que estaba en el frente disparando contra mis propios hermanos siendo un cristiano convencido. ¿Qué le parece? Por aquel entonces aún no había encontrado ningún argumento que pudiera tranquilizar mi espíritu… Y ahora me deseaban suerte para matar. (¿?). Busqué y rebusqué en mi mente las excusas que justificasen el derramamiento de sangre en lo que iba a ser mi escaramuza seria y no encontré ninguna. Tenía la mente vacía… Se me había quedado en blanco tratando de digerir el buen deseo de mi capitán. ¡Suerte…! ¿Para que no me mataran o para que cumpliese el cometido al pie de la letra? Por un momento tuve como un destello de luz en lo más recóndito de mi cerebro y comprendí con pena que me alejaba de Dios a cada minuto que pasaba.

“—¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Tan pronto he olvidado las enseñanzas de mi niñez?

“El nudo que me oprimía la garganta me hacía ver que aún reaccionaba, qué odiaba a la guerra más que nunca; pero, ¿qué podía hacer yo? Siempre la misma pregunta… ¿Me podía culpar de algo en lo que no intervenía nada mi voluntad? ¡Sólo era un mandado, un peón del juego! ¿Acaso podía reprocharme por el hecho de empuñar un arma? ¿Podía negarme? ¡Estaba hecho un lío! No sé cuántos segundos pasé sin saber bien qué determinación tomar ni qué justificación seguir. Empezaba a estar muy cansado de tanto titubeo e indecisión. Es verdad que cada nuevo acto que debía emprender lo analizaba hasta el punto de enfrentarlo con mi conciencia, pero de ahí no pasaba. Es más, fuese lo que fuese el resultado lo llevaba a cabo sintiendo cada vez una mordedura menor… Ya sé que el pecado endurece muchas conciencias, pero nunca había imaginado hasta qué punto. No sé, parecía como si me estuviese acostumbrando a todo aquello y ya me daba igual cuatro que cuarenta…

“—Espero que a la larga Dios me librará de este peso del alma —pensé con ganas. Y luego, de pronto, tomé una fiel decisión—: ¡De ahora en adelante no atentaré más contra la vida de mi prójimo!

“Pero mientras hacía una oración a Dios pidiendo ayuda para resolver una situación tan contraria a sus preceptos, sabidos por mí desde el regazo de mi madre, mi rostro debía estar traduciendo la borrasca que anidaba en mi corazón, pues el radio me preguntó lleno de inquietud:

“—¿Se encuentra mal, mi sargento?

“—¿Eh…? ¡No… no! No es nada. Estoy algo cansado simplemente.

“—Eso es lo que nos pasa a todos, señor. Odiamos esta maldita guerra. Mire, llevo luchando casi dos años, ¿y qué voy a conseguir?

“—Pues…

“—¡Qué me maten y que le den una medalla a mi mujer a cambio! Por otro lado, si me presenta el lado patriótico de la conflagración, no sé hasta que punto estoy haciendo bien, ¿me comprende? ¡Esta no es mi guerra! Así que con esta situación no es nada extraño que nos encontremos cansados, por no decir hastiados… Perdón, mi sargento… no sé si debía…

“—¡Bah! No te preocupes. Creo lo mismo y sé que tienes razón. Los hombres somos los peores seres de la tierra creada. Muchos dicen que somos lobos para el hombre. Es verdad. Luchamos encarnizadamente los unos con los otros por un palmo de tierra o por imponer las ideas… ¡Jamás lo hacemos por algo natural como lo hace el más insignificante de los irracionales que luchan por subsistir! También tienes razón al afirmar que no hay guerras justas, no hasta ese extremo de matarnos los unos a los otros sólo por pensar diferente o por haber nacido en una región distinta. Es ridículo, pero real. En fin… Cuándo me contemplo llevando esta ropa que detesto porque quiere ser un uniforme sin serlo, cuándo siento la cara llena de parásitos y el pelo descuidado, cuándo noto como el estómago se retuerce por el hambre, cuándo no sé lo que hago estando tan lejos de mi mujer y de mi familia, de los míos e incluso de Dios, me pregunto: ¿Estaré soñando? Mire soldado, a veces espero que se rompa el encanto y encontrarme de nuevo en mi cama con colchón de lana, junto a Sonnia, mi mujer. Pero es inútil, el peso del casco de acero se encarga siempre de hacerme volver a la dura realidad.

“—Perdone mi sargento, creo que es un sentimental. Sin embargo, entre nosotros, tiene fama de todo lo contrario.

“—No hagas nunca caso de la fama ajena, muchacho. A veces, las apariencias engañan tanto que distorsionan la realidad. Porque salió bien una pequeña escaramuza, me llaman valiente y esforzado… ¡Bah! Como tú mismo decías antes, ¿de qué me va a servir? Mira, hace tiempo conocí a un hombre que odiaba tanto al fuego que se alistó en el cuerpo de bomberos, ¿comprendes?

“—Pero…

“Cogí una de las ametralladoras ligeras de las que se amontonaban allí, y le dije:

“—¡Fíjate! ¡Cientos de balas! Y cada una de ellas puede llevar escrita la muerte para un hombre, ¿existe valentía en el hecho de saber usarla?

“—Sargento…

“La voz de Montblanc me hizo girar en redondo y como aún empuñaba el arma en una actitud que no dejaba lugar a dudas, mi querido amigo se quedó en suspenso y sin poder continuar:

“—¡Ah! Yo… yo…

“—¿Dónde están los demás?

“—Ahí… ahí, afuera…

“—¡Hazlos pasar que no tenemos todo el día!

“Cuando desapareció con la rapidez de que fue capaz, me encaré con el radiotelegrafista al tiempo en que dejaba el arma en su lugar:

“—Si no fuera por estos ratos —afirmé riendo y guiñando un ojo—, acabaríamos todos locos.

“—¡Uf! Confieso que también me asuntó a mí.

“Al oír las carcajadas aparecieron las curiosas cabezas de Deltell y del propio Montblanc por el trozo de luz que ofrecía la puerta de lona de la tienda.

“—Pasar, pasar, muchachos.

“—Carlos…

“—Sargento…

“—¿Aún estamos así, Montblanc?

“—Es que… ¡vaya susto que me he llevado!

“—Eso te demuestra que no hay que descuidarse nunca. ¡Venga, recoger el material!

“Justo en el momento en que abandonaba la tienda, oí comentar al radio:

“—Es un tipo extraño, pero, ¡válgame el cielo! Me gustaría luchar a su lado.

“Por el camino me encontré con los demás:

“—¡Venga holgazanes, ir en ayuda de Deltell y Montblanc!

“Entré en nuestra tienda y me deje caer con indolencia sobre un fardo. Cerré los ojos para tratar de evadirme de aquel campo de nerviosismo, pero a través de la delgada pared de lona oía con claridad los movimientos de los hombres que levantaban el campamento a toda prisa. Y no pude descansar. Entonces me acordé de la carta de mi mujer y la saqué con fruición del fondo de mi macuto. Tras acariciarla unos momentos estuve tentado en abrirla, pero comprendí a tiempo que la ocasión no era la adecuada. Mis hombres estaban a punto de volver y aún tenía que explicarles los últimos detalles de la operación que íbamos a comenzar enseguida; así que, dejando escapar un largo suspiro, la volví a meter en su lugar.

“Aquella maniobra fue hecha muy a tiempo.

“Entraron uno tras otro cargados con el material que nos habían dejado y tras dejarlo en el suelo, se acomodaron también como pudieron.

“—¿Qué pasa, Carlos?— me preguntó Deltell por todos, al ver mi apatía.

“—Nada importante… Pero mentiría si dijera que no estoy preocupado. No, no puedo ocultaros la posibilidad de que alguno de nosotros no vuelva de esta excursión. Es una premonición… las perspectivas no parecen ser las más alentadoras.

“—¡Bah! —aseguró Puig, tratando de levantar nuestros ánimos—. ¡De peores hemos salido!

“—¡Y de ésta también saldremos con bien!

“—Mejor que así sea —repuse—. Pero nos será necesario redoblar la vigilancia y el sentido común puesto que nos dejarán solos en el peor momento.

“—No te preocupes…

“—Mira, ya no puedo evitarlo. ¡En fin, hay que moverse! ¡Qué Dios nos ayude!

“—¡A… mén!

“—¡Amén!

“Se levantaron al mismo tiempo que yo y coincidiendo con la entrada del sargento que nos estaba ayudando:

“—¡”Alma de cántaro”!

“—¡Aquí estoy!

“—Prepárate… Dentro de diez minutos echaremos abajo la tienda.

“—Entendido, estamos preparados —y mientras que aquél desaparecía por donde había venido, me encaré con mis hombres que parecían estar esperando algo—: Amigos, esto va en serio. Y dado a que tenemos que dividirnos en tres grupos en la fase final, tú Deltell te encargarás del segundo y lo formarás con Roig.

“—¡A la orden!

“—Enterado…

“—Montblanc…

“—¿Sí?

“—El tercero estará a tu cargo.

“—De acuerdo.

“—Te llevarás a Reverté…

“—¡Sí, señor!

“—Bien, eso es todo. Roig, tú vendrás conmigo.

“—Encantado, señor.

“—Otra cosa. Recoger los teléfonos y las ametralladoras desmontadas. Que cada equipo cargue las municiones a partes iguales pues de ello depende en gran parte el éxito o el fracaso de nuestra misión.. y nada más, compañeros. ¡Dios permita que regresemos todos sanos y salvos!

“—¡Así sea!

“Cómo habían aprendido a seguirme la corriente…

“En unos segundos, en el interior de la tienda, todo fue bullicio, nervios y actividad. Cada grupo fue acomodando el material como pudo: Las ametralladoras, que aunque livianas eran del tipo más moderno, fiable y eficaz que poseíamos, fueron ajustadas en los cansados hombros; los teléfonos de campaña acoplados en los equipos de los mandos de los pelotones y tratados con mucho cariño, pues todos sabíamos por instinto lo que significaba una avería en aquellos aparatos en plena guerrilla y aun en la guerra convencional; las cananas de munición fueron a engrosar nuestro propio gordo pertrecho de campaña que ya incluía el fusil de asalto, la bayoneta, el cuchillo, el plato, el macuto, la cantimplora… En fin, cuando salimos al exterior, Reverté tuvo motivos más que suficientes para reírse de nuestra facha:

“—Parecemos tortugas— pudo decir cuando la risa se lo permitió.

“Tenía razón y por eso su gracia cayó en un terreno muy abonado. Sólo hay que imaginarse por un momento el cuadro que podían ofrecer unos hombres sucios, con barba de varios días y cargados como animales con el material descrito. Claro que nos consolaba el hecho de pensar que todo nos sería necesario o, cuando menos, que no podíamos prescindir de nada de acuerdo con el bendito reglamento y las ordenanzas de la guerrilla.

“Con todo, cuando aquellos servidores del campamento B tiraban al suelo y plegaban la tienda de campaña que tan brevemente nos había cobijado, el escozor que daba o provocaba la operación inminente, la primera importante desde que estábamos en campaña, la “biberón”, empezó a mermar la moral de nuestros hombres.

“Deltell me dijo:

“—Siento que no podamos ir juntos.

“—Y yo también— secundó Reverté.

“Por la mirada del resto de los hombres comprendí que todos estaban de acuerdo en el sentimiento.

“Creí que mi deber era mitigarlo un poco:

“—Cuando el capitán me lo dijo, también a mí me supo mal y creerme que trate de hacer lo posible por evitarlo. Empezamos juntos esta rara campaña y así debiéramos terminarla, pero no hubo forma humana de disuadirlo. Sin embargo, esta es la razón de los radioteléfonos. Se los pedí para que pudiésemos estar siempre en contacto a pesar de la distancia y, como veis, ya los llevamos con nosotros. Es una manera como cualquier otra para estar juntos. Además, tampoco vamos a estar tan separados.

“Sí, ya sé que el argumento es más bien pobre, pero creo que los míos agradecieron la tentativa.

“Pronto, al igual que nosotros, todos los hombres del B estuvieron listos y esperando órdenes. No sé si le he dicho que esta compañía estaba formada por soldados de reemplazo y voluntarios de todo tipo y condición, por lo que, unos y otros formaban un conjunto variopinto y poco marcial. Sin embargo, entre ellos, estaban los restos del temido y temible “Batallón de la Muerte” que tanta gloria y fama había cosechado en el frente. Pero, por entonces, sólo quedaban los soldados suficientes para mal formar una sección al mando de un teniente, aunque así y todo imponían un cierto respeto. Como sabe, eran milicianos mayormente y no hacían nada para ocultar su terrorífico aspecto: Su uniforme negro, sus calaveras y las dos tibias plateadas cruzadas sobre la parte superior del pecho, sus guerreras arremangadas, sus barbas…, todo ayudaba a conseguir el efecto deseado en sus ataques. Además, tenían una forma de combatir que era de lo más salvaje: ¡Avanzaban a la carga con las bayonetas caladas dando grandes gritos…! Claro que no serían tan fieros como los pintaban, pues quedaban muy pocos… En fin, lo cierto es que imponían lo suyo formados en aquel campo y a punto de iniciar otra marcha. Todos sus compañeros, y aun nosotros mismos, no podían dejar de mirarles de reojo con una mezcla de curiosidad y envidia.

“Unos y otros, ellos y nosotros, esperábamos la orden de ataque:

“—¡En… marcha!

“La voz del capitán, traducida por el cornetín de órdenes, retumbó en nuestros oídos y nos hizo volver a la realidad.

“Nos pusimos en marcha silenciosamente…

“Por mi parte ordené a los responsables de mis grupos:

“—Abrir la comunicación de los teléfonos. Ha empezado la función y a partir de este momento debemos estar más atentos que nunca.

“—Bien.

“—De acuerdo.

“Al rato de avanzar de aquella guisa nos llegó la voz del capitán a través del receptor:

“—Capitán de la compañía B a “alma de cántaro”, ¿me escucha? Cambio.

“—Sargento en guardia, señor. Le escucho alto y claro. Cambio.

“—¡Manténganse vigilantes a partir de ya! —hice una señal de inteligencia a mis hombres, los cuales sonrieron con estudiada suficiencia—. Vayan a la retaguardia de la compañía y esperen allí mis órdenes, ¿entendido?

“—¡Sí, señor”

“—Carlos, debe entender que no puedo correr el riesgo de que les hagan un rasguño siquiera… antes de la hora, ¿me entiende? Cambio.

“—Esterado, señor. Cambio.

“—Bien, así me gusta. ¡Hasta luego…! Corto.

“—Ya lo habéis oído, muchachos —gritó Roig, más guasón que alborozado—. ¡A retaguardia! ¡Atrás, atrás, nos tienen por niños mimados!

“—¡Atrás! —ordené. Si ellos habían captado el verdadero sentido de la última frase del oficial, no lo demostraron—. ¡A retaguardia!

“Dejamos pasar los hombres, los pelotones y secciones y después les seguimos prosiguiendo la marcha.

“La caminata duró hora y media al mismo ritmo y eso gracias a que no tuvimos ningún tropiezo desagradable.

“—Deltell a sargento —el muchacho me llamó a través del teléfono—. Cambio.

“—Te escucho. Cambio.

“—Esta calma no me gusta nada, pero lo que se dice nada de nada.

“—Sargento a mis grupos —repuse, dándoles la pequeña satisfacción de probar uno a uno los aparatos—: Después la echaremos a faltar, ya lo veréis. Tranquilos pues creo que estamos llegando. Corto, cierro y a enmudecer hasta nueva orden.

“En efecto. La vanguardia de la compañía llegaba justo a la ladera de una colina que creí reconocer por haberla visto en fotografías y en el mapa del capitán. Enseguida, los soldados, empezaron a diseminarse entre las rocas y arbustos de la cota, aprovechando el merecido respiro para descansar y esperar órdenes.

“Para nosotros no tardaron en llegar:

“—Capitán a sargento “alma de cántaro”. Enseguida al puesto de mando. Corto y cierro.

“—Ya empezamos…— pensé.

“Luego, dije:

“—¡Roig, sígueme!

“Seguido por el fiel muchacho y por las miradas del resto de hombres de la escuadra, me encaminé hacia adelante, hacia el lugar donde estaba esperando el oficial, tumbado detrás de una roca colosal. Cuando llegamos a su altura y le imitamos, me señaló hacia abajo:

“—¡Allí!

“Seguí con la vista la dirección que me indicaba con el índice y comprendí. Aquella era, desde luego, nuestra meta: En el fondo del valle había un gran olivar formado principalmente por olivos ancestrales que empezaba justo donde terminaba la ladera. Más lejos, la arboleda acababa bruscamente para dar paso a un enorme calvero que a su vez moría a la entrada del pueblo.

“El capitán me habló al oído:

“—En es pueblo hay un contingente de fuerzas enemigas que es preciso destruir o, por lo menos, menguar. Si lo logramos, las cuatro compañías de nuestro batallón, en una operación conjunta, podrán pasar adelante, hacia el último bastión catalán de estas latitudes, ¿comprende? Desde allí no nos será difícil llegar al Ebro y atravesarlo.

“—¡Llegarán, señor!— aseguré, dando por sentado de que lo harían con mi ayuda.

“—Buen muchacho. ¡Adelante, pues, en marcha!

“—Sargento a todos los grupos: ¡Al puesto de mando ya, enseguida! Cambio.

“La delgada voz de Montblanc llegó a través del auricular del radioteléfono:

“—Grupo tercero enterado, señor. ¡Allá vamos! Corto.

“La de Deltell ratificó:

“—Grupo segundo enterado, señor. ¡Vamos para allá! Corto y fuera.

“Mientras los veía venir serpenteando a través de las rocas y obstáculos naturales de toda índole, el capitán me dio las últimas instrucciones terminando de esta manera:

“—No cometan ninguna torpeza. Recuerde que todo este sector depende de la suerte que tengan en su misión. ¡Ah, y no disparen hasta que lo ordene desde aquí! Le tendré cubierto siempre con mis prismáticos.

“—Bien, señor. No lo olvidaré.

“Cuando mis hombres llegaron al lugar donde estábamos esperando, les hice una justa y rápida inspección ocular y ordené:

“—¡Calar las bayonetas!

“Me obedecieron uno tras otro de espaldas al suelo, pero con un cierto aire marcial, en presencia del mando. Ya nos íbamos a marchar, cuando el capitán, en un arranque de generosidad, me ofreció su metralleta a cambio de mi fusil reglamentario de asalto.

“—¡Quizá le haga falta!

“—¡Gracias, señor!

“Miré otra vez a los míos, uno a uno, y comprobé con satisfacción que estaban preparados y a punto. Con un cierto velo acuoso en los ojos, desvié la vista y me dirigí hacia adelante, hacia el vacío de abajo… Sin vacilar más, me deslicé sobre el vientre venciendo la cúspide de la colina para descender enseguida, inexorablemente hacia el olivar.

“Junto a mí zigzagueaba Roig y un poco más lejos nos seguían todos los demás. En el avanzar, buscábamos el resguardo de piedras y matorrales grandes, procurando no ser vistos ni por las aves de rapiña que pululaban en las alturas dando grandes círculos, a la espera de los acontecimientos… Recuerdo que di gracias a Dios cuando llegué al primero de los olivos. Allí me inmovilicé tratando de escuchar cualquier tipo de sonido por pequeño que fuese hasta que, algo más tranquilo, hice una seña a mis hombres, los cuales se reunieron conmigo al momento.

“—Tenemos que pasar hasta el otro lado del olivar —dije a todos, pero haciendo hincapié en los responsables de las parejas—. ¡Ahora, mucho ojo!

“Nos volvimos a dispersar un tanto y fuimos avanzando a través del torturado campo de olivos, cepas y matojos. Pero, a medida en que nos adentrábamos en el mismo, crecía la intranquilidad. No estar en campo abierto no nos hacía ninguna gracia. Detrás que cualquier tronco podía haber una emboscada… Al rato de estar caminando con los nervios en tensión, empezamos a oír el fragor de una lucha casi mortecina que venía del pueblo. Tal vez aquello era la causa del por qué no habíamos encontrado aún ningún tipo de resistencia. No sé, lo que sí recuerdo a la perfección es que cuando llegamos a donde podíamos ver el pueblo, sudábamos ya de angustia y teníamos la boca seca por la incertidumbre. Estábamos tan cansados que por poco nos salimos de la protección del olivar, pero pudimos reaccionar a tiempo y sin perder un segundo que pudiera resultarnos fatal, empezamos a escoger nuestras bases con sumo cuidado. Así, señalé un frondoso árbol para cada grupo y les indiqué por señas que subiesen a sus cruces. Por mi parte elegí otro que me pareció ideal y seguido por Roig, me encaramé a su copa. Los tres olivos estaban dispuestos de tal forma que representaban otros tantos puntos imaginarios de la circunferencia con centro en el mismísimo pueblo. Aquel era el plan. Nuestro fuego sería en abanico, pues era la única forma de llevar a cabo nuestra misión con las máximas probabilidades de éxito. Todo, absolutamente todo, hasta el más pequeño detalle, estaba previsto.

“Cuando Roig tuvo lista la ametralladora, la cargamos y ajustamos su punto de mira hacia el calvero que servía de frontera y separación con la aldea. Luego, más cómodo, hablé con los grupos:

“—¿Listo Deltell?

“Su voz saltó los cien metros que nos separaban:

“—Listo y esperando tranquilo.

“—¿Listos Montblanc?

“ —Listos y a las órdenes.

“—Bien. Eso está muy bien. Ahora podemos descansar lo mejor posible y no os preocupéis de lo que pase a nuestro alrededor. ¡Ah, no disparar hasta que os dé la orden de abrir fuego! ¡Corto…!

“Luego, me puse en contacto con el oficial de la colina:

“—Sargento “alma de cántaro” a capitán de la B… ¡La “biberón” está preparada, señor! Cambio.

“—Capitán a sargento. ¡Bien por vosotros! Ahora mismo se pone en marcha lo que nos queda del “Batallón de la Muerte”. ¡Corto y fuera!

“—Bueno, todo está en regla— me dije. Luego me acordé de la carta y la saqué complacido del fondo del macuto. Rasgué el sobre con cierta presteza, muy dispuesto a no esperar más, y empecé a leer. Era Sonnia:

“—Querido Carlos. No sabes lo mucho que te echo de menos…

“En un instante devoré, más que leí, la misiva gozando lo indecible al tener noticias frescas de los míos. Pero al leer un párrafo en concreto lancé una exclamación y por poco me caigo del árbol a causa del entusiasmo y nerviosismo:

“—Carlos mío, hoy hace una semana justa que Javier, tu Javier, ha venido al mundo y en sus lloros y risas me habla de ti. Tu madre dice que es igual que tú…

“Le largué la carta a Roig sin decir nada al ver que me miraba entre preocupado e intrigado.

“—Le felicito, sargento —exclamó con sinceridad al cabo de un momento—. ¡Es un varón!

“—¡Soy padre, muchacho! ¡Padre de un hermoso niño!

“Chocamos las manos con viva alegría y ante mi patente nerviosismo, cogió el teléfono de las manos, y llamó:

“—¡Grupo uno a todos los demás! ¡Grupo uno a todos los demás…! ¿Me oís? Cambio.

“—¡Muy bien!

“—Perfectamente. ¿Qué pasa?

“—¡El sargento acaba de saber que es padre!

“—¿Cómo lo sabe?

“—Por la carta de su mujer… Cambio.

“—Grupo dos a sargento —Roig me acercó el auricular al oído—: ¡Felicidades!

“—Grupo tres a sargento. ¡Felicidades!

“—Mil gracias compañeros —pude murmurar embargado aún por una cierta emoción—. ¡Muchas gracias!

“—Espero que lo remojemos.

“—Claro…

“—No, que pague una cena.

“—Las dos cosas…

“Confieso que sentía unos deseos locos de echar a correr para ver a mi hijo, a mi primer hijo, pero el sentido del deber o la evidencia de la locura de la idea, fueron más fuertes que mis deseos y me contenté con guardar de nuevo la carta tras besarla por enésima vez. Pero al hacerlo procuré mirar hacia adelante, al vacío, tratando de que mi joven acompañante no viera aún las lágrimas que llenaban mis ojos y que amenazaban por anegar el resto de mi cara. Aunque tal vez no habría hecho falta tanta precaución puesto que Roig parecía estar muy interesado repasando la máquina otra vez. Le apreté el brazo con gratitud y el zagal trató de quitar importancia al asunto con una sonrisa indefinida. Luego quedamos en silencio, sin mirarnos, con ese callar tan pesado y denso que nos abruma la mayoría de las veces, aunque, ¡gracias a Dios!, por eso oímos el rumor que parecía crecer a lo largo de todo el olivar.

“Roig dibujó con el dedo una calavera en el pecho.

“—¡Ya! —comprendí—. El “Batallón de la Muerte.”

“Pasaron debajo de nosotros sin vernos y sin sospechar ni poco ni mucho que les estábamos observando. Nos felicitamos mutuamente. Aquello nos daba una prueba de la eficacia de nuestros escondites…

“Luego, concentramos nuestra atención hacia adelante.

“Los hombres del famoso batallón salían ya al franco descampado y allí, ante la imposibilidad de guarnecerse por más tiempo, optaron por avanzar a paso de carga. Un enorme griterío atronó el espacio y los primeros disparos cruzaron los aires yendo a estrellarse contra las paredes de adobe de las casas cercanas. Era su forma típica de atacar, como ya le he dicho antes, y una de las razones que los habían hecho famosos en todo el frente…

“En aquel momento, la vanguardia de la maltrecha y rota sección llegó al arrabal del pueblo sin encontrar ningún tipo de resistencia y todos entraron en la localidad como torbellinos.

“—Deltell a sargento: Tengo la impresión de que en ese poblacho no hay nadie. Cambio.

“—Te equivocas. Como mínimo hay un regimiento o dos al otro lado. No tardarán en respirar. Espera un poco más y lo verás. Corto.

“En efecto. Ahora llegaban claramente a nuestros oídos la lucha que tenía lugar en las calles del perdido villorrio: Los sonidos inconfundibles de las metralletas, bombas de mano y aun los de los simples mosquetones, herían el aire sin descanso ni tregua.

“—Observa que el enemigo está bien armado —dije a Roig en un aparte—. ¡Dios quiera que no tengamos un tropiezo!

“Él contestó haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza. Por fin habló:

“—Me estoy poniendo nervioso sin hacer nada.

“—Pues, imítame. Relaja todos los músculos y trata de descansar lo mejor que puedas.

“Entretanto, en el pueblo roto, la lucha seguía de forma encarnizada, pero por su sonido adivinamos que el temido final se acercaba rápidamente. Los primeros hombres del orgullo “Batallón de la Muerte”, salieron corriendo del pueblo como conejos en desbandada buscando el olivar primero y las seguras montañas después. Yo sabía que aquello formaba parte de una pantomima para atraer al enemigo a nuestras armas; sin embargo, noté sin ninguna dificultad, que ellos no estaban disimulando: ¡Habían sido derrotados con todas las de la ley! Ahora bien, ¿cómo era posible que en tan corto espacio de tiempo saliesen tan malparados? ¿Era tan grande el contingente militar que les había hecho frente o es que los estaban aguardando? Mire, en aquellos momentos no lo sabía. ¡Lo que sí sabía porque era evidente, que los habían destrozado! Una cosa es fingir y otra muy diferente era correr así sin orden ni concierto. Por eso, cuando el último hombre pasó al trote por debajo de nosotros no le quedaba ni un ápice de su antigua arrogancia. Desde luego, pensé, no era ninguna casualidad que la unidad estuviese tan mermada…

“—Montblanc a todos los grupos, escucharme: ¡Si este es el “Batallón de la Muerte”, yo soy Alejandro Magno!

“—Este chico tiene ganas de chancearse hasta en los momentos más difíciles— pensé.

“Luego noté con un cierto disgusto que el enemigo se había detenido a la salida del pueblo, y no fui el único:

“—Deltell a sargento. Me parece que la trampa no va a dar resultado a pesar de todo. Cambio.

“Lo mismo creía yo. Todo inducía a pensar así. Pero lo que no podíamos saber es que el enemigo esperaba unos refuerzos antes de aventurarse a efectuar una limpieza a fondo por los alrededores. Habían pasado el Ebro y no era prudente arriesgarse tanto. Además, las fuerzas estaban cerca, parecían ser los que estaban entretenidos en la escaramuza que habíamos oído al entrar en el bosque. Cuando ésta terminó por el aniquilamiento o abandono de los nuestros que hasta el momento los habían hostilizado siguiendo nuestro plan, se reunieron con los escasos perseguidores del abortado cebo creyendo con razón que el verdadero grueso enemigo estaba por aquella parte.

“Y así fue como, reunidos unos y otros, lograron formar dos batallones por lo menos y empezaron a avanzar hacia el olivar, hacia nosotros…

“—Sargento a todos los grupos dos y tres: ¡Ahí vienen! ¡No os mováis lo más mínimo! ¡Ni respiréis! ¡Corto!

“Resultaba hasta fascinante ver avanzar a unas tropas compuestas, en su mayoría, por extranjeros. Uniformes nuevos, armas relucientes, cascos de acero…

“Claro que avanzaban por setos y bancales sin tomar las más elementales precauciones basándose, tal vez, en su aplastante superioridad numérica.

“—Montblanc a sargento: Por lo que se ve y adivino son varios centenares. ¿Qué hacemos? Cambio.

“—Nada. Tranquilos y esperar las órdenes. Cambio.

“Aunque sabía que la espera iba a resultar difícil. A cada segundo que pasaba, la terrible vanguardia del enemigo se acercaba más y más. Ahora mismo, sólo nos separaba de ellos unos quinientos metros.

“—Sargento a todos los grupos: La batalla será dura, pero pensar que tenemos a nuestro favor el factor sorpresa. De todas formas, esto será diferente a todo lo que hemos hecho hasta la fecha, esto va en serio. Por eso, si alguno de nosotros cae en la lucha, Dios no lo quiera, los demás deben visitar a la familia y contar nuestra proeza de cabo a rabo, ¿de acuerdo? Muchachos… ¡un abrazo!

“—Grupo segundo a sargento: ¡Así lo haremos! ¡Un fuerte abrazo de parte de Puig y otro mío! ¡Suerte y corto!

“—Grupo tercero a sargento: ¡Así quedamos! ¡Abrazos de Reverté y míos…! Es para mí un honor luchar y morir con usted “alma de cántaro”. ¡Corto esperando órdenes!

“—¡Buenos chicos!— concedí, luego estreché la mano que Roig me tendía:

“—Carlos, mi sargento. Mucho le debo en esta vida y le estoy agradecido. ¡Moriré como un hombre si es preciso!

“Nuevamente se me nublaron los ojos, pero a través de la neblina que me imponían las lágrimas acerté a ver al enemigo que estaba ya a unos escasos cien metros de nosotros. Además, en aquel preciso momento, empezaron a disparar a mansalva para asegurarse de que el olivar estaba bien vacío. Por eso, su morteros y ametralladoras horadaban uno a uno los secos troncos de los ancestrales olivos en busca de alguna vida… Y cuando comprendieron que no había nadie, pues nadie les respondía, reanudaron la marcha a paso de carga.

“Cien metros, noventa, ochenta, setenta…, ¡cincuenta!

“Estábamos tensos y el sudor corría libremente a través de todos los poros de nuestra piel… ¡Ya veíamos sus caras! Nuestros dedos agarraban los gatillos… arqueadas las espaldas… listos los cerebros…

“Por fin llegó la orden:

“—¡Capitán a sargento…! ¡Fuego!

“—¡Sargento a todos los grupos! ¡Fuego a discreción y… suerte, compañeros! ¡Corto y cierro!”

 

———

 

CUARTO NUMERADOR

MAURICIO

  1

El ciego exclamó sin poderse contener:

—¡Qué situación tan horrible!

—Sí que lo era —ratificó Carlos—. Y ahora, con la visión que me da el tiempo, la distancia y el conocimiento, la veo aún peor. En el fondo de mi macuto dormía la carta de mi mujer en la que me comunicaba el nacimiento de mi hijo, de mi primer hijo, y yo, ajeno a todo sentimiento, estaba subido a un árbol como un mono dispuesto a matar… ¡y a matar a sangre fría! Sí, ya sé que es un argumento cogido por los pelos, pero mi mujer había tardado nueve meses en dar a luz al hijo que engendré y yo podía enviar ahora a la muerte a un hombre por segundo. Tiene usted todo el derecho y la razón para horrorizarse.

—Sí, pero no es por usted ni por la circunstancia que estaba viviendo. Me escandaliza el hecho de saber que el hombre puede llegar a exterminarse como si fuera un vil animal… Claro, no tendría por qué extrañarme. Qué el hombre es un lobo para el hombre no es un hecho nuevo en el mundo; al contrario, pero siempre me resisto a creer en esa evidencia. Amo a la humanidad y me duelen sus equivocaciones, pero no puedo condenarla porque sería como condenar un poco también a la propia Creación. Y, de alguna manera, soy partícipe de la misma. Así que hago todo el bien que puedo por si sirve para remediar tanto mal, ¿me comprende? Bueno, sé que es difícil de entender y que tal vez tenga una forma muy particular de ver las cosas, pero amo a los hombres porque han sido creados a imagen y semejanza de Dios.

—¿Y…?

—Pues, que amo a los pecadores aunque condeno el pecado. Dentro de los propósitos divinos para el mundo entra en acción la voluntad absoluta de Dios que se traduce en los aspectos incambiables de su plan y la voluntad permisiva; es decir, lo que deja que suceda, sucede. Pero sin intervención personal. Esto es así para permitir que el hombre actúe con libre albedrío. Es obvio, pues afirmar que a pesar de que El controla la historia, el hombre la condiciona, distorsiona e, incluso, modifica en el uso de su propia libertad.

—Sí, puede ser, pero al final y pase lo que pase, lo que se cumple es la voluntad de Dios.

—No, no es tan sencillo. Lo que sí es cierto es que Él sabe lo que pasará en el tiempo y en el espacio, pero no interviene en los hechos de la voluntad humana, porque no sé, de alguna manera, al darnos libertad de acción, se autolimitó. ¿Entiende lo que estoy tratando de decirle? Somos responsables de nuestros hechos precisamente por eso, porque podemos elegir entre el bien y el mal. ¡Ah, no quiero que piense que le dejo solo con su problema o que no me hago cargo de su posible complejidad! Estoy juzgando aun sin querer la situación a la que usted tuvo que enfrentarse hace más de diez años y lo hago desde la perspectiva y la comodidad de esta silla. Y si tengo que serle sincero, me preocupa lo que yo hubiese hecho en su lugar… ¿Habría podido dejar de hacer lo mismo? ¡Ese es el mal! ¡Ahí está la raíz del pecado! Lo llevamos dentro y forma parte de la miseria y la desgracia humanas. Usted se encontró metido dentro de la trampa de la guerra y, convénzase, ya era tarde para intentar hacer otra cosa. Pero, por favor, no eche la culpa a Dios. Eso no sería justo. Ya es bastante dolor el hecho de encontrarse ante el dilema de tener que matar para que encima creamos que Dios es el responsable y el que nos ayuda a apretar el gatillo. No, no, es mejor pensar que las desgracias y calamidades del mundo son fruto y consecuencia del pecado de cada hombre; además, es más real… De todas formas, hay un detalle que me preocupa, ¿cómo es que siendo cristiano no le temblaban las manos al empuñar un arma?

—Ya le he dicho que sentí muchas veces una especie de punzadas en el corazón cuando me paraba a analizar la clase de vida que llevaba entonces. Como usted acaba de afirmar, ¿que podía hacer yo?

—Pues…

—Sí, ya sé lo que ha querido decir. A pesar de que me arrastraban muchas circunstancias, siempre habría podido negarme a usar las aquellas armas aun a sabiendas de que hubiese podido terminar en el paredón y ante un pelotón de fusilamiento. Pero me faltó valor. Por favor, no quiero que piense que estoy tratando de justificarme para arrancar la espina que llevo clavada en el corazón. No, ni lo conseguiría ni me convencería a mí mismo. Lo que quiero decir, y de ahí mi desesperación, es que sentía la necesidad de hacer todo aquello. Tal vez las calamidades vividas, la propaganda, el mismo sabor natural de la cierta sangre mirando cómo avanzaba el enemigo, el querer, incluso, superar a mi negra conciencia, lo incómodo de la situación… ¡Ah! Y el recuerdo de lo que le pasó a mi mujer y a mi tío. Todo justo, sin orden ni concierto, de daba la impresión de estar haciendo algo bien o, cuando menos, haciendo aquello que se esperaba de mí. Mire, el pecado embrutece las conciencias y cuando uno llega a un punto determinado, le dan igual cuatro que cuarenta. Bien es verdad que por el otro lado, usted mismo lo ha supuesto, tenía enseñanzas cristianas de mi niñez y los sentimientos gravados en el corazón por el ejemplo de mi madre… Total, como puede deducir por lo que le estoy contando, aún seguía inmerso en una cruel lucha interior sin cuartel, fratricida, intentando ver la delgada frontera que se alza entre el bien y el mal.

—Comprendo. Veo su problema y puedo decirle que es corriente y hasta natural. Usted mismo lo ha dicho. Sus propios sufrimientos le han endurecido la conciencia y en esas circunstancias es muy difícil saber lo que está a favor o en contra de la voluntad de Dios. Aunque creo que usted tenía una corta ventaja. A diferencia de millones de hombres, sentía ciertas inquietudes internas, lo que quiere decir que nunca estuvo en peligro de perderse del todo…

—¡Espere! Espere y verá. No es tan sencillo como parece entender. Si hubiesen terminado ahí mis problemas…

—Pues siga contando, por favor. ¿Está cansado?

—¿Yo? No. Lo que no quisiera es molestarle más.

—¡Oh, por mí no padezca! Estoy muy interesado en su historia —el ciego se apropió de unos momentos para reflexionar—. ¿Qué le pasó a su esposa? Recuerde que fuese lo que fuese lo ha dicho como una de las bases de la tesis de descargo de conciencia…

—Sí. Fue precisamente cuando la conocí. Claro que a estas alturas el hecho me parece un tanto baladí, pero en la copa de aquel olivo… En fin, vea lo que pasó:

 

2

“Como creo haberle dicho ya, el abril del 34 acabé de cumplir el servicio militar obligatorio, volví a mi sano hogar dispuesto a emprender mi interrumpida tarea en la vida a fin de hacerla próspera y duradera. Por ese motivo, el día en que me licenciaron, hicimos una fiesta en casa de esas que hacen época. Y aunque lo gastos no excedieron en ningún momento a nuestras posibilidades, no faltó detalle. Recuerdo que para terminar, mamá hizo unos bollos con sus propias manos que resultaron deliciosos a juzgar por la desmesurada demanda que hicieron de ellos nuestros amigos… La verdad fue que todos y cada uno de los vecinos contribuyeron al éxito del encuentro y, al final, una y otros me felicitaron haciendo patente mi mayoría de edad y mi vuelta a la vida civil. Incluso no faltó la pulla de la mujerona de turno que apuntó con picardía:

“—Bueno, ahora a buscar novia y a casarse como Dios manda.

“Creo que enrojecí hasta las orejas y más cuando una carcajada general acogió la salida:

“—¿Yo…? Pues… ¡Claro… claro!

“Mi madre, oportuna como siempre, acudió en mi ayuda:

“—Desde luego, tienes razón. Pero creo que dirigirá sus ojos hacia un lugar que no es el tercer piso precisamente.

“Nuevas carcajadas llenaron la estancia y aquella mujer, víctima de su propia salida, tuvo que darse por aludida, pues además de vivir en el tercer piso de nuestra casa, tenía una hija solterona que ya frisaba sus buenos treinta y cinco años.

“—Bueno —dije, porque por aquel entonces no gustaba causar daño ni aun para salvarme—, Dios proveerá. Por lo pronto, ¡vamos a brindar!

“Dicho y hecho, anulando de paso la pequeña tirantez del ambiente. Así que, de esta forma, entre varios chistes, apretones de mano, brindis, proyectos y felicitaciones, pasamos el resto de la velada en franco compañerismo. Cuando aquellas personas empezaron a desfilar hacia sus viviendas, Mauricio me dijo, a la vez que estrechaba mi mano por última vez, ya en la puerta del apartamento:

“—Espero que volvamos a ser grandes amigos.

“—Desde luego —le aseguré bastante convencido—. Ahora todo volverá a ser como antes.

“Nos dimos un abrazo tan fuerte que la señora Herminia comentó con mi madre:

“—Me gusta ver esa confianza y amistad entre nuestros hijos.

“Mi madre sonrió como sabía hacerlo siempre:

“—El compañerismo bien entendido es patrimonio de los hombres que tienen una mente sana.

“—¡Caramba, mujer! Esa me la apunto.

“Se besaron con sana alegría. La portera de la finca y mi madre eran las dos mujeres que mejor se llevaban de toda la escalera. Quizá porque ambas eran viudas, porque las dos tenían un solo hijo o porque sus caracteres eran muy similares.

“—¡Adiós, Carlos! ¡Buenas noches!

“—¡Hasta mañana, Mauricio! ¡Ven pronto!— terminé por gritarle desde nuestro rellano, al tiempo que abrazaba a mi madre de puro contento, por haber sido el centro de atención de todos y por sentirme a salvo a su lado. Así, por eso, al cerrar la puerta del piso, experimenté una gran sensación de bienestar tan enorme como no la había sentido nunca en los años perdidos en el servicio militar. ¡Estar de nuevo en casa y todos los sinsabores pasados dejaron de atormentarme al mismo tiempo! Es cierto que en aquel periodo de mi vida había aprendido a valerme por mí mismo y a valorarme como debía, pero el recuerdo de los malos momentos pasados junto a las armas letales eran más fuertes que los beneficios adquiridos.

“Levanté los ojos, brillantes gracias a saborear hasta la raíz aquel precioso minuto, y tropecé con los de mi madre que parecían no hartarse de mi persona.

“—Hijo, ven a la cocina, he preparado una cena especial.

“—Mamá —la arrullé mientras caminaba a su lado—, debes entender que no tengo gana. He comido y bebido mucho para que ahora piense en cenar.

“Ella me miró con indulgencia y no respondió.

“Entramos en la cocina y se dirigió sin vacilar hacia una alacena situada en la pared, en el fondo de la misma, y sacó una flanera que exhibió con orgullo.

“—¡Un flan!

“—Sabía que te gustaría —sonrió con picardía y placer—. ¡No sé de dónde has salido tan goloso!

“Y mientras me lo servía en un platillo de pura cerámica policromada, pensé en lo mucho que la quería. ¡Cuántas veces me había sentido solo en aquel campamento aun a pesar de estar rodeado por muchos amigos y muchachos de mi edad! La mayoría achacaba mi estado de ánimo a mi normal y proverbial debilidad de carácter, pero yo sabía el verdadero motivo de aquellas depresiones:

“¡Añoraba a mi madre!

“Por eso, ahora, entre varias cucharadas de aquel flan, le estampé un beso tan sonoro y exagerado que la hizo exclamar:

“—¡Salvaje…! ¡Ah, aún tengo otra cosa para ti!

“—Pero, mamá…

“—Espera, espera —salió corriendo de la cocina mientras yo acababa de dar buena cuenta de la golosina. Justo, cuando terminaba de lamer el plato, contraviniendo las normas más elementales de toda buena mesa, apareció de nuevo llevando un paquetito bien envuelto—. ¡Toma!

“—¿Qué es esto?

“—¡Ábrelo y lo verás!

“Sé que soy muy impaciente por naturaleza y en aquel momento no podía ser una excepción. Así que arranqué de un tirón la cinta y el papel que ataban y envolvían el paquete, apareciendo una pequeña Biblia encuadernada en piel.

“—¡Mamá…! ¡Es preciosa!

“—¿De veras te gusta?

“—Sí, mucho. De verdad que no me esperaba un regalo así.

“Sabía que las encuadernaciones de aquel tipo no eran fáciles de conseguir y por eso el regalo tenía mucho más valor. Acaricié el libro con mimo, amorosamente, palpando su pequeño contorno, hasta que acerté a abrirla por la página de la dedicatoria que mi madre había estampado de su puño y letra:

“A mi querido hijo,

esperando que pueda usarla

como un hombre.

Su madre.

  “Y una firma ilegible, pero que yo conocía muy bien.

“Le confieso que casi no pude articular ninguna palabra durante un cierto tiempo. La frase era sencilla, pero yo sabía las dificultades que había tenido que vencer para poder escribirla. A causa de la prematura muerte de mi padre en una fábrica local de elaboración de bicarbonato, siempre me había considerado un niño y como tal me trataba incluso en presencia de terceras personas. Ni siquiera cuando me llamaron a filas dio su brazo a torcer. Siempre fui su niño para ella. Pero ahora, en la primera página de la hermosa Biblia, había escrito claramente la palabra “hombre”, así que entendí que aquello era una especie de epitafio para el entierro definitivo del calificativo infantil.

“Recuerdo que respiré hondo y rodeando sus hombros con mi brazo izquierdo, salimos de la cocina.

“—¿La leerás?

“—Te lo prometo, mamá. Voy a leerla siempre y en todo momento. Aunque no disponga de tiempo, aunque sea lo último que haga en esta vida —y apretaba el Libro con la mano que tenía libre como para dar fe de las intenciones de mi propósito—. ¡Te lo prometo!

“Juntos, con su cabeza apoyada en mi hombro, andamos por el pasillo ya en silencio hasta llegar al lugar donde estaba colgado aún el retrato de mi padre, amontillado ligeramente por el paso del tiempo:

“—Quisiera ser como tú, padre mío— el cuadro pareció sonreírme hasta el punto que me hizo emocionar como un tonto.

“Mi madre debió de notarlo porque me dijo:

“—¡Lo serás, hijo mío! Y estaré orgullosa de ti… ¡Que te parezcas a él ha sido siempre mi mayor aspiración y la escuela que he seguido para educarte! Era un hombre digno y bueno…

“Ahora la emocionada era ella.

“—¡Vamos, mamá! —la estreché aún más si cabe en mis brazos—. El Señor me ayudará y más si te tengo siempre conmigo.

“—¡Adulador…!

“—De verdad.

“—¡Ay, Dios lo quiera!

“Nos despedimos con un beso y ella entró en su alcoba superando aquella punta de tristeza, pues al despedirse me dijo sonriendo abiertamente:

“—¡Buenas noches, hijo! Quiero que sepas que no sólo confío en ti, sino que creo de todo corazón que saldrás adelante en todo momento. Dios no puede negarme esto.

“—¡Adiós, mamá! No te defraudaré.

“Dejé el tema donde había quedado porque yo no tenía ni tiempo ni ganas para comenzar una nueva discusión teológica… Estaba muy cansado y, además, por aquel entonces creía lo mismo que ella. Así que me fui hacia mi habitación apretando la Biblia contra mi pecho. Al ir hacia allí, volví a pasar delante del retrato del pasillo y al mirarlo fijamente, me pareció más real y vivo que nunca. Aquel uniforme, aquella gorra calada hasta los ojos… En fin, la verdad es que siempre me había repelido de una forma u otra. Siempre había contemplado aquel retrato como un objeto más de la casa, pero ahora vi las enérgicas líneas de su rostro enmarcando unos ojos profundos, azules, claros, y unos gruesos labios que parecían estar a punto de empezar a hablar de sus particulares ideas del trabajo y del amor al prójimo. Ya ve, detalles que antes me habían pasados desapercibidos, surgían ahora con claridad sólo porque algo había cambiado en mi interior. Lo sé, por primera vez me pareció comprender bien a mi padre y el pensamiento no me desagradó nada de nada; al contrario, mientras me desnudaba me sentía más cerca de él. Notaba una sensación de euforia como nunca antes había experimentado… ¡Ya no estaba solo y cuando me diesen o abatiesen los terribles ataques desmoralizadores, él me ayudaría a superarlos con su ejemplo! Sí, estaba seguro.

Ya en la cama, estrené la flamante Biblia leyendo el Sal 125 y releyendo aquello de: Los que confían en el Señor son como el monte Sion que no se derrumba, sino que está firme para siempre.

“Así que, por ese lado, también estaba seguro.

“Con ese pensamiento me dormí…

“Al día siguiente me desperté ayudado por la cálida voz de mi madre cuando el sol estaba muy cerca de su cenit.

“—¡Ah, que bien he dormido! Hacía tanto tiempo que no dormía en una cama decente que me había olvidado de lo bueno que es.

“Mi madre sonrió llena de comprensión desde el dintel de la puerta y desapareció. Estuve tentado de volverme de lado para seguir durmiendo, pero haciendo un esfuerzo de voluntad me vestí con rapidez. Casi al mismo tiempo que me sentaba a la mesa, frente al humeante café con leche, sonó un enérgico timbrazo en la puerta del piso:

“—Date prisa que ya vienen a buscarte— me recordó ella, al tiempo que iba a abrir.

“En efecto, la voz de Mauricio me llegó muy nítida desde el recibidor:

“—¡Buenos días! ¿Aún no está listo ese holgazán?

“—Pues… Ten en cuenta que se trata de su primer día…— mi madre comenzó a justificarme, pero no la dejé hacerlo por mucho rato.

“–—¡Ya voy! —les grité bien fuerte para que me oyeran—. ¡Enseguida estoy contigo!

“Pasando del dicho al hecho, acabé de ingerir el caliente líquido, no sin dejar de hacer una mueca característica, y salí trotando hacia su encuentro.

“—¡Hola, amigo! —el chico me saludó con cariño—. ¿Cómo has descansado?

“—Estupendo, aunque me ha sabido a poco.

“Mi madre me entregó la chaqueta y tras darle un beso de despedida, seguí a mi vecino escaleras abajo.

“—¡Adiós, mamá!

“—¡Adiós, señora Herminia!

“–¡Hasta luego, hijos míos!

“Así salimos los dos a la calle.

“Mientras íbamos andando y contestando a los saludos de todos los vecinos que se topaban con nosotros, y en el intervalo que mediaba entre una pregunta y su respuesta y entre una respuesta y la pregunta que configuraba la animada y superflua conversación que sosteníamos, yo iba repasando todos los conocimientos que sabía de mi acompañante: Tenía sólo dos años más que yo, por lo que hacía igual espacio de tiempo que estaba libre del servicio militar. Así que parecía aventajarme en todo. No obstante, hacíamos buena pareja de amigos. De niños, siempre íbamos juntos a todos los lados hasta el extremo que los otros chicos del barrio nos bautizaron por segunda vez:

“—¡Eh, ahí vienen los “gemelos”!

“Pero, poco a poco, la gran inteligencia de Mauricio y mi estrategia nos abrieron paso a través de ellos hasta el punto de no saber hacer nada sin consultarnos. Nosotros, educados cristianamente, procurábamos encauzar todos sus juegos y diversiones hacia unos derroteros honestos; tanto es así, que nuestro grupo adquirió cierta fama y era señalado como un ejemplo a seguir. Los domingos íbamos a la iglesia de la localidad acompañados por nuestras respectivas familias, como remate feliz de todas aquellas enseñanzas bíblicas que nuestras madres nos enseñaban durante el resto de la semana. Bien pronto dimos señales de asimilarlas. No tiene nada de extraño, pues, que nos desenvolviéramos muy bien en aquel ambiente e, incluso, que lo hiciéramos con alegría. Teníamos un centro social para jóvenes en que colaborábamos con cargos de cierta responsabilidad, demostrando nuestras dotes de mando y hasta de habilidad de forma patente. Allí, organizábamos excursiones, competiciones de cualquier tipo y hasta cien mil entretenimientos similares… La vida pasaba, pues, con sana indolencia mientras nuestra popularidad crecía como la espuma entre los de nuestra edad.

“Así fuimos creciendo y afianzando nuestra vida…

“Cuando mi compañero se tuvo que ir al servicio militar a consecuencia de su mayoría de edad, nuestra amistad se conmocionó de verdad. Era la primera separación forzosa y al principio casi no nos lo creíamos. Pero que la realidad no perdona y tuvimos que acostumbrarnos a ella.

“—Ya sois hombres —nos decía su madre muy a pesar suyo. La señora Herminia era como todas ellas—, y debéis aprender a que la vida se ha de conquistar paso a paso.

“¿Por qué se pinta siempre a la vida como un enemigo a quien hay que conquistar…? Al final comprendimos que la separación era un paso más en nuestro crecimiento y que su andadura era casi inevitable. Así que, poco a poco, logramos dominar nuestra angustia y adaptar la vida a la nueva situación.

“Al cabo de un cierto tiempo, tras pasar el reglamentario aprendizaje, volvió a casa. Y, lo que son las cosas, a los pocos meses tuve que irme yo, por lo que ya no pudimos hacer juntos nada serio. ¡Ahora sería diferente! ¡Ahora los dos estábamos licenciados y libres…!

“—Oye, Carlos…

“La voz de Mauricio y el tono empleado tuvieron la virtud de hacerme volver a la realidad:

“—Dime…

—Supongo que el domingo vendrás conmigo a la iglesia. Nuestros amigos te esperan y aquello sigue igual.

“—Supones bien. Tengo ganas de organizar mi vida como antes y, para mí, el aspecto religioso es muy importante.

“—Estupendo. Eso me alegra mucho. Perdona que te lo haya preguntado…

“—¡Eh, Mauricio! ¿Tanto hemos cambiado?

“Reímos. Pero era evidente que aquellos dos años no habían pasado en vano y que las diferentes situaciones pasadas nos habían marcado de alguna manera.

“Fuimos andando sin dejar de hablar, intercambiándonos unos cigarrillos de vez en cuando, hasta llegar a nuestro destino:

“¡La Maquinista Terrestre y Marítima!

“—¡Aquí es!— indicó mi acompañante.

“Era aquella fábrica que construía grandes estructuras metálicas y conjuntos de calderería, como grúas, puentes, locomotoras y motores diesel de gran potencia.

“Mauricio me presentó enseguida al jefe de personal y tras las preguntas de rigor y el aval de mi compañero, me aceptaron sin más y destinaron a una de las secciones de la empresa.

“Así empezó mi adaptación a la vida civil y allí estuve trabajando mis primeros dos años del retorno a casa…”

 

3

—¿Existe esa fábrica en la actualidad?

—No lo sé. Recuerde que hace diez años que falto de Barcelona.

—¡Oh, tiene razón! Disculpe… Siga, siga, por favor.

 

4

“En abril de 1936, mi vida continuaba por los mismos derroteros de siempre… Pero, en la iglesia, a pesar de que cada día crecía mi estima entre los jóvenes, gracias a la constante abnegación que demostraba y al propósito de superación que contagiaba, yo no estaba bien. Bueno, me explicaré mejor. El origen del malestar que empezaba a adueñarse de mi alma no era espiritual, como cabría esperar. No, incluso ya había dado testimonio y bautizado desde hacía tiempo. No, era mi madre. Continuamente luchaba por verme casado y me hacía aborrecer incluso hasta las jóvenes más apetecibles…

“—Carlos —solía decirme de vez en cuando y a veces, incluso, sin venir a cuento—, tienes que pensar en casarte. Tienes veinticinco años y debes saber que el matrimonio es el estado más perfecto del hombre. De manera que… Además, cada día me canso con las faenas de la casa.

“Yo la tranquilizaba con palabras rebuscadas y bien sonantes, las cuales tenían la virtud de hacerla callar… de momento; pero, horas más tarde, a la primera ocasión, volvía a la carga. Sé que lo hacía movida por el ansia natural de verme feliz y porque quería que llenara mi vida con algo que ella no podía darme, pero yo desesperaba repasando mentalmente a las amistades femeninas, pues no había ninguna de ellas que se ajustase al ideal que yo mismo me había formado y que debía constituir la base de la medida de la mujer soñada. Al menos, eso pensaba yo. No había ninguna, ni aun en la Unión de Jóvenes de la iglesia, que fuese digna del ideal que me había formado. A la que no le faltaba un nabo, le sobraba una col. Ya me entiende. Quería para mí ese tipo de mujer ideal que todos hemos deseado en alguna ocasión de nuestra vida. Sí, ya sé lo que parece decirme, pero no me interrumpa, por favor. Espere y verá el por qué pensaba más con los sentimientos que con la cabeza; porque esa es la verdad, mi deseo era más visceral que cerebral. Quería que fuese cristiana, de mi círculo, y que a la vez tuviese mis gustos, sentido espiritual, ideas, apetencias, romanticismo y forma de ver o enfocar la vida… ¡Todo un rol capaz de aburrir a cualquier matrimonio! Sin embargo, era consciente de las limitaciones de mis amistades femeninas, pues a lo dicho habría que agregar las cualidades físicas que debían tener toda mujer y que tendían a parecerse exageradamente a una estrella de moda de la época… Entonces, convenga conmigo que una elección así iba a resultar difícil…

“En la escalera de mi casa, mientras tanto, cada uno de los vecinos hacía cábalas sobre este asunto y su posible solución. Como entonces éramos pocos inquilinos en el edificio, la rara idea de una gran familia tomaba forma en muchos aspectos, con las ventajas e inconvenientes que puede suponer. Por ello, cada uno se tomaba el derecho de inmiscuirse y preocuparse por los problemas de los demás y más si estos eran producidos por los jóvenes a quienes se les podía pinchar con impunidad.

“¡Y a fe que lo sabían hacer muy bien!

“Los que vivían en mi rellano me preguntaban al pasar:

“—¡Qué, Carlos! ¿Cómo van tus cosas?

“Mis “cosas” en aquellos momentos, eran las diferentes variantes del «vital» asunto que le estoy contando.

“—Bien, gracias. No, no, no hay nada nuevo. Descuiden, les tendré al corriente.

“—Lo hacemos por tu bien.

“—Lo sé, lo sé. ¡Gracias de nuevo!

“Los del piso de más arriba también colaboraban en lo que podían para incrementar mi desasosiego y malestar; sobretodo, la señora del tercero, la cual, siempre que sabía que estaba en casa me enviaba a su única hija con cualquier excusa y engalanada con sus mejores prendas. Llegó a inquietarme tanto, que ordené a mi madre que no la dejara entrar más.

“—¿Tanto te gusta?— me pinchaba bromeando.

“—¿Tú también, mamá?— y me hacía el ofendido hasta que ella me aclaraba la broma.

“—Hijo, que es por tu bien —todos lo hacían por lo mismo, debería estar flotando en el paraíso— ¡El hombre no está completo sino está casado…!

“La verdad es que sabía que tenían razón y de ahí mi creciente preocupación sobre el tema. Comprenda que por aquel entonces la idea del matrimonio no estaba tan deteriorada y era, de alguna manera, la mejor y más clara filosofía imperante. Sin embargo, a veces, pensaba en que conocía a hombres que eran felices siendo unos solteros; aunque, a la larga, terminaba por reconocer que eran la excepción que confirmaba la regla. En mi caso necesitaba la compañía de una mujer y no sólo por el aspecto físico, ya me entiende, sino por compañerismo. Se habrá dado cuenta de que la mayoría de mis dudas eran producidas por haber crecido sin un padre a quien confiar de hombre a hombre no sólo las cuestiones morales de un joven en formación, sino todos aquellos aspectos que cubren la experiencia y la amistad. En fin, con semejantes apremios exteriores producidos por las personas que medraban sin cesar a mi alrededor y mis convencimientos internos, me volví observador. A todas horas y en cualquier momento iba puliendo la imagen de la mujer ideal. Y de acuerdo con aquel patrón, caminaba por la calles mirando el rostro de todas las mujeres con las que me cruzaba en un intento de identificarla… ¡y más de una vez me gané un merecido sofoco!

“Un día, gracias a Dios, la encontré.

“Pero, mire, la encontré de la forma más seria, original e inesperada que pude haber soñado jamás…

“Como ya le dicho antes, la fábrica en la que trabajaba era muy importante por aquel entonces, sobre todo en la sección cinco de construcción de maquinaria auxiliar. Sus pedidos y entregas cubrían toda la península Ibérica y a veces, en contadas ocasiones, sus prefabricados salían al extranjero. También sus enormes motores diesel tenían gran aceptación internacional por su largo rendimiento y su bajo coste… Bueno, lo que quiero decirle es que para aquellos casos, nuestra Empresa disponía de dos equipos de montaje que revisaban la maquinaria adquirida en la localidad y la montaban en la casa del cliente, estuviese donde estuviese. Como es natural, estaban compuestos por hombres muy bien considerados y mejor pagados. En una palabra: ¡Eran un grupo de elite! Pues bien, gracias a mi creciente adaptación a la mecánica, al año justo de estar en la casa, me destinaron a uno de esos grupos y al  cabo de ocho meses más, y por el retiro obligatorio de mi inmediato superior, me encargaron de su dirección.

“Un día que estábamos en el taller (si no habían montaje o reparaciones en el exterior nos empleaban, es natural, en la factoría), me llamó el secretario del Director, el cual estaba encargado también de la Dirección Comercial:

“—Se puede?

“—Hola, Carlos! Pasa, pasa…

“—Me había llamado?

“—Sí, siéntate un momento, por favor!

“—Gracias!

“—Verás —empezó después de un buen rato de atender sus cosas y señalarme reiteradamente con el dedo una carpeta de encargo—, tenemos que ir a montar un motor que ya hemos entregado… ¡aquí!— y con un puntero me señaló entonces un lugar del mapa que adornaba una de las paredes del gran despacho. Evidentemente, rezumaba satisfacción por todos sus poros.

“—¿Cómo…? ¿En Ceuta?

“—No precisamente en la ciudad, sino en una villa muy importante de los alrededores —y me largó el sermón—: Como sabes, nuestra Casa no tiene fronteras para sus negocios y acude allí dónde el cliente la llama.

“—¿Cuántas veces habré tenido ocasión de oír lo mismo? —pensé, pero me comí las palabras y dije el voz alta—: Estoy de acuerdo y contento de trabajar aquí. ¡Gracias por su confianza, señor! ¿Cuándo debo marchar?

“—Dentro de una semana a lo más tardar. Debes poner en antecedentes a los hombres de tu equipo y luego que vengan a verme al despacho para que pueda entregarles la documentación, el dinero y lo demás… ¡Ah, nos consta que ya han recibido las cajas con los semiconjuntos del motor y os están esperando.

“Me levanté sin grandes prisas, diciendo:

“—Así lo haremos, señor. ¡Buenos días…! ¡Ah, y gracias de nuevo por haber confiado en mí!

“—Bueno, bueno… La Dirección de la Empresa sabe muy bien en quién confiar; además, estamos contentos contigo por tus claros dones de liderazgo. Así que sigue con esa línea que aquí siempre tendrás porvenir.

“—¡Gracias…! ¡Hasta luego!

“—¡Adiós… y cierra la puerta al salir!

“Así lo hice. Pero entre contento y preocupado. Aquel sería mi primer viaje fuera de la península y como me constaba que era muy importante, la responsabilidad era grande. Pero a fin de cuentas, ¿por qué iba a ser aquel viaje diferente a todos los demás? Ya había demostrado ampliamente mi capacidad laboral en mis últimas salidas y aquella ocasión no tenía por qué ser una excepción. Así que la alegría pudo más que mi natural pesimismo y me reincorporé a mi puesto local de trabajo canturreando una cancioncilla de moda. Ya empezaba a cosechar los frutos de mi honradez. Además, por unos cuantos días iba a estar apartado del “cuidado” de mis queridos vecinos y tal vez pudiera distraerme del problema que entonces me estaba obsesionando.

“Al término de la jornada laboral me encontré con mi amigo Mauricio en la puerta de la fábrica:

“—¡Hola!

“—¿Cómo estás, compañero?

“—¿Sabes que me envían a África montar un quince mil?

“—¿Sí? Te felicito, Carlos.

“—¡Gracias a ti!

“—¡Vamos, no seas tonto! ¡Tú te lo has ganado!— y me lanzó un cariñoso mojicón.

“Durante el corto trayecto hacia nuestra casa hablamos de varias cosas, como siempre. Casi estábamos llegando, cuando me dijo:

“—¡A ver si allí conoces a una mora y te casas!

“—¿También tú? ¡Mira, qué gracioso! ¿Y por qué no me predicas con el ejemplo? Eres mucho más viejo que yo…— y remarqué todo lo que pude el adjetivo.

“Y así, entre dimes y diretes, llegamos a casa.

“—¡Buenas noches, señora Herminia!

“—¡Buenas, hijo!

“Mientras subía corriendo la escalera, pensé:

“—Todos me quieren casar y con tal de verme sentar la cabeza no les importa la clase de mujer que sea!

“Mi madre se alegró cuando le dije lo del viaje, no por el hecho de marcharme, claro está, sino por lo que podía representar para mi futuro. Aunque, siguiendo mi genial costumbre, traté de quitar importancia:

“—Bueno, mamá. Es bien natural. ¿No soy el encargado de uno de los dos grupos de montaje? Pues si el otro está fuera de la ciudad, por fuerza me tenía que tocar a mí.

“Pero ella, que no entendía de lógica, no podía ocultar su contento pues tenía el corazón lleno de orgullo maternal.

“Aquellos días pasaron de forma rápida. Y cuando todos mis hombres y yo recibimos las últimas instrucciones, le confieso que estábamos un poco nerviosos. Nerviosos y contentos, ya se lo he dicho antes. Aunque ahora, ante la inminencia del viaje, lo que prevalecía de verdad era el primer sentimiento… Me guardé los planos en la cartera procurando, eso sí, que no se notara para nada nuestra intranquilidad, y me despedí:

“—¡Adiós, don Ramón! ¡Hasta la vuelta!

“—¡Adiós, muchachos! ¡Qué os vaya bien! Y no dejéis de llamar si se os presenta algún problema o contratiempo.

“—¡Así lo haremos, descuide!

“Salimos del despacho, de la nave y de la fábrica y ya en plena calle, les dije:

“—Bueno, la suerte ya está echada. Sólo tenemos cuatro horas antes de que salga el tren. Os sugiero que vayáis a vuestras casas y las aprovechéis a tope. Nos reuniremos de nuevo en la estación.

“—De acuerdo.

“—Bien.

“—Sí.

“—¡Hasta luego…!

“Y nos fuimos cada uno por su lado.

“Encontré a mi madre esperándome impaciente y entre recomendaciones, abrazos y buenos consejos, el tiempo pasó rápidamente y juntos nos dirigimos a la estación. En el portal de la casa se nos unió la madre de Mauricio y él mismo, pues había pedido permiso en la fábrica para venir a despedirme. Cuando llegamos en bloque a la puerta principal del edificio, todos mis hombres menos uno, ya nos estaban esperando. Así que nos saludamos y tras las presentaciones y explicaciones de rigor, el más despierto nos propuso:

“—Carlos, sería mucho mejor que pasásemos al interior para ocupar nuestros asientos en el tren porque casi es la hora de la marcha.

“—Pero, ¿y López?

“—¡Bah, no te preocupes por él! ¡Siempre llega un cuarto de hora tarde a todos los sitios!

“Así, y dado a que yo también conocía su fama, accedí. Pasamos al andén y al convoy que nos iba a llevar a la provincia de Cádiz, vía Madrid, y nos posesionamos de nuestros asientos como si fuésemos colegiales…

“Faltaban cinco minutos para la salida del tren y López no había aparecido… Un minuto… Dos minutos después mi madre me besó a conciencia y me abrazó por enésima vez. Cuando pude zafarme le di otro a la señora Herminia.

“Luego, me dediqué a mi amigo:

“—¡Adiós, Mauricio! —exclamé, estrechándole la mano con fuerza—. ¡Gracias por haber venido!

“—¡Bah, no tiene importancia! ¡Suerte…!

“—¡Gracias! ¡Ah, cuida de mi madre, por favor!

“—Vete tranquilo…

“Empezaron a bajar del vagón mientras volvía a ocupar mi sitio, y al igual que los demás, esperé la señal. Por fin, la máquina silbó y el tren arrancó bruscamente mientras lanzábamos nuestro postrer saludo a los familiares que se quedaban en el andén. Al mismo tiempo, vimos correr a López con desesperación y asirse en el furgón de cola en el último segundo.

“Los pañuelos de mi madre, de la señora Herminia y la mano de Mauricio, se perdieron a lo lejos.

“Ya era hora, pues, de que pensásemos en el presente…

“Cuando López se reunió con nosotros lleno de sudor y vergüenza, tuvo que aguantar sin rechistar las burlas de que fue objeto por parte de todos nosotros. Pero al fin, la camaradería limó las diferencias y juntos empezamos a cantar empleando al máximo toda la potencia de nuestros pulmones. De esa forma, las notas de las canciones que parecían estar más o menos de moda llenaron primero el compartimento y después el vagón, ya que, pasadas las primeras protestas, muchos se nos unieron con alegría.

“¡Cuántas notas desafinadas…!

“¡Cuántos gritos desaforados…!

“Pero el espíritu de equipo de todo mi grupo de montaje, estaba a punto…

“Cuando llegamos a la ciudad de Algeciras no tuvimos ninguna dificultad para encontrar el transbordador en el que teníamos reservados los pasajes e hicimos la travesía del estrecho sin otro particular que el inconveniente de algún que otro mareo. Al desembarcar en tierra firme, se acabaron los problemas. Allí nos esperaba un vehículo que nos llevó directamente a la central en dónde teníamos que montar y probar el motor.

“—¡Pues la verdad es que Ceuta es una ciudad como cualquier otra!— exclamó López señalando la calle y las casas por la ventanilla del coche que nos llevaba del puerto a nuestro destino.

“—¡Serás animal! —le atacó uno—. ¿Qué esperabas ver? ¿Un desierto?

“—Hombre, pues en África…

“Pero el tiempo no dio para más, un brusco frenazo nos avisó de que habíamos llegado a la central.

“Los días siguientes los pasamos ensamblando el motor con los medios limitados que disponíamos por entonces y, poco a poco, las semanas siguieron a los días…

“Una mañana del mes de julio, estábamos descansando en el barracón al que nos habían destinado desde el día en que llegamos, cuando lo supimos:

“—¡Muchachos…! ¡Muchachos! —López entró en aquella sala de forma atropellada—. ¡Tenemos que irnos de aquí ahora mismo!

“—¿Por qué?

“—¡Por qué han asesinado a Calvo Sotelo en Madrid!

“Todos nos levantamos de las hamacas de un salto. Era cierto que desde hacía tiempo se oían unos rumores más o menos intranquilos, pero nunca creíamos que llegaran a cuajar.

“López continuaba:

“—¡Todo esto está lleno de soldados que quieren salvar a España…! ¡Así que tenemos que irnos a casa…!

“—¡Vamos!

“—¡Sí, corramos!

“—¡Un momento, por favor! —tuve que intervenir al final, viendo y palpando el nerviosismo de mis hombres—. No conviene precipitarse. Recordar que si nos encuentran aquí no nos harán nada ya que estamos bajo la protección del alto mando de esta central. Ahora bien, conviene que tengamos bien claro lo que queremos hacer. Ni yo ni la misma firma que representamos podemos obligar a que os quedéis en una situación así. De manera que os toca decidir si queréis marcharos o no.

“Todos contestaron casi al unísono:

“—¡Nuestro lugar está con nuestras familias! Así que nos queremos marchar cuanto antes… Tal vez más tarde nos sea imposible.

“Era muy natural. Y eso que entre ellos los había de tres o cuatro regiones diferentes, pero sus familias estaban ubicadas en Barcelona y allí querían ir.

“—Lo comprendo. ¡Yo también iré con vosotros! —luego, medité un momento, y ordené—: López, ves a secretaría y trata de ponerte en contacto con nuestro jefe.

“—¡Ahora mismo!— esta vez desapareció enseguida.

“—Bien, a nosotros nos toca esperar.

“Callé y cada uno se puso lo más cómodo posible en espera de acontecimientos. Mas ninguno de los presentes hablaba. Al cabo de una hora y media, más bien larga, reapareció nuestro enviado:

“—¡Carlos…!

“—Respira hombre, respira.

“—¡He… podido contactar con el señor Ramón y nos ha mandado volver a escape!

“Gritaron alborozados y empezaron a hacer el equipaje, pero ¡yo no estaba tan contento!

“—Vamos a ver, López. Cuéntame cómo ha ido la dichosa conversación.

“—Pues, nada. Llamé a la central como tantas veces he hecho y pedí línea con la Ciudad Condal y no sabes lo que me alegró oír la voz de la telefonista, a pesar de que me dijo que me esperase un momento. Claro que el rato se transformó en más de media hora, pero no lo noté. Y cuando por fin sonó el timbre del aparato pude comprobar que ya estaba en contacto con nuestra fábrica. Al oír la voz del jefe, del señor Ramón, me presenté… Casi a borbotones, nervioso, me preguntó cómo estábamos y si sabía lo que pasaba. Al contestarle afirmativamente, me ordenó: “Avisa a Carlos y dile que le mando que deje todo lo que estéis haciendo y que os ayude a volver como buenamente pueda. ¡Qué se de prisa!” ¡Ah, y que cuando lleguemos a Barcelona, que nos presentemos enseguida en la factoría! Luego nos deseó suerte… ¡y colgó! Yo estaba tan contento que quise gastarle una broma a la señorita del control… no por nada, ¿sabes? La llamé otra vez y cuando la oí de nuevo musité un piropo tan bien hecho que no pudo dejar de reírse. Luego, evidentemente asustada, me dijo que me fuera lo más lejos posible del despacho porque estaban cortando las líneas telefónicas en aquellos momentos. ¡Y tanto que sí! Pude comprobarlo enseguida, pues el silencio más absoluto se hizo en mi auricular y, la verdad, ya no esperé a saber nada más. ¡Vine corriendo a daros la noticia…!

“—Hiciste bien. Ese detalle de los teléfonos tiene mucha importancia. Y más de la que te puedes imaginar. Esto va en serio, muy en serio —miré a mi alrededor y los vi muy atentos, con las maletas hechas, listos para la marcha—. ¡Oírme todos con los cinco sentidos! Cargados de esa forma no podremos salir de aquí ni de África puesto que levantaremos sospechas en el acto. Dejar todo el equipaje y coger sólo lo más indispensable —saqué varios sobres del fondo de mi taquilla—. Aquí tenéis un dinero suficiente para llegar a Barcelona. Ahora, de dos en dos, salir de la factoría y ¡qué Dios os guíe!

“—¿No podemos ir juntos?

“—¡No, llamaríamos la atención enseguida y lo que ahora necesitamos es precisamente todo lo contrario. Por lo tanto, os aconsejo que cada grupo siga un camino distinto y una ruta diferente, y aunque sé que será difícil embarcar en la misma Ceuta, algunos podrían intentarlo si no están cortadas ya todas las comunicaciones. Otros, deberían intentar llegar hasta Tánger… y tú, López, si no tienes otra preferencia, vendrás conmigo a Melilla después de poner a buen recaudo el grueso de los equipajes.

“—De acuerdo.

“—Pues, manos a la obra… ¡Ah! ¿Algún otro quiere venir con nosotros? Sí, el camino es más largo pero, a lo mejor, es menos peligroso… ¿No? Bien, adelante. Tan pronto lleguéis a nuestra ciudad, presentaros al Jefe de Personal. Ya sabéis para qué, y si alguno de nosotros tarda más en llegar, ir a tranquilizar a la familia… ¡Adiós, amigos!

“—¡Está bien!

“—¡Hasta la vista!

“—¡Suerte!

“—¡Hasta pronto…!

“Cada uno cogió lo que creyó indispensable y ya en la misma puerta de la fábrica, inusualmente solitaria, todos nos abrazamos. Cuando desaparecieron, mi cara debió de trasparentar una cierta nostalgia porque mi compañero acabó por decir:

“—¡Qué le vamos a hacer! A mí, estos rumores de guerra me ponen mal cuerpo!

“—¡Ya!

“—¿Qué quieres decir?

“–No, nada, nada… ¿Nos despedimos del jefe local?

“—No hace falta, ya se lo imaginará.

“—¿Y el motor?

“—Cuando acabe todo esto, volveremos para terminarlo de montar. No creo que la cosa prospere y si lo hace, que dure mucho… ¡No, no cojas nada más y vámonos!

“—¡Ya voy…! Es que nos puede hacer falta…

“—¡Vamos!

“Y así fue como empezamos a caminar hacia Tetuán, mezclados con las caravanas de gente que iban y venían. Pero cuando llegamos a aquella ciudad estábamos muy cansados y llenos de polvo. Allí, adquirimos unas cuantas provisiones y ante la imposibilidad de hallar un vehículo que nos llevase a Melilla, alquilamos un camello y… a su guía, puesto que se empeñó en venir con nosotros.

“Recuerdo que estábamos sólo a un día de camino de nuestro primer objetivo, cuando cerca de una aldea, lejos ya de Al Hoceima, creo que así se le llama ahora, oímos unos gritos de mujer que venían del otro lado de una duna que se levantaba a la derecha del camino. El guía nos señaló el lugar con su largo índice derecho sin pronunciar palabra alguna. Desmontamos llenos de curiosidad y nos acercamos resueltamente a la cima de la loma, eso sí, tomando las oportunas precauciones. Cuando llegamos allí pudimos contemplar llenos de estupor la escena más denigrante que pueda imaginarse:

“En el suelo, atado grotescamente con correas de cuero, estaba tendido un hombre bastante maduro. Yacía tan bien sujeto que no podía desatarse por más esfuerzos que hacía. Pataleaba y giraba sobre sí mismo, pero todo era en vano… Además, una mordaza impedía que gritase. Ya íbamos a correr en su ayuda, cuando un poco más allá, entre unas matas secas, descubrimos a dos legionarios que trataban de violar a una joven que se defendía con uñas y dientes.

“Al instante se me encendió la sangre. Mire, la verdad es un pronto que tengo… Señalé uno de ellos a López, el cual hizo un gesto de asentimiento. Por su parte, el guía árabe, al ver la morena piel de la mujer, también quiso intervenir. Así que, aliados de esta forma, avanzamos como fieras hacia aquellos aprendices de hombres. Ellos, distraídos con todo lo que intentaban hacer, no se dieron cuenta de nuestra presencia hasta que mi ronca voz los hizo volverse irritados:

“—¡Alto! —grité, encañonándoles con uno de sus propios fusiles abandonados en el suelo—. ¡Dejar a esa mujer!

“Obedecieron a regañadientes cómo no dando fe a lo que estaban viendo. Sus cortos cuellos erguidos y sus ojos enrojecidos por la crueldad y la lascivia, parecían traspasarnos el cerebro, cómo si sus miradas pudieran desarmarnos. Por fin, debieron de apreciar la firmeza de nuestros gestos, pues agacharon la cabeza y esperaron lo peor.

“La mujer, mientras tanto, cubriéndose los pechos como podía con los jirones de su blusa, corrió hacia el hombre del suelo y empezó a desatarlo con rápidos movimientos.

“—¿Qué hacemos con estos canallas?— pareció gruñir mi compañero.

“—Di a nuestro guía que traiga unas cuerdas bien fuertes —aunque lo que habían tratado de hacer era repugnante y decía bien poco en su favor, llevaban el uniforme que llevaban y quería darles una oportunidad de escapar con vida dejándolos bien atados.

“—¡Ha desaparecido!— me avisó López, tras una rápida inspección de la zona.

“—¡Pues sí que estamos listos!— y me volví hacia atrás, hacia mi compañero, descuidando un tanto la guardia en un intento de ver dónde se había escondido el árabe, pero el legionario que me correspondía, echó a correr hacia mí viendo el cielo abierto, y me hubiera atrapado a no ser por el disparo de López que lo dejó clavado en el sitio. Me volví justo a tiempo de ver como el segundo mercenario avanzaba furioso contra él, pero tampoco llegó a tocarlo, pues un cuchillo curvo le segó la vida por la espalda, al clavársele en el corazón hasta la empuñadura.

“Después apareció el árabe:

“—Yo ayudar a españoles buenos…

“—¡Gracias, morenito!— exclamó López.

“Mientras ellos dos chocaban sus manos con efusión, y hasta creo que se dieron dos besos, me acerqué a la pareja recién liberada. El hombre ya estaba de pie y se acababa de quitar los restos de sus ligaduras y ella, al ver que me acercaba, se adelantó a mi encuentro y me dio las gracias con delicadeza. Pero al mirarla de cerca y a la cara, me quedé petrificado…¡Era ella! ¡Era la figura de mis sueños! Por eso no pude contestar más que con unos balbuceos y monosílabos a sus cariñosas palabras de agradecimiento. Mas, sí que la miré, ya lo creo que la miré. ¡La misma cara, los mismos ojos, la misma boca…! No tenía ninguna duda. Era ella. ¿Quién iba a pensar que la encontraría en el desierto? Luego, pensé que si bien era la mujer de mis sueños, ¿era yo lo mismo para ella? Ahora sé que semejante razonamiento es una tontería, pero en aquel momento no pensaba bien, estaba como embotado… Sin embargo, mis ojos no se estaban quietos, recorrían una y otra vez el perfil de su figura sin pausa y a conciencia: Calzaba polainas árabes y un ceñido pantalón negro, que ahora aparecía desgarrado, dejando ver parte de sus bien torneadas piernas, y una blusita de colores vivos…

“Ella debió de interpretar mal mis pesquisas, pues con una mano se recogió de nuevo los jirones de la blusa y se los ordenó delante de su pecho desnudo en un arranque de pudor mal contenido.

“—No tema —dije, haciendo un esfuerzo—. No la haré el menor daño.

“Ella sonrió y el mundo me pareció que se desmoronaba bajo mis pies.

“Me salvó el hecho de que su acompañante, que se nos había unido, empezase a hablar:

“—Somos judíos, judíos checoslovacos. Pero mi padre era español. Ella es mi sobrina —añadió, señalando a la mujer que justo habría cumplido más o menos veinte años y cómo creyendo que era importante que lo supiera. Claro, mientras hablaba, la miraba de soslayo convenciéndome cada vez más de que se trataba de la mujer de mis sueños. La muchacha debió darse cuenta otra vez de mis miradas, mas convencida de que eran honestas, me las devolvió con franqueza a partir de cuyo momento una especie de atracción mutua pareció acercarnos el uno al otro—. Vivíamos en Tetuán, pero ante la revuelta militar y el malestar reinante, nos hemos visto obligados a huir. Desde luego, no lo he hecho por mí, que ya no tengo nada que perder, sino por ella. Lo que acaban de ver y evitar tan a tiempo, es el tipo de sucesos que nos han obligado a dejar aquella ciudad. Personalmente, no sé cómo agradecérselo.

“—Debemos ir, ¡marchar!— dijo aquel árabe, visiblemente nervioso.

“—Sí, antes de que venga alguien— ratificó López desde la cumbre de la pequeña loma que había ocupado de forma voluntaria siguiendo su natural espíritu de supervivencia.

“—¡De acuerdo, nos vamos! —concedí enseguida—. Estos parajes se han vuelto peligrosos. En cuanto a ustedes, no se preocupen, nosotros les ayudaremos a llegar a su destino. ¿Adónde se dirigen?

“—A ningún sitio determinado. Sólo queremos llegar a una localidad donde podamos rehacer nuestras vidas con tranquilidad.

“—¿Por qué no se vienen a la península? Nosotros vamos a Barcelona y si nos acompañan podrán adaptarse muy bien. Incluso desde aquella ciudad, y si lo prefieren, les será más fácil pasar la frontera y entrar en Francia. ¿Qué dicen?

“—Que no sé si debemos complicarles…— empezó el hombre.

“—¡Ánimo! —gritó López. El granuja no se perdía una sola palabra de nuestra conversación—. ¡Verán que ciudad tan bonita!

“El hombre miró a la chica cómo consultándola, y ella dijo:

“—¿Por qué no?

“—¡Estupendo!

“—Pues, ¡andando y con rapidez! Si alguien ha oído el disparo y viene a investigar lo podemos pasar mal. López, deja ya de mirar y ayúdame con el guía a enterrar los cuerpos y los cerrojos de los fusiles… ¡Ah, y recuerda que estás casado!

“—¿Qué? ¡Eso es jugar sucio!

“—¡Venga!— añadí riendo al ver su cara compungida hasta la exageración.

“Mientras el simpático zagal y nuestro querido árabe me obedecían, le di a ella mi camisa:

“—Tenga, póngasela. Si no se viste pararemos la toda la circulación de Melilla.

“Me agradeció el donativo con una sonrisa y desapareció detrás de una duna. Cuando la vimos de nuevo, lucía la camisa de una forma que hasta parecía caerle mejor que a mí. Y cuando terminaron con el trabajo, emprendimos la marcha acoplando a la chica en lo más alto del camello y tomando todas las precauciones posibles. Así llegamos a la ciudad sin nada más que reseñar… Despedimos al guía con mucha dificultad, pues no quería dejarnos; aunque, al fin, se volvió a regañadientes con el doble del dinero que habíamos convenido, pero no sin antes haberlo abrazado repetidas veces.

“Entonces, el tío de la muchacha, nos dijo:

“—Vamos al puerto directamente. Conozco a un amigo que nos ayudará a pasar el estrecho.

“En efecto. Se trataba de otro viejo judío de su misma nacionalidad, el cual nos escondió y nos dio de comer, y una vez puestos de acuerdo, nos llevó a Málaga de un tirón, camuflados en su frutero.

“Durante la travesía, la mujer me confesó que se llamaba Sonnia y pronto fuimos muy amigos… Ahora, con la luz que me da el tiempo, creo que congeniamos enseguida por estar amparados por una cierta bendición de su tío.

“En otro momento, me dijo:

“—Yo también soy judía, pero creo en Dios, quiero decir en Jesucristo… ¿Te molesta?

“—Al contrario. Es una maravillosa coincidencia. ¡Yo también soy cristiano!

“—Pues, te noto un poco rígido y distante… Si no es por la religión… ¿Estás casado?

“—No. Sólo que estoy sorprendido ante tanta casualidad. Desde luego, Dios ha guiado nuestro camino haciendo que nos encontremos.

“—¿Por qué lo dices?

“Le expliqué mis experiencias y mis sueños y a medida en que mi narración parecía identificarla, su hermosa cara se iluminaba y hasta me pareció que sonreía de forma abierta, de una manera terriblemente femenina. Lo cierto es que a partir de entonces, una corriente de simpatía y comprensión pareció fundir los dos corazones de manera que, siempre que hablábamos de algo, parecían coincidir nuestras miradas. Y cuando bajaba la cabeza sonriendo por todos los poros de su piel, yo sentía un latigazo de amor que me atravesaba la espina dorsal. No sé si la atracción física que sentíamos se traducía al exterior, pero lo cierto es que nuestros compañeros nos miraban de forma extraña, como con complicidad. Estaba seguro de que lo que experimentaba al verme reflejado en los ojos de la mujer, era amor, o algo que se le parecía bastante a juzgar por lo que me habían explicado mis amigos que habían pasado por trances semejantes. Desde luego, lo que uno siente en esas ocasiones es algo indescriptible. De manera que ya puede imaginarse lo que quiero decir. Ese temblor en la piernas cuando le rozas la piel, esa tartamudez cuando te está mirando, ese no querer vivir si no es a su lado… En fin, créame, la verdad es que al llegar a la hermosa y clara ciudad de Málaga, ya estaba perdidamente enamorado.

“De todas maneras, mis escarceos amorosos no me impedían estar al tanto de los cruentos sucesos que se iban desarrollando en el país. Un día, antes de llegar a la ciudad, oímos por radio algo que nos llenó de angustia:

“—¡El coronel Solans asume el mando de Melilla en el nombre de Franco, fusilando al general Romerales…! ¡En Ceuta, el coronel Yagüe, adicto a la Falange, se hace con el poder al frente de la segunda bandera de la Legión…! ¡En Tetuán, el coronel Sáez de Buruaga y los tenientes coroneles Asensio, Yuste y Belgbéder, con muchas tropas de Regulares y hasta de la Legión, se apoderan de la Alta Comisaría…!

“Era el 17 de julio por la tarde…

“Ya no dejamos descansar a la radio: Al día siguiente, 18, desde Radio “Las Palmas”, el general Franco termina su alocución diciendo:

“—¡Sabremos salvar cuánto sea compatible con la paz de España y su anhelada grandeza, haciendo realidad, y por primera vez, por este orden, la fraternidad, la libertad y la igualdad! ¡Viva el honrado pueblo español!

“El 19 de julio llega a Tetuán a bordo del avión “Dragón Rapide”, y se pone al frente del ejército de África…

“¡Habíamos escapado por los pelos…!

“En fin, llegamos a Málaga sin novedad, pero bastante intranquilos. Pero sin embargo, en la “Ciudad del Sol”, nos encontramos un poco más seguros puesto que allí reinaba una cierta tranquilidad y tras descansar lo indispensable, tratamos de llegar a Alicante porque pensamos que una marcha escalonada nos podría favorecer. Y como la forma más segura de lograrlo era siguiendo la ruta marítima, tratamos de encontrar otra embarcación que nos pudiese trasladar. Así pues, un poco al azar y un mucho bajo la dirección, conocimientos y experiencia del capitán que nos había llevado a Málaga, encontramos a un lobo de mar valenciano que se atrevió a la aventura. Por cierto, al tratarlo un poco más, nos hizo sacar los colores a Sonnia y a mí porque dijo delante de todos:

“—De acuerdo. Por esa cantidad de dinero y por venir con recomendación, les llevaré hasta Alicante, pero como sólo dispongo de un cuarto lo ocupará el matrimonio. El resto tendremos que dormir en cubierta.

“Le explicamos su equívoco con alguna dificultad, hasta que exclamó con jolgorio:

“—¡Cómo…! ¿No están casados? Pues, ¡deberían estarlo! En estos tiempos de revuelta no hay que dejar nada al enemigo…

“Subimos por fin a bordo y, como es natural, Sonnia ocupó el camarote más tranquila después del incidente, cómo si no le hubiese importando el malentendido o cómo si le gustase el estado que nos habían atribuido. Lo cierto es que cuando desapareció en su interior, después de darnos las buenas noches, tomé una determinación que pondría en práctica a la primera oportunidad que se me presentase. El viejo patrón había acertado: ¡La quería por esposa!

“López, el águila de López, me pinchó en el hueso con cierta socarronería:

“—¡Abusón! ¡Lástima que esté casado!

“Le di un mojicón que eludió con habilidad delante la complacencia general. Más tarde, sentados más o menos cómodamente en la cubierta de la embarcación, le rogué al tío que nos hablase de ella.

“Así lo hizo y por cierto, gustosamente. A cada palabra suya, sentía entrar a Sonnia más y más en mi corazón. Quería entregárselo, ponérselo a sus pies, por si de alguna manera podía contrarrestar todas las angustias de una niñez tan accidentada. ¡Cuántas calamidades había padecido! Para colmo de males, toda su numerosa familia, a excepción del hermano de su padre, habían perecido en una purga local antisemita. Pobre, me daba la impresión de que no había tenido tiempo de ser feliz. Así, en aquel momento, ganado por las palabras del hombre y por mi creciente interés por la muchacha, prometí ante Dios que si me aceptaba por esposo, jamás la desampararía, ni la dejaría de amar. ¡Qué ironía! Ahora sé que los hechos me obligaron a abandonarla y a lo que es peor, a intentar odiarla.

“Pero vayamos por partes…

“Una mañana temprano, después de mucho navegar, avistamos la ciudad de Alicante, habiendo superado la cota de Santa Pola y dejado a Tabarca a nuestra derecha, y nos pareció el Edén celestial. Aquella ciudad, bañada por los primeros rayos de la mañana, nos hablaba de mil y una promesas de paz y descanso, del final de una etapa, de recuperar nuestras fuerzas antes de emprender el viaje de nuevo… Ya empezábamos a estar hartos de tanto mar. Bien, como le digo, estábamos viendo en la lejanía las primeras luces y edificaciones de la llamada “millor terreta del mon”, cuando oímos a nuestras espaldas la voz de Sonnia que acababa de salir de su cuarto:

“—¡Buenos días, tío! ¿Dónde está Carlos?

«El preguntado señaló hacia la proa en donde estábamos el López y yo en aquellos momentos y la vimos avanzar decidida a nuestro encuentro con la cara resplandeciente y los ojos llenos de felicidad. Los rayos de sol le daban de lleno, por lo que su testa parecía estar coronada por un nimbo precioso y extraño. Recuerdo que le di los buenos días de forma algo atropellada, sin saber qué hacer con las manos… Ella, ignorando mi nerviosismo, nos dio un sonoro beso en la mejilla, lo cual acrecentó mucho mi malestar ante la jocosidad de mi compañero. Menos mal que el tío de la muchacha, que la había seguido, vino en mi ayuda respaldando la alegría de Sonnia:

«—Me alegro de que hoy estés tan contenta. Casi había llegado a olvidar el sonido de tu risa. ¡La verdad es que te prueba el aire del mar…!

«—¡Tío…!

«Ahora fue el patrón del barco el que intervino justo a tiempo:

«—¡Prepárense! ¡Vamos a desembarcar!

«En efecto, nuestro barco estaba ya maniobrando con alguna dificultad dirigiendo su proa hacia la larga playa del Postiguet, puesto que el capitán no quería exponerse más de la cuenta. Al poco tiempo, desembarcamos al abrigo de unas rocas enormes y a la sombra de unas grandes palmeras, después de despedirnos de él, nos dirigimos hacia la ciudad de la luz formando dos grupos separados sólo por una pequeña distancia. Pero antes de entrar en ella, aún tuvimos oportunidad de ver como el barco se iba a descargar la mercancía en su muelle habitual.

«Estábamos contentos porque, dicho sea de paso, no tuvimos ningún tropiezo desagradable ni en la playa ni en el camino. Por eso, a medida en que pasaba el tiempo, íbamos ganando confianza.

«Así entramos en Alicante.

«Allí pudimos comer juntos y descansar a gusto antes de subir al tren que nos debía llevar hasta la Ciudad Condal. Recuerdo con mucho placer aquel memorable paseo de la Explanada, aquellos bares y kioscos tan típicos que se levantaban cerca de la playa, aquellos puestos de ventas de frutos secos y pepitas de girasol con sal, de golosinas, de globos… Así que, entre unas cosas y otras, el día se nos pasó en un soplo y cuando por fin subimos al convoy, buscamos y conseguimos un compartimento vacío de seis plazas para nosotros cuatro, acomodándonos en él lo mejor posible.

«Cerca ya de medianoche, viendo a los dos hombres adormilados por el vaivén del tren, me encaré con la mujer sin poderme contener por más tiempo, y le dije:

«—Voy al pasillo a respirar un poco, ¿vienes?

«—Sí.

«—¡Ojo! —pinchó el tunante de López, que ahora estaba tan despabilado como una lechuza—. ¡Cuidado de caer por la ventanilla!

«La cara del tío, otro que parecía haber despertado de pronto, era una amplia sonrisa.

«—¿Me dejas ir, tío?

«—Ves hija, ves.

«Salimos del habitáculo teniendo la precaución de cerrar la puerta, y nos alejamos todo lo posible de él, a lo largo del vagón. Era uno de esos coches con un pasillo lateral estrecho por lo que, por fuerza, nuestros cuerpos estaban juntos todo el rato. Y llegados al lugar que nos pareció ideal, ella se situó de espaldas a la cerrada ventana y yo de frente, la protegía con ambos brazos de la ingente cantidad de personas, animales y paquetes que no se estaban quietos ni un momento.

«Nos miramos largamente a los ojos en medio de nuestra soledad… Sonnia estaba reluciente, entre temerosa e impaciente…

«—Sonnia…

«—Dime, Carlos.

«El ruidoso tren que seguía impertérrito hacia Barcelona, obligando a todas las traviesas a hundirse bajo su peso, fue testigo de nuestro largo beso de amor.

«No sé si levantamos protestas o no a nuestro alrededor, pero lo cierto es que volvimos a nuestro compartimento como flotando en el aire. Allí, al abrir la puerta, y antes de que pudieran preguntarnos nada, dije:

«—¡Os presento a mi prometida…!

«Hubieron dos reacciones marcadas y definidas: López se levantó de un gran salto lleno de alegría en tanto que el otro, que parecía haber esperado aquel momento a juzgar por el largo y hondo suspiro que dejó escapar, me abrazó diciendo:

«—Me alegro de tenerte por sobrino. Tu compañero me ha dado toda suerte de detalles y sé que eres un buen muchacho. ¡Os felicito, hijos míos!

«—¡Oh, tío! ¡Me siento muy feliz!

«—¡Muchas gracias, señor, tío…! Y tú, López, ¿qué has contado?

«—¿Yo? Nada. Qué me alegro que te hayan cazado al fin… ¡Cuántos más casados hayan en el mundo, menos mal a repartir.

«—¡Si serás…!— pero no me dejaron terminar a fuerza de cien apretones de manos, abrazos y alegrías. Para postre entró en aquel compartimento una pareja de mediana edad con un niño y se sentaron como pudieron. Pronto, al ser puestos en antecedentes, se atrevieron a darnos mil consejos y experiencias. Tanto es así, que la buena mujer se adueñó de Sonnia y no dejó que me sentase a su lado hasta llegar a la Ciudad del Turia, hasta Valencia. Mas de todas formas, para cuando hicimos el transbordo en la estación, Sonnia y yo, teníamos decidido que nuestras vidas seguirían unidas siempre, pasase lo que pasase.

«En la estación barcelonesa estaban esperándonos mi madre, a la que yo había avisado de mi llegada desde Valencia, Mauricio, su madre y toda la familia de López. Al bajar del tren, tras el consiguiente reparto de besos y abrazos, dije a mi madre en presencia de todos:

«—¡Mamá…! ¡Te presento a mi prometida! Sí, se llama Sonnia, con dos enes, y es el ángel que esperabas para hija…

«—Carlos, ¿por qué no me habías dicho nada?

«Y sin esperar ninguna respuesta, acogió a la chica en sus brazos maternales, llenándola de lágrimas y besos…»

 

———

QUINTO NUMERADOR

MI TÍO

  1

—Su vida parece una novela— le interrumpió el ciego, casi con admiración.

—Puede que tenga alguna razón, pero en las novelas todo termina bien, y yo…

Su interlocutor añadió rápidamente:

—¡Ah, perdone que le haya cortado…! Es que… Pero siga, siga, por favor. Dígame, ¿Sonnia fue bien recibida en casa?

—Desde luego. Las manifestaciones de alegría en la estación siguieron en casa y durante mucho tiempo. Las dos mujeres, mi madre y mi futura esposa, se llevaron bien desde el principio y congeniaron admirablemente por varias razones de las que tal vez destacaría el hecho de que Sonnia no tenía madre y la mía no tenía ninguna hija. ¡Luego estaba el hecho de que yo la quería por mujer…! ¡Esto, claro, pesó mucho! Pero también debo decirle que las dos eran de gustos y deseos afines en todo o en casi todo. En mi casa no ocurrió aquello tan corriente de que una madre con hijo único siente celos de su futura nuera, no. Se entendieron a las mil maravillas desde el primer momento.

—¿Y el hombre?

—También se quedó a vivir con nosotros pues en el piso teníamos espacio suficiente. Y aunque presentó algunas excusas bien argumentadas, entre todos le convencimos en muy poco tiempo.

—¿Y qué ocurrió cuando los vecinos se enteraron de que ya tenía novia formal?— le instó el ciego, casi con apremio para que se desahogase hablando.

—¡Calle, calle! Cuando se llegó a conocer quién era la nueva inquilina, una nube de felicitaciones cayó sobre mí como si fuera la lluvia de una tormenta de verano. Sólo los del tercero, y usted ya sabe por qué, me parecieron un poco fríos al principio; pero luego, ante lo inevitable, se sumaron a la alegría general.

—Ya, es natural… ¿Y tardaron mucho en casarse?

—No, porque el horno no estaba para demasiados bollos, ¿entiende? Tal y como se presentaban las cosas en la nación, no podíamos perder el tiempo. Así que decidimos casarnos con rapidez y con todo el ajuar que pudiésemos conseguir.

Y tras encender un nuevo cigarrillo, Carlos siguió el hilo de su narración:

 

2

«Fue el que había de ser también mi tío el que nos solucionó el problema económico. Tengo que decir con admiración que era un hombre de recursos. Inagotable. A veces nos asombraba con sus complejos conocimientos del alma humana y la cantidad de rincones, contactos y enlaces que tenía en la ciudad Condal, ciudad que no había estado nunca, si vale decirlo. Además, sabía hacer de todo un poco y siempre estaba a punto para realizar cualquier tipo de servicio. Por eso, en aquella ocasión, como en tantas otras, nos ayudó ampliamente, y no sólo en el aspecto moral, como ya le he dicho.

«Mi madre era la que estaba preocupada por los rumores de guerra que pasaban de boca en boca. En efecto, la revuelta, el alzamiento nacional que luego sería adjetivado «glorioso», había incendiado ya de forma práctica varios puntos de la península. Por eso, creía, y con razón, que eran malos momentos para pensar en bodas; claro que, para nosotros, sería peor no casarnos, al menos así nos lo parecía. Al final, su desasosiego empezó a hacer mella en la novia y aun en mí mismo que, por cierto, necesitaba bien poca influencia exterior para verlo todo negro. Tal vez se debía al hecho de haber crecido sin un padre a quien consultar y en quien confiar. Mas, por otra parte, ¿para qué negarlo?, también era muy consciente de la realidad y si bien quería casarme a toda costa, carecía de medios indispensables para llevar a término una ceremonia como mandaban los cánones y requería ocasión tan especial. Si esperaba conseguirlos a través de la nómina que cobraba por entonces, ¿quién sabe cuándo podríamos casarnos? Y además, ¿qué nos tenía preparado el destino con una guerra fratricida en el horizonte? Mas, debo decirle que en circunstancias normales habríamos esperado sin ninguna dificultad pese a que ambos nos queríamos con locura, pero aquellos días dejaban mucho de serlo. Todo eran comentarios, dichos y habladurías, y la situación política seguía siendo muy inquietante. Cada día habían muertos en las esquinas, en las fábricas, en cualquier lado, y poco a poco el ambiente se enrarecía. Suerte que no me vi obligado a tomar partido alguno y que en el trabajo me dieron una especie de salvoconducto que me inmunizaba de cualquier atropello, mas fueron días muy duros… De todas formas pedimos que la ceremonia fuese sencilla, y que lo de menos eran el ornato exterior y el convite nupcial característico. Sin embargo necesitábamos dinero para preparar nuestra habitación y para cubrir los gastos más apremiantes. Y a medida en que éstos iban siendo anotados en un papel, en una especie de lista, crecían las dificultades. Cuando escribimos lo que nos podría costar la invitación de todos los vecinos y amigos, con el fin de que se solazaran a nuestra salud, rompimos el papel.

«El problema era tan difícil y arduo que siempre ponía fin a nuestras conversaciones y planes.

«Cierto día mientras hacíamos la sobremesa con estas consideraciones y otras del mismo talante, mi tío exclamo con cierto deje de malicia:

«—¡Ea! ¡No debéis preocuparos más, pues ya tengo la solución… Hace tiempo que os veo pensativos y me dije que debía acudir en vuestra ayuda. Y mirar lo que son las cosas. El otro día, paseando por la calle, me encontré a un antiguo amigo que me debía un dinerillo. Le expliqué el caso y me pagó casi con alegría. De manera que como ya tengo el líquido en el bolsillo, ¡a casarse tocan!

«Nos levantamos de la mesa sin dejarle continuar y le rodeamos con verdadero jolgorio.

«Enseguida todos nos pusimos a planear la boda, ahora totalmente en serio.

 

3

—Parece mentira que el vil metal sea tan necesario en determinados momentos— dijo el ciego cavilando mientras ofrecía a Carlos otra taza de café.

—Desde luego. Y más en aquella época en que la gente no daba nada por nada. Aunque, la verdad, el dinero pasó pronto a ser una parte secundaria del problema porque, aparte de no considerarlo nunca primera necesidad, ya lo teníamos. Y ya lo sabe, siempre se desea lo que no se tiene. De manera que, poco a poco, íbamos encarando y venciendo los problemas sabiendo que teníamos poco tiempo para pensar. Recuerdo que una de las cosas que hicimos fue arreglar la alcoba de mi casa de una forma preciosa (mi madre nos la cedió gustosa a cambio de mi antigua habitación de soltero). Pero no quedó ahí la cosa. Pintamos y lavamos la cara a todo el piso, empapelamos algunas paredes, cambiamos ciertas cañerías, alicatamos el baño, barnizamos las puertas… e hicimos un sin fin de otros trabajos que tuvieron la virtud de regenerar toda la vivienda. Por fin, parecía mentira, pero entre unas cosas y otras, llegó el día señalado.

—¿Estuvo muy nervioso?

—¡Pues, como todos! Aquella mañana, al vestirme, no encontraba nada en su lugar y si no llega a ser otra vez por el tío de Sonnia, el cual de buenas a primeras se avino a ayudarme, no hubiera acabado a tiempo.

—Sí, lo comprendo. ¿Sabe que ese hombre se me hace muy simpático? Debe ser todo un personaje.

—En efecto.

—¿Y la novia… estaba guapa?

—¡Cómo una flor en primavera! Por cierto al verla vestida de blanco en el juzgado (antes no la pude ver porque no me dejaron), mi mente me jugó una mala pasada: ¡La volví a ver en el desierto con toda la ropa hecha jirones! ¡Uf! La verdad es que pasé mal rato… Mas se me pasó cuando, ya en la iglesia local, la vi avanzar hacia mí por el pasillo central. Desde luego, no sé que será, pero cuando se casa una mujer acapara el interés de todos los que la miran y, por la misma razón, se convierte en la reina de la ceremonia. ¡A mí ni me miraban! No es una queja, pues ella se lo merecía todo, sólo que el detalle me hizo gracia porque estábamos casándonos los dos.

—¡Hombre! Para ellas es un día especial, único. Un día que habla de entrega, sacrificio y hasta dolor. Es normal que se las trate como a reinas porque en ningún otro momento de su vida lo volverán a ser.

—Sí, es verdad. Estaba bromeando. Lo que sí es cierto es que me parecía mentira vivir aquel momento tantas veces soñado y que pronto podría hacerla mía. Aunque debo confesarle que no me daba cuenta de nada. Tanto es así que el juez de paz tuvo que preguntarme dos veces: «¿Quieres por esposa a Sonnia Anmara? Carlos Martín Bou, ¿quieres por esposa a Sonnia Anmara?» Creo que algo volvió en mí porque recuerdo que respondí con una voz que se parecía poco a la mía: «¡Sí! ¡Sí quiero!» Luego, aún tuve el valor para mirarla y hasta para esperar anhelante la respuesta… Cuando habló por fin, sellamos nuestra unión con un prolongado beso y…

—¿Qué le pasa?

—Nada, nada. Tengo la horrible sensación de haberme portado como un necio. Si supiera lo felices que vivimos aquellos primeros días… ¡Todo nos parecía nuevo y lleno de dulces promesas…!

—No se atormente por lo que pudiera haber hecho. ¡Ya es tarde…! ¿Tuvo otra vez la visión del desierto?— quiso saber nuestro ciego, tratando de alejar el sentimiento de culpabilidad de la mente de su interlocutor.

—Desgraciadamente, sí. Fue varios meses más tarde, en concreto a primeros de marzo de 1937, cuando mi amigo Mauricio fue llamado a filas…

 

4

«Los rumores que nos llegaban de la guerra eran cada vez más desalentadores. Me refiero a los boca a boca, a los oficiosos, porque todos los oficiales eran muy buenos, francamente buenos. Por eso, nadie se extrañó cuando el hijo de la portera subió a casa y nos enseñó el diario local en donde estaba impreso su nombre, formando parte de una lista que era reclamada en el frente. Al cabo de dos días y al despedirlo en la estación, volví a tener aquella visión tan odiosa. Fue cuando alcé la mano para decirle adiós. No sé lo que me pasó, pero pensé que me gustaría estar en su lugar mientras sentía un regusto a venganza. Ya ve, con el terror cerval que tenía a la conflagración, a cualquier tipo de violencia o vejación, y casi me hubiese cambiado por él. Ya se lo he dicho, aquella maldita visión parecía obligarme a conseguir algún tipo de reparación. No me daba cuenta que, al pensar así, iba en contra de mis principios y creencias… Debí poner tal gesto en la cara que Sonnia, que estaba a mi lado, me apretó el brazo con simpatía. No, no, ella no podía saber lo que estaba pensando y debió de interpretar mal mi lividez, pero su contacto me hizo bien. ¡La tenía junto a mí, sana y salva! Entonces, recordé mis deberes para con ella y el resto de la familia y el inconsciente deseo de irse desapareció.

«Por nada del mundo debía dejar a los míos en aquellos momentos.

«La vuelta hacia nuestra casa fue, sin embargo, muy triste. La señora Herminia no se podía consolar desde que el tren había dejado la estación. Mi madre, que marchaba a su lado, no dejó de hablar ni un solo momento, pero todo fue inútil. Mas, mi tío se les acercó y, cosa extraña, no sé lo que diría, pero el caso es que consiguió calmarla.

«Creo que fue a partir de entonces que creció entre ellos una amistad sincera…

 

5

—Le ruego que perdone mi interrupción anterior, cuando le he dicho que era tarde para enmendar lo malo que ha hecho o lo bueno que ha dejado por hacer. ¡Me he dejado llevar por la intolerancia! Lo siento…

—¡Vamos! Ni siquiera lo he notado.

—¡Gracias! A pesar de lo que diga, haga o crea, usted tiene el corazón muy grande. Y si le sirve de consuelo le diré que hasta comprendo esa repulsión que le conmovía las entrañas al ver avanzar las tropas enemigas mientras aguardaban agazapados en las copas del olivar.

—Sí, y fue por eso que tuve pensamientos desagradables al dar la orden de fuego. El ultraje que estuvo a punto de sufrir mi mujer, la pérdida de todo el patrimonio de mi nuevo tío, la marcha de Mauricio, las ansias de volver a casa y besar a mi hijo Javier, a quien no conocía aún, incluso la visión en la que me vi montando un caballo apocalíptico y el disgusto que sentía por asociar todo este caos con el enemigo que se nos venía encima, hicieron de mi persona un verdadero salvaje. Y si a todo eso le suma el nerviosismo de la espera, con los nervios tensos como alambres y los músculos tan endurecidos como las piedras, el olor a pólvora, todas las incomodidades propias de la postura y el deseo de acabar cuanto antes, comprenderá que el hecho físico de apretar el gatillo de la ametralladora casi constituía un cierto alivio.

—¡Es horrible!

—¡Sí! ¡Crea que siento bastante asco cuando lo recuerdo!— murmuró Carlos, en un susurro.

—¡Siga, por favor! Desahóguese conmigo cuánto quiera… Piense que el hablar le hará bien…

 

6

«Cuando di la orden de disparar, a requerimiento del capitán de la B, los soldados enemigos se encontraban a menos de cincuenta metros de nosotros e iban avanzando despreocupadamente, ajenos a una sorpresa de aquel tipo, debido, entre otras cosas, a que habían salido en persecución de una sección derrotada.

«Por eso, la primera andanada les cogió de lleno.

«Caían los unos encima de los otros dando gritos de dolor, rabia y sorpresa. Les oíamos vocear y dar alaridos en alemán, en italiano y, claro está, en castellano. Pero como iban a paso de carga, nuestras balas no conseguían frenar bien a muchos de ellos, cuyos cuerpos sin vida seguían corriendo hasta llegar al mismo pie de los olivos, en donde caían muertos definitivamente. Allí, podíamos ver cómo sus ojos vidriosos miraban al infinito. ¡Nunca los olvidaré…! Miraban al vacío y arrojaban espumarajos de sangre por la boca por tener reventados los pulmones… ¡Qué gritos y qué confusión respondió casi sin querer al fuego sin misericordia de nuestras armas! ¡Jamás pensé que las ametralladoras apostadas en abanico, pudieran hacer tanto mal!

«Antes de que tuvieran tiempo de rehacerse para repeler nuestra agresión, ya habían caído más de la mitad…

«Así quedaron tendidos en aquel campo: ¡Los muertos mezclados con los heridos formando tétricas pirámides humanas…! ¡Los fusiles, los cascos y los restos de equipo esparcidos por doquier sin orden ni concierto! ¡Todo era horrible y demoníaco! Era mi visión hecha realidad. ¡Yo era el jinete loco! ¡Yo era el segador! ¡Yo era el matador!

«Los hombres somos imbéciles: Pese a que los ¡ayes! y gritos de los heridos eran desgarradores y hacían poner los pelos de punta; los demás; presa de una indescriptible fiebre de venganza, seguían avanzando, empujando… Y es que estaban como animales locos. ¡Hasta pisaban sin piedad a sus compañeros, dominados por una ansia loca de llegar… a dónde les esperaba una muerte segura!

«Era un círculo vicioso.

«Le puedo asegurar muy bien que aquello más que una batalla era una matanza. Mis ojos se llenaron de lágrimas al comprender, el verdadero alcance de nuestra misión, pero ya era tarde. No, no era arrojo o valentía los que nuestros superiores habían visto en nosotros. ¡Nos habían escogido sencillamente para ejercer de matarifes!

«Llegué a desear, en un momento de obcecación, que una bala enemiga me segara la vida. ¡Dios mío! Créame, me avergoncé sólo de pensar que mi hijo pudiera verme en aquel trance. Tanto soñar y soñar con ser su ejemplo a seguir… y allí estaba, desgreñado, lleno de suciedad y parásitos, barbudo, roto, lloroso y abandonado…a pesar de estar rodeado de varias docenas de cadáveres. Lleno de vergüenza puse otro cargador en la metralleta… A mi lado, Roig también usaba su arma disparando sin cesar, con el cañón casi al rojo. Vi, noté incluso, que lo estaba haciendo de forma rígida y despiadada, pero sin sentirlo. ¡Era una pieza más del sistema! Los casquillos saltaban a su alrededor a un ritmo endemoniado. En un momento dado me atreví a mirar su cara, aún no sé por qué lo hice, y vi, tras la tensión de los músculos, el temblor de su conciencia. Respiraba con cierta dificultad y hasta le castañeteaban todos los dientes sin parar. Por eso tuve un pensamiento de compañerismo hacia él viendo que me había equivocado al enjuiciarlo: ¡Aquel hombre estaba padeciendo lo mismo que yo!

«Pero el corazón me dio un golpe en el pecho al oír por el receptor ciertas palabras dichas por los componentes del grupo tercero. Supuse que habían abierto el radio teléfono por descuido, pero el sentido de las angustiadas voces relegaba a un segundo lugar cualquier otra consideración. Roig y yo intercambiamos una mirada llena de ansiedad al tiempo que nos secábamos el sudor con el dorso de las manos.

«La voz de Montblanc nos llegaba claramente:

«—¡Imbéciles…! ¡Idiotas…! ¡No sigáis avanzando que os mataremos! ¿No veis que os estamos matando?

«Reverté trataba de calmarlo:

«—¡Por Dios santo, Montblanc! ¡Tranquilízate! Descansa un poco que yo seguiré…

«—¡No, no, soy un criminal! ¡No avancéis más…! ¡No os acerquéis más, por favor!

«¡…!

«El terrible grito que se escapó por el auricular nos llenó de pánico. ¡Era un miedo desgarrador! ¡Un miedo íntimo, como nunca lo habíamos sentido antes! ¡Desgarrador…! Presa de nerviosismo, y un poco por querer hacer algo, cogí el aparato y traté de llamar su atención:

«—¡Sargento a grupo tercero! ¡Sargento a grupo tercero! ¿Me oís? Cambio.

«Nada…

«—¡Sargento al grupo tercero! ¡Reverté…! ¡Montblanc…! ¡Contestar! Cambio…

«Nada. Sólo palabras incoherentes…

«Roig me tocó el brazo, mirándome tristemente:

«—Lo siento. Es inútil que te esfuerces. Tienen abierta la comunicación y si no cambian no podremos hablar.

«Tiré el aparato con rabia al comprender la verdad del muchacho y mis nervios estuvieron a punto de jugarme una mala pasada, pues casi salté del olivo para enterarme personalmente del problema. De todas formas lo habría hecho aunque lo hubiera pensado mejor, si no llega a ser porque mi amigo me señalaba al enemigo que persistía en seguir avanzando, aunque eso sí, mucho más lentamente. Por fin se habían dado cuenta de que había algo en el olivar que debían superar si querían llegar a la colina. Por eso su marcha se volvió más cautelosa y hasta ordenada. Incluso avanzaban ya buscando el refugio que pudieran darles las pequeñas lomas y las ondulaciones de los bancales del terreno. Además, había otro cambio. Ahora avanzaban disparando sin cesar, aunque a ciegas, porque aún no nos habían localizado del todo.

«El grupo segundo, por su parte, todavía seguía disparando sin descanso y haciendo blanco…

«—¡Sargento a grupo segundo: ¿Me oís? Cambio.

«La voz de Deltell se hizo bien audible a pesar del fragor del combate:

«—¡Deltell a sargento! Te escucho bien. Cambio.

«—¿Qué le pasa a Montblanc?

«—Pues no lo sé, señor… No lo sé, Carlos. Tal vez lo hayan herido…

«—No mientas y dame tu opinión.

«—De acuerdo… Carlos, creo, creemos, que se ha vuelto loco… Cambio.

«—¡Ah! Bien… eso es todo… Corto.

«Recuerdo que mi barbilla se apoyaba en el pecho cuando corté la comunicación… ¡Algo así me temía! ¡Es horrible…! Roig dejó de tirar un segundo y volvió a posar su sucia mano en mi brazo.

«—¡Es la guerra!

«—¡Oye…!

«—A lo mejor no es nada…

Por aquel entonces el grupo tercero había dejado ya de disparar coincidiendo con el inicio de la retirada del enemigo, pero nosotros estábamos muy quietos y preocupados por el estado de Montblanc para darnos cuenta de lo que estaba pasando delante de nuestras narices. Sólo pensábamos en el drama que se estaría desarrollando en la copa de aquel retorcido olivo… Empecé a devanarme los sesos tratando de encontrar un medio para ayudarles, cuando vimos con horror que un hombre estaba bajando del árbol.

«¡Era Montblanc!

«Pudimos apreciar con fácilmente que estaba destrozado, herido, ensangrentado y desencajado… Y, para terminarlo de arreglar, se dirigía de forma directa y obstinada hacia las filas enemigas mientras un murmullo de espanto atenazaba nuestras gargantas.

«—¡Alto, parar…! ¡Atrás, atrás si no queréis morir a nuestras manos!— gritaba al salir corriendo al claro, encarado hacia el pueblo.

«—¡Quieto Montblanc, quieto!— gritamos al mismo tiempo Roig y yo. Pero notamos con ira y rabia que nuestras voces se perdían entre las tupidas ramas y la distancia. Además, la garganta no nos respondía como queríamos.

«Las teníamos completamente secas…

“Mientras, nuestro compañero, sorteando o pisando a los muertos, se acercaba peligrosamente a las filas enemigas.

“Cogí de nuevo el teléfono, y bramé:

“—¡Sargento a Reventé…! ¡Contesta!

“—Señor…— su voz nos llegó débilmente.

“—Reverté… amigo mío. ¿Qué ha pasado?

“—Se ha vuelto loco, señor. Me ha golpeado y… ¡Eh! ¡No está aquí! ¡Carlos, allí! ¡Va directo a las filas enemigas! ¡Y está desarmado…!

“—Lo hemos visto.

“—¡Voy en su busca!

“—¡Quieto!

“—¡Señor…!

“—¡Es una orden! ¡Quédate dónde estás! —Roig me miró comprensivamente, pero creo que no entendió lo que yo quería decir—. ¡Montblanc está perdido y no quiero perderte a ti también! Venga, disparar para cubrirme… ¡Yo iré!

“—¿Pero…?

“—¡Repito que es una orden! ¡Corto!

“—¡No! —ahora la ronca voz de Roig tenía algo de regusto fantasmagórico—. ¡No Carlos, no lo hagas! Déjame ir a mí…

“—¡Es mi deber!

“—Como quieras…

“Vi con aprecio como los ojos del muchacho se llenaban de lágrimas…

“—¡Sargento a Deltell! ¿Me escuchas? Cambio.

“—Lo hemos oído todo y creemos…

“—¡Voy a buscar a Montblanc!

“—¡Carlos…! ¿Serviría de algo si te pedimos que no vayas?

“—¡No! Escuchar lo que quiero que hagáis todos a la vez: ¡Cubrirme bien con vuestro fuego! Voy a ver si puedo llegar hasta él antes que alcance a los que están huyendo. Corto y cierro!

“Roig me alargó la mano en silencio y se la estreché con agradecimiento.

Casi inmediatamente, un fuego graneado salió de nuestras posiciones y parece que fue un argumento suficiente para convencer a los supervivientes que la cosa estaba perdida para ellos. ¡Así que, si antes corrían, ahora empezaban a galopar dando forma a una desbandada con todas las de la ley! Tanto es así que se acercaban al pueblo sin orden ni concierto. ¡Habíamos vencido! Claro que ni mi mente ni mi ánimo estaban para cánticos victoriosos, ¿lo comprende, verdad? Sólo era capaz de ver a Montblanc que avanzaba todavía, jadeando, tropezando siempre y cayendo sobre la alfombra de muertos para levantarse de nuevo haciendo un verdadero esfuerzo. Su marcha y sus gritos tenían algo de inhumano. Entonces, ya iba casi desnudo y el poco pantalón que aún le cubría, estaba hecho jirones. ¡Parecía un delgado espectro, o un fantasma! ¡El fantasma de la guerra otra vez! ¡Aquellas escenas encajaban perfectamente con los detalles de mi visión…! ¡La guerra…!

“—¡Huir! ¡Huir! ¡No vengáis que os mataremos…!

“No pude resistir más y de un salto contacté con la tierra de los bancales para avanzar lo más rápidamente posible en dirección al desgraciado compañero.

“Ya estaba a menos de treinta pasos de él, cuando algo me inmovilizó en el suelo:

“Allí quedé confundido con los cadáveres…

“Varios de los que formaban la retaguardia del enemigo se volvieron por fin y vieron a Montblanc que avanzaba hacia ellos dando traspiés, gritando y gesticulando, desarmado y medio desnudo.

“¡Cambiaron de dirección y cargaron contra él!

“Más de cien bayonetas se clavaron en su cuerpo, dando la impresión de que querían cobrarse en él nuestra carnicería…

“Aún pude oír sus últimas palabras:

“—¡No vengáis, que os mataremos…!

“Por fin el enemigo se retiró de nuestra vista y mis hombres silenciaron las inútiles ametralladoras. Yo, en el duro suelo, no podía hacer otra cosa que llorar. ¡Y llorar como un niño! Sí, ya sé que los hombres no lo hacen, mas, ¿qué iba a hacer si no? Cuando pude levantar la vista, una cara me estaba mirando:

“Era el rostro de un hombre muerto…

“Pensé en su madre… ¡Qué ajena estaría ella de suponer que su hijo nunca más iba a pronunciar su nombre!

«El dolor moral me atenazó las manos y los pies impidiendo que pudiera moverme… Y así hubiera seguido a no ser por la voz que me hablaba muy cerca del oído:

«—Carlos, ¿estás herido?

«¡Era Roig!

«Me levanté trabajosamente hasta colocarme de rodillas y le dije a modo de excusa:

«—No he podido evitarlo.

«—Carlos, estoy orgulloso de ti.

«¡Cómo le agradecí aquellas cortas palabras! Poco a poco comencé a recobrar el sentido ante la muestra de respeto y cariño. Y mientras acababa de levantarme sin dejar de mirar hacia delante, al vacío, Roig llamó por teléfono al resto de los compañeros:

«—¡Grupo primero al resto! ¡El sargento está bien! Cambio.

«—El segundo y el tercero le felicitan, señor— me dijo tras oír las respuestas.

«—¡Gracias! —dije ya tranquilo y repuesto del todo—. Vamos a rescatar el cuerpo de Montblanc.

«—¿Señor…?

«—¡Vamos!

«–¡Sí, señor!

«Así que nos acercamos lentamente a nuestro objetivo sin mediar una palabra más. Pero, a pesar de eso, llegamos pronto al lugar donde yacía el cuerpo de nuestro compañero hecho un guiñapo. Mas, cosa extraña, su sucia cara estaba bañada por una paz y una luz extraordinarias. ¡Sí, hasta creímos descubrir una sonrisa en su boca…! ¡Sólo que sus pobres labios aún parecían estar exclamando:

«—¡No vengáis, qué os mataremos…!

«Cogimos el maltrecho cadáver por las axilas y las piernas, y medio a rastras a través de los cadáveres que parecían querer acompañarle en su último viaje, nos acercamos poco a poco a nuestras posiciones.

«Al llegar al pie de nuestro olivo, cogí el radioteléfono:

«—¡Sargento a todos los grupos! ¡Abrir bien los ojos y cubrirnos de nuevo a conciencia! ¡Vamos a enterrar a Montblanc…! Corto.

«Mientras tanto, Roig había ido a recoger una pala del equipo que guardábamos en el olivo y también parecía estar dispuesto. Luego, escogimos el lugar con todo cuidado, con mimo, y empezamos a cavar la tumba para nuestro querido amigo. Recogimos las dos cartas recién abiertas que había conservado milagrosamente en el hondo bolsillo lateral de su maltrecho pantalón, la cartera, un mechero y un pañuelo, y lo guardamos todo en el fondo del macuto de Roig. Luego, pusimos delicadamente su cuerpo en la fosa fresca y antes de tirar la primera paletada de tierra encima del cadáver, noté que el resto de mis hombres estaba detrás de mí.

«Derechos, serios, descubiertos, los ojos secos…

«Les miré, me miraron…

«Entonces hice la oración. Sí ya sé que no sirve de nada para un muerto, pero los vivos me lo pedían con grandes gritos silenciosos…

«Luego dije:

«—¡Ayudarme, muchachos!— y empecé a tirar tierra, a dar ejemplo…

«Deltell, en un arranque, desenfundó su pistola y disparó tres tiros al aire:

«—Se lo merece —dijo a guisa de disculpa, mientras miraba hacia el pueblo—. ¡Es un héroe!

«Sí. Todos estábamos de acuerdo. Después, con la pala y las ocho manos desnudas conseguimos llenar la tumba en breves momentos. Deltell y Roig, sabiendo que aquello iba a gustarme, cogieron del suelo dos ramitas, creo que eran sarmientos, construyeron una tosca cruz y la clavaron en la blanda tierra, encima de la parte superior de la fosa.

«Cuando acabó su labor, quedamos mudos y silenciosos por unos instantes… Así que tuve que romperlo yo con dolor, pues no quería que nos quedásemos allí todo el día:

«—Roig tiene todos sus efectos personales. Después los uniremos a los que pudo dejar en la copa del olivo y quien acabe con bien de ésta que vaya a ver a su mujer y que le explique que murió como un valiente. ¡Ahora volvamos a nuestros puestos de combate!

«Nos dimos la mano emocionados.

«Cuando subimos de nuevo a nuestro árbol, traté de hablar con el capitán de la compañía B:

«—¡Sargento «alma de cántaro» a capitán de la B… Cambio.

«—¡Por fin! Aquí el capitán a la escucha…

«—El enemigo se ha retirado completamente destrozado.

«—¡Lo he visto todo con los prismáticos de campaña! ¡Y os felicito sinceramente! Pero me teníais intranquilo… ¿Qué ha pasado?

«—¡Nada importante, mi capitán! Ya lo haré constar en mi informe…

«—Muy bien, estoy de acuerdo. ¡Vaya rato que me habéis hecho pasar! Ahora, vamos a conquistar el pueblo y toda la zona. Sinceramente, creí que no ibais a conseguirlo cuando hemos visto correr como locos a la sección del «Batallón de la Muerte» para salvarse. Me alegro de haberme equivocado tanto. ¡Vamos a bajar! Mientras, les recomiendo que sigan alertas porque aún les pueden atacar antes de que podamos llegar. ¡Cuidado con ellos! Si ocurriera lo peor, ¡llámenme en el acto y les cubriríamos con la fuerza de los morteros! ¡Ah! Bueno, le felicito de nuevo sargento, y le ruego que lo haga extensible a sus hombres. ¡Con soldados así no podemos perder la guerra! ¡Hasta luego! Corto.

«Miré a Roig:

«—Nos felicita…

«—Ya se sabe.

«Comprendí que tenía el propósito de apaciguarme, por lo que me dejé llevar haciendo un gran esfuerzo de voluntad y ayudado, quizá, por el hecho de morderme los labios con furor.

«Quedamos de nuevo sumidos en negros pensamientos en espera de lo que pudiera caernos encima…

«De pronto, un penetrante silbido rasgó el cielo y se abrió camino hasta nuestros embotados y rotos cerebros:

«—¡Morteros!— murmuró Roig.

«El obús cayó a cinco o seis olivos más lejos de los que ocupábamos nosotros.

«—¡Sargento a todos los grupos! Disparan desde el pueblo y aunque ignoran la posición exacta que ocupamos, nos pueden alcanzar. ¡No debemos delatarnos! Así que contestaremos a su fuego sólo en el caso de un avance de la infantería. Así que mientras tanto, ¡silencio! No tenemos otro remedio que esperar… ¡Recomendar vuestras almas a Dios, y mucha suerte!

«—¡Gracias!— la voz de Deltell me pareció un poco rara.

«—¡Gracias, sargento! Igualmente…— contra lo que pudiera pensar, Reverté parecía estar más tranquilo.

«Otro silbido… otra explosión… ¡Esta vez arrancó de cuajo uno de los olivos más lejanos!

«Otra explosión… ¡El obús cayó en aquel suelo, entre los cadáveres, destrozándolos y mezclándolos con la tierra y el barro!

«Otro silbido…

«—¡Este caerá cerca!— aseguró Roig, cubriéndose bien con su casco.

«Otra explosión…

«—¡Cielos! —recuerdo que exclamé—. ¡Ha caído muy cerca del grupo segundo!

«—¡Y tanto!

«—¡Sargento a Deltell! ¿Estáis bien? Cambio.

«—¡Aquí grupo segundo! Puig al habla, señor. Un cascote ha herido a Deltell…

«—¡Dios! ¿Puede ponerse?

«—Creo que sí…

«—Carlos…

«—¡Hola, tunante! —traté de que mi voz no me traicionara—. ¿Te han dado, verdad?

«—No es nada, sargento. El enemigo necesita más píldoras de esa clase para acabar conmigo…

«Otro silbido…

«¡Dios santo! ¡El olivo que ocupaba Reverté saltó por los aires hecho pedazos!

«—¡Malditos!— el rugido de Roig se unió al mío.

«¡Teníamos el corazón encendido en sangre! Pero, aun así, volví a usar el aparato:

«—¿Habéis visto?— estuve tentado de anteponer la frase: «Sargento a grupo segundo», pero no lo hice y me contuve. ¿A quién le iba a hablar si el tercero había desaparecido?

«La respuesta no me calmó demasiado:

«—¡Criminales!— no pude descubrir a quien pertenecía la voz, si a Deltell, a Puig o a los dos juntos.

«—¡Pobre Reverté!— y Roig, de nuevo a mi lado, ahogó un sollozo.

«¡Y lo peor es que seguíamos allí, impotentes y, en alguna manera, indefensos…! Pero, ¿quiénes eran los criminales? ¿Ellos o nosotros? Ni lo sabía ni tenía la cabeza despierta cómo para analizar nudos bizantinos. Sólo me cegaba, sí, digo cegaba, la idea de vengar a nuestros compañeros caídos del grupo tercero, y la ira no es buena consejera para llegar a esclarecer malabarismos cerebrales.

«Otro silbido… otro… otro… ¡y aún otro más!

«Nuestros nervios, largo tiempo expuestos a tanta prueba, estaban a punto de ceder del todo. ¡Tenía que hacer algo! Pero, ¿qué? Entonces fue cuando se me ocurrió una idea:

«—¡Sargento Martín a capitán de la compañía «B»! ¿Me escucha? Cambio.

«—¡Aquí el oficial de enlace de la «B»! Le oigo alto y claro.

«—¡Nos atacan! ¡Nos atacan con varios morteros desde el pueblo…!

«—¿Pueden resistir?

«—¡No, nos tienen localizados y ya hemos sufrido una baja! ¡Ayúdenos y rápido!

«—Oficial de guardia a sargento «alma de cántaro»: Ya no se preocupe más, ¡le ayudaremos! Voy a hablar con el capitán inmediatamente y les daremos su merecido. ¡Corto!

«Durante unos momentos que parecieron siglos no supimos qué hacer, tan sólo esperar y rogar para que los morteros enemigos no nos encontrasen. Pero, un poco más tarde, otro silbido hirió nuestros tímpanos… ¡sólo que esta vez el obús cortaba el aire en sentido contrario a los anteriores!

«Otra explosión. La bomba cayó de lleno sobre una de las secciones enemigas puesto que nos dieron un pequeño respiro. Así que empezamos a ver las cosas de manera distinta y hasta conseguimos levantar el ánimo. ¡Parecía como si aquellos obuses tuviesen otro sonido, otra música! Aunque llevaban la misma clase de muerte, para nosotros era como si interpretasen arpegios celestiales. Aunque daban la misma clase de muerte, para nosotros era como el maná del cielo. Incluso adoptamos una postura algo más distendida, nos relajamos algo y encendimos los primeros cigarrillos desde hacía horas…

«Para nosotros la escaramuza tocaba a su fin mas, ¡con qué saldo!

«Algo después, la totalidad de la Compañía pasó debajo de nosotros y avanzó hacia la aldea sin encontrar demasiada resistencia. Puede decirse que lo único que tuvieron que sortear los soldados en su victorioso avance, fue a los muertos por nosotros que, como ya le he dicho, adornaban el claro que iba del olivar a las primeras casas del lugar. Vimos perfectamente como el grueso de la tropa llegaba al arrabal, cómo continuaba avanzando hacia delante y hasta cómo desaparecía de nuestro campo de observación el último de los soldados republicanos. Y aunque oímos un rato el fragor de la lucha fratricida, lo cierto es que éste se volvió cada vez menor hasta que desapareció también. A partir de ese momento, el silencio fue total… Ni un tordo ni una cigarra fueron capaces de atreverse con él.

«Por no haber, no había ni brisa…

«Empezamos a bajar de nuestros escondrijos uno tras otro, cubriéndonos las espaldas…

«Después supe que nuestras compañías habían llegado también al pueblo haciendo un gran rodeo, y encerrando al enemigo en una bolsa de la que no pudieron escapar.

«Así fue como se preparó la ofensiva del Ebro…

«Pero el día que nos ocupa, la victoria, nuestra victoria, fue total y muy completa. ¡Un gran número de prisioneros se alineaban en la llamada Plaza Mayor del pueblo es espera de su suerte! Tengo que decir que la propaganda nacional trató muy mal a nuestro bando y por esa causa, muchos de ellos tenían miedo de que los fusilásemos, pero hasta donde yo supe, jamás se llevó a cabo esta práctica en nuestro Regimiento. Es cierto que más tarde, hacia el final de la guerra, los comisarios políticos tuvieron más influencia en la tropa pero, por aquel entonces, todo era un buen montaje publicitario del enemigo.

«Aquel día, todos los mandos, subalternos y soldados vencedores, eran la más clara manifestación de la alegría. Se buscaban las mejores casas y, de ellas, las mejores habitaciones para pasar la noche. Y hasta se preparó una extraordinaria cena de la que participamos todos, además, incluyendo a los prisioneros. Aunque, claro, esto se consiguió gracias a las aportaciones y ofrendas más o menos voluntarias de todos los habitantes del pueblo. Hubo alguno que sacó una guitarra de algún sitio y celebró el evento tocando a su manera consiguiendo que se le unieran cantando y tarareando muchos de aquellos esforzados compañeros.

«Es verdad que la alegría y la euforia reinaban por doquier por haber vencido, pero ¡también se sentía la nostalgia…!

«Por nuestra parte, con lentitud y parsimonia, empezamos a ordenar nuestras cosas desde el primer momento en que se hizo el silencio. Pero sentíamos la boca seca y una extraña sensación: ¿Quién iba a acordarse de unos soldados tirados en unos olivos?

«—¡Sargento a capitán del «B»…! ¿Nos da permiso para abandonar estas posiciones?

«—¡Cómo…! ¿Aún están ahí? ¡Claro que sí…!

«—¡Gracias!

«—¡Un momento, sargento! ¡Su capitán está a mi lado y quiere hablarle!

«—¡Fortín a Carlos…! ¿Me recibes bien? Cambio.

«—¡Sí, señor! Alto y claro.

«—¡Gracias a Dios! —¿De qué daría gracias?— ¡Todo ha ido muy bien! —¡Sí, todo…!—. Ha sido magnífico y casi todo lo debemos a vuestro arrojo y valentía. ¡Estoy orgulloso de vosotros, pues la operación ha salido como lo planeamos…! —¿También habían contado con mis muertos?—. ¡Sois unos héroes…!. —¡Vaya, todo el mundo hablaba de heroicidades! ¡Será la monda!

«—¡Gracias, señor!

«—¡Venir al pueblo enseguida y presentaos en el puesto de mando! ¡Hasta luego! Corto.

«–¿Has oído, Deltell?

«—¡Desde luego!

«—¡Resulta que nosotros también somos héroes! —y en mi voz había tal carga de ironía que Roig no pudo dejar de notarla—. Bien, ya podéis dejar de hacer el mono y bajar del dichoso árbol.

«Luego, dije a mi compañero:

«—¡Esto se acabó…! ¡Venga, vámonos!

«Y así fue como empezamos a salir de los escondites… para reunirnos en el suelo cansados, rotos y cabizbajos. Los cuatro supervivientes del comando parecíamos espectros sacados de un libro de Poe…

«Bueno, sigo. Allí, en tierra firme, sobre piedras y terrones, pudimos comprobar que las heridas de Deltell eran graves y requería una intervención urgente. Estaba resistiendo gracias a su fuerte naturaleza…

«—¿Te han dado fuerte, eh?

«—¡Bah! ¡No ha sido nada!

«—Sí, podía haber sido algo peor. Bien, ¡nos vamos! Roig, acércate a la zona del olivo que ocupaba el tercer pelotón y mira si encuentras algo de nuestro amigo Reverté que pueda identificarle…

«—¡A la orden!

«El muchacho avanzó decidido mientras le aguardábamos en respetuoso silencio, interrumpido tan sólo por la irregular respiración de Deltell. Tras esos minutos de espera, en los que le vimos buscar por el suelo, volvió trayendo solamente el macuto de nuestro compañero muerto.

«¡Una mochila chamuscada era todo lo que había podido encontrar…!

«!En marcha!

«Jamás había pronunciado aquella orden con tanta pena. Pero tuve que disimular y el hecho de tener que ayudar un poco a caminar a Deltell me ayudó a conseguirlo. Sin dar apenas importancia el hecho, me había situado junto al soldado y pasado su brazo sobre mi hombro a pesar de sus protestas, mientras que los otros dos hombres arrastraban como podían algo de nuestro material. Recuerdo que al entrar en el pueblo, más que seres humanos parecíamos fantasmas. El sólo hecho de tener que atravesar todo aquel campo de dolor y sangre y el vivo recuerdo de nuestros compañeros muertos, pesaba como una losa en nuestro débil ánimo… Sí, desde luego, y el hecho de que nuestros propios mandos se hubiesen olvidado tan pronto y tan bien de nosotros también descorazonaba lo suyo…

«Al llegar a la plaza preguntamos por la ubicación del  Estado Mayor Conjunto y se nos indicó la casa más grande e importante de la misma. Era, claro está, la que había cobijado en su día al Consistorio democrático y legal. Pero mientras avanzábamos hacia el lugar indicado, tuvimos la impresión de que los soldados nos miraban como se mira a unos dichos raros. La verdad es que comprendíamos las razones: Éramos la parte mala de la contienda, la cara fea de la guerra, y les estábamos recordando su miseria en unos momentos en que ellos estaban descansando y reponiendo su moral. ¡Habían vencido y todos nosotros, con el miserable aspecto que usted puede suponer (ropas deshechas, sucios, ensangrentados, despeinados, casi sin equipo útil y, desde luego, sin nada de moral), les recordábamos el precio que habían tenido que pagar por ello! ¡Claro que estaban muy lejos de suponer que ahí, en la miseria, radicaba nuestra gloria…!

«—¡Sargento «alma de cántaro» y su escuadra, de la 1ª Sección de la Compañía «A», se presenta sin novedad!— y casi tuve que apartar al soldado que trataba de impedirnos la entrada.

«El coronel, los comandantes, capitanes y demás oficiales, que estaban consultando unos planos, levantaron la cabeza al vernos entrar:

«—¿Pero…?

«—Mi coronel, se trata del sargento del que le he hablado que se presenta con una de sus escuadras.

«—¡Ah, el de los olivos!

«—¡Sí, señor!

«—Sargento…

«—Señor…

«—¡Carlos…!— el capitán de mi compañía ya no se podía contener.

«—¡Señor…!

«—Pero, ¿cómo os han puesto? ¡…!— mientras el capitán Fortín seguía hablando con el visto bueno de sus superiores, llenando al enemigo de fuertes improperios y a nosotros de honor y gloria, así sentí que Montblanc y Reverté también estaban a nuestro lado en posición de firmes. Luego pensé en mi tío, ¡qué orgulloso estaría de mí si me hubiese podido ver aunque fuera a través de un agujero…! Pero, ¿lo estaría o no? Ya empezaba de nuevo a divagar… Personalmente comenzaba a tener alguna duda. Y luchaba conmigo mismo. Por eso, entonces, casi no podía identificar ni separar lo que habíamos hecho con lo que estaba diciendo el entusiasmado oficial. Desde luego, estaba seguro de que no tenía nada de heroico ni digno de tenerse en cuenta. Pero él hablaba y hablaba… Pero no obstante, el simple hecho de que quisiera proponernos para una medalla, me gustó. Se la regalaría a mi hijo tan pronto como llegase a casa, aunque no estaba seguro de que le gustase a mi mujer… ni a mi madre… ni siquiera a mi tío, bueno, a él sí. Decididamente pensé que no, que tampoco me gustaría verla prendida en el pecho de mi hijo, de Javier. Me recordaría demasiadas cosas de las que no querría saber… Seguro que cuando pudiera volver a mi hogar, no querría saber nada más de la guerra…

«¡Ya sé lo que haré con la medalla!, terminé por pensar, y la decisión tomada me pareció la más honesta.

«En aquellos momentos, el emocionado y nervioso oficial me estrechaba la mano ante la complacencia de todos:

«—¡Le felicito de corazón, Carlos! Voy a darles una medalla y a proponerles para un ascenso, pues se merecen las dos cosas. Siento… Siento mucho lo de tus muchachos. Eran unos buenos soldados.

«¡Sí!, pensé, ¡pero no sabes cómo se llamaban ninguno de los dos! Luego me uní al coro de gracias y agradecimientos:

«Por eso fueron cuatro voces, casi cuatro susurros, los que contestaron al oficial:

«—¡A sus órdenes, mi capitán!

«El coronel y su plana mayor se acercaron también para felicitarnos. Mire, yo sé que ellos habrían dado mucho por que todos perteneciéramos a sus respectivas compañías… sobretodo, el capitán de la «B», que tanto había colaborado con nosotros…»

 

7

—¡Dios mío! —exclamó el ciego, en respuesta a una pausa de su interlocutor mucho más larga de lo normal—. ¡Cuánto sufrimiento! ¡La humanidad se ha vuelto loca!

Carlos volvió en sí con un breve:

—¡Aún no lo sabe usted bien!

—Pero, ¿es que ni siquiera les enviaron a ver a un sanitario o a curarse a la enfermería?

—Sí. Creo que de momento era lo único que podían hacer por nosotros… Verá lo que ocurrió:

 

8

«Lo cierto es que nos acomodaron más bien de lo que cabía esperar en el pequeño y limpio hospital de campaña. Tanto es así que con un día de reposo al cuidado de atentos enfermeros parecíamos otras personas, debido a que sólo padecíamos pequeños rasguños y agotamiento moral. Sólo las heridas de Deltell fueron motivo de preocupación para el oficial médico… y para nosotros.

«Al cabo de dos días, el diagnóstico del galeno nos llenó de tristeza:

«—¡Lo siento, chicos! Deltell no tiene más remedio que volverse a casa.

«Cuando por fin nos lo dejaron ver a nuestras anchas, estaba tendido en un camastro usado, pero bastante digno.

«—Carlos —exclamó con alegría al vernos—, me envían al Hospital Militar de Barcelona.

«—¡Mejor! No debes preocuparte. Estarás cerca de tu casa y de tu familia. ¡Quién fuera tú!

«—¡Bah, no bromees! Me gustaría quedarme con vosotros hasta el final de la guerra.

«—¿Para qué? —bromeó Roig perfectamente situado y bien adaptado—. ¿Para darnos más trabajo?

«—¡Tunante! —rugió el herido—. Si me levanto vas a correr a como nunca lo has hecho antes en tu corta y asquerosa vida.

«Reímos la broma… hasta que el ayudante médico nos llamó la atención:

«—Por favor, no le hagan hablar. Ha perdido mucha sangre y…

«—Sí, ahora mismo nos marchamos —dije mientras Deltell protestaba a gritos—. ¿Cuándo lo trasladan?

«El sanitario se desentendió del herido para decir:

«—Mañana por la mañana sale una expedición para ir a la retaguardia y se irá con ella.

«—Muy bien. ¡Adiós, compañero! Ya nos veremos…

«—¡Seguro que sí!

«—¡Hasta luego, Deltell!

«—Puig, amigo mío, ¡cuídate, por favor!

«—Descuida, lo haré.

«—Bueno, yo también te deseo un restablecimiento en paz.

«—¡Gracias, pequeño!

«—¡Oye, que eso de pequeño…!— Roig empezó a gruñir y a protestar.

«—¡Bah!— luego apretó fuertemente nuestras manos, uno a uno, al mismo tiempo en que Roig dejaba sobre su equipaje los pocos efectos personales de nuestros dos compañeros caídos.

«Al ver sus movimientos, quedamos en silencio:

«—¡Llévalos tú…! ¡Quién sabe si podremos regresar!

«—¡Vamos! ¿Ahora me sales con esas? ¡Vais a ver cómo pronto nos encontraremos todos en casa y con salud! ¡Esta inútil guerra no puede durar toda la vida!

«Le miramos muy agradecidos porque nos decía lo que queríamos oír.

«—Sí, nosotros creemos lo mismo. Sin embargo, como tú vas delante, es mejor que te lo lleves. Al fin y al cabo se trata de algo de poco peso…

«—De acuerdo —ya estaba serio—. Ir a sus casas será lo primero que haré cuando pueda levantarme. Se lo daré todo a sus mujeres y les explicaré… También he pensado, no reír por favor, en darles mi medalla.

«Nadie se reía.

«—¡Buena idea!

«—Eres un buen compañero, Deltell.

«—¡Un momento! —intervine al ver como aquel galeno nos miraba ya con cara de pocos amigos—. Sí, ya nos vamos… Deltell, ¿es que piensas dividir tu medalla en dos?

«—Pues…

«—No te preocupes. Como yo había pensado lo mismo llevarás la tuya a una casa y la mía a la otra.

«—Enterado, Carlos.

«—¡Eh! ¿Y nosotros? —intervino Roig—. ¿Es que vamos a ser menos?

«—¡No! ¿Para qué guardarnos la chatarra?— apuntó Puig, a su vez. Cuando nos las entreguen, te las enviaremos y serán dos para cada casa.

«Me emocioné. Nos emocionamos. Sin mediar una palabra más nos despedimos de él dándole saludos suficientes para todos nuestros familiares y salimos del barracón para evitar que nos viera llorar.

«Al día siguiente se lo llevaron…

«De lo que había sido mi escuadra, aquella que empecé mandando siendo cabo y de la que estaba tan orgulloso, tan sólo quedábamos tres…

 

9

—Esta parte del relato y, concretamente, esa lucha interior, tuvo que dejarle secuelas muy tristes. Sin embargo, a través de él, cada vez veo mejor la grandeza de su corazón— dijo el ciego, cuando Carlos interrumpió su narración dejando huir un sollozo.

Pero éste no quería reconocer aquella propiedad.

—Mire, yo he llegado a la conclusión de que la guerra, y cualquier otra situación extrema, son únicas para establecer amistades entre los hombres. Para hacer amistades de verdad. El hecho de vivir y hasta luchar juntos es un buen acicate para cosechar este tipo de relaciones. Pero creo que se equivoca atribuyendo mis emociones a la naturaleza de mi corazón. Precisamente, esta víscera mía, siempre se ha caracterizado por gestar o acoger efectos indecisos.

—Es demasiado duro consigo mismo.

—No, no lo crea. Por otra parte, justo es decirlo y hasta recordarlo, mi amistad con aquellos muchachos se remonta a la época en que hice el servicio militar regular. Esto y el hecho de que hicimos juntos casi toda aquella campaña, fueron suficientes para hacer crecer en mí el sentimiento que le he apuntado.

—Sin embargo al recordarlo, se ha emocionado.

—Efectivamente. Sentíamos la pérdida de un compañero o su separación por corta que fuera. Pero lo que yo creía sentir, lo sentían también los demás. De manera que no hay que buscar en mí nada especial.

—Sí, estoy seguro de que en igualdad de hechos o de circunstancias todos sentimos lo mismo, es verdad. Sólo que yo me refería a su punto de vista especial. Usted sentía algo más que un afecto. Su manera de ver las cosas, su fe, sus creencias y su propia animosidad ante la guerra, por fuerza debieron de ser decisivas en aquellos momentos.

—Es posible. Lo cierto es que a raíz de la marcha de Deltell, vagamos unos días por el pueblo sin tener nada que hacer más que reponer fuerzas. Pero parecía que nos faltaba el aire, que sin nuestros tres amigos ya no era lo mismo…

Tras una pausa, Carlos continuó:

—Yo los apreciaba de forma sincera, pero al principio de nuestro segundo encuentro traté de adoptar, de conseguir, la cómoda postura de no encariñarme con ninguno de ellos, precisamente, para evitarlo. Conocía la guerra y sabía que cuando la muerte se encapricha con algún hombre y se lo lleva, deja un profundo dolor en el corazón de sus amigos y compañeros. Es posible que alguno, aquí le doy la razón, pueda llegar a olvidar al fallecido o que ocupe el vacío que ha dejado con la llegada de otro, pero yo no podía hacerlo. Para mí, primero la Escuadra, el Pelotón, la Sección e, incluso, la Compañía, fueron sustitutivos de la casa o la familia. Aunque, la verdad es que la Escuadra fue siempre la que se llevó la palma de mi aprecio…

—Comprendo…

—En nuestros ratos de ocio, si puedo llamar así a los momentos en que no estábamos luchando, nos contábamos unos a otros las aventuras que podíamos recordar mejor… o inventar. Sí, y también hablábamos de nuestras respectivas mujeres desde la perspectiva y la forma en que éstas se recuerdan en el sucio fondo de una trinchera, de cómo las conocimos, de nuestras ansias, de nuestros proyectos… En fin, de nada importante, pero era un gran entretenimiento ver a cada uno de nosotros adornar al máximo sus propias experiencias. En este tipo de habladurías, el pobre Roig siempre era el que llevaba las de perder a causa de aquella novia que le tenía olvidado.

—Todos conocemos las puyas sin misericordia ni clase de los soldados. Esto… por favor, dígame una cosa que me preocupa bastante: ¿Oraba por ellos todas las noches igual que el día en que se juntaron en la Caja de Reclutas?

—Pues, si he de serle sincero, al principio sí que lo hacía. Primero en voz alta y más tarde con el pensamiento. Luego, en medio de tantas luchas y calamidades y sin tener horario fijo para dormir, fui olvidándome poco a poco hasta que, últimamente, dejé de hacerlo por completo.

—¡Ah!

—Verá, creo que hemos llegado al fondo del asunto. En aquella situación, uno culpa a Dios de todo lo malo que le ocurre y de todo lo bueno que no le pasa. Es casi un sentimiento natural. Una defensa numantina. Aunque no soy tan cerril como para no reconocer que debiera de haber seguido confiando en Dios…

—¡Pues claro! Estoy seguro que de haberlo hecho se habría librado de muchas de las torturas y pesares. Me refiero a las morales, claro está. El Señor nunca se aparta de su sitio. Siempre está esperando. Y lo hace porque nos ama y su misericordia se renueva cada amanecer… Es el hombre quien creyéndose suficiente o desgraciado, los dos extremos parecen peligrosos por un igual, se aparta de él. En el primer caso, cómo se cree que es capaz de andar por la vida con sus medios, cómo atribuye sus éxitos a sus propios méritos, le gusta prescindir de Dios en todo hasta que llega a la conclusión errónea de que no existe o que está muy lejos para preocuparse de sus asuntos. ¡Y al final fracasa! En el segundo, y por razones contrarias, llega a pensar que al ser tan miserable, Dios no tiene por qué oírle ni molestarse por tan poca cosa. ¡Y fracasa igualmente! Sin embargo, Dios está atento para responder cualquier llamada humana. Por eso, estoy seguro de que si hubiese continuado confiando en él, todo le hubiera resultado más y más fácil. Incluso, esas oscilaciones de identidad hubieran sido más livianas. Al menos no habría tenido que luchar tanto consigo mismo intentando saber si el Señor estaba o no con usted y con los suyos.

—Es posible. Pero por aquel  entonces yo no lo veía así, ni lo comprendía. Recuerdo que leía la Biblia, aquella que me regaló mi madre, en los días de calma o en los descansos fortuitos, a la menor oportunidad, pues la Palabra de Dios siempre viajó conmigo en el fondo del macuto. Algunas veces trataba de leerla en presencia de mis hombres para interesarles o consolarles, pero, mire, a lo más que llegaron fue a hacerme algunas preguntas con mala intención. Claro que como sabían que mi ética se basaba en el cristianismo, estaban contentos de tenerme tan a mano para aclararles todos aquellos problemas morales que pudieran inquietarles o para decir unas palabras de influencia celestial en caso de morir. Más tarde, el enemigo no nos dio tiempo para unas meditaciones de aquella clase y pronto me acostumbré a prescindir de la Santa Biblia, de las oraciones y hasta de las charlas religiosas… De ahí a que me olvidara del Señor, sólo fue cuestión de tiempo. Ya me entiende. No, no quiero decir que lo olvidara por completo, pero sí que lo coloqué en una especie de archivo en un lugar profundo del pensamiento… Sencillamente, pasó a segundo lugar.

Carlos descansó un momento, pero sólo lo justo para encender un nuevo cigarrillo:

—En las cartas que recibía de mi madre, siempre aparecía un párrafo u otro que aludía esta cuestión. No se cansaba de recordármelo. Una y otra vez acababa por decirme que no abandonara nunca mis sentimientos evangélicos… Pero, créame, la guerra es un poderoso antídoto para tantas cosas…

—Desgraciadamente —le interrumpió el ciego una vez más—, pero es muy triste pensar que existen hombres como usted que creyeron en su día y que luego, por las adversidades de la existencia o por la fuerza del viento de la dificultad, han visto caer el castillo de sus creencias hasta llegar al punto de olvidar por completo los brotes de fe que pudieran haber adquirido en la niñez. Fíjese, lo lógico sería lo contrario, pero Satanás no perdona y se regocija cuando recobra un alma que creía perdida.

—Lo reconozco porque identifico el léxico… Aquello fue espantoso.

—¿Y no habría sido más sencillo confiar en Dios?

—¡A Dios no se le puede encontrar en medio de la guerra…! Perdone, es posible que usted tenga razón. Pero por aquel entonces llegué a creer que no. Incluso, pensé que no podía existir cuando permitía tanta desgracia, tanto crimen, tanta suciedad…

—¡Dios no interviene en cosas de hombre! ¿No se le ocurrió pensar que podían ser unas pruebas para fortalecer su fe? Creo que…

—¡Espere, espere! Deje que continúe, por favor, tal vez comprenda mejor mis excusas o mi actitud.

—¡Ah, sí! Le escucho, le escucho…

 

———

SEXTO NUMERADOR

LA SEÑORA HERMINIA

  1

«Después de que se llevasen a Deltell al Hospital Militar de Barcelona, aún estuvimos varios días en el lugar, como ya le he dicho antes, para recuperar la moral y las fuerzas.

«Y a juzgar por los refuerzos que se nos unían día a día, comprendimos que la siguiente ofensiva que se preparaba iba a ser importante. Del interior de nuestra zona llegaron muchas unidades armadas con tanques, carros y vehículos blindados, cañones de largo alcance, morteros, mucha y muy variada munición y hasta una compañía completa de ingenieros. Vinieron, incluso, varios antiaéreos dobles de grueso calibre. ¡Todo sin estrenar, pintados y engrasados!

«Sin duda, la cosa iba en serio…

«Pero lo que más nos llamó la atención fue la llegada de un nuevo regimiento. Un regimiento muy joven, novato y lleno de alegría. Recuerdo que el día que llegaron se armó un revuelo extraordinario en la Plaza Mayor. Veíamos desfilar a los jóvenes sonriendo de oreja a oreja, en busca de su destino. Casi felices. Orgullosos de pertenecer a la elite de la vanguardia… Pero cuando pudieron contactar con nosotros, notaron con pesar que nuestras alegrías y  esperanzas ni eran tan felices como esperaban ni tan llenas de gloria como soñaban. Por eso, les recibimos en silencio… un silencio roto sólo de vez en cuando por algún saludo de parte de los nuestros o a los nuestros, o por rítmico compás de sus botas esculpiendo el polvoriento suelo…

«—Mira —me apuntó Roig, que estaba a mi lado y a quien los últimos acontecimientos le habían dado el valor suficiente para tutearme—, ¡no son más que críos!

«Tenía razón.

«Aquel regimiento esta formado únicamente por soldados jovencísimos… ¡Incluso no parecían tener la edad exigida o reglamentaria! Sólo los que los mandaban eran veteranos, quizá pertenecientes a otras tantas unidades deshechas… Comprendimos con cierta tristeza que cuando nos enviaban aquellos refuerzos era muy mala señal. Tal vez por eso los hicieron entrar en el pueblo cantando…

«Cuando acabaron de desfilar y entrado en aquellas casas requisadas que les habían asignado, muchos de nosotros quedamos en la plaza comentando e interpretando aquellas novedades. Mi grupo, casi siempre muy reducido, corto y excluyente, estaba constituido en aquella ocasión por Roig, Puig, dos veteranos oriundos del campo de Tarragona, que tenían una forma muy rara y original de hablar, y yo mismo. Estos tarraconenses eran gemelos y tan iguales que para identificarse se ponían el casco el uno al revés del otro, claro, cuando no estaban en combate… Roig y yo los habíamos conocido unos días antes en el paseo diario de la tarde, mientras Puig se había quedado en casa escribiendo a su mujer. Cuando terminó y se nos unió en una de las callejas que morían, o nacían, en la plaza, notamos que había bebido un poco más de la cuenta de un vino que había encontrado Dios sabe dónde, y al recriminarle con la mirada, nos señaló jocosamente a los dos gemelos que sentados, descansaban a la sombra de un porche:

«—¡Tenéis razón! ¡Estoy como una cuba! —se tapó los ojos con la mano en un intento por aclararse la vista—. ¡Ya veo doble!

«—¡No hombre, no! Son gemelos.

«—¡Rayos! Pues aseguraría que…

«—¡Eh, venir! —interpelé a los tarraconenses por aquello de seguir con la broma—. ¡Venir por favor y nos sacaréis de una duda!

«Se acercaron lentamente…

«—¿Qué se le ofrece, sargento?

«—¿…sargento?

«Nos hizo gracia que uno de ellos remendase el final de las frases de su hermano. Puig, lo atribuyó al eco:

«—¡Es el eco Carlos, es el eco!

«—Nada de eso. Has oído bien. ¿Cómo os llamáis, chicos?

«—Yo Luis, señor.

«—Yo Juan, señor— terminó el de siempre.

«—¡Así que son dos! —exclamó Puig, incrédulo y satisfecho a la vez—. ¡Dos! ¡Son dos diferentes!

«—¿Qué le pasa a este, sargento?— preguntó Luis.

«—¿…sargento?— quiso saber Juan.

«—Nada… Está un poco mareado.

«—¡Eso es!

«—¡Ah!

«—¡Sargento, yo…!

«—¡Ya vale! —dije algo serio, dejando pasmado al bueno de Puig—. Oye Juan…

«—¿Señor?

«—¿Por qué llevas el casco al revés?

«—Es… verá… es para distinguirme un poco de mi hermano mayor— no hacía falta ser muy listo para ver que el hablar no era su fuerte.

«—Mire, antes no había forma de que se nos identificase —tuvo que continuar su hermano—, y nuestro anterior sargento nos ordenó lo del casco.

«—¿Vuestro sargento?

«—Bueno, fue a través de un primera… La verdad es que empiezo a sospechar que hemos sufrido una broma pesada. No sé, pero ya estamos hartos de ser la guasa de nuestro regimiento, ¿comprende?

«—¿…comprende?

«—¡Sí, claro, desde luego! —luego, di las gracias a los dos hermanos por sus explicaciones y al ver que Puig ya estaba convencido de que eran una pareja, les permití que siguieran paseando con nosotros—: Roig, te presentó a Luis, ¿verdad?

«—¡Verdad!

«—¡…verdad!

«—¡Caramba! —exclamó Roig a destiempo pero con cara de estar disfrutando—. ¡Tanto gusto!

«—Igualmente. Este es Juan.

«—Yo soy Juan.

«—¡Ah, ya! Éste es Juan.

«—Tanto gusto.

«Después de estrecharnos las manos a placer, la cháchara se orientó hacia el único tema que se hablaba en todos los corrillos que podían verse por cualquier lado.

«—Ya veis los refuerzos que nos envían.

«—Mal debe andar la cosa— apuntó Luis.

«—…la cosa— acabó Juan.

«—Y tan mal —convine, tratando de no ver las caras de mis compañeros que estaban haciendo muchos esfuerzos para no destornillarse de risa—. Aunque también es posible que el Estado Mayor necesite muchos hombres para la ofensiva que al parecer se está preparando en esta parte del frente. No se puede estar seguros de nada, pero creo que esta vez es algo importante.

«—¡Ca! —argumentó Roig—. Si se tratase de eso no nos iban a enviar un regimiento infantil que todavía lleva el biberón en la boca. Tienen que haber otras razones.

«—Yo creo que Carlos tiene razón. El otro día me dijeron de buena tinta que estamos retrocediendo en todos los frentes y que aquí vamos a dar el do de pecho.

«—Mirar, lo acertado es esperar acontecimientos y no abrir el paraguas antes de que vengan las nubes, ¿no es cierto?

«—¡Sí!

«—¡…sí!— remachó su hermano.

«—Bueno chicos, nosotros hemos llegado —nos despedimos justo en el dintel de la puerta de la casa que ocupábamos—. ¡Hasta luego!

«—Sargento…

«—¡Ea! No preocuparos más de la cuenta que lo que sea sonará. Aunque debo decir que debemos estar preparados pues nos pueden ordenar la marcha en cualquier momento.

«—No, si yo…

«—…yo.

«—Es muy tarde y tenemos cosas que hacer.

«—Sargento, perdone —me preguntó Luis a boca de jarro—, ¿no podríamos pertenecer a su escuadra?

«—¿…a su escuadra?

«—¡Ah! ¿Con que es eso? Pues ya que lo deseáis, intentaré conseguirlo. Hablaré con vuestro oficial.

«—¡Gracias!

«—¡…gracias!

«—De nada, de nada. ¡Adiós! Ya nos veremos.

«Cuando por fin se fueron los dos a descansar, y mientras atravesábamos el patio de nuestra casa, Roig me interpeló algo resentido:

«—¿De veras quieres aceptarlos?

«—¿Por qué no?

«—¡Es que son unos cargantes!

«—Pues a mí me parecen buenos muchachos.

«—¡Y a mí, que son simpáticos!— argumentó Puig, cómo si aquello fuera lo más importante.

«—Pero…

«—La verdad es que son veteranos —tuve que reconocer cansado—, y no quiero que me envíen a dos críos sin experiencia. Además, Luis parece muy inteligente.

«—Oye, ¿eso va por mí?— quiso saber Puig.

«—Tú verás… Por cierto, ¡a ver si te olvidas del vino por una temporada!

«—Yo…

«—Escucha, Carlos —cortó Roig, un poco por estar picado y otro poco por salvar a su amigo de una posible bronca—. Si esos dos vienen a completar nuestra escuadra, ¿no irán a ocupar los puestos de Montblanc y Reverté, verdad?

«—No. Pero hace tiempo vengo pensando en reorganizar nuestra unidad original antes de que me envíen a cualquiera y tengamos que aceptarlo a la fuerza. Por otro lado, no puedo dejar de lado a mi otra escuadra y ya veis el contacto que tenemos con todos ellos. De manera que prefiero que la primera se recomponga con gente de mi total confianza, ¿me explico? Y como quiera que su inesperada petición me ha hecho gracia, me he decidido.

—Opino que tienes razón —medió Puig, mucho más tranquilo y quizá más sereno—. Aquellos puestos que tenían nuestros compañeros en los corazones no los podrán ocupar jamás, pero hacemos mal en cerrar las puertas a todos los demás. ¿Quién sabe si cuando los conozcamos más se volverán también insustituibles? Además, y en eso también Carlos parece tener razón, nuestra fina escuadra está incompleta y a estas alturas no sólo es peligroso, sino contraproducente.

«—¡Sí, eso parece tener sentido!

«—Bueno, pues está decidido.

«Cuando llegamos al dormitorio, les dije como zanjando el asunto:

«—No debemos hacernos ilusiones hasta que no tengamos la expresa conformidad de los oficiales pertinentes. ¡Mirar, es mala cosa comer conejo hoy y matarlo mañana!

«—O comer pavo antes de matarlo…

«—Sí.

«Empezamos a ponernos cómodos y ha hablar de nuestras cosas, aunque eso sea un decir. Como llegamos al pueblo los últimos, tuvimos que aceptar contentos lo que quedaba y conformarnos con la buhardilla de aquella vivienda. Un cuarto no muy espacioso, pero suficiente para los tres. Estaba situado debajo mismo del tejado. Era una especie de granero y trastero que tenía el piso lleno de irregularidades y las paredes agujereadas. Pero siempre era mejor que nada. Sobre el piso de tierra, habíamos tendido los tres jergones y los tres colchones de paja, lo cual nos hacía las veces de camas, aunque para ello, habíamos apartado previamente algunos aperos de labranza, palas, hoces, sacos de cebada y maíz, y los botes caseros de conserva. Por eso, salvo en la zona que habíamos despejado, el resto era un caos. El desorden y la suciedad se habían adueñado del local desde hacía tiempo, pero a nosotros no nos importaba. ¿Qué le íbamos a hacer? Al fin y al cabo teníamos un techo para resguardarnos del sol, la lluvia, el viento y la escarcha, y por el momento nos bastaba. Por otro lado, disponer de tantas latas de conserva, no era una cosa para despreciar…

«Como le digo, nos sentamos en los camastros, apoyando las espaldas sobre el trozo de pared que nos correspondía a cada cual, y nos dispusimos, como cada día a aquella hora, a comentar las cosas más diversas esperando que, con el tiempo, nos venciese el sueño, la modorra o el tedio.

«Empezó Roig:

«—No hay nada que me canse más que estar parado y sin saber qué hacer. ¡Quisiera estar ya en el campo marchando otra vez! —cogió su fusil y empezó a manipular con desgana el cerrojo—. ¡Marchar! ¡Movernos! Al menos, eso nos situaría más cerca de casa.

«—¡O del fin!— añadió Puig.

«—¡Da lo mismo! Pero me parece que el estar parados es peor.

«—¿Por qué?

«—¡Por qué se puede pensar!

«—¡Ah!

«—Seguramente estarán esperando órdenes de avanzar o algún que otro material— intervine tratando de tranquilizarles.

«—Sí, eso debe ser.

«—De cualquier forma, ¿cuándo se terminará esta maldita guerra?— esta vez Roig me pareció bastante preocupado.

«—¡Esa pregunta me la hago yo cinco veces al día— rió Puig.

«—No la comprendo —seguía Roig, hablando con los ojos entornados—. ¿Qué hacemos? ¿Contra quién luchamos? ¿Y que es lo que queremos conseguir…? Sí, sé que son muchas preguntas para tan pocas respuestas.

«—No creas que eres el único que se ha quedado sin dar con la solución. Yo, y muchos otros como yo, por no saber no sabemos ni el por qué estamos sucios, rotos y desmoralizados…

«—Oye, tú que estás al corriente, ¿crees que ofendemos a Dios participando en esta guerra?

«—¿Quién, yo? ¡Hombre! Sé que todas ellas están contra el octavo mandamiento. ¡Y más si son de conquista, injustas o de dominio! Ahora bien, ¿ésta lo es? ¡No lo sé! Pero a no nos pueden hacer responsables de una conflagración que no hemos empezado ni podemos sentirnos culpables. Además, somos unos mandados, ¡y punto! ¿Qué estamos repeliendo una agresión, un levantamiento o una rebelión? Bueno, ¿y qué? Con nosotros no va la cosa.

«—Carlos, yo…

«—¿Querías llegar al fondo de la cuestión o no?

«—Sí, pero…

«—Pues, ¡nada! Ya no queda nada más que decir. Me he devanado mucho los sesos algunas veces a causa de esas preguntas y lo único que puedo añadir es que esta guerra ni me va ni me viene. Así que mientras esté atrapado en sus garras, procuraré cumplir con lo que crea que es mi deber, ¡y nada más!

«—Yo me refería a…

«—¡Ya sé a que te referías!

«—Perdona, no quería molestarte.

«—Está bien. Perdóname también por haberte contestado así. La verdad es que por más vueltas que le demos siempre terminaremos en el mismo sitio. Mira, todas las guerras, sean cómo sean, atentan contra Dios… Y si fuera la mitad de hombre de lo que debiera ser, ahora mismo tiraría mi arma y me negaría a andar un paso más aunque me fusilasen en la plaza. Y vosotros deberíais hacer lo mismo… Somos unos cobardes y todos preferimos no luchar contra la corriente…

«Los desorientados hombres intercambiaron una mirada de inteligencia y cerraron los ojos para darme una salida airosa, por eso no supe nunca si los convencí. La verdad es que no lo hacía ni a mí mismo. Creo que por aquel entonces me faltaba convicción. Pero, por venganza, no les dejé dormir y seguimos charlando hasta la hora de la cena. Así todo fue analizado y filtrado. Nada se quedó sin destripar… Pero la realidad es que estaba anocheciendo y los tres seguíamos sin encontrar nuestro papel en aquel drama.

«Frente al muro donde estaba adosada mi cama, se abría una estrecha ventana que me permitía ver un trozo de pared de la casa vecina, su tejado y el cielo de más allá. Pues bien, recuerdo que estaba mirando al vacío, con las manos bajo la nuca y dejando volar a mi imaginación entre pregunta y respuesta. Al principio no, pero con el tiempo, la cadencia musical de las voces de mis amigos consiguió que me fuese alejando del fondo de la cuestión y que, al final, les oyera como entre flojos sueños. Empecé a pensar en algo superior a nuestra miseria mientras mi vista vagaba hacia el infinito. Dios, desde su trono celeste, nos estaría observando y sin duda reprochando nuestra conducta, ya que la cual no podía estar justificada bajo ningún concepto, pues con Él no valen las excusas ni los pretextos. ¿Qué debíamos obediencia a nuestros superiores? ¡Eso era una excusa tan mala como otra cualquiera! Es cierto que debe haber un orden, una disciplina, pero de eso a que incumplamos la ley divina a causa de una orden terrestre, va un abismo. No se puede justificar nada que vaya en contra de la ley de Dios, eso está claro. El hombre debe acatar las leyes divinas antes que… De pronto, me sobresalté. ¡Creí ver una figura agachada que estaba cruzando con sigilo el tejado vecino! Me incorporé y me restregué los ojos varias veces creyendo que soñaba aún, pero al abrirlos de nuevo y mirar con atención, pude notar con claridad que la figura había cambiado de lugar. Sí, era un hombre. ¡Y llevaba una cartera muy gruesa y pesada a juzgar por las dificultades que parecía tener al arrastrarla con las dos manos!

«Me levanté de un salto.

«—¿Qué pasa?— quisieron saber al mismo tiempo mis dos compañeros.

«—¡Mirar! —les señalé hacia adelante, hacia el vacío—. ¡Allí, en el tejado!

«—¡Mil rayos, un alemán!— el grito de Roig resonó en la estancia como un trueno.

«Pero Puig era más resolutivo y rápido que nosotros. Sin pensárselo dos veces, se echó el mosquetón a la cara y dio el alto a pesar de la distancia. El hombre correo, al verse descubierto, intentó huir mientras se llevaba una mano a la pistolera. Mas, Puig no le dio opción y le disparó casi sin apuntar el arma. El estruendo que provocó el tiro en aquel cuchitril fue increíble. Casi nos deja sordos para siempre. Pero había cumplido bien su objetivo, cuando se aclaró la humareda, vimos al soldado caído sobre las tejas como un guiñapo. ¡Le había dado! ¡No en vano era el mejor tirador de nuestro regimiento…!

«Abajo, en la calle, todo eran carreras y órdenes. Así, en cuestión de segundos, aquel sector se convirtió en un sutil hormiguero. Sacamos las cabezas por las cortas ventanas y vimos a los nuestros armados hasta los dientes en el dintel de muchas puertas sin saber qué determinación tomar.

«Un sargento, al vernos asomados, nos preguntó:

«—¿Qué ha pasado?

«Por toda respuesta señalamos el tejado vecino. El hombre dio una orden concreta y sus soldados desaparecieron por la puerta de la casa en cuestión. Y al cabo de unos minutos volvieron a aparecer por el tejado vecino y entre varios trasladaron el cadáver hasta una de las aceras de la calle, mientras el resto se quedaba vigilando allí por si aparecía alguien más.

«El muerto resultó ser un soldado enemigo importante que llevaba un extraño uniforme que no habíamos visto nunca, aunque nuestra propaganda decía que existían así en el otro bando. Su cartera estaba llena de documentos y planos secretos y comprometedores para los nacionales. Pero sin duda era un oficial de enlace de la más alta graduación, que pertenecía a las fuerzas internacionales que ayudaban al Caudillo. En la huida anterior, o se había quedado retrasado o se había olvidado la cartera de piel y ahora había vuelto a recogerla. Lo cierto es que cuando lo llevaron a nuestro capitán, tras echar una ojeada a su contenido, quiso saber quien la había recuperado:

«—¡El sargento «alma de cántaro»!— le contestaron.

«—¡Qué venga con sus hombres!— ordenó el capitán Fortín.

«Nos comunicaron la orden enseguida por lo que salimos a escape de nuestra casa en dirección al puesto de mando.

«—¡Seguro que hoy no cenamos!— apuntó Roig, con sorna.

«—Pues sólo nos falta eso.

«—Todo irá bien, ya lo veréis. Incluso puede que el capitán nos felicite.

«—Sí, sí, claro. Pero de eso no se come.

«—Como él cena cuando quiere y lo que quiere, nos tendrá una hora y pico con el clásico discurso y nos la perderemos.

«—Sí, cuando toquen llamada, nosotros estaremos firmes y así cuando él se canse, nos encontraremos con la cocina cerrada…

«—¡Ya veremos!— corté. Aquellos muchachos eran de miedo cuando les daba por ser guasones.

«Después, caminamos bastantes metros en silencio total, o hablando bajo, a pesar de que notábamos que los soldados que se nos cruzaban nos miraban con admiración.

«En un momento dado, Roig se detuvo y se encaró con nosotros:

«—¿Es que tenemos monos en la cara?

«—¡No hombre, no! —dije—. No es eso. Se habrán enterado de que somos famosos de nuevo.

«—¡Al diablo…!

«Roig cortó su frase muy a tiempo y saludamos en posición de firmes al capitán de la compañía «B» que se acercaba después de haber salido de Dios sabía dónde:

«—¡Hola, soldados! Otra vez metidos en el candelero, ¿eh? ¡Felicidades!

«—¡Gracias, señor!

«Otro taconazo, otro saludo… y seguimos nuestro camino.

«—Desde luego, si no lo veo no lo creo —dijo Puig, mientras entrábamos por fin en aquella Casa Cuartel—. ¡Empezamos a ser famosos de verdad!

«—A mí no me gusta nada…

«—Sí, es bastante peligroso sobresalir del conjunto en estas circunstancias… ¡Veremos en qué acaba la cosa!

«Entramos en el despacho de nuestro oficial:

«—¡Se presentan el sargento Martín y lo que queda de su primera escuadra! ¿Da usted su permiso?

«—¡Adelante, adelante! ¡Bienvenidos…! Descansar y poneos cómodos. Enseguida estaré con vosotros.

«Nos miramos con sorpresa y le obedecimos con recelo en tanto le veíamos ojear unos papales con aire un tanto interesado.

«Por fin habló:

«—Saber que estoy orgulloso de vosotros— comenzó a decir cuando creyó que ya habíamos estado nerviosos demasiado tiempo.

«—¡Gracias! Nosotros… —comencé a decir, tratando que quitar importancia.

«—¡Nada hombre, nada! No hay que restar méritos a lo que habéis hecho. Ese espía, al que acabáis de detener, llevaba documentos y planos que han interesado mucho a nuestro Estado Mayor. Mirar si tienen importancia que en uno de ellos se señala con todo detalle todas las fuerzas que tienen en este sector.

«—Estamos contentos de haber sido útiles.

«—Me parece bien… Mirar, lo de hoy me ha hecho acelerar vuestros nombramientos.

«—¿Nombramientos, señor?

«—¡Sí, nombramientos he dicho! Hace un momento he despachado con el comandante del batallón y me ha autorizado a que os ascienda inmediatamente. De manera que voy a poneros los galones ahora mismo.

«—Pero, mi capitán. Nosotros…

«—¡En pie!

«Nos levantamos al unísono los tres y tras cuadrarnos como mandaban los cánones, quedamos inmóviles como estatuas.

«—Señor…

«—Tranquilo, Carlos. Ni quiero ni pretendo que os separéis… ¡Rogelio! —llamó a su asistente una y otra vez—. ¡Rogelio!

«Se abrió una puerta lateral y apareció el aludido:

«—Señor…

«—¡Ven aquí!

«—¡Sí, mi capitán!

«—Quiero que seas testigo de lo que vas a ver.

«—¡Sí, señor!

“Nosotros seguíamos en posición de firmes sin mover ni un solo músculo y aguantando las miradas de curiosidad del tal Rogelio, mientras nuestro oficial manipulaba dentro del cajón central de su mesa. De algún perdido rincón del mismo sacó unos galones sin estrenar:

“—¿Puig?

“—¡A la orden!

“—¡Te felicito, cabo!— le estuvo explicando cada uno de sus nuevos deberes mientras le enganchaba el distintivo rojo en la bocamanga.

“¡Taconazo!

“—¿Roig?

“—¡Sí, mi capitán!

“—A partir de este momento sirves al ejército como cabo primera —dijo mientras realizaba la operación anterior—. ¡Te felicito!

“¡Taconazo y saludo enérgico!

“—¿Carlos?

“—¡Señor…!

“—En base a los pocos poderes de que dispongo por estar en campaña, te nombro teniente lamentando que se tenga que seguir el escalafón, ya que te mereces mucho más.

“Mientras me colocaba las dos estrellas se seis puntas, dije:

“—¡Gracias, señor!

“—Aún no tengo las medallas, pero os las daré tan pronto como me las envíen.

“—¡Sí, señor! ¡Gracias, señor!

“—Bueno, he tenido que hacer aquí esta corta ceremonia porque el campo no está abonado para fiestas. Mi gusto habría sido hacerla en presencia de todo el regimiento, pero mis superiores no lo han creído oportuno. En fin, cuando os vean los distintivos y galones sabrán a qué atenerse. ¡Podéis descansar!

“Cuando nos volvimos a sentar, dijo:

“—Rogelio, ya puedes retirarte.

“—¡Sí, señor!— y dando un taconazo desapareció por donde había venido.

“—Carlos, quiero que entiendas que ahora estarás bajo mi mando directo. Y como pretendo que sigáis unidos, vamos a conseguir que todos tus hombres formen la sección. Así que estará compuesta por el pelotón del sargento Climent…

“—Es la de los mellizos— pensé fugazmente.”

“—…Otro que mandará provisionalmente Puig y el tercero que estará a cargo de Roig.

“—¡Pero, señor…!— exclamaron éstos.

“—¡Lo dicho, dicho está! No tengo hombres capaces y sería del género tonto si no los utilizase cuando los encuentro. Así que, ¿alguna pregunta?

“Tras un momento de silencio, me atreví:

“—¿Se sabe algo de la ofensiva?

“—Oficialmente, no. Pero tengo mis razones para suponer que se llevaba a cabo pasado mañana a lo más tardar. Ya estamos esperando un general que se hará cargo de todas nuestras fuerzas. ¡Cuándo él venga, nos iremos!

“—¡Gracias!

“—Bien, ya podéis ir a cenar… ¡Ah, y daros prisa si queréis encontrar algo!

“Nos levantamos a la vez y tras intercambiar una mirada de inteligencia, le saludamos militarmente al darle las gracias de nuevo. Nos aceptó el saludo, pero cosa extraña, terminó por estrecharnos las manos.

“Ya en la calle, corrimos hacia el almacén central de granos que había sido habilitado para comedor y aún llegamos a tiempo. Nos sentamos como bien pudimos en nuestra mesa habitual, que estaba ocupada parcialmente por los mellizos Luis y Juan.

“—¡Hola, sargento! ¿Qué os ha pasado? ¡Calla…! ¡A sus órdenes, mi teniente!

“—¡…teniente!

“—Y a nosotros, ¿es que no tenéis nada que decirnos o es que estáis ciegos?— chilló Roig de forma exagerada, antes de que yo pudiera contestar.

“Puig, por su parte, lanzó un mojicón a Juan con la misma rapidez, exclamando:

“—¡Y tú, ponte firmes delante de un cabo!

“No pudimos evitar una carcajada al ver la cara de pasmo del tarraconense.

“Y así fue como en muy poco tiempo, la noticia de nuestro ascenso llegó a conocimiento de todos…

“Al día siguiente por la mañana tuve la oportunidad de reunirme con Climent y nos pusimos de acuerdo enseguida. Entre todos, él, Roig, Puig, los tarraconenses y yo mismo, íbamos a transformar aquella sección en la mejor de nuestro ejército.

«Como puede ver, los acontecimientos se sucedían con cierta rapidez. Y ya que teníamos poco tiempo, todo eran preparativos, comentarios, conjeturas…

«Aquella tarde, el correo me trajo una verdadera sorpresa: ¡Una voluminosa carta de Sonnia! Busqué un lugar solitario para leerla tranquilamente, pero me fue imposible puesto que fui asaltado por Roig, el cual, loco de alegría, esgrimía una carta en su mano derecha:

«—¡De mi novia! ¡Es de mi novia! ¡Por fin se acuerda de mí y hasta me escribe! ¡Si ya lo decía yo! ¡Es única…! ¡Es maravillosa…! ¡Mira Carlos, mira lo que dice!

«Y se empeñaba a toda costa en leérmela de cabo a rabo. Por fin, viendo lo que yo mismo intentaba hacer, creyó oportuno dejarme solo y desaparecer en busca de Puig por si tenía más suerte con él. Tan pronto como se volvió de espaldas, terminé de abrir el sobre con esa ansiedad de quién espera noticias y no las tiene tan a menudo como quisiera. De quién, sintiéndose solo, ansía saber algo de los suyos. De quién, en una palabra, se siente abandonado y dejado miserablemente, lejos de todo aquello que le era agradable, y anhela ser dueño exclusivo de un suspiro, de una lágrima o unas letras del ser lejano. Si usted ha estado alguna vez lejos de sus seres queridos, comprenderá muy bien lo que sentía mi corazón en aquellos momentos.

“Pronto supe el por qué abultaba tanto la carta. En el sobre, aparte de la misiva de mi mujer, venía otra de mi madre, otra del tío y otra más de la señora Herminia. ¡No salía de mi asombro! ¡Nunca había recibido tantas cartas juntas estando en el frente! Y, desde luego, era la primera vez que la madre de amigo Mauricio me la enviaba aparte. En alguna ocasión había añadido algunas frases en las de mi madre, pero jamás había usado papel aparte. ¡Era como si todos se hubiesen puesto de acuerdo para la ocasión. En fin, la verdad es que estaba ante un dilema. ¿Por dónde empezar? Al cabo de un tiempo, decidí guardarme la de mi mujer para el final y devorar primero las otras tres con deleite. Y entre éstas, naturalmente, escogí la de mi madre pues sabía que iba a encontrar su amor en cada línea.

“Lo que más me llamó la atención de todo su texto fue la frase:

“—¡En casa ha ocurrido algo extraordinario! Pero como sé que Sonnia te lo cuenta con todo lujo de detalles, no hace falta que te lo repita.

“—¡Qué habrá pasado?— me pregunté. Casi estuve tentado de leer primero la carta de mi mujer y enterarme enseguida, pero me contuve haciendo un esfuerzo y como de todas formas me iba a enterar, desdoblé la de mi tío: ¡Ah, muchos saludos y buenos deseos! Que les escribiese más a menudo, que les contase mis hazañas —me hizo sonreír—, que les diese mi opinión sobre la guerra y varias cuestiones más por el estilo. Luego, casi al final de la misiva, venía el párrafo enigmático:

“—Querido sobrino: Quisiera poder explicarte algo que ha pasado… mas como sé que Sonnia lo hace, evito tener que hacerlo yo…

“Pero, ¿cuál era aquel terrible misterio que nadie se atrevía a decirme? Cogí la carta de mi querida mujer, con la idea de enterarme de una vez, pero me acordé de la portera y me dije que estaba quedando muy mal con ella. Así que decidí leerla de una vez y después dedicar a Sonnia la atención que se merecía:

“—Apreciado Carlos…

“La madre de Mauricio seguía contándome unas cosas interesantes de la comunidad, pero sin opinar o profundizar en ninguna, hasta que mis ojos dieron con un párrafo similar a los anteriores:

“—Quisiera contarte algo maravilloso, aunque… Sí, es mejor que te enteres por tu mujer. Ya nos darás tu opinión.

“¡Vaya! ¡Lo que había pasado en mi casa, fuese lo que fuese, tenía relación con todos mis íntimos! Y tenía que ser algo bueno puesto que todos parecían estar contentos… Y allí, sentado bajo un árbol frondoso, junto a la última casa del pueblo, un tanto alejado de mis compañeros, decidí enterarme de una vez de lo que había pasado:

“—Carlos mío…— y al igual que en los otros casos, seguía una suerte de noticias relacionadas con ella, con la casa, con los vecinos… Que Javier, nuestro hijo, estaba muy crecido, que ya sabía balbucear alguna palabra, que me llamaba, que gracias a un retrato ya me conocía, que ella misma le había hecho un pantaloncito y qué un día de aquellos lo llevaría al fotógrafo para que le hiciera una placa y así poder enviármela… ¡Mi pobre corazón se me llenó de alegría al imaginármelo! Por ver su cara en aquel momento habría dado todo el oro del mundo. Las manos acariciaban el aire cómo si fuese la cabeza de mi hijo… ¡Mi hijo! Una sensación de angustia me recorrió la garganta haciéndose sentir el amargo sufrir de la distancia.

“Continué leyendo después de enjuagarme una lágrima con el dorso de la mano.

“Por fin llegué a la noticia dichosa:

“—¡Quiero que sepas que la señora Herminia y mi tío se casaron ayer por la mañana…!

“—¡Rayos, no! ¡Ah, tunante! Eso si que no me lo esperaba.

“Continué leyendo con avidez:

“—Nuestro tío decía siempre que estaba solo y ella también desde que se marchó su hijo. Así que creyeron que sería una buena cosa consolarse los dos mutuamente. Menuda sorpresa nos dio el día que dijo durante la comida: ¿Qué os parece si me caso con la señora Herminia?

“Tu madre exclamó:

“—Pero, ¿lo dices en serio?

“—Claro, ¿y por qué no? Ella está muy sola… y yo también. Bueno, entenderme. Ya sé que os tengo a vosotras, pero no es lo mismo.

“—¡Desde luego!

“—Vamos Sonnia, no seas cruel.

“—No te lo tomes a mal, tío. Creo que se trata de una buena idea. No pienses que no hemos notado cómo la miras… Pero claro, él no me contestó porque desapareció corriendo escaleras abajo contento y feliz para no oír nuestras risas o por contar con nuestra aprobación. Lo cierto es que a mí me gustó y divirtió la idea desde el principio. Por eso accedí gustosa a sus ruegos. La verdad es que no tenía por qué pedirme permiso, ni nada, pero es muy estricto, ya lo sabes, y tal vez creyese que me debía algo. Pobre, nunca ha sido muy feliz y ya es hora que empiece a serlo, ¿no te parece? Además, no se va a ir al fin del mundo. Todos sabemos que la señora Herminia siempre está en su casa y ahora él lo estará también. O sea, que la escalera ganará en vigilancia. Y además, lo que han hecho es legalizar de derecho una situación de hecho, ¡y nada más! Durante cinco largos días estuvimos preparando la boda en secreto para evitar los chismorreos y el posible escándalo entre los vecinos… ¡Si hubieras visto la ilusión de sus semblantes cuando íbamos al juzgado…! ¡Parecían dos jóvenes enamorados de toda la vida! ¡Cuánto me acordé de nosotros y de nuestra propia boda…!

“Tuve que descansar un poco y mirar a lo lejos tratando de contrarrestar la emoción que sentía y que amenazaba con ahogarme.

“Luego, más calmado, pude seguir:

“—Hicimos una comida sencilla e íntima, aunque gustosa, porque aquí los víveres escasean cada día más. No, no quiero que te asustes. Nosotros nos defendemos bastante bien y a nuestro hijo no le falta de nada… Así que festejamos su enlace lo mejor que pudimos. ¡Sólo lamentamos el hecho de que no pudieses estar presente…! Después de la boda, y como ya era de prever, mi tío pasó a vivir en la portería. ¡Tendrías que verlo en su puesto! Pero, a pesar de que no nos dejan ni a sol ni a sombra, nuestro piso parece más vacío… ¡Suerte que las dos tenemos a Javier! A tu madre le encanta y tengo que decirte que hasta lo malcría un poco. Cariño… ¡Cuídate mucho, por favor! Te necesito…

“—¡Esto está bien! —pensé en voz alta para alejar la fuerte añoranza que me subía por el pecho—. La señora Herminia se ha convertido en mi tía y Mauricio…!

“Al pensar en mi amigo, el corazón se me llenó otra vez de pena. ¿Qué habría sido de él? Era extraño que ninguna de las cuatro cartas dijera una sola palabra de sus andanzas… Con un suspiro más sonoro del que manda la discreción, me levanté y me dirigí a la casa que habíamos requisado con la esperanza de contestar enseguida a mi mujer. ¿No querían saber mi opinión? Pues, ¡iba a dársela! Por el camino iba pensando en lo bonito que sería estar con mi mujer aunque fuese sólo un momento… ¡Sí, qué amarga es la separación forzosa! Luego, claro, iría a felicitar al nuevo matrimonio, conocería a Javier, abrazaría a mi madre y saludaría a todo el mundo… ¡Cómo deseaba estar con ellos, volver a ser útil a la sociedad, ocupar el viejo banco de la iglesia, hacer una vida normal…! ¿…? ¿Volvería a la iglesia si ya estuviese en Barcelona? No sé si me atrevería y como mínimo tenía mis dudas…

“Como iba caminando con aquellos pensamientos no de mi cuenta de que casi tropiezo con el capitán Fortín:

“—Carlos…

“—¡Señor!— mi corto saludo fue tan poco militar que no pasó desapercibido a los ojos del oficial de tres estrellas.

“—¿Se encuentra mal?

“—No, no señor… Es carta de casa…— le enseñé el sobre que aún llevaba en la mano.

“—¡Ya! A mí también me pasa la mayoría de las veces. Bueno, a las diecisiete horas deja todo lo que estés haciendo y ven al despacho. El general que estamos esperando llega a las seis.

“—¡A sus órdenes!

“Había dicho a las cinco. Pues tenía el tiempo justo para lo que quería hacer. Así que me apresuré a llegar al granero y mal sentado en mi jergón empecé a escribir a todos… ¡Le confieso sin vergüenza que se me escapó más de una lágrima antes de dar por terminada mi tarea!

“—Menos mal que estoy solo —pensé—, si no…

“Cuando cerré la carta, se la di al correo con mis mejores deseos y aún tuve tiempo para buscar y encontrar a todos mis compañeros y comunicarles la nueva:

“—¡Chicos, esta tarde viene el Jefe!

“—Pues, ¡qué bien!

“—¡Ya era hora!— creí notar un registro extraño en la voz de Roig.

“—Buscar a Climent y manteneos juntos por si os necesito. A lo mejor…

“—De acuerdo.

“—¡Qué vaya bien!

“¿Qué le ocurría a Roig? Mas como se acercaba la hora de la reunión, no pude satisfacer mi curiosidad y dejé aquella cuestión para más adelante.

“Cuando Rogelio me introdujo en el despacho vi que ya lo ocupaban casi todos los oficiales.

“—¡A sus órdenes!

“—¡Hola, Carlos! –el capitán Fortín me presentó a los que aún no conocía personalmente….

“Allí estaban los mandos de los tres regimientos y fueron muchos los que mostraron cierta curiosidad por conocerme mejor; sobre todo, los que habían llegado los últimos. Así que, para matar el tiempo, tuve que ir dando explicaciones de todos los hechos que habían dado fama a mi primera escuadra… Al rato, hartos de tanto heroísmo, pasamos todos a una sala redonda, en donde, y a la espera del inicio de la reunión, se fumó, se bebió y se habló con ganas. Hasta creo recordar que se comentó la marcha de la campaña, un poco veladamente, eso sí.

“En cuanto a mí, como era la primera vez que acudía a una reunión de aquella clase, no sabía qué hacer con las manos aunque, al final, terminé por acostumbrarme y al poco rato me convertí en un genio de los gestos. Pero no obstante, mientras bebía un poco aquí, hablaba un poco allá y hasta escuchaba algunas cosas más allá, noté que había algo raro en aquel ambiente. Todos eludían hablar directamente de la situación, pues el que más y el que menos tenía sus dudas respecto al desenlace final de la guerra. Se sabía y se decía, que una gran ofensiva nacional acababa de pasar Teruel…

“Por fin, un comandante nos habló desde la tarima, para terminar diciendo:

“—Ahora salgamos a la plaza para ocupar nuestros puestos. ¡Suerte a todos!

“Interiormente, le agradecimos aquella válvula de escape.

“Salimos al exterior y lo primero que vimos fue un pelotón formado de punta en blanco en medio de la arena. No sé de donde debieron sacar armas tan modernas y relucientes, botas tan engrasadas, correajes tan nuevos y brillantes… Por lo demás, no se veía un alma viviente. Aunque se adivinaban detrás de la seguridad de las puertas, ventanas y balcones. ¡Todos tenían ganas de saber cómo era el nuevo general! Ni yo mismo entendí aquel misterio. Más tarde me enteré que aquella situación había sido provocada por él. El misterio y la expectación se debían a una orden expresa de él. Era un hombre que utilizaba mucho en sus discursos el poder de la sugestión y quería que lo viesen los menos posible para ser más efectivo. ¡Vamos, aquello parecía un montaje teatral de provincias!

“Con una puntualidad escalofriante vimos el polvo que ya avanzaba hacia nosotros siguiendo los vueltas y recovecos de la carretera comarcal.

“Comprendimos que nos lo traía la polvareda, que ya venía, que era él.

“Un momento más tarde, dos vehículos oficiales entraron en la plaza Mayor.

“De uno de ellos, y sin esperar a que el coche se detuviera, saltó un hombre joven, casi de mi misma edad, tal vez un poco más viejo, y nos saludó uno a uno después de pasar la debida revista al pelotón de ordenanza.

“Ahora le tengo que confesar que el corazón me dio un vuelco cuando le vi aparecer:

“¡Mauricio…! ¡Era Mauricio!

“Pero no, no podía ser. Forzosamente tenía que ser un espejismo, una broma pesada de mis ojos.

“–¡Teniente alma de cántaro, señor! –me presenté cuando me llegó el turno y me tendió la mano.

“Me miró fijamente. Aseguraría que eran sus ojos… Eso sí, estaba más moreno, más hecho, con bigote y una cicatriz…

“—He oído hablar muy bien de ti.

“Aquellas palabras venidas de un jefe tan famoso tuvieron la habilidad de halagarme. Aunque le aseguro que yo odiaba y detestaba un poco el motivo que las había producido. Si hubiesen sido dichas en tiempo de paz y por motivos civiles, la cosa hubiera podido tenerse en cuenta, pero en aquellas circunstancias, no… Por otra parte, estaba algo preocupado por la voz, por aquella voz. Pero no, no podía ser él. No me había reconocido y era una cosa improbable si se hubiese tratado de mi vecino, de mi amigo… ¡de mi pariente!

“Por la noche se dieron las órdenes oportunas para que la marcha tuviese lugar al día siguiente al salir el sol. Así que la velada resultó larga para la mayoría de los soldados. Ahora que nos íbamos, la inquietud por la marcha se cambiaba por la ignorancia de lo que podía depararnos el destino. ¿Qué iba a ser de nosotros? ¿Cuántos lo podríamos contar? De una cosa estábamos bien seguros: ¡Aquello no iba a ser una marcha triunfal! Con estos pensamientos, preguntas y dudas dormimos poco o muy poco.

“En las interminables horas de espera que tuvimos, Puig interpeló varias veces a nuestro compañero común:

“—¡Tú…! ¡Tú el que se quería marchar a toda costa! Ya estarás contento: ¡Nos vamos!

“—Hombre, yo…

“—Recordar que hemos salido de peores— les dije cuando me dejaron meter baza.

“—No, si lo que me preocupa no es la marcha en sí, sino el no saber a dónde vamos.

“—Comprendo.

“—Pues ya no tenemos más remedio que esperar y seguir adelante.

“—Sí, pero francamente tengo ganas de esta guerra acabe de una vez.

“—¡Y yo! Además, es una contienda que ni nos va ni nos viene.

“—¡Caramba, Roig! A ti te pasa algo gordo.

“—¡Ca!

“—Yo también te veo raro, ¿vas a decirnos de qué se trata?

“—¡Bah! No tiene importancia.

—Siempre nos hemos ayudado a resolver los problemas y ahora no debe ser menos. ¡venga, no seas melón y dinos lo que te pasa

“—¡Qué no tengo ningún problema!

“—¡Anda!

“—¡No seas así!

“—¡Habla de una vez!

“—¡Está bien…! Es mi novia… en la carta me dice ¡qué se ha casado!

“—Pero, bueno…

“—¿Por eso te poner así? ¡Si no te ha esperado es porque no te merece!

“—¿Tú crees?

“—¡Pues claro que si!— durante mucho tiempo seguimos hablando de cosas tratando de consolarlo, lo que no nos fue difícil porque ya estaba bastante convencido de que no valía la pena pensar más en ella. Así estuvimos hasta que el sueño nos venció. Aunque fue un dormir inquietante, una duermevela intranquila, un soñar con nubarrones negros…

“Al día siguiente, aquel pueblo se convirtió en un enjambre de actividad. Al amanecer, cada uno de nosotros ya estaba preparado y en su puesto. Listos los equipos y las armas. Los pertrechos a punto. Y lo que es mejor: ¡estábamos muy mentalizados y a la espera de la marcha! Debo decirle que hasta parecía respirarse una cierta alegría ante el hecho y la oportunidad de avanzar un poco más, porque a cada nuevo paso que dábamos nos acercábamos al final. Vimos con orgullo la poderosa fuerza de nuestros gruesos antiaéreos, la fortaleza de nuestras nuevas unidades blindadas, los carros de combate acorazados, los cañones de largo alcance, los morteros, las balsas, los pontones… ¡Todo respiraba poderío y confianza!

“A la hora prevista por el mando, ni un minuto antes ni uno después, llenamos totalmente la plaza Mayor y las calles adyacentes ansiosos de escuchar la señal de marcha.

“Enseguida, el general, el jefe supremo, salido al balcón, otrora feudo del alcalde de turno, nos arengó de tal manera que hasta mascamos la sensación de una victoria inminente.

“Sus duras palabras nos encendían, sus frases y gestos nos enardecían, sus gritos nos provocaban…

“Por fin, agitando en el aire sus manos extendidas, gritó:

“—¡Soldados…! ¡Vamos a volver a pasar el Ebro y esta vez para siempre! ¡Cataluña y España volverán a ser nuestras! ¡En… marcha!

 

———

SEPTIMO NUMERADOR

MI MADRE

  1

“Cuando el Comandante en Jefe dio por terminada su fina arenga, un griterío enorme llenó el pueblo de punta a punta espantando a los pobres perros que se habían quedado. Los ¡vivas! y los ¡hurras! de todos los soldados hacían creer que se habían tragado lo de la victoria fácil y sin esfuerzo.

“Por fin, aquel que nos había incendiado con su parlamento desde el sólido balcón del Ayuntamiento, desapareció de allí para aparecer al momento en la plaza acompañado por sus ayudantes y por los vivos gritos de la soldadesca. Subió al vehículo que ya lo esperaba y se situó a la cabeza de sus regimientos.

“Y así se inició la marcha…

“Cuando nosotros empezamos a movernos, no pude evitar un estremecimiento que me heló la poca sangre que me regaba el cerebro. ¿Vería a mi hijo alguna vez?

“Un, dos, un dos…

“No sé de dónde o quién la inició, pero el caso es que una canción militar rasgó el aire y muy pronto todos nosotros la cantamos al unísono.

“El compás seguía al sonido de las botas: Un, dos, un, dos…

“Para lo que somos influenciables por naturaleza, todo nos afecta sinceramente. Recuerdo que se me puso la piel de gallina, como vulgarmente se dice. Desde luego, aquella gruesa y larga columna guerrera cantando a pleno pulmón, imponía lo suyo y su porte me contagió:

“Un, dos, un, dos…

“Al final dominé mis pobres pensamientos y me sumé a la mascarada plenamente:

“Un, dos, un dos…

“Al poco tiempo me encontré pensando en el otro desfile militar en que tomé parte y que me llevaba tan lejos de los míos… ¡Allí! ¡A cantar y a andar! Miré a mi alrededor y los chopos del camino se convirtieron en mi madre, en mi tío, en Sonnia que agitaba su pañuelo, en la señora Herminia, en mi madre de nuevo… ¡En mi madre!

“Un, dos, un dos…

“Tengo que decirle que sentí un ligero placer al pensar en ella. ¿Qué diría ahora al verme formar parte de un ejército vencedor? Sabía que por encima de otro sentimiento, se alegraría al verme más hombre, más entero, más hecho… Al saborear esta posibilidad, una dulce nostalgia bañó mi corazón. Sinceramente, ni sabía dónde pisaba ni cómo lo hacía. ¡Qué importancia tiene llevar o no el paso! Yo estaba entonces bien lejos de la fila… Seguro que si mi madre me viese ya no me llamaría su “niño” con aquel cariño, ¿o sí? La veía a la orilla de la carretera contemplándome llena de dicha con aquellos ojos limpios y claros, con aquellos ojos que me animaban cada día a seguir viviendo de una forma sincera y a forjar una voluntad cabal. Ojos de confianza, amor, comprensión, orgullo… ¿temor? Tal vez… ¡Ah, qué bueno es saberse amado por una madre! ¡Una madre que nos comprenda es lo mejor que nos puede pasar en la tierra! Quizá mi actual uniforme no la alegrase mucho por lo que representaba, pero ella, estoy seguro, sabría evitar la cara de disgusto sólo por verme algo feliz. Además, ella sabía traspasar con sus ojos cualquier coraza que me cubriese y llegar al fondo de mi alma.

“Un día me dijo que intentase ser como mi padre… ¿lo estaba siendo?

“Como siempre que pensaba intensamente en mi madre, me emocioné y un nudo me creció en la garganta… Me salvó el hecho de no oír ya la canción militar. Había cesado y en su lugar sólo se oía el rítmico golpear de las botas sobre la carretera.

“Un, dos, un dos…

“Y los motores de los vehículos blindados…

“Cuando empezó a apagarse el entusiasmo y a crecer el cansancio, el ritmo empezó a degenerar hasta convertirse en un andar cada uno por su lado. Menos mal que al atardecer llegamos a un claro y descampado calvero y nos dieron la orden de hacer un corto alto para descansar. Salimos de la carretera casi corriendo y nos diseminamos por los linderos del llano, dejándonos caer en la hierba de cualquier manera. Aquella noche, después de cenar, hicimos la cama en el suelo e intentamos dormir lo antes posible. Algo nos decía que a partir de aquel día tendríamos pocas o ningunas oportunidades de hacerlo. Así que, en firme silencio, como mandan los cánones, nos tumbamos los unos cerca de los otros para darnos calor… ¡Lo que puede aguantar el cuerpo humano! ¡La hierba seca nos parecía el mejor colchón y una piedra llana, la mejor almohada…!

“Al día siguiente, al alba, nos sorprendió el hecho de ver aparecer por nuestra retaguardia un enorme número de camiones de todas marcas y tonelajes, sin duda requisados a todo correr. Pero para nuestra sorpresa, se nos ordenó ocuparlos enseguida. De alguna manera, la marcha de aquel día sería menos marcial, pero mucho más cómoda. Así que subimos a las cajas como pudimos, porque eran pocos para tantos hombres, y emprendimos el avance de nuevo. Claro, nosotros nos enteramos cuando nuestro vehículo arrancó de golpe provocando cien juramentos. El chófer que debía estar acostumbrado a transportar ganado, estaba sordo como una tapia porque si hubiera oído sólo la mitad de las lindezas que le habíamos dedicado, habría abandonado la cabina armado con una llave inglesa…

“Sería cerca del mediodía cuando aparecieron tres largos “aguiluchos” en el horizonte:

“—¡Alto! —la orden fue transmitida a todos los autos, pero forzosamente era de ejecución lenta—. ¡A tierra! ¡Cuerpo a tierra!

“No nos lo hicimos repetir: Cuando vimos que saltaban al suelo todos los del vehículo que iba delante de nosotros, les imitamos como Dios nos dio a entender por el lado de la caja que teníamos más a mano, aplastándonos en el frío y duro cemento tratando de convertirnos en parte integrante del mismo.

“Los cazas enemigos hicieron una pasada rasante, pero desaparecieron sin disparar un solo tiro.

“—¡Qué raro! —dijo Roig, que se había guarnecido a mi lado—. ¡Quizá tengan otra misión!

“—También a mí me extraña bastante. Recuerda que los documentos que llevaba aquel oficial alemán hablaban de muy pocas fuerzas enemigas en el sector. No sé, no te lo sabría decir, pero esto no me gusta nada. De lo que sí estoy seguro es que ahora ellos saben cuántos somos y hacia dónde vamos…

“—¡Sí, y eso es malo!

“—Tienes razón.

“—¡Adelante!

“Volvimos a subir a todos los camiones con menos rapidez con que los habíamos abandonado y no sólo porque es más difícil subir que bajar, sino porque ya íbamos a disgusto.

“Hacia las dos de la tarde ya vimos zigzaguear la corriente impetuosa, rebelde, salvaje…

“—¡El Ebro! —gritaron cien voces—. ¡El Ebro!

“En efecto. A través de los chopos milenarios, el río rugía sus intenciones tratando de llegar al mar…

“Los camiones y blindados se metieron entre los árboles de ribera tratando de pasar desapercibidos desde el aire. Se pararon los motores y el silencio sólo era roto por el rugido del agua.

“Comimos.

“Luego, mientras intentábamos descansar en el duro suelo, alguien vino a buscarme:

“—Mi teniente, el general quiere que vaya a su tienda ahora mismo.

“—¿Yo…? Esta bien, ahora voy.

“Mientras el mensajero iba en busca de otros suboficiales y oficiales, encargué a Puig el mando de la sección.

“Roig protestó, bromeando:

“—¡Eh, qué yo también sirvo para mandar!

“—¡Otra vez será! —le lancé un mojicón al pasar por su lado. Luego dije a todos, al tiempo que recogía mi metralleta:— Espero que os estaréis quietos y que no llamaréis la atención del enemigo.

“Sabía de sobra que los jefes de mis pelotones eran más que suficientes para gobernarse por sí mismos, por lo que se tomaron a broma mi corta recomendación. Asistieron todos con la cabeza y se pusieron a repasar el material de sus hombres tras recriminar jocosamente la intervención del bueno de Roig, que parecía haber superado aquel mal trago de la novia.

“—¡Hasta luego!

“Y sin mirar hacia atrás, avancé decidido hasta el calvero, rodeado de viejos árboles, en donde se levantaba la tienda del Comandante en Jefe. En sus inmediaciones ya estaban reunidos varios oficiales…

“—¡Hola!— levanté la mano amistosamente con un gesto que quería ser un saludo reglamentario.

“—¡Hola Carlos, ponte cómodo!

“Así lo hice. Me senté en el suelo al estilo árabe esperando acontecimientos y cuando ya estuvimos todos, salió el Jefe de la tienda, sorprendiéndome una vez más por su parecido con Mauricio…

“Me dije que a la primera oportunidad que tuviera intentaría saber quién era.

“Celebramos el consejo…

“Las órdenes eran concretas: Debíamos pasar el río por un puente que lo cruzaba algunos kilómetros más arriba, justo al mediodía del día siguiente. Ya casi había terminado el general con la alocución de turno cuando oímos el roncar de muchos motores y el fragor escalofriante e inconfundible de un horrendo bombardeo río arriba.

“—¡El puente!— exclamó el capitán Fortín, que estaba muy cerca de mí.

“—¡El puente!— repetimos muchos.

“Nos levantamos de un salto mientras que la voz del Jefe se hacía perfectamente audible:

“—¡Usted, “alma de cántaro”, ocúpese de esto y trate de investigar lo que sucede! ¡Todos los demás a sus puestos de combate y que no se mueva nadie hasta que se les ordene! ¡Vamos!

“—¡A la orden!— y cada uno marchamos en una dirección diferente.

“Eludiendo varios chopos y chocando con algunas de las ramas bajas, llegué hasta el lugar donde estaban ubicados mis hombres y los encontré expectantes y con las armas a punto.

“—¡Dos de vosotros, venir conmigo! —grité bruscamente a los que acudieron a mi encuentro con rapidez—. Tenemos el encargo de ir a ver qué es lo que pasa.

“Se adelantaron los tres.

“—¡Está bien, eso me gusta pero no me saca del apuro! Climent, quédate al mando.

“—¡Sí, señor!

“Me gustó su acento de protesta.

“—Y vosotros, ¡adelante…! ¡Seguirme!

“Debo explicar de entrada que el objeto de nuestra dura preocupación no era un puente sino dos. El uno era por donde pasaba la carretera y el otro las vías del tren. El primero, algo más antiguo y en cierto modo destartalado, estaba construido de piedra sillar y el otro, de acero medio oxidado. Al menos éste, pensábamos, resistiría las mortíferas cargas aéreas… Pero la realidad iba a quitarnos las ilusiones…

“Avanzábamos con las automáticas en posición de disparo por si teníamos que anular cualquier movimiento que pudiera aparecer delante de nuestras narices. Pero el enemigo era desproporcionado. Así, en la medida que nos acercábamos al río y a la zona de los puentes, el sonido de aquellos bombardeos se hacía más ensordecedor y escalofriante, claro que todos estábamos sordos y curados de espanto. El sentido del deber unido al orgullo de sabernos escogidos para aquella misión, nos instaba a correr más que a andar sorteando árboles, arbustos, juncos, cañas y maleza. De todas formas le digo que a pesar de nuestro aparente avanzar a lo loco, no descuidamos la guardia ni un solo momento. La fama que nos precedía no la habíamos ganado en balde. Además, sabíamos que en aquellas circunstancias, cualquier descuido podría resultarnos fatal. Gracias a Dios, llegamos a la orilla del río sin contratiempos dignos de mención y allí, medio camuflados entre las cañas, pudimos ver muy bien toda la zona:

“De ambos puentes no quedaban en pie ni los pilares… Piedras enormes habían sido lanzadas río abajo por la fuerza expansiva de las bombas y los hierros, el armazón del otro puente que habíamos adjetivado con excesiva alegría indestructible, había adoptado la deformidad más dantesca.

“Nada más.

“Los aviones se retiraban a la seguridad del cielo aragonés, mientras nosotros retrocedíamos a nuestras bases.

“Roig murmuró cerca de mi oído:

“—¡Qué mala espina me da todo esto! La aviación enemiga destruye los puentes que íbamos a utilizar y ni siquiera nos ataca… ¡Qué no paso!

“—¡Sí, es muy raro!— concedí de nuevo sin querer. El chico había adivinado lo que yo estaba pensando. Pero habría que esperar pues aún no teníamos suficientes elementos de juicio…

“Llegamos al campamento sin hablar ni una sola palabra más. Allí, me puse en contacto con el Comandante en Jefe. Y le informé.

“—Pues tenemos que pasar —nos dijo, en presencia de un grupo de oficiales de elite que se habían vuelto a reunir rápidamente—. ¡Esos malditos aviones nos han fastidiado!

“—Ahora me explico el por qué no nos han atacado los cazas. Seguramente fueron a avisar a los suyos y éstos, que pueden carecer de fuerzas terrestres para detenernos, se habrán visto obligados a volar los puentes como medida preventiva— apuntó el capitán de la compañía “A” del primer batallón.

“—Es posible —concedió el joven general, no demasiado convencido—. Bien, el caso es que la situación se nos ha complicado y que no podemos quedarnos en este sector para siempre. Los aviones volverán y rastrearán toda la zona hasta dar con nosotros, en cuyo caso podrían eliminarnos a pesar de nuestra lógica defensa. Menos mal que estamos preparados. Qué los ingenieros de los regimientos primero y tercero construyan un puente con sus barcazas y pontones para pasar el río antes de que anochezca. Y que el segundo se quede de guardia. ¡Rápido señores! ¡Pasaremos por aquí mismo! –y señaló el lugar donde la corriente se deslizaba a nuestra altura.

“—¡A la orden!

“—Otra cosa más: ¡Qué todo el material pesado, blindado y motorizado empiece a marchar hacia el mar y que cuando encuentre el primer puente en condiciones que venga a nuestro encuentro por la otra orilla…! ¡Nada más, señores! ¡Cada uno a su puesto!

“—¡A la orden!

“—¡Piensen que el tiempo es nuestro peor enemigo! Por eso, si no encuentran cómo pasar que construyan puentes adecuados para resistir el peso del material. ¡Es importante contar con el apoyo de los carros de combate!

“—¡Sí, señor…!

“Así fue como nos separamos de la fiel cobertura de los tanques, de los cañones autopropulsados y del resto del material pesado y nos quedamos con lo puesto. Ellos se fueron río abajo y nosotros… ¡río arriba; mejor aún, río a través! Pues al caer las primeras sombras de la noche, ya estaban listos y en su sitio los dos pontones construidos con las barcazas, cuerdas y neumáticos que habíamos traído con nosotros. No sólo habían trabajado las unidades pertinentes, sino que el resto de nuestros hombres se habían portado a las mil maravillas. Así que pronto estuvimos en situación de oír la orden de reanudar la marcha. Sabíamos, no obstante, que ésta tendría lugar durante la noche, quizá dentro de algunos minutos, para evitar así la visibilidad del enemigo y su posible intervención.

“Aprovechamos un leve descanso para reunir el equipo y repasar las armas de nuevo… Se acercaba el momento y con él, la inquietud de su desenlace! Nuestros corazones estaban un poco sobrecogidos, esa es la verdad, por la acción y la aventura que iba a comenzar y, sobre todo, porque habíamos visto que en la otra orilla del río sólo habían cañas y juncos y que, por lo tanto, íbamos a tener muy poca protección por parte de la naturaleza en los primeros momentos del vado. Mi sección, que estaba al mando y al cuidado de uno de los dos puentes creados artificialmente, se estaba impacientando porque ya era de noche y no habíamos recibido ninguna orden. Aparentando calma, eché un vistazo a mi alrededor hasta donde me lo permitía la visibilidad del entorno, y pude ver a Roig que manoseaba nerviosamente el radioteléfono que tenía a su alcance y al resto de los hombres que, a pesar de acechar la orilla de la corriente y custodiar la preciosa viabilidad del paso, movían las cabezas y cuerpos con una cadencia fuera de lugar.

“De pronto llegó la orden:

“—General a “alma de cántaro”: ¡Conteste! Cambio.

“Roig me acercó el auricular:

“—Teniente a la escucha. Cambio.

“—Coloque su pontón en el agua haciendo el menor ruido posible.

“—¡Sí, señor!

“—¡Avíseme tan pronto como sea posible utilizarlo! ¡Suerte! Corto y cierro.

“Devolví el aparato a Roig al tiempo que le decía como a mí mismo:

“—¡Bien, ha llegado el momento!

“El hombre me hizo una señal de inteligencia o no sé de qué. Después, sin molestarme en averiguarlo, le envié en busca de los dos tarraconenses y cuando los tuve ante mi presencia, les dije:

“ —Vosotros pasáis por ser los mejores nadadores de la compañía.

“—¡Sí, señor!

“—¡…señor!

“Los dos empezaron a quitarse el equipo al comprender lo que iba a seguir.

“—Coger el extremo de la cuerda y cumplir con lo acordado. Recordar que dependen de vosotros los éxitos o los fracasos de nuestras tropas.

“—¡No fallaremos, señor!

“—¡…señor!

“Cuando estuvieron en calzoncillos, se ajustaron un enorme cuchillo en la goma de la cintura ante el obligado silencio de todos nosotros. Luego, a continuación se enmascararon las caras y cuerpos y sin decir nada, se ataron a la cuerda y se echaron al agua con sigilo. Al poco tiempo, vimos la espuma que producían sus brazos al luchar contra la corriente, hasta que los perdimos de vista. Mucho más tarde, vimos la señal luminosa que indicaba que habían llegado a la otra orilla sanos y salvos. Lo demás era cuestión de rutina: Allí debían descansar cierto tiempo, elegir dos poderosos árboles que crecieran cerca del agua y después de rodearlos con las cuerdas, volverse a meter en la corriente…

“Al llegar otra vez a nuestra posición, cansados pero contentos, les felicitamos con efusión al tiempo de que les quitábamos las cuerdas de sus cinturas.

“Después, nos dispusimos a ejecutar, la segunda parte del plan.

“Di las órdenes oportunas:

“—Roig, cúbrenos con tu pelotón mientras hacemos pasar el pontón. ¡Vosotros y vosotros, a tirar de las dos cuerdas con todas vuestras fuerzas y el resto de hombres, conmigo!

“Pero no hizo falta hacer ningún esfuerzo especial debido a que el capitán Fortín acudió en nuestra ayuda:

“—¡Eh, no quieras trabajar solo! A ver, hombres a tirar de las cuerdas…

“Ninguno de ellos se hizo de rogar. Salieron de las sombras y ocuparon los sitios que habían quedado libres.

“—¡Ahora, vamos!

“Los racimos humanos empezaron a tensar las cuerdas que venían desde la otra orilla y poco a poco, el engendro comenzó a moverse. Nosotros, mientras tanto, en el agua, vigilábamos que no se encallase en ningún saliente natural o artificial… Al llegar aproximadamente al centro del río, vimos con satisfacción que otro grupo de compañeros hacían lo mismo que nosotros unos metros más abajo, aunque, eso sí, todo hay que decirlo, iban algo más retrasados. Por fin llegamos a la orilla opuesta y sujetamos aquella parte del puente artificial con más cuerdas y cien estacas clavadas profundamente en la arena. Al mismo tiempo, en la otra, en la que acabábamos de abandonar, habían dejado de tirar y estaban haciendo lo propio, afianzando su parte con esmero y seguridad.

“El paso estaba listo.

“Felicité a mis hombres, y ellos me felicitaron, mientras volvíamos todos andando en seco. Nos vestimos de nuevo y ordené a Roig que transmitiera al mando el cumplimiento del objetivo ante la fiel complacencia del capitán Fortín, que me tenía como ahijado suyo:

“—Sección “alma de cántaro” a Comandante en Jefe: ¡Un puente, nuestro puente está listo, señor! Cambio.

“—General a sección: ¡Bien, muchachos! Mi felicitación al teniente. Ahora vamos a pasar el río. Y como vosotros habéis terminado ya, los regimientos primero y segundo pasarán por ahí mientras que el tercero lo hará a través de su propio pontón. Cuando hayamos pasado todos, incluso vosotros, romper las amarras de la otra orilla y así no podrán aprovecharse sino cruzando el río a nado otra vez. ¿Lo has entendido?

“—¡Si, señor!

“—Bien. Avisa a todos tus superiores y diles cuáles son mis instrucciones. ¡Atención…! ¡Qué comience el avance! ¡Corto y cierro!

“Roig, excitado, me transmitió las órdenes.

“—¡Cada uno a su puesto natural!— el grito tuvo la virtud de desparramar a mis hombres por toda la zona, listos para cubrir el paso, atentos para vencer cualquier contingencia. De manera que cuando los coroneles, oficiales y soldados de los regimientos reseñados aparecieron para iniciar el dichoso paso, todo estaba en calma y en orden. Primero cruzaron varias compañías ligeras de infantería que se preocuparon de acantonarse estratégicamente en la otra orilla para cubrir, a su vez, el vado. A continuación lo hicieron todas aquellas que transportaban material pesado, desmontado y a piezas sobre los hombros de los hombres. Y así, poco a poco, paso a paso, la larga procesión humana fue cruzando el Ebro.

“Pero se notaba que no estábamos muy tranquilos. Una ofensiva como aquella, sin carros de combate ni baterías, era una locura. Hasta el propio capitán Fortín me lo recordó al pasar por mi lado y como despidiéndose:

“—Carlos, me huelo que estamos ante la mayor batalla de la guerra y sin material pesado estamos indefensos. Ha sido una mala suerte eso de los puentes. No sé… en fin, ¡cuídate, muchacho!

“—¡Gracias, señor! Igualmente, y que nos mejore la suerte.

“—Nos hará falta, nos hará falta…

“Pero lo que más me llamó la atención aquella noche fue el saludo del general. Al pasar junto a mí, justo en la entrada del puente, me dijo:

“—¡Qué Dios nos ayude!

“—¿Señor…? ¡Sí, señor!

“¡Qué raro! Estuve tentado en cogerlo por el brazo, pero mi mano se quedó algo corta mientras desaparecía camino de la otra orilla… ¿Qué motivos tendría mi buen amigo Mauricio, caso de serlo, para no darse a conocer? No lo sabía, mas entonces tenía mucho trabajo como para detenerme a barajar las escasas posibilidades que se me ocurrían.

“¡Era la guerra!

“Algún día lo sabría…

“—¡Vamos, ahora nos toca a nosotros!— hice una señal a los míos y todos nos apresuramos a pasar corriendo por encima del inestable pontón. Cuando estuve seguro de que no se había retrasado nadie, dimos unos machetazos bien dados en las cuerdas, lo que obligó al puente a seguir la corriente hasta chocar con la orilla que acabábamos de abandonar. Pero al volverme y reunirme con los míos, sorprendí la mirada de muchos y me puse a temblar: ¡Aquello había sido un poco como quemar nuestros barcos…! Tuve un extraño presentimiento, como casi siempre, mas se desvaneció, se esfumó, al adivinar la salvación, nuestra posible salvación, en la otra ribera traducida por la borrosa presencia del pontón que pendía mansamente de las cuerdas… Al menos era una posibilidad…

“—¡En marcha!

“Pronto se nos unió el Tercer regimiento, después de haber hecho la misma operación.

“Avanzamos toda la noche a una velocidad entre moderada y ligera en dirección suroeste, para dar tiempo a que nos alcanzasen las unidades blindadas que habían ido en busca de su propio vado. Y así seguimos durante cinco largos días: ¡Caminábamos de noche y nos camuflábamos de día!

“A la quinta jornada entramos en terreno aragonés. Este detalle fue el motivo de la pregunta de Roig, a pesar de que también fue la causa de la alegría de muchos otros:

“—Oye, Carlos… ¿Qué opinas de todo esto? ¡No entiendo nada! No hemos encontrado a ningún enemigo a pesar de que saben que estamos aquí…

“—Sí…

“—Y eso de ir escondiéndonos por los rincones, me parece más una operación de comando que la marcha de un cuerpo de ejército.

“—Tienes razón.

“—Pero, ¿para qué tanta gente?

“—No lo sé. Lo que sí puedo decirte es que debes mantener preparados a tus hombres. A mí tampoco me gusta esta calma. Es artificial. En cualquier momento, la tierra puede empezar a hervir. No lo sé, pero me da la impresión de que estamos siendo llevados a una trampa. No, no digas nada porque son simples conjeturas mías; pero, por favor, mantén los ojos bien abiertos. No me gustaría perder ningún hombre más. No me gustan tantas condiciones adversas en tan corto espacio de tiempo… ¡Quedas avisado, y presta atención a cualquier tipo de señal que pudiera hacerte!

“—Bien— y el muchacho, después de haber corroborado su palabra con un gesto de asentimiento, se marchó a ocupar su puesto.

“En dos días más de marcha, o mejor, dos noches, nos encontramos a la puerta de un valle ubérrimo. En su entrada, mientras descansaba la tropa por las laderas, se convocó la reunión de oficiales.

“Hablaba el Comandante en Jefe:

—Mucho me temo que este valle sea una trampa, un nido de ametralladoras o algo parecido. Pero debemos pasar si no queremos dar un rodeo… Y como eso no nos interesa, pues hemos perdido demasiado tiempo, ¡pasaremos! ¡Lo intentaremos al amanecer! ¡Ya está bien de esconderse! Y si este lugar está tan abandonado como lo que nos hemos encontrado hasta ahora, nos fortificaremos en él hasta que lleguen de una vez las malditas unidades blindadas. ¡Eso es todo! ¡Ahora descansen lo que puedan hasta el momento de recibir la orden de marcha!

“—¡Sí, señor!

“—¡A sus órdenes, señor!

“Volvimos cada uno con los nuestros, pero no lo hicimos ni más tranquilos ni más contentos…

“Al día siguiente, al alba, empezamos a prepararnos para el descenso.

“—¡Capitán Fortín a “alma de cántaro”! ¡Capitán a teniente Carlos…! Cambio.

“Un hombre de Roig me pasó el teléfono y contesté con marcialidad:

“—¡A sus órdenes, señor! ¡Le escucho alto y claro, señor! Cambio.

“—¡Qué su sección empiece a bajar por la ladera! Nosotros les seguiremos, pero si detectan un movimiento extraño deben informar al general directamente, ¿me oye?

“—¡Sí! ¡Quedo enterado, señor! ¡Así lo haremos! ¡Ah, y gracias por la confianza que demuestra tener en nosotros…!

“—¡No seas…! Bien, ¡suerte, corto y cierro!

“—¡Sí, señor!— mi aceptación debió perderse en el caos de ondas hertzianas, pues me quedé con el radioteléfono en la mano pensando en que si había oído bien o no. ¡Pero sí, la orden había sido tajante y concreta! ¡Vaya con el capitán, el comandante, el coronel y el general…! Llamé a los jefes de mis tres pelotones y les expliqué lo que querían de nosotros. No rechistaron, pero la mirada se les ensombreció un tanto al conocer las órdenes… ¡Creo que estaban pagando a buen precio el hecho de pertenecer a mi sección!

“Para darles ánimo empecé a bajar el primero.

“Los hombres de Puig y Climent empezaron a seguirme por la izquierda y los de Roig, con él a la cabeza, por la derecha. Todos, unos y otros, bajaron en orden cubierto de guerrilla. Mucho más atrás, y también zigzagueando entre matas y rocas, seguían los tres regimientos…

“Recuerdo que llegamos al fondo de la hondonada sin disparar un solo tiro. Y de igual forma ocupamos todo el valle. Fue allí, esperando al grueso de las tropas, cuando nos paramos a ver la hermosura que nos rodeaba: El valle estaba atravesado por un riachuelo de agua fresca y por doquier crecían flores, matas y arbustos de todas clases. En las laderas, trigo y maíz. En zonas más bajas, grandes extensiones de alfalfa, erizadas de olivos y almendros. ¡Qué paz! ¡Qué paz tan extraña! De pronto, me di cuenta que no había un solo pájaro… ¡Ni uno! ¿Quién los había asustado? ¿Nosotros…? Enseguida, ocurrió lo que tenía que ocurrir.

“El aviso nos vino del cielo:

“Varias decenas de poderosos motores rugían mientras se acercaban…

“—¡Aviones! —los gritos de los mandos de oían de forma clara—: ¡A tierra! ¡Cuerpo a tierra!

“Los aguiluchos aparecieron por el horizonte, cara al sol, y sin andar haciendo ascos o remilgos empezaron a lanzar su mensaje de muerte sobre el indefenso valle. Allí, desde el privilegiado lugar que habíamos ocupado en razón de la oportunidad, vimos caer a los primeros compañeros.

“El riachuelo se tiñó de sangre…

“Olivos y almendros saltaban en pedazos por los aires. Las flores se marchitaban… el trigo y el maíz agonizaban…

“Ordené avanzar lentamente a mi sección, hacia la colina exterior. Y llegamos. Llegamos a un refugio natural de roca con la pérdida de muy pocos hombres y preparamos las ametralladoras con movimientos febriles.

“Esperamos…

“Cuando los primeros aviones hicieron su segunda pasada, empezamos a disparar furiosamente y un ¡hurra! gutural, inhumano, se escapó de las resecas gargantas de todos los hombres al ver como uno de los bombarderos pesados ya había sido tocado y entraba en pérdida, y luego en picado, envuelto por los gases de su propio humo.

“Cayó fuera del valle haciendo explosión.

“Pero lo curioso del caso es que el resto de la escuadrilla desapareció por donde vino. Claro, no nos creímos que aquella baja fuese el motivo del repentino abandono. ¿Qué otra cosa nos iba a deparar el destino?

“—¡General a todos los mandos! ¡Reagrupen a sus hombres e infórmenme de las bajas habidas cuando curse la orden…! ¡Corto!

“Los míos contestaron a mi pregunta:

“—¡He perdido dos!— dijo Climent.

“—¡Yo uno!— continuó Roig.

“Los demás estaban sin novedad a excepción de Juan, que había recibido un trozo de metralla en un brazo. Estaba sin rechistar, atendido muy solícitamente por su hermano. Justo acababa de vendarlo como Dios le dio a entender, cuándo vimos avanzar al enemigo por la otra entrada del valle… También bajaban como langostas por las laderas del mismo. ¡Habíamos caído en una trampa! Pero, ¿cómo había podido ocurrir? No lo podía saber ni tenía tiempo para jugar a las adivinanzas. Lo cierto es que se nos echaban encima y no teníamos la defensa de las armas pesadas.

“Aún así, nos dispusimos a vender caras nuestras vidas…

“—¡General a todos los grupos! Debemos resistir el mayor tiempo posible. Ya he despachado varios correos para ir al encuentro de los refuerzos, así que debemos aguantar hasta su llegada… ¡Primer regimiento, a la izquierda!

“—¡Sí, señor!— dijo un coronel.

“—¡Segundo regimiento hacia la derecha y el tercero, en el centro bajo mi mando directo! ¿Enterados?

“—¡A la orden!

“—¡Allá vamos, señor!

“—¡Soldados: tenemos que luchar hasta la muerte por una España mejor! Pensar que estamos al lado de la razón y el derecho…! ¡Viva la República…!

“—¡Viva!

“—¡Viva España!

“—¡Viva!

“Mis hombres acariciaron sus mosquetones con cariño, pero sus caras respiraban una cierta dosis de tranquilidad. ¡Todos eran ya veteranos! Pensé en el tercer regimiento con pena… ¡Pobres muchachos, vaya bautismo de fuego!

“Roig me apretó el brazo:

“—Carlos, esta vez…

“Miré a Puig, también se despedía con la vista y con los gestos… Climent, por su parte, levantó el pulgar a modo de saludo…

“Muy pronto, el fuego de fusiles y ametralladoras convirtió aquel bonito valle en un infierno. Entonces, al ver avanzar nuevas oleadas enemigas con las colinas, comprendimos que no teníamos ninguna posibilidad de escapar a no ser que retrocediéramos. Y eso no era factible. Al menos, no por el momento. ¿O sí? El combate, mientras tanto, seguía su curso… hasta que la falta de luz del sol nos obligó a cesar las hostilidades a unos y a otros, dejando un enorme balance de muertos en nuestras filas.

“Aquello nos obligó a un cierto agrupamiento entre los que quedábamos, pero, eso sí, enfocando ya la salida del valle…

“Todos murmuraban:

“—Si hubiésemos tenido el apoyo necesario…

“Cuando las primeras sombras se adueñaron del valle y de la situación, el asistente del Comandante en Jefe se movía entre las líneas de hombres que mordisqueaban sin ganas su primera comida enlatada del día. También llegó a mi lado:

“—Mi teniente…

“—¿Sí?

“—¡Retirada!

“—¿Cómo?

“—¡El Comandante supremo ordena la retirada!

“—Pero…

“—¡Es una orden sencilla! ¿Qué es lo que no entiende? Cuando salgamos de este valle, debemos buscar un camino menos peligroso para nuestro avance a la espera de las baterías y los carros de combate. Usted, con su sección, que es la menos castigada, debe salir de inmediato y limpiar el avance en lo posible.

“—¡Está bien!

“—¿Me ha entendido?

“—¡Sí, dígale al General que cumpliré las órdenes!

“—Pues, muy bien. ¡Hasta luego, mi teniente! ¡Qué tenga suerte!

“—¡Ya estoy harto que me deseen suerte!— pensé, mientras el asistente me dejaba solo después de saludar de un fuerte taconazo. El silencio, bendito silencio, me envolvió de nuevo por unos instantes mientras terminaba mi ración; luego, más recuperado, reuní a mis hombres y les trasladé las órdenes:

“¡Ni una sola palabra de protesta!

“—¡Vamos!— dije, sintiendo un nudo en la garganta. Y para dar ejemplo, empecé a arrastrarme hacia la salida del valle, dando la espalda a las posiciones enemigas, preparado a todo. ¡La metralleta parecía la prolongación de mi brazo…!

“Llegamos a cima de la colina que guardaba la depresión, cuando una patrulla enemiga nos salió al paso (se ve que ya nos estaban rodeando al amparo de las sombras de la noche). Entablamos una lucha sin cuartel por ambas partes. En silencio y a muerte. Con nuestros machetes, segamos la vida de los sorprendidos soldados nacionales sin recibir ni un solo rasguño. Así fue como dejé el camino libre y cómo me alejé un poco más de Dios…

“Envié un correo al puesto de mando y les hice saber que podían retroceder, pero ¡a toda velocidad!

“Cuando el general en persona estuvo a mi altura, hizo por encontrarme y al verme silencioso y lleno de sangre, como el resto de mis hombres, siseó:

“—No tenemos más remedio que dirigirnos hacia el mar. Quería contraatacar rodeando estas colinas, pero estamos deshechos y no sé nada de los refuerzos… ¡Debemos volver a cruzar el Ebro!

“No dije nada…

“—¡Ya sé que esto no le gusta! —continuó el Jefe—, pero debemos salvar al resto de nuestra tropa y aun a nosotros mismos. Ir a un sacrificio estéril no nos beneficiaría en nada y menos a la causa… Si no hubiéramos tenido la desgracia de la rotura del puente, las unidades acorazadas estarían con nosotros y la situación habría cambiado. Pero no las tenemos. Así que hemos de replegarnos un tanto y si nos las encontramos, venderemos muy caras nuestras vidas, se lo prometo… ¡y cara a cara!

“—Señor, a mí no tiene por qué explicarme…

“—¡Gracias, Carlos! Su ayuda ha sido seria e importante para todos nosotros! Escucha quiero que sepas…

“—¿Señor…?

“—¡No, no, nada…! ¡Ea, vámonos!

“¿Había sido un principio de acercamiento o quizá lo había soñado? No lo sabía, ni tenía tiempo para sutilezas. La verdad es que últimamente no tenía tiempo para nada. Así que no me hice de rogar y empezamos a bajar…

“Retrocedimos toda la noche a buen paso y al amanecer, los aviones enemigos nos buscaban por las sierras, laderas y campos. Pero, gracias a Dios, estalló una gran tormenta y tuvieron que volver a sus bases de forma apresurada. Por nuestra parte, bien mojados y calados hasta los huesos, cansados y maltrechos, caminamos dos días y dos noches más, siempre bajo la lluvia torrencial, descansando tan solo lo indispensable para que los heridos pudieran reponer sus fuerzas.

“Y los compañeros de los blindados sin aparecer.

“Un nuevo sentimiento de desesperación empezó a hacer mella en nuestra tropa, acusando mentalmente a aquellas unidades por no haber llegado a tiempo. Muchos hablaban de deserción y casi todos murmuraban: ¡traición! Tal vez el cansancio, el hambre, la sed, la humedad y la derrota fuesen más fuertes que los deseos de victoria y de salvar a la Patria

“De este modo, rotos física y moralmente, nuestro ejército se fue acercando al vado.

“Llegamos al río en una mañana tan oscura que parecía la prolongación de la noche. Unas nubes muy negras cubrían el cielo de una parte a la otra impidiendo pasar a los rayos solares. Y sin bien había remitido la lluvia, un nuevo peligro nos llenó de terror:

“El Ebro bajaba crecido y rugiente. ¡El cauce había subido unos tres metros! Sus aguas, antes claras, corrían lodosas en busca del mar arrastrando toda clase de enseres, ramas y animales. Enormes árboles, venidos casi de su nacimiento, se mezclaban con el agua produciendo locas y tenebrosas figuras de espuma… Aquella circunstancia nos iba a dificultar enormemente el paso si no nos lo impedía del todo. Para colmo de males, uno de los pontones había desaparecido arrastrado por la corriente. No hace falta que le diga que sólo había quedado el que había colocado mi sección, pero no quiero que piense que estoy falseando la realidad o que me estoy colocando medallas. No, quedaba el nuestro por la razón que fuera, ¡y punto! Aunque lo cierto era que no nos iba a servir de gran cosa puesto que parecía imposible de alcanzar a nado y aún en el caso de poderlo conseguir, se quedaría corto a causa de la crecida…

“Acampamos en la orilla maltrechos, hambrientos y llenos de piojos, ¿qué podíamos hacer si no? La verdad es que si teníamos poca moral al principio de la campaña, entonces no teníamos ninguna.

“Así que empezamos a repartir y engullir los pocos víveres que aún nos quedaban.

“A medio atardecer, el enemigo se nos echaba encima avanzando como lo acabábamos de hacer nosotros mismos. Es verdad que no sentíamos sus balas ahogadas por el rugido del río, pero veíamos y notábamos sus efectos. De manera que volvimos a plantarles cara. Atrincherados entre piedras, juncos, cañas y barro, empezamos a contestar a su fuego como podíamos con las armas que aún teníamos en condiciones.

“El Comandante en Jefe en persona vino a mi encuentro… ¡Aquello ya era un vicio!

“—¡Teniente, tenemos que vadear la corriente y traer aquí el extremo del puente antes de que anochezca del todo! Ya no podremos aguantar mucho…

“—¡A la orden!

“—¡Qué Dios nos guarde!

“Por unos instantes me quedé de piedra al oír aquel deseo que parecía nacer sinceramente de su corazón. Me volví y le miré a la cara. Pero él estaba tranquilo y aguantó impasible mi mirada… No sé, tal vez estuviese equivocado… Bien, yo a lo mío. Llevé a mis hombres hasta la orilla:

“—Bueno, otra vez nos toca jugar con la más fea. Tenemos que pasar al otro lado y traer aquí el maldito pontón. ¡Quiero voluntarios para cruzar el río y traer la cuerda!

“Un impresionante silencio acogió mis palabras… El rugido del Ebro me era perfectamente audible mientras repasaba aquellos ojos cansados. Heridos, sucios y mojados, parecían estatuas. ¡Ya no se les podía pedir mucho más! Incluso, el brazo de Juan empezaba a tener mal aspecto y Climent, herido en una pierna… Aquel, con un rasguño en la cabeza; el otro, con el hombro entumecido y el de más allá, con un brazo en cabestrillo… Por lo general, todos estaban serios y expectantes ante de la posibilidad de tener que enfrentarse con una muerte segura. Todos humanos ¡y valientes! Sí, sus apretadas mandíbulas hablaban bien a las claras de la lucha que estaban librando interiormente. Pensaban, estoy seguro, en el resto de compañeros muertos o desaparecidos y que valía la pena arriesgarse por intentar salvar a todos los que quedaban. ¡Sólo que estaban calibrando las posibilidades que habían para que su sacrificio no resultase inútil.

“—¡Yo iré!

“La voz de Puig me sonó tranquila a pesar de todo. Le autoricé en silencio, aunque hubiese preferido que fuera otro. Sin más armas que sus brazos y piernas, se desplazó unos cincuenta pasos río arriba y se tiró a la negra agua. Por unos momentos le vimos luchar en medio de la corriente… Mas al llegar al centro del río, no pudo vencerla y desapareció entre las aguas.

“—¡Dios…!

“—¡Yo iré!

“Miré a Luis y le vi fuerte, sin un rasguño y con la decisión tomada… Al marchar me dijo:

“—¡Teniente, por favor, cuide de mi hermano si no vuelvo

“—Descuida— miré a Juan, le miramos todos, el cual resistía los dolores con una firmeza que parecía hasta anormal. Con un estoicismo salvaje. Y, cosa extraña, no repitió el final de la frase de su hermano. Se dejó abrazar en silencio y con la mano sana trató de retenerlo, aunque sin convicción. Sus ojos eran un mundo de ánimo y comprensión… Así le dejó ir.

“El tarraconense ascendió por la orilla mas de cien pasos y sin volverse ni una vez, se tiró al agua de cabeza. Enseguida pudimos apreciar una ligera diferencia, una superioridad respecto a Puig. ¡No debí haber permitido nunca que aquel valiente se sacrificara! Pero ya era tarde para lamentaciones de aquel tipo…

“Concentramos toda nuestra atención en Luis, cómo para darle ánimos. En aquel momento estaba luchando contra el enfurecido elemento con una fuerza vital extraordinaria. Sus brazadas eran firmes, fuertes, medidas, calculadas… Pronto llegó al centro del río, que parecía el fin del mundo… ¡Dios mío! ¡La corriente se lo llevaba…! ¡Se lo llevaba…! ¡Pobre muchacho…! ¡Y con él se nos iba nuestra oportunidad! Pero Dios debió ayudarle, porque al abrir los ojos en respuesta al ¡hurra! que se escapó de la garganta de los espectadores, vi que había pasado el peligro y que se acercaba a la otra orilla por momentos. Así que respiramos… Cuando llegó a ella, más de ciento cincuenta más abajo de donde se movía el pontón, respiramos profundamente…

“El resto vino con rapidez. Le vimos buscar y coger una cuerda, comprobar su ligazón al pontón, atársela a la cintura, descansar un momento y tirarse de nuevo al agua mucho más arriba de donde estábamos todos. Mientras venía a nuestro encuentro, noté que ya no se oían las señales del combate. A mi espalda, y en el fondo de las improvisadas trincheras, los nuestros estaban al borde de su resistencia. Aquello me hizo enfadar más si cabe y entré en el agua para recibir a Luis. Otros me imitaron y con el agua a la cintura y al pecho, hicimos una cadena humana. Cuando chocó con nosotros, le llevamos de la mano hasta la orilla, a la que llegó extenuado, pero con la preciada cuerda atada a su cintura. Entonces, con las fuerzas y la rapidez que nos permitían nuestra menguadas energías, alargamos el cabo, rodeamos de nuevo el tronco del árbol… ¡y empezamos a tirar!

“Al rato se nos unió Luis más encorajinado y descansado.

“Recuerdo muy bien aquella escena: Apoyando contra el árbol una de mis piernas, tiraba de la cuerda con todas mis fuerzas intentando que las lágrimas no bloqueasen mis ojos. Miré a Roig por el rabillo del ojo y vi que le ocurría otro tanto. La rabia le doblaba las piernas… ¡Pobre Puig! Entonces, nuestras miradas se encontraron por casualidad, pero no hablamos ni una sola palabra.

“¡No hacía falta!

“Puig quedaría para siempre en nuestros corazones…

“Poco a poco, el pontón se acercaba a nosotros. Palmo a palmo, golpea golpe, metro a metro, las barcazas de que estaba compuesto, herían la corriente levantando remolinos de espuma. ¡Más de una vez temimos que se partiera en dos! Pero al cabo de más de una hora de forcejeo, vimos con alegría que el paso estaba restablecido. Claro que para alcanzar el puente tendríamos que vadear unos metros debido a la actual crecida, pero aquello no revertía mayor dificultad si conseguíamos hacer unas barandillas de cuerda. A este fin, se recuperaron todos los cabos cortados y se trenzaron para afianzar el puente, resultando un conjunto de alta seguridad dadas las dificultades del entorno.

“Mientras tanto, habían cesado las hostilidades a nuestra espalda, como ya le he dicho antes, pero hasta la tregua en sí resultaba anormal.

“—¡Teniente “alma de cántaro” a general en jefe! ¡Teniente a general! ¡Cambio!

“—¡Aquí el Comandante en Jefe! ¡Hable!

“—¡Objetivo cumplido, señor! Pero si se me permite decirlo, sugiero que vengan de prisa porque el paso no resistirá mucho tiempo.

“—¡Bravo! Así lo haremos… ¡Qué empiecen a cruzar sus heridos! Nosotros vamos ahora mismo.

“—¡Entendido, señor!

“Trasmití las órdenes a mis muchachos, ya que de una forma u otra todos estaban tocados, pero nadie quería abandonarme, nadie quería ser el primero. Y por eso tuve que obligarles. Los más se despidieron con lágrimas en los ojos y todos me dieron la mano.

“¡Así empezó el famoso vado…!

“Justo cuando todos los míos llegaban a la orilla opuesta y empezaban a desparramarse por ella en un intento de cubrir de algún modo la retirada, los menguados batallones de infantería traspasaron las pequeñas lomas de tierra y arena salpicada de juncos y pequeños arbustos, y se presentaron en la playa de acceso al pontón. Sin pararse, lo empezaron a cruzar con orden bajo la austera mirada de sus oficiales. Pero por desgracia, cuando ya habían pasado muchos más de la mitad, el enemigo, percatado de nuestra fuga, nos atacó de nuevo por la retaguardia con la fuerza de un alud.

“Entonces, vino el caos:

“Los soldados, nuestros soldados, se pusieron nerviosos y entraron a todo correr en el inestable puente, pese a las agrias protestas de los mandos que hacían lo imposible para evitarlo.

“No duró mucho.

“El pontón se partió en dos, vencido por el peso y la terrible fuerza de la corriente y los soldados, apelotonados, cargados con armas, municiones y pertrechos cayeron al agua siendo engullidos por la espuma inmediatamente. ¡Por Dios, qué confusión! El horror que sentíamos los que aún estábamos en la orilla de Aragón, aún sin pasar, nos obligó a intentar repeler el fuego enemigo. La rabia supuraba en nuestros corazones redoblando el ardor y haciendo que disparásemos en abanico y a pie derecho. Una reacción tan desesperada tuvo la virtud de parar en seco el avance de los nacionales, aunque por poco tiempo. Pero aprovechando el respiro de la débil tregua, los que quedaban de los nuestros, oficiales incluso, se tiraron al agua enloquecidos…

“Sólo Roig y el Comandante en Jefe se quedaron a mi lado unos minutos mientras el río Ebro, henchido de cadáveres, honrados tan sólo por los gritos de los supervivientes, corría orgulloso hacia el delta y hacia el mar.

“¡Los tres éramos testigos de una de las mayores derrotas de la historia!

“El General señaló la negra corriente de agua con lágrimas en los ojos:

“—¡Debíamos intentarlo…! ¡Sí, debíamos intentarlo…! ¡Dios mío, pobres muchachos! ¿En qué nos hemos equivocado?

“—¡No lo sé, señor! Pero no podemos quedarnos aquí por más tiempo, ¡al agua, señor!

“—¡Marchar vosotros, yo os cubriré!

“—¡Venga, señor! ¡Al río!— Roig le dio un empujón que lo tiró de cabeza al agua.

“—¡Carlos…! ¡Carlos! ¡Qué tengáis mucha suerte…!— y desapareció río abajo.

“En cuanto a nosotros dos, juntos, codo con codo, fuimos retrocediendo lentamente hacia el Ebro sin cesar de disparar hasta que sentimos el agua en el cuello… Luego, recuerdo que una fuerza extraña, arrolladora, me arrastró sin que pudiera evitarlo y perdí la noción de las cosas justo después de notar como una mano me agarraba por el pelo…

 

2

“Debía ser más de media noche ciando desperté en la misma orilla del río que había intentado dejar, pero mucho más cerca del mar. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad del medio, pude ver a Roig que luchaba a brazo partido con un hombre. ¡Era un soldado enemigo! Quise ayudarlo, pero las fuerzas me abandonaron de nuevo… Me acordé de mi madre una vez más y le dediqué los que creía que llegarían a ser mis últimos pensamientos… Mis últimos momentos… Pero, gracias a Dios, aunque no sé si habría valido más la pena el no despertarme, volví en mí cuando el sol estaba muy alto en el cielo. Me levanté con precauciones y tanteé mis miembros para comprobar si existía alguna fractura. Como aparentemente estaba bien y, desde luego, mucho más fuerte, me dediqué a verificar la zona en la que me encontraba. Y así fue como descubrí el cuerpo de mi compañero que estaba tumbado y sin sentido sobre la arena y el barro. Las huellas de la lucha que había sostenido eran tan evidentes y tan frescas que supuse que acababa de terminar… Usando las dos manos para transportar agua, le humedecí la rota frente con mimo hasta que, poco a poco, también volvió a la vida.

“Nos estrechamos la mano emocionados y nos abrazamos un buen rato sin importarnos el hecho de estar aún en una zona peligrosa.

“Y ya nos íbamos a marchar hacia el mar en busca de un vado mejor, cuando vio el cuerpo del hombre con el que había estado luchando toda la noche. Algo debió de ver en el cadáver, pues se acercó de prisa hasta donde estaba caído y le dio la vuelta.

“Al verle la cara, lanzó un grito desgarrador:

“—¡Carlos…! ¡Carlos…! ¡Acabo de matar a mi hermano!”

 

———

OCTAVO NUMERADOR

ROIG

  1

El ciego no pudo contenerse por más tiempo:

—¡Qué horror! Había oído hablar de que esa batalla había sido terriblemente sangrienta, pero nunca pude suponer que lo fuera tanto.

Carlos, con un gesto de cansancio, encendió otro de sus cigarrillos:

—Sólo lo saben bien los que lo han vivido.

—Me lo imagino. Con franqueza, no creí que su vida fuese tan desgraciada, rota y complicada. Bien está que, aun deseando no ir a la guerra, fuese llevado a la fuerza; pero de eso a vivirla con tanta y tanta crudeza, media un abismo. Sin embargo, creo que con la ayuda de Dios…

—¿Con la ayuda del Señor no me habrían pasado tantas cosas?

—No digo tanto. Lo que sí quiero apuntar es que ahora está aquí con su sola ayuda y de acuerdo a su voluntad. Dios no puede permitirse intervenir en actos de la voluntad humana. Ni puede mediar en ninguna guerra y menos, si me permite la expresión, una guerra civil. Estoy totalmente en contra de esos que bendicen cañones, tanques y máquinas de guerra en nombre de la Iglesia y hasta, de Dios. No hay ninguna causa justa que motive una guerra o una conflagración, y menos que Dios la bendiga. Mas lo que si sé, es que de haber gozado realmente de su consuelo, aquellas pruebas le hubiesen sido más llevaderas, ¿me comprende? Claro que lo suyo es para hacérselo mirar pues escapa a la razón o imaginación más enfermiza… Eso de que su amigo Roig matase a su hermano, es terrible, ¿no?

—¡Sí!

—¿Quiere decir que él estaba en una zona y su hermano en la otra?

—¡Eso es!

—Amarga consecuencia de la guerra civil…

Carlos dio una larga chupada al cigarrillo cómo intentando ganar fuerzas, mientras se entretenía algo viendo elevarse lentamente al humo que producía:

—¡Deje que siga con mi relato y verá como sí es posible que ocurriesen casos así!

—Desde luego, desde luego, siga por favor…

 

2

“Cuando se cercioró de que el cadáver era de su hermano, se quedó inmóvil, silencioso y con la mirada extraviada. Traté de animarlo con mil y un argumentos, pero todo fue inútil, en vano. Si no ocurría algo extraordinario, aquel chico estaba perdido. Eran demasiadas cosas por las que había pasado en pocas horas y su moral estaba por los suelos.

“De manera que había que hacer algo porque no podíamos quedarnos allí toda la vida.

“¡Ese algo extraordinario vino en nuestra ayuda!

“No lo podía creer, pero el presunto cadáver había movido la cabeza:

“—¡Roig! ¡Roig! ¡Tu hermano está vivo!

“—¿Vivo? No me engañes, Carlos— dijo a media voz, cómo saliendo de un letargo.

“—¡Qué te digo que está vivo!— y para cerciorarme más, me arrastré hacia el lugar donde estaba el soldado nacional y le tomé el pulso con rapidez. En efecto, éste latía débil, pero acompasadamente. Y al ver mi cara de satisfacción y mis enérgicas señales, mi compañero, ya dueño de sí, se acercó corriendo.

“—¡Vive Roig, vive!— repetí con emoción.

“—¡Es verdad, mira, parece que ya vuelve en sí!

“Desde luego, ahora mucho más visiblemente, el tendido hacía movimientos de cabeza cada vez más fuertes y hasta abría la boca cómo para respirar más aire.

“—¡Vamos! —el bueno de Roig, que había comprobado ya que su hermano sólo tenía ciertas magulladuras, insistió cogiéndome por el hombro—: ¡Vamos! No quiero que me vea y se entere que he sido yo el que ha estado a punto de matarle.

“—¡Está bien! —accedí—. Tal vez sea lo mejor.

“Recogimos todo lo que quedaba de los equipos y emprendimos la marcha armados pobremente pero con la moral rehecha gracias al último incidente que parecía haber terminado bien. Aunque la dirección a seguir fue motivo de seria reflexiones. La primera intención fue seguir la ribera del río hasta el mar; pero, pensándolo mejor, decidimos marchar en dirección contraria. Y es que, aun suponiendo que pudiésemos hallar un puente para cruzar la corriente o, incluso a nuestras tan cacareadas unidades blindadas, la cosa no nos hacía nada de gracia. En cambio, subiendo por la orilla derecha del Ebro en dirección a Aragón, Logroño, Navarra y Francia, tal vez pudiésemos salvarnos.

“—¡Así lo creímos y así lo hicimos!

A pesar de que hacía mucho tiempo que había dejado de llover, el barro era un ingrediente común de la zona. Piense, imagínese cómo sería nuestro avance… Pero así y todo, recorrimos trescientos metros sin encontrar alma viviente.

“En uno de los momentos en los que nos detuvimos para descansar y para orientarnos, Roig, que ya había vuelto a ser el hombre que era, me dijo:

“—Carlos, siento haber dejado solo a mi hermano.

“—No te preocupes más por él. Cuando despierte del todo disparará algún tiro al aire y lo recogerán o el mismo volverá a sus líneas. Ten en cuenta de que han iniciado una gran ofensiva y esto debe ser un voraz vivero de soldados amigos suyos.

“—¡Ya!— Roig no dio señales de notar la ironía.

“—Y en cuanto a nosotros, procuremos encontrar algunos de sus cadáveres y luego, nos pondremos sus uniformes para intentar pasar desapercibidos. Y al llegar al norte de Aragón, Rioja o Navarra, veremos lo que podemos hacer para volver cada cual a su propia casa. En las actuales circunstancias no podemos hacer nada más. Por lo que a mí respecta, esta maldita guerra ha terminado.

“—Claro que si vamos hacia el mar…

“—Ya lo hemos comentado. Debes recordar que la ofensiva avanza hacia allí y que nos pescarían en el acto. Por otra parte, no estamos descansados para intentar una cosa así. Además, te lo vuelvo a decir, ¡no sólo hemos perdido una batalla, hemos perdido la guerra! Ya me dirás que ejército puede quedarnos para cambiar el signo de la conflagración. Mira Roig, no quiero obligarte, pero ya estoy cansado de esta lucha absurda. La pelea con tu hermano ha terminado de abrirme los ojos del todo. Yo ya tengo bastante y para mí la guerra se ha terminado. Pero me sabría mal que tomaras mi gesto como un signo de cobardía… Ya me conoces, lo que quiero estar es con mi familia cuando caiga la ciudad y no veo otro camino que ir hacia allí cuánto antes. De manera que se terminó lo de “alma de cántaro” y todo lo demás. Ahora bien, repito que no quiero que te sientas obligado conmigo. ¡Eres libre de hacer lo que quieras e ir adónde quieras!

“—Lo sé, Carlos, lo sé. Pero si me lo permites, seguiré a tu lado, pues el conocerte ha sido lo mejor que me ha ocurrido nunca. Yo sólo…

“Dos disparos hechos al aire le interrumpieron… Pero, cuando el eco de los mismos llegó a nuestros oídos, ya estábamos en tierra, bueno, en el barro, pegados a él como la yedra al muro, silenciosos… expectantes…

“—Ha sonado río abajo —le dije a mi compañero por decir algo.

“—Sí, tenías razón. ¡Debe ser mi hermano que pide ayuda!

“—Estoy seguro. Bien, esto no sitúa en una situación de inferioridad. Debemos seguir andando si no queremos que nos descubran cuando vengan a recogerlo.

“—De acuerdo, ¡vamos! Ahora ya estoy más tranquilo… ¡Ah, y te seguiré aunque vayas al fin del mundo!

“—Pues, ¡arriba!

“Y así fue como volvimos a marchar, zigzagueando cuánto nos era posible por entre los cañaverales del río.

“Roig me decía entre descanso y descanso:

“—¿Te has dado cuenta del silencio que ha seguido a las señales de mi hermano? Al parecer no hay demasiados enemigos en la zona, pero tampoco de los nuestros… ¿Qué habrá sido de ellos? —al no oír respuesta alguna, exclamó—: ¡Es horrible! ¿Estarán todos muertos?

“—Pocos se habrán salvado, desde luego. Y en cuanto a eso de que no hay enemigos por aquí, yo no me atrevería a asegurarlo. Quizá estén tratando de comprobar el origen de los disparos. En todo caso… Oye —le indiqué anhelante—, ¿no oyes una especie de siseo?

“—Ahora que lo dices… Sí… ¡Eh, mira hacia arriba! ¡Son buitres…!

“—¡Cielos!

“Estábamos llegando a un promontorio desde el que se veía, a lo lejos, lo que parecía ser el último escenario de nuestra lucha: ¡El vado! Y en el cielo, cientos de aves de rapiña, describían sus fatídicos círculos para caer, como cae una piedra en caída libre, sobre las improvisadas trincheras de la víspera en busca de la carne de los cuerpos de los que habían sido nuestros compañeros.

“—¡Qué horror!

“—¡Malditos bichos!

“Volví a sentir con claridad el cruel desgarro de la guerra. Aquella especie de animosidad endémica volvía a aparecer con más fuerza. ¡Tres regimientos deshechos en pocos días eran motivo más que suficiente para entreabrir la herida de mi corazón! Todo me volvía a la memoria: La masacre del valle, el paso del río Ebro… incluso, la aventura del olivar me parecían ahora que habían formado parte de una misma encerrona. Era un ojo por ojo demasiado real para buscarle atenuantes. Quedaban los hechos y éstos eran tan claros y elocuentes que no necesitaban interpretación de ninguna de las partes interesadas.

“Pero, mire, de toda aquella sucia cascada de desgracias y calamidades sobresalía un resultado:

“¡La derrota más sangrienta de la guerra civil! El desastre del río Ebro quedaría para la historia como una gigantesca advertencia para que nunca más pudieran prosperar las ideas mal digeridas de los gobernantes de cada época. Y el pueblo, el bendito pueblo, también deberá aprender esta lección y no dejarse engatusar de nuevo con esos sofismas extranjeros que vayan contra su propio país, personalidad y creencias. Así que gritarán: ¡ya basta! ¿Y por qué? ¡Por haber gustado el sabor amargo de la venta de sus almas, el arañar de sus conciencias aletargadas por el largo período previo al caos y a la confusión! A partir de la batalla del Ebro habría que preguntar a todas las madres que opinaban de la contienda, de la “cruzada”… Quizá, en el futuro cercano, con el país hermanado de nuevo por la paz, podría levantarse un monumento a la gesta del paso del Ebro… Tal vez, no lo sé, deberían hacerlo los dos bandos, vencedores y vencidos, pues todos tenemos “el mismo común denominador”; es decir, todos somos españoles. Además, si el proyecto de Estado que se quiere es democrático y que abarque a todas las naciones y pueblos con sus particularidades propias, debemos aprender a respetarnos los unos a los otros hasta más allá de lo necesario. El respeto es el inicio del camino del crecimiento y hasta de la paz… Sí, habría que pensar el levantar un monumento a la imbecilidad humana…

“—Vayamos por otro sitio —me pidió Roig— no me atrevo a pasar otra vez por el lugar donde nuestros muertos y heridos se confunden abrazados.

“—Como quieras— accedí gustoso.

“Así fue como nos internamos directamente en territorio de Teruel, algo más oblicuamente de lo que habríamos querido hacerlo, algo más al sur…”

 

3

Carlos hizo una pausa que el ciego no se atrevió a romper hasta pasados unos minutos. Luego dijo:

—Comprendo su estado de ánimo… ¡Jamás podía haber imaginado tanta tristeza!

—Sí, aun hoy mismo, después de diez años, lo veo todo con una precisión escalofriante. Aquellos jornadas ya no se me olvidarán… Íbamos vencidos, casi desarmados, humillados, confusos, sucios y dando la espalda a nuestra casa. Menos mal que por aquellos andurriales aún quedaban bastantes frutas y hortalizas y así podíamos comer un poco.

—¿No tuvieron tropiezos desagradables?

—¡No! —Carlos sonrió con una cierta ironía—. Ya estábamos acostumbrados a aquellos menesteres. Así que dormíamos de día en varios lugares inimaginables y avanzábamos de noche tratando de dejar el menor rastro posible. De momento, la dirección que habíamos tomado era un acierto, pero lo pasamos fatal. ¿Se imagina lo difícil que es aclimatar el cuerpo a no tomar nada caliente durante veinte días?

—Sí, es duro.

—Sólo de pensarlo se me revuelve el estómago. ¡Casi nos volvimos vegetarianos a la fuerza! Ahora bien, la marcha tuvo algo de positivo: Roig, mi amigo Roig y yo congeniamos de tal forma que llegamos a ser como hermanos carnales. Me contó su vida y la de su familia y también había pasado lo suyo antes de conocernos. Pero mire, de aquella manera humanizamos, si cabe, la marcha, el éxodo, sin rumbo fijo, definido a corto plazo. Lo que sabíamos es que cada nuevo paso nos alejaba más y más de nuestros hogares…

—Siga, siga sin miedo. ¡Soy todo oídos!

—Le estoy dando la noche…

—¡Por favor!

 

4

“Un día, no sé cuánto tiempo hacía que nos habíamos ido o alejado del Ebro, cansados de verdad porque la noche había sido dura (ya sabe que avanzábamos evitando los pueblos y accidentes geográficos demasiado peligrosos, puesto que no conocíamos aquella región) y, para terminarlo de arreglar, al final, nos caímos en una especie de acequia muerta y medio ciega desde hacía años. Sólo cuando el sol se abrió paso con algo de éxito a través de las brumas matutinas, nos dimos cuenta de donde nos habíamos metido.

“Roig apartó todas las telarañas que lo envolvían de un manotazo, al tiempo que murmuraba:

“—¡Qué fastidio! Te aseguro que cuando llegue a mi casa me bañaré en detergente durante una semana.

“—Y yo también.

“—Siempre sucios…

“—Pero vivos, recuérdalo.

“—No sé si preferir haber muerto.

“—¡No digas tonterías! Nuestras familias nos necesitan. Así que no podemos quedarnos quietos y expuestos a que nos apresen sin más y nos fusilen, sólo porque estamos sucios y cansados. Así tenemos que avanzar, pues necesitamos vivir aunque sea sólo por ellas.

“—Reconozco que tienes razón. Venga, no me hagas caso. Por cierto, si conseguimos llegar a casa, ¿tendremos que presentarnos en nuestras unidades?

“—Sería nuestro deber.

“—Pues no deja de ser un fastidio.

“—El deber, a veces, no resulta fácil. No creo que odies la guerra tanto como yo, y sin embargo, debemos seguir.

“—¡…!

“—Sí, ya sé lo que dije el otro día. Pero me da la sensación de estar traicionando algo. En fin, no debemos preocuparnos antes de la cuenta y ¡qué sea lo que Dios quiera!

“—¡…!

“—Bueno, es lo que se dice en estos casos, ¿no?

“—Perdona…

“—Por otro lado, ¿de dónde sacas tú que vamos a encontrar a los nuestros al llegar a casa?

“—¿Qué quieres decir?

“—¡Bah! No me hagas caso. Además, me refería al ejército, a los cuarteles, a las unidades… Sería demasiado bueno no encontrar a ningún militar más en lo que me queda de vida… ¡Yo también estoy cansado!

“Quedamos en silencio oyendo solo, como entre brumas, el sonido de algún grillo retrasado. ¿Quién nos podía asegurar que al llegar a Barcelona encontraríamos nuestro regimiento con el rodeo que pensábamos dar? ¡Bah, con suerte no habría ni guerra! ¡Qué bien se acopla uno entre la hierba cuando se está cansado! Era un hermoso día de sol y una brisa benigna mecía delicadamente las matas que creían al borde de la acequia… Nos pusimos cómodos y hasta nos hicimos la cama con varios movimientos de la espalda… Mi compañero abrió los ojos para cerciorarse de que todo estaba bien, y luego, cruzando las manos detrás de la nuca, trató de dormir hasta la entrada de la noche. Ya me disponía a imitarle cuándo vi que las espigas se movían de forma diferente para dejar paso a la cabeza de un reptil de singular tamaño.

“Recuerdo que no reaccioné con rapidez por culpa de la modorra, pero al fin intervine:

“—Roig —murmuré quedamente—, no te muevas para nada. Detrás tuyo, a medio metro, tienes a una serpiente…

“Abrió los ojos de par en par, pero no se movió. Sólo su mano parecía acercarse poco a poco a la pistolera, en tanto que la lengua viperina del animal se relamía delante de la inminencia de una presa tan jugosa. Quise evitar que mi amigo disparase y muy consciente ya, empuñé el machete y me levanté a medias justo en el momento en que el áspid atacaba como un loco. Así que no le di tregua. Acerté a darle un tajo en el cuello antes de que me devolviera el cumplido, consiguiendo que su cabeza rodase a mis pies en menos de lo que tardo en contárselo.

Roig se me quedó mirando embobado:

—¡Diablos, eres una fiera!

“—¡Quería impedir que disparases— le dije a modo de disculpa, mientras apartaba el cuerpo de la culebra lejos de mí. Entonces no sabía que no era peligrosa.

“—¡Gracias Carlos! Qué tonto he sido, si llego a disparar nos habríamos descubierto.

“—¡Calla! Me ha parecido oír pasos…

“—¿Qué? Es verdad.

“Sacamos las pistolas y esperamos anhelantes…

“Los pasos eran inseguros, lentos. Oíamos crujir las matas de los alrededores y hasta un respirar fatigoso… Pero, fuese quien fuese se acercaba a la acequia, justo al lugar donde estábamos nosotros… Levanté un dedo ante las narices de Roig, el cual comprendió, puesto que me hizo con la cabeza un gesto de asentimiento:

“¡Sólo venía uno!

“O mejor dicho, ¡una! Vimos el tocado de una anciana que estaba recogiendo leña… Justo a un metro más abajo de nosotros, en el mismo lecho de la acequia, había una buena rama que, a juzgar por lo seca que estaba, debía de hacer mucho que la habían desgajado. Haría un buen fuego… La buena mujer, al verla, se agachó a recogerla y al mirar a su alrededor por si había alguna más, se encontró con los duros cañones de nuestras pistolas:

“—¡Jesús!

“Quedó petrificada con la mano en el aire y la rama seca cayó otra vez donde estaba, sólo que adoptó una postura más jocosa. Por su parte, la buena mujer, fue a decir algo, pero no consiguió articular palabra alguna. Luego, al vernos tan andrajosos, son sonrió con sencillez y se llevó el índice a la boca rogándonos silencio.

“¡Y se fue antes de que la pudiéramos retener o salir de la sorpresa!

“—¡Rayos!— exclamamos casi al unísono.

“Bueno, no íbamos a disparar contra una mujer… ¡y vieja!

“Mi compañero estaba pensando lo mismo:

“—No he podido disparar —casi parecía disculparse por no haberlo hecho—. Claro que ahora que nos han descubierto, ya podemos largarnos.

“Y se levantó a medias.

“—¡Espera! Veamos lo que hace.

“Nos levantamos del todo, pues la acequia era bastante alta, y apartamos la hierba de los bordes. Entonces vimos como se acercaba a una masía que se levantaba no muy lejos de allí.

“—¡Ahí va!

“—¿Crees que nos traicionará?

“—Pues no lo sé, pero no lo creo. Podía haber gritado pero no lo ha hecho. No sé, tal vez tenga hijos como nosotros y en las mismas condiciones.

“—¿Nos marchamos?

“—Espera un poco. Desde aquí dominamos la zona y si vemos que viene con gente siempre nos podremos mover un buen trecho por el fondo de la acequia, hasta aquel bosque de la izquierda. Una vez allí, ya nos será fácil alcanzar las montañas.

“—Como quieras. De todas formas ya saben que estamos aquí.

“—Un día u otro tenía que ser…

“—¡Mira, ya sale de la casa!

“—¡Sí! Y parece que vuelve hacia aquí.

“—¿Esperamos?

“—¡Desde luego!

“—Puede ser una encerrona…

“—Pero, hombre, ¿tan desesperado estás?

“—No me fío, pero esperaré contigo.

“—Tenemos manos para defendernos… Además, me dice el corazón que podemos confiar en ella. Sí, cuando la he visto por primera vez me ha recordado a mi madre… Tranquilo Roig, ten confianza en mí.

“Mi compañero apoyó su diestra en mi brazo y me miró… ¡Dios! ¡Si usted supiera lo que es eso! Verte comprendido, querido, acatado… ¡Perdón…! No he querido ofenderle. Era una forma de hablar. Claro que usted ya sabe lo que es un amigo, pero debe convenir conmigo que la guerra es única para hacer amistades de verdad.

“Nos dispusimos a esperar a aquella mujer.

“La vimos acercarse mirando de vez en cuando hacia atrás, cómo si tuviese miedo de algo o de alguien. Y cuando llegó a nuestra altura, se agachó y se llevó otro gran susto pues esperaba vernos en la misma postura que nos había dejado y nos encontró de pie.

“—¡Ah, vais a terminar conmigo! Venir hijos míos, venir a mi casa. Os he preparado una cama, no grande, pero decente. Y algo de comida. Hala, venir conmigo y podréis lavaros a conciencia.

“Nos miramos y aún pude notar en los ojos de Roig los últimos rayos de desconfianza.

—¡Vamos con ella! —le dije, y salí de la zanja. Luego me encaré a la mujer, sabiendo que mi compañero me seguiría hasta el fin del mundo si fuese preciso—: Vaya usted delante que ya la seguiremos. ¡Espérenos en la puerta de la masía!

“—¡Está bien!— y sin más, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.

“Estando seguros de que no había nadie más por los alrededores, salimos de nuestro escondite y seguimos a la mujer zigzagueando a ras de tierra, aprovechando todas las desigualdades del terreno. Cuando llegamos a la entrada del caserón, ella nos estaba esperando en una actitud un poco jocosa a causa de las visibles precauciones que habíamos adoptado. La verdad que nos hizo sentir un poco ridículos…

“—Os llevaré al granero. Y dejar de preocuparos, pues yo no os traicionaré— agregó al ver las furtivas miradas de mi buen compañero.

“—¡Gracias!

“Nos guió a través del corral y por una estrecha escalera llegamos al granero de la casa. Allí, nos dijo:

“—Esa es la cama que os he prometido. Ahora voy a traeros agua y cuando os hayáis aseado y estéis cómodos, os traeré la bebida y la comida que ya se está preparando al fuego.

“—¿Vive sola en esta casa?— quiso saber Roig.

“—Bueno… lo que se dice sola, no. Vivo con mi hija y con mi marido. Ahora mismo están en el campo, pero no tardarán en venir.

“Notamos cierta incoherencia en su respuesta:

“—Señora —le dije—, no tenga ningún miedo de nosotros. No le haremos nada y la molestaremos lo menos posible. Yo mismo tengo una madre de su misma edad y hasta creo que se parecen un poco… No tema, pues.

“—Gracias. Creo en su palabra pues me parece usted un hombre de bien. Ahora puedo decirles que mi marido tardará en llegar y que, aunque llegue, no podrá hacer nada porque también es viejo.

“—Bueno, es igual, tranquila…

“—Por favor señores, díganme que no harán nada que nos comprometa.

“—Descuide— ahora intervino Roig, cansado de tanto dúo dialéctico.

“—Quería pedirles aún dos cosas más…— siguió la buena mujer, sin hacer caso de mi amigo.

“—Adelante, siga sin miedo.

“—No podemos tenerles muchos días aquí. Somos pobres y…

“—No tema. Esta misma noche nos marcharemos.

“—¡Oh, bueno! No quería darles tanta prisa.

“—Pero nosotros si que la tenemos, señora. Queremos alejarnos de esta estúpida guerra y llegar cuanto antes a nuestras casas, y sólo podemos hacerlo de noche.

“—Bien, como ustedes quieran. Pero opino que deberían descansar un poco más. Aquí lo harían seguros… Por otra parte, ya están muy lejos de la batalla y…

“—¿Y la otra cosa que quería pedirnos, señora?—preguntó Roig, todo amabilidad. Por fin parecía estar convencido de la buena fe de la mujer.

“—Pues…

“—¡Ánimo! Dé por sentado que aceptaremos lo que sea. Si es por dinero…

“—¡Oh, no! Aquí no lo necesitamos. Como ya les he dicho, tengo una hija, una hija hermosa… Por favor, prométanme que la respetarán.

“—¡Señora…!

“—¡No la tocaremos ni un pelo!

“—¡Gracias! Sabía que podía confiar en ustedes. Sé que lo harán porque son unos caballeros. Por eso les recogí y les di cobijo… Además, dos de mis hijos han desaparecido en esta guerra y sé que si se encontrasen en las mismas o parecidas circunstancias habrían respondido igual. ¡Así pues muchas gracias!

“—No tiene por qué darlas…

“—Bueno, les dejo. Ella ha ido al pozo en busca de agua. Ya no tardará. Recuerden que cuando estén listos y aseados les serviremos la comida.

“Y así fue.

“—Una gran mujer— dije a modo de despedida.

“—Es una casualidad. Mira por dónde, a lo mejor encuentro a la madre y a la hermana que no tengo.

“—A eso lo llamo yo coger una situación por los pelos —le comenté mientras poníamos en orden nuestro menguado equipo—. Está bien demostrado que la guerra nos vuelve animales, pero sus consecuencias, no sé cuántas veces lo he dicho, despiertan sentimientos escondidos. Si salimos de ésta, tenemos que volver para darles las gracias como se merecen.

“—Estoy de acuerdo.

“—¿Se puede?

“La pregunta había traspasado la hoja de madera de la puerta después de unos suaves golpecitos.

“—¡Adelante! Pase, por favor— dijimos a dúo.

“La puerta se abrió y apareció una joven llevando en la mano un cubo y varias toallas.

“—¡Hola!— nos sonrió, y su sola presencia dignificó el rústico dintel del granero.

“Nos quedamos sin habla durante tantos segundos que se nos antojó una eternidad.

“Al fin, dije:

“—Pase… pase…

“—¡Gracias! —entró decidida y vació el agua que llevaba en un barreño, nos dio las toallas y una pastilla de jabón casero. Luego, puso dos mudas, dos pantalones y dos camisas a los pies de la cama—. No hemos podido hacer nada más —se excusó—. En tiempo de guerra es difícil tener algo decente.

“—¡Claro, claro…!

“La veíamos hacer fascinados. ¡Qué hermosa era! Hacía bastante tiempo que no veíamos una mujer igual y los dos nos comportábamos como verdaderos idiotas consumados.

“—Cuando terminen de arreglarse, me llaman y les traeré la comida. ¡Adiós!— y desapareció con una sonrisa.

“—¡Rayos! —chilló Roig—. ¡Es muy guapa! Si la comparo con mi antigua novia, no tiene desperdicio.

“—Nos hemos comportado como dos adolescentes. ¡Ea, va, lavémonos y tratemos de enmendarnos en el futuro! ¿De acuerdo?

“—Desde luego. Pero, mira Carlos, me arrepiento de haber prometido no tocarla…

“—¡Roig!

“—¡Qué es una broma, pesado!

“Empezamos a asearnos con verdadero deleite y cuando el agua estuvo como el color del chocolate, respiramos mejor. Nos pusimos la ropa prestada y entonces, ¡parecíamos dos personas decentes! Le dimos un último repaso a nuestra personalidad, afeitándonos con el jabón y la navaja que encontramos en el cajón de la mesita.

“Luego, llamamos.

“Las dos mujeres subieron al momento con los alimentos que habían preparado y comimos como hacía tiempo que no lo hacíamos. No es que la comida fuese extraordinaria, pero estaba caliente y había sido hecha con amor.

“—Señora, está riquísima.

“—¡Qué Dios se lo pague!

“—¿Quieren más?

“—No, gracias.

“—Estamos contentas de que les haya gustado —dijo la madre—. Ahora debemos irnos para que puedan dormir, pero antes de que oscurezca volveremos con la cena. ¡Hasta luego!

“—¡Adiós y gracias!

“—Perdón —dijo Roig, deteniendo a las dos mujeres, que se volvieron hacia nosotros—, quisiera saber sus nombres para llevarlos en el corazón.

“—Desde luego —contestó la madre, solícitamente—, yo me llamo Josefa y ella…

“—Me llamo Pilar.

“—Pues Pilar y… señora Josefa. Quiero que sepan que cuando acabe la guerra volveré, volveremos a visitarlas.

“—Bueno, aquí estaremos.

“—¡Adiós!— y la chica nos envolvió con otra de sus sonrisas.

“¡Qué fuerza de voluntad tuvimos que tener para mirarla sólo a la cara! Respiraba salud por todos los poros de la piel…

“Al final se marcharon.

“—Carlos, me estoy enamorando por momentos de esa chica. Te aseguro que volveré para casarme con ella.

“—¿Has pensado que puede tener novio?

“Aquella posibilidad le desalentó un poco:

“—Veremos… y si no tiene, seguro que…

“—¡Dios dirá! —entonces no sabía que el muchacho hablaba completamente en serio—. Ahora lo que nos conviene es descansar.

“—Sí, tienes razón, pero yo…

“—¡A dormir!

“—¡Ya…!

“Nos acostamos sin hacer remilgos a la ancianidad de la cama.

“—Empiezo a comprender lo compleja que es la vida —dijo Roig, cuando hubo estirado las piernas a placer—. Estando en casa y en paz, mi cama me parecía un camastro y ahora, ésta, me parece un regalo de los dioses.

“—El cristal…

“—¡Cierto! El color de las cosas depende del que tenga el cristal de las gafas con que las miramos, de las amistades con quien nos relacionamos, las circunstancias que vivimos, del círculo en el que nos desenvolvemos…

“—¡Roig, por favor!

“—No te burles, Carlos —en efecto, hablaba muy en serio y mirando los bultos que hacían sus pies bajo la colcha—. ¡Me estoy volviendo más maduro, más hombre…! ¡Esa mujer me ha cambiado!

“—¿Sólo ella?

“—Bueno y la guerra… Pero ahora deseo vivir y anhelo que todo esto termine de una vez. ¡Quiero ser libre para venir a buscarla! Mira, es un sentimiento que no podría explicarte, pero ahora tengo algo por el qué vivir.

“—Veo que te ha calado muy hondo. Eso está bien.  Y si me lo permites, te ayudaré cuanto pueda. En efecto, cualquier hombre debe vivir por algo, tener un objetivo…

“—Claro… Si aún viviera mi madre, seguro que me aconsejaría bien… Es muy duro no tenerla con uno. ¡No sabes cuánto la quería!

“—Pues, como yo a la mía, es natural.

“—Sí, es posible —luego añadió a su voz un deje de honda amargura—. Carlos, si te dijera que la vi morir hablando…

“—Roig…

“—Sí, ya sé. Todo pasó hace mucho tiempo… pero, ¿qué quieres? Tenía la costumbre de aconsejarme y mimarme casi continuamente.

—Pero, ¿no tienes otro hermano?

“—Sí, pero los datos y circunstancias de su carácter quizá justificasen, es un decir, su debilidad y su amor hacia mi persona… Verás lo que pasó —añadió ya algo más animado mientras me disponía a unificar todos los estratos de mi paciencia—, nacimos en un barrio pobre de Girona y desde el principio, la vida se ensañó duramente con todos nosotros. Mi padre murió cuando apenas yo tenía cinco años y mi hermano Jaime, ocho. Claro que, a pesar de las desgracias, formábamos un bloque familiar indestructible. Mi madre, nuestra madre, era una santa y trabajó y luchó por nosotros no sólo para sustentarnos, sino para darnos la educación de tenemos. ¡La verdad es que siempre nos dio lo mejor que tenía!

“—¡Sé lo que es eso!

“—Desgraciadamente, pronto empecé a observar una cierta diferencia entre mi hermano y yo. Quizá al ser el mayor y destacar menos en la clase, o por otros muchos detalles que ahora no importan, lo cierto es que, a mi juicio, su actitud era impropia de la edad. Se volvió taciturno y llegó un momento en que me pareció que hasta evitaba hablar conmigo… y con nuestra madre. Al principio no le di importancia porque esas cosas no la tienen a nuestra corta edad, pero a medida que crecíamos, aquello iba a más.

“—¡Qué raro!

“—Sí. Tal vez por eso mi madre me mimaba más que a él. Quizá me parecía más a ella o a lo mejor, mis diabluras y carantoñas la hacían olvidar la dureza de la vida diaria a pesar de que yo le daba más trabajo que Jaime. Aunque, claro, también puede que todo fuese debido a que al ser más pequeño, reclamaba por naturaleza el centro de sus atenciones. Sin embargo nuestra realidad era algo diferente, aunque pudo estar basada en los motivos que he apuntado. Con el tiempo, y convertidos en hombres hechos y derechos, la diferencia entre nosotros se acentuó aún más. Un día, Jaime se marchó a trabajar a Zaragoza, a casa de unos tíos que teníamos en la capital de los maños, con la promesa de ayudarnos económicamente.

“—¿Y lo hizo?

“—No. Desde el momento en que abandonó el hogar no volvimos a saber nada más de él… en lo que a ayudas se refiere. Sí, claro, en las fechas señaladas, nos escribía dos letras para decirnos que seguía bien, pero nada más.

“—¿?— hacía verdaderos esfuerzos para continuar despierto.

“—Por aquel entonces pasábamos mucha penuria debido a mi poco sueldo y a la avanzada edad de mi madre. Por esa razón, y quizá egoístamente, creció en mi corazón una cierta antipatía hacia la persona de mi hermano que, alimentada poco a poco, se convirtió en desprecio tiempo después.

“—¿No… no le hiciste ver vuestra situación?

“—Desde luego. Le escribía a menudo, pero ya te he dicho que nunca recibimos una respuesta clara. Un día le mandé una carta llena de improperios y, picado en su amor propio, respondió a vuelta de correo enviándonos doscientas sucias pesetas… ¡Vamos, aquello colmó el vaso de mi paciencia y no quise volver a escribirle nunca más!

“—¡…!

“—¿Estás cansado?

“—¿Eh? No, no, continúa…

“—Pasaron algunos años y desgraciadamente, mi madre se puso enferma, muy enferma. Tanto, que pronto se adivinó el fatal desenlace. En aquellas circunstancias, me olvidé de los rencores pasados y escribí a mi hermano a toda prisa y aunque recibí su respuesta, no pudo llegar a tiempo. Una mañana de otoño, mi madre encomendó su alma a Dios… Carlos, no sabes lo que es ver morir a una madre. Son unos momentos indescriptibles. Expiró en su cama matrimonial, rodeada por algunos vecinos piadosos y cogida de mi mano. Pero antes, todos las oyeron, me dijo unas palabras que me conmovieron.

“—¿…?

“—¡Me dijo que perdonase a Jaime! ¡Quería que le buscase y que tratase de vivir con él como hermanos puesto que, a pesar de nuestras diferencias, lo éramos! ¡Qué teníamos la misma sangre… paterna!

“—¿Qué?

“—Sí. Así fue como me enteré de que Jaime había tenido otra madre. Y desde entonces empecé a comprender con claridad. De alguna manera, él se había enterado y entendía mal los mimos de mamá… Prometí que me reconciliaría con mi hermano. Esperé con paciencia a que viniese para asistir al entierro y poder aclarar los entuertos que nos habían separado tanto tiempo, pero no vino… Cuando la losa dejó a mi madre junto a los huesos de mi padre, me propuse salir en su busca y zanjar la cuestión.

“—¿Así que sólo erais hermanos de padre?

“—¡Eso es! Pero eso no justifica su actitud y menos, no habiéndole dado motivos. A no ser que existan otras cosas que ignoro, él es que está en fuera de este juego. Por eso, cuando terminé de arreglar todos los papeles, quise ir a verle. Desgraciadamente, una semana antes de la fecha de mi marcha, fui llamado a filas. Y mira por donde lo hallé… ¡en el río!

“—Sí…— ahora sí que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para oírle.

“—…Tengo que encontrarlo otra vez… para aclararlo todo. Estaba equivocado y tengo que decírselo… Odio la guerra que me obligó a luchar contra mi hermano… porque era mi hermano, ya no tengo ninguna duda…

“Al ver que no continuaba, le miré y vi que le había vencido el cansancio.

“Menos mal. Esta dormido.

“Así que me dispuse a hacer lo mismo con un suspiro de satisfacción.”

 

5

—Ya es verdad el dicho que afirma que cada hombre es un mundo —comentó el ciego, al notar que su interlocutor hacía un largo alto en la narración—. No me extraña que Dios se enamorase de su criatura y que, para salvarlo, bajase del cielo a morir en una cruz…

—¡Ah, ya! Hubo un tiempo en que yo también lo creí. Pero, he sido tan zarandeado, tan probado, que me he alejado de esos supuestos. El evangelio, ahora, me parece cosa de otra galaxia, algo en el que sólo pueden creer los viejos, las mujeres y los niños.

—¡No, no, eso no es así! El evangelio es real, actual y útil a toda clase de personas. No se desanime: ¡Dios es capaz de poner luz dónde hay tinieblas…!

—Comprendo, pero si le parece escuche toda mi historia y al final, usted mismo se dará cuenta del miedo que tengo al acercarme a Dios… No he sido bueno…

“—Ninguno lo hemos sido.

“—¡Lo sé! Pero también sé lo que me digo. Y para juzgar mi caso, insisto que debe conocer todos los hechos.

“—Sí, claro, claro. De acuerdo.

“—Mire, le confieso que me he preguntado muchas veces, ¿por qué puede volverse atrás el hombre que ha creído en Dios? ¡No debería ser así!

“—¡Y no lo es! Ahora soy yo quien le ruega que continúe para poder ayudarle mejor.

“—¿No está cansado?

“—No, no, siga, por favor.

“—Bien.

“Y cuando Carlos iba a proseguir con su narración, después de encender sendos cigarrillos, oyeron unas palabras de la niña dormida. Fue tan sólo un momento, pero el que había estado a punto de pasar toda la noche borracho y luchando consigo mismo, vio con claridad la sonrisa de los labios infantiles. ¡Qué hermoso debía ser lo que estaba soñando!

Y con una tranquilidad de espíritu que hacía mucho tiempo no había experimentado, empezó a hablar de nuevo:

 

6

“Cuando llamaron con insistencia a la puerta del granero y nos despertamos, era de noche. Las estrellas brillaban en el cielo y se filtraban por el ventanuco…

“Nos miramos interrogativamente y al adquirir la conciencia de donde estábamos casi no nos lo pudimos creer.

“Aquella cama, aquel cuarto…

“—¡Un momento! Ahora vamos— grité muy alto a la persona o personas que estaban detrás de la puerta.

“Saltamos al suelo y nos vestimos con presteza. Y cuando estuvimos listos y un bastante presentables, avanzamos hacia la salida tropezando con todos los bultos del granero… Al llegar a la puerta, abrimos. En el umbral apareció un hombre que se apresuró a presentarse:

“—Soy el marido de la señora de la casa.

“—Mucho gusto. Este es Roig y yo me llamo Carlos Martín.

“—Encantado.

“—El gusto es mío.

“Le estrechamos la mano con efusión, luego dijo:

“—¿Por qué están a oscuras? Miren, aquí está el interruptor de la luz —se volvió hacia el marco de la puerta, pero antes de tocar la manecilla, continuó—: Por favor señores, cierren la ventana. No es que importe mucho, pero es una medida de seguridad.

“Roig se apresuró a obedecer con bastante presteza, con demasiada diligencia, pensé yo, y así debió de comprenderlo también porque el mirarme después de hacerse la luz, vio mi sonrisa y se le subieron todos los colores a la cara. Aunque, tal vez fueron imaginaciones mías, pues aquella luz era más bien mortecina y tenía que abrirse paso a través de las telarañas. La verdad es que ganamos muy poca luz con el cambio, ya que la única bombilla de la estancia estaba cubierta de cientos de defecaciones de las moscas. Pero en fin, algo es algo, y al menos nos veíamos los perfiles de las caras.

“Nuestro huésped seguía hablando:

“—Enseguida van a subirles la cena y la ropa limpia. Les ruego que coman tranquilamente y que no se marchen hasta mi vuelta, pues tengo que decirles algo que les interesará. ¡Hasta luego!

“—¡Adiós!

“—Oye, Carlos —me preguntó Roig, cuando el hombre hubo desaparecido escaleras abajo—, ¿qué tendrá que decirnos?

“—No tengo ni idea. Tal vez quiera indicarnos alguna ruta o alguna senda. Cuando nos traigan la nueva ropa, nos vestiremos y estaremos preparados.

“—¿No querrá traicionarnos?

“—No lo creo, pues de ser así, ya lo habría hecho mientras dormíamos. Además, ¿crees que unas mujeres como Pilar podrían vendernos?

“—No, no, desde luego. Sí, tienes razón. Sin embargo su padre es trigo de otro costal… ¡Bah! ¡Tonto de mí! ¿Cómo puedo pensar así?

“—Entonces no te preocupes, aunque haces bien es estar alerta.

“—Claro… Claro… Pilar… ¡Ay no me la puedo quitar de la cabeza! —hablaba consigo mismo, con efusión, de espaldas a la puerta medio entornada—. A cada momento que pasa estoy más loco por ella. Te aseguro que a poco que pueda me caso…

“—¿Me… permiten?

“El dintel se llenó de luz con el cuerpo de la chica que nos traía la cena. Pasó junto a nosotros sin esperar la respuesta y un poco intranquila a causa de lo que no había podido evitar de oír; pero con todo, sus colores se quedaron pálidos comparados con los que despedían los encendidos carrillos de mi compañero.

“—Yo… yo… –se atrevió a articular.

“Aquella situación fue, con mucho, una de las más raras y embarazosas de las que me había encontrado en los últimos tiempos. No conseguí decir nada de nada para aliviar la cómica tensión. La figura de Roig, tieso como un palo, sin saber qué hacer con las manos, contrastaba con la ligereza, no exenta de gracia, con que ella colocaba la cena sobre la mesita. Pero, ¿estaba violenta o se reía en su interior? Yo no lo sabía, mas el brillo de sus juguetones ojos parecía indicar lo segundo.

“La señora Josefa vino a salvar una situación que parecía eternizarse:

“—Bueno muchachos, aquí tenéis toda la ropa. Espero que hayáis descansado bien.

“—Sí, sí, muy bien.

“—¡Sí, gracias!

“—Pues a cenar, ¡vamos Pilar!

“—¡Hasta luego!

“—¡Hasta ahora!

“—¡Adiós… y gracias!

“Las dos mujeres se marcharon por donde habían venido, pero un poco antes, atento como estaba, noté que los ojos de la muchacha se fundieron unos segundos en la cara de Roig, como tratando de comunicarle un cierto mensaje de esperanza con infinita feminidad.

“Así se lo dije mientras cenábamos.

“—Sí, también he visto esa mirada, pero no puedo asegurar su intención. ¡Dios, qué situación más ridícula! Ya podías haberme avisado de que estaba en la puerta.

“Pero yo era inocente:

“—La he visto al mismo tiempo que tú. ¿Cómo iba pues a avisarte? Además, así te evitas la declaración…

“—¡No seas burro!

“—¡Qué sí, qué te comía con los ojos!

“—¿Tú crees?

“—Claro. Mira, a todas las mujeres hay que mimarlas en su vanidad y nada les gusta más que oír que uno está loco por sus huesos. Ya ves, ni siquiera ha protestado. Y eso quiere decir, amigo, que no le eres indiferente.

“—Sería demasiada suerte… No es lógico que se interese por mí sin conocerme.

“—En las cosas del amor no hay lógica. Hay pocos hombres por aquí, y tú, bien lavado, comido y afeitado, no estás mal, pareces un buen partido.

“—¿Qué…? ¿Te estás quedando conmigo?

“—No hombre, no. Créeme, da tiempo al tiempo.

“—Pues yo, antes de marchar de aquí me declaro. ¡A ver qué pasa!

“Así, entre bromas y veras, terminamos de cenar mucho más alegres y optimistas que estábamos al entrar en la casa por la mañana. ¡Había sido una suerte encontrar a aquellas mujeres! Los dos lo reconocimos mientras nos vestíamos con nuestras propias ropas que ya habían sido lavadas y recosidas en lo posible.

“Roig olía su lote en aquellos momentos:

“—¡Fíjate como huele! ¡Seguro que ella ha lavado mi ropa!

“—¡Qué barbaridad! ¡Vamos, date prisa si no quieres que te vea en calzoncillos!

“Luego, aún tuvimos tiempo de repasar lo que nos quedaba del equipo.

“—¡Esto está mucho mejor! —exclamó mi acompañante en un momento dado—. ¡Hasta tengo más moral!

“—Es natural. El hombre con la barriga llena ve todas las cosas de color de rosa.

“—¡Hombre, no pierdes comba! Mira, por mi parte, creo que hasta soy capaz de ganar la guerra.

“—¿Qué guerra?

“—No me hagas caso, que no sé lo que me digo. Aquella pesadilla ya se ha acabado para nosotros. Oye, estoy por decirte que hasta he pensado en la posibilidad de quedarme aquí y quemar el uniforme.

“—Pero, ¡bueno…! ¿Estás seguro de querer tanto a esa muchacha?

“—Ya te lo he dicho, ¿es que no me escuchas? —por aquel entonces, ya estábamos listos para la marcha—. Perdona, no te quiero abandonar. Pero debes creerme cuando te digo que me siento tan extraño como jamás lo había estado. No se puede comparar lo que siento por Pilar con lo sentía por mi ex novia. Carlos, ella consigue hacerme elevar por el aire… ¡créeme! No puedo explicar lo que siento. Anhelo verla todo el tiempo por lo que extraño tanto sus ausencias que cuando no está conmigo, no sé qué hacer. Sí, se ha convertido en el único propósito de mi existencia y a fe mía, voy a dar mucho trabajo a los que intenten matarme. Debo conservarme vivo, honrado y sano, para volver en su busca, Es más, ¡quiero estar dentro de la ley para que no tenga de qué avergonzarme!

“—¡Vaya, vaya! Ahora sí que estoy seguro de que te has enamorado. Mira, por mí no lo hagas. Habla con ella y si te corresponde, quédate. No seas tonto.

“—No quiero abandonarte —al decir esto estaba repasando las pocas municiones que nos quedaban, para pasar a juguetear con la pistola, cómo si estuviera sopesando con detenimiento las pocas posibilidades que tenía de salir con bien de aquella aventura—. Además, está el asunto de mi hermano. No, iré contigo hasta donde sea menester. Luego, ya veremos como vuelvo.

“—Pues habla con ella.

“—¡Claro que lo haré, puesto que la quiero!

“—¡Qué sí! ¡Qué estoy convencido! Esa sensación interior que me estás explicando, es la misma que sentí cuando vi por primera vez a la que habría de ser mi mujer— pero aquel pensamiento me entristeció sin poderlo evitar.

“—¿Qué te pasa?

“—Nada, pensaba en mi familia. Debo escribirles cuanto antes porque han de estar preocupados por mi silencio.

“—¿Lo crees conveniente?

“—No, tal vez no. Como ahora estamos huyendo, aparte de perjudicarles, nos exponemos a que nos puedan localizar y se tuerzan nuestros deseos.

“—Claro… ¡Oye, puedes escribir dando una remite falso! ¡No tienen por qué descubrirnos!

“—Sí, puede que tengas razón. Lo importante es que sepan que sigo vivo.

“—Desde luego…

“—¡Chitón! Oigo pasos desconocidos…

“El asistió y enmudeció en el acto.

“Por la escalera subían varios hombres a juzgar por los recios pasos que resonaban en el castigados peldaños.

“Sacamos los seguros de nuestras pistolas…

 

———

NOVENO NUMERADOR

EL TONTO

  1

“Oyendo los pasos extraños que se acercaban cada vez más a la estancia que ocupábamos, el ritmo de la sangre hacía aumentar la presión en nuestros pechos. Y casi sin respirar por temor a denunciar nuestra presencia, fuimos a situamos los dos en silencio uno a cada lado de la puerta, en espera de acontecimientos. Ambos habíamos obedecido el mismo impulso y ambos estábamos listos a vender caras las vidas. Aplastados contra aquella pared, blandíamos nuestras pistolas dispuestos a abrir fuego a la menor señal de peligro.

“Repentinamente, y de una forma tan brusca como habían empezado, los pasos dejaron de oírse. Los hombres ya estaban arriba y se habían parado en el rellano. Fuesen quiénes fueses estaban allí y tras unos segundos de espera que nos parecieron siglos, llamaron a la puerta con energía.

“Roig me miró y yo concedí:

“—¡Pase!

“La rústica hoja de madera chirrió al entreabrirse y el padre de Pilar entró en la estancia.

“—Pero, ¿dónde están?— exclamó al no vernos.

“Y al volverse se quedó helado porque nuestra actitud no ofrecía ninguna duda:

“—Pero… pero…

“—Diga a los que están afuera que entren— ordené.

“—Sí, claro —y al ver que los cañones de nuestras pistolas le tenían bien cubierto, exclamó con pundonor—: Tranquilos, no pasa nada… ¡Andrés, Felipe, Juan, podéis pasar!

“Los tres aludidos no se hicieron esperar mucho y entraron. Eran tres gigantes que nos pasaban un palmo en estatura. Pero aún así y todo, también se quedaron indecisos al ver las armas.

“—Pero…

“—¿Qué pasa aquí?

“—¡Mil rayos!

“—Por favor —nos rogó el dueño de la casa—, guarden las pistolas porque aquí no las necesitan. Sí, comprendo que desconfíen, pero no tienen ninguna razón para hacerlo. Yo nunca creí que iban a reaccionar así, sino les hubiese dicho antes de qué iba la cosa.

“—Mejor habría sido, porque el susto que me han dado es de los que hacen historia.

“—Somos amigos, chicos.

“—¡Venga ya, enfundar y relajaros!

“—¿Creéis que si fuésemos enemigos hubiéramos subido haciendo tanto ruido?

“Aquello nos convenció.

“—Guardemos las armas, Roig— indiqué mientras enfundaba la mía.

“—Bien— y obedeció con presteza, casi contento de no tener que emplear la fuerza en presencia de su posible suegro.

“Luego quise saber:

“—¿Y a qué debemos su visita?

“El dueño de la casa nos hizo sentar a todos en cualquier sitio y luego se encargó de contestar:

“—Son tres hermanos que conocen la región al dedillo. Por esa causa, si les explican su propósito e intenciones, les ayudarán a conseguirlas.

“—¡Ah, ya!

“—En primer lugar —dijo Andrés, el mayor de los tres, tras repartir unos cigarrillos—, quiero que sepan por qué estamos aquí y no en el frente.

“—La verdad…

“—Es necesario para su comprensión.

“—Pues, por mí…

“—Verán, es muy sencillo y rápido: Al principio de estallar la sucia guerra, casi con las primeras noticias del levantamiento militar, nuestros padres murieron de forma extraña y el ejército, entiéndase jerarcas del. pueblo en el que no éramos demasiado simpáticos debido a nuestra laboriosidad o suerte, nos requisó la masía para establecer en ella una especie de base avanzada, una cabeza de puente en la región. Al menos, eso fue lo que nos dijeron. Razón de Estado y otras zarandajas. Lo cierto es que nos echaron a la calle. En una palabra, nos quedamos sin techo y sin lugar dónde caernos muertos. Por cierto, no hace falta que les diga que nuestra casa era la mejor y más grande del pueblo y sus pedanías de influencia.

“—Es más, querían que fuésemos al frente— continuó riendo su hermano Juan.

“—¡Estaban frescos!

“—Así que, un buen día, nos lanzamos al monte en donde conocíamos un enorme refugio que, después de habilitarlo como Dios manda, nos sirve de morada desde entonces. Comemos lo que cazamos y de todo lo que nos dan las gentes por nuestras acciones…

“—¿Acciones? ¿Qué acciones?

“—Todo llegará.

“—Más tarde —continuó Felipe, cuando vio llegada su hora de meter baza—, como habrán imaginado ustedes, el ejército que ocupaba nuestra casa tuvo que evacuarla a toda prisa. Pero no pudimos volver porque la ocupó el otro con la misma rapidez y además, para colmo de la injusticia, se nos busca como fieras acusados de ser colaboracionistas. Tiene gracia la cosa, ¿no? Así que lo tenemos claro…

“—Para rato tenemos refugio, montaña y…

“—Mientras tanto, y a la espera de aclarar nuestra situación política, para no aburrirnos, ayudamos a quien lo necesita o, como en este caso, sin hacer distinción de clases, ayudamos a todos los soldados perdidos o disidentes.

“—Nosotros no somos aún ni lo uno ni lo otro— le interrumpí para no dar nada por supuesto, pero él me cortó a su vez:

“—¡Mejor para nuestras conciencias! Estamos aquí no para juzgarles, sino para acompañarles hasta la frontera, hasta sus casas o hasta su zona, lo que prefieran.

“—Queremos ayudarles como lo hemos hecho con otros. En algo debemos invertir nuestro tiempo, ¿verdad?

“—Además han de saber que entre caso y caso, aún nos queda tiempo para investigar la extraña muerte de nuestros padres.

“—Estoy seguro que fueron asesinados por envidia o por venganza y por personas de nuestro pueblo.

“—¡Ya os he dicho mil veces que no podemos hacer juicios tan a la ligera!

“—¿Sí? ¡Vaya! ¿Y cómo explicas las coincidencias?

“—Pues…

“—Si me lo permiten…— metí la baza un poco para romper aquel vivo torrente de palabras y un mucho porque veía que se estaba haciendo tarde y no había manera de largarse de allí.

“—¡Sí claro, claro! Perdone señor —dijo Andrés, algo más calmado—. Bueno, ya nos conoce a todos. Ya nos hemos presentado… ¿Nos van a decir lo que quieren y a permitir que les ayudemos?

“—¡Sí! —intenté poner un acento de interés a mis palabras, con lo que conseguí que la atención de todos los presentes se centrara en mí—. ¡Somos restos del desastre del Ebro!

“—Me lo suponía— habló el padre de Pilar.

“—Amanecimos en esta orilla —proseguí sin hacer caso de la interrupción—, y decidimos adentrarnos en la región con la esperanza de alejarnos de la batalla… de la derrota, o no sabemos qué, y al mismo tiempo, tener más posibilidades de escapar. Así, cuando nos fuera posible y dando los rodeos que fuesen necesarios, nos uniríamos con los nuestros —no miré a Roig, aunque noté su mirada—. A este lado del río no quedan ninguno de nuestros amigos a excepción de los muertos.

“—¡Sí, lo sabemos!

“—Pues, eso es todo.

“—Si quieren escapar es posible que lo consigan —medió el mayor de los hermanos—; sobretodo, si nos dejan que les ayudemos. Pero eso de unirse a lo que queda de su ejército, ya es otro cantar. Y no es porque no podamos guiarlos pues modestia aparte, somos los mejores de Aragón, sino porque se está desintegrando. Las noticias que nos llegan son muy desalentadoras. Casi podemos decir que ya está deshecho. En estos momentos se bate en retirada hacia Barcelona, por lo que ya se adivina el fin de esta República. No creo que Cataluña aguante este invierno. Las ciudades caen una tras otra en medio de un panorama desolador. Por otro lado sabemos que el jefe del gobierno español, Juan Negrín y el también presidente de la Generalitat, Lluis Companys, cada uno a su forma y manera, están abandonando la Ciudad Condal y se acercan a la frontera francesa. Así que, ustedes dirán… Este río ha sido criminal. La verdadera puntilla. Por aquí no se habla de otra cosa. ¿Cómo se atrevieron a atacar sin baterías y sin unidades blindadas? Nadie lo entiende, la verdad —Roig y yo nos miramos—. Debían de haber sabido que tenían delante suyo el cuerpo de ejército más poderoso de toda la guerra. En fin, eso es cosa de la estrategia de sus mandos y pensadores. Lo que ahora nos importa es que la capital catalana caerá muy pronto… De manera que, ustedes dirán…

“—¡Mil rayos! —gritó el gerundense sin poderse contener por más tiempo—. Si cae Barcelona, estamos perdidos los dos. Automáticamente nos convertiremos en…

“—Lo siento por Sonnia y por los míos…

“—¿Está casado?— me preguntó nuestro huésped con amabilidad.

“—¡Sí, y gracias a Dios, tengo un chiquillo!

“—En cambio yo soy soltero y… —Roig enrojeció al notar que nosotros habíamos adivinado el “sin compromiso” que seguía lógicamente en su frase—. Pero, bueno —añadió con rapidez para ocultar su zozobra—, también quiero mucho a mi ciudad y, ¿cómo no?, a la familia del teniente “alma de cántaro”.

“—Oye, que eso no…

“—¿Cómo? ¿Es que conoces a “alma de cántaro”?— nos preguntaron los tres hermanos casi a la vez.

“—Pues, claro —dijo contento de haber salido con bien del apuro trasladando la atención a otro lado— ¡Os presento al teniente Carlos Martín, alias “alma de cántaro”.

“Los tres, pasada la sorpresa inicial, me dieron la mano efusivamente.

“El dueño de la casa, dijo:

“—Yo también he oído hablar de usted.

“—Pero, bueno, no creo que sea para tanto.

“—Ya lo creo que sí —ahora habló Juan—. La radio de campaña ha popularizado mucho su figura y le ha atribuido hazañas verdaderamente escalofriantes —creí ver muy bien los manejos de la propaganda política—. Pero, no tema. Ahora, sabiendo quien es, le vamos a ayudar mucho más a gusto, ¿verdad? —los dos hermanos preguntados asistieron con presteza—. Ahora bien, eso sí, si por desgracia caemos prisioneros no se le ocurra mencionar su apodo porque lo pasará bastante mal y nosotros peor, ¿comprende la situación?

“—Desde luego. Eres un bocazas…

“—Perdona, Carlos. No creí…

“—No le riña. Tal vez sea mejor así pues ahora sabemos a qué atenernos.

“—Pues, sí —ahora habló uno de los tres hermanos, volviendo a encauzar la conversación—. Tiene mala prensa por aquí.

“—Lo entiendo.

“—Suerte que a nosotros hace tiempo que nos han quitado la venda de los ojos…

“—Claro.

“—Bueno, no se preocupen más. Sigan explicando lo que quieren hacer, por favor.

“—Sencillamente, queríamos entrar y atravesar Aragón, sin importarnos el tiempo que nos llevara, y a través de Logroño y Navarra entrar en Francia dando un rodeo lo más grande posible. Desde allí, más tranquilos y con algo menos peligro, queríamos pasar a nuestra zona. Pero ahora, con las malas noticias que nos habéis dado, nos urge llegar a casa.

“—¡Está bien! —dijo Andrés, muy tranquilo—. Pues, si me lo permiten, les explicaré nuestro plan.

“—Adelante.

“—En primer lugar les ayudaremos a pasar las montañas de esta sierra, pues tenemos el refugio precisamente al otro lado, y desde allí, con la ropa y el equipo adecuados, con lo que llevan no llegarían a ninguna parte, entraremos en la provincia de Castellón. Luego, les acompañaremos hasta las puertas de Vinaroz en donde, sintiéndolo mucho, tendremos que dejarles por dificultades de cobertura y espacio. Pero allí conocemos a un hombre, un buen amigo, que tiene una gran motora y con ella les trasladará por mar a Barcelona o a Marsella si es preciso, ¿qué les parece?

“—¡Magnífico! —no sé quién lo dijo primero, Roig o yo, pero lo cierto es que continué—: Creo que es un plan soberbio y le veo muchas posibilidades de éxito.

“—A mí, también me lo parece…— Roig, todavía luchaba con la idea de marcharse o de quedarse. No quería influenciarle, pero si se quedaba, tarde o temprano, le cogerían. Así que dije:

“—¡Bien, por nosotros, cuándo quieran…!

“—De acuerdo, pues. ¡En marcha!— rubricó Andrés.

“Bajamos del granero y en la misma salida del corral nos encontramos con el resto de aquella familia. Allí nos despedimos. Nos dimos las manos con cierto cariño y observé que mi compañero retenía las de Pilar más rato de lo normal, a la vez que murmuraba:

“—¡Volveré…!

“—¡Aquí estaré… esperando!

“—¡Adiós, adiós a todos!

“—¡Qué Dios os bendiga, hijos míos!

“—¡Adiós…! Cuidaros mucho…

“—¡Pilar…!

“—¡Gracias por todo! ¡Volveremos!

“—¡Gracias…! ¡Volveré!

“—¡Ten cuidado, Roig…!

“—Descuida…

“—¡Ya está bien, niña! ¡Entra en casa!

“—¡Adiós…!

“—¿Vienes, Roig?

“—¡Sí…! ¡Adiós a todos!

“—¡Y gracias de nuevo!

“—Escribirnos si podéis. En el hatillo de comida os he puesto la dirección a la que podéis hacerlo.— la buena mujer estaba al tanto de todo.

“—Lo haremos. ¡Adiós!— y sin volver la cabeza, al menos yo, nos internamos corriendo en el campo tratando de seguir las grandes zancadas de los tres hermanos.

“Los tres Jimeno, que tal era su apellido, iban altamente equipados y remataban su atuendo con livianas metralletas del último tipo o modelo. ¡Cualquiera sabe de dónde habrían salido! Pero, a pesar de todo, ni siquiera el peso de sus equipos les impedía andar como gatos. Tanto es así que Roig y yo teníamos que esforzarnos para seguirles. Además, la noche era negra como boca de lobo y las lejanas estrellas nos ayudaban bien poco. De manera que andamos en fila india, tratando de no perder la espalda del que teníamos delante. Así caminamos toda la noche sin tener ningún tropiezo desagradable, aunque tal vez fuese debido a que los hermanos seguían un camino inaccesible para todos aquellos paisanos que no estuviesen iniciados en aquellas montañas.

“Paramos a descansar cuando los rayos del sol empezaron a teñir el horizonte.

“Caímos de cualquier manera en una oquedad rodeada de varios pinos. Estábamos cansados de verdad. Es cierto que nosotros también habíamos avanzado de noche, como ya le he dicho antes, pero nunca a aquel ritmo. ¡Así, estábamos reventados! Pero, gracias a Dios, nos recuperamos pronto a base de largos tragos de vino. Después, nos desayunamos con las provisiones que nos habían dado.

“No hace falta que le diga que mi amigo Roig se guardó la nota con la dirección con mucho cuidado y mimo. Luego, y tras charlar un rato, nos dormimos una vez establecido el régimen de guardias que debíamos seguir para evitar las sorpresas. En aquel descanso forzoso, y en las horas que siguieron, nos hicimos amigos de los Jimeno. Eran bastante afectuosos y entrañables. Así que resultaron ser buenos compañeros y nos hicieron olvidar nuestras preocupaciones con chistes y bromas. Tanto es así que, al nuevo anochecer, cuando volvimos a marchar, el tuteo era corriente y el compañerismo más.

“Justo al alba del segundo día, después de haber andado dos noches por recovecos de cabras, bosques de lobos y planicies de conejos, llegamos a nuestro primer destino: ¡El refugio! Resultó ser una gruta en la mitad del declive norte de una escabrosa ladera de la montaña. Allí, Andrés apartó una roca en un momento clave de la avanzada, y apareció la puerta del mismo al estilo de los cuarenta ladrones del cuento. Estaba tan camuflada que yo mismo me pregunté donde iba después de abandonar la fila. Pero si aquello nos sorprendió, nuestro asombro fue en aumento cuando sin dudar empezamos a adentrarnos en la gruta.

“—¡Qué bárbaro! —exclamó Roig, en un arrebato—. ¡Es un palacio fantástico!

“En efecto. Puedo decirle que el buen gerundense no había exagerado ni un ápice. Así, cuando superamos las rocas y losas desnudas que hacían las veces de pared separadora de una especie de pasillo de entrada, llegamos a una amplia caverna acondicionada casi con lujo.

“—¡Madre mía!

“—¡No os estáis de nada!

“—Es que las esperas son muy largas. Si no tuviésemos un poco de comodidad…

“Cuadros en las paredes, tres camas, sillas, mesa y hasta una pequeña biblioteca… Lo que más nos llamó la atención, aparte de la atiborrada cocina, fue el ver un gran aparato transmisor bien encajado en un nicho de la pared. Enseguida supuse que habrían otros grupos que actuaban como ellos o que algún enlace les facilitaría la información necesaria para acudir donde fuesen necesarios sus servicios.

“—Oye Andrés, ¿cómo es que vinisteis tan pronto en nuestra ayuda?

“—Verás. Habíamos terminando prácticamente una misión cuando nos enteramos de lo vuestro. Y como nos movíamos por la zona, nos tocó a nosotros.

“—¡Ah! ¿Es qué sois más?

“—Pues…

“—¡Venga, hombre!

“—Sí, hay muchos maquis por aquí.

“—Nunca lo habría imaginado. ¿Y todos tienen sus razones?

“—Las hay de todos colores. Pero la causa principal es que ninguno de nosotros puede volver a su casa ni a su pueblo a la luz del día.

“—Comprendo…

«—¡Desde luego, esto es formidable!— Roig iba de un lugar a otro curioseándolo todo.

«—¿Y el refugio, es seguro?

«—¡Ya lo verás! —Andrés parecía disfrutar con sus explicaciones—. ¡Hasta disponemos de una salida de emergencia! Luego te la enseñaré, aunque no es más que un túnel vertical que aflora en lo alto de la montaña. Pero nos sirve y es algo que no puede faltar en estos casos. En fin, como puedes ver, el «palacio» es completo.

«—Me gusta. De veras. Es soberbio. Con decirte que me entran ganas de quedarme para siempre.

«—¡Por qué no querrás!— intervino Juan, que estaba al quite.

«—Tenemos un deber que cumplir…

«Carlos acudió en su ayuda:

«—Y volver con la familia.

«—¡Claro! Era una broma.

«—Bueno, voy a hacer un poco de almuerzo y después de desayunar, nos acostaremos. ¿Qué os parece el plan?— preguntó el tercer hermano que se había unido también al grupo.

«—¡Muy bien!

«—¿No sería mejor que descansáramos de entrada?

«—¿Tú te dormirías sin comer nada?

«—Piensa que nos esperan días muy duros.

«—¡Bah! Lo importante es ganar tiempo. Como no podemos marchar de día, me parece mejor que lo aprovechemos del todo.

«—Eso está bien, pero debéis pensar que nosotros no os queremos echar. ¡Así que os podéis quedar lo que queráis!

«—¡Mil gracias amigo! Aunque no queremos molestar más de la cuenta. Además, ya sabemos que os pueden necesitar otras personas…

«—¡Sí, es cierto! Pero…

«—No se hable más. Si queréis nos iremos al anochecer.

«—De acuerdo. ¿Tú que dices, Roig?

«—¡Tú mandas!

«—¡No seas melón…!

«Así nos dispusimos a pasar el día.

«Después de comer y descansar a placer, cuando el sol había desaparecido a través de las grietas de la cavidad subterránea, indicando que las tinieblas avanzaban en el exterior, hicimos el equipaje muy bien, a conciencia, porque el camino iba a ser largo. Además, cambiamos nuestras ropas por otras más corrientes y holgadas y nos agenciamos sendas metralletas, municiones y machetes que sacamos del arsenal que los hermanos guardaban con celo en la cueva. Al fin, tras dar una última ojeada a nuestro alrededor para comprobar si todo estaba en orden, salimos al aire libre con la cautela que puede suponer.

«Y como no había nadie a la vista, tras cerrar la entrada, nos fuimos en busca de nuestro destino acompañados por las estrellas; las cuales, a fuerza de estar con nosotros, parecían más amigas a cada noche que pasaba. Tanto es así, que a muchas de ellas las identificábamos pronto por su nombre y nos servían de orientación.

«El orden de marcha era el siguiente: Los tres Jimeno se turnaban en el puesto de vanguardia y de esa manera, como casi siempre, caminando de noche y descansando de día, salimos de nuevo de Aragón y nos adentramos en la región valenciana.

«Tuvimos el primer tropiezo a la segunda noche de estar en territorio de Castellón:

«Juan iba delante de la fila en aquellos momentos y yo, inmediatamente detrás suyo. En un momento, adiviné más que vi a la patrulla enemiga. Por eso, sujeté al guía por el hombro, que por casualidad no la había descubierto aún, y después de señalar hacia su izquierda, me dejé caer en la tierra.

«Comprendió.

«Juntos amoldamos nuestros cuerpos al terreno a la vez que presentíamos como nos imitaban los demás. Roig, que entonces marchaba el último, se nos unió reptando sobre el vientre:

«—¿Qué pasa?— me preguntó susurrando.

«Le señalé también el campamento enemigo y él me hizo un gesto de comprensión.

«—No nos han visto ni oído— murmuró alguien en mi oreja.

«—¡A Dios gracias! Vamos a dar un rodeo para evitarlos, pues no quiero perder tiempo y quizás algo más— dije a Andrés por el mismo conducto, porque era él y no otro el que estaba a mi derecha.

«Asintió con la cabeza y poniéndose en cabeza empezó a reptar a su vez alejándose poco a poco del sendero de cabras que habíamos seguido hasta entonces. Yo le imité sin vacilar y uno tras otro, empezamos a movernos. Así y todo, pasamos muy cerca de un centinela…

«Seguimos con la misma tónica por espacio de doscientos metros. Luego, a cubierto de la oscuridad y en medio de un pequeño bosquecillo, nos pusimos en pie, nos sacudimos y proseguimos adelante.

«La verdad es que andando de aquella forma, Roig y yo, llegamos a especializarnos en aquel duro tipo de marchas nocturnas. Claro que los Jimeno eran buenos maestros… No se me olvidarán nunca los momentos en que, sentados alrededor de un fuego camuflado, nos instruían en el dominio de aquel arte tan difícil. Por eso, cuando al cabo de algunas jornadas, vimos la costa, habíamos adquirido un complejo de mochuelos…

«Aquella noche, después de haber andado casi un km por una playa y hacia el norte, divisamos unas luces desde la cresta de una duna.

«Los tres hermanos las identificaron en el acto:

«—¡Vinaroz!

«En efecto, estábamos llegando a nuestro destino y con él a la obligada separación de los Jimeno.

«No sabían cómo empezar:

«—Bueno, creo que debemos decidirnos —exclamó Andrés, por fin—. Los tres lo sentimos mucho, pero no tenemos más remedio que separarnos.

«—Es una pena.

«—Sí, pero…

«—Nosotros también lo sentimos.

«—De verdad.

«—Comprendemos que es necesario del todo —continué tras la intervención del gerundense—. Ahora ya podemos valemos por nosotros mismos y vosotros debéis ir a la sierra para seguir con vuestro meritorio trabajo.

«—Me alegro que lo entiendas— terminó el mayor de los Jimeno.

“—Bueno, ¡escuchar! —dijo Felipe, quien por cierto hablaba muy poco. Era tal vez el más taciturno de los hermanos—. Seguir hasta el pueblo en línea recta, pero no entréis en él.

“—Así que al llegar a las primeras casas, debéis dar un ligero rodeo…

“—¿Y eso?

“—Mi querido Roig, porque la casa que buscáis está justo al otro lado y porque es mejor que no os vean.

“—Bien, así lo haremos.

“—Cuando lleguéis a la casa en cuestión —Andrés continuó al ver los esfuerzos que hacía su hermano al hablar—, llamar a la puerta tal y como os hemos enseñado.

“—Bien pero, ¿como la identificaremos?

“—Muy sencillo. Es la más alejada del pueblo y se levanta en medio de una colina rodeada de pinos. ¡No tiene pérdida!

“—De acuerdo.

“—De todas formas, decirle a quien os abra, tanto si es Roque en persona, como su mujer o su hermana: ¡El trébol sigue en pie! Es una que usamos siempre y que tiene que ver con nosotros mismos. Si no os entienden o no os hacen caso, buscar otra casa similar porque significará que os habéis equivocado. Pero si se trata de nuestro amigo, os dejará pasar y podréis descansar sin peligro. Luego, le dais esta carta —me pasó un papel doblado—, él sabrá qué hacer. Os presento como unos amigos nuestros a los que hay que ayudar, así que os atenderán perfectamente y al punto.

“—Pues, muchas gracias. Bueno…

“No nos decidíamos a marchar. Al fin, Juan dio la mano a Roig y éste impulsado por su noble corazón, la desestimó y le abrazó fuertemente. Aquello fue una especie de señal. Nos fundimos todos en una especie de cálido y sano abrazo, en silencio, porque cuando hablan los hechos sobran las palabras. Creo que vi brillar algunas lágrimas en los ojos varoniles de Andrés. ¡Claro que es posible que fuera fruto de mi imaginación, porque con aquella luz…! Ya conoce usted el dichoso carácter latino, nos habíamos acostumbrado tanto a ellos que la separación nos parecía muy cuesta arriba. ¡Además, dejarlos era ir hacia el más allá, hacia lo desconocido!

“—¡Adiós, muchachos!

“—¡Adiós, Carlos!

“—¡Adiós a todos!

“—¡No es olvidaré nunca!

“—¡Adiós, Roig! ¡Lo mismo digo!

“—Celebramos la buena oportunidad que nos ha brindado el conoceros— aquel Felipe decía pocas, pero…

“—¡Hasta la vista! Si algún día conseguimos vivir en paz, os buscaremos hasta dar con vosotros. ¡No, nunca olvidaremos vuestra amistad!

“—¡Aquí estaremos!

“Mucha entereza se respiraba en el ambiente, pero sabía, y todos, que era difícil que terminase con bien aquel tipo de vida.

“—¡Aquí estaremos…!

“Iniciamos lentamente el avance hacia el pueblo, volviendo la cabeza a cada paso para despedirnos del trío; hasta que, poco a poco, sus tres figuras se hicieron borrosas hasta el punto de llegar a fundirse con la noche. A pesar de todo, nosotros teníamos el convencimiento de que aún seguían en la playa moviendo los brazos en señal de despedida. Con ellos, mi fama de “alma de cántaro” había servido de bien poco. Eran aguerridos, valientes soldados y hasta mejores hombres. ¡Qué buenos ciudadanos habrían sido sin la cruel guerra! ¡Qué tres españoles desaprovechados…!

“El pueblo se nos veía encima.

“Las primeras casas se recortaban perfectamente en el cielo. Era una noche clara. El cielo explotaba de estrellas y la luna flotaba en el mar… Es posible que el murmullo de las olas me ayudase a imaginar un vergel natural en donde el hombre y la fiera vivieran hermanados en uno con el otro, en donde la paz no fuese una utopía, sino un estado real…

“En lo que nos alcanzaba la vista no había un alma viviente. Todo estaba desierto. No obstante, dimos un gran rodeo siguiendo el sabio consejo de los tres hermanos y para evitar un encuentro desagradable. Pronto llegamos al otro extremo del pueblo, pues por aquel entonces era muy pequeño, y nos dimos cuenta de lo avanzada de la hora. Debían ser cerca de las siete de la mañana a juzgar por el hermoso brillo que empezaba a conquistar el este marítimo.

“Así que dije a Roig:

“—Empieza a amanecer por lo que deberíamos doblar las precauciones. Figúrate la sorpresa que podría llevarse todo hijo de vecino si nos viene con tantas armas…

“El mozo asintió, diciendo a su vez:

“—¿Dónde diablos estará la casa?

“—Nos dijeron algo de una colina llena de pinos.

“—¡Cómo no sea aquella!— y señalaba un corto y bajo promontorio cuajado materialmente de enjutos pinos mediterráneos.

“—¡Sí, esa debe ser! No veo por aquí nada que se ajuste mejor a la descripción.

“—¡Vamos, pues!

“A medida en que nos acercábamos a la pequeña ladera, más convencidos estábamos de que aquella torre era la casa que estábamos buscando. Así que nos colamos en el bosquecillo de forma decidida, aunque lenta. No queríamos, al final, caer en una trampa sin sentido. Por eso, cuando llegamos a la altura de la construcción propiamente dicha, la rodeamos con todas nuestras armas preparadas y a punto, hasta converger en una iluminada ventana.

“—¿Ya están levantados?

“—¡No sé…! Habrán madrugado.

“—¡A ver si nos están esperando!

“—No creo que sepan nada de lo nuestro.

“—Pues, ¿cómo te explicas que estén levantados?

“—No lo sé, pero debes tranquilizarte. En estos pueblos se madruga bastante para ir al campo o a la pesca. Vamos, acerquémonos y lo sabremos.

“—¡De acuerdo!

“Avanzamos un poco más, pero lo que oímos nos dejó bien clavados en la arena:

“—¡Música!

“—¡Esto si que es raro!

“—¡Música ligera en tiempos de guerra!

“—No es que sea muy ligera, pero…

“—¿La conoces?

“—¡Sí, es el “Bolero de Ravel”!

“—¿El bolero de qué?

“—De Ravel, un compositor francés.

“—¡Hombre! Que sea música francesa me parece un buen augurio. Pero que resuene a las siete de la mañana, en guerra y que sea tan sensual, porque no me negarás que la pieza se las trae, me huele a extraño.

“—A mí también, desde luego.

“Llegamos por fin al caserón, pero antes de llamar nos cercioramos de las puertas que tenía:

“Una y tres ventanas.

“Justo la que estaba entra la puerta y la más lejana de todas ellas, era la ventana que nos había llamado la atención desde el principio, ya que, al estar medio abierta, dejaba escapar la luz… ¡y la música!

“Nos acercamos con cuidado y miramos al interior:

“El espectáculo que se nos ofreció a nuestros ojos tuvo la virtud de paralizarnos de la sorpresa.

“Esperábamos todo menos aquello:

“Las dos mujeres bailaban ensimismadas al compás de los sones que garabateaba un viejo y gastado gramófono.

“—¡Mil rayos!

“La exclamación de mi acompañante estaba ampliamente justificada: ¡Las mujeres bailaban en camisón sin importarles nada la hora, el país o las circunstancias!

“—¡Están locas!

“—¿Esas son las que nos van a ayudar?

“—¡Cómo Roque no resulte más juicioso…!

“—¡Entremos de una vez!

“Golpeamos la hoja de la puerta con cierto énfasis, pero siguiendo el ritmo indicado por los Jimeno y tuvimos como respuesta ruidos de carreras, caer de sillas y el cese total de la música.

“Llamamos otra vez, aunque más suave.

“Al poco tiempo se abrió la puerta un poco, pero al vernos se cerró de golpe.

“—¡Vaya recibimiento!

“—¡Abran!— ordené, y seguí golpeando la madera.

“—¿Qué quieren? ¿Quiénes son?

“—¡El trébol sigue en pie!— dije más animado.

“La puerta se abrió de nuevo, esta vez un poco más, y pudimos apreciar bien la cara de una de las dos mujeres.

“—No tenga miedo, somos amigos de los Jimeno.

“—¿Los Jimeno?— su voz me pareció preñada de ansiedad, deseo, preocupación, en fin… ¡qué se yo!

“—¡Sí, los Jimeno!

“—¡Dios mío…! Pasen, pasen…

“Lo hicimos y la pesada puerta se cerró detrás de nosotros. Entonces nos volvimos para ver a la mujer apoyada en el marco. Ahora se cubría con una bata que le llegaba desde el cuello hasta los pies, pero que no deformaba de ninguna manera las hermosas líneas naturales de su dueña. Por otro lado, mis pupilas aún retenían bien la semi desnudez con que la había conocido… Decididamente, era muy mujer y muy hermosa.

“Ella, al notar la insistencia de nuestras miradas, se turbó:

“—Perdonen que les reciba así, pero…

“—Nos hacemos cargo.

“—No se preocupe.

“—Pasen y siéntese, por favor. Ahora mismo les traeré café.

“Y desapareció presurosa.

“Nos miramos.

“—¿Es maja la chica, eh?

“—Demasiado, Roig. Pero aquí sigue habiendo algo que no me gusta… ¿Y Roque?

“—Ya lo sabremos… Oye, sentémonos. estoy cansado.

“Lo hicimos con mucha cautela dejándonos caer en sendos sillones, pues aunque era verdad que los dos estábamos cansados, conservamos las armas al alcance de nuestras manos por lo que pudiera ser o resultar. Al rato, apareció la misma mujer con una bandeja llena de raciones de pan, mantequilla, café y nos ofreció de todo. ¡Hacía tiempo que no veíamos semejantes manjares…! De manera que nos servimos los dos en silencio y hasta repetimos. Luego nos enfrentamos a la mujer que nos había estado observando disimuladamente mientras parecía estar atendiendo a otras cosas:

“—¿Y su marido?

“—¿Mi marido? ¡Soy soltera, señor…!

“—Carlos… Carlos Martín.

“Roig acariciaba nerviosamente la metralleta.

“—¡Así que esta no es la casa de Roque!

“—¡Sí, sí! Era el marido de mi hermana.

“—¡Ah!

“—¿Era?

“—Sí, murió hace cosa de un mes.

“—¡Vaya!

“Aquella noticia nos sorprendió por las consecuencias que podría tener para nosotros.

“—¡Buenos días!— la voz nos hizo volver la cabeza un tanto, lo justo para poder apreciar a su dueña, que no era otra que la segunda mujer que habíamos visto a través de la ventana.

“Nos levantamos.

“—¡Buenos días!

“—¿Señora de Roque?

“—Sí… más bien, viuda de Roque.

“—Perdón.

“—Lo sentimos.

“—No se preocupen. Por favor, vuelvan a sentarse y digan en que podemos ayudarles.

“La verdad es que dudé un momento, pero al final saqué la carta de los Jimeno de mi bolsillo y se la di, aunque no muy convencido, esa es la verdad, pero por algún sitio teníamos que comenzar la aventura y aquella forma era tan buena como cualquier otra. A lo mejor no sabía las andanzas de su marido o quizá sí, mas lo cierto es que leyó la misiva tomándose su tiempo y luego la arrugó con algo de rabia y la tiró al fuego de la chimenea.

“—¡Señora…!

“—¡Oh, perdonen mi gesto, pero la carta me ha hecho recordar al bueno de mi marido!

“—¡…!

“Comprendimos que el recuerdo de los Jimeno y sus tareas humanitarias estaban relacionadas con la dura pérdida de su marido, pero la imagen del baile que habíamos presenciado, no cuadraba con aquel gesto de desesperación.

“—Mi Roque —estaba diciendo la mujer—, era muy amigo de los tres aragoneses y colaboraba mucho en casi todos sus planes. Pero hace un poco más de un mes le sorprendió la Guardia Civil… ¡y me lo mató! Claro, esta desgracia es tan reciente que los Jimeno no se han enterado aún.

“—Lo sentimos.

“—¡Ya está bien, hermana! ¡Estos señores ya deben tener suficiente con sus propios problemas!

“—Bueno…

“—Nosotros…

“—Tienes razón, Lalia. ¿En qué podemos servirles, pues?

“En aquel preciso momento el plan me pareció irrealizable y descabellado. Así que traté de evitarlo.

“—En las actuales circunstancias, no sé si…

“—¡Claro que sí! —Lalia me atormentaba con el fuego de sus ojos—. Tenemos un criado que les llevará donde sea.

“—¿Es de confianza?

“—Siempre iba con mi cuñado, así es que está muy acostumbrado a estos lances.

“—Si es así, de acuerdo. ¿Aún tiene la motora?

“Esta vez fue la hermana la que respondió:

“—Sí, la dichosa operación en la que murió Roque estaba desarrollándose en tierra firme. Y aunque la Guardia Civil registró la casa palmo a palmo, nos dejaron la lancha…

“Roig metió baza:

“—Nosotros querríamos llegar a Barcelona.

“—¿A Barcelona?

“—¡Pero si aquello está ahora muy revuelto!

“—¡Pues tenemos que llegar! —ayudé a mi amigo—. Sólo en el caso en que nos sea imposible, nos decidiremos por la playa más cercana.

“—Yo no se lo aconsejo, a menos que tenga algo importante que hacer en la Ciudad Condal.

“—¡Allí tengo a mi familia!

“—¿A su mujer?

“Aquella Lalia sabía lo que quería:

“—¡Sí, a una mujer, un hijo, una madre y muchos vecinos…!

“—Lo siento.

“—No tiene importancia, pero como ve tengo que llegar.

“—¡Sí…!— la joven no dio ninguna señal de haber notado mi sarcasmo.

“¿Dónde habíamos ido a parar? Por otra parte, la viuda miraba a Roig con una rara insistencia y éste, al darse cuenta, estaba visiblemente incómodo. De alguna manera, los dos empezamos a comprender que era mil veces mejor el descampado, con sus múltiples peligros, que enfrentarse a unas mujeres que parecían esperar solo una palabra de nuestros labios.

“Había algo en la atmósfera de la casa que nos inquietaba y que, a la vez, nos atraía.

“—Bien, ya lo decidirán a bordo —continuaba la viuda—. Allí, podrán actuar de acuerdo a las a las circunstancias.

“—Sí, parece lo mejor.

“—¿Cuándo podremos salir?

“—¡Oh, esta misma noche! Primero porque resulta menos peligroso y segundo porque ahora parecen cansados.

“—Pues, sí…

“—¡Claro que están cansados, hermana! Tienen la cara de haber estado andando toda la noche.

“—Tienes razón. Les conviene descansar antes de irse.

“Todo se lo decían ellas, pero aquella situación nos hacía sentir a disgusto. Las actuales dueñas de la casa de Roque parecían pedir protección… ¡y algo más! La conversación, el cansancio… No sé, nunca había sentido nada semejante. Por lo general era yo quien dominaba las situaciones, pero allí no era así. Hasta el decidido Roig no sabía qué hacer con las manos…

“Cuando terminamos de desayunar, insinuaron:

“—Ahora, si quieren, pueden acostarse hasta la noche.

“—Bueno, no queremos molestarlas más, pero si insisten, aquí mismo podemos echar una cabezada…

“—¡De ningún modo! No nos molestan y además tenemos camas de sobra.

“—¡Está bien! —dije, haciendo un gran esfuerzo—. Les aceptamos una cama.

“—¿Una cama?

“—¿Es que van a dormir juntos?

“—Lo hemos hecho tantas veces…

“—¡Ah, pues no lo podemos consentir!

“—Es que no queremos deshacer dos camas ni abusar de su hospitalidad— Roig tampoco las tenía todas consigo.

“—¡Si ya están deshechas!

“—Además, creo que sería una tontería desaprovechar la oportunidad de descansar cómodamente, pues imagino que les esperan días duros. Venga, sean buenos y háganme caso. Usted dormirá en mi cama— dijo Lalia, terminando su parlamento y empezando a andar en dirección al dormitorio.

“—¡Bien, de acuerdo!— tuve que convenir al final. Tampoco podíamos permitirnos el peligro de que pensasen que no éramos hombres hechos y derechos. De manera que hasta la vanidad humana nos ayudó a decidir.

“—Venga conmigo y le enseñaré la mía— decía la viuda a mi compañero.

“Claro que no se nos pasó la mirada de inteligencia que se cruzaron las dos hermanas al salir, pero, ¿qué podíamos hacer? Supongo que otros habrían hecho lo mismo en una situación semejante… Así que seguí a la joven felina no muy convencido, con un cierto gusanillo de ansia y curiosidad recorriéndome la columna vertebral. Aunque, eso sí, antes de salir del comedor recogí la metralleta por lo que pudiera pasar y aún pude sorprender el murmullo con el que Roig se ponía de acuerdo con la viuda acerca de la cantidad de almohadas que quería compartir en la cama. ¡Vaya con el gerundense! Aquello era adaptarse rápido y bien, desde luego. Iba a decirle algo, pero me hizo señas de que lo dejase tranquilo. ¡Pues si que…!

“—¿No viene?— Lalia volvía a buscarme y me daba la mano de una forma que no podía evitarla.

“Así que la seguí escaleras arriba.

“Cuánto me acordé de Sonnia aquel día. Tenía el corazón navegando en un mar de contradicciones. Vacío. Sí, era la primera vez que faltaba al nombre de mi querida esposa, compréndalo, y un nudo acusador me apretaba la garganta a fondo. Dicen que los hombres no nos acordamos de nuestras mujeres en momentos así, pero es mentira. ¡Qué solo me encontraba entonces a pesar de oír a mi lado la acompasada respiración! Entonces tuve otro golpe de depresión moral, igual a los que le he contado a lo largo de toda la noche. ¡Soledad moral! ¿Qué me había pasado? Traté de acallar a mi conciencia con los mil argumentos que me sabía tan bien, pero fue inútil una vez más. Incluso, peor. Notaba como mi estabilidad moral había perdido una parte importante de su frágil equilibrio. Mi personalidad había sido minada. ¿Qué decía la Biblia, aquella Biblia que me había regalado mi madre, acerca de lo que había hecho? ¡Dar, entregar el alma! ¡Había entregado mi alma a una mujer…! De pronto, el corazón se me llenó con la amargura de la reacción. Quería renegar de mí mismo, huir… Las luchas internas que había tenido hasta entonces me llegaron a parecer baladíes ante la profundidad y el dolor que me producía la que estaba librando. Sí, sé que el hecho no era tan malo ni trágico como doy a entender, pero quiero que sepa que no había estado nunca con otra mujer que no fuera la mía propia y por eso, todas aquellas enseñanzas aprendidas en la niñez y en la juventud, me rebullían en la mente señalándome la magnitud del pecado. Incluso llegue a decirme a mí mismo que lo que había pasado era la cosa más natural del mundo, pero los conceptos morales vertidos en mi mente por mi madre y mis maestros de la Escuela Dominical, volvían una y otra vez. Quise quitarme de encima aquellos pensamientos, pero todo fue en vano… Por suerte, la inocente carita de Javier se me presentó en sueños y me consoló en parte. ¿Me comprendería algún día? También era un hombre cabal y esperaba que sí, que de saberlo, me entendería… Mire, al final, aquel pensamiento me ayudó. Y poco a poco empecé a sentirme mejor… ¡Dios mío, qué ganas tenía de verlo y conocerlo físicamente! Con la vuelta de la delgada sábana, ligeramente perfumada, me sequé las lágrimas de arrepentimiento y el techo adquirió su blancura. Sí, empezaba a sentirme a mí mismo. ¡La tormenta parecía haber pasado! Al fin y al cabo no estaba destruido del todo. Aún tenía esperanza. Aún era capaz de sentir la fuerza interior de la conciencia y empezaba a salir de la prueba sin derramar mucha sangre. ¿Era una buena señal? Entonces no lo sabía.

“Miré a mi acompañante y cubrí con la sábana sus rosados senos. ¡Pobre mujer! No sé, sentí mucha compasión por ella. También la había alcanzado la zarpa de la guerra… ¡y parecía tan desgraciada…! Le besé la frente, acaricié sus cabellos… Era muy guapa, pero me seguía pareciendo desgraciada. ¡Maldita guerra! Ya no la odiaba por el mal que había hecho, sino porque me daba cuenta de que no estaba solo en el mundo con el sufrimiento. Muchos otros, hombres y mujeres, habían visto como se rompían sus vidas, sus esperanzas y sus sueños. Todos aquellos con los que me relacionaba desde hacía tiempo, eran un vivo ejemplo de lo que estaba pasando por entonces: ¡Hogares deshechos, conciencias mudas y torturadas, pecados de necesidad…! Pobre mujer, ¿por qué se me había entregado así? Desde luego yo era su primer hombre como pude comprobar… ¿Por qué terribles circunstancias habría pasado para hacer una cosa así? Sí hasta cierto punto podía entender una entrega por amor, pero allí no había habido tiempo… De manera que debía de haber algo más, pues no era normal que se entregase al primer hombre que pasara por su lado. En fin, la cosa ya no tenía remedio. El destino es algo que formamos nosotros mismos cada día y seguramente aquel hito iba a condicionarla para siempre.

“Me dije que cuando despertase le hablaría de Dios y de su Cristo. Sí, de alguna manera, el evangelio podría consolarla fuese lo que fuese lo que la había intranquilizado. ¿? ¿Por qué sentí aquel deseo? A lo mejor ella, me diría: ¡Médico, cúrate a ti mismo! ¿O no? Y entonces, me dormí.

 

2

—Creo que usted ha padecido moralmente hasta unos extremos inaguantables —le dijo el ciego a Carlos, empleando toda la simpatía de que fue capaz—. Pero sin embargo, cita a Dios muchas veces y eso me parece una muy buena señal. Las enseñanzas aprendidas en la niñez no se pueden olvidar.

—Parece ser que no.

—Y sin duda le han ayudado mucho, aunque a usted no se lo parezca. Lo que siento de verdad es que en su narración hay una velada queja hacia el Eterno. Y eso no puede ser. Ya la he dicho antes que cuando piensa que el perdón de Dios es sólo un espejismo, está distorsionando la verdad, pues o no quiere convencerse de que esto es así o no ha llegado al fondo de la cuestión. Dios perdona de verdad a todo aquel que se le acerca con ganas, arrepentido y con deseos de cambiar. ¡Esto es así y así hay que tomarlo! ¡Hemos de acudir al Señor porque es la última posibilidad que tenemos todos de recuperar la paz perdida!

—Puede que tenga razón. Sólo que por aquel entonces yo estaba ocupado en achacarle todas mis desgracias, ¿cómo iba a pensar siquiera en pedirle perdón? Mire, al principio, las enseñanzas de mi madre y todas las que había aprendido en la iglesia, me mantenían en un estado ideal en el que Dios estaba siempre a salvo de cualquier sospecha. Así, atribuía las desgracias, los peligros, los problemas, a la mala suerte y en paz. O que aquello era una especie de pruebas de las que saldría más fuerte y sano o que las podría asimilar sin dificultad. Pero, poco a poco, necesité descargar el peso de mis dudas y mi conciencia en alguien más consistente y Dios se convirtió en el agente catalizador de mis fracasos. Así y todo, debo confesarle que terminé la campaña con alguna esperanza en el corazón. En mi fuero interno aún oía una voz que me decía que el Señor era capaz de perdonarme si volvía con él. Que no se me tendría en cuenta las veces que la había ignorado… Fue más tarde cuando me convencí de que no podía haber perdón para mí…

—Pero…

—Déjeme continuar, por favor.

—¿No está cansado?

—Un poco sí, la verdad —afuera se oyó claramente el rítmico golpear del chuzo del vigilante de la calle del Aire… Ya era muy tarde y casi todos estaban dormidos—. Pero prefiero contárselo todo, si me lo permite.

—Claro que sí, adelante… ¿Quiere antes un poco más de café?

—No, gracias… Tengo que confesarle que a medida en que avanzo en mi narración siento como una sensación de vacío en el estómago, pero me hace bien.

—Es natural. Siga, pues, siga.

Carlos no se hizo de rogar pues estaba dispuesto a llegar al final de todas sus angustias. Encendió un nuevo cigarrillo, el enésimo, y tras exhalar varias bocanadas, continuó:

 

3

“Al anochecer ya estábamos listos para la marcha. Nos encontrábamos en la sala en la que las mujeres nos habían recibido aquella misma mañana, cuando habló la viuda de Roque:

“—Hemos puesto en la embarcación ropa, bebida y comida suficiente para llegar a vuestro destino. Espero que tengáis buen viaje.

“—¡Gracias de nuevo por “todo”!

“Aquel todo lo acentué un poco más de la cuenta, pero nadie demostró haberlo notado.

“—¿Nos escribiréis?— Lalia continuaba pegada a mi lado y por la presión de su mano comprendí que ella sí había encajado mi ironía.

“—Desde luego— concedí, aunque no estaba muy seguro de hacerlo. Por lo pronto, quería salir de aquella casa cuanto antes. No quería ser descortés, pero cuanto antes estuviese fuera mejor. Y por lo que pude ver, también Roig estaba inquieto y con ganas de respirar aire puro.

“Cuando llamaron a la puerta, los dos respondimos con un instintivo movimiento de defensa.

“—No tengáis ningún miedo —dijo Lalia—. Debe ser el “tonto”.

“En efecto. La puerta cedió y entró un contrahecho que, además, miraba con extravío.

“—Juan —la hermana de Lalia consiguió mantener su voluble atención por unos momentos—, ¿está todo listo?

“El aludido hizo un gesto con la cabeza, que bien pudo ser afirmativo, y desapareció por donde había venido.

“Ellas nos tranquilizaron de nuevo:

“—A pesar de las apariencias, es un hombre muy fiel. Le avisamos esta misma mañana y ha estado todo el santo día corriendo de un lado para otro haciendo todos los preparativos.

“—¡Ya!

“De pronto se me antojó aquello una solemne falsedad. No sabía a qué atribuirlo, pero sentí una corazonada. ¿Por qué la Guardia Civil había respetado la motora, si era una lancha innecesaria para las dos mujeres…? ¿Por qué se nos habían entregado? ¿Por qué parecía todo tranquilo…? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué…? Luego estaba el asunto del “tonto”…

“—Lalia —pregunté en un arranque—, ¿ese hombre formaba parte de la expedición en la que cayó tu cuñado?

“—Sí, ¿por qué me lo preguntas?

“—¡Oh, por nada, por nada!— pero debí poner cara de fiera preocupación, porque Roig inquirió:

“—¿Qué ocurre? ¿Qué piensas?

“—¡Qué me parece que ese “tonto”…

“—¿Sí?

“—¡Es un “tonto” de pega!

 

———

DÉCIMO NUMERADOR

LA VIUDA DE ROQUE

  1

“Ya habíamos salido de aquella casa y estábamos bajando hacia la playa hasta casi con alegría, pues atrás quedaban las mujeres despidiéndose con las manos y delante parecían estar la libertad y la salvación. Atrás quedaba una etapa de las tantas y delante… ¡el futuro esperanzador!

“De todas formas, lo cortés no quita lo valiente y los dos nos volvíamos de tanto en tanto para verlas y corresponder a sus saludos. Tal vez no fuesen culpables de lo que había pasado y además, nos estaban ayudando aun a riesgo de perder sus vidas. Note que le he dicho tal vez, porque no estaba seguro dónde empezaba su desamparo y necesidad y dónde terminaba su pecado. Mire, desconfío mucho de los hombres por naturaleza y también de sus virtudes… ¡y más por aquel entonces! De manera que si eran así, es porque algo encontrarían en ello. Bueno, debo añadir que, tras haberlas conocido un poco mejor, estaba haciendo un juicio temerario, hecho sin un verdadero conocimiento de causa. Bajando la ladera hacia el mar, estaba considerando el caso superficialmente y, como tantas veces, estaba equivocado. Pero, es mejor que no adelante los acontecimientos. Aunque debo decir que los golpes con la humanidad siempre me han beneficiado pues han sido un revulsivo que me han hecho avanzar hacia la consolidación de mi carácter. Sin ir más lejos, cuando esta noche he visto cómo su hija decía aquello de la muñeca, he sentido vibrar mi corazón como jamás creí que volvería a hacerlo.

“—¡Adiós, Lalia!

“—¡Adiós, Carlos! ¡Cuídate mucho!

“—¡Hasta pronto, ya recibiréis noticias nuestras!

“—¡Adiós Roig! Y si quieres volver… ¡aquí estaré!

“El gerundense me miró y vi en sus pupilas una profunda negativa. Una cosa es ser agradecidos y otra bien distinta… ¡venderse! Además, en su caso estaba el amor de Pilar…

“¡No, no íbamos a volver! ¡Lo presentíamos!

“—¡Adiós…! ¡Adiós!

“—¡Hasta siempre!

“Estos últimos saludos y adioses los hicimos prácticamente en la playa y al momento siguiente, mi compañero Roig me preguntó señalando hacia adelante:

“—¿De veras sospechas de ese tipo?

“—Debo reconocer que sí. Es el único que se salvó de la escaramuza en la que murió el Roque y, mira, creo que es mucha casualidad.

“—Según lo que nos han contado fue debido a que andaba rezagado cuando les sorprendieron.

“—Precisamente. Creo que nos conviene estar en guardia para hacer frente a cualquier eventualidad.

“—Está bien y, desde luego, si se tuerce un poco…— hizo un gesto que no dejaba lugar a las dudas.

“—¿Qué? —le pregunté para quitar un poco de hierro al frío ambiente y para conocerlo mejor—. ¿Has dormido bien?

“—No me lo recuerdes. Y guárdate la sorna para ti pues te ha tocado la mejor parte. No, no es que lo haya pasado mal, porque la señora es de armas tomar, pero no soy tan bruto como eso. Por otro lado, sentía como si los ojos de Pilar me estuviesen viendo, no sé si me entiendes. Y eso para mí es como una espina. Mira, quiero que sepas que me hecho la promesa de no acercarme más a ninguna mujer hasta que pueda volver y casarme con la maña.

“—Eso está muy bien. Yo también he tenido la sensación de haber pecado.

“—¡Hombre! Yo no he dicho tanto…

“—¡Lo es Roig, lo es! Yo… tampoco es que crea mucho en Dios, pero tengo una conciencia. Mira, esa sensación de ridículo y vergüenza que hemos sentido y que nos impedía mirarlas bien a los ojos, no son más que el reconocimiento de nuestra culpa.

“—¡Venga Carlos, no me vengas con historias! Ya sé que tú piensas así, pero eso de pecar por estar con una mujer es algo muy gordo. Hemos faltado, claro, pero como hombres, ¿qué podíamos hacer? A ver si iban a pensar mal de los dos. Venga, no te atormentes más porque la cosa no tiene importancia alguna. Lo que pasa es que llevamos mucho tiempo fuera de casa.

“—Puede que tengas razón.

“—¡Mira, ahí está la lancha!

“—¡Vamos!

“Entramos en el agua sin mirar atrás, y con ella a la cintura, alcanzamos la motora.

“Allí, casi arrinconado detrás de la rueda del timón, estaba el “tonto”.

“—¡Hola!

“Sólo un gruñido respondió a nuestro saludo.

“—¡Parece que vamos a tener buena compañía!— aseguró mordaz mi compañero, al tiempo en que se acomodaba en la popa.

“—¡A Barcelona!— ordené al timonel, al tiempo que imitaba a Roig.

“Otro gruñido y el motor arrancó.

«Poco a poco, la gentil proa de la embarcación avanzó rompiendo la superficie del agua. Nosotros, a falta de otra cosa, nos dispusimos a esperar con mucha paciencia, pero vigilantes. La canoa siguió unos cuantos kilómetros paralela a la costa y, luego de repente, se alejó de ella hasta perderla de vista. Por cierto, la noche se había convertido en una boca de lobo. Las estrellas se habían ocultado tras de unos grandes y densos nubarrones y si siquiera la luna se atrevía a asomar la cara. Parecía como si Dios nos estuviese protegiendo de un tiempo a esta parte. Todo salía bien, demasiado. Nosotros, como puede suponer, preferíamos aquella situación de clara bonanza a cualquier otra, pues no estábamos en un paseo precisamente. Así que, ¡bendita oscuridad!, pues por lo menos podríamos evitar algún que otro encuentro desagradable. Y lo que son las cosas, allí en medio de la soledad y el silencio, roto tan solo por el roncar del motor, volví a oír la voz de mi madre:

«—No tengo miedo a que vayas a la guerra, sino a que no lo hagas preparado.

«Realmente, ¿lo había dejado de estar en algún momento? Pobre mamá, si para ir a la guerra no se necesita ninguna preparación especial… Además, yo había tratado de vivir en todo momento y listo. ¿Y qué preparación se necesita para hacer esto? Recuerdo que me sonreí por primera vez después de mucho tiempo. Y es que sabía que el tipo de preparación a que hacía referencia mi querida madre, no era intelectual y ni siquiera física, ¡claro, era moral! Pero las circunstancias se habían encargado de educar y transformar a su «niño» en un hombre con toda la barba, hecho y derecho. Me dejé llevar por el sueño y el dulce recuerdo de mi madre me llenó de nostalgia con acentos optimistas. ¡Qué pronto la iba a volver a ver…! ¡Y a todos los míos!

«Roig interrumpió mis pensamientos:

«—¿Cuánto crees que tardaremos?

«—No lo sé.

«—¿No tienes ni idea?

«—Es que en realidad no lo sé. Las distancias por mar se me dan mal. Si nuestro acompañante hablara… pero, por lo visto, es tonto y mudo.

«—¡Estamos listos!

«El objeto de nuestros duros comentarios seguía soldado materialmente al timón.

«—Pues será mejor que durmamos un poco— propuso mi acompañante al ver que el fracaso de su conversación.

«—Como quieras. Aunque la verdad sea dicha, yo no tengo sueño… ni ganas de hablar; perdona, llevo la procesión por dentro y estaba como traspuesto pensando en mi familia. Además, no sé, me he acostumbrado a dormir de día y…

«—Lo siento.

«—No, si tú no tienes ninguna culpa. Ha sido como un bache cerebral… Por otra parte, no me gusta perder de vista al guía y capitán.

«—¡Bah! ¿Qué puede pasar? ¡Venga, inténtalo!

«—Bueno, quizá sea lo mejor.

«—¡Claro! Si descansamos lo suficiente estaremos mejor preparados para cualquier tipo de sorpresa. Por otra parte, y para tranquilizarte, me quedaré un rato vigilando y luego de despertaré.

«—Si es así…— me arrellané un poco más en aquel asiento y cerré los ojos tratando de dormir. Pero aún no había tenido tiempo ni de intentarlo, cuando mi amigo me tocó el brazo, susurrando:

«—Carlos… Me ha parecido ver una luz a lo lejos.

«—¿Quieres decir?

«—Sí, y me escama.

«—Puede tratarse de alguien que esté pescando…

«—Puede… ¡Eh, amigo! —interpeló al piloto—. ¿Has visto la luz?

«Un gruñido.

«—Con este no sacaremos nada. Esperemos a ver.

«Y juntos nos pusimos a escrutar la oscuridad. Y entonces fue cuando la vi. El destello parecía venir de la costa, pero de muy lejos.

«—¿Qué diablos será eso?

«—No lo sé, pero espero que no tenga importancia.

«—¡Escucha! —Roig irguió la espalda, todo atención—. ¡Me ha parecido oír el ruido de otro motor!

«—¡Sí, tienes razón! —le confirmé después de haberlo oído también—. ¡Y parece que viene hacia aquí!

«—Tal vez sea un pescador después de todo…

«—¡Yo no estoy tan seguro! ¿Cómo iba a pescar sin luz?

«—¡Es verdad!

«—¡Sea quien sea, la motora que trae parece muy potente…

«Entonces, la vimos bien. La lancha enemiga, pues ya no teníamos ninguna duda, había encendido su potente faro y barría con luz la superficie del mar. ¡Y no estaba tan lejos como habíamos supuesto en un principio!

«—Como se acerquen más nos descubrirán— musitó Roig.

«—¡Venga, aún no te desanimes! Por lo pronto tratemos de evitar la luz porque si lo conseguimos podremos descansar. ¡Eh, amigo! —dije al piloto—. ¿Ves ahora la luz? Pues trata de evitar a todo gas lo que se nos viene encima.

«Como contestando la orden, notamos que la canoa perdía velocidad hasta quedar a la deriva.

«—Pero, ¿qué diablos…?

«Roig estaba corriendo hacia el criado de Roque mientras desenfundaba su machete de campaña:

«—¡Vamos a ver si entiendes esto! ¡O arrancas o te corto el cuello!

«—¡Espera! Quizá se haya detenido para evitar que nos descubran.

«Pero, no. El rayo de luz venía acercándose en línea recta. Parecían saber dónde estábamos…

«—¡Roig, haz que nos ponga en marcha el motor pues esos vienen a por nosotros!

«—¡Ya lo has oído! —la punta del machete arañaba el cuello del contrahecho—. ¡Arreando!

«El motor empezó a roncar de mala gana hasta ganar su velocidad máxima. Pero el foco de luz no se separaba de nuestra estela. Parecía que llevaban una máquina mejor y más potente. Tanto es así que, al poco rato, notamos casi con desesperación que ya estábamos entrando en su campo visual.

«—¡Roig, deja a nuestro amigo a su aire y prepárate!

«—No te preocupes. Desde aquí te ayudaré.

«Sin esperar a contradecirle, me tumbé en la popa con el arma lista, pero aún no sabíamos la clase de peligro al que estábamos expuestos ni su alcance.

«De pronto, vimos el fogonazo:

«El obús se estrelló en el agua, pero cerca de nosotros.

«—¡Cielo santo, un cañón! ¡Tienen un cañón!

«—Sí, todo esto es muy raro… Parece cómo si supiesen que pasaríamos por aquí.

«—¿No será verdad lo que sospechabas de este tipo?— y miró torvamente al «tonto» pariente de la viuda de Roque que ahora lo parecía mucho más.

«—Todavía no estoy seguro.

«Otro cañonazo…

«Luego oímos la metálica voz:

«—¡Entréguense, pues están perdidos! ¡Paren esa motora o acabaremos con todos!

«Nos miramos.

«—Sí. Creo que será lo mejor. ¡Eh, no pienses mal de mí! No nos entregaremos. Pero a esta distancia ellos tienen ventaja. Les dejaremos que se acerquen y luego… ¡jarabe de metralleta!

«—¡Que susto me has dado! ¡Eh, tú, para…!

«El «tonto» obedeció.

«Y cuando la embarcación estuvo a merced de las olas, quitamos los seguros de nuestras automáticas y esperamos nuestro destino. Pero antes de lo que tardo en contárselo, el ruido de la lucha que se desarrollaba detrás de mí, me hizo volver la cabeza justo a tiempo de ver como el «tonto» y Roig reñían a muerte. No tuve tiempo ni necesidad de intervenir porque a los pocos minutos, nuestro piloto, cayó al agua con el corazón destrozado por un machetazo.

«—¡El traidor me ha atacado por la espalda!

«—¡Muy bien hecho, Roig! ¿Estás herido?

«—¡No! Tus sospechas eran ciertas. ¡Este sucio fulano nos ha delatado!

«—No podía haber sido de otra forma.

«—Bueno, pues como ahora no se dedique a delatar peces, se aburrirá como una ostra.

«—¡Ya no traicionará a nadie más!

«—¡Eh, mira lo que tenía!— Roig cogió una linterna sorda de debajo del asiento del conductor y la esgrimió en el aire.

«—Era la pieza que nos faltaba para entender cómo nos había traicionado.

«—¡Maldito…!

«—¡Olvídate de esa linterna, del tonto y de su madre! ¡Ya están aquí…!

«En efecto. Entonces percibíamos claramente el contorno de la motora.

«—¡Amigo Roig, va a comenzar el baile!

«—¡Pues bailemos, «alma de cántaro»!

«—¡Deja en paz el apodo que aquí te va a servir de bien poco! ¿Ves a aquel fulano situado detrás del cañón?

«—¡Lo veo!

«—¡Pues si conseguimos abatirlo estaremos en igualdad de condiciones! ¡Túmbalo!

«—¡De acuerdo!— la ráfaga surgió de la boca de su arma como por arte de magia y el artillero cayó al mar. Pero ellos también estaban preparados. Y eran más que nosotros. De manera que la tranquilidad del mar se vio rota a causa de la lluvia de fuego cruzado, aunque no nos impidió pensar:

«—¡No nos queda mucho tiempo, Roig!

«—¡Es un placer morir a tu lado!

«—¡Gracias, pero…!

«Otro guardia trató de ocupar el puesto del artillero y hasta consiguió enfilar el cañón de forma amenazadora hacia el centro de nuestro bote. Por suerte tuvo el mismo final que su compañero antes de que llegara a disparar un solo tiro.

«—Si al menos estuviésemos en tierra —se lamentó mi amigo medio en broma mientras cambiaba el peine de balas de su metralleta—. Yo no tengo alma de marinero y el tener que estarme quieto no me hace ninguna gracia.

«En aquel momento, nuestra barca empezó a escorar y a inclinarse un poco de popa al haber sido alcanzada en su línea de flotación.

«—¡Lo que nos faltaba! —apunté—. Ahora hasta nos deja el cascarón…

«—Si la costa no estuviese tan lejos…— murmuraba el joven Roig, una y otra vez, sin dar descanso a su dedo ni un solo momento.

«—Pues me parece que tendremos que intentarlo y cuanto antes, pues este trasto no aguantaré mucho más… A ver, deslízate suavemente en el agua y aléjate cuanto puedas. ¡Yo te cubriré!

«—¡Ah, no! Eso no me nada parece justo. Tú estás casado y…

«—¡Obedece! ¡Es una orden!

«—¡No me puedes hacer esto!

«—¡Venga!

«—Bueno, bueno. No te pongas así, pero sígueme cuanto antes.

«—Descuida.

«—¡Hasta ahora!

«—¡Adiós!

«Extendí en abanico el fuego de mi metralleta a la vez que adiviné, más que oí, el ligero chapoteo a mi espalda. Roig me había obedecido y había saltado por la proa, ¿cuánto tiempo tardaría en seguirle? No lo sabía, pero no podría aguantar mucho más. Mi estancia a bordo era una necedad por cuanto se me acababan las municiones por momentos y el parapeto de la popa ya no me servía a causa de su fatal inclinación. Así que me decidí a abandonar el bote, y entonces cometí una equivocación: Justo al enderezarme un poco, sólo lo justo para lanzarme al agua con el suficiente impulso, una ráfaga enemiga me alcanzó en el bajo vientre. No me desmayé gracias a que las frescas aguas envolvieron a mi cuerpo por completo. No obstante, el bocado de fuego parecía arrastrarme a un fondo que no tenía fin. Así que tuve que hacer un gran esfuerzo para alejarme de la siniestra motora, aunque no duré mucho. Al poco tiempo empecé a notar cómo me abandonaban todas las fuerzas siguiendo los impulsos de los borbotones de sangre que se escapaban por la cruel herida…

«Lo último que recuerdo de aquellos momentos fue la mano que me sujetaba por los pelos, luego por el cuello y más tarde por los sobacos, mientras que unas palabras de aliento se abrían paso hasta mi cerebro…»

 

2

Carlos chasqueó la lengua y se agenció una buena porción de agua fresca de la botella que el ciego había sacado del modesto refrigerador situado en un rincón de la estancia.

—Mire —habló el dueño de la casa cuando notó satisfecha la sed de su interlocutor—, ¿sabe que su vida me gusta cada vez más? No sé, la encuentro tan llena de motivos por los que puede dar gracias a Dios que, a ratos, le envidio.

—Pues ya ve, es todo lo contrario de lo que me pasa a mí. Lo que ha ocurrido sólo me ha servido para dudar de una existencia superior… Mis perjuicios han crecido a la par que mis problemas y muchas veces me he dicho a mí mismo que esta vida no podía tener continuidad en el más allá, que después de la muerte se acaba todo, que…

“—Pero, ¿qué dice? ¿Qué pensaría si fuese un pobre ciego como yo?

“—Pues…

“—Pese a sus infortunios, usted ve los colores, distingue la diferencia entre la salida del sol y la del ocaso, valora la grandeza de las rosas, sopesa las maravillas del universo… Mas yo, en cambio, tengo que adivinarlos, presentirlos. No, no me interprete mal. No estoy descontento con mi suerte. Acepto mis limitaciones y aún doy gracias a Dios.

“—Bueno, ya he comentado en otra ocasión que admiraba su entereza, pero ahora no puedo dejar de decirle que su actitud me parece ilógica… Un tanto falsa. Nadie puede alegrarse de ser un disminuido físico.

“—Ni yo me alegro. Lo que he dicho es que lo acepto y que trato de sacar de mi ceguera el mejor partido posible. Es más, sé que tengo una misión que cumplir en el mundo tal y como soy y soy feliz realizándola. En este sentido, y fíjese lo que le digo, usted puede ser mi mayor oportunidad.

“—Tendría gracia, la verdad. No obstante, y de momento, ya le estoy agradecido por su paciencia.

“—Me alegro de serle útil… ¿Era muy grave aquella herida?

“—¡No! Pero destruyó en mi cuerpo las posibilidades de lo que más quería por aquel entonces… Creo que hubiera preferido quedarme ciego. ¡Perdón, no he querido molestar!

“—¡Ah, no se preocupe, no me ha molestado! Siga, siga…

“—Lo que he querido decir es que aquella herida me marcó para toda la vida.

 

3

“Cuando volví en mí, me encontré tendido en unas mantas sobre el suelo y rodeado de la penumbra característica. Por eso, al poco rato de estar inmóvil y con la vista fija en lo que parecía ser el techo del habitáculo, comprendí que estaba en una tienda de campaña. Naturalmente, me hice un gran número de preguntas acerca de cómo había ido a parar allí. Pero todas se quedaron sin respuesta. Por eso, traté de incorporarme un poco, lo justo para apreciar algo mejor el entorno, pero la tenaza de fuego que sentía en el bajo vientre me lo impidió.

“Recordé aquella herida recibida en la canoa, mi lucha y esfuerzos por llegar hasta la playa, las palabras de aliento que creí oír en aquellos momentos y sentí mayores deseos de saber dónde estaba y con quién estaba. Por otra parte, también sentía curiosidad por la gravedad de la herida que me hervía debajo del vendaje. Miré a mi alrededor con más detenimiento y así pude descubrir el perfil de un cuerpo que estaba tendido muy pegado a la pared de lona de la tienda. Y forzando un poco más mi desorientada atención, oí el respirar acompasado del durmiente.

“Al parecer, el hombre era mi único acompañante.

“—¡Roig!

“Creo que lo llamé más deseando que fuese él que por disponer de alguna prueba de que lo fuera.

“—¡Roig…!

“Y es que, a pesar de que la mente me decía una y otra vez que no podía ser mi buen amigo, el corazón admitía una pequeña esperanza:

“—¡Roig! ¿Eres tú?

“El cuerpo de mi acompañante pareció ponerse tenso y la normal respiración quedó rota por breves momentos. Aquel hombre, fuese quien fuese, se arrastraba hacia mí sin hacer más ruido que el justo.

“—Carlos…

“—¡Roig…! ¿Eres tú?

“Cuando el hombre llegó a la altura de mi camastro, me abrazó emocionado:

“—Carlos… Carlos… ¿Estás bien?

“—¡Roig…! Roig, amigo mío… ¡Gracias sean dadas a Dios! —correspondí como pude a su caricia con otro abrazo no menos sincero y sentido. Lo hice como si se tratase de mi hermano y así estuvimos abrazados y juntos durante un rato. La intranquilidad que había sentido en un principio empezó a remitir ante el hecho de su presencia, pero aún así existían muchos interrogantes para atender en aquel momento—. ¿Qué hacemos aquí?

“Por toda respuesta me tocó los labios con uno de sus dedos pidiéndome silencio por lo que deduje que nuestros huéspedes, fuesen quien fuesen, nos eran hostiles o cuando menos, por alguna razón, convenía retrasar mi “vuelta” al mundo de los vivos para aprovechar el tiempo al máximo. Y para acallar mi visible desazón, acercó sus labios a uno de mis oídos y me susurró que estábamos presos.

“¡Así pues, habíamos caído por fin en manos de nuestros enemigos!

“Pero quería saber más, mucho más, y Roig, como adivinándolo, continuó pegado a mi oído:

“—…al caer al agua, nadé unas cuantas brazas en dirección a la costa para alejarme de allí conforme a tus deseos, pero luego me dije que no estaba nada bien dejarte solo… ¡y volví! Volví a tiempo de ver como caías al mar y enseguida comprendí que te pasaba algo porque nadaban fatal a pesar de ser un buen nadador. Llegué a tu altura en el momento que te hundías. Te cogí como pude y traté de alcanzar la playa, pero el haz de luz enemigo nos descubrió. Y tuvimos suerte porque perdías sangre en cantidades industriales y de no ser por ellos tal vez te hubiese llevado muerto a la orilla. Así que me dejé capturar sin ofrecer la menor resistencia. Lo demás puedes imaginártelo. Nos izaron a bordo y nos trajeron a toda velocidad hasta esta playa en donde estamos acampados. Uno de ellos, jugando a ser médico, te apañó un poco y al menos ya no pierdes sangre. Puede que no hiciese contigo ninguna obra de arte, pero estás mejor que si no te hubiesen curado… ¡y eso es lo que importa por ahora!

“Quise preguntarle algo, pero él continuó:

“—No te esfuerces y descansa por ahora. Mañana tal vez podamos hablar con calma. Tenemos un solo centinela en la puerta y como aún no me han interrogado, deduzco que esperan a que despiertes para atacarte primero. Así que cuanto más tarde sea, mejor. Duerme…

“Asentí con un movimiento de cabeza.

“—Así está mejor— y se volvió a su manta.

“De nuevo el silencio se adueñó del ambiente… Pero si el dolor que sentía me impedía dormir, me instaba a pensar:

“Mi primer recuerdo fue para la joven e indefensa persona de Javier… Claro que me acordé de mi mujer, de mi madre, de todos; pero la visión de mi hijo a quien no conocía aún físicamente a causa de la contienda, prevalecía por encima de todas las demás imágenes. En la sofocante oscuridad del habitáculo de lona, imaginé que lo tenía justo delante de mí, mirándome con su carita inocente y pidiéndome consejo:

“—Mira Javier, los hombres se forjan en la fragua de la vida…

“—Papá, ¿qué es una fragua?

“En lo más escondido de mi ser, en el tarro de las esencias, una dulzura inexplicable me hizo vivir una emoción como tal vez no vuelva a sentir jamás. Aquel pensamiento, aquella visión, me transportó lejos de la realidad y de los problemas inmediatos o futuros. Así me veía a mí mismo tratando de explicar el verdadero sentido de la frase y las esperanzas que tenía depositadas en su persona, justo hasta el punto de convertirse en una extensión de la mía. ¡Aquellos ojos vivos y abiertos estaban llenos de admiración por su padre! Y la sensación interna de orgullo crecía, crecía… Era feliz a su lado. ¡Qué importa que estuviese postrado, herido y en poder del enemigo! ¡Ni siquiera me molestaba ya la herida! Tal vez no fuese tan desdichado después de todo. Estaba vivo y gracias a Dios había tenido a Javier, a un hijo a tiempo. ¿Qué ya no podría tener más? ¡Me daba igual! ¡Tenía un hijo que vivía en la retaguardia y que tendría la oportunidad de convertirse en hombre! Eso era lo de verdad importante. ¿Qué la herida me impediría darle un hermano? ¿Y qué? ¡Javier quedaba! ¡Javier era una realidad! ¡Javier era la sangre de mi sangre…! Reconozco que di gracias al Señor con la sencillez de aquel árabe que después de haberse cortado la mano en un accidente, daba gracias a Alá por no haber perdido el brazo. Es posible que mi reacción fuese un tanto pueril; pero, qué quiere que le diga, en aquellos momentos me ayudó a superar la soledad y el dolor y eso era lo que en realidad importaba… Además, ¿no he sido siempre una especie de niño grande? Aquella noche estuve más cerca de Dios que  nunca…

“A la mañana siguiente me desperté con la primera claridad que se filtraba por la rendija de la puerta de lona y vi a Roig que me miraba sentado a mi lado a la usanza árabe:

“—¡Buenos días! ¿Qué tal has descansado?

“—Bastante bien. Ya verdad es que me siento mucho mejor.

“—¡Excelente! Me has tenido muy preocupado.

“—¡Bueno, ya será menos! ¡Ah, y gracias por haber salvado mi vida!

“—¡Venga, no seas melón! ¿De verdad estás mejor?

“—¡Sí, de verdad!— y sobretodo si no me muevo, pensé. Porque cuando trato de cambiar de postura, los pinchazos que siento son lo bastante elocuentes como para disuadirme a probar otra vez. Pero, en términos generales estaba ya mucho mejor.

“—Pues no sabes lo que me alegro… Oye Carlos, me he preguntado varias veces el por qué guardan tantas flores y contemplaciones con nosotros. Es muy raro. No somos unos simples prisioneros de guerra protegidos por leyes de alguna convención, sino guerrilleros y, por lo que sé, no tenemos ningún derecho que nos asista. Por otro lado, ¿crees que ha valido la pena todo este despliegue de hombres y material para capturar a dos personas?

“—Ten en cuenta que si hemos sido sorprendidos es por una traición… ¡A saber los que ese “tonto” les habrá contado!

“—Sí, a lo mejor se creen que somos generales de incógnito— terminó riendo.

“—No sé, pero no puedo negar que parecen interesados por nosotros…

“—¡Oye! —Roig rebotó en el suelo ante el alcance de su ocurrencia—. ¡Vamos vestidos de paisano y como el traidor no tenía ni idea de nuestra personalidad, sólo nos pueden acusar de ligera resistencia a la autoridad!

“—No te hagas ilusiones. Pero si nos acusaran de maquis o pensaran que no les íbamos a servir, ya estaríamos bien muertos. Además, hemos eliminado a dos de sus hombres… No, no, tiene que haber algo más y mucho me temo que el tonto nos haya relacionado con los Jimeno y que la Guardia Civil nos quiera usar de cebo para capturarlos.

“—Sí, tal vez… ¡Chitón!

“Enmudecimos en el acto al ver las cuatro sombras que se proyectaban nítidamente en la parte exterior de la puerta de lona. Al momento vimos como desataban los seguros y se abrió de par en par para dejar paso a un capitán, un teniente y dos guardias armados a más no poder.

“—¡Buenos días!— dijo el de las tres estrellas.

“Silencio por nuestra parte.

“—¿Cómo se encuentra?

“¡Vaya, vaya! Ahora mismo aquel oficial no me tuteaba. ¡Tanta amabilidad era como para escamar a cualquiera!

“—¡Mejor, gracias! Pero no puedo moverme— respondí secamente.

“—Bien, bien —él no dio ninguna señal de haberse ofendido por mi brusquedad—. Le trasladaremos al pueblo cercano una vez hayan desayunado y se pueda levantar el todo el campamento. Allí le podrán curar mejor. ¡Hasta luego!

“Dieron media vuelta y desaparecieron.

“Lo ilógico de la situación nos dejó boquiabiertos, pero antes de que pudiésemos reaccionar de algún modo, entró un agente llevando un desayuno humeante y oloroso.

“Almorzamos… y no habían pasado dos horas desde que habíamos apurado nuestras escudillas, cuando ya íbamos otra vez de marcha… ¡hacia el sur!

“¿Era nuestro destino?

“¡Otra vez nos alejábamos de nuestros hogares!

“Gracias a que iba acostado en una camilla, pese a los dolores que me producían los pasos de mis porteadores, pude observar a placer el entorno y la situación. A Roig le permitían marchar junto a mi hamaca y ni siquiera le hicieron cargar con parte del equipo del campamento. Una escuadra completa nos custodiaba, llevándonos en el centro de su fina formación. Pensé que de no estar herido les hubiera dado una sorpresa tremenda. Mas estaba inútil… La verdad no sabía qué pensar, pero se me ocurrió que, a lo mejor, habían llegado a la conclusión de que no éramos peligrosos. Claro, no podía saber lo que estaban pensando, pero sí que sabía que eran pocas fuerzas para dos cazadores es plenitud de sus facultades. Así que la impresión que saqué de sus pocas precauciones y, en general, del poco cuidado que ponían en aquella marcha, era que se sentían seguros porque estaban pisando terreno propio y que, además, no les era hostil. El mejor ejemplo lo teníamos en el capitán al que antes hice referencia. Iba delante de sus escasas y fieles fuerzas como si estuviese mandando un pasacalle. Por otro lado, ¿por qué un capitán para mandar a seis hombres? ¡No sabía que partido tomar! ¡O estaban seguros de no ser atacados o sorprendidos por ningún enemigo o eran los más irresponsables del mundo!

“Pero, ¿y la canoa?

“—Seguramente —pensé—, continuará su vigilancia en el mar y sólo habrán podido desprenderse de una escuadra para nuestra custodia. Aunque la verdad sea dicha, estos pobres guardianes no tienen cara de marinos y sí de gente de muy tierra adentro.

“Me fijé en Roig, el cual andaba pensativo y bastante cabizbajo. ¿Estaría pensando lo mismo que yo? Si pudiésemos apelar al estatuto de prisioneros de guerra, lógicamente iríamos a parar a cualquier campo de concentración… Pero no, nos habían cogido vestidos de paisano, con armas, con rebeldía y… No, nuestro destino no podía ser un campo de prisioneros…

“Las primeras casas del pueblo me sirvieron, al menos a mí, para olvidarme del futuro y ocuparme del presente:

“¡Vinaroz!

“¿Así que el “tonto” nos había hecho navegar en círculo?

“Entramos en la ciudad a buen paso, con la consiguiente expectación y nos encerraron en un cuartel improvisado en una casa de pescadores que estaba vacante como pudiera estarlo la casa de los Jimeno. Allí me acostaron en una ruda cama que si no tenía sábanas blancas, al menos estaban limpias. Luego, encerraron a Roig en la misma habitación y le permitieron usar una cama contigua a la mía.

“Luego, nos dejaron solos.

“—¡Cada vez estoy más mosca! —argumentó mi amigo—. Esto es desesperante. ¿Qué querrán de nosotros?

“—No lo sé, pero no tardarán en decírnoslo. No lo dudes.

“Nos quedamos en silencio cómo barajando todas las posibilidades, y después me atreví a preguntar:

“—¿Roig…?

“—Dime.

“—¿Viste como me curaron?

“—¡Claro! No iba a permitir que aquel matasanos…

“—¿Y qué te parece…? ¿Es muy grave?

“—¡Hombre! Yo no entiendo de heridas.

“—Pero tendrás una idea.

“—No, no. Vi como te curaban, pero no puedo opinar…

“Por el tono de disculpa que estaba empleando supuse que me estaba engañando:

“—¡Vamos, no seas así! Dime la verdad.

“—Mira, sólo sé que no es mortal. Si esto te tranquiliza.

“—No, no me tranquiliza, pero comprendo tu actitud.

“—¿Qué quieres decir?

“—No, nada… Cuando venga el médico ya se lo preguntaré a él.

“—Sí, será lo mejor… Carlos, ya sabes que te daría la vida si me la pidieras, pero es que ahora no puedo ayudarte…

“—¡Lo sé, amigo, lo sé! Perdona por dudar de ti… Soy un egoísta, pues mi herida no es lo que más importa en estos momentos.

“—Me alegra oírte hablar así.

“Callamos de nuevo una vez más. Ahora parecía como si estuviésemos buscando fuerzas para afrontar el problema que bullía en lo profundo de nuestras cabezas. Teníamos que hacerlo. Teníamos que ganar tiempo y elaborar un plan conjunto. Sí, tratar de escapar era irrealizable debido a mi herida, pero debíamos hablar para montar un programa que pudiésemos poner en marcha a la menor oportunidad.

“Al rato me decidí a empezar por algún lado:

“—Oye, ¿te has dormido?

“—No, no, dime…

“—Estoy pensando en que si el “tonto” era traidor, ¿cómo es que las mujeres han escapado con bien hasta la fecha?

“—No lo sé, Carlos. Pero si he de serte sincero, me estoy preguntando lo mismo desde hace rato. Mataron a Roque y a ellas no las molestaron… Sí, me parece raro. Claro que podía ser cierto lo que nos dijeron.

“—Sí, podía ser cierto. Pero lo normal es que les hubiesen requisado la motora, a no ser…

“—A no ser que lo hicieran expresamente para poder capturarnos o para coger a otros como nosotros… ¡o a los Jimeno en persona!

“—Sin embargo, me resisto a imaginármelas como unas traidoras… Es posible que todo haya sido obra del criado. De todas formas, si algún día se presenta la oportunidad de aclararlo, me gustará hacerlo.

“—Y a mí.

“—Oye…

“—¿Sí…?

“—¿Has pensado en la posibilidad de escaparte?

“—¿Qué? ¿Cómo iba a pensar en dejarte solo?

“—Ya sabes a lo que me refiero.

“—Pues…

“Unos golpes en la puerta tuvieron la virtud de ponernos en guardia. Oímos perfectamente el chirriar de la llave en la enmohecida cerradura y con un esfuerzo final, aquella puerta cedió para dejar paso a un soldado (¿?), el cual, a su vez, se hizo a un lado para dejar sitio a un hombre que llevaba el maletín característico de un médico rural.

“—¿Dónde está el herido?

“El soldado me señaló, aunque parecía obvio.

“Durante el rato que duró la cura, nadie habló.

“Luego el galeno explicó al guardia:

“—Es una herida muy aparatosa, pero no entraña gravedad si no le molestan en unos días.

“—Bien, doctor.

“—Tome —exclamó el médico dirigiéndose a mí, a la par que dejaba un tubo de cristal sobre la silla que hacía las veces de mesita de noche—. Si nota dolor, tómese tres grageas.

“—¡Gracias! Oiga…

“Se fueron los dos sin hacerme caso.

“—¡Vaya!

“—No te preocupes. Por lo que ha dicho el galeno, parece ser que pasaremos unos días de descanso. Pues mira, no nos vendrán mal.

“El bueno del gerundense trataba de hacerme comprender que si yo no corría peligro alguno por el momento ya se daba por satisfecho, aun a riesgo de lo que le pudiera suceder a él. Quizá estuviese meditando en el trasfondo de sus palabras, pero lo cierto es que se calló por espacio de un largo rato. Al imitarlo, el esfuerzo mental parecía palparse en el ambiente. Al menos yo me devanaba los sesos tratando de encontrar una salida que nos liberase de la presión. Y es que, aunque físicamente me sentía impotente, aún tenía y conservaba todo el vigor mental. Por otra parte, y perdone que vuelva a lo mismo, estaba el hecho de la propia herida en sí. Es natural. La dura incertidumbre de la misma seguía preocupándome y no sé por qué razón volví a pensar en los míos. ¿Qué relación tenía la una con los otros…? ¿Qué pasaría en Barcelona en aquellos instantes? Hacía mucho tiempo que no sabían nada de mí… ¿Qué estarían haciendo mi madre, mi Sonnia, mi Javier y el resto de los míos? ¿Qué pensarían de mí? Lo normal es que estuviesen bastante preocupados, ¿cómo decirles que estaba bien a pesar de la herida? La seca sensación de angustia que producía mi impotencia empezó a adueñarse de mi garganta… Suerte que antes que me dejase llevar por la angustia, se abrió la puerta y el guardia que nos custodiaba siempre penetró en la estancia precediendo al capitán que ya conoce usted y a su asistente.

“Este último iba armado con un bloc y un lápiz.

“Por lo visto iba a empezar el baile:

“—¡Buenos días!

“—¡Muy buenos!

“—¡Cómo se encuentra?

“—Mucho mejor, gracias.

“—Bien —el oficial se adelantó y cogiendo una silla se sentó bastante cerca de nosotros y de nuestras camas—. Así pues, si usted está mejor y los dos más descansados me gustaría hacerles unas preguntas sin importancia.

“—¡Adelante! –concedí.

“—Supongo que sabrán que se les acusa de pertenecer al “maquis”.

“—¿Al maquis? ¿Qué maquis?— preguntó Roig con mucho teatro.

“—Lo dicho, dicho está. Les cogieron sin uniforme cuando es evidente que pertenecen el ejército rojo.

“—Pero, ¿qué dice?— el gerundense siguió con sus trece.

“—E iban armados —el capitán siguió sin hacer caso de mi compañero—. Por otro lado no se les ha encontrado tarjetas, cartillas o identificación alguna. No pueden ser, pues, otra cosa.

“—Si usted lo dice…

“—Sin embargo, el trato que damos a esos traidores y renegados es diferente al que les hemos dado a ustedes…

“—¿Y…?

“—Aun suponiendo que fuesen soldados regulares y por ello, sendos prisioneros de guerra, no hubiesen logrado nunca el bienestar que les hemos regalado. En otras palabras: Les hemos tratado como amigos a pesar de que han muerto y herido a varios de nuestros mejores hombres.

“Hizo una larga pausa para darnos tiempo a digerir toda su grandiosa benevolencia, luego siguió en el mismo tono:

“—¿Por casualidad, no se han preguntado los motivos que teníamos para agasajarlos con tan inmerecida hospitalidad?

“—Desde luego —concedí—, la verdad es que esperábamos otro trato.

“—Pues bien, se han equivocado. Sólo queremos que se cure y que ambos lo pasen bien.

“—¿…?

“—Desde luego, nuestra actitud obedece a una razón muy simple. Normalmente no somos tan altruistas. Lo que pasa es que queremos demostrar al mundo que formamos una nueva comunidad cristiana muy humanitaria —pensé en el paso del Ebro, pero no eran momentos para divagar—, y que necesitamos su ayuda.

“—¡Ah!

“—¿Nuestra ayuda?

“—¡Sí! Pero no queremos forzarles —antes de seguir con su exposición hizo una estudiada pausa, sacó su pitillera, nos ofreció dos cigarrillos y sólo cuando los hubimos encendido y paladeado las primeras bocanadas de humo, continuó—: Sí, verán, se trata de lo siguiente: En estas montañas hay unos elementos peligrosos que no cesan de hostilizar todo lo que pueden nuestra retaguardia destrozando cuántos convoyes de abastecimientos pueden.

“—¿Y dónde encajamos nosotros?

“—A eso voy. Esos hombres se esconden muy bien porque conocen toda la región al dedillo. Por eso, por más batidas que hemos dado para encontrarlos, hemos fracasado.

“—¿Para qué los quieren?

“—¡Hombre! Pues aparte de apaciguar nuestra comarca, los queremos reeducar e integrar en la nueva y única España.

“—¡Ya! ¿Y por qué no les avisan?

“—Ya lo hemos intentado.

“—¿Han publicado algún bando en dónde se les dice que gozan ya de una amnistía general?

“—¡Sí! Y lo hemos clavado en las zonas visibles de todos los pueblos de los alrededores, pero todo ha sido en vano. Son muy escurridizos y al parecer, la gente los protege.

“—No deben ser tan malos.

“—¡No, pero están equivocados!

“—¿Cómo se llaman?

“—Por aquí se les conoce por el ambiguo nombre de los Jimeno. ¿Han oído hablar de ellos?

“—¿Los Jimeno?— Roig y yo nos miramos en una fracción de segundo, a la vez que esbozábamos el gesto y la sonrisa más inocentes del mundo.

“—Eso he dicho.

“—Pues no, capitán. No tenemos ni idea.

“—¿Es necesario que mientan en las duras circunstancias que están viviendo?

“—¿Cómo sabe que mentimos?

“—¿No iban en la motora de Roque?

“—No sabemos si era de ese Roque que dice o de cualquier otro. La vimos en el muelle y obligamos al patrón a que nos llevase mar adentro.

“—¿De noche?

“—Sí, llegamos de noche y tuvimos la suerte de sorprenderle haciendo unos arreglos… Comprenderá que no íbamos a esperar a que amaneciera.

“La verdad es que, con semejantes argumentos, no nos convencíamos ni a nosotros mismos. Además, estábamos tan comprometidos y sabíamos tan poco de lo que conocía el oficial de nuestras personas o de nuestro entorno, que estuvimos un buen rato a ver quien las decía más gordas. Como es natural, negamos sistemáticamente conocer a Roque porque cabía la posibilidad de proteger a la viuda y a su cuñada. Y negamos tener relación con los Jimeno para evitar que nos usasen en la preparación de una trampa para nuestros amigos. Por último, negamos también cualquier tipo de participación en aquella guerra y nos presentamos como simples y honrados representantes de comercio que habían sido desgajados por el frente. Las armas las encontramos en el bote y las usamos por creen que nos saltaban… Al rato de seguir así, de estar forcejeando dialécticamente, el capitán debió de entender que no podría sacarnos nada en claro porque se dirigió al número de la puerta (por cierto, no era un soldado como le había dado a entender, sino un guardia civil. Lo que pasaba es que llevaba un extraño uniforme de montaña y me desorientó al principio), y le dijo:

“—¡Hazla pasar!

“El hombre obedeció la orden después de dar un taconazo, y después de abrir la puerta y apartar su corpachón del dintel de la misma, vimos la figura, la inconfundible figura, de la viuda de Roque.

“—¿…?

 

———

UNDÉCIMO NUMERADOR

LOS JIMENO

  1

“El capitán rompió nuestra sorpresa al levantarse y decir:

“—Pasa querida, pasa.

“La mujer entró en nuestra celda con la cabeza ligeramente levantada. Iba tocada con un sencillo atuendo que realzaba su escultural físico medio salvaje. Parecía tranquila, pero el ligero temblor de su orgullosa barbilla la delataba.

“El oficial la increpó:

“—¿Conoces a estos hombres?

“Roig y yo habíamos cambiado otra de nuestras miradas de máxima inteligencia. Allí estaba la respuesta a muchas de nuestras preguntas…

“¡Traidoras!

“—¡No, no los había visto en mi vida!

“Aquella respuesta nos envió de nuevo al mundo de las contradicciones.

“—Vamos, vamos, sé comprensiva. Estaban en tu barca y sabemos que son unos desertores y que tienen o han tenido relación con los Jimeno… ¿No quieres ayudarnos?

“Aquel tío parecía tener un gordo complejo de inferioridad. ¡Siempre estaba pidiendo ayuda…!

“—¡No sé nada!

“El oficial empezaba ahora a dar muestras de un ligero enfado, pero ella siguió impertérrita:

“—¡Me habéis quitado la casa con el pretexto de que la necesitaba la Patria, me habéis tratado como a una criminal y ahora queréis que condene a estos inocentes con una declaración forzada…! Pues bien, ¡no diré nada ni aunque me asesinéis como a mi marido! ¡Cerdos!

“El oficial se levantó como impelido por un resorte y propinó tal bofetón a la mujer que resonó en toda la estancia.

“—¡Ah!

“Reaccionamos al cabo de unos segundos:

“Roig saltó como una pantera de la cama en la que estaba sentado y atacó al capitán a brazo partido mientras la mujer se apartaba sollozando hacia uno de los rincones de la estancia. Rápidamente, el soldado de guardia y el asistente, con las armas en la mano, se acercaron a los combatientes buscando la ocasión de descargarlas contra mi amigo, en medio de aquel mare magnum de piernas y brazos. Por mi parte traté de levantarme y acudir en su ayuda, pero a duras penas conseguí incorporar medio cuerpo en la cama. Y así tuve que ser un testigo de la derrota del gerundense. Ante la alarma general, acudieron más guardias civiles y entre todos dominaron a mi compañero, dejándole sin sentido de un sonoro y tremendo culatazo en la cabeza. Pero aún tuvieron la “delicadeza” de cogerlo como un trapo sucio y tirarlo en el camastro de cualquier forma.

“El capitán, mientras estiraba sus ropas y alisaba su pelo, ordenó:

“—¡Llevar a la mujer al calabozo! —y luego, mientras era obedecido, se me encaró con odio—: Bien, en vista de que no queréis colaborar con nosotros —ahora me tuteaba. Se ve que se me había acabado el crédito—, os tendré que tratar como lo que sois… ¡Y tener en cuenta que hablaréis de una forma u otra…!

“Dando un portazo desapareció siguiendo a sus secuaces, por lo que nadie me oyó expresar mis pensamientos en voz alta:

“—Bueno, hemos empatado a puntos. Veremos en qué acaba todo esto… Era demasiado bueno para que durase… ¿Así que las dos mujeres no nos habían traicionado? Desde luego, soy un malpensado. Por cierto, ¿qué habrá sido de Lalia? ¿Estará presa como su hermana? Es natural… No sé por qué, pero tengo ganas de verla…

“Al hacer un movimiento brusco para cambiar de posición, sentí unas punzadas en la herida y recordé mi impotencia… ¡y las pastillas del doctor!

“—Roig, ¿estás bien? Nada, ese tiene para rato y yo no lo puedo ayudar. Me tomaré tres grageas…

“Cogí el tubo y como eligiéndolas separé tres de ellas sin demasiada convicción, pero al ver el prospecto, tuve cierta curiosidad por saber qué era lo que me iba tomar. Así que empecé a desdoblar el fino papel. Justo estaba en el último doblez, cuando cayó sobre mi regazo otro papelito que me llamó poderosamente la atención. Desplacé tubo, pastillas y prospecto y me concentré en el mensaje que estaba escrito en letra menuda y apretada, pero firme y vigorosa:

“—Carlos —el pulso se me aceleraba por momentos—, ya sabemos de vuestro cautiverio y de tu desgracia. No os preocupéis. Mientras mi hermana se queda al cuidado de la casa, yo me voy a las montañas, a una masía que tenía Roque a unos diez kilómetros de aquí y que por ignorancia de las tropas de ocupación, aún conservamos intacta. Desde allí mandaré un aviso a los Jimeno por medio de una paloma mensajera de las varias que tenemos al efecto. Y cuando estemos juntos, trataremos de ayudaros. Mientras, puedes confiar en el médico. ¡Un abrazo! Lalia.

“Me tomé las tres pastillas casi sin darme cuenta… ¡Pues si que habíamos adivinado la personalidad de las dos mujeres! ¡Vaya ojo que teníamos para juzgar a las personas!

“Después de reñirme como era preceptivo, de nuevo volví a ver un poco de esperanza en el horizonte. Rompí la misiva en pequeños trozos que cuidé de hacer desaparecer en el fondo del tubo y justo había terminado de poner las grageas sobrantes en su sitio, cuando oí los gemidos:

“Roig volvía en sí.

“—¡Eh. chico! ¿Te encuentras bien?

“—¡Uf! Parece como si la cabeza me fuese a estallar –se levantó y dando traspiés se refrescó en el único lavabo que teníamos. Luego y sin que yo dejara de mirarle, cogió una silla y se sentó al lado de mi cama mientras preguntaba:

“—Bueno, explícame lo que ha pasado.

“—Sencillamente, que tu intervención motivó la presencia de algunos guardias civiles y entre unos y otros te redujeron a la impotencia.

“—Ya. De eso tengo un buen recuerdo en la cabeza y en los riñones. ¿Y la viuda?

“—No sólo puedo decirte que no nos ha traicionado, sino que nos está ayudando. ¡Ahora lo sé!

“—¿Cómo?

“Le expliqué por encima el escrito de Lalia. Luego, le mandé que se deshiciera de los papelitos por la taza del excusado. Una vez extraídos del tubo y hecho desaparecer, empezamos a elaborar planes para el futuro… La situación no parecía ser tan desesperada pues, al menos, sabíamos que alguien nos estaba ayudando desde el exterior.

“En un momento dado me preguntó:

“—Oye, no me has dicho nada de la viuda…

“—¡Ah! Pues se la han llevado y por lo que oí la tienen presa. Pero no te preocupes, todos estamos en el mismo saco y nuestra posible liberación también pasa por ella.

“—¿No me has dicho que su hermana no sabe nada?

“—Sí, así es, ya nos encargaremos nosotros de hacérselo saber.

“—Estupendo. Quiero pedirle perdón por haber pensado mal de ella.

“—Yo también, pues creo que las dos se merecen una explicación por nuestra parte… ¡Cuidado! ¡Están volviendo!

“En efecto. La cerradura hizo el ruido característico y cedió con alguna que otra protesta. De manera que Roig ocupó su sitio de un salto y yo hice ver que dormía. Pero sucedió lo inevitable. Apareció un pelotón de guardias civiles y se llevaron a mi compañero sin demasiadas contemplaciones. Y así fue como me quedé solo, sin saber lo que iban a hacer con él y sin darme tiempo a despedirme o a darle ánimos. Lo peor es que tampoco sabía lo que habían previsto para mí…

“Si no venía pronto la ayuda prometida… ¡no habría nada qué salvar!

“Pero contrariamente a lo que cabría esperar, los días fueron pasando sin que ocurriera nada digno de mención. El médico venía un día sí y el otro no, mas nunca tuve ocasión de hablar a solar con él como era mi deseo, pues siempre estaba vigilado. Por eso los días parecían no tener fin… ¡Eran desesperantes e interminables! ¡No tenía con quien hablar y no sabía nada del exterior ni de Roig! Lo único positivo de mi situación, era que la herida cicatrizaba a toda velocidad. Tanto es así que, una mañana, el doctor me dijo, tras haberme mirado a conciencia:

“—Bueno, muchacho. Esto ya está listo. Unos días más y ya podrás corretear por ahí.

«¡Unos días más!, pensé. Pero si ya podía andar aunque despacio… Lo había probado. Por eso tuve la impresión que el galeno quería ganar tiempo o estaba esperando algo. Así que me puse a la altura de las circunstancias y contesté en voz alta:

«—¡Gracias, doctor! Oiga…

«—Lo siento. No podéis hablar ni una sola palabra más— nos interrumpió el guardia.

«—¡Buenos días! —se despidió el hombre, pero luego lo pensó mejor y desde la puerta, me dijo—: ¿Ya se toma las pastillas que le receté?

«—¡Sí, gracias! Por cierto, se me han terminado y…

«—Bien. Pasado mañana le traeré más. ¡Adiós!

«—¡Adiós y gracias de nuevo!

«Así fue como gané unos días de descanso y, de alguna manera, detuvimos los acontecimientos…

«Pero cierto día, mientras estaba contemplando el exterior a través de la enrejada ventanita de mi encierro, se abrió la puerta a mis espaldas y la voz del capitán me envolvió por completo:

«—¿Qué tal se encuentra?

«—¡Ah, capitán! Bastante bien, pero…

«—Me alegro pues he recibido unas órdenes concretas de trasladarlos a la ciudad —aquella forma plural me tranquilizó. Era la primera noticia que tenía de Roig desde que se lo llevaron—. Al parecer tienen planes concretos para vosotros. Así que prepárese, la expedición saldrá a la madrugada.

«—¡Usted manda!

«—¿Sí…? Bien, espero que no me guarden rencor… —¡Hola! ¿Qué era aquel cambio? Ahora caía en la cuenta de que de nuevo me estaba hablando de usted—. Los he tratado lo mejor que he podido.

«—No se preocupe. ¡Gracias por todo!

«Abrió la puerta para irse, pero se volvió de nuevo:

«—No sé quiénes son ustedes pero, desde luego, han resultado demasiado importantes para nuestro pobre mando local… Quiero que sepa que en un principio quise fusilarlos a por maquis, por haber matado a soldados nacionales, por haberse resistido a nuestra autoridad, por haber asesinado a nuestro enlace y por haberlos cogido con las armas en la mano, pero recibí un despacho urgente del mando superior de la capital ordenándome que los llevase al cuartel general tan pronto como pudieran viajar. Así que…

«—¡Lo siento!

«—¡Ellos sabrán…!

«No di ninguna señal de haber detectado la ironía del oficial:

«—¡Hasta la vista, capitán!

«Cuando volví a quedarme solo, pude pensar en la clase de destino que nos aguardaba en la ciudad. Además, ¿qué razones habían tenido los mandos para clasificarnos como importantes? ¿De qué nos conocían así? En general no me hacía demasiadas ilusiones al respecto… Sin embargo, el hecho de haber oído hablar de mi compañero me llenó de cierta alegría. Pero, como no quería adelantarme a los acontecimientos, concentré toda mi atención a la situación presente. ¿Llegarían a tiempo los Jimeno para intervenir en nuestro favor? Claro, aún no podía saberlo. Pero los hechos habían cambiado. Yo ya estaba bastante bien del todo y si se descuidaban en el traslado, ¡intentaría escapar! Si al menos pudiera ver al médico de nuevo, pero era improbable pus ya me había visitado aquel día. Quería saber más de Lalia y de su plan para salvarnos, pues a pesar de que me habían suministrado más pastillas, no habían habido más mensajes… Así que no sabía nada y nada podía hacer sino esperar. Pero mañana…

«Al día siguiente vi a Roig.

«Nos apretamos la mano en silencio mientras se hacían los últimos preparativos para la marcha… Sus ojos hablaban también de la alegría que sentía al verme, pero su cara estaba tan contusionada que no me gustó en absoluto. Sin duda le habían dado unos golpes en un intento por conseguir la pista que los llevase hasta los Jimeno, pero conociéndole como le conocía, estaba muy seguro de que no habían conseguido nada y perdido su miserable tiempo… Ahora bien, ¿por qué no me habían molestado a mí? Entonces no lo sabía…

«Nos hicieron subir a una camioneta que estaba aparcada en la puerta de la casa y nos pusieron en bancos adosados en las paredes de la caja. Uno frente a otro. Algo después, cuatro soldados, cuatro guardias civiles, ocuparon sus tristes asientos a nuestro lado, como protegiendo nuestros flancos. Luego, la trajeron: La viuda de Roque estaba desmejorada, pero aún se la veía llena de vida y energía. Inés, que así se llamaba, no sé si se lo había dicho antes, era una mujer de una pieza. Y mire lo que son las cosas de la vida: ¡La sentaron al lado de Roig!

«El chofer también ocupó su puesto en la cabina, junto a otro guardia civil más. Por su parte, el cabo que mandaba aquellas fuerzas se sentó al final del banco ocupado por mí. Pero me equivoqué respecto al cabo pues un jeep se situó delante del camión y en él, además del necesario conductor y seis soldados más, estaba el inefable capitán. ¡Así que iba a ser él quien mandase la expedición! Pues, ¡mejor! Si se presentaba la oportunidad le ajustaría las cuentas…

«—¡Adelante!

«Tras la orden del oficial en jefe, iniciamos la marcha hacia el sur… ¡hacia Valencia!

«Efectivamente. Enseguida cogimos la larga carretera que llevaba a la capital del Turia y avanzamos por ella a toda velocidad.

«Habríamos recorrido una veintena de kilómetros, cuando ocurrió:

«¡Un enorme árbol cortaba la totalidad de la vía!

«El frenazo y el movimiento de alerta por parte de nuestros guardianes fue todo una cosa. Amartillaron sus naranjeros y fusiles, según el caso, y estuvieron varios segundos sin saber qué hacer. Roig y yo nos miramos pensando que aquello podrían ser los prolegómenos de la ayuda de los Jimeno. Pero no sabíamos si el momento era el más adecuado para colaborar, pues los guardias dispararían a bocajarro y sin fallar en aquella distancia. Si hacíamos algún movimiento sospechoso, nos matarían sin remedio. Era la consabida fórmula de que la primera bala era para el enemigo… No, la emboscada no nos parecía el mejor lugar ni el momento más oportuno…

«Tras el silencio producido por la sorpresa, el jefe de la expedición ordenó desocupar el vehículo todo terreno para que todos los números echaran una ojeada al terreno circundante. Los seis descendieron con las armas a punto y empezaron a escalar la ladera de la montaña colindante, único lugar no totalmente visible desde el asfalto y, por lo tanto, apto para una agresión (por la otra parte de la carretera estaba la playa y el mar). Al mismo tiempo, y a través de la tela de lona entreabierta de nuestra camioneta, vimos como el capitán y el chofer montaban y ponían a punto una ametralladora ligera y la colocaban en un soporte dispuesto al efecto en el armazón del chasis. Cuando lo hubieron conseguido la orientaron de manera terca y firme hacia la montaña… Parecían esperar un ataque de algún tipo…

«Los guardias, mientras tanto, gateaban subiendo por la ladera sorteando todas las irregularidades del terreno, pero se les veían que no las tenían todas consigo. ¡Sabían o se imaginaban la clase de gente enemiga que les estaban esperando! De manera que, al avanzar, empleaban todas las precauciones del mundo. Al verlos de aquel modo me dije que estaban muy nerviosos y que no serían enemigos difíciles para cualquiera que estuviese avezado en la lucha cuerpo a cuerpo. ¡Eran casi novatos…! De pronto, sin razón aparente, uno de los guardias abrió fuego sobre un punto determinado de la loma. Todos lo imitaron al instante y hasta la máquina ametralladora del jeep corrigió su ángulo y se sumó a la descarga general.

«A una orden del capitán, nos hicieron salir del vehículo y tumbarnos en la cuneta del lado mar. Luego, al quedarnos a su cuidado exclusivo y al de dos hombres más, ordenó al resto que subiesen en ayuda de sus compañeros.

«En la ladera seguían disparando…

«Extrañado ante el silencio del atacante o de los atacantes, pensé que tal vez no fuesen los Jimeno o que si lo eran, estuviesen esperando alguna ayuda por nuestra parte. Llamé la atención de Roig, que estaba tendido a mi lado, y éste comprendió. Lo malo es que también debieron entenderlo nuestros vigilantes pues apoyaron las bocas de sus fusiles en nuestros riñones.

«Ante un mensaje tan elocuente, nos limitamos a esperar.

«Al rato, el silencio general nos envolvió otra vez. Los hombres de la loma volvían hacia la carretera convencidos de que no eran atacados y que todo había sido debido a sus nervios. De todas formas, bajaban la ladera haciendo alarde de nuevas precauciones. Cuando llegaron a nuestra altura, explicaron al oficial que habían disparado sobre lo que creyeron una sombra humana, pero que el terreno ya estaba despejado. Por eso, tras recibir un amago de reprimenda, todos se unieron en la tarea de abrir el paso y cuando lo consiguieron empleando incluso la fuerza de la camioneta, nos hicieron subir otra vez y ocupar de nuevo los puestos. Durante todo aquel rato y durante todo el movimiento, Inés parecía estar tranquila y para nada preocupada por el futuro. Sin embargo, cuando se sentó frente a mí, noté cierto brillo en sus ojos, como si estuviese tramando algo espectacular… Hasta sus mejillas, antes tan pálidas, estaban coloreadas intensamente… Por lo demás, parecía estar calmada. Eso sí, respiraba de forma agitada a juzgar por los movimientos de su hermoso busto. Es verdad que estaba prisionera como nosotros pero ella además, tenía que soportar las lascivas miradas de nuestros vigilantes. Y de uno de ellos de forma especial, el cabo, el cual estaba sentado en el extremo de mi banco y la desnudaba con los ojos sin en el menor pudor.

«El convoy ya se había puesto en movimiento…

«Pero no habríamos recorrido ni medio kilómetro cuando un seco estampido rompió el silencio del entorno y se multiplicó mil veces en la resonancia de las montañas.

«Un grito en el jeep… ¡y nos paramos otra vez!

«¡Uno de los seis guardias estaba muerto!

«Cuando pudieron dominar su estupor, cada cual reaccionó a su manera. Uno de ellos se situó tras la ametralladora de nuestra camioneta que habían tenido la precaución de no desmontar, y envió su mensaje de fuego hacia la ladera… pero el silencio fue la respuesta. Entendí que les habían disparado con un fusil equipado con teleobjetivo, por eso el arma ni siquiera había podido identificar al agresor.

«Unos soldados, visiblemente furiosos y cubiertos por sus compañeros, bajaron al cadáver del vehículo y sin otras ceremonias lo tiraron al mar desde un pequeño terraplén que lo separaba de la carretera propiamente dicha. Bueno sí, uno de ellos hizo la señal de la cruz tres veces seguidas, pero no hubo más.

«Como ya no disparaban ni veían a nadie, se les ordenó reanudar la marcha enseguida adoptando nuevas y mejores precauciones, pero los nervios se habían adueñado ya de nuestros guardianes. Una de las evidencias más visibles fue que dejaron de hablar entre ellos. Acariciaban las culatas de sus armas con los labios resecos… Sólo el cabo, un miliciano reenganchado no sé cuántas veces y lleno de cicatrices, cuya identidad conocimos más tarde, seguía mirando de forma salvaje a nuestra amiga. Parecía como si lo demás le tuviese sin cuidado… Roig debió de interceptar también sus miradas porque noté que estaba tenso y con cara de pocos amigos. Por mi parte creí ver una sonrisa de picardía en los labios de Inés, como si estuviese provocando de forma deliberada al seboso miliciano… ¡a lo mejor estaba soñando!

«—¡No es posible!— pensé, tratando de convencerme a mí mismo

«Ahora un guiño, sí. Ahora estaba seguro… ¿Qué quería hacer aquella insensata?

«Seguíamos devorando la carretera kilómetro a kilómetro…

«De improviso, igual que antes, dos disparos muy seguidos reventaron sendos neumáticos. del jeep. Después le vimos patinar en dirección al terraplén derecho, ahora convertido en precipicio, y hasta adivinamos los enconados esfuerzos del conductor haciendo lo imposible por evitarlo. La camioneta, por su parte, había frenado con cierta normalidad y se había convertido en testigo excepcional de aquella lucha contra la muerte. Por fin, el jeep, quedó atrapado en una roca con las dos ruedas delanteras suspendidas en el aire. Al verlo, dos soldados de nuestra escolta, se apearon del vehículo con un cable y lo ataron con mucho cuidado al bastidor del todo terreno, pues no se atrevían a hacer movimientos bruscos dada la inestabilidad del mismo. Por otro lado los ocupantes no podían hacer más que mirar… El cable se tensó y el vehículo en peligro empezó a desplazarse hacia atrás… hacia la salvación…

«El estampido, o lo que lo había originado, hizo dar una extravagante pirueta a uno de los dos hombres que estaban en el suelo.

«¡Quedó hecho un guiñapo!

«El otro corrió a refugiarse mientras que el resto no sabía ni qué hacer ni qué determinación tomar. Por fin, la camioneta pudo sacar al jeep del precipicio, gracias a un último tirón que casi partió la cuerda. Entonces, todos saltaron a tierra y nos obligaron de nuevo a salir al exterior. Enseguida, el oficial intercambió unas palabras con el cabo y éste con sus hombres. El resultado de  todo aquel cuchicheo fue que nos colocaron a los tres contra el grueso tronco de un árbol que era bien visible desde el supuesto lugar que ocupaban sus atacantes.

«Luego, y mientras quedábamos bien inmovilizados por la amenaza de varios fusiles, el capitán, usando las dos manos como bocina, habló a la inmensidad del monte:

«—¡Atención, escucharme todos…!

«El eco repitió fielmente su llamada.

«—¡Entregaros quien quiera que seáis!

«—¡…seáis!

«Me acordé de los desaparecidos tarraconenses.

«—¡Si dentro de unos minutos no habéis aparecido y bajado hasta aquí sin armas y con las manos en la cabeza, vamos a tener que fusilar a los prisioneros!

«—¡…prisioneros!

«Silencio.

«Nosotros nos miramos:

«—¡Vaya panorama…!— murmuré por lo bajo.

«—¿Crees que son los Jimeno?— me preguntó Roig de igual modo.

«La mujer fue quién contestó:

«—Sí, desde luego. Son sus métodos. Claro que tienen que superarse a sí mismos porque estos guardias son capaces de cumplir sus amenazas.

«—Debiéramos hacer algún movimiento.

«—Desde luego —reconocí—, pero ya ves que no nos quitan los ojos de encima.

«—Yo tengo un plan que quizá de resultado —dijo ella—. Claro que en estos momentos…

«—¡Eh, vosotros! —nos increpó el duro capitán—. ¿Qué estáis murmurando? ¡No creáis que van a llegar a tiempo para salvaros! ¡Ya ha pasado un minuto!

«Sin hacer caso a sus palabras, nuestra mente actuaba velozmente tratando de hallar la solución que facilitara al menos el ataque que cabía esperar.

«Pasaron dos minutos más.

«Al final todos oímos claramente como el cabo le decía a su superior:

«—Mi capitán… Los muchachos y yo hemos comentado que si hay que matarlos quisiéramos conservar la vida de la mujer un poco más— y le guiñó un ojo.

«El oficial no, pero no le contestó. Le daban igual carros que carretas porque estaba inquieto y no las tenía todas consigo. Aquella situación se estaba prolongando demasiado y pronto tendría que tomar una decisión.

«Cuatro minutos…

«Inés estaba serena aun a pesar de imaginarse el final que le aguardaba a manos de aquellos animales que habían perdido la dignidad. Nosotros tendríamos bastante con una bala más o menos caprichosa, pero ella…

«Cuatro minutos y medio…

«Dos segundos más tarde ocurrió:

«Estaban dando tanta importancia a nuestra vigilancia y a las montañas de donde habían partido los dos ataques, que descuidaron el flanco de la parte sur de la misma carretera. Precisamente estaba mirando hacia allí, cuando los vi:

«¡Lalia y los Jimeno!

«Era Lalia. Una Lalia con un traje de hombre y con la metralleta dispuesta. Me pareció una walkiria del Apocalipsis por su salvaje celo en liberarnos y por su atuendo… Su pelo caía con descuido sobre la rota camina varonil y sus ojos echaban chispas de ansiedad, cansancio, deseo… ¡y temor! Claro, la vi en un solo segundo. Porque cuando la realidad de la visión se abrió paso en mi cerebro, obligué a Roig y a Inés a abrazarse con la tierra que teníamos a nuestros pies:

«—¿Eh? ¿Qué…?

«—¿Qué pasa?

«—¡A tierra!

«Los guardias civiles que nos vigilaban y los que estaban agrupados pensando en constituir un frente compacto, no tuvieron tiempo de intervenir; en más, aquella tonta posición aceleró su final. Cuatro armas automáticas de los asaltantes segaron sus vidas antes de que tuvieran tiempo de volverse.

«Allí se quedaron, unos cuerpos encima de otros.

«Nos levantamos de un salto por si era necesaria nuestra ayuda, pero allí ya no había nada qué hacer. Además, poco hubiéramos podido colaborar, pues Lalia, sin darme tiempo a defenderme, se abalanzó sobre mí y aplastando su pecho contra el mío, me obligó a sellar su boca con un prolongado beso. Cuando pudimos volver a la realidad, nos dimos cuenta de que Roig, Inés y los Jimeno nos estaban mirando sonriendo. Entonces, aquella muchacha se desembarazó del todo de mis brazos y roja como la grana se puso a mirar las grotescas puntas de sus zapatos varoniles al tiempo de que una risotada general la hizo subir el rubor hasta la punta de las orejas.

«—¡Andrés, Juan, Felipe…— les hablé, agradecido, mientras estrechaba sus vigorosas manos.

«Ellos quitaron importancia al asunto:

«—Han sido las mujeres las que se han portado como unas valientes.

«Y así, entre bromas y veras, hablamos de muchas cosas relativas a nuestro abortado plan para ir a la Ciudad Condal, nuestra captura y encierro y hasta el momento en que se habían vuelto a encontrar a Inés.

«No tardaron en interesarse por mi herida:

«—Pues la verdad sea dicha, ni aun yo mismo sé lo que pasó. Sí, estoy curado pero necesito consultar con un buen médico antes de aceptar que estoy inútil…

«—¿Inútil?

«—Bueno, en cierto modo.

«—No comprendo.

«Roig acudió en mi ayuda:

«—Quiere decir que, a lo mejor, no podrá tener más hijos.

«—Eso creo.

«—¡Ah!

«—¡Oh!

«—¡Hombre…!

«—¡Vaya!

«—¿Estás seguro?— Lalia me miraba con los ojos llenos de toda la ternura de que fue capaz.

«—¡Sí!

«—¡Oh, cuánto lo siento!

«—¡Venga, no exageréis tanto la nota! —convenciendo a los demás, trataba de hacerlo a mí mismo—. Al fin y al cabo no me puedo quejar. Estoy vivo y os recuerdo que ya tengo uno.

«—Sí, claro— Lalia me dio la espalda y comprendí que lo hacía para llorar; además, su hermana había acudido a su lado y las dos se fundieron en un uno de esos abrazos que contagian.

«Se produjo un silencio embarazoso… hasta que Andrés, el mayor de los Jimeno, dijo:

«—Creo que aquí sobramos.

«—Tienes razón.

«—Supongo que tal como están las cosas, no pensaréis en volver a marchar otra vez.

«—No, me parece que no tenemos otra alternativa por el momento que ir con vosotros. ¿Tú qué dices, Roig?

«—¿A dónde vamos a ir?

«—Además, habéis de saber que la ciudad ha caído ya.

«—¿Cómo?

«—Sí, lo hemos sabido esta mañana.

«—Bien pues, está decidido. ¡Vamos con vosotros!

«—¡Estupendo!

«—¡Eso está bien!— las efusiones de los hermanos eran sinceras. Habría que ir a las montañas y estar a la espera de una oportunidad mejor…

«—¡Pues, vamos antes de que vengan a investigar!

«—¡Sí!

«—¿Podremos utilizar la camioneta durante un rato?

«—Creo que sí, ¡vamos!

«—¡Sí, vámonos!

«Roig y yo recogimos las armas de los caídos y ya nos disponíamos a seguir a los Jimeno al interior del vehículo, cuando vimos al cabo que nos miraba a su vez con odio a través de su ensangrentada cara. De nuestras gargantas no salió ningún sonido de aviso o de petición de ayuda. Le vimos sacar su pistola reglamentaria con mucha dificultad y cómo nos apuntaba alternativamente sin saber cual de los dos sería su primera víctima. Aquellos pocos segundos de indecisión nos salvaron la vida, pues una ráfaga de balas que surgió a mi izquierda, clavó al suboficial en tierra para siempre.

«—Carlos…

«Lalia me miraba temblorosa, casi con rabia… De su arma, aún salía un humo delator. Por eso, tras dar una palmada a mi amigo para indicarle que subiera al camión, me acerqué a la chica, la cual agradeció el hecho de poder recostarse en mi pecho y llorar a gusto. La dejé desahogarse por unos momentos y al levantar su hermosa barbilla para expresarle sin pudor mi total agradecimiento, sus ojos aún estaban inundados de lágrimas. Unas lágrimas grandes, perladas, decididas…

«—Lalia…— intenté secarle las mejillas a base de repetidos besos, pero me fue imposible.

«—Carlos… ¿Qué te ha pasado?

«—No lo sé, mi vida. Algún día te explicaré las dudas que amargan mi espíritu y que, a veces, me inmovilizan.

«—Sé que todo esto es inhumano. Matar, matar y matar… pero él te quería matar a ti.

«—En efecto. Te debo la vida.

«Unidos de forma extraña nos acercamos los dos a la camioneta:

«—¡Cuídate Carlos, por favor!

«—No te preocupes, lo haré. Ya estoy bien, Lalia, ya estoy bien— subimos y su hermana se hizo cargo de ella de forma inmediata.

«—Inés, es matar o morir— decía la joven llorando de forma desconsolada y sin poder eludir las comprensivas caricias de su hermana.

«Por lo demás, en el interior de la camioneta, se respiraba un silencio preñado de humanidad. Y el nudo de la garganta me dificultó la respiración hasta que varias manos me dieron de nuevo la bienvenida y el aliento. Y así, la alegría de vivir y el hecho de estar de nuevo todos juntos, me devolvió la seca fuerza que tanto estaba necesitando.

«—Bueno —dije con el mejor y más puro acento festivo del que fui capaz—, nos vamos, muchachos. Ya tengo ganas de tumbarme un par de días en la cama del refugio.

«Felipe, el taciturno, el pequeño de los Jimeno, que era el que estaba sentado detrás del volante, le dio al contacto y el motor arrancó produciendo el ruido característico. Puso la primera marcha e iniciamos la nueva aventura… Juan, que antes de subir había tenido la precaución de cortar la cuerda que había servido para salvar al jeep, le acompañaba en la cabina con el arma preparada sobre las rodillas. El resto, es decir, Roig, el mayor de los hermanos, las dos mujeres y yo, intentamos descansar en la maltrecha caja. Casi lo pudimos conseguir mientras estuvimos avanzando por la carretera principal, pero como la dejamos pronto por imperativos de la seguridad, no logramos hacerlo ni poco ni mucho, sino que empezamos a dar saltos como locos dentro del vehículo. Así que el descanso fue del todo imposible. Lo que hicimos fue aprovechar el viaje. Entre otras cosas, Inés, la hermana de Lalia, nos explicó el arriesgado plan que tenía para liberarnos en el caso de que fallasen los Jimeno y que consistía, ni más ni menos, en ofrecer su cuerpo en pago de nuestra libertad. Le hicimos saber que su sacrificio habría sido inútil del todo y, después, les pedimos perdón por haber dudado de ellas. Lo que no quedó claro aún fue el por qué se nos entregaron en su casa…

«Así fue como nos enteramos que ignoraban que el «tonto» era un traidor y que se enteraron de nuestra captura por una vecina que nos vio entrar en el lugar. Inmediatamente, se pusieron a elaborar el plan de nuestra salvación que tanto éxito debía tener.

«Dígame señor, ¿qué es lo que podía hacer en aquellas circunstancias? Cada vez que por azar levantaba la mirada me encontraba con los vivos y expresivos ojos de Lalia que parecían mirarme cegados de amor. Yo no digo que también me enamorase de ella, porque la memoria de mi mujer estaba muy presente en mi alma, pero sí que por mi corazón pasó ese chispazo de simpatía y cariño que nos humaniza al fundirnos del todo con la persona amada… ¡Vamos, que me resultaba fácil dejarme querer! Lalia estaba allí, latiendo, sintiendo… y Sonnia, no. ¿Me comprende? De nuevo estaba delante de una de las temidas encrucijadas. Mi vida estaba basada en el sentido honesto de la moral y no podía dar mi amor a dos personas distintas y diferentes a la vez. Pero ella estaba allí… No, Lalia había llegado tarde a la cita con mi vida. Sonnia me había dado un hijo y eso significaba una preferencia. Era un hijo que no conocía aún, pero hijo al fin… ¿Qué sería de él en aquellos precisos momentos? Barcelona había sido liberada… ¿…? ¡Pobre hijo mío! Libertad para su vida futura, ¿por qué no? Pero su padre no estaría a su lado. ¡Su padre no viviría sus primeras gracias, no le daría sus primeras caricias, no le impartiría sus primeros consejos, no le guiaría en sus primeros pasos…! ¡Y sólo porque su padre era de los «otros»…! ¿Qué otros?

«—No los creas, hijo mío. ¡Me obligaron a luchar! ¡Todos! La sociedad, los políticos, incluso la familia. ¿Qué pensarías si te dijesen que tu padre había sido un cobarde? ¿Estarías orgulloso de mí? Por otra parte, ¿qué sabía yo, hablo como soldado, de lo bueno o lo malo de nuestra guerra? ¿Qué delito o responsabilidad tengo por haber tomado parte en ella, si soy «rojo» por estar en la zona republicana y hubiera sido «azul» de estar en la otra? Hijo mío, no les creas cuando te señalen con el dedo. Si lo hacen piensa en mí, si te insultan, recuérdame y si te acusar de ser como yo, levanta la vista y la cabeza con orgullo. No es soberbia, hijo mío. Te hablo en serio. Mis frases no están dictadas por la soberbia. Te hablo con el corazón en la mano… Sólo le temo a una cosa, a una cosa capaz de hundirme en el pozo del olvido, ¿verdad que nunca me preguntarás por qué te traje a este mundo en circunstancias tan anormales? Sí, ya sé que no lo harás. Pero cuando la duda se abra paso en tu mente, recuerda una sola cosa: ¡Tu padre es parte de ti mismo! Los dos formamos una unidad, qué tú eres la continuación de lo que pude haber sido y no fui, qué he puesto en ti todas mis esperanzas, qué quisiera que fueses lo que yo siempre he soñado ser y qué la guerra nos separó de cuajo con su implacable guadaña… Eres mi retoño. Tú estás limpio de culpa y en ti puedo hacer realidad todas mis aspiraciones, proyectos y planes. Por eso, cuando te vea, me sentiré contento y orgulloso de haberte engendrado y tú me estarás agradecido! ¡Lo sé! Jamas nos enfrentaremos por cosas importantes. ¡Nunca me acusarás por no entenderte, ni me dirás eso de que nunca pediste ser creado! ¡Eres algo de mí mismo y por eso sé que me necesitas, que te necesito…! Espero que algún día me comprendas. Los que hemos perdido la guerra no tenemos derechos, pero tú sabes que somos necesarios para la reconstrucción del Estado y qué en una guerra todos pierden, vencedores y vencidos, por eso no pueden excluirnos de la nueva sociedad. Tú sabes bien que seguimos siendo catalanes, españoles, ciudadanos de primera categoría. ¡Cómo ellos, igual que ellos! Tú sabes que amamos a la Patria igual o más que ellos… Por eso no debes avergonzarte cuando alguien te diga que tu padre es de un determinado color. ¡Todo es ficticio! ¡Todos somos iguales! ¡Todos tenemos el mismo común denominador…!

«En fin, poco a poco, todas las conversaciones habían ido languideciendo y cuando Felipe encendió las luces para poder avanzar con seguridad por aquel camino en proyecto, empezamos a dormitar a pesar de las sacudidas… Las dos mujeres fueron las primeras en dejarse vencer por el sueño. Lalia, recostada al lado de su hermana, respiraba tranquila y al compás… ¡Ya había pasado lo peor! A pesar de todo, parecía estar necesitada de protección. Para acariciar su hermosa cabellera, sólo tuve que alargar el brazo. Creo recordar que sentí un temblor interior al notar el suspiro que le nacía en lo más profundo del alma. Y me dije que no podía ser tan malo darle un poco de tranquilidad, de hacerle sentir un poco de cariño y compañía… Así que me cambié de sitio sin dudar más y la acerqué a mi pecho, separándola de su hermana, hasta que noté que su sueño se volvía normal. Un poco después, al ver que era el único que aún estaba despierto en la caja de la camioneta, me abandoné también en los brazos de Morfeo…

«Serían las doce de la noche aproximadamente, cuando despertamos de golpe a causa de un frenazo demasiado brusco. Al investigar la razón, supimos que ya no podíamos avanzar más con aquel coche. Por eso, Felipe nos gritaba a través de la ventanilla que separaba la cabina con la caja:

«—¡Ahora tenemos que andar!

«Así que bajamos todos.

«Lo primero que hicimos fue mirar bien a nuestro alrededor con cierta curiosidad hasta que pudimos comprobar que ya estábamos en las montañas, a una buena altura y solos con las estrellas.

«Roig argumentó:

«—No podemos dejar aquí tirado este trasto… ¡Ayudarme a despeñarlo!

«Así lo hicimos y el vehículo se incendió muchos metros más abajo.

«Luego, todos empezamos a caminar en fila india cargando nuestros equipos y pertrechos.

«Y así seguimos algunas horas hasta que, al amanecer, llegamos al ansiado refugio…»

 

2

Carlos aplastó en el lleno cenicero su nueva colilla mientras el ciego le decía, después de respirar con profundidad:

—Nunca hubiera podido adivinar los inesperados giros de su historia. La verdad es que cada hombre es un mundo, pero en su persona convergen las facetas más dispares. ¡Sí, es usted un hombre notable!

—No lo crea. Yo más bien pienso todo lo contrario. No me imagino a nadie con tantas dudas e indecisiones como yo.

—¡Ah, si usted supiera…!

—¡Hombre! No creo que haya alguien tan indeciso, débil y complicado como yo.

—Todos tenemos más o menos secretos y lados débiles. Es como una característica innata de la humanidad… ¡Lo que pasa es que nadie se atreve a exteriorizarlos! Sin embargo, usted, y de ahí su real notabilidad, los está reconociendo con sinceridad.

—Puede ser… ¿qué, seguimos o descansamos?

—Por mí, siga, siga hablando cuánto quiera. Yo no estoy cansado casi nada, y parece que de alguna manera estamos haciendo un camino para que se encuentre a sí mismo.

—Pues sí, es verdad. A medida en que me voy sincerando con usted, voy notando como se libera mi pecho y eso, lo reconozco, es una muy buena señal. Pero quiero que sepa, señor, que aún tengo mucha vergüenza de mí mismo y de mis actos para que pueda sentirme contento y levantar la cabeza con dignidad. Además, tengo que contarle otras cosas antes de que pueda emitir su veredicto final.

—Muy bien, muy bien, siga contando y le prometo que voy a intentar resolver todos los problemas a medida en que vayan apareciendo.

Hicieron una corta pausa en la que sólo se oía el tranquilo respirar de la niña y muy poco las voces de la calle. Parecía como si la fiesta estuviese declinando. Tal vez el sueño, o lo avanzado de la noche, empezaba a hacer estragos en los pocos transeúntes que aún festejaban la verbena.

Lo verdad es que Carlos, ajeno por completo a jugar con equilibrios mentales, estaba hablando de nuevo decidido a continuar su historia hasta el final.

 

3

«—Bueno —exclamó Juan, entre bocado y bocado de la sana comida que nos habían preparado las mujeres—, ya que al parecer vamos a seguir juntos una larga temporada, sería bueno elegir a un jefe.

«—Ya está elegido —dijo su hermano mayor con rapidez—. ¡Carlos nos dirigirá!

«—¿Quién, yo? No, no puede ser. Recordar que no conozco estos lugares y que aún no estoy avezado en esta clase de lucha.

«—Nos tienes a nosotros para anular tu primera excusa y en cuanto a la segunda, sencillamente, no nos la creemos.

«—Carlos —medió Roig—, creo que debes aceptar de buena fe el caudillaje puesto que todos estamos de acuerdo.— Y riéndose levantaron sus diestras al aire como si estuviesen empuñando unas espadas y haciendo un brindis al estilo de los «Tres Mosqueteros».

«—Ya veo que esto es un complot total y que no tengo más remedio que aceptar. Pues en fin, allá todos vosotros con las consecuencias.

«—¡Estamos orgullosos de combatir con «alma de cántaro»!

«—¡Ya será menos!

«Y así, entre bromas y veras, determinamos el rumbo que iban a seguir nuestras vidas. Habíamos aceptado el hecho de aquella existencia sin futuro fijo sin pensar que tal vez estuviésemos forjando un final desagradable, porque por más vueltas que le diéramos a nuestra situación, la verdad es que estábamos fuera de la ley. Pero no podíamos hacer otra cosa. No, al menos por el momento. Tal vez piense que debiéramos de habernos entregado y enfrentado con más valentía a los hechos, pero el resultado habría sido el mismo con la desventaja de ser fusilados antes. Por otra parte, y no es para justificarme, cada día que pasábamos en aquella situación no hacíamos otra cosa que incrementar el debe con las autoridades de hecho… En fin, señor, como puede comprender, no era nada fácil tomar una decisión y ante la duda, optamos por seguir como estábamos con la remota esperanza de una utópica amnistía que nos liberase de una vez.

«Pasó el tiempo y la vida en el refugio transcurrió sin novedad, salvo la reciente y visible atracción de la viuda de Roque hacia el mayor de los Jimeno y a la recíproca… Como nos habíamos propuesto un buen descanso y allí había muy poco que hacer, todo invitaba a la práctica del amor. Prueba de ello lo daba el buen Roig que sólo parecía suspirar por Pilar y por el momento en que pudiera reunirse con ella. En cuanto a mí, bueno… Para matar el tedio y desentumecer los músculos y los pensamientos, les hacía dar periódicas batidas por los picos cercanos sin otras misiones que evitar los encuentros con la cada día más numerosa Guardia Civil. Por la noche y siempre que podíamos, escuchábamos la radio, tanto en las acampadas provisionales como en la gruta, para no perder de vista al mundo exterior y enterarnos, de paso, de los pormenores de la lucha.

«Así fue, como un día, supimos del cese de las hostilidades:

«—En el día de hoy, el ejército rojo…

«Era el primero de abril de mil novecientos treinta y nueve.

«Recibimos la buena nueva con disparidad de opiniones. La verdad es que fui yo quien dio muestras de una mayor esperanza. El pensamiento de poder volver a casa me nubló la razón y me hizo ver visiones. Tanto es así que, al poco tiempo, Roig también se dejó llevar por la magia de aquel momento, contagiado tal vez por mi entusiasmo, y nos gritó que ya se sentía libre para salir en busca de Pilar y rehacer su vida. Y que, si no teníamos inconveniente, la iría a buscar con las primeras luces del alba.

«Sólo las dos mujeres y los tres Jimeno parecían tener preocupaciones.

«—¿Qué os pasa?

«—Pues que para nosotros nada ha cambiado. ¿Dónde vamos a ir? No tenemos casa, hacienda, familia… Además, ¿crees que podemos entregarnos y declarar que hemos estado luchando contra su retaguardia?

«—La verdad, yo…

«—¡No, estamos condenados a seguir como hasta ahora!

«—Eso os deja sin posibilidad de rehabilitación.

«—Es posible.

«—Quizá podamos salir a la luz cuando todo se empiece a olvidar. El odio fraternal no puede ser eterno.

«—Andrés tiene razón —concedí con gravedad—. La verdad, querido Roig, es que nos hemos pasado bastante. Sí, nos hemos dejado llevar por un optimismo excesivo y sólo te recuerdo que estamos en la misma situación que ellos; es más, si conocen nuestras correrías y tienen en cuenta todos nuestros antecedentes…

«—¡En efecto…! ¡Tonto de mí!

«—Pero vosotros podéis justificar…

«—Nada, nada. Nos quedamos hasta que la suerte decida por nosotros, ¿te parece bien, Roig?

«—¡Ni más ni menos!

«Lalia me miró:

«—Pero tienes mujer e un hijo…

«—Lo sé, Lalia, lo sé. No puedo abandonarlos, pero ahora no sé que hacer por ellos. Antes he de lavar mi nombre…

«—Me lo imagino.

«—Por lo pronto —yo seguía sin notar nada especial en la voz de la mujer—, nuestras actividades van a centrarse en cosas positivas. Y empezaremos ahora mismo, enseguida. Primero podemos aumentar las pesquisas para averiguar todo lo relacionado con la muerte de vuestros padres y si existe algún medio para que la hacienda os sea restituida —los Jimeno asintieron con la cabeza—. Al mismo tiempo, y si estamos todos de acuerdo en esto, daremos los pasos necesarios para tantear las posibilidades que tenemos de entregarnos si nos aseguran un juicio justo y cabal… En fin, lo que quiero decir es que ya no haremos nada que pueda incriminarnos más a los ojos de los vencedores.

«—De acuerdo.

«—Sí.

«—Lo que tú digas.

«—Bueno…

«—Lo tenemos difícil.

«—Es verdad. Por desgracia, nuestra popularidad ha sido aprovechada, distorsionada e incrementada por su terrible propaganda política hasta el punto que ahora nos dificulta un desenlace pactado y honroso.

«—¡Sí, nos ha hecho un flaco favor.

«—Lo tenemos claro.

«—Tal vez con un poco de suerte…

«—Creo que debemos empezar a confiar en Dios.

«—Hombre, Carlos…

«—Sí, necesitamos de toda su ayuda para salir con bien de esta situación.

«—Tú mandas, Carlos. Desde luego, nos hará falta que Dios nos ayude. Me parece que cometimos un error al lanzarnos al monte —Andrés tenía cogidas las manos de la viuda entre las suyas—, pero ya es tarde para lamentos. Te nombramos nuestro jefe y te seguiremos donde vayas.

«—Bueno, bueno. Creo que ahora mismo nuestras acciones deben ser el resultado de unas decisiones conjuntas. No basta con que sigamos algún tipo de estrategia, sino sopesar nuestras opiniones en todo momento porque la situación continúa siendo muy delicada. Todos nos estamos jugando la vida, no lo olvidéis y, de alguna manera, tenemos motivos para no perderla antes de tiempo…

«Pensaba en Andrés, en Roig… y hasta en mí. Pero sorprendí de nuevo la mirada de Lalia y tuve que callarme de forma inexplicable. Mi amigo Roig acudió en mi ayuda una vez más:

«—Pues a partir de hoy podemos ir visitando los pueblos de la región y poner en práctica todas las ideas que acabas de exponer.

«—¡Eso está bien, aunque luego me dirás de qué ideas estamos hablando!

«Todos estuvimos de acuerdo en seguir viviendo con ciertos ribetes de esperanza… ¡El plan era darse a conocer sin armas ni sangre y enderezar los entuertos que pudiésemos encontrar, por si nuestra buena fama conseguía lavarnos el nombre…!

«Cierto día, al volver Juan al refugio cargado con la comida básica semanal, nos contó:

«—El señor Ramón, ya sabéis, el dueño de la masía que siempre ha colaborado en nuestra alimentación, tiene miedo de seguir haciéndolo. Y lo mismo les ocurre a los demás. Las autoridades locales han hecho correr la voz de que van a terminar con nosotros y con los que, como nosotros, viven en el monte alto. Los guardias han intensificado las rondas y piden a todos que colaboren de buen grado… ¡o por la fuerza! Se sabe que han tomado represalias entre aquellos agricultores que nos han ayudado… ¡Todos tienen miedo!

«El resto de sus hermanos empezó a acariciar con nervio las culatas de sus metralletas…

«Juan continuaba:

«—¡Han destruido la masía de Roque!

«—¿Qué mal había hecho mi casa?

«—Al fiel médico de Vinaroz le han hecho responsable de vuestra fuga y le han fusilado…

«—¿Qué?

«—¡Rayos!

«—¡…!

«—¡Pobre don Nicolás!

«—Hay más… ¡Han cogido preso al padre de Pilar!

«—¡Malditos!— Roig se levantó y quito el seguro de su arma en un acto reflejo.

«—Espera Roig, espera a que termine— ordené.

«—Ya termino. Lo tienen bien seguro en la cárcel del pueblo. Además, han rodeado la masía para que nadie pueda entra ni salir… Creo que esa es su forma de actuar, pues así han acabado con muchos de nosotros.

«—¿Cómo?

«—Pues al saber que sus casas están en peligro, han dejado la seguridad del monte alto y al acudir en defensa de sus familiares, ¡los estaban esperando!

«—Juan, con nosotros no lo van a tener tan claro —dije—. Compañeros, ha llegado el momento de luchar otra vez, aunque presiento que esta será la definitiva. ¡Vamos a rescatar a las personas que nos ayudaron con la ventaja de que nuestros enemigos no saben dónde vamos a empezar! Está visto que nuestra rehabilitación tendrá que esperar.

«De nuevo sorprendí una mirada de íntima tristeza en los ojos de Lalia, pero esta vez sería porque la estaba mirando ya más de la cuenta…

«Por lo demás, todos estuvieron de acuerdo.

«Nos preparamos durante dos días seguidos. Claro que de haber hecho caso a Roig, habríamos salido enseguida en busca de su amada…

«Faltaban unas dos horas para el momento que habíamos fijado para la salida, cuando Lalia se me acercó, y me dijo:

«—Mi hermana y yo queremos ir con vosotros.

«—¡Ah, no! Esta excursión no es como las otras. Será muy peligrosa y es posible que termine en una lucha a muerte.

«—Precisamente. ¡A lo mejor se trata también de nuestra última aventura…! ¿Qué íbamos a hacer nosotras aquí si os pasa algo?

«—No podéis venir— apuntó el mayor de los Jimeno que por estar cerca no pudo evitar el oír parte de la conversación.

«—¿Por qué?

«—Porque os prefiero… os preferimos aquí.

«—Oye —le increpó Inés, con picardía metiéndose en la baza también—, ¿no decías el otro día que me querías? ¿Cómo es que ahora pareces interesarte por mi hermana? —una carcajada general resonó en la gran estancia, obligando al muchachote a ponerse colorado. Pese a todo, la risotada nos hizo bien—. Entonces, iré contigo. ¡Yo también te quiero —ahora estaba terriblemente seria—, y donde vayas, iré y donde mueras… moriré!

«—¡Mujer…!

«—¡Ea! ¿Quién habla de morir?

«—Mi hermana tiene razón. El deber de la mujer es estar al lado del hombre que ama.

«—Pero…

«—¡Por favor, Carlos!

«¡Qué bien comprendía a aquella mujer!

«—¡Está bien! ¡Iremos todos!

«Y todos se pusieron alborozados a celebrar mi decisión… Bueno, todos no. Aunque se había salido con la suya, Lalia no parecía estar muy contenta. En un momento me miró y coincidimos los dos en un sentir íntimo, vivo… Bajó los ojos enseguida y ya no volvió a hablar más en aquellos términos. Como ya le he dicho varias veces, no estaba arrepentido de haberme casado con Sonnia, pero estoy seguro que de haber permanecido soltero habría hecho a Lalia mi mujer. ¡Feliz el hombre que, comprendiéndola, la hiciese suya!

«Por fin llegó el momento de la partida:

«Empezamos a avanzar como siempre, cuando ya había anochecido. Yo iba delante llevando a Lalia pegada a mis espaldas. Tan cerca, que me parecía oía su respiración y sentir su aliento en la misma nuca. No sé, iba andando como si quisiera protegerme de algo o de alguien… ¡Qué fiel era aquella mujer! No sé muy bien como explicarme. En cierta manera su comportamiento me halagaba, pero también me inquietaba. Es posible que todo se debiera a que me dejaba querer en el mismo centro de la vanidad varonil y que no me esforzaba nada por aclarar nuestras relaciones de una vez.

«Roig cerraba la fila india…

«Tuvimos el primer encuentro cuando llevábamos más de seis horas de caminar en zigzag por picos y barrancos en un intento de ocultarnos hasta de la propia luna. El mayor de los Jimeno, que entonces iba a la cabeza de la columna, nos hizo la señal convenida para que nos ocultásemos con el cuerpo pegado a tierra. Por mi parte, una vez que tuve la certeza de que todos y cada uno de nosotros estábamos guarecidos, avancé reptando hasta la roca que le servía de protección y parapeto para conocer la causa o causas de su alarma. Allí, detrás de la peña, no tuve más que mirar en la dirección que marcaba su dedo para ver el sinuoso avance de la patrulla enemiga:

«¡Tres parejas de hombres y un cabo de la Benemérita estaban subiendo la ladera…!

 

———

DUODÉCIMO NUMERADOR

UNA MUJER EN LA CÁRCEL

  1

«Desde la fuerte prominencia natural en la que estábamos situados y gracias a la luz de la luna, vimos avanzar la patrulla con muchas precauciones y muy despacio. A juzgar por las eses que hacían en su lento ascenso, comprendimos que estaban avezados en aquel tipo de lucha. La verdad era que a medida en que pasaba el tiempo, estaban más y mejor preparados para la lucha sin cuartel contra los maquis, los prófugos y los renegados. Sí, se había especializado. Aquellos que subían eran profesionales y se cubrían tan bien como podíamos hacerlo nosotros.

«Me hice cargo de la situación inmediatamente: Me volví hacia los míos y con los dedos les indiqué el número de enemigos que tendríamos que abatir. Luego les indiqué, todo por señas, que envolvieran a la columna que subía. Enseguida, los Jimeno y Roig, empezaron a desplazarse en un ancho círculo mientras que las mujeres y yo mismo, nos parapetamos lo mejor que pudimos en uno de los lados de aquel camino de cabras que seguía la escuadra verde…

«Cuando oímos la fatigada respiración del primero, hice una nueva seña a las mujeres para que me cubriesen desde la seguridad de las rocas, y de un salto me planté delante de la patrulla, ordenando:

«—¡Manos arriba!

«Su sorpresa no tuvo límites y más al ver aparecer a mis hombres por sus flancos y espaldas. Durante unos segundos se quedaron sin saber qué hacer, pero reaccionaron cuando oyeron la voz de Roig:

—¡Venga chicos, hacer lo que os han dicho después de tirar las armas muy despacio— y para resaltar más sus palabras, apoyó la boca de su arma en los riñones del último guardia.

«Al final obedecieron aunque a regañadientes, la verdad sea dicha.

«—Lalia, Inés, recoger las armas, por favor.

«Las dos mujeres pasaron junto a mí y cumplieron las órdenes en un santiamén.

«Entonces Juan preguntó:

«—Bueno, ¿qué hacemos con ellos?

«—Debemos fusilarlos —fue la sentida opinión de Andrés, su hermano mayor.

«—¡Desde luego!

«—No nos interesa hacer más ruido del necesario.

«—Es verdad. Posiblemente han de haber más guardias por los alrededores y sólo conseguiríamos retrasar la marcha.

«—Pues los mataremos con los cuchillos— y Felipe sacó su machete para rubricar sus palabras.

«Pero en aquel momento sucedió lo inesperado: El que parecía mandar aquella escuadra, levantó los ojos hacia mí y dijo con mucha tranquilidad:

«—Escuche. Conmigo pueden hacer lo que quieran, pero le ruego que deje en libertad a mis hombres. Soy responsable pues les he guiado hasta aquí. Además —añadió al ver a las dos mujeres—, algunos están casados y tienen hijos.

«Roig le increpó por mí:

«—Nos parece humano lo que nos pides. Pero, ¿vosotros respetaríais esa condición si la situación fuese a la inversa?

«El suboficial no le contestó, sino que continuó dirigiéndose a mí:

«—¡Apelo a su conciencia!

«—¡Vaya! —pensé—, parece que el tipo conoce mi lucha. Mire —ahora hablé en voz alta—, aquí no hay nadie que no haya sufrido por culpa de los que, como vosotros, van haciendo pagar supuestos delitos de guerra siguiendo una manera bastante particular de igualar mentes y moldear conciencias: Desde el encarcelamiento de familiares hasta la expropiación total de las haciendas, tenéis una extensa gama de persuasión. Y ahora, ¿pides gracia para vuestras vidas?

«—¡Yo no he pedido nada para mí!

«—¿Y qué garantías tenemos de que una vez en libertad no nos persigáis a muerte?

«—Ninguna… a no ser que invoquen mi memoria.

«—¡Bah!, con el tiempo todo se olvida y más si no tienes la responsabilidad del mando.

«—Puede ser. Lo único que les garantizo es que si soy yo quien les hace prisioneros, serán juzgados.

«—¡Ah, ya! Otra cosa aún —todos asistían a aquel singular duelo de palabras con diferentes grados de expectación—, ¿usted libertaría a mis hombres?

«—No…

«—¡Ah! ¿Y pues?

«—Ya le he dicho que yo los llevaría al lugar en que podrían ser juzgados con plenas garantías.

«—¿Ante tribunales que condenan de antemano?

«—Yo no tengo la culpa.

«—Desde luego, pero…

«—Bueno Carlos, para mí la cosa está clara. Y creo que debemos acabar con ellos.

«Entonces habló uno de los guardias:

«—Si han de asesinar a nuestro jefe, me tendrán que matar a mí también.

«—¡Y a mí!

«—¡Y a mí!

«—¡Y a nosotros…!

«—No esperaba menos.

«Todos me miraban. Por mi parte dirigí los ojos hacia Lalia, como buscando refugio o inspiración, pero ella tenía la vista clavada en el suelo. Había que tomar una decisión… ¡y solo! Así que pregunté:

«—¿Tienes cuerdas, Andrés?

«—Desde luego, ¿vamos a ahorcarlos?

«—¡Vamos a atarlos!

«—Pero…

«—¡Venga, obedecer todos! Y vosotras —dije a las mujeres—, escondeos un rato por ahí —cuando vi que me obedecían y que desaparecían detrás de un recodo, me encaré con los hombres—: Venga, rápido, que entre unas cosas y otras ya hemos perdido mucho tiempo, ¡quitarles los uniformes!

«—¿Para qué?

«—¡Para nosotros!

«—¿Qué?

«—¡Esta si que es buena!

«—¿Qué nos pongamos eso?

«—Ya me habéis oído todos. ¡Y basta de preguntas! Parece la noche de las preguntas… ¿Roig, es que has olvidado ya nuestra misión?

«—¡No!

«—Pues con los uniformes lo tendremos más fácil.

«—¡Ah!

«—Puede que tengas razón!

«—Y ahora, ¡daros prisa, por favor!

«—¡Ya lo habéis oído! —Andrés, convencido del todo ya se encaraba con los nerviosos guardias—. ¡Fuera la ropa!

«No tardaron mucho en estar los siete atados y sentados en la hierba.

«—Felipe, lleva los trajes a las mujeres y que se la pongan enseguida— y señalé la de los dos guardias más jóvenes.

«—Enseguida— y desapareció corriendo hacia el lugar donde lo habían hecho aquellas.

«Volvió al cabo de un instante, justo a tiempo de oír lo que estaba diciendo el cabo:

«—Les estoy muy agradecido.

«—Espero que comprendas que estamos hartos de que se nos trate como a perros salvajes… ¡y de derramar sangre! ¡Queremos paz!

«—Les prometo que haré todo lo que esté en mi mano para dársela… Antes he oído que le llamaban Carlos… ¿cuál es su nombre completo?

«—No te importa.

«—Es que me gustaría saberlo para ayudarle si un día se me presenta al ocasión y para saber quién es el que me ha vencido en todos los terrenos.

«—Pues…

«—¡Es «alma de cántaro»!— apuntó Juan, uno de los Jimeno, cómo haciéndome un favor.

«—¿Eh?— los guardias se miraron con temor.

«—¿Con qué es usted el célebre «alma de cántaro»? Debí suponerlo —dijo el cabo—. Escuche: Quiero que sepa que por aquí hay muchos hombres que le buscan. Nosotros mismos no teníamos otra misión, aunque le suponíamos más cerca del mar. Se ha hecho muy famoso entre los nuestros, como rastreador y, no se ofenda, como asesino.

«—¿Te parezco un asesino?

«—Bueno… se dice, aunque ahora ya no estoy muy seguro de la veracidad de los comentarios oficiales, que es usted un guerrillero cruel y sanguinario.

«—¿Cómo lo saben?

«—Gracias a los informes de campesinos y prisioneros que juran haberlo visto con sus propios ojos. Además, nuestros mandos saben toda su historia militar, por eso se dice que ha sido comisario político en el frente, que sus hombres le temen, que mandaba las avanzadillas de la batalla del Ebro, que…

«—¿Ah, sí?

«—La radio de la zona roja no para de anunciar que estaba organizando una poderosa guerrilla para continuar la lucha en estas montañas…

«—¿Qué?

«—¡Tenga cuidado! Tenemos la orden de disparar sobre usted en cuanto lo veamos… y si por error, le cogemos prisionero, fusilarlo en el mismo momento en que tengamos conocimiento de quién es.

«—Pues, ¡qué bien!

«—Incluso puedo decirle que el comandante Roig…

«—¿Quién has dicho?— le interrumpió el gerundense.

«—Nuestro jefe Roig, Jaime Roig…

«—Pues, ¿qué pasa con él?

«—Ha ofrecido una recompensa a quien le lleve su cabeza.

«—¡Ah!

«—Oye —Roig rompió su meditación para decirme—: ¿Sabes quién puede ser ese comandante?

«—¿Cómo quieres que lo sepa?

«—Sospecho que se trata de mi hermano.

«—¿Qué?

«—¡Cielos, no es posible!

«—¡Sí, el nombre y el apellido concuerdan!

«—¡Vaya con tu hermanito!

«Roig no hizo ningún caso de la manifiesta sorna de Juan y se encaró con el cabo:

«—¿Sabes de dónde es?

«—Creo que es aragonés, aunque sé que muchos le llaman «el catalán».

«—¡El mismo!

«—¡Vaya coincidencia!

«—Pronto sabremos a que atenernos…

«—¡Ya estamos listas!— Lalia e Inés aparecieron en aquel momento luciendo sendos trajes verdes de la Guardia Civil.

«—¡Muy bien! Pues, vámonos —ordené. Luego me dirigí a los cautivos—: Espero que no os mováis de aquí hasta bien entrado el amanecer. Como habréis podido ver y comprobar, sólo os hemos atado los brazos para que no muráis de hambre en este seco desfiladero, pero necesitamos algo de ventaja; así que, confío en vosotros. Cabo, tú me respondes de que se estén quietos.

«—Se lo prometo.

«—Bueno, bueno, ¡adiós!

«Nos fuimos y pronto nos tragaron las sombras. Al apuntar el alba, las dos mujeres estaban cansadas, así que hicimos un alto, aunque ellas, no queriendo ser ningún estorbo para nuestros planes, querían seguir avanzando. Pero cuando nos sentamos, se quitaron las botas y los tricornios con presteza y se fueron a lavar en un riachuelo cercano. La verdad es que aquel pequeño respiro nos convenía a todos. Estiramos los miembros y preparamos el desayuno con cierta alegría e incluso comentamos que si dada la urgencia era conveniente avanzar también de día. Es verdad que era arriesgado, pero tal y como estaban las cosas no era descabellado intentar acabar la misión cuanto antes. Además, como ya nos habían descubierto habíamos perdido el factor sorpresa. Al final acordamos que a partir de aquel momento avanzaríamos en la medida en que pudieran hacerlo nuestras compañeras.

«Al poco tiempo; Lalia se nos acercó y me dijo:

«—Carlos, hemos descubierto en el río un pequeño claro con un remanso, ¿podemos bañarnos un momento?

«—Es peligroso…

«—Por favor, está muy cerca de aquí.

«—Muy bien, pero no tardéis mucho.

«Accedí enseguida porque comprendí que un chapuzón las descansaría más que el estar sentadas. Mas al verla correr hacia el lugar donde la estaba esperando su hermana, algo me dijo que el intento era peligroso. Pero, tonto de mí, no supe reaccionar a tiempo como habría sido de desear pues estaba atendiendo a lo que decían mis amigos y porque, además, no quería dar la impresión de que estaba pendiente de la muchacha.

«Precisamente, Andrés estaba diciendo:

«—Si te parece bien, primero rescataremos a Pilar y a su madre y luego iremos en busca de su padre.

«—Sí, de acuerdo.

«—¿Y luego? ¿Qué haremos luego?— quiso saber Felipe.

«—Es una buena pregunta, hermano. ¿Qué vamos a hacer después?

«—No os preocupéis aún, pues es mala cosa comer conejo hoy y matarlo mañana.

«—¡Tú y tus sentencias…!

«—¡Yo ya lo sé!— Roig nos interrumpió al darse cuenta de que otra vez intentaba poner en orden todos mis pensamientos.

«—¡Tú dirás!— le animó uno de los Jimeno.

«—Pues, es bien fácil —el gerundense siguió con su idea al comprobar que nuestras miradas convergían en su persona—. ¡Pienso buscar a alguien que me pueda casar!

«No pudimos reprimir una sonora carcajada… que murió en nuestros labios recién engendrada. ¡Quedamos en suspenso y con los nervios en tensión, pues un nuevo grito de mujer nos heló toda la sangre en las venas…! Pero a diferencia del primero, éste tuvo el poder de hacer que nos pusiéramos en pie. Lo sabía. Lo presentía… Así que echamos a correr a toda velocidad hacia el remando del río, hacia el lugar de donde había venido la petición de auxilio. Por eso, a medida en que nos íbamos acercando al lugar en cuestión con las armas a punto, nos transformábamos en máquinas de matar y destruir… porque algo o alguien molestaba a nuestras mujeres. Pronto pudimos ver la causa que había originado el problema y nuestros sentimientos quedaron relegados a segundo término… ¡éramos salvajes en potencia! ¡Qué valor y qué fuerza le entran a uno cuando defiende lo que es suyo! Así, a la tenue luz del amanecer, que se filtraba a través de las ramas bajas de algunos chopos, pudimos ver como dos milicianos luchaban a brazo partido contra las desnudas mujeres y a un tercero que se reía a mandíbula batiente ante la inutilidad del esfuerzo femenino… Bien: ¡cinco metralletas vomitaron su mensaje de fuego y cinco ráfagas se clavaron sobre el cuerpo del gracioso, el cual murió intentando retener sus entrañas a la vez que se retorcía en el suelo. Sin esperar la reacción de los otros dos, Andrés cargó sobre el que luchaba contra la viuda de Roque y le clavó el machete en el corazón. El otro, siguiendo una fuerza refleja, dejó a Lalia y trató de alcanzar el arma que había tirado sobre unos juncos para tener las manos libres, pero su equivocación estuvo firmada por cuatro descargas que le cosieron en el barro…

«Luego el silencio…

«Enseguida, las dos mujeres cogieron sus uniformes y se taparon como pudieron llorando en voz alta.

«—¡Quieto, Andrés!— la voz de Felipe, que intentaba calmar a su hermano mientras ensartaba una y otra vez el cuerpo del árabe muerto, nos volvió de nuevo al reino de los seres humanos… El Jimeno dejó caer el machete y nos miró como si mirara a seres de otro mundo, mientras yo corría en busca de Lalia. Hay cosas que son primero que otras… Cuando llegué a su altura, la dejé llorar todo lo que quiso… ¡Su pobre espalda desnuda aún estaba temblando! Por eso, desde el principio, la acaricié tímidamente, pero al ver como Andrés, más repuesto, abrazaba a Inés y que los demás habían desaparecido de la escena por pudor o por comprobar si habían más enemigos en la zona, le entregué a ella con todo mi corazón. La besé en la boca, en los ojos, en el pelo… impotente para negarle nada. ¡Aquel día la sentí como jamás había sentido a ninguna mujer! Su debilidad, súplica y desamparo, terminaron por derretir mi escasa resistencia y nuestra entrega fue hecha sobre la hierba prescindiendo del mundo y de lo que nos rodeaba.

«¡No nos importaba nada ni nadie!

«Después, cuando conseguimos que las dos mujeres se calmasen, se vistieron decentemente y volvimos al maltrecho campamento. Llegamos hasta allí sin guardar siquiera las apariencias: los brazos rodeando las cinturas, las cabezas apoyadas en los hombros… Todos pudieron ver los hechos consumados y la verdad es que no nos desagradó. ¡Nadie dijo una palabra! Tal vez era algo que todos esperaban y lo encontraban de lo más natural. Sólo creí ver un gesto de duda en la mirada de Roig, pero fue un espejismo porque la sensación no me duró ni un segundo. Yo había tomado una decisión, ¿qué raro soy, verdad?, y eso me hacía estar en forma. Aquel asalto y la posible pérdida de la muchacha había sido el revulsivo que esperaba… Usted no sabe lo mal que se pasa cuando no se sabe  qué camino escoger, pero cuando se empieza a andar por uno de ellos, se siente una especie de liberación que sólo nos duele o nos abate si al final el resultado es equivocado. ¡Qué quiere que le diga! Mire, ¡las lucecitas que bailaban en lo hondo de los ojos de Lalia, me hacían ser el hombre más feliz de los mortales! La conciencia… ¡tendría que esperar!

«Al rato, recogimos todas nuestras cosas y sin descansar lo suficiente, reemprendimos la marcha temerosos de que los disparos hubieran puesto sobre aviso a los enemigos que ya parecían estar por todos los lados y rincones.

«Pero el suceso del río, cambió nuestros planes de marcha.

«A partir de aquel momento, andamos mucho más alerta si cabe y más rápidamente. De manera que, avanzando casi siempre y descansando lo mínimo, nos fuimos acercando a nuestro primer objetivo con la extraña inquietud de adivinar que teníamos poco tiempo para realizar todo lo que nos habíamos propuesto, al menos para aprovechar aquel factor sorpresa original. No era extraño, pues, que al llegar a los alrededores de la casa de los padres de Pilar, estuviésemos agotados. Mas aun así, nos dedicamos a buscar un refugio desde el cual poder vigilar la masía sin peligro. Una vez encontrado en el recodo natural de un pequeño promontorio, nos dispusimos a comer en espera de los acontecimientos.

«Al anochecer de aquel día, empezó la acción:

«—¡Ya ha llegado el momento! Roig, ven conmigo, vamos a explorar el terreno.

«—¡De acuerdo!

«—¿Y nosotros?

«—¡Cubrirnos, por lo que pudiera pasar!

«—Descuida.

«—Carlos, quiero ir contigo.

«—Ahora no, Lalia. Necesitamos que nos cubras como los demás.

«Se mordió los labios y aferró su metralleta con un ademán que no dejaba ningún lugar a dudas. Si yo caía… ¡pobre del causante!

«—¡Adiós!

«—¡Buena suerte!

«Salimos al descubierto con cierto cuidado, pues aunque habíamos observado la casa y sus alrededores sin apreciar ningún peligro, no queríamos tener un susto desagradable. Aquella lucha a la que estábamos abocados desde hacía tiempo, nos había hecho muy especialistas en aquel tipo de avanzadas… Como siempre, nos cubríamos el uno al otro buscando los puntos más oscuros y seguros. Así, si el que avanzaba era yo, no dejaba de correr hasta encontrar un matorral o una roca segura; luego, hacía una seña y Roig avanzaba a su vez hasta rebasarme y encontrar su propia seguridad delante de mí. Y así sucesivamente…

«Al poco tiempo llegamos a la era de la masía sin tener ningún contratiempo.

«Nos acercamos a la parte trasera de aquella masía que conocíamos tan bien, saltamos la puerta del corral… y las gallinas empezaron a alborotar como locas. Al poco tiempo, la de la casa que daba al gallinero se abrió de par en par para dejar paso a la madre de Pilar seguida por un efectivo armado de la Guardia Civil. Como puede suponer, por aquel entonces ya estábamos pegados a la pared más sombría y negra del corral. Por eso les vimos a contraluz… Roig, sin pensárselo dos veces, hizo el clásico movimiento previo al disparo, pero le contuve a tiempo… ¡Aún no sabíamos con cuántos enemigos teníamos que vérnoslas! De manera que esperamos…

«El guardia sacó su linterna de campaña y exploró el recinto a conciencia, pero el amarillo haz de luz pasó por encima de nuestras cabezas sin descubrirnos. Y cuando se cansó de investigar y las gallinas de alborotar, volvieron a entrar en la casa.

«Por nuestra parte, después de pasar el primer peligro, nos acercamos a una de las ventanas que daban al comedor principal y así pudimos ver a dos guardias más que estaban cenando sentados a la mesa y al tercero que se les unía después de la fracasada excursión al gallinero.

«Pilar y su madre les servían.

«Vimos reflejado en sus rostros el cansancio… y el asco.

«¡Había que actuar enseguida! Hablé quedamente al oído de mi compañero, el cual lo entendió a la primera: Así volvió sobre sus pasos y al poco tiempo le oí llamar a la puerta principal. Los tres hombres del interior se pusieron de pie violenta y ruidosamente y cogiendo sus armas obligaron a las dos mujeres a quedar a la expectativa, apoyadas en una de las paredes.

«—¿Quién va?

«La voz de Roig sonó distorsionada, desfigurada:

«—Soy un hombre de paz que se ha perdido por estos andurriales. Abran, por favor.

«El guardia que parecía mandar hizo un gesto afirmativo con la cabeza y uno de ellos se adelantó a abrir, mientras le cubrían sus amigos. Parecían sabérselas todas, pero no contaban con «alma de cántaro». Por eso, justo cuando asió el picaporte y entreabrió la hoja, aparecí detrás de ellos:

«—¡Manos arriba!

«Quedaron tan alelados que no supieron qué hacer ni cómo reaccionar. Y no tanto por la sorpresa de mi aparición como por el uniforme que vestía. Me miraron embobados sin decir palabra y así se hubieran quedado si no hubiese vuelto a hablar, levantando un poco más el cañón de mi naranjero:

«—¡Tirar las armas al suelo!

«Los que estaban más cerca de mí obedecieron, pero el tercero, el de la puerta, no sé por qué, tal vez creyéndome distraído, se volvió y trató de sacar su pistola reglamentaria… Fue su perdición porque Roig le disparó a bocajarro hasta que quedó en el suelo desfigurado. Entretanto, las mujeres que no nos habían reconocido aún, se habían acurrucado todavía más en un rincón de la estancia esperando lo peor.

«Así que tuvimos que tranquilizarlas:

«—No tengáis miedo, somos amigos.

«Al oír aquellas palabras y medir el acento con qué fueron dichas, la mujer, la madre de Pilar se atrevió a dirigirnos la palabra al tiempo Roig ataba a los guardias supervivientes siguiendo mis instrucciones:

«—Quién quiera que seáis debéis saber que estos tienen cinco compañeros oteando los alrededores y que volverán de un momento a otro. Aunque no sé si debo…

«La mujer también estaba muy desorientada a causa de nuestros uniformes.

«—¡Gracias, señora!

«Pilar, entretanto, no dejaba de mirar al de Gerona mientras éste se esmeraba en hacer un ovillo con los dos guardias y dos sillas. Por eso, al terminar aquella tarea y acercarse con la más amplia y limpia de sus sonrisas, la exclamación no se hizo esperar:

«—¡Roig!

«—¡Pilar…!

«—¡Gracias a Dios que has vuelto!— dijo la joven, al tiempo que se dejaba abrazar por el muchacho sin ofrecer ninguna o muy poca resistencia. Fue tal vez por eso que motivó el aparente escándalo de la madre:

«—¡Niña!

«—No tema —me llevé a la mujer un poco más lejos y me di a conocer—, somos aquellos del Ebro, ¿no nos recuerda?

«—¡Sí, sí, claro que sí! Ahora os reconozco. Debí suponerlo. Claro que nos esos uniformes…

«—Es natural.

«—Y los Jimeno, ¿están bien?

«—¡Muy bien y nos están esperando cerca de aquí!— miré a los guardias, pero no parecieron inmutarse al oír uno de los apellidos más buscados de la región. Aquello les salvó…

«—Me alegro— se notaba que la mujer estaba algo nerviosa al ver a su hija en los brazos de Roig, respondiendo a sus caricias y contestando a sus parcas palabras con elocuentes murmullos.

«—¡Pilar, he venido a buscarte!

«—¡Lo sabía, Roig, lo sabía! El corazón me decía que no tendría que esperar mucho.

«—¡Ya no te dejaré más!

«—Ni yo dejaré que lo intentes.

«Se miraban fijamente, como para convencerse de que eran ellos mismos y sus caras resplandecían con una luz especial que demostraba la felicidad que les embargaba en aquellos momentos. Pero la madre estaba intranquila porque aquello no era muy ortodoxo; sin embargo, las circunstancias tampoco eran normales. En cualquier caso me vi obligado a intervenir. Así que les dije, sonriendo:

«—Tranquilo Roig, déjala respirar para que pueda recoger sus cosas.

«—Desde luego, desde luego— murmuró el zagal en tanto que la chica me miraba sorprendida, cómo si reparara en mí por vez primera:

«—¡Ah! ¡Hola, «alma de cántaro»…! ¿Cómo está?

«—¡Muy bien, Pilar! ¿Y tú?

«Roig supo aprovechar el momento:

«—¿Cómo se encuentra, señora?

«—Querido Roig…— y la mujer, salvadas las formas, dejó que su futuro yerno la abrazara.

«Pilar quiso saber un poco más de nuestros planes porque me preguntó, eso sí, sin soltar la mano de su novio:

«—¿Ha dicho que recoja mis pertenencias? ¿Por qué? ¿Es que nos marchamos?

«—¡Sí!

«—Nos vamos enseguida, corazón —subrayó el de Gerona—. Ya te he dicho que no iba a dejarte sola nunca más.

«—Pero, ¿adónde vamos? Mi padre…

«—Lo sabemos. ¡Ahora iremos a salvarlo!

«—¡Gracias! Sabía que podía confiar en ustedes —ahora era la buena madre la que hablaba—. Pilar puede acompañarles, porque sé que no le pasará nada al lado del hombre que ama, pero yo me he de quedar aquí para guardar la vivienda que hemos levantado y sostenido con tanto sudor.

«—¡Mamá…!

«—¡Está decidido! Esperaré a tu padre sin moverme de mi sitio.

«—Señora, comprendo su actitud y la comparto. Pero tendrá que acompañarnos por un tiempo. No podemos permitir que sea víctima de las posibles represalias… ¿Me comprende?

«—Pues…

«—¿No tienen ningún familiar por estas montañas?

«—Sí… Tengo una hermana a unos kilómetros de aquí, en…

«—¡No diga dónde!

«—Tiene una masía muy bonita.

«—Bien, la llevaremos allí.

«—No creo que…

«—Por favor.

«—Está bien.

«—Ande. Sea comprensiva y corra lo que pueda. Debe tener en cuenta que cada minuto que estemos aquí, incrementa nuestro peligro.

«—Claro… ¿No podríamos esperar a mañana?

«—¡Mamá…!

«—¡Está bien! ¡Ya voy! —la mujer enfiló las rectas escaleras con un  gesto decidido—. Pilar…

«—Voy, mamá. Roig…

«—Ves con ella, cariño mío. Pero recuerda que no debemos ir muy cargados. Oye, por cierto, ¿te han hecho algún daño estos elementos?

«—No. Sólo nos tenían asustadas con su presencia. ¡Hasta luego!— y aprovecharon su leve separación para abrazarse otra vez.

«Luego, tras ver como la chica seguía a su madre escaleras arriba, Roig me dijo:

«—¡Qué feliz soy, Carlos! ¡Estoy seguro de haber encontrado el verdadero amor! —después se encaró con los guardias que habían asistido a la escena hechos un ovillo y asustados por todo lo que habían creído oír—: ¡Salváis el pellejo gracias a que no la habéis tocado un pelo, de lo contrario…— he hizo el gesto elocuente de pasarse el índice por el cuello.

«El que mandaba le contestó con desprecio:

«—¿De dónde habéis sacado esos uniformes?

«—Roig, ponles una mordaza porque no quiero oírlos y me duele la cabeza— le dije como tratando de evitar algún grito inoportuno. Además, no tenía ganas de discusión.

«El aludido utilizó sus propias servilletas para taparles la boca sin mediar palabra.

«Al rato, bajaron las dos mujeres con unos hatillos y ya nos disponíamos a emprender la marcha y a desatar a los guardias para llevárnoslos con nosotros como mal menor, cuando unos secos ladridos nos anunciaron la llegada de sus amigos.

«—¡Vaya!

«—¡Ya vuelven! –exclamó la mujer, asustada.

«—¿Qué vamos a hacer, Roig?

«—No tengas miedo, Pilar. ¡Ahora no estáis solas!

«Apagué la luz mientras el gerundense atrancaba la puerta. Después, señalamos a las mujeres un rincón debajo de la escalera, a resguardo de posibles disparos, y nos apostamos a ambos lados de la ventana frontal a la espera de los acontecimientos.

«Los perros de presa de los guardias ladraban y jadeaban rabiosamente… ¡Ya estaban muy cerca!

«Un guardia civil llamó:

«—¡Cabo, cabo Andrés…!

«El aludido se retorció en su asiento, impotente para decir nada. De manera que la silenciosa respuesta no debió de gustarle al jefe de la patrulla:

«—¿Hay alguien dentro? ¡Salgan al momento con las manos en alto o dispararemos a discreción!

«Al no recibir respuesta por segunda vez, soltaron a los perros lobos y se desplegaron en abanico intentado rodear la casa. Pero su avance a la luz clara de la luna sólo resultó fantasmagórico e irreal. Uno de los perros saltó por la ventana, pero no llegó a tocar los cristales porque una de nuestras ráfagas lo abatió para siempre. Claro que aquella fue la señal que esperaban los asaltantes para abrir un fuego graneado sobre la casa. Uno de ellos, el más tonto o el más valiente, se levantó de detrás de un haz de leña y avanzó corriendo en zigzag impulsado por la orden y trató de llegar a la puerta principal sin cesar de disparar, pero no llegó a dar más de cinco pasos escasos puesto que varias de nuestras balas lo clavaron en el suelo como un pelele… muy lejos de su tricornio y de su naranjero. Por eso, dos más de sus compañeros avanzaron a su vez siguiendo bien las teóricas diagonales que debían converger en la misma entrada, pero fueron abatidos también por nuestras metralletas. Los que quedaban, los otros dos, silenciaron sus armas por unos momentos, calibrando las posibilidades que les quedaban, no ya de prendernos, sino de salvar su propia vida. Pero nosotros no perdimos mucho tiempo esperando a que se decidieran:

«—Roig, sólo quedan un par de ellos. Ve por el corral y trata de cazarlos. Si no los encuentras, hazme una señal y yo saldré por delante.

«—Ten mucho cuidado.

«—Descuida…

«Cuando ya iba a obedecerme, oímos bastantes disparos en el exterior… luego, ¡el silencio!

«Nos miramos.

«Pero antes de que pudiésemos hablar nos llegó la voz de Felipe:

«—¡Carlos! ¡Roig! ¿Estáis bien?

«—¡Muy bien!

«—¡Adelante, muchachos!

«Encendimos la luz, desatrancamos la puerta, les dejamos pasar y aprovechamos el reencuentro para abrazarnos de nuevo. Tal vez sobrase algún beso, pues Pilar se acercó al gerundense con la mosca detrás de la oreja y Roig, tras separarse de Inés algo embarazado, la tuvo que presentar:

«—¡Mujer, son la viuda de Roque y su hermana. Ya habrás oído hablar de ellas en alguna que otra ocasión… ¡Aquí Pilar, mi prometida!

«Las dejamos que se besasen y hablasen a gusto, mientras nosotros aprovechamos el momento de respiro para repasar la situación con los Jimeno.

«—¿Quiénes son estos pájaros?— preguntó Andrés en un paréntesis, señalando a los guardias que nos miraban con los ojos desorbitados.

«—Estaban aquí para cazarnos.

«—Bueno, pues déjalos de mi cuenta y ya verás como no quieren cazar a nadie más.

«—¡Espera! Me gustaría saber por ellos la situación de la aldea y la cuantía de la guarnición.

«—¡Ya habéis oído! —Juan sacó algunas servilletas—. ¡Empezar a cantar!

«Silencio.

«—¿Cuántos guardias hay en el pueblo?

«Silencio.

«Felipe sacó su machete y probó el filo en el pelo de uno de ellos.

«Silencio.

«—Carlos —dijo Andrés, apartando a su nervioso hermano que ya estaba dispuesto a demostrar las habilidades de su machete—, no sé por qué, pero me parece que a este le conozco. Oye tú, a ti te digo, ¿no estabas con los que se apoderaron de la herencia de los Jimeno?

«Los ojos del aludido giraban sin poder controlar su alocado espanto.

«—¡Habla!— Felipe le dio en pleno rostro con la parte plana de su cuchillo.

«—Yo… yo…

«Inés se acercó al grupo:

«—Andrés, por favor… No lo torturéis… Hazlo por mí.

«Este hizo una señal a sus hermanos los cuales se llevaron en vilo a los guardias hasta una habitación contigua.

«—Pero…

«Roig y yo intervenimos al tiempo y acompañamos a la viuda hasta el grupo de mujeres que estaban comentando las posibilidades de éxito de nuestros planes. Así que, aun queriéndolo impedir, no tuvimos tiempo de hacerlo… Los Jimeno aparecieron y nos dijeron lo que queríamos saber:

«—En el pueblo hay un sargento y doce guardias civiles.

«—¡Está bien!

«—¿Qué vamos a hacer con esos dos?— balbuceó la madre de Pilar, señalando al cuarto lateral.

«—No tema, señora. No somos asesinos. Yo diría que están ligeramente impresionados, pero en condiciones de echar a correr como almas perseguidas por el diablo tan pronto como los descubran sus compañeros.

«—¡Gracias a Dios!

«—El único inconveniente de esta situación es que tal vez destrocen su vivienda, aunque ya les hemos advertido de sus consecuencias..

«—Lo doy todo por bien empleado si puedo recuperar a mi marido. No nos será difícil empezar de nuevo si llega el caso…

«—Y menos si  me permiten que les ayude…

«Los tres Jimeno se abalanzaron sobre Roig, el cual no sabía qué hacer con tanto pellizco, cachete y empujón. La cosa acabó entre risas y puyas cuando el chico de Gerona corrió a refugiarse en los brazos de Pilar… ¡Sí, faltaba el permiso del padre, pero por lo demás, todo nos daba a entender que su noviazgo reciente estaba reconocido y consolidado!

«Mas tarde nos dedicamos a enterrar los muertos mientras las mujeres descansaban un rato en las habitaciones altas. Al terminar, las llamamos y como la masía de la hermana de la dueña de la casa nos iba a desviar un tanto de la ruta natural del pueblo, optamos por dirigirnos directamente al mismo a toda prisa y dejar para más tarde la otra gestión. No queríamos que la guarnición de la aldea se enterase de nuestras intenciones ni que el relevo de los guardias diese con los dos atados demasiado pronto, así que el tiempo era vital. No obstante, antes de marchar, la futura suegra de Roig, no pudo evitar volverse para mirar y decir adiós a su casa. Hay muchas situaciones en la vida en las que uno debe quemar sus barcos, pero siempre nos parece que la última es la más definitiva. Esa figura de la mujer de Lot encierra mucha filosofía… En fin, a la noche siguiente, sin más contrariedades, empezamos a infiltrarnos por uno de los arrabales del lugar.

«La verdad es que una vez allí, quisimos apartar a las mujeres de la acción directa para protegerlas, para tener las manos libres y para sacar el máximo partido a la sorpresa de nuestros uniformes. Después de duros regateos parecieron convencerse, así que dije:

«—¿No conoce a nadie del pueblo que nos pueda ayudar?

«—Sí —la madre de Pilar tenía recursos para todo—, aquí también tenemos familia.

«—¿Son de fiar?

«—Totalmente.

«—Bien, pues vamos allá.

«Y sin mediar una palabra más, atravesamos tres calles y varias callejas sin ver a nadie hasta dar con la buscada. Una vez en ella, nos pegamos como lapas a las paredes de las viviendas hasta llegar a la casa en cuestión. Luego, la madre de Pilar llamó quedamente a la puerta. Pasado un buen rato, y tras varias tentativas, apareció un hombre armado con un candil:

«—¿Quién?

«—¿Quién va?

«—Abre Agustín, somos nosotras…

«—¿Qué? ¿Qué hacéis aquí? ¿No estabais…?

«—Sí, pero déjanos pasar— la madre de Pilar sabía ser muy enérgica cuando quería.

«—Adelante, adelante… Pero, ¡por los clavos de Cristo, no hagáis ruido! Si llegan a enterarse…

«—Venimos con unos amigos.

«—¿Amigos? ¿Qué clase de amigos?

«—Fieles.

«—Bueno, diles que pasen también.

«La mujer nos hizo una seña y fuimos entrando en la casa alumbrados por la luz vacilante del candil. Cuando el hombre nos vio algo mejor, casi le da un ataque de histeria:

«—Pero… pero…

«—No tenga miedo, somos amigos.

«—Silencio… silencio…

«Cuando estuvimos todos dentro, atrancó la puerta de la calle bajo siete llaves y doce barras, pero no quería volverse a mirarnos para no encontrarse con la realidad. Mas un grito femenino que vino de lo alto de la escalera que unía al patio de entrada con las habitaciones superiores, le decidió:

«—¡Dios mío! —la mujer de la casa que bajaba las escaleras para ver quién les había interrumpido el sueño, se quedó de una pieza al vernos o al ver lo que representábamos—: ¡La Guardia Civil!

«Dejamos que la madre de Pilar les aclarase el equívoco…

«Creo que se santiguaron varias veces.

«Cuando pudo, la dueña de la casa, dijo:

«—Agustín, dales una jarra de vino y unos tacos de jamón y que se vayan ya, pues si los descubren aquí nos perderán. ¿Verdad que nos comprenden?

«—No tema. Ya nos vamos. Sólo queremos que las mujeres nos esperen en esta casa, pues cuando volvamos a venir otra vez ya no tendrán nada que temer.

«—¿Las uniformadas también?

«—¡También!

«—Pero…

«—No se preocupen —el hombre de la casa parecía haber ganado bastante de su perdida confianza—, vayan tranquilos a hacer lo que haya que hacer que ellas estarán seguras aquí. ¡Les doy mi palabra! ¡Ea, para eso estamos la familia!

«—¡Muchas gracias, pues! ¡En marcha!

«—Carlos…

«—Tranquila Lalia, volveré.

«—¡Yo voy contigo!

«—No puede ser. Tenéis que quedaros aquí y usar todas las armas para protegeros si hiciera falta.

«Hizo un mohín de disgusto.

«—Anda, sé comprensiva.

«No se quedó convencida, la verdad, pero me despedí de ella y de los demás y salí a la oscuridad de la calle detrás de mis compañeros.

«—¡Cuídate!

«—Te esperaré. Por favor, no te arriesgues mucho.

«La mujer retuvo mis manos en las suyas todo lo que pudo, pero cuando Juan volvió para decirme que la calle estaba desierta, nos separamos con un nudo en la garganta y un sabor amargo en la boca. Aún esperé a que se cerrase bien la puerta para seguir al Jimeno y rebasar a todo el grupo, el cual me estaba esperando resguardado en los dinteles de las puertas cercanas. Les hice la señal acordada de avanzar hacia la Plaza Mayor, cuya dirección habíamos conseguido del dueño de la casa, y nos dirigimos hacia el destino…

«Encontramos la plaza sin ninguna dificultad.

«Cuando desembocamos en la misma, descubrimos la casa cuartel a nuestra izquierda, y frente a nosotros, la casa que tenía todas las trazas de ser la cárcel, una posada que había sido habilitada. Fundidos en la oscuridad de la esquina de la calle por la que habíamos descendido, asomamos la cabeza para ver que había un centinela en la puerta del cuartel. Hice otro gesto a Andrés que estaba a mi lado y el Jimeno avanzó metro a metro hacia la presa, al amparo de las sombras de la noche y bien cubierto por los cañones de nuestras metralletas. Cuando estuvo cerca de él, y seguro de no fallar, le lanzó el cuchillo.

«El guardia cayó como un fardo sobre las losas de la plaza sin exhalar un gemido.

«Esperamos unos instantes y amparados por el silencio, avanzamos en grupo. Como cabía esperar, la puerta de la casona estaba cerrada…

«Roig me dijo al oído:

«—La mayoría debe estar durmiendo, ¿crees que vale la pena asaltar el cuartel?

«Impulsado por la lógica de la pregunta, me decidí a atacar la prisión en primer lugar. Así, si teníamos suerte no sería preciso ni despertarlos siquiera… Les hice saber mi plan y sin rechistar cambiamos de nuevo de objetivo. Pero claro, nadie pensaba que la cosa iba a ser tan fácil. De entrada, un recio portalón nos cerraba visiblemente el paso y aun en el caso de poder traspasarlo, ¿cuántos enemigos habrían al otro lado? Intentamos asaltar la cárcel por otro lado, pero nos encontramos que las dos únicas ventanas de la planta baja estaban recién enrejadas y, ya lo entenderá, no podíamos hacer el menor ruido si no queríamos despertar a todo el mundo… De pronto, lo vimos claro: ¡A la altura del primer piso había un balcón…! Juan siguió mi mirada y sin más, saltó como un mono sobre las manos y hombros de sus hermanos y pronto estuvo luchando contra las hojas de madera que le impedían el acceso a la sala. Al final, con un chirrido insignificante que nos pareció un trueno, pudo abrir y el mediano de los Jimeno se enfrentó con la penumbra.

«Al cabo de un rato, que también nos pareció un siglo, salió de nuevo al balcón y nos hizo bastantes señas para que le siguiéramos. Lo hicimos como pudimos y al entrar en la habitación y acostumbrar los ojos a la luz ambiente, vimos a dos carceleros que parecían estar durmiendo entrelazados grotescamente.

«¡Dos menos! Pero aún quedaban diez…

«Abrimos la vieja puerta del otrora tálamo matrimonial y empezamos a descender por las escaleras con las armas más a punto que nunca. Al final de la misma, descubrimos una nueva cámara en la que habían dos vigilantes más, uno acostado en un camastro y el otro sentado delante de una botella medio vacía, vencido por el sueño y el alcohol…

«Tampoco tuvieron tiempo de despertarse, pues cayeron al conjuro de sendos culatazos.

«Felipe siseó:

«—¡Ya van cinco!

«Recogimos el manojo de llaves del regazo de uno de los dos hombres inconscientes y abrimos la puerta del fondo de la estancia:

«¡Una bodega llena de humedad y ratas…!

«Con el pequeño quinqué que tomamos de encima de la mesa, alumbramos al interior y el cuadro que pudimos ver nos sobrecogió de horror:

«Varios hombres estaban atados con cadenas a lo largo de las húmedas paredes del sótano en una posición incómoda.

«Queriendo acabar lo antes posible, pregunté:

«—Vamos a ver, ¿quién es el padre de Pilar?

«Silencio. No me di cuenta de que el infeliz, y los demás, sólo veían nuestros uniformes a contraluz y temían por sus vidas.

«—No debéis tener miedo, no somos guardias civiles.

«—¡Somos guerrilleros! —la voz de Roig retumbó a mi lado, impaciente—, ¿quién es el padre de Pilar?

«Nos pareció cómo si las encorvadas figuras de la pared cobrasen vida…

«—¡Aquí! ¡Aquí!— chilló una voz que venía del fondo de la bodega.

«Roig se lanzó en su busca tratando de no pisar a ninguno de aquellos infelices.

«—¡Carlos! —gritó desde dentro—. ¡Aquí hay mujeres!

«Los Jimeno parecían rabiar a mi alrededor, pues aquel hecho cambiaba bastante el sentido de nuestros planes. ¡La verdad, no podíamos dejar a nadie en medio de aquella podredumbre!

«—¡Está bien! Soltarlos a todos, pero recordar que no deben hacer ningún ruido ni disponemos de toda la noche. Juan…

«—Dime.

«—Trata de localizar una sala vacía y encierra en ella a los guardias que hemos puesto fuera de combate. No quiero que se despierten y nos den una sorpresa. ¡Vamos, vamos!

«Andrés y Felipe entraron en la cueva al tiempo de que su hermano desaparecía rápido escaleras arriba, llevando de paso a uno de los funcionarios. Desde la puerta, yo trataba de alumbrar a Roig y a los Jimeno lo mejor que podía, pero mejor hubiera sido no hacerlo… Lo que vimos y oímos no sé si sabré explicárselo: Muchos de los prisioneros no podían tenerse en pie, otros lloraban al verse libres y todos querían explicarnos el por qué estaban allí. Aquello se convirtió en un mare magnum increíble… Los gritos de los que ya estaban libres se unían a los que daban los que no lo estaban y creían que los íbamos a abandonar… Pero restablecimos el silencio como buenamente pudimos y en la medida de lo que nos fue posible. Abrimos el portalón principal, pero los presos sólo empezaron a salir de la cueva poco a poco, los más decididos y sanos primero, a trompicones o dando unos traspiés, luego el resto como pudo, pero todos tapándose los ojos para evitar que les diera directamente la luz de mi lámpara. Y al pasar por mi costado me llenaban de besos y abrazos no haciendo caso, o muy poco, de mis señales de silencio. Con cierta dificultad, les mandé esperar en las estancia de los guardias hasta que estuviesen todos juntos y se acostumbrasen a la luz… En el intervalo, y por el rabillo del ojo, había visto a Juan que volvía de su primer viaje y se preparaba para hacer el segundo…

«De pronto, ocurrió:

«Una de las presas se arrodilló y cogiendo mis pies, suplicó:

«—¡Mátame! ¡Mátame!

«—Pero, mujer… ¡Eres libre! Trata de levantarte…

«—¡No!

«—¿Qué te pasa?

«—¡Violaron a mi madre porque mi hermano luchó contra ellos en el frente…! Más tarde, abusaron de mí y me tuvieron bien descansada para que pudieran poseerme de nuevo… ¡No quiero vivir así! ¡Mátame, por favor! ¡Van a volver! ¡Sé que volverán! ¡Y me violarán una y otra vez, uno tras otro…! ¡Mátame…! ¡Mátame…!

«—Mujer, ya nadie te hará daño…— e intenté levantarla con todas mis fuerzas. Y en eso estaba cuando salió otra y se nos unió cómo queriéndola consolar:

«—¡A mí me obligaban a servir la comida desnuda!

«—¡Vamos, vamos! Ya sois libres. Ya no pasará nada más. ¡Podéis ir a con vuestras familias!

«—¿Nuestra familia? —preguntó una tercera que acababa de salir del antro y pudo oír parte de la conversación—. ¿Dónde están nuestras familias? Di, tú que pareces conocerlo todo, ¿dónde crees que están?

«Las tres, y otras más que iban saliendo, unas tras otras, se arremolinaron a mi alrededor formando una gruesa capa de la que no habría podido escapar a no ser por la intervención de Juan, cuando al volver de su segundo viaje se hizo cargo de la situación. A duros empellones me quitó de encima a las mujeres, y luego les habló con todo el corazón:

«—¡Escuchar! Aún quedan muchos guardias por aquí y de los de verdad, ¿queréis que os descubran y os vuelvan a encerrar? Así que, en silencio y en calma, vamos a tratar de escapar y después ya nos contaréis vuestras vidas, historias y calamidades. Y vosotros —dijo a los hombres que aún le miraban estupefactos y desorientados—, los que se puedan valer por sí mismos, que ayuden a estas mujeres y a los demás. ¡Vamos a salir a la calle!

«No sé como, pero todos parecieron entender y el desfile comenzó de nuevo.

«Ahora, terminado todo su trabajo, los Jimeno y Roig, bien repartidos entre ellos, levantaban su moral y les guiaban con cariño. Ya iba a seguirles, cuando apareció una última mujer en la puerta de la cueva:

«—¡Vamos mujer, sal! ¡No tengas miedo!

«Me obedeció poco a poco, majestuosamente… Tendría unos cuarenta y cinco años y aunque el prolongado encierro le había encanecido el pelo, se notaba que era diferente al resto de las condenadas. De otra clase social, más culta, más aristocrática, más adinerada… ¿Qué mal habría hecho aquella infeliz para merecer aquel encierro, aquella muerte?

«—Mujer, ¡eres libre!

«—¡Aún no! —su voz parecía venir de ultratumba y al ver el uniforme que llevaba, exclamó—: ¡Maldito! —  se lanzó sobre mí con las manos extendidas como garras… Y lo hubiera pasado mal de no emplearme a fondo tratando de dominarla con la mano libre. Así, cuando lo conseguí y tuve la certeza de que no podía hacer mucho más, se tranquilizó un tanto, aunque siguió hablando como para sí misma—: ¡Me han obligado a comer el corazón de mi hijo… y no me he muerto! ¡No soy una madre! ¡Lo mataron ante mí… y… me dieron su corazón para comer… y no me he muerto…! ¡Sigo viva, viva…! ¿Para qué quiero la libertad?

«Estalló en sollozos sobre mi hombro mientras le alisaba su pelo con la mano… ¡Qué horror! Las piernas me temblaban y hasta parecían que se negaban a sostenerme… Al fin, lleno de asco, ira y rabia, la guié lentamente hacia la escalera de la planta baja, pues ya no ofrecía resistencia alguna. Andaba como si flotara… (recuerdo que me dio esa sensación). Lo cierto es que al salir de la estancia y dejarla con los demás, tuve que apoyarme en el quicio de la puerta para respirar profundamente y evitar el bochorno de vomitar.

«Felipe acudió en mi ayuda:

«—¿Qué tienes?

«—Nada… ha sido un ligero desmayo. ¡Gracias!

«—No es para menos.

«Y eso que él, que nadie, no había oído la confesión de la mujer…

«Los secos disparos que sonaron en la plaza turbaron aquel silencio artificial:

«¡El relevo de la guardia nos había sorprendido!

«¡Habíamos perdido demasiado tiempo!

«Efectivamente. Los guardias de turno que habían salido de la casa cuartel, encontraron muerto al centinela y empezaron a gritar excitados para pasar a la acción en el acto. Así, al ver lo que estaba pasando y comprender la importancia de la fuga, empezaron a disparar sin descanso ni piedad sobre los primeros presos que salían de la prisión local y los abatieron a tiros. Andrés, que ya estaba en el patio vigilando y ordenando la salida, cerró la puerta tras los pocos fugitivos que creyeron algo más segura la cárcel que la plaza, en el momento en el que yo aparecí por allí preocupado por el mismo problema. No me anduve con chiquitas… El desmayo había pasado y ahora era la máquina de guerra que tanta admiración había causado a mis hombres… ¡y al enemigo! Aquello era actividad. Aquello era igualdad de condiciones… (como ya sabe usted, sólo eran ocho los que disparaban sin descanso contra la fachada de la prisión).

“—¡Eh, vosotros! —dije a los recién liberados—. Los que puedan valerse por sí solos, andar y manejar un arma que la busquen en el arsenal de la guardia y que ocupen todas las rendijas y posiciones posibles, incluyendo las ventanas, el balcón o el tejado si es preciso. Necesitamos que todos nos cubráis para hacerles frente con éxito.

“Muchos se marcharon, pero los más se quedaron donde estaban: ¡sentados o tumbados en el fresco suelo del patio interior! Bueno, no podían reaccionar y estaban como si la cosa no fuese con ellos…

“Así que me enfrenté a los míos:

“—¡Dos al balcón principal, uno a esta ventana y tú Roig, ven conmigo!

“—Bien.

“—De acuerdo.

“—Enseguida.

“Acomodó al padre de Pilar lo mejor que pudo y entramos en la habitación contigua al patio, aquella que disponía de un ventanuco que daba a la plaza. Abrimos los pórticos y uno a cada lado de la reja observamos a los guardias que se acercaban en semicírculo, poco a poco, tomando toda clase de precauciones, pues aún no sabían con quién se las tenían que ver.

“De pronto, se abrió de nuevo la puerta principal para volver a cerrarse inmediatamente:

“—¿Quién diablos…?

“Pronto la vi. Pronto la vimos. La mujer que me había pedido que la matara, avanzaba decidida con un fusil en las manos hacia los estupefactos civiles que, con el cerebro embotado por el sueño o la sorpresa, no sabían reaccionar. Por eso, la mujer, en un momento de su avance, se echó el arma al hombro y apuntó hacia ellos… ¡pero no pudo llegar a disparar! Aquellos guardias, conscientes ya del peligro que corrían, la acribillaron a balazos hasta que cayó sobre los adoquines completamente desfigurada.

“Aquello fue la señal:

“¡Abrimos fuego… por todas partes, por todos los lados, por todos los ángulos…

“Enseguida, Roig levantó dos dedos:

“—¡Sí, sólo quedan seis!— confirmé.

“El resto de los uniformados de verde se dio cuenta de que la cosa iba en serio y que tenían delante a alguien más que mujeres y viejos. Frenaron su avance, dieron media vuelta y corrieron a buscar refugio en portales de las casas vecinas, cuyas ventanas aparecían iluminadas como indicando que la curiosidad de sus dueños podía más que su sensatez. Eso sí, nadie se asomó para dar fe de lo que le estoy contando… Aunque la verdad sea dicha, yo tampoco estaba para risas ni para demasiadas alegrías visionarias, pues quería terminar con rapidez y no dar lugar a que se reorganizasen o a que recibiesen refuerzos:

“—Hay que salir de esta cárcel, Roig. De otra forma no los cazaremos nunca.

“El gerundense asintió con la cabeza.

“—Si pudiera llegar hasta allí— y me señaló firmemente una esquina vacía que dominaba todo un flanco de la plaza.

“Pero antes de que tomásemos una decisión en un sentido u otro, nos quedamos de una pieza al ver aparecer por allí a un guardia bastante raro… ¡Disparaba hacia sus compañeros!

“Los dos reconocimos a Juan inmediatamente.

“—¿Cómo habrá llegado a la plaza? —me pregunté en voz alta. Enseguida pensé que la casa debía tener alguna salida posterior y que él la habría utilizado. De manera que traté de alcanzarla también—. ¡Roig, cúbreme tan pronto me veas aparecer!

“—¡Sí!

“La encontré sin dificultad y la superé de un salto, pero me topé con la mujer que había salido la última de la cueva.

“—¿A dónde va?

“—¡A vengarme!

“—¡Deje, eso es cosa de hombres!

“—¡No, es mi venganza!

“—De todas formas, si sale al exterior la matarán y perderá de nuevo.

“—¡Es mi problema!

“Quise insistir, pero como tenía prisa, la dejé y rodeé la casa con presteza para llegar cuanto antes al lugar donde el Jimeno disparaba sin cesar.

 

———

DECIMOTERCER NUMERADOR

LALIA

  1

“Cuando llegué a la altura de Juan y nos hubimos saludado, me señaló otro enemigo muerto a quien habían alcanzado desde una de las ventanas. Hice una señal hacia allí, como felicitando al autor, y ya le iba a explicar mi plan al Jimeno, cuando nos sobrepasó la mujer disparando sin cesar hacia el lugar donde estaban parapetados los pocos enemigos que quedaban.

“—¡Eh, venga aquí! ¡Venga!

“Pero la verdad es que mis gritos ya no la podían detener porque había doblado la esquina y estaba físicamente fuera de nuestro alcance.

“—¡Roig, Andrés, Felipe…! ¡Cubrirla con fuego, por favor…! ¡Juan, dispara aunque sea a ciegas, por el amor de Dios!

“Todos me obedecieron intentando distraer la atención de los guardias, pero la verdad es que ellos preferían disparar sobre la diana que podían ver. De manera que empezaron a tirar contra el cuerpo de la mujer que parecía una diosa… Como solazándose, varias balas hicieron blanco en su carne, pero ella seguía, nada la detenía, nada… ¡seguía avanzando y disparando a la vez!

“Aquello me dio una idea:

“Sin avisar a mi compañero, corrí como un diablo sin dejar de apretar el gatillo de la metralleta hasta parapetarme tras el cuerpo de aquella madre vengadora… Y otra vez, aquel hecho que cambiaba el decorado, sorprendió a los guardias civiles, los cuales no supieron o no pudieron responder como debían al raro binomio que representaba una mujer medio muerta que seguía avanzando hacia ellos y un cruel jinete apocalíptico que escupía tras ella palabras de fuego y muerte.

“Otra metralleta ladró cerca de mí, a mi izquierda.

“El Jimeno avanzaba también…

“Por el rabillo del ojo vi a Roig que seguía nuestros pasos y al resto de los hermanos que habían saltado a la plaza desde el balcón. Pero, llegaron tarde. Cuando estuvieron a nuestra altura sólo pudieron certificar la muerte de los cinco guardias voluntarios que quedaban. La mujer, que por raro que parezca aún no había caído, lo hizo ahora sobre sus cadáveres… de manera que sus últimos estertores fueron campanas de muerte y cilicio…

“Me volví un tanto para percatarme de la situación general y vi a Juan arrodillado en medio de la plaza:

“—¡…!

“Acudí a su lado el primero mientras me seguían los demás y así no pude ver como los presos salían de nuevo de la cárcel sin orden ni concierto…

“—¡…!

“Las iluminadas ventanas empezaron a abrirse de par en par para permitir el paso de los moradores de las casas que querían comprobar por sí mismos el resultado de la batalla…

“—¡…!

“Le levanté la cabeza delicadamente y le recosté sobre mis rodillas usando mis manos pecadoras como almohada…

“—¡Amigo…! ¿Por qué saliste a pecho descubierto?

“—Carlos…

“Al llegar sus hermanos intentaron ponerle un poco más cómodo… Uno de ellos, incluso, se puso bajo su cuerpo para evitar las losas de la plaza.

“—¡Andrés…!

“—¡…!

“—¡Felipe…!

“—¡Juan…! ¡Juan…!

“—¡No te mueras, Juan!

“—Carlos… He tenido el gusto de conocerte y de luchar a tu lado… —miró a su alrededor buscando sólo las caras de los suyos—. Hermanos… —cada uno de ellos le cogió la mano como pudo—, no intentéis vengarme… ¡Ya basta de sangre! ¿Me lo prometéis?

“—¡Sí, sí…! —pudo murmurar Felipe, ante el silencio de Andrés.

“—¡Madre mía…!— y expiró.

“El silencio se podía mascar a nuestro alrededor hasta que Felipe, sin poderlo evitar, se puso a llorar mascullando:

“—¿Por qué él, por qué…?

“Intenté consolar lo inconsolable hasta que otro asunto nuevo reclamó toda mi atención: ¡Los presos más jóvenes y fuertes, ajenos a todo lo que no fuese lo suyo, ya habían entrado a la fuerza a la casa cuartel y sacado a la plaza a las mujeres y a los niños de los guardias civiles muertos o encerrados.

“—¿Qué vais a hacer? –pregunté a voz en grito.

“—¡Matarlos!

“—¡Matarlas!

“—¡Quietos todos de una vez! ¡Dejar que se marchen! —les ordené, encarándome con ellos mientras observaba como mis compañeros se llevaban a su hermano hacia un extremo de la plaza. Pero como algunos opinaban que era mucho mejor matarlos allí mismo y cuanto antes, no me quedó otro remedio que contenerlos—: ¡Oíd, el que se atreva a tocarlos se las tendrá que ver conmigo! —ahora me tuve que ayudar disparando una ráfaga al aire—. ¡Ya basta de sangre! Sois libres, ¿qué más queréis? Que cada cual se marche por su lado, hacia su casa o hacia donde lo crea más conveniente y antes de que sea demasiado tarde. ¡Ya, andando…! —y ayudé a los más reacios con el caliente cañón de mi arma—. ¡Qué tengáis suerte! ¡Adiós!

“Empezaron a desfilar con mala gana ante la muda mirada de sus vecinos. Pero luego, muchos de sus familiares les salieron al encuentro y ¡los besos y abrazos se mezclaron con los sollozos! Al poco tiempo, vencido ya el temor, la fina plaza se convirtió en un hormiguero humano donde cada cual intentaba recuperar a su familiar, a su vecino o a su amigo.

“—¡Vosotras! —dije a las pobres y asustadas mujeres de los guardias—. ¡Haríais bien en recoger las cosas indispensables y marchar de aquí, que esto se puede volver peligroso!

“Y las abandoné a su suerte.

“Alcancé a mis amigos cuando empezaban a abrir paso entre la gente con las armas preparadas. A la cabeza iba Andrés llevando el brazos el cuerpo de su hermano como si fuese una pluma. Roig, al lado de su futuro suegro, intentaba reanimarle y levantar su moral, pero sin descuidar la guardia. Los demás como podíamos. Éramos un grupo compacto que habiendo conseguido su objetivo se retiraba hacia su base en silencio, calibrando el enorme coste de la operación. Por cierto, yo iba pensando en la forma de entrar en la casa de la familia de Pilar sin que nos viesen los vecinos para no incrementar su temor natural a las represalias, pero no hizo falta ningún plan pues, justo cuando íbamos a doblar la esquina de la calle, vimos al grupo de las cuatro mujeres que venían en nuestra dirección movidas por la curiosidad y el temor.

Al encontrarnos, Pilar y su madre abrazaron al ex cautivo llorando y riendo a la vez. Las otras, al ver el cuerpo sin vida de Juan en los brazos de Andrés, se unieron a los deseos de consuelo general.

“Tristemente, casi en silencio, llevando a Lalia a mi lado cogida por la cintura, empezamos a salir de la población justo cuando amanecía. Y no comentamos nada de nada hasta que nos paramos a descansar en un soto que crecía a varios kilómetros del pueblo:

“—Algún incondicional, que siempre los hay en todos los sitios, habrá telefoneado a los pueblos vecinos y pronto se iniciarán las batidas por los alrededores. ¡Ahora nuestra paz será más cara!

“El padre de Pilar habló por fin:

“—Lamento que por ayudarme se hayan proscrito y que el pobre Juan…

“—Usted nos ayudó una vez y lo estaba pagando con la cárcel. No se preocupe más, sólo lamentamos la pérdida de nuestro amigo. Por lo demás, saldremos adelante como las otras veces.

“—¡Sí, pero el cerco se va estrechando!

“—Tranquilo. Usted no es el responsable de la muerte de nuestro hermano. Sabíamos todos a lo que nos exponíamos y podíamos haber muerto cualquiera de nosotros. Es mala suerte que le haya tocado a él, pero así es la vida… Antes de la guerra vivíamos felices y en paz… ¡ahora ya son tres los muertos que hay que apuntar en el debe familiar! Por eso, le confieso que empezamos a estar cansados. ¡Es un buen precio…!

“—¡Andrés…!

“—Carlos, quisiera enterrar a mi hermano ahora mismo… antes que sea demasiado tarde.

“—Desde luego.

“—Y este parece un buen sitio…

“Dicho y hecho. Nos separamos unos cincuenta metros del grupo, seguidos por sus tristes miradas, y a la sombra de unos chopos viejos cavamos una agujero en tierra de nadie. ¡Aquel momento fue muy emocionante… e indescriptible! Al rato, los dos hermanos unieron sus fuerzas para colocar a Juan en el fondo de la fosa con una delicadeza exquisita y después de haberle arreglado el uniforme con mimo. ¿Qué ironía, verdad? Morir con aquella ropa… Junto a su cuerpo pusieron sus armas, sus enseres, su mochila… ¡y una ajada fotografía de su madre!

“—Muchachos…

“—Ya vamos, Carlos, ya vamos…— y empezaron a cubrirlo con la tierra húmeda del soto, con la tierra de su querido Aragón, de su España…

“No quisieron que les ayudásemos para nada. A todo esto se nos habían unido Lalia, Inés y Pilar, las cuales, de alguna manera, querían estar bien cerca de sus seres queridos en aquellos momentos. La viuda de Roque se acercó a Andrés y sin hablar puso su mano sobre el mango de la pala que aquel empuñaba con rabia e intentó ayudar, colaborar con él, participar en su dolor.. Se miraron… ¡y juntos clavaron la herramienta en tierra y juntos lanzaron su contenido a la fosa!

“—Sigue tú, por favor —me dijo Felipe—. ¡No puedo más!

“Cogí la pala que me tendía y sin ningún comentario ayudé con todas mis fuerzas; eso sí, mordiéndome los labios para dominar las emociones que luchaban por reventarme en el pecho. Al rato, la tumba estaba lista, terminada. Las mujeres cogieron flores silvestres y las pusieron encima del montículo a guisa de mortaja, pero cuando Roig intentó clavar la tosca cruz que había hecho con sus manos, Andrés se lo impidió:

“—¡No, no dejemos ninguna señal! No queremos que nadie sepa donde está. Si salimos con bien de esta aventura, volveremos; y si no, que descanse en paz.

“—Como quieras.

“Y así se hizo, así se acordó. Nada iba a indicar que allí esperaría la resurrección de la eternidad uno de los mejores españoles de todos los tiempos… En cuanto a las flores y las señales de aquella tierra removida, el tiempo se cuidaría de borrarlas. Al cabo de una semana, nadie notaría que el vientre de nuestra madre principal había ingerido a uno de sus hijos. Nadie, a no ser que mirase directamente el lugar, podría asegurar que la zona había sido violada…

“Cuando volvimos junto al lugar donde nos esperaban los padres de Pilar, decidimos seguir descansando un rato más. ¡Y allí fue dónde me convencí a mí mismo de que ya no teníamos escape posible! Apoyada la espalda en el tronco de un árbol centenario y viendo como Lalia dormía a mis pies, me dije que ya no podríamos escapar de aquel círculo vicioso nunca más. ¡No, ahora no! Cada nueva acción que emprendíamos hacía aumentar nuestro debe para con el enemigo, de manera que la bola de nieve seguía creciendo y creciendo… Sabía que nuestros contrarios no descansarían hasta acabar con nosotros. Tristemente, pensé en los míos y en lo lejos que parecían estar.

“—¡La guerra es así! —traté de justificarme—. Pero, ¿qué guerra? Si ya había terminado… Si pudiera regresar a casa aún podría rehacer la vida porque no estaba todo perdido… Pero, ¡no!, para mí, para nosotros, la contienda no había terminado y había que seguir… seguir…

“Lleno de melancolía, saqué una foto de Sonnia de mi cartera y pedí perdón con los ojos por el tiempo que hacía que no la había visto y, también, por haberla traicionado… Luego, casi sin querer, de forma instintiva, levanté la mirada y sorprendí a la figura de Lalia embutida en el uniforme varonil, medio tapada con la manta de monte que se había echado por encima y me pareció viva y real una vez más… Pero Sonnia era mi mujer y eso la situaba a una gran distancia de la cuñada de Roque. ¡A cada una su sitio! Sin poderlo evitar besé aquella foto amarillenta…

“—¿Es tu hijo?— la voz de Lalia me sorprendió. Se ve que se había despertado y había sorprendido mi último gesto. La sorpresa y el temor de que hubiera descubierto mis más secretos pensamientos me hizo balbucear la respuesta:

“—No… no. Es mi mujer… Se trata de Sonnia. De mi hijo, por desgracia, no tengo ninguna foto…

“—¡Déjamela ver, por favor!

“Se la entregué sin vacilar pues, ¿quién podría haberle negado una cosa así?

“La contempló a conciencia, durante largo rato… pero sin rencor.

“—¡Qué guapa es! Tu hijo debe parecerse a ella.

“—Pues… ¡no! Me dicen en las cartas que se me parece a mí. Aunque no sé hasta que punto es verdad…— y me pasé la mano por la barba de varios días.

“Ella me interrumpió para devolverme la fotografía.

“—Vamos, Lalia. No quiero que te entristezcas.

“—No, no. No tengo ninguna culpa por haberte conocido tarde.

“—¿Por qué dices eso?

“—Por qué sí, porque es mi sino. Porque no puedo decirte lo que quisiera decirte y porque sé que hay palabras que te sellan la boca. Por esta maldita guerra, aunque para mí haya sido una especie de loable bendición, pues me ha permitido conocerte. Por la compasión que siento hacia sí misma…

“—Por favor, Lalia…

“—¡…Y porque te quiero!

“—Lalia, Lalia… —le acaricié el pelo mientras la dejaba llorar copiosamente—, ¿por qué lo has dicho?

“Me miró al fondo de los ojos con mucha valentía. No puedo traducirle lo que vi en los suyos, aunque sí le diré que venció de nuevo su entereza y poco a poco se tranquilizó. Tal vez llegó a la conclusión de que era inútil luchar contra lo inevitable.

“—¡Oh, Carlos! ¡Perdóname…!

“—Lalia, quiero que sepas que has despertado en lo más fondo de mi ser unos sentimientos tan profundos, que me han convertido otra vez en el ser humano que era antes de la conflagración. ¡Gracias! Pero no puedo darte más de lo que te doy —ella me estaba sonriendo abiertamente, con los ojos y los labios húmedos…— ¡Lalia…!

 

2

“Cuando creímos oportuno avanzar de nuevo, lo hicimos siguiendo las buenas costumbres de todas las marchas habidas y por haber. El padre de Pilar, que estaba muy repuesto, podía caminar a buen paso aunque se apoyaba de vez en cuando en el hombro de su futuro yerno. Pero era quien marcaba la pauta. Con todo, llegamos. Y cuando lo hicimos, los moradores del solitario caserío de su cuñada nos recibieron con los brazos abiertos y nos obligaron a descansar allí unos días. A lo cual accedimos con gusto porque nos creíamos muy seguros en el campo y en las montañas, y porque nos era igual estar en un sitio o en otro. Pero al cabo de tres días de estar ociosos en aquel paraíso, Roig me llamó aparte y me dijo:

“—Tengo la oportunidad de conseguir un juez para que celebre mi boda y quisiera aprovecharlo.

“—¿Qué?

“—Tranquilo, es un primo hermano de Pilar.

“—Pero, ¿de qué hablas?

“—¡De casarme con Pilar!

“—¿Ahora?

“—¡Sí!

“—Pero, ¿te has parado a pensar en esta situación? ¿Qué le puedes ofrecer?

“—¡Toda mi persona durante un día, un mes, un año o toda la vida! Todo de acuerdo con nuestra suerte y destino.

“—¿Estás decidido?

“—Completamente. Lo hemos estado comentando los dos y ella también está de acuerdo.

“—Comprendo Roig… No quiero desilusionarte, pero el momento que vivimos es terrible.

“—Carlos, no insistas. Quiero que sea mi esposa, luchar por algo tangible y mío, ¿comprendes?

“—Sí, pero, ¿y si nos matan?

“—¡La habré amado…!

“—Roig, amigo mío. Adelante, pues, por mí no te frenes ni te inquietes… ¡Te felicito!

“Nos abrazamos sin darnos cuenta de que se nos había unido Pilar y Lalia. Sin duda nos habían oído porque esta última abrazó en silencio al de Gerona. Por mi parte, no me quedó más remedio que besar a la novia con cariño. Así, entre besos y abrazos entramos en la casa formando un grupo compacto y al saber la causa, todos participaron de la alegría. Las felicitaciones y parabienes se repartían como rosquillas en Navidad. Y mientras las unas barajaban varios planes para vestirse lo mejor posible en el día señalado, los otros celebrábamos el acontecimiento con vino de Cariñena y jamón de Teruel.

“Aquel día, mientras comíamos, al ver el abatimiento de Andrés Jimeno y la distracción de la hermana de Lalia, se me ocurrió una idea genial que expuse con rapidez:

“—Ahora que lo pienso… Ya que es difícil traer un juez de confianza, creo que merecería la pena hacerle aprovechar el viaje.

“Lalia suspendió en el aire el movimiento de vaivén de la cuchara para dejarla caer poco a poco en el plato de sopa.

“Todos se volvieron hacia mí:

“—Digo esto porque ya que Inés y Andrés están bastante prometidos oficialmente, podrían casarse también, bueno, claro, si no hay ningún impedimento…

“—¡Carlos…!

“—Si él quiere…

“—Pero…

“—Yo lo decía por aprovechar el viaje…

“—¡Ya!

“—¡Menuda pieza estás hecho!

“—Andrés, a la fuerza no quiero que…

“—Pues, nada. ¡Por mí que no quede!

“—Por mí… ¡tampoco!

“—¿Te quieres casar conmigo?

“—Pues, ¡claro!

“—¡Bravo!

“El mayor de los Jimeno e Inés se levantaron juntos de la mesa y se abrazaron y besaron en presencia de todos, e ignorándonos por completo. Por nuestra parte empezamos a expresar mil parabienes aunque ignoro si se dieron cuenta. Todo eran felicitaciones, todos felicitaban a todos… Lalia se levantó a su vez y corrió a abrazar a su hermana en un flojo respiro de su futuro cuñado:

“—Inés…

“—Mi pequeña Lalia…

“Y entonces me miró. Inés me miró y aunque sé que fue una mirada sin rencor, sus ojos estaban bajo una pena infinita, o al menos así me lo pareció. Le confieso que no pude evitar un mal estremecimiento. Naturalmente, el detalle pasó desapercibido para todos, hasta para la misma Lalia preocupada como estaba en felicitar a su hermana, pero la mirada no dejó de inquietarme. No por ella, que a raíz de nuestra última conversación parecía aceptar lo inevitable con resignación, sino por mí…

“Durante el resto de la velada de la tarde nos la pasamos haciendo proyectos para la doble boda. Y al día siguiente, al despuntar el alba, el cuñado de la madre de Pilar se fue de la vivienda para volver a media tarde en compañía del juez de paz. Tan pronto llegó, besó y abrazó a sus familiares sin dar señales de extrañeza por encontrarnos allí. Lo que sí hizo, y nos pareció normal, fue hablar a solas con Pilar para asegurarse si estaba decidida a unir su vida a un proscrito. Tuvo que convencerse muy bien puesto que tras volver a aparecer se dispuso a celebrar las bodas enseguida.

“Entre todos habilitamos el comedor para aquel fin.

“—Roig, ¿quieres a Pilar por esposa?

“—¡Sí!

“—Pilar, ¿quieres a Roig por marido?

“—¡Sí!

“—Bien —el juez de paz tenía nublada la voz y la vista por la emoción—, ¿quién tiene los anillos? —se los dimos. Entre todos habíamos conseguido reunir los cuatro aretes. Uno de ellos, claro, era el de mi boda. Sabíamos que los novios nos los devolverían tan pronto como pudiesen tener los suyos—. Muy bien Roig, puedes ponérselo a Pilar. No, en ese dedo no… En el corazón, eso es. Ahora tú, Pilar. Muy bien, de acuerdo. Que los testigos firmen este documento —Andrés y yo—. Eso es… ¡Ya está! ¡Os felicito, hijos míos, ya sois marido y mujer!

“Se besaron hasta que le quitamos la novia para hacer lo propio.

“Luego se repitió la escena para Andrés e Inés, sólo que los testigos fueron Roig y Felipe.

“Hubieron nuevos besos para los recién casados y hasta organizamos un conato de baile al son de la música de una vieja gramola. Yo mismo bailé con las recién casadas cuanto quise, justo hasta que caí rendido de cansancio. Las dos estaban resplandecientes de felicidad a pesar de que se habían casado con los trajes de calle que llevaban con normalidad. Pero me di cuenta, una vez más, cómo cambia la mujer al matrimoniar… Y mientras pensaba en estas y otras consideraciones sentado en un sillón, se me acercó Lalia y de nuevo me encontré bailando en medio de las otras parejas. Entonces empezaron a cambiarse las parejas con alegría, pero yo no lo pude hacer ya que Lalia me retenía como propiedad suya. No me dijo nada, pero me sonreía feliz de oreja a oreja… y los demás pensaron que era un problema mío. Sólo sus ojos, aquellos ojos profundos, me parecieron algo tristes. Pronto dejé de considerar estos detalles porque bailaba de forma que no me dejaba respirar. Se amoldaba a las irregularidades de mi cuerpo y buscaba mi calor, pero sin rechistar. No, no cambié de pareja pese a que el juego continuaba… y ningún hombre me la pidió… Me dije que tenía que hacer algo por aquella mujer… ¡y pronto, antes de que fuese demasiado tarde! Me preocupaba su sonrisa…

“Mientras las mujeres hacían la cena y preparaban sus cosas, el juez aprovechó la oportunidad para decirnos:

“–Estoy al corriente de vuestra última hazaña y como os estoy agradecido por haber salvado al padre de Pilar, puedo deciros que os buscan por todas partes. Ahora va en serio. Lo de la cárcel lo han tomado muy a pecho. Han rescatado a los guardias que dejasteis en la montaña, en la masía y en el penal y se han juntado con otros muchos para buscaros por todos los lados, jurando no descansar hasta no dar con vosotros. Diariamente, dan batidas por las montañas y los pueblos vecinos, registrando todas las casas de campo que encuentran a su paso, interrogando sin cesar a cuantos se topan con ellos, amenazando… En una palabra: ¡Han hecho de vosotros la razón de su existencia y la posibilidad de un ascenso! ¡Ah, han cogido de nuevo a varios hombres de los que liberasteis y les han preguntado el nombre de quien mandaba la guerrilla y como no lo sabían, los han vuelto a encerrar sin más! Pero no sé como, se han enterado de vuestro nombre y sobretodo del suyo —el mío—. Supongo que lo habrán deducido por la información que han suministrado los guardias de la masía de Pilar… ¡Y quieren cazarlos como a lobos! Es más, toda esta región sabe por experiencia que todo aquel que os ayude corre el riesgo de ser fusilado con todos sus familiares. El nombre de “alma de cántaro” se ha hecho legendario. Por el hecho de pronunciarlo se incurre ya en una falta grave. No sé si me explico.

“—Le comprendo bien. Y le agradezco sus informes… ¡Mañana abandonaré esta casa…!

“—¡La abandonaremos!

“—Muchachos…

“—¡Vamos Carlos, no seas lelo!

“—Los cuatro estamos involucrados en la lucha y los cuatro lo seguiremos estando.

“—¡Está decidido!

“—De acuerdo. Pero si no fuese porque entiendo que aquí tampoco tendríais ninguna oportunidad, os obligaría a quedaros.

“—Sí, hombre.

“—Por eso he querido hablar con Pilar antes de casarla —me interrumpió el aplica leyes—. Perdona hijo, pero quería evitar la boda a toda costa. Sin embargo, ella ha querido casarse. Te debe querer mucho para arriesgarse tanto…

“—Mi Pilar…

“—Oigan, ¿de verdad son ustedes los Jimeno?

“—¡Sí!— contestaron a dúo los dos hermanos.

“—¿Saben que conocí a sus padres?

“—¿Qué?

“—Sí… Verán. Debido a la poca importancia de muchos pueblos de la zona, me encargo de la parte jurídica de tres o cuatro de ellos…

“—Ahora comprendo porque su cara no me era desconocida del todo— le interrumpió Andrés.

“—Sí, sí. También llevaba los asuntos legales de tu pueblo. Aquello fue una verdadera desgracia. Casi todos lo dijeron. Claro que yo no lo supe hasta varios días después… Se encapricharon de vuestra casa por estar muy bien situada… y por ser rica. Luego se ha sabido que todo fue promovido por varios vecinos que no os podían ver…

“—¿Sabe usted sus nombres?

“—Espera… Un grupo de milicianos se dirigió un día hacia vuestra masía, guiado por el mozo de una de las familias en cuestión, pero allí no encontraron más que a los padres…

“—Estábamos cazando en el monte.

“—Les pidieron por las buenas que desalojasen la casa, a lo que vuestro padre contestó que moriría antes de consentirlo. No hicieron caso de sus voces ni protestas y la ocuparon a la fuerza, dejándoles el granero como única habitación. Luego se pusieron a esperar a traición vuestra llegada. Lo sé porque me lo contó el mismo joven cuando comprendió el giro y alcance de su felonía…

“—¡Dígame su nombre!

“—¿Hace falta?

“—¡Sí!

“—¡Vamos, dejar terminar al juez!— les rogué a los fieros y exaltados hermanos.

“A regañadientes se acomodaron otra vez en sus asientos.

“—Vuestro padre, que no podía sufrir la triste humillación, prendió fuego al granero… Este detalle no se sabe con certeza, pero no pudo ser de otra forma ya que los demás os estaban esperando por los alrededores de la vivienda. Lo cierto es que el fuego se propagó rápidamente por todas las salas y dependencias de la casa obligando a los milicianos que quedaban a abandonarla a toda prisa. El mozo delator quiso acudir en ayuda de vuestros padres, pero los otros se lo impidieron incluso con las armas. Así murieron…

“—¡Por Dios!

“—¡Pobre mamá…!

“—Sí, tal vez ocurrió así. Puede ser. Al volver del monte nos encontramos la masía medio destruida y a varios milicianos que andaban por los alrededores. Nos dieron una versión diferente de los hechos, pero no se atrevieron a hacernos más daño. ¡Nosotros creímos aquella versión porque no podíamos pensar ni sospechar de ellos! Nos permitieron enterrar los calcinados restos de nuestros padres… Después, ahora encaja, nos dijeron que necesitaban la casa por unas razones de Estado y que la repararían con cargo a sus presupuestos ordinarios. Que, desde luego, era del todo imprescindible que nos fuésemos de allí por el peligro y el secreto que iban a general sus futuras operaciones militares y que, terminada la guerra, nos la devolverían abonándonos una cantidad de dinero en concepto de daños, perjuicios y sinsabores. En otras palabras: ¡Nos obligaron a marchar abusando de la fuerza de sus armas…! Pero desde siempre creímos que habían llegado después de los asesinos… En cuanto al zagal en cuestión, no pudimos llegar a sospechar de ninguno.

“Su hermano continuó:

“—Cuando los nacionales ocuparon toda la zona, volvimos a casa, pero ya la habían ocupado de nuevo echando a los milicianos tras una corta, pero tenaz, batalla… Así que de nuevo nos fuimos al monte y así nació la leyenda de los “sangrientos Jimeno”.

“—Ahora encaja toda la historia. ¿Quién fue el zagal que nos causó tanto mal?— quiso saber Andrés de nuevo.

“—Hijos míos. Esta cadena de odios no os llevará a ninguna parte. Aquella familia está arrepentida, me consta, y hasta son capaces de ayudaros. Me lo dijeron hace seis días a pesar del peligro que podían correr. ¿Por qué queréis seguir la lucha? Además, no querían llegar tan lejos en su envidia personal, ¿comprendéis? Así que haríais bien en olvidar todo esto y acabar con la vida fuera de la ley, porque cada día que pasa se os cierra una puerta nueva… Además —le dijo a Andrés casi expresamente—, ahora estás casado y no deberías tomar una decisión que pudiera perjudicar a tu mujer.

“—¡Eso es mi problema!

“—Espera, hermano. Me parece que el juez tiene razón. Al fin y al cabo no podremos devolver la vida a nuestros padres por más que hagamos.

“—Eso es verdad, Felipe… Además, os tengo que confesar que últimamente mantenía mi postura por orgullo más que por convencimiento.

“—Sabría que lo comprenderías algún día —intervine—. Sí amigo Andrés, la venganza deja mal sabor de boca a quien la practica y además, el perdón en un don de los dioses.

“—Como siempre, has llegado bien al fondo del asunto. La verdad es que tu compañía me ha ayudado siempre a ver la realidad de las cosas. ¡Ea, por mí el asunto está zanjado! ¿Tú que dices, Felipe?

“—¡Lo mismo!

“—¡Así me gusta! —siguió el juez—. Ahora escuchar bien: Sé que es difícil lo que os voy a proponer, pero me parece que es casi vuestra última salida, ¿queréis que gestione vuestra entrega con honor?

“—¿Qué?

“—¿Qué dice?

“—¡Eso si que no!

“—¡No es posible!

“—Sí, sí. Habéis oído muy bien. Sería conveniente que os estregaseis mientras sea posible dialogar de tú a tú… Es más, conozco al comandante Jaime, jefe del distrito, y…

“—¡Ni hablar!

“—No podemos…

“—Sabemos que sería lo mejor —reconocí, porque yo mismo había barajado varias veces aquella posibilidad—, pero ya no podíamos hacerlo por estar abocados a una vorágine sin fin.

“—Perdone que le diga que yo no estoy de acuerdo. Se han publicado bandos en los que se dice que los guerrilleros que se entreguen sin resistencia y sin armas, tendrán un juicio justo…

“—Es posible que eso tenga aplicación en otros casos, pero nosotros no tenemos esperanza en que nos pueda alcanzar esa especie de amnistía.

“—Bien. Son dueños de hacer lo que crean conveniente. De todas formas recuerden que si los cogen, pueden ponerse en contacto conmigo… si les dan tiempo o les dejan. ¡Veré lo que puedo hacer! Por otra parte, voy a luchar legalmente para ganar vuestra masía, pero mientras estéis fuera de la ley no tengo demasiada fuerza para conseguirla. En fin, ¡qué Dios os bendiga, hijos míos!

“—¡Gracias!

“—Le estamos agradecidos…

“No pudimos hablar más porque en aquel mismo momento nos llamaron a todos para cenar. Entramos en el comedor cariacontecidos y malhumorados. Tanto es así, que nuestra seriedad contrastó enseguida con la alegría de las mujeres…

“Alguien preguntó:

“—¿Qué ocurre?

“—Lo que era de esperar… Nos vamos mañana.

“Entonces el silencio se volvió frío y denso, perfectamente identificable. Las mujeres se habían hecho a la idea de quedarse cierto tiempo al ver que no insistíamos en el tema; pero, ahora, ya no tenían ninguna duda. Así que intervine, tratando de quitar hierro:

—¡Fuera la tristeza! Es el día de vuestra boda y hay que vivirlo intensamente —me levanté con el vaso en la mano—. ¡Brindo por vuestra eterna felicidad!

“Todos me acompañaron…

“Después, los novios se retiraron pronto a sus habitaciones para no perder ni un minuto de aquella memorable noche de bodas. ¿Qué importa el futuro si tenían toda la noche por delante? Por mi parte, dejé a los demás en el comedor y salí al porche para ordenar mis ideas y allí, en uno de los bancos de piedra que había adosados a la pared, me dejé caer tratando de abstraerme de todo lo que pudiera pasar a mi alrededor. Sólo pensaba… Sólo oía el croar de las ranas y el sonido de los grillos machos que exteriorizaban su felicidad de la única manera que sabían. No sé cuanto tiempo estuve así, pero cuando me levanté al sentir un escalofrío, descubrí a Lalia dibujada en la penumbra del más allá, apoyada en el marco de la puerta, sin querer interrumpir el silencio de mi soledad…

“—Lalia, ¿qué haces aquí? ¿No tienes sueño?

“—Ahora me voy a dormir. Carlos…

“—Dime.

“—Mañana… ¿me dejarás ir contigo?

“—No Lalia, no es posible, esta vez no. Las mujeres os quedaréis aquí.

“—Lo sabía.

“—Te aprecio demasiado para dejar que vengas conmigo a un destino incierto.

“—Gracias por lo que no has dicho.

“—Lalia…

“—¿Qué quieres? —estalló el sollozos—. ¿Crees que soy de hierro? Pues, ¡no puedo más!

“—Vamos, vamos —me acerqué y levanté hacia mí su fina y hermosa barbilla—, debes ser valiente.

“—¿Crees que no lo soy? Si no lo fuera, hace tiempo que me hubiera pegado un tiro.

“—¡Mujer!

“—Pero aún no lo he hecho… ¡Dios mío, perdón!

“—Pobre Lalia…

“—¡No, no me compadezcas! ¡Eso no lo puedo aguantar! ¡Sólo quiero ir contigo y morir a tu lado!

“—Pero, ¿por qué?

“Me sonrió y se separó un tanto del fuerte abrazo al que la había sometido:

“—¡Vivo no me pertenecerás nunca…! ¡Muerto, sí!

“—¡Vaya!

“—Voy a dormir… ¡y a soñar! ¡Bésame Carlos, por favor, pues quiero que también sea ni noche de bodas!

“—¡Lalia…!

“Luego la vi desaparecer por el porche y no pude evitar seguirla lentamente… ¡Era su noche y yo el novio!

 

3

“El momento de la despedida del día siguiente fue muy emocionante. Todos nos daban ideas, cariños, consejos, y abrazos, según se tratase de unos u otros. Pero, a pesar de todo, se notaba una falsa entereza, un malestar que llenaba todo el ambiente:

“Pilar, dijo:

“—¿Por qué no os quedáis aquí y corremos todos la misma suerte?

“Respondí antes de que pudieran hacerlo alguno de los demás:

“—Por muchas razones. La primera y principal es que si nos quedamos aquí llamaremos la atención enemiga y tú y tu familia saldríais perjudicadas. De manera que…

“—Pues deja que vayamos con vosotros –dijo Inés.

“—Querida, ya lo hemos decidido…

“—¡Quiero ir contigo!

“—¡Y yo!

“—Pilar… no puede ser. Por favor, no insistas más. Ya te he dicho que vendré a menudo…

“Así fue todo lo demás. Las dos parejas de recién casados estuvieron discutiendo bastante rato, tratando de apaciguar a las mujeres y convencer a los hombres. La verdad es que ninguno de los dos colectivos lograron sus objetivos. Al final, ellas se quedaron muy a disgusto y sin estar convencidas, ¡y menos al saber que Lalia sí que venía con nosotros! Esta había salido al patio resplandeciente. Nos habíamos quitado ya los enojosos uniformes de la guardia civil y vestíamos con nuestra ropa usual, aunque nos quedamos con sus botas de reglamento porque se comportaban en las marchas mejor que las nuestras. Así que Lalia salió con su ajustado traje de hombre que marcaba sin dificultad todas sus curvas. Pero, lo bueno es que lo hizo sin tristeza; al contrario, sonreía de una forma maliciosa cuando se despidió de Pilar y de su propia hermana. ¡No supe nunca lo que estaría pensando su hermosa cabeza en aquellos momentos, pero recuerdo que me estremecí…! Sí, últimamente me ocurría a menudo…

“Las despedidas de Inés y Pilar no fueron ni tan cortas ni tan fáciles…

“Al final iniciamos la marcha después de haber autorizado a la mujer de Andrés que se quedase las armas por si tuviera que hacer uso de ellas y ya, desde el porche, la madre de Pilar, se despidió por todos:

“—¡Qué Dios os acompañe!

“—Lo necesitaremos —pensé a regañadientes al repasar por última vez mis armas y municiones. Al volver la cabeza vi que mis amigos me estaban esperando—. ¡En… marcha!

“Empecé a andar y me siguieron Lalia, Felipe, Andrés y Roig, por este orden. A unos metros de la casa nos volvimos otra vez:

“—¡Adiós!

“—¡Volveremos!

“—¡Cuídate!

“—¡Vuelve!

“—Carlos, ¡cuida de mi hermana!

“—Descuida.

“—Carlos, ¡cuida de mi marido!

“—Pilar…

“—No te preocupes, se sabe cuidar solo.

“—Lalia, por favor. No hagas locuras.

“—Inés, no me olvides nunca.

“—Ni a mí tampoco, que para eso soy tu marido.

“—No olvides a nadie, que yo también soy hijo de Dios.

“—Claro que sí, Felipe.

“—Mamá, cuida de mi Pilar y que no haga tonterías.

“—No te preocupes hijo, vuelve pronto.

“—Se lo aseguro.

“—¡Adiós Pilar!

“—¡Mi Roig…!

“—¡Andrés…!

“—¡Adiós cariño!

“—¡Adiós a todos!— cogí a Lalia del brazo y la empujé con suavidad hacia adelante. Ella se dejó guiar sin ofrecer ninguna resistencia mientras que, a nuestra espalda, los recién casados se daban el enésimo beso de despedida…

“Así fue como empezamos a marchar hacia… ¡la muerte!

«Durante unos meses operamos desde la cueva sin que tuviéramos ningún tropiezo digno de contar. Poco a poco nos íbamos acostumbrando a aquella vida de peligro y el luchar casi a diario llegó a ser una necesidad de justa supervivencia. Roig y Andrés hacían pequeñas escapadas para verse con sus mujeres y esto les reanimaba. Por otra parte, Felipe había encontrado a una amiga de la infancia en una de nuestras incursiones por la zona. Se llamaba Elena. Resulta que la chica estaba pastoreando las pocas ovejas de su padre y nos la encontramos en una ladera mientras volvíamos a la base. Tras los saludos de rigor, se hablaron y reconocieron en el acto y hasta congeniaron enseguida. A partir de aquel momento se vieron muchas veces y pronto supimos que se habían hecho novios, aunque ella lo ocultó a sus padres por mucho tiempo. Tal vez lo hizo a sugerencia del propio Felipe quien, como nosotros, no le podía ofrecer ninguna seguridad. Así que sólo yo seguía sin pareja; bueno, tenía a Lalia. A veces, las salidas de mis tres compañeros coincidían expresamente, eso es lo que pienso, la verdad, y nos dejaban solos un día o dos ¡y entonces teníamos la oportunidad de soñar!

«Como ya le he dicho varias veces, aquella mujer consiguió hacer rehacer en mí la esperanza en el futuro… ¡y en Dios! Parece mentira, pero la entereza y el cariño de Lalia me acercaron al cielo y al Señor. La paz de su sonrisa siempre me tranquilizaba, me calmaba, el amor de sus ojos me contagiaba y el buen sentido de sus palabras me animaba a ser más yo, más hombre… Nunca más se quejó de su suerte… A veces, la veía sufrir en silencio… contenta de estar a mi lado, satisfecha de vivir intensamente… Tanto es así que desde nuestra llegada a la gruta no la había visto desfallecer ningún día, pero sé que sufría pues cuando creía que no la miraba sorprendía algunos pozos de tristeza en sus hermosos ojos. Le mentiría si le dijese que no la quería. Allí aprendí a quererla, a admirarla y a valorar su sana alma saturada por el oro y la plata de unos sentimientos que creía incapaces de aflorar en un corazón humano. Supe lo que significaba el amor, el amor sincero, el amor que no espera nada a cambio, el amor… humano.

«Pero el fin de la cueva y del paraíso se acercaban a marchas forzadas…

«Cierto día y cuando íbamos a iniciar una salida de rutina, quedamos sorprendidos al ver a bastantes guardias civiles y soldados regulares más o menos camuflados detrás de los arbustos que rodeaban la salida. No hace falta que le diga que los habíamos detectado a través de aquella mirilla de seguridad que siempre teníamos la precaución de abrir para eso, para descubrir cualquier movimiento anormal. Así, no salíamos al exterior hasta estar seguros de que todo estaba en orden y en su sitio. De manera que, aquel día, cuando Roig nos explicó lo que tenía todas las trazas de ser una emboscada, no nos lo podíamos creer:

«—¡Tenemos visita!

«—¿Cómo? ¡Déjame ver…! —ocupé con alguna prisa el lugar de observación y pude comprobarlo por mí mismo—. ¡Pues es cierto! Pero lo extraño es que ahora están cubriendo un semicírculo con respecto a nuestra puerta de salida, como si supieran exactamente el lugar de su emplazamiento.

«—Pues la única persona que conoce este lugar, fuera de los presentes, es mi hermana y no creo que ella nos haya traicionado.

«—¡Ni hablar! —medió rápidamente Andrés—. ¡No lo haría nunca ni aun a riesgo de su vida!

«—¡Quizá lo hayan descubierto por sí solos!

«—¡Imposible!

«—Pues no lo entiendo.

«—¡Un momento! —dijo Felipe rompiendo su silencio—: Elena me preguntó el otro día si estábamos seguros viviendo en la montaña y tanto insistió que yo, sólo para tranquilizarla, le enseñé el emplazamiento de la cueva y la imposibilidad de ser sorprendidos…

«—¡Felipe!

«—¡Qué queréis! Sí, hacia mucho tiempo que me lo venía pidiendo e incluso llegué a tener la sensación de no quererla lo suficiente si no podía confiar en ella…

«—Pero, ¡serás animal!

«—¡Andrés, ya estoy harto que me trates siempre como un niño!

«—¡Felipe…!

«—¡Ea, basta! —tuve que intervenir—. El mal ya está hecho y no ganaremos nada con pelearnos.

«—¡Un momento! ¿Cómo sabéis que ha sido ella?

«—¿Y quién iba a ser si no? Si no es culpable, al menos tiene todos los números para poderlo ser. ¡Venga, seamos positivos! Roig, ves por la salida de escape y emergencia y trata de averiguar el número de los que nos rodean.

«—¡Al momento!— y desapareció por el corredor del fondo de la cueva.

«—¡Andrés!

«—¿Sí?

«—Doble munición para nuestras armas. Felipe…

«—Dime, Carlos.

«—¡Las granadas de mano!

«—¡Enseguida!

«—¿Y yo, qué hago?— preguntó Lalia.

«—Tú tranquila que esto va en serio.

«—¡Ah, no! ¡Esta vez si que no!

«Iba a contestar cuando Roig volvió a la sala de estar principal, visiblemente preocupado:

«—¡Están emboscados también en la salida trasera! No he podido salir para contarlos…

«—¡Estamos rodeados!

«—¡Ya no hay duda de que hemos sido delatados!

«—¡Maldita!

«—¡Un día u otro tenía que suceder!

«—¡Estamos listos, Carlos!

«—¡Espera…! Podríamos no dar ninguna señal de vida y quedarnos aquí. Tenemos suministros suficientes para dos semanas…

«—Eso no me parece una solución. Ellos saben muy bien donde estamos y que tenemos que salir. Por otra parte, a cada momento que pase crecerá el número de hombres que nos acosará y así, cada vez tendremos menos probabilidades de escapar con bien.

«—De acuerdo. Tú mandas.

«—¿Qué hacemos?

«—Estoy pensando… Tenemos a nuestro favor el hecho de que podemos elegir el minuto de la salida y ese detalle hay que aprovecharlo al máximo. Roig, ¿cuántos guardias crees que hay detrás?

«—Ya te he dicho que no he podido verlos bien, pero calculo que debe haber más de una docena.

«—Bien, dejemos esa salida —todos estaban entonces a mi alrededor—. Existen tres soluciones para salir de esta cueva. La primera consiste en separar bruscamente la roca de la entrada y avanzar en línea recta haciendo fuego sin cesar. Algunos caeremos, pero el resto podrá escapar…

«—¿Y las otras dos?

«—La segunda podría consistir en hacer un túnel…

«—Descártala Carlos. No es posible. Tú no lo sabes, pero estamos rodeados de roca viva. ¿Cuál es la tercera?

«—Ellos me buscan a mí. Puedo salir y entregarme con la condición de que os dejen en libertad.

«—¡Ni hablar!

«—¡No digas tonterías!

«—Carlos…

«—Pues…

«—¡Carlos, no insistas! No, no vamos a consentirlo. Todos estamos implicados y todos nos salvaremos o moriremos.

«—Gracias, pero…

«—¡Ea, está decidido!

«—¿Cuándo salimos?

«—¡Está bien! ¡Lo haremos por la puerta principal y que Dios nos ayude!

«Nos fuimos dando la mano en silencio… Lalia por su parte, besó a los tres hombres y cuando me tocó el turno, no había ni una sola lágrima en sus ojos.

«¡Había llegado su momento!

«—¡Lalia, no seas loca! Saldrás la última y trata de ponerte a salvo en el acto.

«—Lo que quieras— pero no estaba muy seguro de que fuera a obedecerme así como así.

«—¿No me das un beso?

«—¡Desde luego, Carlos!

«Se me acercó y me besó en la mejilla, como a los otros. Luego, levantó con fuerza su barbilla y acarició el gatillo de su metralleta… ¡No, no tenía intención de estarse quieta!

«Ajustamos los peines, sopesamos las bombas, liberamos los seguros, comprobamos los cuchillos, nos calzamos las botas…

«—¡»Alma de cántaro»! —la voz venía del exterior—. Sabemos que está ahí dentro. Entréguese sin lucha y respetaremos sus vidas. ¿Me ha oído?

«¿Con qué aún no sabían el emplazamiento exacto de la entrada? ¡Tanto mejor!

«—¡Carlos, déjame salir el primero! —me rogó el menor de los Jimeno—. ¡Si es mi culpa, quiero redimirme!

«—¡Vamos, atrás!

«Volví la cabeza, los vi decididos, tensos, a punto ¡y ordené la salida!

«—¡Adelante y que Dios nos asista…! ¡Ahora!

«Corrí la losa y me lancé hacia fuera de un salto arrojando la bomba de mano a bulto, secundada por las saltarinas balas de mi máquina de matar… Y tan pronto como me ladeé detrás de una roca, salieron los demás vomitando el mismo fuego… Por eso, antes de que los enemigos hubiesen podido corregir su ángulo de tiro, ya habían muerto más de la mitad. Así, cuando ellos empezaron a disparar a lo loco ya estábamos a cubierto, al menos parcialmente. Y allí, desde nuestros parapetos, vimos con bastante preocupación como los soldados que habían estado al acecho en la salida de emergencia, se unían a sus compañeros. De manera que todos pensamos que teníamos que actuar con urgencia si queríamos salir con bien de la aventura.

«Felipe pareció entenderlo pues tiraba una bomba tras otra causando estragos entre el apelotonado enemigo. Andrés, por su parte, escorado detrás de un enorme pino, no dejaba de disparar en abanico, mientras Roig hacía justicia a su fama de tener muy buena puntería: ¡Cuando un guardia levantaba la cabeza un poco más de la cuenta, ya no volvía a hacerlo!

«Sin embargo, los supervivientes se defendían con uñas y dientes… ¡y el fuego graneado cruzaba el aire en ambas direcciones!

«—¡Cuidado Carlos, cuidado!

«Me volví al tiempo de ver como Lalia cubría mi espalda con su cuerpo para recibir los disparos del naranjero de un guardia que nos había rodeado. Cayó en mis brazos y mi estupor fue tan grande que me habría costado la vida a no ser porque Andrés, vuelto al mismo tiempo que yo, roció al asesino con lo más rabioso de su arma, obligándole a bailar como un pelele.

«Así fue como el fuego de nuestra posición cedió un tanto a la vista de lo ocurrido… Los tres amigos nos miraban sin saber que hacer. Luego, después de dejarnos con nuestro dolor, reanudaron la metralla y el fuego con más ardor si cabe… Entonces, y como si la lucha no fuese ya conmigo, rodeé con mis brazos el roto cuerpo de la mujer notando como su vida se me escapaba a través de los dedos:

«—¡Lalia…! ¡Mi Lalia…! —hablaba al bulto, al cuerpo inerte que había hecho mío tantas veces, a aquel cuerpo frágil y hermoso que había amado tanto—. ¿Por qué me has hecho esto?

«Ella sonreía feliz:

«—¡Quería morir a tu lado…! ¡Contigo…! ¡Hacerte mío para siempre…! ¡Carlos…!

«—Lalia… mi bien.

«—¡Oh, no digas eso! Prométeme… prométeme una cosa…

«—Lo que quieras —la sangre, su sangre, resbalaba por mis manos, por mis brazos, una sangre caliente, una sangre que manaba a borbotones de su pecho—. Dime…

«—Prométeme… querer mucho a… Sonnia. Tanto… tanto como yo te he querido a ti… Te dejo para ella. ¡Y hazla feliz! No la abandones nunca… ¡nunca! ¡No la dejes sola… ¡nunca más…!

“—Te lo prometo Lalia, te lo prometo.

“—Carlos —sus ojos eran más profundos, los labios perdían su color, su dolor era visible—… No quiero que llores —dos gruesas lágrimas habían escapado rabiosamente de mis ojos y ella intentaba secarlas con su mano, pero el brazo ya no la obedecía—.¡No, no llores por mí! ¡Sólo que te acuerdes de Lalia… de tu Lalia…! –los dos sabíamos que el desenlace se acercaba–. ¡Bésame…! ¡Bésame, Carlos…!

“Incliné el rostro y le besé en la boca.

“Fue un beso firme, largo. Retuve mis labios sobre los de ella mientras noté resistencia. Así obligué a abortar a los espasmos, a la muerte a no manifestarse, a mi ser, ¡a no oír los deseos suicidas que me pedían seguirla…!

“Con un estremecimiento final aflojó su presión sobre mis labios… ¡y dejó de existir! Aún la retuve un momento; luego, poco a poco, separé mi boca saturada por el amargo sabor de su sangre… Cerré sus ojos… y estiré sus cabellos… ¡La pobre había muerto vestida de hombre… para que no se notase que era la más femenina de las mujeres!

“Me quité la camisa y cubrí su cara y parte de su pecho destrozado. Aún parecía sonreír… y hasta me dejaba hacer. Sí, era como una de tantas veces en las que la había acariciado, era como cuando se dejaba en mis brazos, era…

“Un fuerte grito lanzado por el menor de los Jimeno me hizo volver en mí. Felipe había recibido un balazo en el hombro derecho, pero no por eso dejó de disparar. Sólo se cambió el arma de brazo…

“¡Una rabia imponente se adueñó de mí!

“—¡Roig…! ¿Quedan muchos?

“—¡Pues bastantes, Carlos! Los suficientes para que no te aburras.

“—¡Bien…! ¡Andrés, acompáñame!

“Lo hizo sin rechistar. Rodeamos la colina como felinos y aparecimos por la retaguardia enemiga como unos ángeles destructores. ¡Los dos a pie firme, a pecho descubierto, disparando sin cesar, segando vidas, mermando familias, modificando el futuro…! Los soldados regulares fueron cayendo uno tras otro, besando el suelo y regándolo con su sangre, como si quisieran purificarlo… Por último quedaron sólo dos, los cuales intentaron obtener clemencia con los brazos en alto… ¡No sé quien disparó primero, si uno de los cuatro o si fuimos todos a la vez, pero lo cierto es que cayeron en tierra abrazados en una confusión de brazos y piernas…! Allí de pie, altos, gigantes y majestuosos, con los cañones de las armas al rojo vivo, contemplamos la escena que habíamos creado a nuestro alrededor:

“¡Unos treinta cadáveres iban a confeccionar el extraño sepelio de Lalia!

“Cuando estuve más calmado, me acerqué al lugar donde estaba y la cogí amorosamente. Luego, tras mirar a mis compañeros que me dejaban hacer, entré en la cueva con el cadáver. No intentaron seguirme aunque sé que lo estaban deseando. El dolor es algo personal y aunque lo compartían, no querían ser testigos de las lágrimas de un hombre… Recorrí los pasillos lentamente llevando la preciada carga hasta llegar al rincón de la gruta donde había estado ubicada su habitación, la acosté en su cama y la tapé con sus propias sábanas. Luego corrí las cortinas. Aún tuve la sensación de que estaba dormida como cada noche. Hay que ver como es la naturaleza humana. Se aferra a las irrealidades como si fuesen verdades sólo porque uno no acepta los aciagos golpes del destino. A uno le cuesta muchísimo, creo yo, acostumbrarse a la pérdida de un ser querido… Siempre aguarda que en un abrir y cerrar de ojos, las cosas vuelvan a ser como antes. Pero sin embargo, la muerte es algo real, tangible, cierta e irreversible…

“Salí del refugio como un beodo…

“Andrés estaba terminando de curar a su hermano, de forma rudimentaria eso sí, del balazo sufrido en el hombro y comprobando que, por fortuna, sólo era un rasguño. Cuando me acerqué al grupo, estaba mucho más entero y desde luego mucho más dueño de mí. Así que lo primero que hice fue tranquilizarlos ya que los tres me miraban visiblemente preocupados:

“—¡Estoy bien, estoy bien! ¿Y tú Felipe?

“—¡Viviré!

“—¡No es nada!

“—¡Hombre, no es nada para ti!

“—Me alegro… Creo que la caverna ya no puede servirnos para nada. Si os parece bien, la podemos usar para enterrar a Lalia.

“—Por mí de cuerdo.

“—Por mí, también.

“—Y por mí.

“—Entonces, ¡manos a la obra!

“Mientras Felipe y yo nos quedábamos fuera de la gruta, a la expectativa, los otros dos hicieron varios viajes al interior en busca de municiones y alimentos que dejaron a nuestros pies… Luego, tras el último viaje, la dinamitaron:

“—Tenemos cinco minutos para largarnos de aquí—dijeron lacónicamente cuando llegaron a nuestra altura por última vez.

“Cogimos nuestros bártulos y desde la colina de al lado oímos la explosión:

“¡Las mechas preparadas habían llevado su calor hasta la dinamita del polvorín y éste había respondido a su tiempo saltando por los aires!

“Una nube de polvo nos cegó momentáneamente y tras pasar unos minutos, se aclaró el ambiente y vimos que el montículo que había servido de techo a nuestro refugio había desaparecido. En su lugar, pudimos apreciar el gran cono resultante compuesto por mil rocas, piedras, tierra, arbustos y árboles arrancados de cuajo. Aquello nos alegró, pues al cabo de cierto tiempo volvería a crecer la vegetación y desaparecería todo vestigio del pasado hasta tal punto que el lugar sería irreconocible hasta para nosotros mismos.

“Pero en aquel conjunto había algo extraño:

“¡En lo más alto del embudo invertido, dos árboles habían quedado truncados de una manera especial!

“—¡Fíjate! —me indicó Roig—. ¡Parece una cruz!

“En efecto. Era la cruz que la naturaleza había levantado sobre la tumba de Lalia… Andrés y Felipe se arrodillaron un tanto mientras el gerundense les imitaba con lentitud…

“¡Solo yo quedaba de pie!

“—¡Bien, compañeros! El cerco se está estrechando por momentos. Ya no tenemos hogar, ni amiga, ni sosiego, pero he de seguir adelante en esta suerte de lucha sin objeto y… ¡sin fin! ¡Estoy condenado…!

“—¡No estás solo, ni condenado!

“—¡Estamos contigo, Carlos!

“—Carlos, perdona que me inmiscuya en tus pensamientos —hablaba el mayor de los Jimeno—, pero haces mal en reprocharte la muerte de mi cuñada… ¡No me interrumpas, por favor! Lo que quiero decir es que comprendemos tus sentimientos y que sentimos su pérdida tanto como tú, pero no debes vivir toda tu vida con esa sensación de culpa. Si tiene que haber algún culpable, ¡lo somos todos! Y si lo somos es por haber participado en esta guerra y haber sobrevivido para presenciar el genocidio. No otra cosa. Lalia, con todo, sólo es un tanto más a apuntar al debe de la cuenta de tanta sangre. Ya te puedes imaginar lo que me cuesta decirte todo esto.

“—¡Gracias, Andrés! Gracias de todos modos. Pero no debí permitir que nos acompañara…

“—¿Y cómo ibas a impedírselo?

“—Pues…

“—Oye —me dijo Felipe, aportando su esfuerzo al deseo común de apartarme de mis pensamientos—, ya que de momento carecemos de rumbo fijo, me gustaría acercarme a la masía de mi novia para aclarar su posible traición.

“—¡Buena idea!

“—¡Venga, vamos! De todas formas tenemos que comenzar por algún lado.

“Y así, más hermanados que nunca por la nueva desgracia, iniciamos de nuevo la marcha…”

———

 

DECIMOCUARTO NUMERADOR

JAIME

  1

—¡Pobre muchacha! —l ciego se tapó la cabeza con las manos, apoyando los codos encima de la mesa— ¡Pobre muchacha…! Entiendo muy bien los pensamientos que le mortificaban —aquí se animó—. Pero tengo que decirle que el cariño de esa buena muchacha, más que ella misma, estaba erosionando sus ideas y sentimientos sin poderlo remediar. Mas, estoy con Andrés al afirmar que usted no es culpable ni de su muerte ni de las circunstancias que la rodearon.

—Sí, es posible… En cuanto a eso de los sentimientos, no puedo estar muy de acuerdo con usted. ¡Su cariño no me perjudicó en lo más mínimo!

—No se enfade… Me refiero a que sus relaciones por fuerza tenían que angustiarlo dadas la fe y las creencias de su conciencia.

—¡Ah, es eso! Es muy cierto que al principio me resistí a corresponder a su cariño, pero con el tiempo, el roce y el conocimiento, no pude evitar encariñarme con ella.

—Sí, en eso no tiene porque reprocharse nada de nada. Sin embargo…

—Mire, sobre este punto estoy confuso… Por más vueltas que le dé, ella murió por mí y su amor no puede volar vacío al infinito. Además, no estoy muy seguro si me comporté como debía… Pienso que la soledad, la inquietud, lo incierto de nuestra suerte y la oportunidad, pudieron influir en la rara plasmación de nuestras relaciones, pero yo no sé si me comporté como debía.

—Me gustaría encontrar argumentos…

—No se esfuerce. Ya pasó y nada ni nadie puede devolverle la vida.

—Pero… ¿usted la quería? Me refiero con amor, como a Sonnia…

—No lo sé. De lo que sí que estoy seguro es que al morir se llevó a la tumba una buena parte de mi ser. ¿Eso es amor?

—Puede ser amistad, responsabilidad, incluso hasta cariño, pero hay una diferencia… ¡No es amor! Usted mismo está empleando continuamente la palabra cariño para describir estos sentimientos… Sin embargo, en cuanto a ella, estoy seguro de que le quería de verdad. Recuerde que al morir le pidió que no dejase a su esposa pasase lo que pasase.

—Sí.

—¿Y qué ocurrió?

—Pues que no le hice ningún caso… ¡Necio de mí!

—¿Por qué dice eso? ¿Qué le pasó? Siga contando, siga.

—La verdad es que aún no sé como tiene tanta paciencia para escucharme. Me estoy oyendo y me veo a mí mismo tal y como soy, una personalidad retorcida… ¡y poco más! Así que no merezco retener su atención ni…

—Hace mal en tomar una actitud casi derrotista y ser tan exigente consigo mismo. Ninguno somos tan malos como quisiéramos parecer ni tan buenos que no nos necesitemos los unos a los otros. Mire, le escucho gustoso a pesar de que empiezo a estar cansado, porque sé que le estoy haciendo bien. No hay nada que sea morboso en mi interés… Al revés, le escucho porque, aparte de todo lo que ya le he dicho, me veo reflejado en usted de alguna manera pues ha vivido lo que yo no viviré jamás.

—No me diga que le hubiera gustado estar en mi pellejo.

—Lo que quiero decir es que siempre hay alguien que ha sido tratado peor que nosotros mismos. Yo no veo y usted sí…— el ciego alargó el brazo para servirse algo de agua de la botella, pero Carlos se le adelantó:

—¡Permítame!

—¡Gracias!— el bueno del ciego bebió bastante despacio, como calibrando si su ceguera, había hecho mella en su interlocutor. Pero si hubiera visto a Carlos, tal vez se habría desanimado. Su visitante tenía un cierto temor a enfrentarse con la última parte de su larga  realidad, miraba las rendijas de la puerta de la calle por las que ya empezaban a filtrarse los primeros destellos del amanecer y estaba deseando que la noche no se terminara nunca. La luz no es buena para los espíritus atormentados. Por eso él prefería mil veces la noche donde todo se distorsionaba y en donde todo ayudaba a alejar el momento en que tendría que tomar una decisión. Carlos empezaba a tener claro cuál era su deber y aún no tenía fuerzas para enfrentarse a él. Quizá más tarde, otro día o en cualquier otra ocasión mejor… Sí, ahora tenía que seguir contando al ciego la última parte de su gesta, mejor, de su experiencia, la más escabrosa, y no tenía tiempo para divagar… Tal vez el invidente comprendiese sus dificultades y le ayudara a no enfrentarse con su obligación. ¿O no? Por lo menos necesitaba saber si al acabar su relato, su paciente oyente podía aconsejarle de tal forma que pudiera rehacer su vida. Sí, eso iba a hacer, ¡iba a terminar por contárselo todo! Sólo conociendo su historia podría juzgar si aún le quedaba alguna salida…

 

2

“La masía de la novia de Felipe no se diferenciaba en nada de las que habíamos visto hasta aquel momento, más que por el hecho de estar levantada en medio de un llano inmenso, en el mismo centro de una meseta y rodeada por dos o tres pueblos, casi todos a la misma distancia. Es decir, si pudiera trazar una circunferencia imaginaria sobre los tres pueblos en cuestión, la masía sería su centro matemático. Eso sí, debido a la poca cantidad de agua que había en los alrededores, los campos, las parcelas y los trozos que la rodeaban eran tan de secano que parecían esteparios. Por eso, aquella tierra sólo producía vino y, a lo sumo, pequeñas y raquíticas espigas de trigo que había que segar con las manos. Aunque eso sí, las viñas eran amplias, extensas y prolongadas. Sólo que las cepas vivían retorcidas buscando la humedad en las entrañas de la tierra. Y los sembrados de ocasión, estaban llenos de piedras, cardos, terrones, arañas y escorpiones… ¡Ni un solo árbol frutal, ni un chopo, ni un pino… ¡Era el desierto! ¡Era el secano! ¡Eran los temidos Monegros…! Por eso tuvimos que acercarnos a la casa siguiendo los sinuosos trazados de las cepas, los montones de piedras y los ocasionales ribazos… Pero aun así y todo, llegamos a la casa sin que sus dueños se apercibieran de nuestra presencia.

“Otra cosa hubiera sido si en ella hubiesen habido guardias profesionales…

“Al mirar por una de las pocas ventanas, vimos comiendo alrededor de una tosca mesa a la familia de Elena. Ella, su hermano menor, su padre y su madre. Eso era todo. Sí, comían tranquilamente ajenos a cualquier contratiempo. No había nadie más. No obstante, Roig se quedó de guardia detrás de los cristales de la ventana que habíamos utilizado, mientras que Andrés y yo mismo ocupábamos los laterales del portalón principal, cubriendo la llamada de Felipe…

“El pequeño de los Jimeno golpeó la puerta en cuestión y esperó. Tras un momento de duro silencio, oímos el sonido característico de unas sillas que se estaba corriendo y un poco más tarde, el padre de la chica apareció en el umbral:

“—¿Quién…? —al ver sólo a Felipe, exclamó más contento—: ¡Ah! ¿Eres tú? Pasa, pasa. Llegas a tiempo para comer… Hijo, qué aspecto tienes. ¿Qué te pasa? Puedes bajar el arma. Elena, hija mía, mira quien ha venido.

“El hombre se volvió un tanto hacia el interior de la casa mientras llamaba a su hija, momento en que aprovechamos para colarnos adentro. Y cuando se volvió a girarse sonriente para acompañar a Felipe hasta la mesa, se encontró no con uno, sino con tres rostros muy hostiles que le apuntaban con descaro:

“—¿Eh? ¿Quiénes son esos?

“Casi al mismo tiempo se empezaron a oír con claridad varios gritos de mujer y ruidos de cristales rotos que venían del comedor.

“—Pero, oigan, yo… nosotros… Felipe, diles quien somos.

“Por toda respuesta, invitamos a avanzar al dueño de la casa y al entrar en el comedor, vimos a Roig, tranquilo, con el arma en bandolera, fumando un pitillo, pero dominando toda la situación. Había entrado por la ventana sin encontrar resistencia.

“—Pero, ¿qué es esto? ¿Un asalto? Pero, ¿qué quieren? No tenemos nada…— la madre había cogido al niño y nos miraba asustada.

“Elena, por su parte, se decidió a intervenir:

“—Por favor Felipe, dime que ha pasado. ¿Son tus amigos?

“—Sí.

“—Pues diles que bajen las armas —el padre estaba muy nervioso—. Aquí no tenemos ninguna y no hay nadie más.

“Aflojamos un tanto la guardia al comprobar que a lo mejor nos estábamos pasando, momento que aprovechó la chica para acercarse a su novio.

“—¡Quieta!

“—Felipe, ¿qué te he hecho?

“—¡Nada!

“—¿Van a llevarse a mi marido? —la madre de Elena se acercó un tanto a su hombre, como protegiendo su valioso entorno… ¡Sí, eso debía ser!—. ¡No se lo lleven, por favor! No ha hecho nada… —al ver nuestra cara e impasibilidad se encaró con Felipe, en un intento de tener más suerte—. ¡Hijo, siempre te hemos tratado bien! ¿Qué nos quieres hacer?

“Entonces habló el pequeño de los Jimeno, y muy a tiempo, pues yo ya no sabía como prolongar la escena:

“—Hemos sido traicionados y atacados en la gruta, un lugar que nadie conocía sino tú —y señaló con un dedo a la muchacha que lo miraba cada vez más asombrada—. ¿Lo recuerdas? Sí, yo sé que sí. Un día, para tranquilizarte respecto a la seguridad de mi persona tuve que explicarte donde estaba nuestra gruta y lo seguro que resultaba ante cualquier tipo de ataque. Y luego, tú, abusando de mi buena fe y mi cariño, nos has delatado… Por eso estamos aquí… ¡Tú nos has traicionado!

“Yo observaba a la chica y pude comprobar que el susto le crecía en el cuerpo en la misma medida en que iba oyendo la acusación. Su desazón era, pues, bien visible. Por fin, y coincidiendo con las últimas voces de su hombre, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar:

“—¡Yo no he sido!

“Claro que nadie la creíamos, lo cual era evidente porque todos permanecíamos inmutables…

“Entonces su padre acudió en su ayuda:

“—Felipe, no creerás en serio una cosa así. Te quiere de veras, me consta, y eso no…

“—¿Y para decírmelo me envía un cuarto de regimiento de guardias? ¡Vamos, abuelo!

“La chica seguía llorando en un rincón a pesar de que su madre había acudido a su lado para darle consuelo y seguridad, mientras el niño seguía asido a su falda. Por su parte, el padre, continuaba argumentando:

“—Si no ha podido ser. Si no ha salido de aquí desde tu última visita. Y como tampoco ha venido nadie… ¡Aquí debe de haber una gran equivocación! A no ser que… ¡No, no es posible!

“—¡Diga, diga lo que piensa!— insté al hombre para que siguiera hablando.

“—¡No, no era nada!

“—¡Vamos, no haga que nos enfademos!— Andrés y Roig dieron un paso adelante cada uno.

“—Pues… sé que el domingo, ella y su madre bajaron al pueblo a oír misa…

“Enseguida nos volvimos hacia las dos mujeres:

“La joven dejó de llorar aunque, en compensación, siguió mordiéndose los labios y retorciéndose las manos. Además, ahora nos miraba más asustada que antes. Aún era una chiquilla…

“Su madre terminó la explicación:

“—Pues sí, fuimos a la iglesia, pero puedo asegurar que ni ella ni yo hablamos con nadie, salvo algún que otro saludo al paso, mientras estuvimos en el pueblo. Nos limitamos a oír misa y a cumplir con lo que creemos que son nuestros deberes religiosos, y nada más. Ella misma os lo puede confirmar.

“Miramos a la chica con mucha más benevolencia.

“—Felipe…

“De pronto, se echó a llorar de nuevo obligando al Jimeno a acercarse mucho más ablandado.

“—Dime Elena, ¿hay algo más?

“—¡Perdóname, perdóname…!

“—¿Así que nos traicionaste?

“—¿Qué?

“—¡Hija…!

“—¡No, no, me traicionaron a mí!

“—¿Cómo es posible?

“—Anda hija, cálmate y dinos lo que pasó.

“—¡Vamos mujer, sólo queremos saber la verdad!

“Me miró y leí en sus ojos el miedo que estaba pasando, pero algo me decía que lo que estaba a punto de contarnos era la verdad:

“—Pues… como bien dice mi madre, mientras estuvimos en la iglesia no hablamos con nadie, pero después de oír misa… ¡me confesé!

“Todos nos miramos sorprendidos.

“—Pero, ¿es que le dijiste al cura lo del refugio?

“—Yo…

“—Espera Felipe, espera —intervine—. No tengas prisa en sacar conclusiones equivocadas. El secreto de la confesión es sagrado.

“Ahora, toda la familia nos observaba con estupor a la vista del giro que tomaban o parecían tomar los acontecimientos. Sólo Elena miraba a su novio con cierta pena al tiempo que le decía:

“—No es lo que te imaginas, no es lo que todos pensáis… Este señor tiene razón. No le dije nada al sacerdote… ¡lo malo es que hablé con alguien más!

“—¡Ah!

“—¿En qué quedamos?

“—Cuando terminé de confesarme y mientras esperaba a que lo hiciera mi madre, me quedé rezando por ti en un banco del centro de la iglesia. Allí sentada le pedí a Dios que te protegiera para mí. Pero en vista de que mamá tardaba más de la cuenta, salí al atrio y de allí a la plaza grande en el preciso momento en que entraba Jaime… Ya sabéis —indicó a sus padres—, aquel señor que conocimos hace unos meses en las fiestas patronales del pueblo y que demostró tanto interés por nosotros.

“—Sí, y sobretodo por ti chiquilla— apuntó la madre mientras ella bajaba la cabeza para evitar que viésemos el rubor que le empezaba a cubrir las mejillas.

“—¿El mismo que ha venido a verte varias veces?

“—Sí, pero ya sabéis que cuando lo veía venir por el camino —esto lo dijo como una concesión a Felipe, al menos eso es lo que a mí me pareció—, me iba al granero con cualquier excusa para no verlo.

“—¡Criatura! ¿Es que no sabes que tiene un cargo muy alto en la Guardia Civil?

“—¿Él? ¡No! ¡Oh, Dios mío! Si siempre lo he visto vestido de paisano…

“—¡Quizá pensó que te asustaría el uniforme!

“—Por quererte a ti —la madre señaló a Felipe, al pequeño de los hermanos Jimeno—, nunca ha cruzado con él más de dos palabras seguidas y de saludo, y como por otra parte nosotros tampoco le hemos dado cuerda…

“—Pero, vamos a ver —ahora intervino Andrés, dirigiéndose a Elena—.¿Qué le dijiste esta vez?

“—Pues…

“—¡Un momento! —Roig se dirigió al cabeza de la familia—. ¿El tal Jaime es, por alguna casualidad, el comandante de la Guardia Civil local?

“—Sí, y muy famoso por cierto.

“—Carlos, ya está mi hermano otra vez bailando y lo siento, ¡cada vez se aleja más de mi afecto!

“—¡No digas más tonterías! Habrá tenido que cumplir con su deber. Mira, no sé por qué, pero sospechaba que era él desde el momento en que hemos oído su nombre. Es una sombra que gravita sobre nosotros y que, un día u otro, tendremos que despejar. En fin Elena, termina tu narración y no tengas miedo, por favor. No vamos a hacerte nada pues lo hecho, hecho está y nada puede modificarlo. Y tú Felipe, si es verdad que la quieres, perdónala de una vez pues me temo que no ha tenido más culpa que la de amarte.

“El aludido se acercó más a la chica e intentó coger las manos que ella le tendía, pero se contuvo al ver que todos les mirábamos. Una risotada más o menos general rubricó aquella extraña situación, la cual sirvió, aparte de sonrojar hasta la médula a los dos tórtolos, para aflojar y eliminar la tensión ambiental. Nos dieron sillas y gustosamente hicimos uso de ellas, dejando las armas en el suelo o colgadas de sus respaldos, sintiéndonos más cómodos. No obstante, Roig, instintivamente, se sentó de forma que podía ver muy bien a través de la destrozada ventana del comedor. Luego, tras habernos refrescado con un poco de buen vino tinto de Cariñena, Elena siguió con su narración, pero lo hizo mucho más tranquila.

“—Cuando Jaime me vio salir de la iglesia me paró y lo malo en que me dejó sin posibilidad de zafarme de su presencia, puesto que su cuerpo ocupaba todo el vacío de la puerta. Rogué al cielo para que mi madre saliese pronto en tanto le tendía la mano para que me la estrechase con fuerza. Y luego, me preguntó que hacía allí, como si no fuese bien evidente. Pero la verdad es que se le notaba que quería hablar de otra cosa y que no se atrevía. Por fin, me dijo:

“—¡Elena, hace tiempo que tengo ganas de hablarte con calma y a solas porque tengo una cosa muy importante que decirte.

“—Usted dirá…— intenté ser lo más evasiva posible.

“—Pues… ¡qué te quiero! ¡Qué, desde el momento en que te vi, me enamoré como un tonto!

“—¿Cómo?

“—¿Quieres casarte conmigo?

“—Yo… así, de pronto…

“—No es preciso que me contestes ahora. Pero, por favor, prométeme que lo pensarás.

“—¿Cómo se atreve?

“—Perdona, pero de golpe era la única manera de decírtelo y créeme, me ha costado lo mío.

“—Le agradezco su intención, pero todavía no le conozco lo suficiente…

“—¡Ah, eso no importa! Si me das esperanzas iré a verte más a menudo.

“—No se moleste. La verdad es que ya tengo novio.

“—¡Ah!

“—Lo siento.

“—A ver si me entero de una vez, ¿llamas novio a ese muerto de hambre que va a verte de vez en cuando?

“Felipe puso cara de circunstancias.

“—No es ningún muerto de hambre y tampoco tiene por qué compadecerlo.

“—¿Ah no?

“—¡No! Además, ¿usted, cómo lo sabe?

“—Mi pequeña Elena, ¡qué poco conoces al amor!

“—¡Yo no soy su pequeña!

“—Escucha. Desde el momento en que me interesaste he vigilado todos tus pasos y te he visto más de una vez con ese desgraciado.

“—¡No lo llame desgraciado!

“—¡Es que lo es…! ¿No sabes que es un maqui?

“—¡Dios mío! ¿Cómo lo sabe usted?

“—¡Por qué yo lo sé todo! Lo he seguido hasta su guarida y te repito que no te conviene en absoluto.

“—¿Qué le ha seguido? ¿Y con qué derecho?

“—¡Con el de la ley!

“—¡Ah! Pero allí está seguro…

“—Calla, calla. Aquel refugio no le servirá de nada. Sé que las autoridades le buscan y es posible que esté en la cárcel bien pronto y eso como mal menor puesto que han puesto precio a su cabeza que se puede cobrar si uno lo entrega vivo… ¡o muerto!

“—Por favor…

“—Dime que no tienes nada que ver con él.

“—Es mi novio…

“—Pues, lo siento por ti.

“—Don Jaime, por favor —tuve que retenerlo por el brazo porque él hacía ver que se iba—, no le delate… Si me lo promete, pensaré en su propuesta…

“—No quiero comprarte pagando ese precio. Además, he de cumplir con mi deber.

“—¿Qué?

“—¡Oh, es una cosa que no entiendes! Si me lo permites, te cortejaré, pero quiero que me ames por ti misma… ¡Adiós, volveré a verte cuando hayas tenido tiempo para pensarlo! Mientras tanto, mi consejo es que te apartes de ese hombre antes que sea demasiado tarde –me cogió la mano que aún trataba de retener su brazo–, ¿me lo prometes?

“—No sé sí…

“—Iré a ver a tus padres lo antes posible. ¡Adiós!

“—¡Adiós…!— y penetró en la nave principal del templo local dejándome sumida en la más cruel desesperación… Al poco tiempo salió mi madre y regresamos a casa directamente.

“—¿Por qué no me dijiste nada?

“—No me atreví… y tampoco quise decirte quién era Felipe en realidad. Pero desde que llegamos a la masía intento encontrar la oportunidad para ir corriendo a la cueva, aunque siempre me retiene el temor a tener que dar explicaciones y a que no me dejaseis ir. Felipe, te prometo que hoy mismo estaba decidida a llevarme las ovejas hasta las montañas y entrar en tu territorio… Pero, por lo visto, los guardias se me han adelantado… ¡Perdón!

“Aquello daba un nuevo giro a la situación. Felipe, había cogido las manos de su prometida sin importarle un comino nuestra presencia y la estaba calmando quedamente; pero Roig, contagiado por la relajación de la tensión general, le mandó un zarpazo sobre la espalda:

“—¡Eh, rastreador! ¿Con qué te seguían y tú en la higuera?

“El ofendido, sin ver la chanza, se encaró con él como una víbora:

—¿Qué?

“—¡Felipe!— su hermano se levantó a medias por si tenía que intervenir.

“—¡Venga! —dije—. ¿No sabes ver una broma?

“—¡Ea! Que no me enfado con él —era evidente que recogía velas—, sino por mí mismo. Primero por haberme dejado cazar como un vulgar novato y segundo, por haber dudado de la flor de mi vida.

“—¡Eso está mejor!

“—¡Felipe…!

“Todos nos relajamos y la cosa no pasó de ahí. Al fin y al cabo ya no había remedio y la única pérdida sensiblemente importante era la producida por la muerte de Lalia. Aunque, bien es verdad, tarde o temprano podía haber ocurrido una cosa similar y tal vez con un balance más siniestro. No, no podíamos saberlo…

“El padre de Elena, totalmente tranquilo ya, colaboró en el bienestar general:

“—¿Quieren acompañarnos en la mesa y en la comida? No contábamos con ustedes, pero nos las arreglaremos, ¿qué responden?

“Andrés, Roig y yo mismo, exclamamos al tiempo:

“—¡Que aceptamos!

“Felipe no opinó en absoluto porque estaba muy ocupado en consolar y admirar a su novia y habían desaparecido de la estancia sin darnos cuenta.

“—Pues, no se hable más. Mujer, mira a ver que es lo que queda en la cocina y si te ves apurada, bajaré un jamón.

“—Enseguida voy. No te preocupes, pues tengo de todo— y desapareció hacia la habitación indicada. Por nuestra parte, acercamos las sillas a la mesa en donde aún se apreciaban los restos del ágape interrumpido y la conversación tomó derroteros intrascendentes. En un momento dado, el niño se me acercó, tal vez admirado por el brillo de nuestras armas, y apoyó su manita en la rodilla. Pero en sus ojos aún existía un cierto recelo:

“—¡Hola, pequeño! ¿Cómo te llamas?

“—Carlos…

“—¡Vaya, mira por dónde…! —me lo puse sobre las rodillas y le acaricié el pelo. No tendría más allá de seis años. Por un momento se me oscureció la vista—: ¡Javier…!

“—¡No, no señor…! ¡Carlos, me llamo Carlos!

“—¡Ah, sí, claro!— rebusqué en el interior de mi macuto y extraje un trozo de chocolate y se lo di en el acto.

“—¡Oh, gracias!— y deslizándose al suelo, se fue corriendo en busca de su madre mientras daba buena cuenta de la golosina.

“Andrés me tocó la rodilla con disimulo y me señaló la ventana. Por un instante, vimos pasar a la pareja abrazados felizmente… El le estaba diciendo algo al oído y ella sonreía abiertamente…

“Sonreímos también.

“Pronto vino la buena mujer con la comida y nos servimos copiosamente. Luego, y mientras uno de nosotros se quedaba en una mecedora del comedor para vigilar, nos dispusimos a descansar lo mejor posible ya que queríamos abandonar la vivienda al anochecer y, además, hacerlo con plenitud de fuerzas e ilusiones. Pero serían más o menos las cinco de la tarde, cuando Roig, que era el encargado de la vigilancia, me llamó sin que se apercibiesen los demás para no asustarlos sin necesidad y me señaló la ventana primero y después, las líneas de cepas que corrían rectas desde unos metros de la entrada de la casa hasta el infinito.

—¿Qué opinas?

“Haciendo un pequeño esfuerzo, vi moverse en zigzag a unos bultos y no tuve ninguna dificultad en identificarlos a pesar de que la luz iba menguando:

“—¡Son guardias civiles, y en gran cantidad! ¡Ah, y por su forma de moverse diría que saben muy bien que estamos aquí y que temen ser descubiertos antes de tiempo!

“—Eso parece.

“—¡Vamos!

“Llamamos a los dos hermanos, tratando de no despertar a la familia que también dormía la siesta, y les expusimos la situación:

“—Tenemos que marcharnos— fue la consecuencia.

“—¡Hombre! ¿Sin despedirme de Elena?

“—No hay otro remedio —le dijo su hermano—. ¿O prefieres que te cojan mientras te despides?

“—No, claro.

“—Pues, ¡vamos!— y Roig, dando ejemplo, recogió todo su equipo. Nosotros le imitamos en el acto procurando no dejar ninguna huella de nuestra visita para no comprometer a los dueños de la casa.

“Así nos fuimos. Elegimos la puerta del corral para salir de la masía, pero antes de cruzar la era que había por allí, nos detuvimos en el acto: ¡Por aquellas parcelas de viñedos también avanzaba el enemigo! Volvimos a entrar en el corral trasero y mientras pensábamos en lo que podíamos hacer, enviamos al gerundense al granero superior con la misión de cerciorarse de la cruda realidad. Lo cierto es que no nos dio demasiado tiempo para pensar, puesto que volvió a bajar enseguida:

“—¡No hay escape, estamos rodeados!

“—Bien, y este lugar es ideal para cogernos.

“—Sea lo que Dios quiera, y pase lo que pase no debemos complicar a la familia.

“—Esa es mi intención, Felipe.

“—¿Qué hacemos, Carlos?

“—No sé. Déjame pensar…

“Guardamos unos minutos de silencio.

“—Felipe, ves y avisa a tus futuros suegros y a Elena. ¡Diles que se escondan en el lugar más seguro que encuentren y que no se asomen para nada!

“—Bien— y echó a andar.

“—¡Ah, y no aparezcas con Elena! ¡No quiero más mujeres muertas!

“—Descuida— y desapareció.

“—¿Qué piensas hacer?

“—Andrés, sólo nos queda una posibilidad: ¡Resistir! Pero antes quiero intentar hablar con su jefe.

“—¿Quieres entregarte?

“—Si nos dan opción y una seguridad de juicio, ¡sí!

“—¡Está bien! Estoy contigo, las cosas han cambiado.

“—¡Y yo! —el hijo de la tramontana parecía más tranquilo—. ¡Tengo ganas de ver a mi hermano…!

“—Me preocupa una cosa, la verdad. ¿Creéis que nos darán una oportunidad?

“—No lo sé, Andrés. De todos modos venderemos caras nuestras vidas… ¡Ayudarme a poner todos estos muebles detrás de las puertas!

“Mientras poníamos las barricadas en las dos puertas de salida, oímos con mucha claridad los ruidos de las pisadas y carreras en el piso superior…

“—Andrés, cubre bien esa ventana y tú Roig, a la puerta posterior.

“Puse un cargador en mi metralleta y saqué el seguro. Aquello tenía todos los síntomas de ser nuestro fin, pero estábamos tranquilos, con mucha calma y con mucha más entereza de la que jamás pensé que tendríamos en igual desenlace.

“Enseguida aparecieron en la planta baja Felipe, Elena y su padre…

“—Pero…

“—¡Lo sé Carlos, lo sé! Han insistido tanto…

“—Yo les ayudaré con una escopeta que tengo.

“—¡Y yo quiero estar al lado de mi novio y correr su misma suerte…!

“Aquello empezaba a ser un vicio.

“—¡Está bien! —no era el mejor momento para ponerse a discutir. Estaba visto que las mujeres eran todas iguales, o por lo menos reaccionaban igual—. Elena, aquí, distribuye las municiones. Las encontrarás en abundancia en nuestros equipos. Usted y Felipe a la puerta de atrás, junto a Roig, y… ¡no disparar ni un solo tiro hasta que no os de una orden directa…! Compañeros, ¡qué Dios nos ayude!

“Felipe y su suegro se encaminaron hacia la sala contigua, murmurando por lo bajo:

“—¡Falta nos hace!

“—¡Lo vamos a necesitar!

“Me volví un tanto para ver como la muchacha cumplía mis órdenes y la sorprendí de rodillas, ¡rezando por nosotros, sin duda! Me alegré. Es bueno saber que algo o alguien nos cubre la espalda…

“A partir de entonces fijamos toda nuestra atención hacia el exterior, hacia las viñas donde los guardias ya eran visibles a pesar de la hora. De pronto, se detuvieron a unos cincuenta metros de la casa y se tumbaron en tierra, como esperando órdenes. Luego, vimos avanzar a un pelotón:

“—Andrés, dispara al aire, por favor.

“Las ráfagas del arma de mi amigo los clavaron en el sitio y hasta se miraron indecisos. Al rato, debía ser parte de su política, uno de ellos se levantó enarbolando una bandera blanca y empezó a acercarse con lentitud. Unos pasos más cerca y le conocimos: ¡Se trataba del cabo que habíamos dejado atado en el monte junto a su escuadra!

“—¡”Alma de cántaro”! ¡Salga al exterior! ¡Hemos seguido su pista y sabemos que está ahí dentro! Estoy desarmado. Salga usted de igual forma y hablaremos… ¿Me oye? ¡”Alma de cántaro”! ¿Me oye…?

“Los míos me miraban y me hacían claros gestos negativos con la cabeza.

“—Voy a salir.

“—Carlos…

“—No hay otra solución. Si estuviésemos solos…

“—Oiga, por nosotros no lo haga.

“—La verdad es que son muchos y que estamos cansados de tanta lucha.

“—De acuerdo. Carlos, puedes salir ahora, pero te advierto que si ese tipejo hace un gesto con las manos lo acribillo.

“—Está bien, Andrés. Confía en mí.

“Me ayudaron a retirar lo justo de la barricada de la puerta principal y salí al espacio exterior como quería el guardia: ¡Totalmente desarmado!

“El cabo, sargento ahora por lo que pude ver enseguida, él sabría por qué, me saludó:

—¡Muy buenas! Nos volvemos a encontrar aunque, claro, en diferentes circunstancias…

“—¿Para eso me ha llamado? ¡Vaya al grano, por favor! ¿Cuáles son las condiciones?

“—Ninguna. La propuesta que les traigo es que se rindan incondicionalmente.

“—¡No!

“—Puede que en la lucha que puede producirse mueran o sean heridos los que están en la casa y serían otros tantos cargos para su conciencia.

“—¿No les basta con qué me entregue yo?

“—¡No, deben entregarse usted y los Jimeno!

“—¿Nadie más?

“—Ya me entiende, señor. También debe salir ese catalán de Gerona tan tozudo.

“—¿Qué garantías tenemos de que podremos ser juzgados con imparcialidad?

“—¡Ninguna! Pero tienen mi palabra de que serán llevados y entregados sanos y salvos a mi comandante. Luego, ya no dependerán de mí, ya me entiende.

“—¡Bien…! Pues si no puede ser de otra manera, estoy de acuerdo. ¡Ah, no, una cosa más! Prométame no tomar represalias con los dueños de la masía.

“—¡Nos consta que les han cobijado a la fuerza!

“—¡Gracias!

“—Será un honor para mí hacerle prisionero sin bajas.

“—Sólo usted podía hacerlo. ¡Adiós, dentro de cinco minutos nos tendrá a su disposición!

“Me volví hacia la casa lentamente… Era la temida hora del crepúsculo de nuestra vida, el momento de pagar nuestras culpas… Todos estaban reunidos en el centro del comedor y me miraron en silencio al entrar:

“—Roig, vas a ver a tu hermano. ¡Nos rendimos!

—¡No!— Pilar se aferró al brazo de Felipe.

“—Padre… llévela arriba para que no vea como me entrego, por favor.

“—Hija…

“—Felipe… te esperaré siempre, te lo prometo… ¡y si no puedo ser tuya, no seré de nadie!

“Su padre la empujó firme y cariñosamente hacia la vieja escalera hasta que desapareció llorando.

“—Bueno, Carlos, cuando quieras.

“—Estamos dispuestos.

“—Vamos antes de que nos arrepintamos…

“Nos despojamos de toda clase de armas y equipo y salimos al exterior uno tras otro con las manos en la nuca. Enseguida, empezaron a salir guardias por todos los sitios imaginables y nos rodearon con sus fusiles y naranjeros. Pero con algo de temor, no muy seguros de sí mismos, cómo no creyéndose lo que estaban viendo. El sargento los sacó de dudas enseguida al ordenarles que nos esposasen y que recogiesen todo el arsenal abandonado.

“—¿Es necesario esposarnos?— pregunté.

“—¿Me da su palabra de no intentar nada?

“—Ya la tiene desde el preciso momento en que nos hemos entregado.

“—Está bien. ¡Soltarlos…! ¡En marcha!

“Abrieron las esposas y formaron dos columnas a nuestro lado, haciéndonos avanzar en fila india. Pronto se nos unió el resto de la tropa y tuvimos que acostumbrarnos a ser el centro de la atención general. A un kilómetro y medio más o menos de la masía, nos hicieron subir a unos vehículos e iniciar la marcha de nuevo casi sin darnos tiempo para poder acomodarnos. Por la dirección que tomaron intuimos que se dirigían al pueblo más importante de los contornos.

“En efecto, y cuando llegamos a él en plena noche, nos hicieron ocupar una celda bastante amplia que si bien no estaba muy iluminada, estaba limpia.

“Tras un corto cambio de impresiones, salpicadas de un cierto optimismo por lo bien que parecían ir las cosas hasta aquel momento, nos dispusimos a descansar lo mejor que pudimos.

“Al día siguiente, no muy temprano, nos despertó nuestro ocasional carcelero para entregarnos un almuerzo nada copioso por cierto e insuficiente para calmar nuestro apetito, pero era mejor que nada. Además, sin darnos tiempo a terminar con él, vino un destacamento y nos llevó a través de pasillos y más pasillos hasta desembocar frente a una puerta cerrada, protegida por dos centinelas bien armados, uno a cada lado de la hoja.

“¡Había llegado el momento!

“Uno de nuestros escoltas llamó quedamente en la hoja, entreabrió la puerta, y dijo:

“—¿Da su permiso?

“—¡Adelante!

“—Pasen, el señor Comandante les espera— y se hizo a un lado.

“Traspasamos el umbral y ya le vimos sentado muy serio detrás de la mesa de su despacho. Desde luego, era un hombre bastante joven, bien parecido y… ¡mayor que Roig! Nos colocaron en línea frente al viejo mueble y él empezó a mirarnos a la cara, de izquierda a derecha, teniendo una reacción diferente para cada uno de nosotros.

“—Usted es “alma de cántaro”, ¿verdad?

“—En efecto.

“—No sabe el trabajo que me ha dado. ¿Y usted?

“—Andrés Jimeno.

“—¿Y usted?

“—¡Felipe Jimeno!

“—¡Vaya! Así que eres…

“—¡El novio de Elena!

“—Pon tu mejor acento para nombrarla. Decididamente, no entiendo a las mujeres. En fin, usted será el otro Jimeno.

“—¡No, señor!— Roig recalcó el adjetivo.

“—¿Cómo que no?

“—Juan Jimeno murió en el asalto a la cárcel.

“—¡Ah, claro! Entonces, ¿usted es el que llaman el de Gerona, el gerundense?

“—¡Sí! Pero tengo un nombre.

“—¿Y cuál es, si puede saberse?

“—¡Ramón! Me llamo Ramón, pero los amigos me llaman por mi apellido… ¡Roig, Roig a secas!

“—¿Cómo has dicho?— el comandante se levantó a medias del sillón, preso de viva emoción.

“—¡Ramón Roig, natural de Gerona, calle de San Rafael, 19, nombre del padre…!

“—¡Basta, basta! —salió de detrás de la mesa y se le acercó para mirarlo mejor—. ¡Tú!

“—¡Yo! ¿Qué pequeño es el mundo, eh?

“—¡Sin chanzas! ¿Qué haces aquí?

“—Vosotros me habéis traído…

“—¿Sabías lo de nuestro parentesco?— quiso saber el oficial sin hacer caso de la sorna de su hermano.

“Roig cambió de actitud pensando que podía ser más beneficioso para nosotros y le explicó casi toda la historia a grandes y seguros rasgos, sin omitir el hecho de que quería encontrarse con él para hacer las paces de una vez por todas, pero que la guerra siempre se lo había impedido. Hasta le contó la aventura del Ebro en la que casi estuvo a punto de matarle…

“Al término de su loca alocución, se hizo el silencio en la estancia, cómo si el oficial estuviese digiriendo las palabras. Un poco más tarde, mandó salir a los guardias:

“—¡Dejarme solo!

“—¡Señor!

“—¡Fuera! Tú —dijo a uno de ellos—, dame tu arma, sal fuera y quédate detrás de la puerta. Si notáis algo anormal, ¡entrar!

“—¡A sus órdenes!

“Desaparecieron por la entrada después de lanzar hacia nosotros varias miradas cargadas de recelo.

“Por fin se cerró la puerta.

“—Bien, señores. Muy a pesar mío, esto cambia la situación. Ramón, veamos lo que puedo hacer para ayudarte.

“—Te advierto que cualquier tipo de ayuda debe estar bien orientada hacia todos por igual. Si no puede ser así, no hace falta que te esfuerces.

“—Pero…

“—¡Está dicho todo!

“—Bien, esa actitud te honra… Veamos la situación —se sentó de nuevo detrás de la mesa olvidándose del arma. Casi estoy por decir que la pidió más para tranquilizar a sus hombres que por necesidad. Luego, extrajo unas carpetas de uno de los cajones del mueble, y empezó a ojearlas sin prisa—: Contra los Jimeno y contra ti existen cargos de importancia, pero debidamente modificados, sólo se castigarán con penas de cárcel. En cuanto a usted, “alma de cántaro”, la cosa cambia. El expediente es enorme. Todo este legajo está lleno de cargos que pueden ser penalizados con la muerte. ¡Me lo sé de memoria! Aunque también sé que la mayoría de ellos están basados en la mentira. Es más, puedo decir que cuando queda un caso sin resolver, se lo achacamos a usted, y en paz. En fin, veremos en qué queda la cosa… De todas maneras, quiero que sepáis que intentaré que no salgáis malparados del lance usando de todos los medios a mi alcance. Haré que os vuelvan a llevar a la celda y que os den de comer. ¡Ah, y si queréis escribir a vuestras casas lo podéis hacer con toda tranquilidad usando mis propios sobres —nos dio unos cuantos, y papel y pluma—. ¡Yo haré que lleguen a su destino! Y no tengáis miedo, que no pasará nada. Las recogeré a través de un hombre de mi entera confianza —se levantó y se acercó de nuevo a su hermano cuando ya nos preparábamos para irnos—. Ramón, quiero que sepas que me enteré tarde de la muerte de mamá… ¡Perdóname por haberme portado tan mal con ella!

“—Ella te perdonó ya y me rogó que te lo hiciera saber.

“—¡Bendita sea!

“—Sí… Jaime, ¿sabes que me he casado?

“—¡Vaya, me llevas la delantera hasta en eso! En cambio yo… —miró a Felipe de soslayo y parpadeó ligeramente. El problema estaba muy claro: favoreciendo a su hermano se perjudicaba a sí mismo…— Bien, te felicito Ramón. Es hora de que volváis al encierro. Ya recibiréis noticias mías… ¡Ah, y si os falta algo, no tenéis más que pedirlo! ¡Guardias!

“Entraron en la estancia algo atropelladamente.

“—¡Devolverlos a su celda!— y se volvió de espaldas.

“Todos estuvimos de acuerdo en calificarlo como todo un caballero.

“Cuando llegamos a nuestro triste calabozo, nos sentamos alrededor de la pequeña mesa y sobre las literas más bajas, y empezamos a escribir a nuestras familias con avidez. Sin apenas saberlo, el hermano de Roig nuestro gerundense nos había solucionado uno de los problemas más serios que teníamos por aquel entonces. ¿Cuánto tiempo hacía que no podíamos escribir a nuestras casas? ¡Una eternidad! Por eso encontramos cierta dificultad en comenzar a hacerlo. Yo, créame pues le soy sincero, no sabía como empezar. Habían pasado tantas cosas… Y estaba el hecho de que no tenía nada claro el futuro inmediato… ¿Podría “el catalán” aminorar aquellos cargos absurdos que gravitaban sobre mi persona?

“—¡Querida Sonnia…!— al final escribí.

“Durante tres largos días comimos y descansamos sin que pasara algo digno de contar, pero al cuarto, se abrió de golpe la puerta de la celda para dejar paso a Jaime y a uno de sus sargentos:

“—Tengo buenas noticias para todos vosotros. Después de exponer el caso a mis superiores, un juez influyente del gobierno local se ha hecho cargo de vuestra defensa —automáticamente, todos pensamos en el familiar de Pilar—, y ha conseguido permutar las penas de muerte por cuatro años de cárcel para cada uno de vosotros, excepto para “alma de cántaro”, que serán cinco en total. ¿Eh, qué os parece? Y si a esto le añadimos el hecho de que podéis redimir la pena mediante el trabajo y la buena conducta, podréis estar en la calle a los dos años. ¿Eh, qué tal?

“Le expresamos nuestro agradecimiento porque ni el más optimista de todos nosotros podía esperar una cosa así. Creo que hasta el amigo sargento se alegró por nosotros… Además, sin juicios ni nada… Mucha influencia tenían que tener aquel juez y aquel jefe… Al día siguiente nos trajeron las actas para firmar la aceptación de penas y pudimos comprobar que el hecho del robo de la hacienda de los Jimeno había pesado mucho… Después, un coche celular nos trasladaría a la cárcel de Alicante para convertirnos en números.  Pero antes de irnos, Jaime nos dijo:

“—Si recibo contestación a alguna de las cartas que habéis enviado, os las enviaré directamente al penal de Font Calent. Roig, hermano mío, anímate. Iré a verte a menudo y cundo salgas en libertad podrás venir a mi casa con tu mujer y quedarte a vivir allí si quieres… ¡Siempre serás bienvenido!

“—¡Gracias, hermano!

“Al día siguiente, de mañana, como le digo, se volvieron a repetir las muestras de afecto entre los dos hermanos: Así se dieron las manos con mucha emoción y se besaron sin importarles un ápice ni nuestra presencia ni la de los pocos guardias que nos miraban llenos de curiosidad.

“Luego el Comandante se volvió a Felipe, y dijo:

“—He querido mucho a Elena, pero sé que ella te prefiere. Pórtate bien y procura salir cuanto antes de la cárcel para casarte con ella. Merece ser feliz. ¡Ah, y trata de conseguir que no guarde un mal recuerdo de mí!

“—Tranquilo, particularmente le estoy agradecido y sé que Elena también lo estará.

“—¡Adiós, pues!— y antes de que empezáramos la marcha, se volvió y entró en la Casa Cuartel.

“Nuestro inseparable sargento, al parecer un hombre de la confianza de Jaime, mandaba el destacamento que nos iba a conducir la Ciudad de la Luz…”

 

3

—¿No ve la mano de Dios en lo que me está contando?

—Necio sería negarlo… ahora. No, si negar a Dios no lo he hecho nunca. Sólo he renegado… Sólo he echado sobre su trono la culpa de mis infortunios… He puesto mil veces en tela de juicio el hecho de que El intervenga a favor o en contra del hombre, porque un Dios que nos abandona en brazos de una suerte efímera no puede ser bueno para el hombre, ¿entiende lo que quiero decir?

—Sí, pero está desorientado.

—Vamos a ver: Si es tan poderoso y omnisciente sabe de mis creencias desde la infancia y, por lo tanto, debía haberme evitado los trances que sabía determinantes para que le perdiera la confianza. Así, si sabía de mi debilidad, ¿por qué permitió que se me presentasen unas pruebas semejantes?

—Ya hemos hablado antes, en esta noche, del tema de la posible intervención de Dios en la vida de los hombres, pero como veo que no le ha quedado claro, ahora le remito a la Biblia, a su Palabra. La encontrará ahí, encima de esa mesa. ¿Quiere cogerla un momento y abrirla por la epístola de Santiago, capítulo primero?

Carlos se acercó en silencio al lugar indicado y cogió el Libro de los libros.

—Ya la tengo y también la carta, ¿qué versículo quiere que lea?

—Desde el dos al quince, por favor.

—Bien, dice así: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os encontréis en diversas pruebas…” Pero, oiga, ¿esto que es?

—¡Lea, lea, por favor!

…sabiendo que la prueba de la fe produce paciencia. Pero que la paciencia tenga su obra completa para que seáis completos y cabales, no quedando atrás en nada. Y si a alguno de vosotros le falta sabiduría, pídala a Dios, quien da a todos con liberalidad y sin reprochar, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a una ola del mar movida por el viento y echada de un lado a otro. No piense tal hombre que recibirá cosa alguna del Señor. El hombre de doble ánimo es inestable en todos sus caminos. El hermano de humilde condición, gloríese en su exaltación; pero el rico, en su humillación; porque él pasará como la flor de la hierba. Pues se levanta el sol con su calor y seca la hierba, cuya flor se cae, y su bella apariencia se desvanece. De igual manera también se marchitará el rico en todos sus negocios. Bienaventurado el hombre que persevera bajo la prueba; porque cuando haya sido probado, recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que le aman. Nadie diga cuando sea tentado: Soy tentado por Dios; porque Dios no es tentado por el mal, y Él no tienta a nadie. Pero cada uno es tentado, cuando es arrastrado y seducido por su propia pasión. Luego la baja pasión, después que haber concebido, da a luz al pecado, y el pecado, una vez llevado a cabo, engendra la muerte.”

—¡Gracias! Como ve, la tentación a pecar no viene de Dios y las pruebas tienen el propósito de purificar la fe…

—Entonces, si me he equivocado en mis cálculos temo por la cuenta que me tiene preparada.

—Tampoco es eso. Aún está a tiempo de pedir perdón si de verdad está arrepentido.

—Pero es que aún tengo que contarle más cosas. Tal vez entonces, podrá aconsejarme con conocimiento de causa.

—Pues siga, siga. Pero no se olvide que siempre hay una esperanza.

—No sé. Si no está muy cansado me gustaría terminar. La verdad es que ya falta poco.

—Siga, por favor. ¿Quiere fumar, un café, alguna cosa?

—No, pues ya no necesito ningún estímulo exterior. Estoy decidido a terminar la exposición de mi vida y a afrontar con el mejor talante las salidas que me puedan quedar. ¿Sabe? En el fondo de mi corazón, empiezo a ver una luz que me indica que Dios aún puede escucharme… ¡y perdonarme!

—Eso es bueno…

 

4

“Los primeros dos meses de estancia en el penal se me pasaron volando. Como podíamos trabajar en los distintos talleres, los días nos parecían como más cortos. De seguir así, pronto estaríamos en plena libertad. Por otro lado, ¿qué importaban cuatro o cinco años si al término de los cuales podríamos volver a nuestras casas con la deuda liquidada? Pensando en el momento en que estuviésemos en paz con la sociedad y con los vencedores, se nos hacía la boca agua. Era una situación que saboreábamos de antemano con deleite real. Los pocos ratos libres que teníamos al cabo del día, los aprovechábamos para pensar en los nuestros y en las posibilidades que nos quedaban para rehacer las vidas. Yo, de forma particular, me acordaba de Sonnia más que antes y comparaba mi llegada a la capital alicantina con aquella otra que lo hice a su lado al volver de África. ¡Qué diferencia! Sin embargo, si entonces tenía ilusión por ir a Barcelona para hacer realidad todos nuestros anhelos, ahora deseaba que llegase el día en que saliese por la puerta grande del penal para reunirse con ella para siempre, para reanudar la vida que nunca debió romperse. Por otro lado, nuevas esperanzas habían anidado en mi corazón: Dos semanas atrás había visitado al médico, el cual me atendió bien a pesar de todo. Me reconoció la vieja herida, y me dijo:

“—Ahora existe un buen remedio para su impotencia. Es una enfermedad costosa y no siempre efectiva, pero creo que si se la hiciera podría tener hijos. Lo que sí que le garantizo es que si no lo intenta no los podrá tener jamás.

“Figúrese con que alegría escuché el pronóstico médico. Iba a trabajar de firme para operarme… ¡Estaba decidido y aunque hubiese sólo una probabilidad entre mil, agotaría la ocasión hasta sus últimas consecuencias!

“Aquella misma tarde escribí de nuevo a mi casa…

“Cierto día, a la salida del taller, Roig vino a mi encuentro para decirme:

“—Me he enterado que en el módulo de cadena perpetua hay un interno que puede interesarte. Sí, se trata de aquel Comandante en Jefe que mandaba nuestras fuerzas en el Ebro.

“—¿Está aquí?

“—¡Sí! ¿Quieres que vayamos a verlo?

“—¿Ahora?

“—¿Y por qué no? Tenemos el tiempo suficiente antes de cenar.

“—Sí, pero, ¿cómo vamos a entrar allí?

“—Mira, lo tengo todo previsto. Ya sabes que estoy en la lavandería… Pues bien, si me ayudas a llevar este cesto de la ropa…

“—Desde  luego. ¿Y él sabe que estoy aquí?

“—¡Claro! Y quiere hablar contigo.

“—Pues, ¡vamos!

“Traspasamos la puerta que daba libre acceso al patio del módulo en cuestión sin demasiada dificultad, siempre guiado por Ramón, y nos encaminamos al depósito de ropa. Allí le vi, detrás de una mesita y con un libro en la mano:

“—Mauricio…

“—Carlos, ¿qué tal te va?

“—Me conformo, ¿y a ti?

“—No me puedo quejar. Ya ves, hasta me han enchufado en el guardarropa.

“—¡Ah, Mauricio! —nuestras manos estaban unidas—. No sabes lo que me alegro al encontrarte vivo. ¿Por qué no quisiste reconocerme en el Ebro?

“—Querido Carlos, ahora nada de eso tiene importancia. Estaba cumpliendo órdenes absurdas y representando un papel. Caso de haber salido con bien de aquella aventura tenían para mí planes muy ambiciosos. Incluso, me querían enviar al extranjero para especializarme en situaciones y trabajos muy especiales… Ya ves, no podía dejar que me reconociera nadie, pues el éxito futuro se basaba en el incógnito. La verdad es que ni yo mismo entendía lo que querían de mi. Por otra parte, tampoco quise demostrar que te conocía para no mermar la escasa moral de alguno de los oficiales, tan propensos a detectar favoritismos. Pero, sin embargo, estuve tentado muchas veces en llamarte a solas, en momentos en los que podía pensar con sensatez, pero me fue imposible. Los acontecimientos se precipitaron y sólo tuve tiempo para adoptar las desgraciadas medidas que ya sabes. Claro que logré mantenerte en la retaguardia cuando el peligro era más real, hasta que también me vi obligado a emplearte en la primera línea porque eras mi mejor hombre y los demás no hubieran entendido que te mantuviera en aquella situación de privilegio. ¡Espera, no quiero que me interrumpas! No sólo eras el mejor, sino que gozabas de un enorme prestigio entre la tropa, y la verdad es que al verte entrar en aquel valle infernal, no dudaron en seguirte. ¡Bah, me equivoqué al confiar en una ambición que creí sana y también lo hice como un principiante al plantear la madre de las batallas basándome en falsos informes que contenían aquellos documentos que vosotros mismos recuperasteis al espía. Seguro que tú lo habrías hecho mejor, porque desde que caí prisionero me he ido enterando de tus aventuras y hazañas, las cuales superan cien veces las que jalonan mi campaña.

“—Puras exageraciones, Mauricio.

“—No, no. Eres un héroe. Lo que no entiendo es la pena tan corta que te han impuesto.

“—¡Ah! ¿Te has enterado?

“—¡Claro!

“—Pues me han salido cinco años.

“—¿Qué significa eso con lo mío? Claro que los galones les pesan mucho a esta gente. En fin, ¿qué le vamos a hacer?

“—Nada.. Una pregunta, ¿cómo es que llegaste a ser Comandante en Jefe de la contraofensiva?

“—Muy sencillo. Fui elegido a dedo en la academia militar y además contaba con el visto bueno del mando político…

“—¡Ya!

“—De todas formas no creas que el tema está claro. Ya te he dicho antes que querían o esperaban de mí algo especial; en fin, olvídalo porque también quiero hacerlo para siempre.

“—Bien, ¿y cómo pasas el tiempo?

“—Estoy escribiendo un libro en el que trato de recoger las incidencias del los últimos años de mi vida pero, pensándolo bien, la tuya es más interesante y si pudiera contarla, me podría incluir en ella aunque sólo fuese de pasada. ¿Me permites intentarlo?

“—¡Pues, claro! —se oyó una sirena que llamaba a patio, recuento y cena—. Además, eso me servirá de excusa para venir a verte cada día. Me apuntaré a la brigada de Roig y te iré contando lo que quieras.

“—¡Estupendo!

“—Pues, ¡hasta mañana!

“—Aquí estaré armado de cuartillas y lápiz. ¡Hasta la vista, y gracias por todo!

“—¡Adiós, Mauricio! Me alegro de haberte podido servir de algo.

“—¡Hasta mañana!

“A partir de aquel día, los cuatro, los Jimeno, Roig y yo, nos las imaginamos para pertenecer al equipo que circulaba casi todo el día entre los módulos, llevando cosas de un lugar para otro. No nos fue difícil porque nadie quería trabajar más de la cuenta y cuando el funcionario responsable se encontró delante de los cuatro voluntarios, no se lo podía creer y más cuando insistimos en que no queríamos ser sustituidos más que cuando teníamos que ir a nuestros respectivos talleres. Así, diariamente, al filo de la media tarde, recalábamos los cuatro con la carretilla en el depósito de material del módulo de Mauricio, pare que éste acabase por esbozar el esquema de la novela que iba a recoger un aspecto de la vida de un ser español y su adaptación a la sociedad de reconstrucción nacional tras haber pasado por el crisol de la guerra de “liberación”.

“De esa manera, el tiempo se nos hacía más corto y hasta parecía que pasaba más rápido…

“Un día, el funcionario encargado del correo, nos entregó a Felipe y a mí, sendas cartas:

“—¡Por fin!

“La mía era de mi casa, pero me la guardé en el bolsillo para poder saborearla más tarde, cuando dispusiera del tiempo suficiente. Así, después de la cena, en la celda y poco antes del toque de queda, Felipe y yo (por lo visto él había tenido la misma idea), nos tendimos en nuestros camastros y nos dedicamos a devorar, más que leer, las cartas respectivas. Andrés y Roig, por su parte, a falta de otra cosa, comenzaron una partida de damas…

“Rasgué el sobre con muchos nervios y emoción, una vez comprobado que me había sido remitido por Jaime, y leí lo siguiente:

“—¡Hijo mío! —¡ah, aquella letra era de mi madre!—. No sabes cuantas gracias di al cielo el día en que recibimos tu última carta. ¡Estabas vivo…! ¡Cuánto hemos sufrido al no saber nada de ti! Por eso, aquel día lloramos toda la tarde. Tuvimos suerte de que la señora Herminia y tu tío subieron al piso y nos ayudaron a pasar la velada. La pobre mujer se alegró también mucho al saber que estabas bien y más, porque hacía dos días que había recibido carta de Mauricio en la que nos decía que estaba preso en Alicante… Pero, hablemos de ti… Dios era muy misericordioso con nosotras. Recuerda que te decía siempre que cuando cierra una puerta, abre una ventana… Pues bien, jamás se cumpliría mejor el dicho popular. Después de la desgracia, Sonnia estuvo tan enferma que temimos por su vida… ¡No quería luchar por su existencia! —¡Vaya! ¿Qué era aquello? ¿Qué quería decir? ¿Qué había pasado?—. Pero al recibir tu carta me pareció ver como los colores volvían de nuevo a su cara y hasta parecía que respiraba mejor. ¡Qué bendición fue tu carta para nosotras! Al principio me hacía la valiente, pero estaba tan deprimida como ella o más. Soy tu madre… ¡y tú eres mi vida, nuestra vida! Por favor, escríbenos más a menudo, danos detalles de tu vida aunque te parezcan sin importancia, aunque los repitas… Para nosotras serán como un bálsamo que alivie la tensión sufrida en estos últimos días… —¿…?—. Hijo mío, dinos si podemos ir a verte…

“Roig, sin levantar la vista del tablero, preguntó:

“—¡Qué, bienaventurados…! ¡Buenas noticias?

“—¡Estupendas! —Felipe esgrimió su carta como si fuera una bandera—. No han molestado para nada a la familia de mi suegro. Y no sólo eso. Tu hermano a dado a Elena un visado para que pueda venir a verme un día de éstos, ¿qué os parece?

“—¡Magnífico!— la alegría de Andrés era real.

“—¿Y tú, Carlos…?

“—Pues, no lo sé aún. Me queda la carta de mi mujer y…

“—¡Ánimo y a leerla! Luego la comentaremos.

“Pero no me dieron tiempo. Se abrió la puerta y apareció un funcionario con un papel en la mano:

“—¿Andrés y Felipe Jimeno?

“—¡Nosotros!— ambos se levantaron.

“—¡Un comunicado oficial! —se lo entregó al mayor de los hermanos—. Recordar que sólo faltan diez minutos para el toque de queda.

“—No se preocupe, nos acostaremos enseguida.

“Cuando estuvimos solos, Andrés rasgó el sobre y leyó en voz alta:

“—Os doy la enhorabuena por el buen resultado de la causa —era el juez, aquel pariente de Elena—. ¡Ah, saludar también a vuestros amigos! Os quiero decir que la tramitación del expediente que ampara la propiedad de vuestra hacienda, sigue su curso y os puedo adelantar que antes de dos años será del todo vuestra otra vez. ¡Ya os enviaré la escritura a su debido tiempo! Quizá la encontréis algo vejada, pero al fin y al cabo podréis rehacerla y vivir en ella como antes de la guerra.

“—¡Estupendo!

“—¡Ese juez es todo un tío!

“—¡Eh, y nos fuimos sin darle las gracias!

“—Mañana mismo le escribiremos. Por fin tengo algo que ofrecer a Inés. Bueno, lo que quiero decir es que… Ya me entendéis. Felipe, debes venir y tu también Roig… ¡Tenemos sitio de sobra para los tres matrimonios!

“—Tranquilo, hermano. ¡Quédate tú con nuestra casa que yo prefiero vivir con mis suegros!

“—Y yo con los míos. ¡Gracias de todos modos!

—¡Cómo queráis…!

 

———

DECIMOQUINTO NUMERADOR

EL CIEGO

  1

“Andrés aún tuvo tiempo de exclamar:

“—¡Pobre Juan, qué lástima que se muriera!

“—¡Sí, ahora que vemos el futuro con un poco más de tranquilidad, falta él para que nuestra felicidad sea completa!

“—Sí, fue una verdadera desgracia.

“Al ver que no añadía nada a sus comentarios, me miraron extrañados, pero al verme leyendo la carta de mi mujer, no quisieron molestarme. La verdad es que oía sus voces como si vinieran de otra galaxia. Sólo recuerdo que los miré y los vi enfrascados en la partida de damas que había interrumpido el funcionario de llaves. La única diferencia consistía en el hecho de que Felipe se había convertido en un espectador privilegiado:

“—¡Mi querido Carlos! —la carta de Sonnia venía en sobre aparte de la de mi madre y juntas dentro del que me había enviado el hermano de Roig. ¡Qué bien se había portado aquel hombre! Tendría que manifestarle mi agradecimiento de alguna manera… Pero luego, ahora voy a seguir leyendo poco a poco, para que la carta me dure más, para dar más tiempo al tiempo…—. ¡Mi amor y mi vida! Cuando leí tu carta el horizonte se aclaró para mí. La volví a leer a solas en nuestro cuarto, mirando el mismo mar y las mismas gaviotas que vimos los dos antes de marcharte, cuando te dije que ibas a ser padre… ¡Oh, perdóname! —señales de copiosas lágrimas aparecían a lo largo y ancho del papel. ¡Dios mío! ¿Qué había pasado?—. ¡Perdóname…! Carlos, nuestro hijo Javier… —¿Qué le había pasado a mi hijo?—. Empezaré un poco por el principio aunque no tenga fuerzas y no sepa como hacerlo… ¡Qué desgracia! Carlos, mi amor, mi vida… Cuando las tropas nacionales estaban ya a las puertas de la ciudad, vivimos unos días de verdadero caos. Faltaban los alimentos más indispensables y para conseguirlos, teníamos que acudir al trueque con los objetos más inverosímiles, despertando la codicia de hombres sin escrúpulos que fomentaban, protegían y movían el estraperlo. Cada día, casi cada hora, los precios aumentaban sin parar hasta el punto en que ya no podíamos encontrar nada para comer ni a precios astronómicos. Un día, tu madre y mi tío, fueron a un piso particular de los que habían cientos en la ciudad con la esperanza de conseguir comida para nuestro Javier a cambio de las últimas joyas que nos quedaban. Y mientras estaban fuera, una vecina me dijo que en la calle de la Sal, en plena Barceloneta, iban a repartir las existencia de una harinera entre el pueblo necesitado. Me decidí a ir porque no quería perder tiempo y como tampoco podía dejar solo al niño por temor a que en mi ausencia entrasen a robar en nuestro el piso (cada día se oían historias así) y le hiciesen daño o que él mismo se lo causara, me lo llevé conmigo… ¡Ojalá no lo hubiera hecho! –Pues, ¿qué había pasado? Seguí leyendo algo más de prisa, devorando las apretadas letras… Tenía miedo de que el toque de queda apagase la luz y no me diese tiempo para ver lo que había pasado…– La vecina en cuestión y nosotros nos acercamos al edificio y de lejos ya vimos el gentío. Nos acercamos más y pudimos comprobar que no estaban repartiendo nada, sino que la multitud estaba forzando las pesadas puertas de la fábrica. Lo consiguieron casi al mismo tiempo en que llegamos nosotros: ¡Y una gran tromba de gente entró en su interior de mala manera! La vecina que llevaba mi cesto, porque yo tenía a Javier en brazos, se adelantó para conseguir algo aunque intenté luchar para que me esperase. Pero, fue inútil. La muchedumbre nos había separado y lo que es peor, ¡motivó la desgracia! Gentes que habían llegado detrás de mí, nos arrastraron al interior dándome cuenta del peligro cuando ya era tarde. Traté de salir, de ganar la puerta de nuevo, pero me fue imposible. Dentro del almacén reinaba la anarquía más absoluta; la gente rompía los sacos de grano y harina, inutilizando más que el que se podía llevar en los trastos que habrían traído consigo… Los montones de sacos cayeron unos sobre otros, se desmoronaron y enterraron a muchas personas mientras el resto trataba de ganar la calle en desbandada, pero los que continuaban entrando se lo impedían. ¡Aquello fue inenarrable y no tengo palabras para expresarte lo que sentí… ni lo que siento! Sujeté a nuestro hijo Javier contra mi pecho tratando de protegerlo por todos los medios a mi alcance, pero me tiraron al suelo… ¡y me desmayé! —¡Dios mío, haz que no sean ciertas las dudas que atormentan mi corazón! ¡No podría resistirlo…!—. Cuando volví en mí, la visión que tenía ante mis ojos era apocalíptica: ¡Piernas y brazos, quietos ya, sobresalían de los ingentes montones nevados de harina! ¡Muertos y heridos se abrazaban en el suelo, pisoteados, hermanados con los granos de trigo… y Javier, nuestro Javier… parecía dormir en mi regazo como tantas otras veces…! ¡Traté de despertarlo a fuerza de besos… pero había dejado de existir…!— ¡No, Dios mío, no!

“El toque de queda se llevó la luz consigo.

“Por eso mis compañeros no vieron como arrojaba la carta y escondía la cabeza bajo de la almohada. ¡Lloré en silencio durante mucho tiempo…! ¡Creo que hasta maldije el momento en que conocí a mi mujer! Ella era la responsable de la muerte de mi hijito y, por encima de ella, Dios lo había permitido. Aquello colmaba el vaso de mi paciencia y echaba fuera mi indecisión. Si habían habido ocasiones en las que le había dado la espalda a conciencia y renegado de El, luego me había arrepentido esperando que su luz volviera a iluminar mi corazón, pero a partir de la muerte de mi querido Javier ya sabía a qué atenerme. ¡Ya no podía esperar nada del cielo… ni de la tierra! No quería volver a saber nada con ninguno de los dos estratos. ¿Qué me importaba la vida sin mi hijo y sin la posibilidad de tener más? ¿Para qué, pues, portarme bien y trabajar en el penal para salir antes a la calle si ya no iba a volver a mi casa? Era más de media noche cuando tomé una decisión importante: Me escaparía de allí y trataría de llegar a un país extranjero en el que pudiera rehacer mi vida en solitario. Eso es lo que haría. ¡No volvería a ver a Sonnia jamás! Ella pedía perdón, sí, pero, ¿podía olvidar su gran torpeza de verdad? ¡No! ¡No podía perdonar y ni siquiera olvidar, lo sabía! Ahora si que estaba solo… ¡no tenía ni la posibilidad de contar con Lalia…! ¿Y si me quitase la vida? ¡No, no, era demasiado cobarde para hacerlo! Me iría lo más lejos posible y en paz. En fin, Sonnia había roto, destruido de golpe el único eslabón que me hubiera podido retener al lado de la ley, de la sociedad… ¡y de Dios!

“Me quedé dormido haciendo mil planes gestados por el rencor…

“Cuando desperté al día siguiente era el único que aún estaba estirado en la cama. Mis tres compañeros se habían levantado y estaban sentados en silencio. ¡La carta de mi mujer estaba bien doblada encima de la mesita de moche…!

“—Carlos —hablaba Roig—, sentimos lo que ha pasado.

“—Quisiéramos que nos dejases participar de tu desgracia.

“—Oye, esperamos que nos concedas la oportunidad de ver como te repones de esta prueba, de manera que estamos dispuestos a secundarte en todo lo que te dicte tu proverbial cordura…

“—¡Pues esperaréis mucho!

“—Carlos, personalmente a mí me defraudarías si llevases a cabo todo lo que has pensado hacer —¡Ah! ¿Con qué había soñado en voz alta?—. Nos vamos al trabajo. Quédate, si quieres, ya diremos que te has puesto enfermo.

“Se fueron los tres en silencio sin cambiar ni una palabra más dejándome solo con mis pensamientos… ¡y ahora era de día!

“Lo pasé mal, mal, bastante mal, pero al día siguiente me convencieron para que fuese a ver a Mauricio, el cual me dijo:

“—Carlos, en nombre de nuestra amistad, te pido juicio. Sé que es difícil sobreponerse a los que como tú estáis llenos de humanidad y os sentís defraudados, pero piensa que no es el fin del mundo. ¿No nos dijiste que podías operarte?

“—Sí, pero…

“—Pues si me baso en la misma humanidad que siempre has manifestado tener, creo que debes volver con tu mujer. ¿No te das cuenta que para ella significas la vida? Así que te aconsejo que no la abandones ahora si no quieres que se llene de vergüenza, pena, enfado y al final, adquiera un triste concepto de ti.

“—Dame tiempo, Mauricio. No puedo decir ahora lo que voy a hacer… ¡No puedes entender mi problema!

“—Te equivocas.

“—Bueno… yo sé que no.

“—Pero amigo, ¡hombre de Dios! ¿Dónde han quedado tus creencias?

“—¡Se han volatilizado!

“—Carlos —dijo Andrés—, amigo mío, quisiéramos ayudarte.

“—De verdad.

“—Si decides escaparte… ¡te seguiremos!

“—¡Ah, eso si que no! No tengo ningún derecho a pedir que rompáis vuestro futuro. Tranquilos, ya he decidido terminar mi condena, luego, ya veremos. ¿Quizá el tiempo cure mi llaga…!

“—Seguro.

“—Eso está bien.

“—Todos te ayudaremos.

“—¡Y Dios también colaborará!

“—¡Por favor, dejarlo dónde está…!

“Así terminó aquella reunión. Lo que no sabían ellos es que había determinado cumplir la condena porque convenía para mis planes… Por eso fue que seguimos la rutina de nuestra vida carcelaria, pero aquella carta restó alegría en la diaria convivencia de compañeros. Entre nosotros se había alzado un muro infranqueable. Por otra parte, cada día que pasaba me separaba más de mi mujer, o lo que es igual, menos quería escribirla para reconciliarme con ella. Sé que Mauricio lo hacía, que escribía a mi casa suplicándoles paciencia y justificando un poco mi posición, pero lo hacía en nombre de nuestra amistad, no porque lo sintiera.

“Así, pasaron tres años desde nuestra llegada al penal.

“Una mañana, Roig, Andrés y su hermano, fueron llamados por el director… ¡Cuando volvieron a la celda llevaban en sus manos el despacho que les concedía la libertad por trabajos y buena conducta! La despedida, dos días más tarde, fue muy triste:

“—Amigo, sentimos tener que separarnos.

“—Algún día tenía que ser. Estoy muy agradecido por lo que habéis hecho por mí.

“—Hemos decidido ayudar económicamente a tu mujer y lo haremos si no te sabe mal. Así, cada mes le enviaremos un poco de dinero y toda la comida que podamos.

“—¡Gracias, pero no quiero molestar!

“—No es ninguna molestia y ya te hemos dicho que estamos de acuerdo. ¡Ah, y cuando salgas de aquí, si quieres pasar unos días de descanso, ya sabes donde vivimos!

“—Sí, lo sé.

“—Amigo —Roig me dio un abrazo emocionado—, por favor, recuerda lo que dijo Lalia respecto a tu mujer.

“—Lo recuerdo.

“—Pues, dinos que volverás a su lado.

“—Aún es pronto…

“—Nosotros, Elena y yo, pensamos ir a Barcelona en viaje de novios, ¿quieres que la visitemos?

“—Ve si quieres ir.

“—¿Le digo algo?

“—Felipe…

“—Bueno, adiós.

“—Recuerda que para nosotros eres mucho más que un hermano.

“—Gracias otra vez.

“Se fueron, pero sin alegría. A pesar de estar libres y en paz con la sociedad, se fueron tristes y lo malo es que lo hicieron por mi estúpida causa y sin que yo levantara un solo dedo para impedirlo… ¡Les dejé hacer! Y no se lo merecían, la verdad. Reconozco que soy un retrógrado por naturaleza e incapaz de modificar un criterio o una opinión aunque en mi fuero interno sepa que estoy muy equivocado; es más, necesito que me digan lo que tengo que hacer cuando me mantengo cerrilmente en una actitud incorrecta. Lo que quiero decir es que si mis amigos hubieran estado conmigo más tiempo y hubiesen insistido en que volviese con Sonnia, lo habría hecho porque en el fondo estaba convencido de que debía volver. Pero al quedarme solo, me convencí de lo contrario y de que no tenía por qué volver a Barcelona para nada.

“Mauricio seguía dándome detalles de mi familia, pero era diferente, con él sólo estaba un rato cada día:

“—Tu mujer trabaja para mantenerse y para dar de comer a tu madre… Felipe fue a verla con Elena, tal y como dijeron, y las dos mujeres se han hecho muy amigas. Y no sólo eso: Andrés y Ramón se han tomado unas largas vacaciones y también han ido a visitarla con sus esposas. Por eso Sonnia conoce toda ya la historia… ¡Ah, se me olvidaba! Las tres parejas están alquilando todas sus propiedades en el campo y se quieren ir a trabajar a la Ciudad Condal porque, al parecer están cansados de las piedras y los cardos y allí tienen más probabilidades de vivir mejor. Además, así pueden ayudar a los tuyos…

“Un buen día los presos políticos del penal de Alicante, y de los demás también, supongo, nos beneficiamos de una rara amnistía inesperada: A Mauricio le conmutaron la cadena perpetua por dos años más de cárcel ¡y a mí me dieron la libertad!

“Así que nos llegó la hora de las despedidas:

“—Carlos, vuelve a casa. Aún está a tiempo.

“—Lo intentaré, Mauricio, prometo que lo intentaré— pero mis palabras no sonaron convincentes.

“—¿Crees que a tu hijo le gustaría esa actitud?

“—¡No lo nombres, por favor!

“—¡Sí, es hora que te enfrentes con la realidad! No eres más que un hombre como otro cualquiera y te crees un gigante ofendido por el cielo. ¡Mírate, todos somos iguales a los ojos de Dios, todos pecadores y llenos de faltas…! No, tú no eres ningún santo y necesitas ser perdonado como todos los demás. ¿Cómo es que te haces el bueno, el ofendido, el superior…? ¿Cómo es que te crees por encima de todas las cosas? ¿No te acuerdas que predicabas a Cristo como Salvador de todos los pecadores y que no hay nadie que no lo sea? ¿A qué viene esa actitud, pues? Si has sufrido desgracias, ¿cuántos son los que han muerto en la guerra? ¿Puedes contarlos…? ¡Tú estás vivo! Así, pues, ¿en qué te ha ofendido Dios? Has pagado la deuda que contrajiste al luchar contra los vencedores voluntaria o forzadamente, ¿de qué te quejas? ¿Estarías más contento si estuvieses ante la realidad divina después de haberte fusilado como hicieron con miles de compatriotas? ¡Vivo tienes la oportunidad de rehacerte…! ¡Vive, pues, como un hombre! Destierra tus egoístas ideas y baja al mismo nivel que ocupa tu mujer… ¡Sólo el que perdona puede comprender a Dios!

“—¡Adiós, Mauricio!

“No volví la cabeza para no tener que enfrentarme con sus ojos.

“La verdad es que me sentía sucio y cobarde, ¿yo era el que había cosechado tanta fama de valiente? ¡Mentira! Era otro. “Alma de cántaro” había muerto y estaba enterrado en la dura cárcel de Alicante… ¿Y Carlos Martín?

“Cuando las puertas del penal se cerraron a mi espalda, miré a mi alrededor sin saber que hacer con la maleta… ¿A dónde ir? Lo primero que pensé es que tenía que comer. Así que busqué trabajo en la ciudad y tuve suerte. Lo encontré enseguida y aunque no era una gran cosa, era lo suficiente para vivir. Aquella circunstancia también pesó para que me dejase vencer por el egoísmo y cobardía.

“Tal vez si no hubiese encontrado trabajo…

 

2

“…Y pasaron diez años.

“Un buen día decidí volver a Barcelona sin darme tiempo a que lo pudiera pensar dos veces. Así que me levanté y sin terminar el desayuno, comencé a preparar el equipaje de cualquier manera y antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, me encontré en la calle. Ahora, iba como flotando. Con prisa. Sin ver a nadie, pues a cada hora que pasaba estaba menos seguro de alcanzar el perdón de mi mujer… ¡y el de Dios! Nuestros papeles se habían cambiado y por aquel entonces era yo el que debía ser perdonado, ¡lo sabía! Aquella seguridad que parecía sentir al principio de ser el sujeto ofendido por el cielo y por la tierra, hacía tiempo que había desaparecido para dar paso a un sentimiento de culpabilidad irracional. En una ocasión entré en una iglesia para armarme de valor, pero fue inútil. Mas, pronto iba a salir de dudas. Por eso, cuando pagué la pensión y salí a la calle no sabía bien lo que hacía. Se lo digo porque me encontré frente a la estación de autobuses sin saber cómo ni de qué manera había llegado hasta allí. Claro que una vez tomada la decisión, era irrevocable… ¡Saqué el billete y tomé el autocar que me llevó directamente a Valencia! ¡Y allí, de prisa, sin darme siquiera un respiro por temor a recapacitar y arrepentirme, cogí el tren que me trajo a la Ciudad Condal…!

“De la estación de Francia hasta mi casa hay muy poca distancia, pero en el último minuto me faltó valor. Así que dejé la maleta en consigna y empecé a vagar sin rumbo fijo esperando no ser reconocido. Y así llegué hasta la calle del Aire, hasta la taberna y ¡hasta su casa!

“Lo demás ya lo sabe.”

 

3

Alicia se removió en su cama mientras se le escapaba un suspiro desde el fondo del alma. Luego, en un gesto reflejo, se apartó los pelos de la cara y se relamió la boca con fruición como si estuviese paladeando una buena golosina. No tardaría en despertar.

La calle estaba silenciosa. Era fiesta. Era el día de San Juan y la gente parecía haber comprendido que ya era hora de irse a la cama. Los hombres y las mujeres estaban cansados o se habían gastado el dinero y la paciencia. Sin embargo, aún podía oírse la ronca voz de algún retrasado que cantaba su dolor o sus penas. Pero también se iría pronto a dormir, tan pronto como se topase con su vivienda y fuese capaz de subir las escaleras. ¿Qué los había más juiciosos? Quizá si. Tal vez hubiesen algunos otros que se sentían con fuerzas para empalmar la noche con otro día de juerga y diversión, pero eso era todo… ¡El callejón del Aire brillaba con la paz característica de las madrugadas de un día de fiesta…!

Por eso a Carlos no le fue difícil oír la agitada respiración de su interlocutor que se había quedado mudo; mejor dicho, que no había abierto la boca desde que él había terminado su narración, hacía ya casi un siglo… por cuya causa, el nerviosismo empezó a adueñarse de él, ¿es que tampoco podía esperar un consejo del ciego?

Por fin, el silencio se rompió:

—Pobre amigo… Jamás imaginé que el hombre que invitaba a mi casa tuviese un problema tan grande en el corazón. Sin embargo, su solución se me antoja simple. Ha estado dando coces contra una abeja, como hizo el apóstol Pablo en el camino de Damasco, según cuenta la Biblia. Ha querido desprenderse del Señor como si la cosa dependiera de nosotros. Es cierto que podemos negarlo o no creer en El, pero jamás anularlo. Por el hecho de negar la existencia de otros mundos porque no los vemos, no dejan de estar en las profundidades de las galaxias. Están ahí, en su puesto, en el lugar que estableció el Creador. En otras palabras, el hecho de que yo no vea los colores de la muñeca de mi hija no me da razón para negarlos. Así, el hecho de negar a Dios, no lo anula, es más, da fe de su existencia.

—Pero, ¿por qué permite que ocurran tantas desgracias?

—Ya hemos hablado de eso. No las permite. Mejor dicho, ¡no interviene en ellas!

—Es lo mismo.

—No. Si Dios detuviera la mano del ladrón o del asesino, entraría en contradicción consigo mismo, o lo que es igual, destruiría su obra. Al crear al hombre lo hizo libre y, por lo tanto, se limitó para no intervenir directamente en su vida. Así que tenemos libertad y capacidad para discernir el bien y el mal. De manera que, el hombre, al elegir el mal como forma de vida, arrastró al pecado y lo que es peor, a todas sus consecuencias. Las desgracias y delitos son producidos por el pecado del hombre. Por un lado manipula la madre naturaleza hasta modificar sus esquemas y por eso sufre las consecuencias; por el otro, roba, mata y causa mal a sus semejantes sin piedad. Pero no todo está perdido. Dios envió a su Hijo a la tierra para restituir al hombre a su estado original con sólo arrepentirse y creer que su sangre lo salva de todo pecado. ¡La sangre de Cristo tiene el poder de regenerar y limpiar los espíritus de toda mancha pecaminosa y hacerlos aptos y justificados a los ojos del Padre eterno. Por el contrario, el que no lo cree, sigue bajo el manto del pecado y, por lo tanto, está bajo sus dictados e influencias. Por eso no podemos culpar a Dios de nuestros errores y equivocaciones. ¿Qué diría de mí si viéndole ante un plato de setas en mal estado, fuese incapaz de impedir que las comiese a pesar de todas mis advertencias? ¿Me culparía a mí por habérselas comido sin haberme hecho caso? ¿Me reprobaría si por su propia voluntad gustase de la amargura de las consecuencia de su desobediencia?

—Es un ejemplo.

—Sí, un ejemplo y algo malo, pero creo que puede darle una idea de la posición de Dios respecto a nosotros.

—Lo acepto. Pero en su caso bien pudo haber retirado el plano de setas si veía que iba a comer y a enfermar a pesar de sus avisos. ¡O darme un golpe…!

—Yo no puedo hacer ninguna de las dos cosas. Bueno, en el ejemplo sí, pero ya le he dicho que Dios no puede ni quiere intervenir en las decisiones que sólo le competen a usted. ¿Por qué? ¡Por qué le hizo libre! No haga que se lo repita. ¿Por qué pasan las desgracias? ¡Por qué están sujetas a los principios del pecado… y punto! De lo que es malo no puede salir nada bueno. Las guerras engendran muertes; los odios, rencores; los resentimientos, dolor. Y así hasta el infinito.

—Sí, lo sé. Sé que tiene razón. No puedo luchar ni disimular más. No puedo, sencillamente. Oyéndole me estoy oyendo a mí mismo. ¡La verdad es que aún creo en Dios!

—No me extraña. Lo he visto claramente a través de su narración. Además, es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, puedan volverse atrás. Si dan marcha atrás y niegan al Señor, ¡es que no han creído nunca! Usted no es de esos. ¿Por qué no confió en Dios hasta en sus últimas consecuencias? El podía perdonarle, ayudarle y protegerle, y en cuanto a su mujer, ¿por qué no hizo caso a Mauricio y se marchó a su casa cuando salió de la cárcel?

—No fui capaz. Ya le he dicho que fui un cobarde.

—¡Ah, no es de cobardes reconocer las propias debilidades!

—Es un consuelo saberlo…

—No sea cruel… Ahora, ¿cuál es el verdadero problema que le oprime y que aún no me ha dicho?

—¿Cómo lo sabe?

—Porque le ha estado dando vueltas toda la noche, y eso se nota.

—Bien… Sí. Lo he dicho, o al menos lo he dejado entrever mientras estaba hablando. ¡He sentido el miedo! ¡Un miedo cerval a que Dios no pudiese perdonarme nunca después de haber intentado vivir separado de El! Esa ha sido y es mi angustia: Sabiendo de su existencia, de su amor y de su justicia, he ignorado su perdón. Por eso, a cada prueba que recibía me hundía más y más en el caos absoluto. A cada nueva debilidad me veía más lejos de su sombra. A cada nuevo paso que daba en la dirección equivocada, me he visto más alejado de El, tanto es así que hasta he llegado a considerarlo inaccesible. ¡Ese es, señor, mi problema! Si pudiese llegar al convencimiento de que me puede alcanzar su perdón, aún estaría a tiempo de luchar por conseguirlo, encontrarme a mí mismo y ser útil a la sociedad.

—Por eso dije que la solución era bien simple. Si se hubiese acercado a Dios sinceramente en un momento de su vida, se habría sentido reconfortado enseguida y jamás habría gustado esa soledad. Y es que Dios no está tan lejos. Está tan cerca de uno que basta con pensar en Él para establecer contacto. No le quepa duda. Espera siempre a los hombres como usted puesto que sabe que los que se sienten salvos sin serlo nunca entenderán este acercamiento. Ya lo sabe, ¡sólo los que se sienten enfermos acuden al médico!

—Sí…

—Ya se lo he dicho antes. Dios amó tanto al mundo perdido que envió a su Hijo para que todo aquel que lo crea se salve y tenga vida eterna. Esto es el Evangelio. Sólo que la salvación es individual y por eso hay pecadores arrepentidos y pecadores que se revuelven en su propio cieno. Pero insisto, no es culpa de Dios. Siempre está esperando a que los hombres se vuelvan hacia Él para darles de nuevo la esperanza de vivir. ¡Dios es perdón, amor y luz! Por eso, estoy seguro que si acude ante su trono reconociendo sus errores, no lo rechazará… ¡y le perdonará!

—No sabe el bien que me hacen sus sinceras palabras… Pero recuerde que he matado.

—Eso no dice nada a su favor, desde luego, pero por desgracia todos hemos matado alguna que otra vez. Cuando robamos a un pobre su limosna, cuando dejamos dinero con usura, cuando vejamos a las viudas, a los huérfanos y a los menesterosos, cuando crecemos socialmente pisoteando a nuestro prójimo, cuando negamos el agua, la sal y el pan al que tiene hambre o al que tiene sed; cuando en fin, pecamos contra nosotros mismos, contra la sociedad que nos rodea o contra Dios, no estamos haciendo otra cosa más que matar, matar nuestra conciencia y esconder nuestra alma. Así que todos somos pecadores por igual ante los ojos de Dios (otra cosa es ante los de la sociedad, la cual tiene sus leyes correctoras, que no siempre son las más adecuadas), y de ahí la necesidad que tenemos de reconocernos indignos, acercarnos a su gracia y recibir su misericordioso perdón.

—Le estoy muy reconocido y le doy las gracias de corazón. Es bastante simple, pero ahora que estoy seguro de poder ser perdonado, me siento otro. Si puede borrar todos mis pecados con un solo golpe de cruz, seré su adorador para siempre.

—Sí, puede hacerlo, se lo aseguro. Lo que ocurre es que es doloroso. Cuando uno adquiere la conciencia de haberlo ofendido, sufre, pero es normal… Se cuenta de un padre que tratando de enseñar a su hijo el costo de la desobediencia, colgó un tablero en su cuarto y decidió clavar un clavo cada vez que el chico dijera o hiciera algo inconveniente. Como puede suponer, al poco tiempo, el cuadro estaba lleno de puntas. Pero la lección dio sus frutos. La visión diaria del tablero fue un revulsivo para el chico, el cual, arrepentido, pidió perdón al padre y prometió enmendarse en el futuro. El progenitor, seguro de que la intención del hijo era sincera, arrancó los clavos uno a uno para comprobar con sorpresa que el muchacho seguía triste: —¿Qué te ocurre —le preguntó el hombre—, ¿por qué te pones así? ¡Ya te he perdonado! ¿Ves? ¡He sacado todos los clavos! —Sí —dijo el chico—, pero quedan los agujeros… Algo similar ocurre en nuestra relación con Dios. ¡Eso es lo que usted siente! Pero, esa sensación es muy buena. Mientras la note, le ayudará a no repetir la experiencia. ¡Venga, de a Dios una oportunidad para demostrar su amor!

—Se la daré, ya lo creo que se la daré… Bien, es hora de irme. Ya le he molestado bastante…— Carlos se levantó a medias de su asiento, pero se volvió a sentar enseguida al oír al ciego:

—Queda otro asunto.

—Pues…

—¿Va a ir a ver a su mujer?

—¡Ah!

—Debe ir a verla y darle también una oportunidad. Estoy seguro de que ella le perdonará puesto que usted ya lo ha hecho.

—¿Cómo lo sabe?

—No habría venido hasta aquí.

—Es verdad. Hace tiempo que la perdoné, si es que alguna vez la inculpé realmente.

—Vaya a verla, hágalo por mí.

—Iré.

—Me alegro de no haberme equivocado respecto a usted. Por favor, ¿qué hora es?

—Las ocho.

—¡Oh, ya es hora de que Alicia se levante! —el ciego dejó su silla y se acercó a la cama de su hija, pero debió pensar otra cosa porque se volvió y dijo a su interlocutor—: No se vaya aún. ¡Quédese un rato y desayunará con nosotros!

—No puedo abusar más…

—¡Por favor!

—¡Está bien!

—¡Bravo! Alicia…

—¡No, no la despierte, me quedaré todo el tiempo que sea necesario!

—De acuerdo, preparemos las cosas.

Carlos se levantó de nuevo, reavivó el fuego y a instancia de su huésped fue preparando el almuerzo para los tres. Hacía tiempo que el joven no se sentía tan a gusto. En realidad empezaba a notar el cambio. En una de sus idas y venidas por la sala se le ocurrió mirar al ciego y le pareció sorprender una sonrisa de bondad y satisfacción. Las pocas arrugas de la edad no conseguían disimular las señales de felicidad que sentía por el deber cumplido. Carlos sintió por él tanta simpatía que no le dio vergüenza reconocer que le amaba. ¡Aquel disminuido había hecho por él algo que no tenía precio! Le había enseñado a buscar y a ponerse su propia camisa de felicidad.

Cuando el desayuno estuvo servido, Carlos se acercó al lecho donde dormía la niña y la besó en la frente con una delicadeza inusual para su rudeza. La niña se despertó al contacto de la caricia y su padre se apresuró a tranquilizarla ante el temor de que se asustase por la presencia del mismo visitante que había conocido la noche anterior. Pero ella no sintió extrañeza alguna por el hecho de que aún estuviese en su casa.

—¡Buenos días, papá!— se acercó a su padre y le besó en la mejilla.

—¡Buenos días, hijita! ¿Has descansado bien?

—¡Muy bien! —se acercó también a Carlos, que aún estaba sentado en un lado de la cama, viéndola hacer, y al pasar hacia el baño, le dio otro beso—: ¡Buenos días, señor!

Aquel hecho le dejó tan sorprendido que el hombre no pudo articular palabra y se conformó con verla desaparecer hacia el interior de la otra habitación. Lego, los dos oyeron correr el agua y entendieron que se estaba lavando. Así que, Carlos, aprovechó la ocasión para acercar otra silla a la mesa. Y cuando ella salió, aún en pijama pero limpia, le ayudó a sentarse y juntos esperaron con reverencia a que el ciego diese gracias por los alimentos. Después, desayunaron con ganas y al final, la niña y su nuevo amigo recogieron la mesa sin hacer caso de las débiles protestas del ciego.

Carlos aún estuvo en la casa el tiempo suficiente para lavar los platos y ordenar los utensilios que habían utilizado… Pero cuando llegó la hora de despedirse, el padre de la niña le acompañó hasta la puerta sin desviarse ni un ápice ni a derecha ni a izquierda.

—¡Adiós! —Carlos estrechó la mano que se le tendía—. ¡No le olvidaré jamás…! Oiga, ¿le gustaría que le ayudase en algo?

—Pues, sí. ¡Trate de hacer con los demás lo que he hecho por usted!

—Se lo prometo… ¡Adiós, Alicia! —la levantó en sus brazos como si fuera una pluma. Luego tuvo una idea—: Oye, ¿te gustaría venir a mi casa algún día?

—¿Puedo, papá?

—Sí.

—Pues, cuando usted quiera.

—De acuerdo.

—Estaríamos contentos de que no nos olvidara— dijo el ciego.

—¿Olvidarlos? ¡No! Vendrán a mi casa y estarán en ella cuanto quieran. Es más —dijo a la atenta niña—, procuraré traer a tu papá a vivir cerca de casa o si quiere… ¡a la misma casa! Estoy seguro de que Sonnia podría llegar a quererte mucho.

—¿Iremos, papá?

—Iremos, hija. Es posible que aún encuentres una mamá.

—Sí, sería hermoso. Decídase, pues. Su hija puede tener un futuro mejor con todos nosotros.

—Quizá me convenga cambiar de barrio pues aquí ya me conocen todos.

—¡Hasta pronto!

—¡Adiós!

—¡Adiós, Carlos! ¡Qué Dios le ilumine!

—¡Gracias, pero volveré!

—Nos gustaría que volviese con su mujer.

—¡Vendremos!

—¡Adiós…!

Al traspasar el arco que remataba o iniciaba la calle, aún se volvió para ver los cariñosos gestos de despedida del ciego y de su hija…

Dobló la esquina.

Bajando por las Ramblas, llegó a la Puerta de la Paz y se dispuso a esperar el tranvía en el refugio que le brindaba la parada, Dejó pasar a varios de ellos y cuando llegó el que llevaba el disco 55, lo cogió. Tras pagar el importa del billete, no quiso sentarse y se dirigió hacia la plataforma anterior deseoso de recibir más aire y ver bien la parada en la que debía apearse. A aquellas hora de la mañana festiva había muy poca gente en su interior y nadie en la plataforma en cuestión… Justo cuando llegaba al lugar deseado, después de dar o tres traspiés para compensar los movimientos del vehículo, oyó que alguien le llamaba:

—¡Carlos!

Se volvió extrañado y vio al hombre que, medio levantado de su asiento como para convencerse a sí mismo, decía de nuevo:

—¡Carlos…! ¿Eres tú?

—¡Deltell!

—¡Carlos, Carlos…! —el hombre salió al pasillo del centro y se dieron un fuerte abrazo sin importarles el espectáculo que estaban dando. Después, más calmado, le preguntó con amabilidad—: ¿Qué es de tu vida, sargento?

—Mi querido Deltell —se fueron acercando a la plataforma para estar más a gusto y en privado—, no sabes lo que me alegro de verte.

—¡Anda, que yo! Pero, ¿dónde te habías metido?

—He estado trabajando por ahí.

—¡Ah, mi pobre amigo! ¡Cuánto te he echado de menos…! ¡Eh, que yo me bajo aquí! —el tranvía estaba llegando a la parada de Correos—. Mi mujer me está esperando en casa de su madre… Sí, ¿no sabías que me había casado? —tenía ya un pie en el estribo—. ¡Ah, y es muy guapa! Oye espera un momento —increpó al conductor—, ¿no ves que voy a bajar…? ¿Sabes que Roig y Puig están aquí? Sí, y se han casado también. ¿Qué le vamos a hacer? ¡Es la vida…! ¡Oye…! —el tranvía inició lentamente la marcha y Carlos tuvo que asomarse un tanto desde el estribo para oírle mejor—, ¿te acuerdas de los de Tarragona? ¡Pues también se han establecido aquí! ¡Sí, los dos están bien…! ¡Vaya aventura que os pasasteis y yo en casa! ¡Ah, espera, espera…! ¡Aún hay más! ¡También está por aquí esos otros amigos tuyos…! ¡Los Jimeno, sí! —siguió corriendo sin dificultad al lado del vehículo—. ¡Eh, Carlos! ¡Cada semana nos reunimos en casa de uno de nosotros! ¡Te iremos a buscar “alma de cántaro” pues lo pasamos en grande con nuestras cosas…! —Deltell tuvo que gritar a pleno pulmón en medio de la calle—. ¡Vaya notición que llevó! ¡Hasta la vista…! ¡Adiós!

Carlos subió el escalón y se reclinó contra la pared de la plataforma sin hacer ningún caso de las furtivas miradas del conductor:

—¡Está todos aquí! Me estaban esperando porque confían en mí… ¡Gracias, Dios mío!— ahora el empleado municipal, le miró abiertamente.

Tras pasar y superar la Plaza de Palacio, el tranvía enfiló derecho el Paseo Nacional…

“—¿Y si Sonnia se ha casado de nuevo? —pensaba Carlos—. Podría haberlo hecho por cuanto no le he dado señales de vida en muchos años. ¡Ah, no quiero volver a ser negativo! Sabe por Mauricio que estoy vivo… ¡Qué día tan magnífico! Me siento partícipe de a paz de mis amigos, de mi ciudad, de mi nación… ¡y de Dios! ¿Qué puedo temer? Todos han olvidado mis errores y sólo me queda la amistad de verdad… ¡Ah, ahí está mi parada! Al parecer no ha cambiado…”

Con estos pensamientos y acompañado por la inevitable mirada del conductor y la de algún posible pasajero testigo del abrazo con Deltell, bajó a la calzada y sin titubear un segundo se adentró en el conglomerado de callejuelas hasta toparse con la que le interesaba:

—Calle de la Atlántida— leyó en el cartel situado a la altura de un primer piso.

Aquella era su calle. Allí estaba con sus portales pintados de varios colores chillones y las blancas paredes de sus fachadas. ¡Qué momento pasó mientras caminaba por una de sus aceras! Notó la curiosa mirada de sus vecinos. Notó y adivinó sus cuchicheos, pero le agradeció al cielo el hecho de que no le abordasen. Aún no estaba preparado. Por eso andaba como flotando… Primero era su casa y luego… Se notaba más valiente, sí, sería capaz de conseguirlo. Ya faltaba muy poco… Cuando llegó al portal de su propia casa y traspasó el umbral, aún conservaba la fuerza necesaria para enfrentarse a la situación más difícil de su vida. Pero, había tomado una decisión y nadie podía pararle. Entró, pues, en el portal que conocía tan bien y estuvo tentado en visitar la portería, cuya puerta se abría debajo de la propia escalera, en el hueco que quedaba libre, pero pensándolo mejor, empezó a subir los peldaños uno a uno… Al llegar al segundo rellano, se apoyó en la barandilla como buscando aire para regular su aliento… ¡Le dio la impresión de que había llegado al octavo piso! Y pensar que antes subía la escalera en dos zancadas… ¡Ah, diez años eran muchos años! Más calmado, ensayó la llamada, pero no se atrevió a la primera…

Por fin pulsó el timbre.

Esperó unos segundos que le parecieron mil siglos, había esperado diez años para aquel momento, hasta percibir el ruido característico de unas sillas al correrse, y por último la puerta se abrió:

La figura de Sonnia con su delantal, su pelo, sus ojos y sus manos, cubría todo el horizonte:

—¡Carlos!

—¡Sonnia, yo…!

La mujer se echó en sus brazos y escondió la cabeza en su pecho varonil, mientras le tapaba la boca con una de sus manos…

¡Estaba llorando!

Carlos la sintió aún suya… ¡La besó en el pelo, en el cuello, en los hombros…! Levantó la vista como buscando algo más y vio la mesa del comedor, en la que aún estaba servido el desayuno, la silla más separada era la que había ocupado su mujer hacía poco, a su madre que se estaba levantando para correr a su lado… ¡y una silla vacía! ¡Junto a la cabecera de la mesa, en el lugar preferente del hogar, la cátedra del cabeza de familia, la suya… ¡vacía! ¡Vacía…!

Así que le estaban esperando…

¡Allí estaba la respuesta!

Aún le sobraban manos para estrechar las de su madre y boca para besarla… Sintió carreras tras él y al volverse, vio subir a la señora Herminia, al tío… ¡y a Mauricio! Todos jadeantes… Pero se quedaron en el rellano con expectación al mismo tiempo que el resto de vecinos abrían sus puertas y corazones. Al poco tiempo, las del tercero bajaron también…

Carlos lloró en silencio, al estilo de los hombres, mientras repartía saludos y agradecía parabienes, soldado a su mujer que le retenía temerosa de soltarlo por miedo a romper un sueño tan hermoso…

El perdón une las almas y la comprensión las hermana…

¿Quién se acuerda del error si no es para evitar caer de nuevo en él? Cayeron muros, pero se levantarán otros mejores con los mismos escombros; crecieron odios, pero serán enterrados por la fuerza del amor y la paz; se puso en peligro la estabilidad del país, pero la experiencia servirá para que no se vuelva a intentar jamás… Tal vez nos sirva el hecho vital de reconocer que todos somos españoles, con nuestras diferencias, idiosincrasias y características, pero españoles al fin… ¡Y que el hecho de serlo es el común denominador que nos debe unir para siempre!

Una generación murió para darse cuenta, pero la nueva, con la experiencia pasada, reforzará la paz para consolidar la democracia que jamás debimos perder.

 

 

 

 

 

111574

  Calafell, Tarragona, 4 de febrero de 2001.

 

———

Carlos 1

Sonnia 7

Javier 17

Mauricio 25

Mi tío 36

La señora Herminia 44

Mi madre 51

Roig 59

El tonto 66

La viuda de Roque 74

Los Jimeno 80

Una mujer en la cárcel 89

Lalia 97

Jaime 105

El ciego 114

———

Esta novela se terminó de escribir

el 10 de septiembre de 1964

para concursar en el premio literario

Elisenda de Montcada,

de la revista Garbo y llegó a ser finalista.

Revisada en Alicante el 7 de octubre de 1984.

Revisada nuevamente en Barcelona

el 14 de mayo de 1986

para el concurso internacional de novela

de la Casa Bautista de Publicaciones,

con el lema:

“Temas de actualidad hispana”.

Revisada otra vez en Barcelona desde el

1 de septiembre de 1988

al 17 de julio de 1989.

Copia electrónica, bou 15, iniciada en Barcelona

el 16 de abril de 2000

y terminada en Calafell, Tarragona,

el 4 de febrero de 2001.

Revisada de nuevo, y definitivamente, en BCN el

26 de enero de 2005.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CON UN

MISMO

COMÚN

DENOMINADOR

111574

bou15

04.02.2001