La serena noche de Navidad,
salpicada de aromas diferentes,
nos habla de más hechos elocuentes
que palabras juntó la humanidad.
Y es que por simple que sea la verdad,
si se encara a las mentiras patentes,
puede dejarlas solas e impotentes
blanqueadas por su propia necedad.
Los que apelan a la casualidad
para razonar los hechos fehacientes,
no dan fe de más milagros presentes
que los que brinda su necesidad.
Y si por quiebros de mentalidad
asimilan la vida con los dientes,
es porque tras titularse valientes
se confunden con su debilidad.
Si aquella noche trajo la hermandad
para todo un pueblo y demás parientes,
es porque Dios, con sus ojos clementes,
decidió borrar de una la maldad.
Y emergió nuestro Cristo en Navidad
rodeado de unos padres muy fervientes,
sencillamente, y sin que otros salientes
burlaran a la negra oscuridad.
Y no busquemos otra realidad
si nos tenemos por entes conscientes,
porque las cuestiones entre las gentes
destruyen cualquier posibilidad.
Y si pensáis que en Dios no hay igualdad
por ser Señor de cascadas y fuentes,
es cierto que entre mil pajas calientes
se negó a sí mismo por caridad.
Entonces, es una barbaridad
no aceptar tantos signos evidentes,
¡Cristo nació sin más inconvenientes
que los que generó su humanidad!
Ni existe más infalibilidad
ni existen levantados otros puentes:
¡El Señor dio la paz a sus creyentes
cuando estableció que la Navidad
serviría para salvar a las gentes
que creyesen de buena voluntad!