LA RESURRECCIÓN VICTORIOSA

 

Juan 20:19-29

 

  Introducción:

  Estamos sin duda ante el evento más importante de la historia humana: ¡La resurrección de Cristo! No hay nada, ni aun el propio nacimiento de uno mismo que pueda ser igualado a la brusca rotura de las puertas de Edén que por norma permanecían cerradas al acceso del hombre. La sobrenatural apertura de la losa sepulcral dice mucho más que la enseñanza lógica de una prueba física de su vuelta a la vida, es con mucho, el símbolo de las cadenas rotas. Cristo ha vencido a la muerte y lo que es más, por su victoria, podemos vencerla nosotros también. Y si para las mujeres bastaron las evidencias de sudarios abandonados, lo fue mucho más las apariciones del Señor en olor de santidad y gloria.

  Juan nos da evidencias físicas tratando de demostrar que Jesús resucitó, y hasta nos dice lo que para él fue la experiencia de los lienzos vacíos, pues dice que al verlo creyó, Juan 20:8, pero si bien la última palabra se debe a la fe, en aquellos momentos eran necesarios los datos finales que podían transformar a los apóstoles en verdaderas máquinas de convertir almas. Por eso, les da los últimos toques con sus apariciones, los prepara y los lanza hacia los caminos de la inmortalidad: ¡Testigos suyos! Mas, ¿testigos de qué? De su resurrección, claro. La única condición capaz de generar la salvación a todo aquel que cree, al judío primeramente y también al griego. Así debemos considerar el hecho concreto de que gracias a esa resurrección nosotros hoy estamos aquí. Leer 1 Cor. 15:14.

  La tercera y última evidencia que dejo Jesús de su resurrección fueron, sin duda, las once apariciones que realizó delante de sus amigos apóstoles de forma que, en su totalidad, sin incluir a la de Pablo, fueron suficientes, ni sobrando ni faltando ninguna, para borrar en ellos la desilusión, tristeza y mil dudas que les habían dominado a causa de los últimos acontecimientos vividos. Como ya ha quedado dicho, engendró en todos ellos, por contra, un deseo vehemente del primer amor, una confianza, un gozo y un celo misionero capaces, aún hoy, de emocionarnos. Aquellos hombres sencillos, incautos, orgullosos y hasta cobardes se transformaron en unos seres capaces de dar incluso la vida por su Maestro. Fueron desterrados, rotos, torturados y muertos por su fe: ¡La resurrección de Cristo fue el revulsivo, el suficiente acicate para darnos aún esta cuarta evidencia! Y aún podríamos añadir que bien podría haber una quinta. ¡Ojalá que estas dos apariciones que vamos a estudiar tuviesen la virtud de hacer de nosotros otros tantos pescadores de almas, dispuestos, no sólo a renunciar a nuestras conquistas sociales actuales, sino a morir por el Maestro si fuese necesario.

 

  Desarrollo:

  Juan 20:19. Para Juan y los demás discípulos este día no sólo fue el primero de la semana, sino, con mucho, el primero de su vida. En este domingo hubieron cinco apariciones distintas del Cristo victorioso, a saber: (a) A María Magdalena, Juan 20:11-18; (b) a las otras mujeres, Mat. 28:8-10; (c) a dos discípulos en el camino a Emaús, Luc. 24:13-32; (d) a Simón Pedro, Luc. 24:34, y (e) a los discípulos reunidos en el aposento alto, Juan 20:19-23.

  Cuando llegó la noche de aquel mismo día, ¿qué tenía de importante el día? ¡Era el domingo de resurrección! Fijémonos que Juan emplea un vocabulario romano para contar el tiempo, puesto que los judíos empezaban a contar el día precisamente a la puesta del sol y en este caso, Juan hubiese dicho, empleando la costumbre judía: al día siguiente… estando cerradas las puertas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo a los judíos. Los discípulos habían vuelto al aposento que habían ocupado con su querido Maestro tres días antes con motivo de la cena pascual. Las puertas estaban bien cerradas y aseguradas por una razón: ¡Miedo cerval a los judíos! En estas circunstancias, sin que hubiese ningún resquicio para poder pasar, Jesús estuvo en medio de ellos, sin que notasen como había entrado ya que se nos asegura que las puertas estaban cerradas. Es evidente que el Evangelista ve en esta aparición de Cristo Jesús algo misterioso, situación que vuelve a mencionar ocho días más tarde.

  Todas las tentativas habidas para explicar la entrada de Jesús de un modo natural no son sino deformaciones del texto original. Calvino y otros intérpretes piensan que las puertas se abrieron ante una señal de su Majestad, pero si así hubiese sido, Juan lo hubiera dicho y explicado con toda sencillez. Y por otra parte, pensamos, esto también hubiese sido un gran milagro. Es pues más acorde con la realidad admitir que el cuerpo resucitado de Jesús estaba o se encontraba en vías de ser glorificado, en una palabra que se acercaba al estado de “cuerpo espiritual” definido en 1 Cor. 15:44 y que estaba desde entonces, liberado de las leyes del espacio y materia. Por otra parte, el término empleado por el médico Luc. 24:31: desapareció de delante de ellos, nos autoriza a dar o llegar a la misma conclusión. Además existe el hecho innegable por el cual muchos discípulos no le conocieron en otras apariciones hasta que Él les declaró quien era. Paz a vosotros: Este saludo, corriente entre los israelitas, tomaba una nueva dimensión en boca de Jesús: ¡No sólo deseaba la paz, sino que la dada!

  Juan 20:20 Les mostró tanto las manos como el costado, Jesús conociendo la debilidad de sus discípulos y la gran dificultad que tenían para creer en su resurrección real, accede a darles pruebas tangibles y visibles, pero más tarde va a decirles que no era precisamente aquello lo que daba fuerza a la fe, por ser ésta un acto libre de la conciencia y el corazón. Viendo al Señor, viendo sus señales, sabiendo que era Él, los discípulos se gozaron. Este gozo sucedió a las dudas que llenaban sus corazones desde hacía tres días. Era como el despertar de una tensión, como el llegar a un reconocimiento de que aquel abandono de tierras, familia y casa no había sido en vano y como el ver al sol levantarse en medio de las tinieblas de la tempestad. Entonces, sólo entonces, se cumplió la promesa de Jesús, Juan 16:22. El creyente que hoy vive en constante comunión con el Cristo victorioso tiene una segura base para ese gozo que es indispensable en el servicio diario que le debemos y, por consiguiente, una confianza firme y perfecta en el triunfo final del reino de Cristo.

  Juan 20:21. Paz a vosotros; Jesús repite el saludo, pero esta vez lo hace como preparando lo que va a seguir, ya que no podemos olvidar el orden con que se producen los hechos, el total de los acontecimientos: (a) Jesús establece su identidad; (b) la asegura con evidencias de su resurrección corporal; (c) calma el temor, y (d) señala la responsabilidad misionera que espera de ellos. Y como me envió el Padre, así yo os envío también. Jesucristo les encarga así, solemnemente, esa misión que debe continuar la suya en el mundo y a la que da un carácter divino, ya que les atribuye el mismo origen que motivó su propia misión: Como. El momento escogido para lanzarlos al mundo está cuidadosamente señalado: Los inviste de apóstoles después de su resurrección con todo el poder emotivo de la misma y para que le sean los testigos veraces de la misma. Así, ¿cuál de ellos podría llegar a olvidarlo? ¡Ninguno! Salieron a la mies, como auténticos líderes y ministros de reconciliación que eran, 2 Cor. 5:19, y bien dispuestos a correr sin desmayo anunciando el evangelio.

  Juan 20:22. Estamos ante un v. difícil. Nos encontramos aquí con un gran símbolo y una realidad. El símbolo lo constituye la acción del Maestro: Sopló sobre ellos. Una acción tanto más significativa cuando que, en he y en gr. el aliento o el viento, es designado por la misma palabra que el espíritu, Eze. 37:5; Juan 3:8; Hech. 2:2 e incluso Gén. 2:7. La realidad está claramente indicada por estas palabras: Recibid el Espíritu Santo. Esto no es sólo una renovación de la promesa que debía cumplirse en el Pentecostés, y por otra parte, el evangelista no pretende referir aquí la poderosa efusión del Espíritu Santo que tuvo lugar entonces, como piensan los que pretenden que Juan coloca esta ascensión en el mismo día de la resurrección basándose en el v. 17 y el verdadero descenso del ES apoyado muy bien en este v. 22 que estamos estudiando. El v. 20 prueba que Jesús aún no estaba glorificado del todo, no podía, pues, según nuestro propio evangelista, 7:39 y 16:7, enviar el E Santo a los suyos. Por otro lado el acto realizado por Él no es puramente simbólico, ya que agrega: Recibir el E Santo. Basta para comprender su sentido, considerar que estos discípulos, en el mismo momento que recibían el apostolado tenían la urgente sed o necesidad de recibir un socorro divino que confortara su fe y su esperanza y les sirviera de consuelo hasta el día en que tuvieran la plenitud del Espíritu.

  Debían, en efecto, vivir en la espera y en la oración, Hech. 1:4, 14, y debían tomar decisiones, Hech. 1:13-26. No podían, pues, en este importante intervalo, estar abandonados a sí mismos, a sus fuerzas y a sus temores e ignorancia. A esa necesidad provee Jesús al indicarles: ¡Recibid el Espíritu Santo!

  Por otro lado sabemos que este recibo temporal o pleno del E. Santo, es optativo, es decir, podemos recibirlo si queremos o también quedarnos sin él. En la ocasión que nos ocupa, Tomás, no estando presente, se abstiene. ¡Cuánto deberíamos aprender del apóstol! ¿Habéis pensado alguna vez que también nosotros podemos quedarnos sin la oportunidad de recibir el Espíritu al ser impartido? ¿Cuántos de nosotros acudimos a la reunión de oración de nuestra iglesia? La misión de reconciliación es del todo imposible e inadmisible sin el consenso del E Santo.

  Juan 20:23. Primero la autoridad, que acompaña a la presencia del Espíritu, se dio a los creyentes presentes y no sólo a los apóstoles y segundo, la autoridad conferida tiene dos aspectos principales: (a) La de anunciar todas las condiciones establecidas por Dios para el perdón de los pecados, y (b) pronunciar el perdón del Señor sobre los que reúnen las mínimas condiciones advirtiendo, a la vez, que no hay perdón para aquellos que se niegan a cumplirlas.

  Ahora es conveniente que nos fijemos en que el ve remitidos está en tiempo presente, para indicar con cierta claridad el efecto inmediato. En efecto, Dios ratifica su perdón en el momento mismo en que es solicitado. En cuanto al segundo ve: Retenidos está en perfecto para indicar el efecto persistente, un estado de endurecimiento o de incredulidad: ¡No perdonados!

  Así, ¿podemos o no perdonar los pecados? No. A todo aquel que crea, por su fe, podemos indicarles que Dios no les tiene en cuenta sus pecados, al que no crea, podemos afirmar que Dios se los echará en cara.

  Juan 20:24. A través de dos incidentes diferentes nuestro Juan había descrito ya a este discípulo de carácter sombrío inclinado a la duda y al desaliento: Juan 11:16; 14:5. Pero es sobre todo en este relato donde Tomás se presenta tal y cual es. Ante todo, lo vemos ausente del círculo íntimo de los discípulos cuando Jesús se les apareció por vez primera. Sin duda, no teniendo ninguna esperanza, habría buscado la soledad para entregarse a sus pensamientos.

  Juan 20:25. Fue sin duda, en una reunión subsiguiente cuando los condiscípulos dijeron a Tomás, con natural alegría: ¡Hemos visto al Señor! Primero es necesario que observemos en su respuesta la obstinación de la duda que se expresa en términos bien enérgicos y repetidos: ¡No creeré! Deberíamos estudiar con cuidado esta conclusión de Tomás por cuanto dice mucho más que lo que aparenta decir. En gr aparece una segunda intención en la respuesta que significa: ¡No creeré de ningún modo! Así, hablando así, este discípulo pensaba no obedecer más que a lo que le indicase su razón. Pero, no obstante, tenemos algo que agradecer a estas dudas y actitudes criticables de Tomás por cuanto motivó una de las razones por las cuales Jesús continuó apareciéndose y dando mucha más luz.

  Juan 20:26. Parece ser que durante estos ocho días no hubo nuevas apariciones de Jesús, aunque, sin duda, los discípulos se habían reunido a menudo como si estuvieran esperándole. Por fin viene. Es necesario observar este v en presente para hacer resaltar la solemnidad del acto y del momento. El Señor se presenta en medio de ellos en las mismas circunstancias y en el mismo sitio que la vez anterior, aunque había una marcada diferencia: ¡Esta vez estaba presente Tomás! Por otro lado, esto no debemos de olvidarlo, la sexta aparición llevada a cabo en domingo, sienta las primeras bases que establecerán para siempre el Día del Señor.

  Juan 20:27. Notemos que en cuanto Jesús pronuncia la dulce palabra de paz, se dirige directamente a Tomás, lo que nos da idea de que conocía a la perfección sus dudas y lo que es más importante, concede a todos sus queridos amigos las pruebas que necesiten, puesto que después, una vez comprobadas, serán capaces de morir por Él. Es curioso, si algún religioso fariseo hubiese pedido estas mismas pruebas para creer no se las hubiese concedido, pero a un discípulo hasta aquí probado, nada le rehúsa. Sin embargo, repitiendo intencionadamente sus mismas palabras, Jesús hace sentir, gustar, a Tomás su yerro y le cubre de confusión. Luego concluye con esta advertencia: No te hagas el incrédulo, sino creyente. No hay que traducir pues, no seas, sino no te hagas. Jesús le hace sentir la crítica situación en que se halla en la actualidad: En el vértice justo en que se separan los dos caminos: La de la incredulidad decidida y la de la fe perfecta.

  Juan 20:28. La evidencia de la resurrección marcó la diferencia entre el escepticismo y la fe cristiana para el pobre Tomás. Con su confesión, el apóstol llegó a la cima más alta del cristianismo. Fue el primero en llamarle con un nombre que quizá ninguno otro antes se había atrevido a hacerlo: ¡Mi Señor y mi Dios! Y Jesús lo aprueba a pesar de lo tortuoso del camino. Aquel discípulo que se había quedado atrás en cuanto a creer en su resurrección, con las evidencias aportadas, pasó al frente del resto de sus compañeros con la enormidad de su confesión.

  Juan 20:29. No hay reproche en las palabras de Jesús. ¿O es qué los demás habían creído en Él antes de verlo resucitado? No. Sin embargo, notamos una cierta censura en el resto del v puesto que Tomás se había encontrado en una situación apurada en la que hubiera podido llegar a creer con facilidad. Los otros compañeros le habían dicho: Ya hemos visto al Señor. Y él, que conocía a la perfección su buena fe había exigido una prueba o demostración material que pudieran digerir sus sentidos. Esto es a nuestro juicio, lo único condenable en la actitud de Tomás. ¡Negaba el valor del testimonio sobre el cual reposan la mayor parte de nuestros sanos conocimientos y convicciones!

  Por eso Jesús establece para su reino esta nueva base: Dichosos lo que no vieron y creyeron.

 

  Conclusión:

  La fe es, en efecto, un acto moral de la conciencia y el corazón, independiente de todos los sentidos. La Iglesia cristiana, desde hace diecinueve siglos, cree en Cristo y en su resurrección basándose en el mismo testimonio que Tomás rechazaba. Esto, repetimos, es quizá lo único que podemos reprochar a Tomás, pero nos guardamos mucho de juzgarlo cuando el propio Jesús no lo hizo y lo felicitó.

  ¡Qué Él nos haga también motivo de elogio cuando nos juzgue a nosotros y a nuestra labor!

  Así sea.