¿POR QUÉ LA LEY?

 

Éxo. 20:1, 2; 2 Rey. 17:7, 8; Sal. 119:97-104; Mat. 5:17

 

  Introducción:

  Iniciamos hoy una unidad de estudio con el nombre genérico de: Las Leyes de Dios para el Hombre, serie que incluye trece lecciones abarcando los meses de junio, julio y agosto.

  ¿Por qué son necesarias las leyes?

  En primer lugar veamos lo que dice el diccionario acerca de la ley: Regla de acción impuesta por la autoridad superior. Visto lo cual, volvemos a preguntar: ¿Por qué son necesarias las leyes? ¡Pues, por qué somos humanos!, sería la respuesta. Sin embargo, nuestra época se caracteriza por la poca o nula importancia prestada a las leyes de los hombres. Sabemos de unas sociedades anónimas que pagan cuantiosas sumas a abogados competentes para que disfracen o rebajen los beneficios habidos. Legislativos que aprueban leyes que redundarán tarde o temprano en su propio beneficio o en el de sus familiares. Funcionarios que por cierto dinero exponen triquiñuelas legales para eludir o evitar la ley y tantos otros ejemplos que no relacionamos no cansar ni hacer exhaustiva esta lista. Y si sabemos que la ley humana no es mala es porque sabemos que casi todas tienden, en la letra, hacia el bien común y están basadas en la genuina experiencia y saber de los pueblos y en la conciencia de los legisladores. Pero Dios no consideraba la conciencia humana de por sí como la más apropiada para guiar al mismo hombre y tuvo que dar sus leyes para educarla acerca de lo bueno y lo malo. Así, nada mejor para iniciar estas trece lecciones, que estudiar el sentido básico de los Diez Mandamientos vistos e interpretados a la luz del NT y aplicados a la experiencia humana de hoy.

  Hoy, como siempre debemos acercarnos al pueblo de Israel, fuente y principio de cualquier aplicación cristiana, para cavar en el famoso decálogo, la situación que lo hizo necesario y las circunstancias de la época.

  Si el pueblo de Dios ha tenido baches, que los ha tenido, y grandes, el más representativo fue aquel que motivó la frase del autor del libro de los Jueces: Cada uno hacía lo que bien le parecía, Jue. 21:25. Y por lo general, un estado caótico similar degenera en un libertinaje sensacional, en el cual, la mayoría de las veces, lo que bien le parece a cada uno, perjudica al prójimo y casi nunca está de acuerdo con un posible tercero. El respeto obediente hacia las leyes unipersonales es indispensable para la sociedad humana y mucho más para la comunión con Dios. Así que, la ley de leyes, los Diez Mandamientos o el Decálogo (de deca, diez y logos, palabra), son un corto resumen de todos los deberes del hombre hacia Dios Padre y para con sus semejantes viniendo a llenar en el momento oportuno, el inmenso vacío de los siglos. Bien es verdad que pueblos más primitivos que Israel, tenían ya ciertos códigos humanos basados en costumbres y experiencias, pero todos o casi todos, estaban orientados hacia el castigo o condena del transgresor.

  La Ley de Dios, por el contrario, cambia la triste fisonomía de la ley mundial, pues nos indica: (1) Que debemos adorar a un solo Dios invisible por fe. (2) No tentarlo para que realice unas cosas que nos prueben su presencia física. (3) Nos ayuda a descansar un día fijo, específico con la idea no de ocio, sino de un cambio de trabajo y adoración total. (4) Honrar a nuestros padres a pesar de que estos ya no se ganen lo que se comen, no nos entiendan, molesten o sean una carga social para lo que llamamos nuestra vida. (5) No matar ni aun estando en peligro de nuestra propia vida. (6) No caer en la trampa del adulterio a pesar de que esta sociedad trata de demostrar que el hombre es bígamo por naturaleza y por necesidad. (7) No robar a pesar de que nos estemos muriendo de hambre. (8) Respetar a nuestro prójimo de manera que hasta podamos evitar la pobre, inocente y a la vez enorme calumnia, a pesar de que la consideremos un mal menor contra aquel que pensamos que es nuestro enemigo, y (9) por último, no ver en los objetos o personas del vecino más que motivos, si cabe, de emulación y nunca de codicia.

  Ideas todas ellas incomprensibles entonces… ¡y ahora!

  Sin embargo se prestan de forma admirable para guiar al creyente en su vida, con su Señor y con sus prójimos. La ley va marcando los mojones del camino a seguir al igual que los postes de Venecia señalan la dirección a seguir en el gran canal. Y es que nosotros, los cristianos modernos, tenemos la tentación de olvidarnos de la ley de Moisés pensando que está pasada de moda. No, no es así. El mismo Jesús interpretó algún que otro mandamiento en el llamado Sermón del Monte y así nos demostró su envidiable valor permanente y real.

  Y puesto que sabemos que la ley, incluso la Ley de Dios no nos salva, veamos el por qué y el cómo de esta Ley:

 

  Desarrollo:

  Éxo. 20:1. Y Dios habló todas estas palabras, diciendo: En primer lugar debemos notar que la paternidad de esta Ley, del decálogo, se atribuye a Dios sin ningún género de dudas. Moisés dice, indica, que Dios es la fuente e inspiración de esta ley, y que él no fue más que el simple testigo de las tablas. Y además, es curioso como él se define como un simple escriba sin arte ni parte en traducción alguna de la ley. Hoy en día es muy corriente oír hablar frases como esta: Hecha la ley, hecha la trampa. Por otra parte, el texto en que está escrita usa de un léxico que escapa a la mayoría de la gente y es necesaria la consulta de juristas expertos que nos traduzcan el lenguaje corriente y nos aconsejen. Moisés no. Se limita a escribir lo que oye y aún hay más, reconoce que Dios escribe en las tablas preparadas por él, Deut. 5:22.

  Y todos entendieron el espíritu y la letra de la ley. Me imagino a aquel nómada pueblo expectante. Ver si no las circunstancias que rodearon a esta entrega divina. La voz en medio de los truenos y relámpagos, la nube y el fuego crearon gran temor entre ellos, incluso pensaron que iban a morir a causa de la cercanía del Señor Dios. Por eso fue que pidieron a Moisés que sirviera de mediador y fuese a recibir las instrucciones divinas, y que luego les informase… ¡a nivel humano! Éxo. 20:18-26; Deut. 5:23-28. Pero esta actitud realista del pueblo llano nos enseña una santa y viva lección: Hemos de reconocer la naturaleza divina y reverenciarla como algo inalcanzable mientras no llegue la hora de la transfiguración. Y este pueblo de Israel, por el hecho de enviar a Moisés a traducir los deseos de Dios, nos revela su disposición previa de temerle y poner en obra todos sus mandatos. Mas, como no podía ser de otra manera, el Señor responde como suele hacerlo en estos casos: Los bendeciré de generación en generación, Deut. 5:29. Pero debemos fijarnos que el Señor condiciona el tener bien para siempre al hecho de temerle, adorarle y guardar sus mandamientos todos los días.

  Ya ha quedado dicho con anterioridad que estas leyes fueron inmensamente superiores a las de las naciones del entorno, porque el juez o el legislador fue el mismo Dios. Un Dios que se presenta a sí mismo como aquel que les sacó de la esclavitud de la tierra de Egipto y de la servidumbre, Deut. 5:6. Tal era la introducción a la Ley, tal era la Ley, tales los hechos y las circunstancias que envolvieron a la entrega de la Ley, que la mejor sabiduría habría sido ponerla inmediatamente por obra, para poder vivir en la tierra de Canaán formando una sociedad sana y fuerte, pero no pasó así. Israel, su Israel, equivocó el camino prescindiendo de los mojones de la ley que indicaban la verdadera dirección a seguir. Y fracasó por dos razones bien fundamentales: (1) Adoraron a dioses que les eran ajenos, rechazando por lo tanto la paternidad y la guía del Dios Padre único y verdadero, y (2) abandonaron sus mandamientos para seguir los de los otros países que hubieran debido ganar con el ejemplo, 2 Rey. 17:7, 8.

  Éxo. 20:2. Yo soy Jehovah tu Dios… La importancia de este v. es tal, que sin duda constituye la piedra angular de la gran, moderna y monoteísta religión judaica. El mismo Moisés lo transcribe en primer lugar. El primer mandamiento de los diez, o de las diez palabras como gustan llamarlos los judíos, es la base también de nuestro cristianismo. Es curioso hacer notar que representan un sumario de las obligaciones del hombre para con el Señor y para con sus semejantes, dictadas de un modo tan comprensivo, sabio y bueno, que desde luego tienden a señalar y demostrar su origen divino y causan la admiración de todo el mundo. No son propios de una nación, ni transitorios, como los detalles de las leyes ceremoniales y civiles de los mismos judíos que ya no tienen validez.

  Así, el espíritu de los mandamientos hay que buscarlo en el evangelio: Más fácil es que pasen el cielo y la tierra que el que falte una jota de la ley, Luc. 16:17. La Ley tiene hoy mismo el vigor auténtico que tuvo aquel día lejano en que se oyó aquella voz: Yo soy Jehovah, que te saqué de la casa de Egipto, la casa de servidumbre… Dios les recuerda con cariño que les habla más como libertador que como legislador. Aquí debemos señalar que las leyes no fueron dadas con la finalidad de iniciar, por medio de su obediencia, una relación con el Padre. Se trataba de continuar más que iniciar. La gracia se había manifestado en haber tomado la iniciativa para liberar al pueblo de la esclavitud y en proponerle un pacto: Pacto que al principio fue aceptado de forma voluntaria por todo el pueblo, Éxo. 19:3-8. Israel había aceptado al Señor como un rey a quien correspondía por real naturaleza entregar unas leyes que les indicasen el modo de acercarse a Él y el trato que debía mediar en la diaria relación con sus semejantes. Las Diez Palabras eran, pues, un marco ideal que fijaba los límites dentro de los cuales la vida de las personas, entre Dios y su pueblo debía realizarse. Así, repitamos: Primero fue dada la gracia, luego la ley. Primero la redención por el poder de Dios, luego la guía sobre cómo vivir en comunión con Él. Atención: La Ley de Dios nunca fue presentada en el AT como un camino a la salvación. Todas las instrucciones que encierran los Mandamientos, tanto en el A como en el NT, sirven de guía para los que ya conocen a Dios, el cual los ha redimido del pecado, nunca antes.

  Sal. 119:97-104. Ese sal es alfabético, pues cada estrofa de ocho versos empieza con una de las veintidós letras del alfabeto he. Y es curioso notar que todos sus vs. con la sola excepción de los números 90, 121, 122 y 132, contienen uno de los términos con que se señala, designa a la Ley, como pudieran ser: palabra, ordenanza, precepto, mandamiento, promesa, juicio, etc. Así, la estrofa que ya hemos leído nos demuestra la honesta devoción apasionada del he fiel y piadoso hacia la Ley. Para él, no fue una carga ni una afrenta a su libertad, sino la clave de toda la santa sabiduría. Sabiduría que no tiene que ver con la edad y sí en la forma más o menos completa en que uno debe aplicar esta Ley.

  Mat. 5:17. No penséis… era probable que muchos pensaran en aquellos momentos en que Jesús iba a anular la ley de Moisés, máximo cuando Él mismo había proclamado ya repetidas veces su superioridad y autoridad sobre la misma y sobre hechos tan concretos como pudieran serlo las interpretaciones tradicionales del ayuno y el sábado, Mar. 2:18-28. No penséis que he venido para abrogar, o lo que es lo mismo: Soltar, disolver o quitar la Ley como obligación para nosotros sus seguidores. No. No podemos pensar que el Señor ha venido a anular algo que Él mismo inspiró. Al revés, Él, con su muerte, completó la Ley. ¿De qué modo? ¡Demostró que era posible cumplirla!

  No penséis que he venido para anular la ley o los profetas; y aquellos oyentes improvisados del sermón del Monte ya saben a lo que se refiere. Esta frase indica, en el vocabulario judío, a todo el AT. Sino para cumplir; a completar. A la luz de las interpretaciones del mismo Jesús en Mat. 5:21-48; este verbo, refiriéndose a la ley mosaica, significa darle un sentido más profundo. Fijarse que esto señala y reconoce que la ley antigua fue incompleta en su expresión. Así que el propósito de la Ley es llamar al hombre a la obediencia de la voluntad de Dios; quien, no obstante, siempre busca nuestro bien. Así, el Reino de los Cielos, según Jesús, no significa una disolución de la fiel demanda del Padre, que la ley de Moisés daba o representaba, sino que, por el contrario, hablaba de una obediencia absoluta al Hijo como revelación final de Dios. Por lo tanto, hoy como en los días de Jesús, es preciso ver o distinguir entre la Ley y el legalismo, que es una perversión de la misma. La Ley nunca fue dada, como ha quedado dicho, para salvar o vivificar al pecador, puesto que no es incapaz de hacerlo, Gál. 3:21. Y el legalismo busca la salvación por la conformidad de la ley señalando y hasta mostrando una tendencia definida y constante a guardar la letra más bien que su espíritu interno.

  Esto converge de manera inevitable en una actitud de orgullo si uno ha podido ser más o menos cumplidor de la Ley. Estos seres llegan a pensar que merecen estar en comunión con Dios gracias a sus obras y menosprecian a los demás como personas inferiores a él. El publicano y el pecador de la parábola pueden ser un buen ejemplo para no citar casos reales concretos que pudieran herirnos. Y esto último, mis hermanos, contradice el propósito de Dios. Debemos reconocer que hemos sido salvos por gracia y por iniciativa del Señor y así respondemos por fe, tratando de agradarle mediante la obediencia a su santa voluntad; voluntad que, precisamente, ha sido revelada en la Ley.

 

  Conclusión:

  Así llegamos a la conclusión de que el Decálogo significa más para el creyente de hoy que para aquel hebreo de entonces, ya que ahora lo vemos todo bajo el prisma de la interpretación del mismo Jesús. ¿Para qué sirve la Ley, pues? La Ley sirve para señalar y frenar al pecado, ya que éste ha entrado en la médula y experiencia humanas, Gál. 3:19; 1 Tim. 1:9. También, gracias a la Ley llegamos a tener el conocimiento del pecado, Rom. 3:20, aunque debemos combatir a los que señalan que la Ley de Dios es pecado en sí, Rom. 7:7, ya que la Ley, en sí misma, es santa, Rom. 7:12.

  El culpable es el pecado más bien que el mandamiento. Éste sólo indica lo que está bien o mal, Rom. 7:8. La Biblia se opone al libertinaje tanto como al legalismo. Bien es cierto que habían leyes ceremoniales y judiciales que sirvieron al pueblo de Israel como nación hasta la llegada de la revelación final de Cristo, pero no eran obligatorias para el cristiano. Dos ejemplos de lo que estamos diciendo ahora, podrían ser muy bien cuando Jesús anuló la distinción entre alimentos limpios e impuros, Mat. 7:19; y cuando Pablo se opuso al rito de la circuncisión como un deber para el creyente en Cristo, Gál. 5:2, 3. Pero el NT cita muchas leyes del Antiguo como mandamientos ineludibles, Rom. 13:9. La verdad es que fueron señaladas o citadas precisamente porque expresaban los principios eternos de la santidad y la justicia de Dios.

  Así que la Ley es de un gran valor para guiarnos en que forma y modo podemos cumplir la voluntad de Dios, hoy en día.