CELEBRANDO LA PROMESA

 

Luc. 1:39-55

 

  Introducción:

  Estamos en el llamado tercer domingo de adviento. Pero sin embargo muy pocos saben lo que esto significa si exceptuamos a nuestro pequeño círculo. Lo cierto es que la gente celebra cosas sin saber lo que celebra. Se acerca Navidad, tiempo de comidas y bebidas, regalos y parabienes, de gastos y dispendios, pero pocos saben el verdadero alcance de celebrarla todo el año. Se cuenta que un aficionado deportivo  contaba a otro que cada semana bebía a la salud de su equipo. El otro preguntó: –¿Acaso tu equipo gana todas las semanas? –Bueno –respondió nuestro hombre-, cuando mi equipo gana, bebo para celebrar la victoria, pero si pierde, bebo para ahogar la pena de la derrota. No hay duda que este hombre está celebrando algo sin saber lo que celebra. Muchas veces caemos en la misma clase de tentación de no saber qué estamos celebrando. Vamos a ver como el cumplir la voluntad del Señor le trajo a María una corona, pero igual una cruz y sufrimiento: Cruz, José dudó de ella, Mat. 1:19; corona, su marido José la acepta aconsejado por Dios, Mat. 1:20; cruz, dio a luz en un establo, Luc. 2:7; corona, visita de los Magos, Mat. 2:11; cruz, huida a Egipto, Mat. 2:14; corona, reconocimiento del Niño por Simeón, Luc. 2:30, 32; cruz, dolor de padres por su hijo, Luc 2:48; corona, lealtad a su Padre celestial, Luc 2:49; cruz, contestación del hijo indicando que su anormal conducta era gobernada por otra autoridad, Juan 2:3, 4, y que la relación familiar humana no tenía ninguna prioridad, Mat. 12:48; corona, preocupación por ella desde la cruz, Juan 19:26, 27; cruz, dolor ante la crucifixión de su hijo, Luc 23:33, y corona, Jesús es su Señor, Hech. 1:14.

  Estas y otras parecidas son las dos caras de la moneda que el cristiano se encuentra cada día, cada hora y cada minuto cuando trata de cumplir la voluntad del Señor.

  En cuanto a la Biblia, sabemos que es un registro de promesas. Unas de han cumplido ya, otras están por cumplirse. Entre las primeras se encuentra el advenimiento del Libertador y Salvador que Dios había prometido en el AT, a lo largo y ancho de cada uno de sus caps. Paralela a esta profecía, existe aquella otra que nos habla del nacimiento y predicación del precursor, Juan el Bautista, de quien hablamos el domingo anterior. Hoy, y a través del Evangelio de Lucas, vamos a hacerlo de dos maternidades distintas y similares a la vez que son otras tantas formas de decir que vamos a estudiar el cumplimiento de las dos promesas que antes aludíamos. Son dos promesas en sí, de especiales miras y circunstancias, puesto que Elisabet, esposa de un sacerdote, es estéril y anciana y María, una virgen que, aunque desposada no estaba aún unida maritalmente a su esposo ni a hombre alguno. Sin embargo, ambas promesas se conjugan, complementan y a la vez se corresponden puesto que tienen que ver con el consabido cumplimiento de la profecía principal del AT: La llegada del Mesías por medio y a través de la concepción milagrosa de María por la acción directa del Espíritu Santo. Veremos que la misma Elisabet es la primera en celebrar acontecimiento tan glorioso y tanto ella, como la propia María, elevan cantos de alabanza al Señor por ello, demostrando las dos que “sabían lo que estaban celebrando.”

 

  Desarrollo:

  Luc. 1:39. En esos días, es decir, casi inmediatamente después del acontecimiento que acaba de ser relatado, 26:38, y que no es otro que la anunciación. María dominada por la impresión de la revelación decide ir a visitar a su pariente Elisabet, que ya estaba en cinta de su esposo Zacarías conforme a la promesa de Dios, 1:13, 32. Se levantó María y fue de prisa a una ciudad en la región montañoso de Judá. Con la idea de no pensarlo dos veces, se dirigió lo más rápidamente que pudo a la parte alta de Judea. La ciudad no se nos dice porque Lucas, tan amigo de puntualizar las zonas geográficas, tampoco lo sabía.

  Luc. 1:40. Entró en casa de Zacarías y saludo a Elisabet. Es decir, fue a ver a la que había sido el objeto de su viaje. Lo más importante aquí no es el saludo en sí, tanto como el contenido. Las vemos unidas en un abrazo que las contagia la más alta cota de gozo y emoción y las une como nunca antes lo habían estado.

  Luc. 3:41. Aconteció que, cuando Elisabet oyó la salutación de María, la criatura saltó en su vientre. Esto se explica en parte por la sorpresa de la llegada. María, debido a la premura de su viaje no tuvo tiempo de comunicar su visita como mandaba y correspondía la ética de entonces. Por eso, surgió una emoción inesperada en el corazón de Elisabet, lo cual repercutió, y con la misma fuerza, en el estado del niño que llevaba en su vientre. Es un hecho natural. Pero hay más: Elisabet fue llena del Espíritu Santo. ¡Cuidado! Esta llegada del E Santo no se produjo como resultado de la salutación de María, sino en el sentido único de que fue dotada ocasionalmente de un poder especial de Dios que la capacitó para reconocer y confirmar a María como la madre del Mesías, e incluso, si me apuráis, para reconocer de manera profética el ministerio del Salvador.

  Luc. 3:42. Y exclamó a gran voz y dijo: Sin duda, dominada por el influjo sobrenatural y hasta profético gritó entusiasmada: ¡Bendita tú entre las mujeres! ¡Feliz y dichosa tú que has sido favorecida por Dios entre todas las doncellas para desempeñar el sublime papel del plan mesiánico de Dios! Elisabet saluda a María con santo entusiasmo como bendita entre las mujeres, más maravillosamente bendecida, en efecto, que ninguna otra mujer, pues ya llevaba en su seno el que sería el Salvador del mundo, extremo que Elisabet reconoce al añadir: ¡Y bendito el fruto de tu vientre!

  Luc. 1:43. ¿De dónde se me concede esto, que la madre de mi Señor venga a mí? Expresión de profunda humildad. Llama a María, la madre de mi Señor, es decir, del Salvador. No debemos olvidar que esta piadosa israelita habla a la luz del E Santo que la ha llenado, que el nacimiento del Salvador ha sido anunciado a las dos mujeres por un mensaje divino, vs. 17, 31, que una y otra habían sido preparadas a esas elevadas revelaciones por su conocimiento de las Escrituras, lo mismo que por su espera en la consolación de Israel y que, por último, ese mismo espíritu profético dio a un Zacarías, vs. 68 y ss., y a un Simeón, 2:27 y ss., un conocimiento más luminoso si cabe del cercano reino de Dios y su Salvador. Elisabet sabe, pues, por revelación del Espíritu, que el niño que María acaba de concebir es el Hijo de Dios, su Señor y Aquel a quien su propio hijo Juan, que también ha de nacer, servirá. Notemos aquí que Elisabet expresa un profundo respeto a María en su calidad de madre del Señor, sin embargo no la llama “mi señora” ni tampoco “madre de Dios.”

  Luc. 1:44. Este porque se refiere a toda el saludo que Elisabet ha dirigido a María y por el que la ha titulado madre del Mesías. Para esta piadosa mujer, el salto del niño en su vientre ha sido la confirmación y la ratificación de Dios al gran milagro de la santa encarnación.

  Luc. 1:45. Las palabras de Elisabet toman el tono y la elevación de un himno, canta la dicha de María que creyó lo que había sido anunciado, v. 38, del parte del Señor. Ella sabe que todas esas grandes promesas tendrán su cumplimiento. Esta es la fe común que une a las dos mujeres. Ahora bien, existe una curiosa traducción de este v que quizá se ajuste más al contexto, dice así: Dichosa eres, porque todo se ha cumplido ya. No, Elisabet no va a dudar como hizo su esposo, 1:20, por el contrario, se puso incondicionalmente en las manos de Dios, 1:38.

  Luc. 1:46. Y María dijo: María va a cantar las grandes cosas, v. 49, que el Señor le ha hecho y, como Elisabet, v. 41, aun cuando el relato no lo dice, habla bajo la influencia del E. Santo. Su cántico, que se divide en cuatro estrofas, está enteramente fijado e influenciado por la poesía del AT y en particular de la que se respira del cántico de Ana, madre de Samuel, 1 Sam. 2:1-10. Este canto, conocido con el nombre de Magnificat, basada en la fiel traducción latina de la primera palabra del mismo engrandece, es un canto saturado de gozosa humildad donde alaba a Dios por todas sus bondades e incluye una vista panorámica del ministerio del Mesías. Así María misma no da razón alguna para la mala adoración de su persona. Engrandece mi alma al Señor, dice, es decir, alaba, exalta, magnifica mi ser o mi vida al Dios Soberano.

  Luc. 1:47. He aquí dos expresiones similares: alma y espíritu, separadas tan solo por un ligero matiz que ya hemos definido en otras muchas ocasiones. Ese corazón, ese ser íntimo, ese centro neurálgico del hombre, cuando más cerca se encuentra de Dios se siente empequeñecido, mientras que los atributos del Señor se engrandecen más y más. María alaba a Dios porque ahora ha entendido muy bien que el fruto de su vientre es el mismo Dios encarnado. Por eso, penetrado con la mirada de su fe más allá del momento presente, le llama confiada y cariñosamente “mi Salvador.” Con lo que desbarata la infundada teoría de que María nunca cometió pecado, y por lo tanto no puede ser única intercesora entre Dios y los hombres y es digna de adoración.

  Luc. 1:48. Porque has mirado la bajeza de tu sierva. Lo más importante de esta frase es que demuestra, indica o expresa la razón de la necesidad del Salvador por parte de María. Y hasta el motivo de su gran alegría. El Señor se ha fijado en ella, la ha tenido en cuenta a pesar de su pequeñez, indignidad o pobreza, puesto que era pobre a pesar de descender de reyes. Con lo cual, Dios tiene en cuenta siempre a cada vida humana, es más, tiene especial cuidado por todos y cada uno de los suyos y les incluye en su providencia amorosa, Sal. 32:8. El vocablo “bajeza” indica indudablemente la condición humana, aunque también señala a la indignidad moral y espiritual, bajeza que se reconoce indigna como para ser merecedora de tan gran distinción. He aquí, pues, desde ahora me tendrán por bienaventurada las generaciones. Sencillo. Por causa de que Dios le ha exaltado de su estado de humildad e indignidad reconocidas, llega a la conclusión, la que su prima Elisabet ya ha insinuado, de que será reconocida como “bienaventurada.” Pero, y fijémonos bien, la llamarán bendita, dichosa, incluso con santa admiración y respeto, pero nunca con adoración. En su frase no está implícita la idea o el deseo de una adoración más o menos encubierta, al revés, es la primera en reconocer la causa de su buenaventura:

  Luc. 1:49. Pues el Poderoso ha hecho grandes cosas conmigo. Su nombre es santo. María celebra mucho el poder, la santidad y la misericordia de Dios Padre, tres perfecciones que se han manifestado, precisamente en las grandes cosas que le han sido hechas en su persona. La omnipotencia se ha desplegado en la encarnación, que tiene la santidad por carácter principal y ha hecho irradiar la misericordia del Creador. Claro, su mayor bien ha sido su maternidad virginal y cuanto se deriva de esta acción, por eso pone especial énfasis en señalar la pureza absoluta del Señor: ¡Su nombre es Santo!

  Luc. 1:50. Y su misericordia es de generación en generación, para los que le temen. Sal. 103:17. Resultado: La bondad y la gracia de Dios son ilimitadas, pero en cuanto a su aplicación, es sólo para los que le temen, es decir, para los que le obedecen ya ganados por el reverente respeto hacia su trina persona. El temor a Dios implica, además, adoración, servicio y santidad. Además, estas palabras: Para los que le temen, hacen de un buen puente a la estrofa siguiente, en la que María canta la transformación causada por el bendito advenimiento de Cristo.

  Luc. 1:51-53. Estos vs. son los que más se asemejan al citado canto de Ana, 2 Sam. 2:4-10, y puede considerárseles como la historia profética cumplida ahora en María y por cumplirse, desde luego, en el reinado mesiánico del Redentor, su hijo en el mundo. Aquí hay una separación entre dos clases de hombres. Los soberbios, poderosos y ricos pertenecían a la clase dirigente judía, a los de la clase alta, representados por fariseos, saduceos y el sumo sacerdote de la época gracias a su orgullo, arrogancia y tiranía. Por el contrario, los humildes y los hambrientos eran la gente común del pueblo llano. También hay otra interpretación a esta profecía: la que indica a los primeros como a los paganos y a los segundos como a los israelitas en general. Lo que de verdad importa, y María lo sabe perfectamente, es que la misericordia de Dios se esparce sólo sobre aquellos “que le temen”, sean de la nación que sean, sean de la clase social o política que sean.

  Luc. 1:54, 55. Esta es la clave. El Eterno, viendo a Israel, su siervo, es decir, al verdadero Israel que “sirve”, que “teme”, v. 50, que la ama a Él, abrumado bajo la opresión de su miseria, lo ha socorrido, ha tomado su causa, en suma, se ha encargado de realizar su liberación, Isa. 41:8, 9. Y en esta liberación María ve la fidelidad de Dios que se acuerda de la misericordia eterna para con Abraham y con toda su descendencia, según se había anunciada a los “padres” por los profetas.

 

  Conclusión:

  Eso es todo. María y Elisabet nos han dado una lección, nos han señalado un camino. Este debe ser el nuestro. Se cuenta de un turista que, en Suiza, no sabía que camino tomar en una de las encrucijadas. Al pronto, acertó a pasar por allí un chiquillo y nuestro hombre le preguntó dónde estaba la ciudad que buscaba. –No sé dónde está la ciudad, señor –contestó el rapaz-, pero ahí está el camino que le llevará a ella.