¿DE QUIÉN SOMOS TESTIGOS?

Heb. 12:1; Jos. 24:22

 

  Introducción:

  Hemos escrito y hablado acerca de la responsabilidad que tenemos delante del mundo actual de testificar; pero, ¿nos hemos preguntado alguna vez lo que hay que testificar? O más bien, ¿de quién y de qué somos testigos?

  Lo fácil sería responder que somos testigos de Cristo y del cambio de naturaleza que todos hemos experimentado gracias a su salvación, pero si hilásemos más fino, aún podríamos sacar varias perlas que añadir a nuestra particular colección espiritual.

 

  1er. Punto: La Salvación, Heb. 12:1.

  En primer lugar veamos el cómo y el por qué llegamos a la conclusión de que somos testigos vivientes, antorchas vivas, del más grande evento de todos los siglos: Nuestra propia Salvación.

  Por tanto, a la vista de todo lo dicho en los caps anteriores, ni más ni menos que el monumento a la fe del cap. 11; nosotros, ¿quiénes? Los creyentes. Pablo o el autor del libro, aquí es bien explícito. Usa la figura de la carrera atlética, tan popular en el mundo antiguo y en el moderno, para ilustrar con esa 1ª persona del plural, tiempo del v escrito, que él en primer lugar y nosotros inmediatamente detrás suyo, estamos empeñados en una lucha sorda y cruenta, en una carrera que, o nos lacerará los pies o nos romperá el corazón. Porque debemos saber que si la indiferencia ajena, si la burla de la gente que nos rodea no nos hace daño, es que estamos yendo en la dirección opuesta a la meta. También, como los patriarcas, reyes y profetas de la antigüedad descritos en el cap. 11. Así, usando la misma zapatilla, gustando el mismo oxígeno viciado, sudando la misma fe, con el mismo punto de mira y con la misma… alegría, a pesar de que en vez en cuando tengamos que levantar el brazo para sacrificar a nuestro hijo único a una señal del Señor. Teniendo en derredor nuestro una tan grande nube de testigos, ¿? Parece ser que, al menos, no estamos solos en la empresa. Esta gran nube de testigos parece indicarlo. Sí, los grandes hombres que han quedado grabados en la historia gracias a su fidelidad, están presentes dándonos su apoyo total. Porque una buena traducción de la palabra “testigo” usada aquí pudiera ser: Uno que puede afirmar lo que ha visto y oído. Así que corremos sabiendo que somos observados y lo que es más importante, su clamor se esparce, se filtra en el ambiente dando alas a nuestros pobres pies. Porque, justo es decirlo, están aún testificando en lo tocante a su fe gracias a la Palabra Escrita y nos inspiran diaria y constantemente con lo que han hecho por Dios. Así, a la vista de que tenemos una nube de testigos que nos dan voces de ánimo en todo momento con su fe, corramos con paciencia, perseverancia, o como diría el Diccionario: Sosiego en la espera de las cosas. No debe importar tanto lo que vayamos avanzando como el hecho de hacerlo, correr en la dirección adecuada. Pero, además, con sosiego interior esperando sólo la corona triunfal y encima, sonriendo a pesar de las burlas de aquellos que nos rozan al pasar junto a nosotros corriendo en la dirección opuesta. Por fin y además, hablando al correr. Claro, indicando con el gesto la dirección a seguir, sin dejar traslucir en el rostro el sufrimiento moral que engendra el luchar contra esa corriente; consolándonos por el hecho de ver los que corren a nuestro alrededor hacia la misma meta, corriendo con garbo la carrera que nos ha sido propuesta, o lo que es mejor, la carrera que aún queda delante de nosotros. Eso sí, quitándonos el peso del pecado que nos rodea. Quitándonos la túnica que nos pesa, agobia, única condición impuesta para participar.

  Ahora bien, ¿de dónde viene la necesidad de participar?

 

  2do. Punto: La encrucijada, Jos. 24:22.

  Justo al terminar su ministerio, Josué presenta al pueblo una encrucijada que sólo conduce a dos caminos: O de espaldas a Dios hacia la muerte o frente a Dios hacia la vida. No les deja ningún resquicio para la evasión, la indiferencia o el pasotismo. A Jehovah serviremos, dice todo pueblo a una sola voz. Y Josué responde: Vosotros sois testigos contra vosotros mismos de lo que habéis hecho, habéis elegido a Dios para servirle. Así que ellos responden: ¡Testigos somos! Una sabia y justa respuesta. Habían elegido la única forma de vivir para siempre.

  Nosotros los salvos, también hemos elegido vivir así, de manera que somos testigos contra nosotros mismos. Ahora bien, si ya hemos llegado a la conclusión de que el hecho de ser testigos implica afirmar lo que hemos visto y oído acerca de lo que Jesús ha hecho con nuestras cortas vidas, si hemos aceptado que este testificar sólo se puede demostrar andando, fácilmente podremos añadir que sólo podremos ser fieles y consecuentes con nosotros mismos cuando aceptemos de facto la real responsabilidad que tenemos delante del mundo y nos lancemos a la pista de la vida a enseñar nuestras artes y actitudes de servicio bajo la fiel y comprensiva mirada de unos espectadores que nos precedieron y el justo y sano juicio del Hacedor y Mantenedor de los Juegos.

  Una cosa más. La pista de cemento, tierra, ceniza o tartán sobre la que corremos es, a todas luces, apta para la buena carrera. Unos testifican en forma de misiones muy lejos de sus hogares, lejos de la seguridad de sus posesiones, sin mirar atrás. Otros lo hacen en situaciones en que las burlas, el desprecio e incluso la violencia física les roza tratando de ahogarles. Otros más, lo hacen en lugares rocosos donde, a la simple vista humana, jamás se puede tener éxito alguno. Y todavía existen otros más que se desenvuelven entre las muchedumbres de las urbes tratando de brillar con cierta desesperación como sencillas luciérnagas en la terrible noche de los tiempos… pero unos y otros corren con cierta paciencia… hacia ese premio que, no por repetido, se hace menos verídico.

 

  Conclusión:

  ¡He aquí nuestro reto! He aquí la encrucijada… ¿Y qué vamos a hacer? No esperemos que el Señor intervenga de forma personal otra vez. ¡Ya es nuestra hora! Somos testigos contra nosotros mismos por el hecho de haber aceptado la salvación que nos fue ofrecida de balde. Sí, sí, mueve la cabeza. A tu derecha, a tu izquierda, detrás y delante tuyo está la mies. No permitas que alguien, a quien conocemos bien, nos señale con el dedo en la gran reunión final, diciendo: ¡A ese le conozco, Señor, y jamás me indicó la verdadera dirección!

  Estamos en deuda con el Autor del Nuevo Pacto. Nos sacó de la profunda depresión del pecado, nos reconcilió para sí y nos dio la enorme tarea de testificar ante todo el mundo limitándose, en su glorioso poder, a no acercarse a otros hombres si no es a través de nosotros mismos. Por consiguiente, debemos quitarnos la túnica, hermanos, y correr bien la única carrera que se nos propone incluso a riesgo de caer exhaustos en el intento.

  ¡Amén!