LA PROFUNDIDAD DE NUESTRA CONDICIÓN PERDIDA

Gén. 3:6-8; 2:17; Rom. 1:18-3:23; Efe. 2:1-3, 11-13; Stg. 1:13-15

  Introducción:

  ¿Cuántos de los presentes somos salvos? Levantemos el brazo. Pues bien, uno de los más graves peligros con los que cada día hemos de luchar es el llamado conformismo. ¿Quién no recuerda la ferocidad del primer amor con Cristo? ¿Lo hemos olvidando?

  El estar sin hacer nada en la Iglesia nos hace olvidar la primera premisa en la que se basa toda la teoría cristiana: Hemos sido salvos del pecado por la gracia. Hubo una época en el mundo, por cierto no muy lejana, en la que la terrible poliomielitis hacía estragos. No había casi ninguna familia que no conociera en su carne o en la de sus amigos algún caso que viniese a sumar la preocupación de una cruel enfermedad a cuyas garras se sentían indefensos. Pero un buen día, el Dr. Salk descubrió la vacuna que le hizo famoso y poco a poco su aplicación en dosis masivas archivó la enfermedad como plaga. Dentro de poco tiempo habrá ya una generación que ni temerá a la polio y lo que más triste, ya nadie se acordará del nombre del doctor porque es muy difícil recordar cualquier remedio cuando el mal ha desaparecido.

 

  Desarrollo:

  Nosotros que sabemos de la existencia de un Padre, que ha descubierto la vacuna que nos inmuniza del mal y de la muerte, jamás podremos olvidar el sensible pinchazo de la jeringuilla, del primer amor, de las lágrimas derramadas en el día glorioso en el que confesándonos pecadores miramos la cruz cara a cara. Es muy necesario pues, de tanto en tanto, volver a escarbar en la profundidad de la fatal condición perdida del hombre: ¡Estar perdido es estar separado de Dios! Gén. 3:6-8.

  Antes de adentrarnos más en este precioso relato vital en la vida de Adán y Eva, debemos pararnos un momento y buscar una definición para la palabra “pecado”. La palabra es una fiel traducción de muchas otras hebreas y griegas. Veamos alguna de las ideas o acepciones más comunes: (1) Pecar es no dar en el blanco si pensamos en términos guerreros, o equivocar el camino si de viajar se trata. Así, en términos espirituales, pecado es fallar o no hacer algo bien en relación a Dios o al mismo hombre. (2) Pecar es, pues, rebelarse contra un superior o deslealtad a un acuerdo tomado. Sabemos que la vida en sí está basada en un pacto y el pecado es la violación de ese pacto, y (3), existe además la idea que roza la esencia en sí del pecado y que, sin duda, nos puede ayudar a definirlo. El pecado como tal cambia el estado y aún la naturaleza del hombre. Sí, cuando el hombre peca deja de ser inocente para convertirse en culpable. No hay vuelta de hoja. De blanco en negro. Aquí debe quedar claro que no sólo nos estamos refiriendo al sentido legal del pecado como podría ser si robamos o matamos, sino al espiritual: Cuando uno peca su alma es la que enferma.

  Y es pisando este terreno cuando debemos considerar la ética del pecado: (1). Así, para ser pecador es necesario ser persona responsable, sabiendo el bien y el mal. Los niños y los adultos que no tengan sus facultades mentales en buen estado, no pecan. ¿Por qué? ¡Porque no son responsables! (2) Y para existir el pecado ha sido preciso una revelación que nos indicara que lo era o no. En otras palabras, pecar no es sólo el desobedecer un deseo oculto o desconocido de Dios, sino uno que nos ha sido revelado, ampliamente revelado. De manera, que si ignorásemos que el no amar al prójimo es un pecado, no pecaríamos, puesto que el pecar es precisamente saber hacer el bien y no querer hacerlo. (3) La existencia de la desobediencia premeditada.

  El hombre tiene la voluntad de decidir como libre que es y por consiguiente si el hombre peca es a sabiendas que lo hace. Pero profundizando aún más, hilando más fino si cabe, veremos que la raíz del pecado es la incredulidad. En el relato del Génesis que hemos leído vemos que los protagonistas son Adán y Eva. Ambos fueron hechos a la imagen del Señor y, por lo tanto, responsables de su futuro. Lo tenían todo a su favor. Tenían un jardín bien regado y surtido, así que el alimento y la libertad les pertenecían. Tenían el/la compañero/a ideal y gozaban de la paz con Dios y consigo mismos. Pero el Señor les había puesto una restricción: ¡No comer del árbol de la ciencia del bien y del mal! ¿Por qué esta prohibición? Porque el día que comieres de él, ciertamente morirás, Gén. 2:17.

  Antes de pasar a desgranar la tentación en sí de Adán y Eva es bueno que nos fijemos en ciertas actitudes en torno al pecado que, por ser tan sutiles, muchas veces nos pasan desapercibidas. (1) Existe cierta tendencia a pensar que el pecado es necesario para el crecimiento moral y hasta indispensable para alcanzar la madurez del adulto. Es muy corriente oír decir: Sé que está mal lo que hago, pero, ¡qué aburrida sería la vida sin hacerlo! Sin embargo el pecado nunca ha traído consigo más que muerte y separación. El mismo Jesús nos dio el ejemplo, puesto que fue tentado al máximo y prefirió servir a Dios antes que al diablo y lo venció destrozando esta primera teoría. (2). Es otro enorme error nuestra tendencia de echar todas las culpas de nuestro pecado al autor de la prohibición, al Señor. ¿Se nos podría culpar a nosotros cuando usando nuestra propia experiencia aconsejando a nuestros hijos mayores ante cualquier actitud de su vida y se equivocan a pesar de todo? Sí, queremos lo bueno para ellos, del mismo modo que Dios quería lo mejor para su Adán: Porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.

  La tentación de Adán y Eva fue personal y se hizo visible por medio de la serpiente y el diálogo que envuelve toda la escena es de un contenido tan actual que siempre que leemos este relato nos asombramos. Veamos:(1) Eva se dio cuenta enseguida de la prueba que le fue presentada. (2) La serpiente afirmó con toda seguridad: ¡No moriréis! (Eva se encuentra con el dilema eterno de enfrentar la palabra de Satán con la de Dios). (3) La serpiente descargó su golpe maestro donde sabía que haría daño. Donde sabía que existía la duda. Entró en su mente con la idea de que Dios no basaba la prohibición del amor al hombre, sino para evitar que éste se convirtiera en Dios mismo.

  Así que la puerta del pecado es la duda, ¡líbrenos de ella Dios! Notemos que es interesante ver que después de este punto en la tentación de Eva, la serpiente no agregó nada más. Sí, había dejado caer la gota justa que haría derramar el vaso de la primera mujer. Ahora bien, Eva había visto el árbol centenares de veces, que era bueno para comer, que era agradable a los ojos y a la mente y a la inteligencia y apto para alanzar la sabiduría; sí, lo había visto centenares de veces, lo que pasa es que ahora duda de la veracidad de las palabras de Dios:

  Y tomó de su fruto y comió y dio también a su marido. Pero del fruto sólo olieron a muerte: ¡Su muerte espiritual! Vieron con tristeza que el pecado jamás entrega lo que promete. Así que, por lo tanto, se acabó el huerto, la paz y la armonía. Fue su muerte espiritual. El Señor no había cambiado nada, y menos aun sus costumbres. Continuaba paseándose por el huerto. Era Adán quien no quería verlo. Era incapaz de mirarle cara a cara y se avergüenza sólo de oír sus pasos. El pecado siempre tiene el mismo gusto, entra por los ojos y por la lengua, entra por los ojos y por la boca, pero produce acidez a nuestro estómago. Es tan profundo el pozo por el que parece que caemos como alto teníamos nuestra estimación espiritual y relación con el Señor.

  La perdición es el resultado del pecado, Rom. 1:18-3:23. Los tres primeros capítulos de Romanos tratan del pecado, cuyo clímax tiene lugar en el v. 23 del cap. 3: Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios. Ya hemos dicho antes que la base para que el pecado exista es que haya una persona responsable y esta característica la encontramos bien definida en el hombre actual, moderno. La segunda suposición exigía la veracidad de una revelación. Así que, aunque sabemos que el hombre moderno no se pasea por ningún huerto con la pesadilla de no comer de un árbol, Pablo afirma que no hay nadie a quien Dios no se le haya revelado de alguna manera, y aún hay más, dice que todos nosotros somos responsables ante de Él no importando cuál ha sido el medio por el cual se nos haya revelado.

  Una forma de revelación de Dios la constituye su obra a los ojos de un espectador sensible. Dice nuestro salmista: Los cielos cuentan la gloria de Dios. Mas, por otra parte, en segundo nivel, tenemos una revelación interior llamada conciencia y a la que el apóstol Pablo nos descubre a la perfección: Dando testimonio su conciencia, Rom. 2:15. Y aún hay otra tercera revelación: La Biblia, la Palabra escrita, Rom. 3:19. Y por último, el hombre moderno, puede encontrar el clímax de la revelación de Dios en Jesucristo.

  La perdición es la experiencia de cada hombre, Efe. 2:1-3, 11-13. El ser humano no sólo tiene una naturaleza caída, sino que vive en un mundo de hombres y mujeres caídos, pero su vivir y experiencia de pecado es personal así como su redención. La clave del pasaje la encontramos en Efe. 2:3. Un niño preguntó: ¿Por qué peca el ser humano? ¡Por qué es pecador!, fue la clara respuesta. ¿Quiere decir esto que el hombre ya nace con una cierta tendencia hacia el pecado? Sí. Lo cual no quiere decir que el ser humano es tan malo como puede llegar a serlo. Y claro, tampoco quiere decir que su naturaleza lo domine de tal forma que no tiene otra elección que pecar. Lo que si quiere decir es que el hombre abandonado a sí mismo está bajo el poder del pecado.

  El problema no es la cantidad de actos que cometamos. Es problema de nuestra naturaleza. Así, cuando Jesús habló con Nicodemo no le dio una lista de cosas malas que no debía hacer, sino que le habló de un nuevo ser, un nuevo nacimiento, Juan 3:1-3. Lo que el hombre necesita no es otro libro de reglas, sino un nuevo corazón.

  La fuente del pecado del hombre, Stg. 1:13-15. Ahora llegamos por fin al meollo, al centro, de la cuestión. En este formidable pasaje vemos que el Señor no es la fuente de la tentación del hombre ni de su pecado: Dios no puede ser tentado por el mal, él no tienta a nadie, v. 13. Luego, ¿dónde está la fuente? Está dentro de nosotros. Está en nuestra naturaleza. Mirar la clara ilustración que usa Santiago: Físicamente hablando somos como animales atrapados por una red, reducidos y puestos a buen recaudo por el pecado. No importa cuál sea la tendencia de su buena naturaleza y no importa lo corrupto del ambiente y lo fuerte que sea la fuerza del mal, una verdad permanente: ¡El hombre es libre y hasta responsable de sus propios pecados!

 

  Conclusión:

  Resumiendo podemos decir que el hombre es pecador por elección, por su elección. La naturaleza está ahí y la tentación también, pero es libre de decir sí o no. Esta es la experiencia común de la humanidad y es el principio de todos los problemas. Así, por el pecado podemos llegar a estar separados de Dios… ¡Esta es la profundidad de la condición perdida del Hombre!

  ¡Qué Dios nos bendiga!