EN CRISTO SOMOS HERMANOS

 

Efe. 2:11-16; 1 Jn. 4:7-12

 

  Introducción:

  Iniciamos, con la hermosa lección del domingo anterior, unos estudios sobre la vida cristiana en su aspecto más práctico. Vimos cómo y de qué forma Cristo hace al nuevo hombre, por la gracia exclusiva de la luz eterna.

  Hoy vamos a ver como por el solo hecho de ser nuevos hijos de Dios, los hombres son hermanos mutuamente por la sencilla razón de que en Cristo lo somos. Este hecho siempre ha sido escándalo para los hombres. Yo, que en mi fuero interno creo tener un rey, ¿cómo voy a creerme, a considerarme hermano de un negro o de un gitano? Sin embargo, los problemas raciales no son fruto de nuestro tiempo. Ya de antiguo hubieron brotes muy turbulentos que fueron capaces de engendrar guerras y odios más o menos claros o taimados. Los judíos no fueron una excepción. Mientras duraba la celebración de las festividades de la Pascua judía, un día en Jerusalén, el gentío escuchaba atentamente a Jesús. Y como era corriente en esta fiesta, estaban presentes no sólo las personas de la capital, sino también de las provincias de Palestina e incluso, extranjeros. Así que habían discípulos y apóstoles, pero también escribas y fariseos y gentes de todas las clases, sexos y condiciones sociales. A toda esa muchedumbre heterogénea, dice Jesús: Pero vosotros, no seáis llamados Rabí; porque uno solo es Maestro, y todos vosotros sois hermanos. Así no llaméis a nadie vuestro Padre en la tierra, porque vuestro Padre que está en los cielos es uno solo, Mat. 23:8, 9.

  Bien es verdad que, en un sentido figurado, todos los hombres son hermanos sin distinción alguna, pues todos proceden del Padre por ser su Creador y todos tienen el mismo ascendiente humano en la hermosa persona de Adán. Pero es con este nuevo nacimiento cuando de forma especial somos hermanos en Cristo. Por la fe en Jesucristo hemos sido aceptados por el Señor como hijos amados, para formar una nueva familia con vínculos más reales, firmes e indestructibles que los físicos. Somos hermanos en el sentido más profundo y real todos y cada uno de los que le han aceptado, pero lo que nos maravilla más en realidad es que también lo seamos de Cristo.

  Veamos el proceso que hemos seguido, para hacer realidad una incongruencia, humanamente hablando:

 

  Desarrollo:

  Efe. 2:11. Por tanto, la partícula indica una conclusión sacada por el apóstol y no sólo por lo dicho en el v. 10, sino por todo lo que precede en este cap (ver vs. del 1 al 8). La obra de redención y de regeneración, realizada por la gracia de Dios Padre para todos los creyentes, judíos o paganos, ha traído, sobre todo en el estado de estos últimos, un cambio que los llenará de admiración a poco que reflexionen en él. Y a fin de despertar en ellos esos sentimientos, les recuerda el estado precedente, describiéndolo con rasgos enérgicos, apropiados para hacerles sentir de nuevo su profunda miseria. Acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en la carne… Esta es una alusión directa a nosotros, a los que hemos nacido fuera de la nación y raza judías, para que hagamos memoria de aquella época en que vivíamos solos y hasta perdidos, antes de nuestra reconciliación con Dios, gracias a la sangre de Jesucristo. Erais llamados incircuncisión; es decir, despreciados a/por causa de una falsa concepción de la santa obra de Dios en el hombre y separados también por un falso orgullo racial y religioso, a todas luces contrario a la voluntad de Dios. Por los de la llamada circuncisión que es hecha con mano en la carne. Otra lectura o traducción de este texto nos dice que los judíos llamaban a los gentiles: “El prepucio por la llamada circuncisión en la carne hecha con una mano humana.” El apóstol, queriendo recordar a sus lectores su estado de antes, anterior de perdidos y paganos, lo hace sirviéndose de términos despreciativos usados entre los judíos, pero dichos de modo que indica clara, sutil y delicada que los desaprueba. Aquellos signos físicos que hacían suyos hasta la muerte todo el pueblo judío, lo transforma en un pueblo caduco y aquel ceremonial tan falso como formalista los había esclavizado de tal modo que incluso les impidió ver y reconocer hasta el verdadero Mesías. Pablo indica que esta práctica se ha cambiado o convertido en algo netamente humano, por, para y en el hombre. Sin embargo, debemos notar que el Apóstol tampoco aprueba a los gentiles y lo que encuentra de lamentable en ese estado es, no la ausencia de la circuncisión, superficial y vacía, sino la ausencia de la gracia preciosa de que los gentiles estaban privados por aquel lejano entonces y que se nos describen magistralmente en el v siguiente:

  Efe. 2:12. Y acordaos de que en aquel tiempo estabais sin Cristo, y sin su poder transformador, sin su perdón y salvación, incluso sin posibilidad alguna de acercarse al Señor. ¿Por qué? Porque estábamos bien apartados de la ciudadanía de Israel, separados del pueblo elegido por barreras infranqueables, en el buen entendido de que aquí la voz o palabra “Israel” significa el medio donde la soberanía de Dios tomó forma y lo que es más importante, encontró su expresión terrera. En otras palabras, el todo Israel fue la esfera en la cual Dios se hizo conocido de los hombres y entró en relación con éstos. Y, naturalmente, estando fuera del círculo del pueblo elegido por Él, mal podíamos tener acceso al Cristo vivificador. Ajenos a los pactos de la promesa… Es curioso hacer notar la forma gramatical en que está escrita la voz o palabra “pactos”, puesto que está en plural y “promesa” que está en singular. ¿Qué quiere decir esto? Pues que fueron varias las ramificaciones del pacto primitivo aunque eso sí, todas ellas enfocando la misma promesa: ¡Hacia el Mesías! Debido a la inconsecuencia de los patriarcas, Dios Padre se vio obligado a repetírsela a Isaac, a Jacob y, por último, a todo el pueblo reunido en Sinaí. Pero los gentiles no tuvieron ninguna relación ni participación en estos actos de Dios con Israel. Por lo tanto, estaban sin esperanza y sin Dios en el mundo, abandonados a su paganismo e idolatría que, por cierto, no les daba ninguna seguridad ni en esta vida ni en la venidera. El gentil estaba abandonado a su vida de pecado y a sus consecuencias. Estos eran los privilegios espirituales a los cuales eran extraños todos los paganos y sobre los cuales se basaba la salvación de los judíos: Cristo, el Mesías. La pobre filosofía pagana no pudo dar ni encontrar esperanza alguna a la desesperación de los humanos fuera del pueblo de Israel. Éste era la institución externa que contenía a los verdaderos creyentes. ¡Sí, los únicos creyentes! Extraños a esa comunión, los paganos, no tenían esperanza, precisamente porque no tenían la promesa. Y por todas y cada una de esas causas eran o estaban sin Dios (en gr.: “ateos”). Y sin Dios en el mundo de tinieblas espirituales. Ahora bien, metidos en esta sana discusión, Dios, según la confesión de los antiguos no puede ser conocido si no se revela, 1 Cor. 8:3. Así que el total conocimiento que los paganos tenían de Dios, del Dios único y verdadero, era bien pobre, tanto es así, que hasta uno de sus hombres más relevantes, Sócrates, dijo: –Todo lo que sé es que no sé nada. Si nos apuráis, diremos que la expresión del apóstol es aplicable también a todos aquellos que, aun en el seno de la cristiandad, no están iluminados aún en su vida interna por la revelación de la gracia de Dios Padre que es en Cristo. Y de nuevo nos encontramos con el para algunos fantasma de la predestinación: ¡Dios sólo se revela a quien elige de antemano!

  ¡Gracias le sean dadas porque nos tuvo en cuenta y nos dio cabida en su Plan eterno!

  Efe. 2:13. Pero ahora… volviendo la oración por pasiva, en Cristo Jesús, a través de Él y su obra regeneradora y por celos o claro despecho del pueblo judío, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, como ya hemos visto, lejos y extraños a toda promesa y lejos de la revelación de Dios a su pueblo, habéis sido acercados por la sangre de Cristo. Claro, su sangre es el medio vital en donde germina la nueva vida. Él, con su muerte, ha roto para siempre las barreras de separación entre los dos pueblos, el judío y el gentil… ¡Ya no hay pueblos escogidos, sólo hay hombres escogidos! De ahí que partiendo de una fe genuina del hombre en Cristo, se inicia un amor filial entre todos los humanos que los une e iguala con el mismo rasero: ¡La fiel sangre de Cristo!

  Efe. 2:14. Porque él es nuestra paz, Cristo es nuestra paz, declara el apóstol, no sólo Cristo Jesús hizo la paz, v. 15, la ha establecido entre nosotros y Dios por su sangre, v. 13, y por su cruz, v. 16. Así que debemos estudiar unidos estos tres vs. para entender los detalles y el conjunto del plan de la reconciliación. Pero, ¿qué ha hecho para establecer esta paz entre los hombres? Quien de ambos pueblos nos hizo uno. Él derribó en su carne la barrera de división, es decir, la hostilidad. Así que, gracias a Jesús, los gentiles y los judíos somos una misma cosa: ¡Seres perdidos sin Cristo o seres salvos con Cristo!

  Efe. 2:15. Seguimos más: Abolió la ley de los mandamientos formulados en ordenanzas… Este era el muro, la separación: Los judíos despreciaban a los paganos con orgullo, éstos a aquéllos a causa de su fe, de su circuncisión y de sus ceremonias. Este era el muro principal y la auténtica causa de la enemistad. Enemistad que estaba claramente dicha o identificada en la ley de los mandamientos formulados en ordenanzas. Así que Jesús también ha dado al traste, ha liquidado el imperio de la ley mosaica completa. Y no sólo a la ley ceremonial, sino toda la economía legal, incluyendo desde luego, su capacidad salvadora, Rom. 7:1-6. Y no olvidemos que la ley de los judíos o judaica era una simple esclavitud para ellos, prohibiéndoles todo contacto sanguíneo con los gentiles. Así, para crear en sí mismo de los dos hombres un solo hombre nuevo, haciendo así la paz. El objeto principal de la muerte de Cristo fue la reconciliación del hombre con Dios. Y ésta logra hacer de los hombres una unidad, por tener el mismo común denominador, gracias a la propia regeneración de todas sus células sensitivas y hasta espirituales, pues no se trata tan solo de un acercamiento físico, sino de una unidad profunda en la base a la paz interior que obra en sus vidas.

  Efe. 2:16. También reconcilió con el Padre Dios a ambos en uno solo cuerpo, por medio de la cruz, dando muerte en ella a la enemistad. Notemos aquí que el apóstol dice que Cristo destruyó en su carne, en su sola persona, por su muerte, toda condenación de la ley, todo lo que había de servil y de exclusivo en los preceptos y ordenanzas, sustituyéndolo por la libertad del evangelio, accesible a todos, que une y hermana a todos los que abarcan la misma fe y el mismo amor. Por eso, creó en sí mismo de los dos hombres un solo hombre nuevo, y fijémonos bien, este hombre nuevo, este hombre regenerado, forma con Cristo un solocuerpo. Pablo nos demuestra aquí que Jesús, supremo hombre, es capaz de unir en sí mismo a las dos clases de seres separados y darles energía capaz de crear una amistad filial. Así se realiza la paz, así ambos, esas dos partes enemigas nombradas por tercera vez consecutiva por el apóstol, son reconciliados con Dios y toda enemistad, ora del hombre para con Dios, ora del hombre para con el hombre, es muerta, inútil, anulada. Además, al no haber enemistad, el hombre ya puede mirar a su prójimo con los ojos de la igualdad y ambos en uno, elevarlos al cielo, motivo y sostén de toda esperanza de herencia del Padre común.

  Leer 1 Jn. 4:7. Amados, amémonos unos a otros… Nos está hablando otro especialista del amor: ¡Juan! Con estas palabras, el apóstol vuelve al tema de su predilección: ¡El amor fraternal, en el cual ve la esencia de la vida cristiana! Este amor, digámoslo ya, es la suma de la justicia cristiana y la prueba de que hemos nacido de nuevo. Juan no usa el imperativo, sino el subjuntivo, con el fin de hacer más fiel, dulce y eficaz su llamamiento. Pero ahora bien, ¿por qué o para qué la necesidad de ese amor? ¡Porque el amor es de Dios! Este amor tiene su base y fuente en Dios, pues sólo Él es amor en su esencia y en su naturaleza. Hay más: Y todo aquel que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Otra versión dice: Todo aquel que ama ha sido engendrado por Dios. Así que el amor que preconiza el apóstol sólo puede venir de Dios y todos aquellos que lo sienten dentro demuestran que efectivamente han nacido de nuevo en el Señor Jesús. El hombre creyente ama sólo por el hecho mismo de su filiación con el Padre. Y conoce a Dios. Sí, este tipo de amor no sólo es una prueba del nuevo nacimiento, sino que es la fuente del saber y conocimiento del Dios Padre. Así, Juan, nos demuestra la íntima relación que tienen entre sí las palabras conocer y amar. Lo cual queda demostrado en el v siguiente:

  1 Jn. 4:8. Y es que el que no ama no ha conocido a Dios, nunca ha conocido a Dios, ¿por qué? Porque, con toda sencillez, Dios es amor. Sí, el amor es su naturaleza. Así que el cristiano debe amar, no porque esto sea un mandamiento, que sí lo es, sino porque es lo mínimo que puede hacer al ganar la nueva y fiel naturaleza. El cristiano ama de forma inevitable, reflejando el amor de Dios sin poderlo evitar.

  1 Jn. 4:9. En esto se mostró el amor de Dios para con todos nosotros: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que vivamos por él… Sin comentarios. Quizás podamos añadir que el amor oculto no es amor. El amor brota como el agua de una fuente. El amor debe salir al exterior. Por eso se enseña el amor de Dios.

  1 Jn. 4:10. En esto consiste el amor, o la demostración del amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, a pesar de que era el único Ser digno de ser amado, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en expiación por todos nuestros pecados. Estos pecados eran los que hacían a los hombres unos seres opuestos a Dios, que es Luz. De modo que no sólo el amor del Padre es completamente gratuito, inmerecido, sino que para hacernos capaces de comprenderlo y de responder a él, ha sido necesario el profundo misterio de la propiciación nueva, fiel e insondable manifestación de Dios.

  1 Jn. 4:11. Amados, ya que el Señor nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Este amor de los hijos de Dios unos a otros, debe ser de la misma naturaleza que el amor de Dios Padre para con ellos, porque es producido de forma única por el fiel conocimiento del amor original. Como hermanos de Cristo e hijos de Dios, debe florecer el amor divino en todas y cada una de nuestras relaciones humanas.

  1 Jn. 4:12. ¡Nadie ha visto a Dios jamás! Ni le veremos nunca con los ojos físicos, en tanto tengamos en presente cuerpo sin glorificar. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros… En otras justas palabras, amamos porque su presencia es real en todos nosotros. Además, su amor se ha perfeccionado en nosotros. ¡Atención! El Dios invisible, inaccesible, se ha manifestado a nosotros por su Hijo unigénito, Juan 1:18. Y se ha manifestado en nosotros por la comunión del amor fraternal que es una prueba sensible de su presencia, de su comunión íntima con las almas. Su amor es, pues, entonces perfecto, cumplido, consumado, Heb. 5:9, en nosotros. Porque ninguno puede amar verdaderamente a sus iguales, sino aquel en quien Dios ha derramado su amor. Ahora bien, donde Él haya realizado ya esta obra de gracia por la fiel regeneración de un corazón que se ha abierto para recibir el amor del Padre Dios, éste la proseguirá hasta conseguir su total y absoluta perfección. De manera que esta perfección del amor fraternal se consigue en nosotros, pero quien la consigue es Dios.

 

  Conclusión:

  Ahora bien, ¿por qué el amor de Dios encuentra su perfección en nosotros los humanos? Pues es sencillo. Si Dios es amor, su espíritu no puede dejar de producir más que el amor, pero es en el hombre salvo en dónde puede practicar la perfección del mismo. En la práctica de ese amor en el hombre, se refleja la presencia del Padre Dios; así que, sólo por medio del hombre salvo, puede llegar a ser comprendido el amor de Dios.

  ¡Amén!