CRISTO ES NUESTRA ESPERANZA

 

Hech. 1:10, 11; 1 Ped. 1:3-9; 1 Jn. 3:1-3

 

  Introducción:

  Al igual que decíamos el domingo anterior que la gracia del Señor nos sostiene, hoy afirmamos que este sostén radica en Cristo. Sí, Él es nuestra esperanza. Además, una esperanza real.

  Se ha dicho muchas veces que el hombre, que el ser humano, es el ente más débil de la naturaleza. Y lo es precisamente a causa de su inteligencia mal empleada. ¡No tiene bastante nunca! Siempre, siempre está lleno de necesidades y si éstas no son reales, se las inventa. Nace el león y a lo mejor tiene interés en que la caza le sea propicia, nace el pájaro y trata de aprovechar las corrientes ascendentes para ayudarse en la vida, nace la rosa y su mayor interés es servir para aquello que fue creada: Ser hermosa y dar olor… Pero nace el hombre, y apenas salido de la dependencia paterna, cae de lleno en la esclavitud que gritan o representan sus necesidades, que por más que las cubra, siempre aparecen de nuevo vestidas con otra apariencia. Pero, ¿quién no las tiene? El pobre, por el hecho de serlo, las tiene. El rico, por ser rico; el sabio, por sabio; el ignorante, por ignorante; el gitano o el negro por causa de su piel y el blanco, sí, el blanco, por blanco. Y la edad, la edad también es un motivo de caos, dolor, preocupación y necesidad. Así tiene problemas el joven y el viejo, el muchacho y el mayor…

  Estas necesidades surgen precisamente a causa de su evidente superioridad respecto al resto de la naturaleza. Esta superioridad le crea una psicosis de dependencia jamás satisfecha; porque el hombre se esfuerza en conseguir el pan, por asegurar el vestido, la vivienda… y cuando ha satisfecho éstas, emergen otras que, poco a poco, van tomando la categoría de primarias y, hasta cierto punto, indispensables. Ojo hermanos, el cristiano, por el hecho de serlo, no está exento de esta lucha por la vida. Sin embargo, todo ser humano suspira, y a veces sin saberlo, por algo que va más allá de esta vida y aun de el mundo. Suspira profundamente por Dios como una de las mayores necesidades a causa de su naturaleza espiritual. Y en la forma en que el ser satisface esta imperiosa necesidad del Señor, consigue influir de forma inevitable en la claridad, determinación y satisfacción de todas las otras. ¡Nosotros sabemos bien que sólo Cristo satisface! Él es la respuesta clave a nuestras angustias. ¡Él es nuestra única esperanza!

  Pero, y ahora viene la pregunta directa: ¿Esperamos de veras en Cristo? Cuando estamos en el lecho del dolor, ¿esperamos más en Cristo que en las propias medicinas? Cuando nos abaten los problemas, ¿esperamos más en Cristo que en los consejos de las personas entendidas o en los libros? Cuando nos encontramos solos, dolidos y abandonados, ¿confiamos más en Él que en nuestros iguales? Qué cada uno responda con sinceridad dentro de sí mismo. Entretanto, pensemos que la esperanza en Él, en Cristo es ni más ni menos que un compañerismo real con el mismo Dios. Es la felicidad presente y futura, el eterno perdón de los pecados y la garantía de la vida, y vida eterna. Esta real amistad con Cristo nos proporciona, además, fuerzas morales y espirituales para resistir a las tentaciones y demás limitaciones del pecado.

  Resumiendo: ¡La esperanza en Él es la satisfacción completa!

 

  Desarrollo:

  Hech. 1:10. Y como ellos estaban fijando la vista en el cielo mientras él se iba, es la típica dependencia. La despedida del ser amado resaltando bien la idea de la indolencia del éxtasis y la contemplación. Actitud que los deja clavados en el sitio, impotentes, tristes, sin trabajar… incapaces de reaccionar por sí mismos. Y lo estaban tanto que a pesar de que Cristo Jesús había desaparecido ya en las nubes, se quedaron mirando al cielo esperando quizás que, a última hora por algún hecho o accidente fortuito, se fueran o aclarasen las mismas y volvieran a verlo una vez más. Estando así, he aquí dos hombres vestidos de blanco se presentaron junto a ellos. Eran mensajeros del Padre aptos para ser comprendidos, ya que a pesar de sus ropas blancas y resplandecientes, tenían la apariencia humana. Eran portadores de un mensaje de esperanza:

  Hech. 1:11. Dijeron: En forma que pudieran entenderlos todos: Hombres galileos, sí, sabemos que procedían de Galilea, de aquella provincia del norte de Palestina, ubicada justo al oeste del mar del mismo nombre. Pero, ¿en qué lugar o provincia tenían lugar los hechos? En Judea, al sur del país. ¿Por qué os quedáis de pie mirando al cielo? En esta pregunta observamos algo curioso. Más que una pregunta parece una reprensión. ¿Qué es lo que parece reñirles? No, no el acto de mirar en sí, como es natural, sino la actitud de angustia y tristeza que les había producido la marcha del Maestro como si ésta fuese ya para siempre. Critican su aparente desamparo. Bien pronto se habían olvidado de las enseñanzas del Cristo tocantes a su segunda venida. Esta situación nos lleva a otra muy similar: Se olvidaron también de sus enseñanzas acerca de la resurrección cuando debieran de haber aprendido a tener más confianza en Aquel que ahora era objeto de sus lloros y pesares. Esto nos enseña el alcance y el peligro de la inseguridad de los humanos. Aquellos que debieron de haber tenido la entereza suficiente para darnos una fuerte lección en una situación límite, difícil, no hacen sino todo lo que haríamos nosotros: ¡Mirar al cielo con impotencia!

  Sigamos: Jesús, que fue tomado de vosotros arriba al cielo… Este mismo Señor, a quien conocieron y con el que convivieron durante tantos días, les ha sido tomado, arrebatado para su propio bien, ha ido a ocupar la diestra de Dios, a recoger su premio y para volver en el día oportuno a juntar a todos aquellos que son sus hijos. Eso es lo que parecen decir todos los ángeles: Vendrá de la misma manera como le habéis visto ir al cielo. Esto es lo que constituye un mensaje de esperanza. ¿Por qué? Porque condiciona la forma de la venida del mismo modo de la ida. Así, ésta, ¡será perfectamente visible y clara para el hombre! Jesús ya había dicho que volvería y esto debería haber sido suficiente para aquellos hombres y para nosotros pero, debido a nuestra propia inconsecuencia, nos lo tiene que repetir de forma continua por mensajeros que pueden ser ángeles, como en esta ocasión, o predicadores, maestros, etc.

  1 Ped. 1:3. Y bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo… Pedro inicia su epístola de forma similar a las de Pablo, aunque aquí parece indicar más énfasis en el aspecto histórico de los hechos. Quien según su grande misericordia es decir, sin merecerlo de forma absoluta, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. Aquí Pedro parece hablar por su experiencia personal, como sabiendo lo que dice. Todas sus esperanzas mesiánicas había sido destruidas de forma aparente con la muerte de Jesucristo y así, la vergüenza de su triple negación había acabado por abrumarle. Pero a la vista del Cristo, del Cristo resucitado, el perdón que el Maestro le otorgó de forma expresa, le hicieron renacer a la esperanza que bien podemos calificarla de viva, pues ahora siente que ya no podrá ser destruida del mismo modo que lo pueden ser las esperanzas más o menos carnales o quiméricas que antes alimentaba.

  Pedro ha cambiado mucho. Este nos ha hecho del v. 3 y este vosotros del v. 4, parecen indicarlo así. Nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, indica con claridad que gracias a la obra y méritos del Dios Padre, hemos nacido de nuevo para vivir en un plano de verdadera satisfacción y seguridad. Dios ya no nos tiene en cuenta nuestros pecados. Esta es la esperanza viva. La resurrección de el Señor Cristo, nuestra consecuente rehabilitación y la nueva forma de vivir, no sólo ha tenido el efecto de reanimar una esperanza en lo más profundo de nuestro ser, sino que ha regenerado, ha creado o ha hecho de nuevo todo nuestro ser espiritual y así hemos llegado a tener acceso a esta seguridad que es inmortal y vivificadora al mismo tiempo. Sí, este documento está ratificado, sellado y firmado por medio de la resurrección de Cristo de entre los muertos. Esta es nuestra garantía real, nuestro aval real. Así y sólo así venceremos a las huestes del mal y a la muerte. ¡Él resucitó y así resucitaremos!

  1 Ped. 1:4. Sigamos más: Para una herencia incorruptible; el objeto de la esperanza, la vida eterna, es aquí representado bajo la figura de una herencia. Está tomada del AT, donde se aplica al Canaán prometido a Abraham y a su posteridad, Gén. 13:15. Ante la imposibilidad de comprender toda la felicidad de los cielos, la Biblia hace descripciones de ella contraponiéndolas con la miserias de nuestra vida actual. Tal es el objeto de los tres adjetivos que definen, cortan, enmarcan y valoran la herencia que se nos propone a todos: (1) Es incorruptible, ver Rom. 1:23. Puesto que la eficaz y verdadera herencia es Dios mismo, la fuente de la vida eterna que se opone a la simple vida humana que espera la corrupción del sepulcro de forma ineludible y absoluta. (2) Incontaminable. En otra versión antigua leemos: Inmaculable (sin contaminación). Por oposición a las cosas de este mundo donde hasta los objetos más santos no están libres de contagio y destrucción. Así, esta herencia está libre del ataque de los gérmenes dañinos, contaminantes de la muerte ya que es eterna y, por lo tanto, es inmortal. (3) Inmarchitable. En una palabra, lo contrario que esas flores cuya gracia, frescura y perfume son tan efímeras como la vida misma. La existencia celeste es pues la vida eterna, la santidad perfecta y la juventud perpetua, 1 Cor. 15:42. Toda esta herencia, dice Pedro ahora, está reservada en los cielos para vosotros. ¡Esta es la esperanza que da vida y seguridad!

  1 Ped. 1:5. Que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, al igual que la herencia, nosotros, los creyentes, estamos siendo aptos para la posesión de ese premio. Para la salvación preparada para ser revelada en el tiempo final. He aquí el doble fundamento de la certidumbre para la esperanza viva. Sí, esta herencia es reservada en los cielos para nosotros, como hemos visto en el v. 4 y nosotros somos guardados ya por el poder de Dios para esa herencia que no nos sería asegurada, si cabe el contrasentido, si nosotros no fuésemos guardados en medio de las pruebas, como se verá en los vs. 6 y 7. El poder de Dios es la fuerza y la guardia que nos protege contra todas las potencias hostiles, Fil. 4:7. Pero como la confianza del hombre es siempre condición de su salvación, el apóstol, agrega: Mediante la fe. En la medida en que confía en ese poder, todo hombre es salvo por él, como veremos en el v. 9. Entretanto, ¿qué puede significar ese tiempo final? Pues la posesión completa de la vida eterna. Para cuando estos cuerpos corruptibles se transformen en santos e incorruptibles. Cuando los cuerpos de los muertos en Él, en Cristo se levanten y se unan de nuevo cuerpo y alma en un todo que nunca jamás se separarán. Y esto tendrá lugar de forma visible.

  1 Ped. 1:6. En esto os alegráis, sí, a causa de la firme seguridad de esta herencia, a pesar de que por ahora, si es necesario, en este pequeño periodo de tiempo que nos ha tocado vivir, estéis afligidos momentáneamente por diversas pruebas. Heridos, golpeados, sacudidos por los reveses y mil y un contratiempos de la vida. Esto quiere decir que a pesar de ser cristianos, quizá precisamente por serlo, aptos para recibir la herencia que hemos citada antes, en tanto estamos aquí, no somos troncos de árbol insensibles pues notamos bien los embates del tentador.

  Ahora bien, ¿estas cosas, son necesarias? Sí, ¿Por qué?

  1 Ped. 1:7 Ver: Para que la prueba de vuestra fe, más preciosa que el oro que perece, aunque sea probado con fuego, sabia razón, sabia advertencia. El oro, siendo de la tierra y con valor limitado sólo a este mundo, tiene que pasar por el fuego para ser apto y purificarse para servir a su buen propósito. Mucho más la fe, cuyo valor y afecto trasciende a esta vida y a este pobre mundo. Necesita pasar por el crisol de las pruebas para decir o demostrar si es falsa o genuina. Si la fe es buena, todas las pruebas de fuego, en vez de hacerle daño, la purifican y la valoran pues le quitan las impurezas propias de la vida y la capacitan para entrar dignamente en posesión de su bendita herencia. Si por el contrario es falsa, se derretirá al primer indicio de calor hasta no quedar ni un átomo de ella y hasta se confundirá con las cenizas. Así, nuestra fe necesita ser templada por el fuego para que sea hallada digna de alabanza, gloria y honra en la revelación de Jesucristo. Y será tan buena su ley que Dios la encontrará conforme cuando Cristo vuelva de nuevo a la tierra a buscar a los que son suyos. Así, todos los lectores de la carta que estaban siendo probados a causa de la persecución, y nosotros si esas pruebas nos ayudan a humillarnos, recogerán su honra cuando Él venga de nuevo, Col. 3:4.

  1 Ped. 1:8. A él le amáis, sin haberle visto, claro, físicamente se entiende. En él creéis; y aunque no lo veáis ahora, parece indicar claramente que un día lo veremos como lo vieron todos los apóstoles, creyendo en él os alegráis con gozo inefable y glorioso. El apóstol dice aquí que en esta vida, puede existir un gozo supremo e inenarrable producido por los dos sentimientos que unen muy bien el alma fiel a Cristo, el Señor. ¡El amor y la fe! Además, nos dice que estos dos afectos tienen el poder de aplicarse a una persona ahora invisible: Cristo. ¿Es esto fácil? No, creer misterios tan increíbles como los de la encarnación de la muerte, de la resurrección de un Dios hombre, amar a un desconocido que no predica más que la humillación, cruz y renunciamiento, en medio de todo, gustar de forma anticipada los goces del cielo y las delicias de la gloria, es lo que la filosofía humana no puede comprender. Todo esto, y más, es lo que hace la fe en el corazón de un hombre mortal.

  1 Ped. 1:9. Luego: Obteniendo así el fin de vuestra fe, llegando ya al logro santo y principal de la fe… ¿Cuál es? ¡La salvación de vuestras almas! Y esto, en la mentalidad de Pedro, es un marcado presente, actual… Ahora cabe la reflexión de que si este anticiparse es ya un gozo inenarrable, ¿que será cuándo la poseamos con toda su plenitud?

  1 Jn. 3:1. Mirad, nos llama la atención, cuán grande amor nos ha dado el Padre… Nos ha dado a su Hijo, más ¿para qué? Para que seamos llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos! Sí, sí, somos hijos del Señor no sólo de nombre, sino de hecho y derecho. Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Si no conocen a Dios, a nosotros, que por su gracia, somos iguales a Él, copartícipes de su misma naturaleza, tampoco nos pueden conocer. En Juan 17:25 hay otro pasaje paralelo que define bien al apóstol Juan. El hecho de que este mundo no nos conozca no debe preocuparnos más de lo necesario y sí ser un motivo de fiel alabanza puesto que nos demuestra que estamos andando por el camino de la suprema esperanza.

  1 Jn. 3:2. Amados, ahora somos hijos de Dios, la misma íntima felicidad de ser hijos del Señor no es un bienestar que nos ha sido prometido para un porvenir más o menos indeterminado o lejano, ¡lo somos ya, ahora mismo! Por la fe en Jesús y por la regeneración del corazón. Y todo esto a pesar de llevar puesto un caparazón medio roto e imperfecto, puesto que aún no se ha manifestado lo que seremos. Pero ya sabemos que cuando Él sea manifestado, seremos sus iguales, porque le veremos como es. Así que estamos destinados a ser transformados por entero en semejantes, casi iguales, a Cristo. Y gracias a que veremos su luz con pureza y esto nos contagiará de forma definitiva ¿Podríamos hallar otro texto que nos asegurara el hecho de ver al Padre Dios? En Mat. 5:8. Sólo que allí estamos condicionados a tener un limpio corazón. Además, ¿qué quiere decir ser semejantes a él? Sí, Dios es la vida, nosotros viviremos; Dios es amor, luego también nosotros amaremos; Dios es justo, pues nos llenaremos de justicia; Dios es eternamente dichoso, nosotros gozaremos de la misma dicha y tiempo.

  1 Jn. 3:3. Claro, todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él también es puro. Los que tenemos la gloriosa esperanza bien descrita en los vs. anteriores, no tenemos porque temer. La esperanza divina es el puro centro nervioso y vital de nuestra transformación, puesto que siendo hijos, todos confiamos en sus promesas y la que nos ocupa en concreto es muy clara.

 

  Conclusión:

  Hermanos: Empecemos desde ahora a formar con cariño los rasgos vitales de la semejanza que nos es prometida, si queremos seguir teniéndola arriba, en el cielo. Mientras tanto, avancemos minuto a minuto, día a día, hacia la consecución de la santidad pidiendo al E Santo las fuerzas que podamos necesitar, sabiendo que nunca nos defraudará.

  Amén.