Si quieren saber señores
la historia del buen Jesús,
se la contaré gustosa
pues me precio de saberla.
Miren: Casi sin quererla
vino a mis oídos un día
en que mi abuela Lucía
nos la contó presurosa.
Resulta que en soluciones
mi abuelita es un portento,
ya que como complemento
a su vida presurosa,
conoce muchos más cuentos
que una simple mariposa.
Así, en tal noche como esta
en que toda la familia
pasa junta los momentos
en que llaman Navidad
para vaciar nuestra cesta
y alegrar sus corazones
con pollo, pasta y turrón,
nos dio por cantar canciones
a los que, por ser pequeños,
nos tenían apartados,
con tan malos resultados
que, enojados los mayores,
nos lanzaron sendos leños.
Llorosos y cabizbajos
aguantamos los sermones
y mal habríamos parado
a no ser porque la abuela,
con gesto de picardía,
nos reclamó a su regazo;
y así, uno con un porrazo
y el otro más malparado,
oímos el cuento citado
frente a aquel fuego que ardía
en un rincón del hogar.
Y quietos ante el anuncio,
quietos hasta de jugar,
oímos lucir a la abuela
sus dotes de narradora,
pues cual caja de Pandora
empezó tan como sigue:
Había cierta vez un hombre
que por José se atendía
que de Galilea salía
camino de su lugar,
pues tenía que ir a buscar
su lugar de nacimiento
después de su casamiento
con la preciosa María.
Y en anda que te andarás,
llegaron hasta su aldea
que era un pueblo de Judea
como muchos ya sabréis.
Como la moza esposada
estaba… un poco malita,
y como no encontró
un lugar más apropiado
que un pesebre abandonado,
allí mismo pernoctó.
Y en esa noche bendita
tuvo lugar el prodigio
que tantos han comentado:
¡Qué Jesús nos vino al mundo,
qué por estas desnudito
en una noche tan fría,
el regazo de María
constituyó su nidito.
Pero que al ser mayor
transformó hasta el infinito
este valle terrenal…
Y aquí anda el punto final
de este formidable cuento.
Y aprovechando el momento
que tengo para contarlo,
me gustaría dedicarlo
a los muchachos presentes,
pues para ser más valientes
en el Reino del Señor,
hace falta más candor
y menos inconvenientes.